18

Respira —me dijo Pritkin, y lo intenté. Pero de pronto parecía mucho más difícil que de normal.

—Es simplemente una teoría —dijo Jonas, mientras andaba de acá para allá por la cocina. Habíamos cambiado de lugar tras la pequeña revelación porque había decidido que necesitábamos un té. Personalmente, no creía que un té fuera a arreglar nada.

—Aunque aceptáramos la identificación de Thor con Apolo —dijo Pritkin—, algo que muchos expertos no hacen…

—Pues no, ya sabes —me aseguró Jonas—. La verdad es que no.

—El hecho es que la criatura en cuestión está muerta. Se llame como se llame, ya no es un problema.

—Eso es muy cierto. —Jonas y su pelo asintieron enérgicamente.

—Entonces, ¿por qué lo has sacado a relucir? —pregunté duramente.

—¿Por qué? Por lo otros, por supuesto.

Pritkin y yo nos miramos, mientras Jonas seguía abriendo armarios. Se detuvo ligeramente cuando llegó a uno del que sobresalía un tenedor, medio ensimismado en la madera, pero no comentó nada.

—¿No tienes té? —me preguntó finalmente, mirándome como si tuviera claro que no podía ser cierto.

—No.

Parpadeó sorprendido.

—¿De ningún tipo?

—Ahí —dijo Pritkin. Señaló con la cabeza uno de los armarios de abajo.

—Ah, bien. —Jonas pareció inmensamente aliviado, como si se hubiera evitado una grave crisis.

Empecé a preguntarme si estaba loco.

Al cabo de un momento, me aclaré la voz.

—¿Qué otros? —pregunté cuando Jonas empezó a inspeccionar las latas y cajitas de Pritkin.

—¿Cómo? Ah, los otros dos dioses, por supuesto —dijo distraídamente—. Ah, Nuwara Eliya. Sí, muy bueno.

—¿Nuwara Eliya es un dios? —pregunté confusa.

Me miró de un modo extraño.

—No. Es una ciudad de Sri Lanka.

Lo miré.

—En la que cultivan té. Muy bueno, por cierto.

Pritkin me apretó el hombro, y menos mal que lo hizo. Probablemente, no habría estado bien visto que asfixiara al jefe del Círculo Plateado justo antes de la coronación. Por otra parte, mi reputación ya estaba por los suelos…

—¿Qué otros dos dioses? —preguntó Pritkin rápidamente.

—Ah, ¿no lo he mencionado? Bueno, ahí es donde la cosa se pone realmente interesante. Según las sagas, el Ragnarok implica la muerte de tres dioses principales: Thor, Tyr y Odín. Las leyendas afirman que la guerra acabará únicamente cuando los tres mueran, y que los tres hijos de Loki son los predestinados a matarlos.

—¿Y qué significa eso?

—Bueno, simplemente eso. —Jonas empezó a llenar la tetera—. No estoy seguro. Pero localicé tres indicaciones que podrían ser útiles. El primer hijo de Loki era Jormungand, que ahora sabemos que representaba el hechizo del uróburo. La serpiente fue atacada por Thor, o Apolo, si preferís. Derrotó el hechizo, pero murió poco después. Eso, por supuesto, ya ha ocurrido.

—Por supuesto —dije débilmente.

—Bien, la segunda hija de Loki era Hela —dijo Jonas. Alargó la mano por encima de la barra para dibujar lo que parecía una sonrisa torcida, o quizá un plátano, en la pizarra, que había colocado justo fuera—. Odín la envió al inframundo y se convirtió en la diosa de la muerte.

—¿Te refieres al infierno? —pregunté.

—Sí. La palabra inglesa para infierno, hell, deriva de su nombre. Se decía que tenía poder sobre las nueve regiones…

—¿Nueve?

—Sí, el mismo número del que Dante dejaría constancia más tarde en su Inferno. Es fascinante cómo los mitos se cruzan con tantos…

—Jonas. —Ese era Pritkin.

—Sí, bueno. En cualquier caso, se decía que ella controlaba los infiernos, así como los caminos entre mundos. Una figura bastante poderosa.

