17

Entré en la sala de estar en algún momento de la tarde, bostezando y con los ojos hinchados de haber dormido demasiado, y vi que Marco salía del salón. Al menos, supuse que era Marco. Resultaba un poco difícil estar segura, porque aunque la estatura y el contorno eran los suyos, tenía la cara completamente cubierta de… flores.

—Eh —dije, cuando una perfecta rosa roja se desprendió del enorme montón que cargaba y cayó a mis pies.

—Eh, hola —me dijo la voz de Marco saliendo de la suite—. Sujeta la puerta, ¿quieres?

Sujeté la puerta.

—¿Qué estás haciendo?

—Sacar la basura.

Se dirigió a grandes zancadas al ascensor y pulsó el botón, derramando flores por el camino. Una llevaba una tarjeta. Me agaché y la cogí. «Cassandra Palmer».

Fruncí el ceño.

—¿Marco?

—¿Sí?

—¿Estás tirando mis flores?

—Sip.

—¿Por qué?

—Ve a mirar en el salón.

El ascensor llegó antes de que Marco pudiera decir algo más, suponiendo que pensara hacerlo, y salió un hombre. Llevaba un traje azul almidonado y zapatos negros brillantes y más rosas.

—Gracias —dijo Marco mientras se las arrancaba de las manos y se metía en el ascensor.

—¡Eh!

Las puertas del ascensor se cerraron antes de que el hombre pudiera recuperar el ramo.

—Malditos vampiros —murmuró, y se dio la vuelta; y se encontró con los tres vigilantes que merodeaban por la puerta abierta de la suite.

El hombre perdió el poco color que había tenido en la cara, que no era mucho, ya que era un rubio de raza blanca y aspecto agradable. Los vampiros avanzaron y empezaron a rodearlo como un grupo de tiburones en el agua.

—Me gustaba más el último —dijo uno moreno—. Este está un poco esmirriado.

—Y, por favor, dime que este no es tu mejor traje —comentó otro que observaba el traje de raya diplomática con cara de asco—. Déjame que piense. ¿Ciento noventa y nueve con noventa y cinco?

—Y también incluía una camisa de regalo —añadió el tercer vampiro.

Se rieron.

El hombre se puso colorado pero se mantuvo firme.

—Mirad, tengo una cita con… —Me vio y su rostro se iluminó—. Ah, tú debes ser…

—Una chica demasiado ocupada para hablar contigo —dijo el primer vampiro mientras le ponía un brazo sobre los hombros y lo acompañaba de vuelta al ascensor.

—Quítame las manos de encima, vampiro —dijo gruñendo y apartando el brazo—. ¡Creo que eso tendría que decírmelo ella!

—Vaya, este es valiente.

—¿Qué está pasando? —pregunté.

El hombre (o el mago, supongo), se acercó con la mano estirada. La mano sujetaba una caja. La caja contenía dulces, a juzgar por la brillante foto de la tapa.

—Para ti —dijo, obviamente orgulloso de haber rescatado parte de su regalo.

—Eh, ¿gracias?

Le restó importancia.

—No estoy seguro de cómo llamarte —dijo con sinceridad—. Lady Cassandra en teoría no es correcto hasta después de la ceremonia y, en cualquier caso, suena demasiado formal. Y señorita Palmer no es mucho mejor. ¿Prefieres que te llame Cassie?

—Preferiría que me dijeras quién eres.

El hombre parpadeó sorprendido.

—David Dryden.

Simplemente me quedé mirándolo.

—Soy… el de la una.

—¿El de la una, para qué?

—Tu cita —dijo el tercer vampiro sonriendo.

—¿Para qué? —pregunté confusa.

—Bueno, ya sabes. —De repente, el mago parecía un poco torpe—. Lo de costumbre.

—Creo que tenemos un competidor, chicos —dijo el moreno.

—Tiene un pico de oro —añadió el segundo vampiro.

—¿No puedes hacer nada con ellos? —me preguntó el mago enfadado, cuando el ascensor llegó.

—Se supone que tienen que estar aquí —señalé.

—¡Yo también! El lord protector me dijo que viniera.

