16

¡Lo sabía!

Pegué un salto, porque la voz enfadada habló casi al mismo tiempo que me rematerializaba en mi habitación de Las Vegas. Me di la vuelta, provocando que mi cerebro se agitara de un modo desagradable dentro de mi dolorida cabeza, y vi a Billy ganduleando encima de la cama. Una baraja de naipes flotaba delante de él, extendida en un solitario vertical. Pero eran cartas fantasmales, tan poco sólidas como su dueño, así que podía ver perfectamente su feroz ceño fruncido a través de ellas.

Para alguien que a menudo hacía tantas gilipolleces como Billy Joe, se le daba muy bien la desaprobación.

—¿Qué? —dije a la defensiva, aferrándome al abrigo de visón y a mi dignidad. Al ir descalza, casi desnuda y con una resaca espantosa, estaba bastante segura de que solo me aferraba a una de las dos cosas.

—¡Te has acostado con ese maldito vampiro!

—Yo… ¿Cómo lo sabes?

Billy puso los ojos en blanco.

—Bueno, aunque lo haya hecho, no es asunto tuyo —le informé altivamente. Y entonces, lo eché todo por tierra al ir cojeando hacia el cuarto de baño.

Encendí la luz, pero me hacía daño en los ojos, así que la volví a apagar. Pero entonces no veía nada. Hasta que el tenue resplandor de la cabeza de Billy asomó por la pared, como una lamparilla cabreada.

—Creía que os ibais a dar un tiempo —dijo en tono acusador—. Creía que primero ibas a conocerlo. Creía que…

—¿Quién conoce realmente a alguien? —pregunté. Vale, fue patético, pero me dolía un huevo la cabeza.

—Oh, tío. —Billy parecía indignado—. Tiene que ser realmente extraordinario. Una noche y ya te tiene pillada.

—¡No es verdad!

—Vaya que no. —Se cruzó de brazos—. ¿Qué me dijiste justo antes de irte?

Suspiré, preguntándome por qué nunca tenía una maldita aspirina.

—Lo sé, pero…

—Pero ¿qué? Me dijiste que estabas complejodidamente y absolujodidamente segura de que no ibas a acostarte con él. Porque los vampiros no son como la gente normal, y tú estás en mitad de negociar la relación y él se lo tomaría como una señal de entrega y…

—No fue así —dije mientras mojaba una toallita con agua fría. Luego me la puse sobre los ojos doloridos. Dios santo, no iba a volver a beber nunca más.

—Ah, vale. Entonces, ¿qué fue?

—Un… tiempo muerto —mascullé incoherentemente.

Pero al parecer, no lo bastante incoherentemente.

—Un tiempo muerto. —A Billy también se le daba muy bien el sarcasmo.

—Sí.

—¿Qué significa eso?

—Significa que no cuenta —solté, y entonces deseé no haberlo dicho, porque dolía. Ahogué un gemido y apoyé los codos en la encimera, sujetándome la palpitante cabeza.

—¿Y quién lo decidió?

—Los dos.

—¿Y quién de los dos sugirió el pase para salir de la cárcel?

No contesté.

—Ya —dijo Billy—, justo lo que pensaba.

Me quité la toallita para poder lanzarle una mirada de odio.

—¡No recuerdo haberte nombrado mi conciencia!

—Tú no necesitas una conciencia. ¡Lo que tú necesitas es un poco de sentido común, joder! Solías tener un poco, ¿recuerdas? Tú eres la que me explicó cómo son esas cosas…

—Mircea no es una cosa.

—Ah, ¿de pronto ya no es un monstruo? ¿Ha ascendido? ¡Supongo que no recibí el memorándum!

Me di la vuelta y salí del cuarto de baño. El trasero ligeramente brillante de Billy sobresalía de la pared por encima del tocador, enmarcado en el espejo como un extraño trofeo. Pero pensándolo bien, en aquel momento me gustaba más que la otra mitad. Si lo ponía nervioso, podría continuar durante horas, y aquella noche no estaba dispuesta. O aquella mañana. O lo que coño fuera. La habitación estaba oscura, pero había estores opacos detrás de todas las cortinas de la suite, así que no me servía de mucho.