—Como la diosa griega Perséfone —dijo Pritkin.

Jonas arrugó la nariz.

—No, no exactamente. Perséfone era reina del inframundo, sí, pero solo por su matrimonio con Hades, que ya lo gobernaba. Hela fue reina por derecho propio. Era una de esas poderosas diosas vírgenes, que salpican las páginas de la mitología, que vivieron independientemente de la autoridad de cualquier hombre. Razón por la que no creo que Perséfone cumpla los requisitos. Y, por supuesto, la luna no era su símbolo…

—¿El símbolo de Hela era la luna? —pregunté, imaginándome finalmente lo que se suponía que tenía que ser el plátano.

—Sí, al menos, la cara oculta. Ella era…

—¿La cara oculta?

Creo que me debió cambiar la voz, porque Jonas levantó la mirada bruscamente.

—Sí, ¿por qué?

—Quizá no sea nada —dije, deseando haber mantenido la boca cerrada. No me emocionaba la idea de explicarle mi jueguecito a Jonas. Pero ahí estaba, mirándome fijamente, así que no tenía otra opción—. Es sólo que… tengo una baraja de tarot y…

—¿Has visto algo?

—Bueno, no. Quiero decir, no he tenido una visión ni nada de eso, ya sabes, nada mágico…

—Perdóname, querida, pero el tarot en manos de la pitia es mágico. Sí, sin duda. ¿Qué viste?

—Bueno, no es una baraja normal —expliqué un tanto incómoda—. Así que no tengo una tirada en la que basarme, sólo la única carta…

—La luna, supongo.

—La luna invertida.

—Ah. —Jonas se sentó lentamente.

—Como he dicho, probablemente no signifique nada…

—Oh, yo no estaría tan seguro de eso —dijo suavemente, mirando al vacío—. No, no. En realidad, no debería estarlo en absoluto.

Simplemente me senté y lo miré durante un rato, pero no decía nada más. Pritkin intentó preguntar algo, pero Jonas hizo un gesto con la mano.

—Hablad entre vosotros —dijo distraído.

Miré a Pritkin con expresión de impotencia. La mayoría de las veces pensaba que Jonas era un viejo cabrón perspicaz que jugaba algún tipo de extraño juego mental con todo el mundo para divertirse. Pero había días en que, sinceramente, me preguntaba si el mundo mágico estaba siendo dirigido por un auténtico chiflado.

—Ni siquiera es una baraja de verdad —le dije, volviéndolo a intentar.

Nada.

—Es un juego que me regalaron cuando era una niña.

Nada de nada.

—Ni siquiera escojo yo la carta. ¡La baraja escoge por mí!

Como si le estuviera hablando a la pared.

—Ahora vuelvo —dijo Pritkin, aparentemente dándose por vencido. Salió de la cocina y lo seguí porque, sinceramente, la cosa se estaba poniendo bastante horripilante.

—Sólo voy a mi habitación un momento —me dijo cuando se dio cuenta de que lo estaba siguiendo. La cosa habría quedado ahí de no ser porque se dio la vuelta y tropezó con la escalera que iba de la sala de estar al vestíbulo.

Recuperó el equilibrio antes caerse de boca, y si hubiera sido otra persona, no habría tenido importancia. Yo me había tropezado con el mismo escalón una media de una vez al día. Pero Pritkin no era yo y él no solía caerse así porque sí.

Lo agarré antes de que pudiera escaparse y no me hizo falta preguntarle qué pasaba. Las sangre se filtraba por la parte de abajo de la camiseta, manchando el suave algodón gris. Pues claro, era eso, pensé furiosa. Joder, era eso.

—¡Joder, Pritkin!

—Estoy bien —me dijo, pero no era un gran consuelo, teniendo en cuenta que seguramente diría lo mismo después de perder alguna extremidad. Me agaché y le levanté la camiseta.

—¿Bien? —le dije mirándole, enfadada. La sangre goteaba del vendaje que le cubría la mitad de la barriga.

—Lo bastante —contestó intentando bajarse la camiseta. Le di un manotazo en las manos y empecé a levantar el borde del vendaje empapado con la uña. Ya estaba suelto y tenía que cambiarse, y tenía que ver…

Me apretó la muñeca como si me esposara.