El lord protector y su pelo salieron del ascensor.

—Ah, Dryden, hijo mío. Aquí estás. —Jonas le sonrió satisfecho y luego se inclinó para quitarle una motita del abrigo—. ¿Ya has conocido a nuestra nueva pitia?

—¡Lo intento! —dijo el mago exasperado.

—Jonas, ¿puedo hablar contigo un minuto? —le pregunté suavemente.

—Por supuesto, querida, por supuesto. Para eso estoy aquí.

—¿Puedes repetirme esa frase para ligar? —escuché que decía uno de los vampiros—. Quiero apuntarla. Era algo sobre costumbres, ¿no?

—Vete a la mierda —le dijo el mago.

Entré a la suite delante de Jonas, pero me paré en la puerta del salón. O de lo que había sido el salón. Ahora se parecía más a un invernadero con lo que debían ser unas cuatro docenas de jarrones con flores, ramos sueltos y plantas en macetas por todas partes.

—Jonas —le dije con los ojos entrecerrados—. ¿Qué es esto?

—Opciones, querida —contestó contemplando aquel mar floral con aprobación—. Siempre está bien tener opciones.

—También está bien tener un sitio donde sentarse. Y ya hablamos sobre eso.

—¿En serio? —preguntó con aire distraído.

—Sí, lo hicimos. Y prometiste…

—No prometí nada, de hecho.

—¡Jonas!

Hizo un gesto apaciguador con las manos.

—Pero, realmente, casi nada de esto es cosa mía.

—Entonces, ¿quién…?

—Fue Niall. Creo que… le perturbó… el incidente del desierto. Regresó a tiempo de insertar un artículo en el Oracle de esta mañana sobre lo buen partido que es nuestra nueva pitia y bueno…

—¿Bueno qué?

—El poder de la prensa —dijo acariciándome la mano—. Pero no te preocupes. Estoy seguro de que todo se olvidará en una semana o dos…

—¿Una semana? —Eché un vistazo a la habitación. Podría abrir mi propia floristería para entonces.

Estornudé.

—Aquí huele a burdel —dijo Marcos al entrar, y me ofreció un pañuelo.

Lo cogí agradecida.

—¿Cómo lo sabes?

Simplemente levantó una ceja y recogió otro montón.

—Después de este me voy a la cama —me dijo lanzándole una mirada a Jonas—. Esto está a punto de convertirse en algo surrealista.

—¿A punto?

Simplemente sonrió y se largó. Estornudé.

—¿Podemos dar la clase en la salita? —le pregunté a Jonas mientras me secaba los ojos llorosos.

—Ah, creo que podemos posponerlo por hoy —dijo afablemente.

—No tenemos por qué posponerlo. No voy a salir con… con ese hombre. —Sorbí mientras trataba de recordar su nombre en vano.

Jonas observó al mago, que estaba en la puerta de la cocina, mirando a su alrededor tal y como cabría esperar.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?

El mago se movía de un modo nervioso.

Suspiré.

—Nada.

—Entonces, quizá, un almuerzo…

—¡No!

—¿Un té?

—¡Jonas!

Suspiró y se rindió.

—Un chico guapo… de muy buena familia —murmuró mientras volvía a entrar en la salita.

Me soné la nariz y lo seguí. Y casi me tropiezo con una de esas pizarras antiguas que ocupaba casi todo el espacio de detrás del sofá. La miré sorprendida porque no estaba ahí hacía un minuto.

—Bueno, en ese caso, quizá podrías ayudarme con algunos asuntillos —dijo Jonas mientras rebuscaba en su abrigo—. Solía hacer esto con Agnes, ya sabes. Tomábamos el té todos los jueves, y yo revisaba cualquier asunto de interés dentro de la comunidad mágica, en caso de que ella viera algo importante.

—No he visto nada últimamente —dije observando la pizarra con desconfianza. Le di un golpecito. Era sólida.