—Vale, ya no más monstruo —dijo Billy recomponiéndose—. Entonces, ¿cómo lo llamamos ahora? ¿Tetitas de azúcar? ¿Pastelito? ¿Angelito?

Me vino la repentina imagen de un Mircea completamente desnudo, su piel cálida iluminada por las llamas, las mismas que habían formado un halo difuso alrededor de su cabeza. No era un ángel, eso lo sabía. Pero aunque Billy lo pensara, tampoco era el demonio. Y solo había sido una noche, y él había jurado que no cambiaría nada…

—Por cierto, ¿por qué estás aquí? —pregunté pasándome a la ofensiva, porque mi defensa en aquel momento era una mierda—. Te alimenté antes de irme.

—Sí, ¡y eso es lo único que me importa! ¡Se suponía que ibas a volver hace horas!

—Bueno, lo habría hecho, pero… hubo un retraso.

—¿Un retraso que deja chupetones por todo el cuello y provoca que camines de un modo extraño?

—No estoy en la cárcel, ¿sabes? —le solté—. Puedo entrar y salir cuando yo… —Me callé—. ¿Qué chupetones?

Señaló silenciosamente mi cuello. Me abrí un poco el anticuado abrigo y me incliné hacia el espejo. Y vi…

—¡Hijo de puta!

—¿No te habías dado cuenta? —preguntó Billy.

Hice una mueca.

—No. Y baja la voz.

—¿Por qué? Nadie más puede oírme, solo tú.

Apoyé la frente en la fría superficie del tocador.

—Precisamente por eso.

Resopló.

—Y para rematarlo, ¡tienes resaca!

—Fue el vino. Siempre me pasa lo mismo.

—Entonces, ¿por qué bebes?

—Porque después de la noche que había tenido, pensé que me lo merecía —murmuré.

Billy suspiró y, después de un momento, sentí un frío fantasmal en la nuca. Era agradable.

—¿Qué pasó esta vez?

—La versión corta: de todo.

—¿Y la versión larga?

—Tengo demasiada resaca para la versión larga.

—Pues hazme un resumen detallado.

Levanté la cabeza y empecé a revisar un cajón.

—Digamos que, al parecer, mi suerte viene de familia.

—Ay.

Volví al cuarto de baño para cambiarme, y esta vez Billy me dejó a solas. Me puse unos pantalones cortos color caqui y me probé un par de camisetas. Al final me decidí por una de rayas blancas y naranjas. Era de algodón suave y fino con cuello halter. Había formado parte de mi vestuario de trabajo, me la ponía debajo de una chaqueta para evitar morirme de una insolación en los veranos de Atlanta, y parecía demasiado elegante para los pantalones cortos. Pero era mejor que anunciar mis actividades nocturnas a todos los que me encontrara.

Lo único es que en ese momento, una vez vestida, me di cuenta de que no me apetecía encontrarme a nadie. Lo que me apetecía era volver a la cama. Entré en la habitación, bostezando.

—¿Qué hora es?

Billy levantó la mirada de su juego de cartas.

—Las cuatro de la madrugada.

Suspiré aliviada y me tiré de cabeza en la cama. Jonas iba a venir a la una para nuestra clase y no tenía nada que hacer hasta entonces. Y en ese momento, no había nada que sonara mejor que aquello.

—Hazte a un lado —le dije a Billy, porque estaba acaparando toda la cama como siempre. Me dejó unos cinco centímetros de espacio, también como siempre. Me puse de lado, ya que era más fácil que discutir.

La habitación estaba a oscuras pero la cama estaba salpicada de tenues rectángulos de color blanco azulado, las leves sombras de las cartas de Billy. Se movían por el edredón mientras jugaba en silencio, absorto. Durante, más o menos, medio minuto.

—Puedes llamarlo como quieras, pero sigue siendo un monstruo —dijo Billy, porque obviamente no había acabado—. Todos lo son.