—Estoy bien —repitió Pritkin—. Esta noche se habrá curado, o por la mañana, como mucho…

—¿Y qué tipo de herida tarda tanto tiempo en curarse? —pregunté. Lo había visto sobreponerse a una puñalada en el pecho en cuestión de minutos.

—La de un duende —admitió.

Solté una palabrota y empecé a quitarle el vendaje con la otra mano, pero también la agarró. Y luego tiró de mí y me levantó.

—¡Dijiste que ibas a ver a unos amigos! —lo acusé.

—Conocidos.

—¿Tus conocidos suelen querer matarte?

—No es tan sorprendente —dijo con ironía. Pero vio mi expresión.

—Suéltame —le dije con tono amenazador.

—¿Para que puedas darme una bofetada?

—¡Para que pueda cambiarte el vendaje! —Ya le daría la bofetada más tarde.

Pritkin me soltó y me fui con paso airado. En la suite no teníamos un botiquín de primeros auxilios; teníamos todo un armario de primeros auxilios. No sabía para qué se estaban preparando los chicos, pero podrían haber surtido a una clínica pequeña con todo aquello. Normalmente pensaba que era una pérdida de tiempo, porque yo era la única que podía beneficiarse de todo eso, y si necesitara tal cantidad, es que estaba en las últimas. Aquel día lo agradecí.

Cogí lo que necesitaba y volví a la sala de estar, pero estaba vacía. Encontré a Pritkin en el salón, sentado en la mesa de juegos. Supongo que no quería manchar de sangre el sofá nuevo. Los vampiros se habían marchado y estábamos solos, excepto por el bosque de plantas y un tío comiendo bombones en un rincón.

—¿Qué haces todavía aquí? —pregunté.

El mago rubio se sobresaltó un poco y levantó la mirada.

—Yo… Nadie me ha dicho que me fuera.

—Vete. —Solté de golpe los suministros médicos sobre la mesa.

Se fue corriendo.

Le lancé una mirada de odio a Pritkin.

—¡Juraste que no te pasaría nada!

—Y como puedes ver…

—¡Mentiste!

—No mentí. Simplemente no preví que me encontraría con… ¿Qué estás haciendo?

Me había arrodillado en el suelo y estaba separándole las piernas para poder ponerme en medio.

—Voy a volver a vendarte. Si eres listo, te quedarás sentado y me dejarás hacerlo.

—Puedo hacerlo yo… —Se calló cuando mis uñas se clavaron en sus muslos.

—Abre las piernas y sujeta la camiseta —le ordené. Y para mi sorpresa, lo hizo.

La venda se soltó fácilmente, porque no se había puesto bien desde un principio, y debajo había…

Tragué saliva.

Pritkin empezó a decir algo, pero se calló cuando lo miré con odio, tan enfadada que casi no veía.

—Ni se te ocurra.

Y no dijo nada.

Lo que sucede cuando tienes la capacidad sobrehumana de curación es que te falta práctica cuando realmente necesitas hacerte una cura a ti mismo. Al menos suponía que por eso el vendaje estaba puesto de cualquier manera, la limpieza de la herida no era muy exhaustiva y la línea de suturas negras que cosía una herida roja y fea la podría haber hecho un niño de tres años hipermétrope. O, a lo mejor, es que solo quería cabrearme.

Si era así, estaba funcionando muy bien. Estaba tan furiosa que me temblaban las manos, pero no sabía si era por él o por mí, por haber dejado que se marchara. Era Pritkin. Era incapaz de cruzar una puñetera calle sin que le dispararan, y yo lo había dejado meterse en el Reino de la Fantasía.

Se me debió ir la cabeza.

—Supongo que tuviste que coserte tú mismo —pregunté con dureza, mientras iba a la cocina a llenar una palangana con agua.

—Parecía lo más… conveniente.

Sí. Si la otra opción era que las tripas se derramaran por todas partes.

Volví con el agua y jabón de manos. Marco me había dicho que el agua oxigenada no era una buena idea en las heridas profundas. Al parecer, podía provocar que se formaran burbujas en el flujo sanguíneo que te matarían mucho más rápido que lo que hubiera causado el corte en un primer momento.