—Y esa es la cuestión —dijo Jonas—. A veces, Agnes también tenía temporadas bajas, y otras veces tenía visiones sobre todo tipo de cosas, pero la mayoría no tenían nada que ver con lo que necesitábamos saber. Pero si habíamos hablado de algo recientemente… Bueno, eso parecía ayudarla a centrar sus energías. He pensado que quizá ocurra lo mismo contigo.

—Vale. —Rodeé el sofá.

—Bien, bien. —Jonas había estado vaciándose los bolsillos mientras hablaba, uno tras otro, y parecía que tuviera lengüecitas grises por todo el traje. Pero creo que no había encontrado lo que quería, porque hizo un gesto y sacó una cajita de la nada.

Me quedé mirándola, porque nunca había visto a nadie hacer eso, excepto en la televisión. Pero no pensé que Jonas hubiera hecho un juego de manos. Concretamente, porque le estaba costando quitarle el papel de celofán a lo que fuera que tenía en la mano.

—Bueno, me he dado cuenta de que las visiones no se pueden hacer a medida, como uno desearía —dijo mientras manipulaba la caja.

—¿Qué es eso? —pregunté.

Me miró desde sus gruesas gafas.

—¿Qué es qué?

—Eso. —Señalé el paquete.

Jonas lo miró.

—¿Esto?

—¡Sí, eso! ¿Qué es eso?

—Tiza.

—¿Tiza?

—Sí.

—¿Para qué?

—Para la pizarra —dijo un poco desconcertado.

—Pero… ¿de dónde la has sacado?

—¿De dónde he sacado qué?

—¡La tiza!

Frunció ligeramente el ceño.

—De Ryman’s. Estaba rebajada.

Abrí la boca para decir algo más y luego la cerré bruscamente. No iba seguirle el juego. Otra vez no. Aquel día no. Me senté en el sofá y crucé las piernas.

—De acuerdo.

Jonas me miró con recelo durante un instante, como si fuera yo la que se estaba comportando de un modo extraño. Pero al final, tampoco dijo nada. Simplemente sacó un trozo y empezó a garabatear en la pizarra, como un profesor bastante chiflado.

—Bueno, como iba diciendo, las visiones pueden ser un poquito… inciertas. Agnes solía describirlas como menos narrativas que un calidoscopio o un puzle, con piezas aquí y allá, sin contexto, sin mucho sentido. ¿Estás de acuerdo?

Me encogí de hombros.

—He tenido de los dos tipos. Las confusas son las más irritantes.

Jonas asintió.

—Sí, eso decía ella. También me dijo, sin embargo, que tener un punto de partida, alguna indicación, como en qué tenía que fijarse, solía contribuir mucho a que pudiera ordenarlas. Y una vez se concentraba en una en particular, las demás piezas del puzle solían aparecer por sí solas.

—Entonces, ¿en qué pieza del puzle quieres que me concentre hoy?

—En una en la que llevo trabajando mucho tiempo. He estado haciendo algunas investigaciones fascinantes sobre…

Se calló y miró detrás de mí. Me giré y vi al mago observando atentamente la pizarra mientras la rodeaba. Se colocó en medio de los dos y miró a un lado y al otro.

—Yo, esto, me preguntaba si…

—No, no, ya hemos acabado con eso —dijo Jonas.

El mago lo miró durante un instante y luego decidió centrarse en mí.

—¿Vamos a comer?

—No.

—¿A cenar?

—No.

—Es que… no he comido.

Simplemente lo miré.

—¿Puedes devolverme los bombones? —preguntó al cabo de unos segundos.

Se los di sin decir nada. Volvió a desaparecer por detrás de la pizarra. Jonas me miró.

—¿Por dónde íbamos?

—No tengo ni idea.

Se quedó pensando durante un instante.

—Ah, sí. Te estaba contando lo de mi investigación sobre las antiguas sagas nórdicas, la mitología escandinava. ¿Las has leído?

—Pues no.

—Te gustarían, Cassie. —Hizo un gesto con la mano que sujetaba la tiza—. Todo sexo y violencia.

Fruncí el ceño.

—¿Y por qué crees que me…?

—En realidad se parecen mucho a las visiones, por la manera en la que nos proporcionan piezas. No son precisamente las mejores, ya me entiendes, no están en el orden adecuado ni tienen el énfasis adecuado, pero son piezas al fin y al cabo. Depende de nosotros el descifrar lo que significan dichas piezas.