Lo dejé todo en el suelo y volví a arrodillarme. Pensé en pedirle que se bajara la cremallera porque los vaqueros estorbaban, pero normalmente iba en plan comando, así que no lo hice. Simplemente bajé lo suficiente la tela, que era suave y vieja y le estaba holgada, para poder trabajar.

Parecía como si se hubiera duchado antes de venir, lo cual, paradójicamente, lo había dejado limpio excepto por el gran trozo de piel que había sido cubierto por el vendaje. Empecé con el barro y la hierba y Dios sabe qué que tenía incrustado en la herida. Y por una vez, simplemente se quedó sentado, sin intentar darme órdenes ni criticarme ni decirme un modo mejor de proceder. Era extraño pero agradable.

—¿Qué ocurrió? —pregunté al cabo de unos minutos.

Se aclaró la voz.

—Caí en una emboscada.

—¿Por qué no volviste por el portal? —Suponía que había utilizado el que el Círculo había abierto recientemente, ya que era prácticamente la única opción disponible en aquellos momentos.

—Lo habría hecho, si hubiera estado cerca en ese momento. Pero ya me dirigía al pueblo donde vive uno de mis contactos. Mejor dicho, donde solía vivir.

Tenía un poco de sangre seca alrededor del ombligo. La rasqué con la uña hasta quitarla.

—¿Está muerto?

—¿Qué? —Pritkin parecía un poco extrañado.

—Tu amigo, colega, lo que sea.

—Ah… no. Al menos, no estoy seguro.

No paraba de moverse, y le apreté el muslo con más fuerza.

—Para.

Estaba a punto de empezar a limpiar las suturas y no quería arrancar ninguna. Se quedó inmóvil.

Bajé los vaqueros lo suficiente para poder ver dónde acababa la herida, y no fue una bonita vista. Ya había empezado a cicatrizar alrededor del grueso hilo negro que había utilizado como sutura, pero la herida en sí estaba muy fea y parecía infectada. Y cuando la toqué con cuidado con la mano, noté como una línea de fuego en la piel.

—¿Se supone que tienes que estar así de caliente? —pregunté con el ceño fruncido.

No contestó, así que levanté la cabeza. Vi que me estaba mirando fijamente con una expresión extraña, en parte tierna, en parte exasperada, en parte… algo. No tuve oportunidad de entenderla antes de que apartara la mirada.

—Sí. Cuando me estoy curando.

Decidí aceptarlo, ya que no tenía muchas opciones. Pritkin sufría una grave alergia a los médicos, y sabía perfectamente que no podía ni insinuar que viniera uno. Enjuagué el trapo y, con cuidado, empecé a limpiar la línea roja inflamada.

—¿Qué quieres decir con que no estás seguro? —pregunté—. Sobre tu amigo.

—Quiero decir que… el pueblo estaba desierto. Había ropa tirada por la calle y habían dejado muchas puertas y ventanas abiertas de par en par. Entré en algunas casas, en una encontré platos de comida sin terminar en la mesa y en otra, un perro atado en la parte de atrás. Solté al perro y echó a correr por un camino. Lo seguí…

—Cómo no —dije agriamente.

—Y encontré el rastro de los aldeanos casi enseguida. Lo cual, de por sí, era bastante extraño…

Se calló, quizá porque esa vez había empapado el trapo demasiado.

—Lo siento —dije mientras secaba las gotitas que había por debajo de la herida antes de que mojaran la parte de delante de los vaqueros. Cerró los ojos.

—Los duendes son excelentes cazadores y rastreadores —me dijo bruscamente—. Suele resultar muy difícil seguirlos.

—Pero esta vez no.

—No. Encontré varios efectos personales que habían ido soltando por el camino, de cualquier manera, como si se hubieran caído de los brazos de alguien mientras corría. Había llovido y en el bosque había varias zonas embarradas, y las huellas que vi también eran de pasos corriendo. Obviamente, los vecinos del pueblo estaban huyendo de algo… —Bajó la mirada de repente, con la cara un poco colorada—. ¿Te queda mucho para terminar?

—Un poco. ¿Entonces los seguiste? —pregunté rápidamente.

—Sí. Y entonces fue cuando caí en la emboscada. Fui tonto al no pensar que podrían dejar a algunos de los suyos detrás, para retrasar a quien los estuviera persiguiendo. Es decir, no lo pensé hasta que… Tragó saliva.

—Estoy teniendo el máximo cuidado posible —le dije mientras le limpiaba suavemente.

—Tú date prisa, ¿vale? —dijo con voz áspera.

—No tendría que hacerlo si lo hubieras hecho mejor —señalé—. Tener la capacidad de curación acelerada no te servirá de nada si coges una infección.

—¡No me preocupa una maldita infección!

—Bueno, ya no tendrás que preocuparte —dije estampándole una venda nueva. Y decidí seriamente que seguro que esa no se iba mover.

Pritkin observó callado lo que estaba haciendo durante un instante.

—Eso es esparadrapo —dijo finalmente.

—Ajá.

—Es… demasiado, ¿no crees?

—Más vale prevenir que curar.

—Pero me va a doler horrores cuando tenga que quitarla.

—¿Tú crees? —Levanté la mirada inocentemente y le planté otro trozo.

Entrecerró los ojos, pero antes de que pudiera decir nada, Jonas asomó la cabeza por la puerta.

—¿Habéis acabado ya? —preguntó educadamente.

—Sí —le dije mientras recogía las cosas—. Pritkin está a punto de contarnos lo que ocurre cuando sigues a un grupo de duendes aterrorizados por un bosque desconocido tú solo.

—¿Ah, sí? —dijo Jonas con curiosidad.

Pritkin cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, parecía un mártir.

—Acabé colgado de una cuerda por los pies, mientras algunos de los aldeanos me pinchaban con lanzas envenenadas —dijo sin mucho entusiasmo—. Conseguí convencerlos de que no era uno de sus enemigos, pero eso fue después de que…

—¿Te destriparan como a un cerdo? —pregunté alegremente.

Se puso colorado y abrió un ojo para mirarme, pero cualquier réplica brillante que hubiera pensado soltar fue arruinada por Jonas.

—¿Quiénes eran esos enemigos?

—Los alorestri —contestó Pritkin mientras se ponía derecho con una mueca.

—Los duendes verdes —me tradujo Jonas—. Comparten frontera con los oscuros y siempre han tenido un tira y afloja por las tierras, los recursos, derechos de caza —se encogió de hombros—, y no sé cuántas cosas más, durante milenios.

—Y actualmente parece que vuelven a tenerlo —dijo Pritkin—. Según los aldeanos, los duendes verdes atravesaron las defensas de la frontera hace algunos días y arrollaron a las fuerzas locales de los duendes oscuros. Estaban huyendo de un contingente de duendes verdes que decían que se dirigía hacia ellos.

—¿Hubo una invasión? —pregunté, me dio un vuelco el estómago. Tenía un amigo en la corte de los duendes oscuros, y quería pensar que seguía de una pieza.

Pritkin se fijó en mi expresión.

—No sería extraño —me dijo—. El ejército de los duendes oscuros se reorganizará y es probable que vuelvan a luchar contra ellos en pocas semanas. Pero mientras tanto, no hay modo de comunicarme con mis contactos, ni siquiera de saber con seguridad dónde están. Y sin ellos, no hay manera de saber qué te atacó.

Sinceramente, no podía darme más igual. Yo solo agradecía que hubiera vuelto; golpeado y ensangrentado o no.

—Puede que no fuera un duende —le recordé—. ¡Billy está empeñado en que el fantasma de Apolo ha vuelto para atormentarme!

—Ah, no —dijo Jonas, aparentemente serio—. Yo no lo creería.

—Bueno, ya. En realidad no estaba sugiriendo que…

—Este mundo se aprovecha del poder de los dioses; no los alimenta. Por eso todas las antiguas leyendas cuentan que visitan la Tierra pero viven en otro lugar: Asgard, Vanaheim, el Olimpo. Y si no pueden alimentarse cuando están vivos, con toda certeza no pueden hacerlo estando muertos.