—¿Piezas de qué? —pregunté, intentando imaginarme adónde quería llegar con todo aquello.

—De nuestra situación actual, espero. Tal y como hemos demostrado recientemente de un modo un tanto… vivo, muchos de los antiguos mitos del mundo se basan en hechos reales. Pongamos como ejemplo la leyenda del uróburo.

—¿El uróburo? —repetí débilmente. El hechizo de protección de Artemisa no era mi tema preferido de conversación.

—Sí. Como la mayoría de culturas en el mundo, la nórdica tiene una leyenda sobre una serpiente gigante que se agarra la cola, y al hacerlo, de algún modo protege el planeta. En su caso, la serpiente es Jormungand, uno de los tres hijos del dios Loki, que podía cambiar de forma y transformarse en reptil.

Se alejó un paso de la pizarra para dejarme ver lo que había dibujado. Pero tampoco es sirviera de mucho, porque lo que vi se parecía bastante a un balón de fútbol torcido con ojos. O puede que a una especie de calamar deformado…

—La leyenda dice que al final Jormungand se hizo tan grande que fue capaz de rodear la Tierra y agarrar su propia cola. Creían que él mantenía unido el mundo y que cuando él se fuera, acabaría.

Trazó una línea de punta a punta de la pizarra, en la parte de arriba, y escribió «Loki» en medio. Luego hizo tres ramas hacia abajo desde la línea, como un árbol genealógico abreviado. El balón de fútbol estaba unido a una de ellas. Lo subrayó para ayudar.

—¿Eso es la Tierra? —pregunté, solo para aclararme.

—Sí.

—Y esa cosa que la rodea, ¿es Jor… lo que sea?

—Sí. —Frunció el ceño—. ¿No lo ves?

—La verdad es que no.

Se inclinó e hizo algo en el dibujo.

—¿Mejor así?

Yo no veía ninguna diferencia. Hasta que lo miré más de cerca. Y vi que la cosa con ojos ahora también tenía una diminuta lengua bífida.

—Jonas…

—Bueno, lo interesante sobre el mito nórdico —me dijo— no es en lo que se diferencia de los demás, sino lo que añade. —Trazó una línea hacia abajo desde el balón de fútbol y garabateó un nombre debajo. Me miró con expectación.

—¿Thor? —adiviné, porque la caligrafía de Jonas no era mucho mejor que sus dibujos.

—Sí.

—¿El dios del trueno, el tío ese grande con un martillo?

—Exacto. Y el archienemigo de Jormungand. La leyenda dice que en el Ragnarok… —Vio mi expresión—. En nórdico antiguo significa «el ocaso de los dioses», la gran batalla que decidirá el destino del mundo.

Asentí, principalmente porque quería que llegara ya a algún punto.

—Las leyendas dicen que Thor vencerá a Jormungand durante el Ragnarok, para acabar muriendo poco después —me contó. Y creo que eso era todo, porque simplemente se quedó ahí de pie, balanceándose sobre los talones y con cara de satisfacción.

—Sigo esperando la parte interesante —confesé después de unos segundos.

Jones me miró sorprendido.

—Pero ¿es que no lo ves? Es básicamente lo que acabamos de experimentar. El hechizo del uróburo fue destruido, permitiendo así el regreso de uno de los antiguos dioses, que murió casi inmediatamente después.

—Pero ése fue Apolo —dije, sintiendo que se me encogía más el estómago. Porque si había algo de lo que me gustaba hablar menos que del uróburo, era del tío que lo había destruido.

Apolo había sido la fuente del poder que venía con mi cargo, y lo había donado a sus sacerdotisas de Delfos para que pudieran ayudarlo a vigilar a los humanos traidores. Pero cuando el hechizo del uróburo lo puso de patitas en la calle junto con los otros dioses, el poder se había quedado unido a la línea de las pitias, que continuaron su trabajo, solo que en beneficio del Círculo y de los humanos que él había despreciado.

Al menos hasta que aparecí yo. Apolo había pensado que tenía el éxito asegurado cuando una negada heredó el puesto de pitia, en lugar de una de las preparadísimas iniciadas que el Círculo tenía bajo su atenta mirada. Había tratado de utilizarme para traer de vuelta la antigua mala época de dioses y esclavos, y que lo ayudara a eliminar la barrera de una vez por todas.

No se puso nada contento cuando lo rechacé.

Al final, fui yo la que quedó en pie, aunque aún no estaba segura de cómo. Pero sospechaba que un enorme montón de suerte había tenido algo que ver. Ahora, en lo que a mí se refería, podía continuar felizmente con mi vida y no volver a escuchar su nombre.

—Ya sabes, es tremendamente fascinante —dijo Jonas—. Muchos de los antiguos dioses nórdicos tienen semejantes en los mitos de otras culturas. Desde Escandinavia pasando por Irlanda, India e incluso más allá, sus nombres pueden cambiar, pero básicamente son las mismas entidades con los mismos poderes y, en muchos casos, el mismo simbolismo.

—¿En serio? —pregunté, mientras esperaba que se me cayera el otro zapato. Y estaba a punto de ocurrir, lo notaba.

—Ah, sí. Pongamos a Thor como ejemplo. Como tú dices, se le conoce mejor como el dios del trueno. Pero te interesará saber que cuando amenazaba la hambruna, era a Thor a quien los antiguos pueblos de Escandinavia rezaban para que enviara una buena cosecha, un papel que tradicionalmente se le asignaba al dios del Sol. Además, los dioses del Sol en todo el mundo, por regla general, se han representado sosteniendo hachas, que se parecen mucho al famoso martillo de Thor. De hecho, algunos expertos han sugerido que fueron los prototipos.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con…?

—Y según la leyenda, de los cuatro caballos que tiraban del carro de Apolo, uno se llamaba Rayo y otro Trueno. Y se decía que Apolo utilizaba el rayo y el trueno, los elementos, no los caballos, para ahuyentar a los galos intrusos que amenazaban su santuario en Delfos.

—Ah, vale, pero…

—Los antiguos galos también consideraban que el dios del trueno y el dios del Sol eran uno —dijo Jonas, metiéndose de verdad en el tema—. Se han encontrado imágenes en Francia de un dios con una mano apoyada en una rueda, el símbolo del sol, y sujetando un relámpago con la otra. Y el dios eslavo del trueno, Perun, fue honrado con el fuego de un tronco de roble.

—¿Roble?

—En Grecia, el roble era la madera consagrada al dios del Sol.

Me quedé mirando la pizarra, y se duplicó la sensación de inquietud. Tragué saliva.

—Entonces… entonces, lo que intentas decirme es que…

—Y luego está el dios hindú Indra. Él posee las primeras características de un dios del Sol, conduce un carro dorado por el cielo para traer el día. Pero se lo conoce más como el dios del trueno, porque maneja el arma celestial Vajra, un relámpago.

—Jonas…

—Y luego está el hecho de que se decía que el hogar de Thor estaba en Jotunheim, en el este, que lo vuelve a conectar con la salida del…

—¡Jonas! —Era Pritkin.

Levanté la mirada al oír su voz y vi que estaba de pie en la puerta que daba al vestíbulo, con los brazos cruzados y los ojos verdes entrecerrados. Estaba muy pálido, por alguna razón, y en lugar de su habitual postura erguida, estaba apoyado en la pared. Pero estaba vivo y parecía cabreado y yo nunca me había alegrado tanto de verlo.

—¿Sí? —Jonas lo miró sorprendido.

—¿Intentas decirnos que Thor y Apolo son dos nombres para el mismo ser?

—Bueno, sí —dijo Jonas, como si no tuviera que decirse—. Y cuando me di cuenta, bueno, por supuesto, empecé a preguntarme…

Jonas y Pritkin se quedaron mirando la pizarra durante un largo minuto.

—¿A preguntarte qué? —solté al final.

Jonas me miró.

—Bueno, es obvio, si no estaremos librando la batalla del Ragnarok en estos momentos.