—Sí, bueno. Como he dicho…

—No, creo que los dioses que nos incumben siguen bastante vivos.

—¡Jonas, por favor! —Lo miré con impaciencia—. Esto no es el puñetero Ragnarok, ¿vale?

—Cómo me gustaría no pensar eso —dijo suavemente, del mismo modo que alguien podría decir que le gustaría que no estuviera lloviendo mientras se encuentra en medio de un diluvio.

Estuve a punto de responder, pero la tetera empezó a silbar como una loca, así que volvimos en tropel a la cocina. Jonas sirvió el té, y yo esperé algún tipo de explicación. Una coherente, preferiblemente, pero no tenía mucha esperanza. Por eso me sorprendí cuando un repentinamente enérgico Jonas se sentó a la mesa.

—Tres hijos de Loki; tres dioses que vencer —nos dijo—. Ya nos hemos ocupado de Apolo, nos quedan dos. La dificultad reside en saber qué dios será el siguiente en luchar contra nosotros, pero creo que tu tarot nos lo ha mostrado, Cassie. Es una ayuda inestimable, pero nos deja con un desafío abrumador.

—Jonas…

Me acarició la mano.

—Está casi hecho. Entonces, creo que la segunda hija de Loki, Hela, podría ser otro nombre para la diosa griega Artemisa. No solo porque era una diosa virgen con la luna como símbolo, sino porque también se la asociaba a la caza. No personalmente, en su caso, sino en forma de los perros de la luna que le prestaba a Odín para la cacería salvaje todos los años.

—Vale —dije con desaliento, no porque entendiera lo que estaba diciendo, sino porque simplemente era más sencillo estar de acuerdo.

Aunque, obviamente, Pritkin tenía que discutir.

—Pero Artemisa no era una diosa de la muerte.

—Ah, sí que lo era, querido —dijo Jonas—. Con toda seguridad. En la antigua Grecia, si deseabas una muerte rápida, no tenías que rogarle a Perséfone ni a Hécate, sino a Artemisa, la cual te concedía «una muerte tan veloz como sus flechas».

—Pero, tradicionalmente, Hécate se asocia más a…

—Pero a nosotros nos da igual la tradición —interrumpió Jonas, un tanto brusco—. Hécate no tiene nada que ver con nuestra situación actual, mientras que Artemisa ha estado muy involucrada desde el principio. Creo que no hay mucha duda de que la diosa que estamos buscando es Artemisa.

—¿Buscando? —pregunté—. ¿Cuándo hemos decidido que…?

Jonas se inclinó sobre la mesa.

—Si suponemos que Artemisa y Hela son la misma persona, como Thor y Apolo lo eran, entonces se convierte en alguien de suma importancia. Según la leyenda, está protegida por un feroz perro guardián llamado Garm, y juntos están destinados a derrotar a Tyr en el Ragnarok.

—¿Tyr? —pregunté, sintiéndome más confusa a cada minuto.

—Ares —dijo Pritkin—. Si el razonamiento de Jonas es correcto.

—Sí, la identificación es un poco más fácil en este caso —dijo Jonas dándole la razón—. Ya en la antigua Roma, relacionaron a su dios de la guerra con Tyr. Incluso lo celebraban los martes.

—¿Y qué tiene eso que ver? —pregunté; la cabeza me daba vueltas.

—Porque de ahí deriva la palabra inglesa Tuesday, «día de Tyr». Como Thursday, «día de Thor». —Miró la pizarra—. Obviamente, hay un tercer hijo de Loki, el lobo Fenrir. Fue atado por Odín, rey de los dioses, pero logró escapar y matarlo. Aunque no creo que hayamos llegado a ese punto.

Me quedé mirando los disparatados dibujos de la pizarra durante un instante, y las ganas de vomitar se convirtieron en una familiar sensación de ardor causante de úlcera.

—Espera. ¿Estás intentando decirme que para ganar la guerra tenemos que matar a dos dioses más?

—Ah, no, nada eso —dijo Jonas, y sentí que se me iba aliviando la tensión en la espalda—. Tenemos que ayudar a los hijos de Loki a matarlos.