—No sé por qué odias tanto a los vampiros —dije adormilada—. ¿Qué te han hecho?

—Son escalofriantes.

—No lo son.

—Vaya si lo son.

No señalé la ironía de aquello viniendo de un tío que haría gritar de miedo a la mayoría de personas si pudieran verlo, porque la puerta se abrió. Un débil rayo de un poco menos de oscuridad se filtró por la rendija desde el pasillo y se posó en la cama. Destacó las partículas de polvo que flotaban en el aire y una enorme cabeza asomando por el marco de la puerta.

—Eh —dijo Marco en voz baja, como si pensara que ya estaría dormida.

—Eh, hola.

—¿Estás bien?

—Sí.

—¿Te lo has pasado bien?

—Sí.

—Eso pensaba. —No podía ver su expresión, pero su tono era petulante.

Habría resultado extraño viniendo de un humano, pero casi todo el amor propio de los vampiros venía de sus maestros. Cada vez que Mircea hacía algo bien (negociaba un tratado, conseguía el reconocimiento del Senado, se tiraba a la pitia), les subía el ego. En realidad, cuando salías con un vampiro maestro, salías con toda su familia. Y a partir de ese momento, todos tomaban un interés patrimonial por tus asuntos.

Era algo en lo que intentaba con todas mis fuerzas no pensar.

—¿Tienes hambre? —me preguntó Marco—. Tenemos pizza.

En realidad, pensé que si le daba un bocado a algo más, explotaría.

—Estoy bien.

—¿Cerveza?

—Sólo quiero dormir un poco.

—Sí, seguramente lo necesitas —dijo con tono de satisfacción. La puerta se cerró.

—No, eso no ha sido nada escalofriante —dijo Billy agriamente.

Suspiré y coloqué la almohada en una posición más cómoda.

—Simplemente son así…

—Y a mí no me gusta cómo son.

No era nada sorprendente. A Billy nunca le había gustado ninguno de los tíos de mi vida, y no es que hubiera habido muchos. No era por celos (no del tipo físico, al menos), sino más bien por una desconfianza natural. Supongo que morir ahogado como un saco de gatitos hace que una persona sea así.

—A ti no te gusta nadie.

—No cuando te miran como te mira él —dijo bruscamente.

—¿Cómo?

—Como solían hacerlo los jugadores empedernidos de las embarcaciones a los jovencitos ricos. Como diciendo: «Ahí viene la cena». —Me lanzó una mirada—. No quiero que seas la cena.

—No lo seré.

—Para nadie —añadió—. Él no es peor que el resto; todos quieren un trocito de ti.

—Así es el juego.

—Ya, pues el juego es una mierda.

Pasó una mano por su propio juego y se disipó como la niebla, dejando únicamente una nubecilla apenas brillante sobre la cama. Consiguió que la habitación fuera más oscura, pero no más acogedora. Alguien debía haber arreglado la ventana, porque el aire acondicionado estaba funcionando como si intentara recuperar el tiempo perdido.

Subí el edredón.

—¿Qué te pasa esta noche? —le pregunté. Billy podía quejarse de cualquier cosa, pero solía tener una razón mejor que haberme saltado el toque de queda.

—Es que… no sé —dijo girándose para mirarme. Los desaliñados rasgos bajo el Stetson estaban extrañamente serios—. No sé exactamente lo que es. Pero, últimamente, tengo un cosquilleo continuo.

No dije nada, pero tuve que contenerme, conscientemente, para no pasarme las manos por los brazos. Porque yo había tenido la misma sensación durante días. No estaba relacionada con nada ni con nadie, solo era una impresión general de que algo no iba bien. Y había ocurrido antes de que alguien intentara matarme.

Era una de las razones por las que me había costado tanto marcharme de la cálida habitación del hotel aquella mañana. La noche anterior realmente había sido como un tiempo muerto. Por una vez, nadie me había perseguido, nadie había querido hacerme daño, nadie había sabido quién coño era yo. Había sido muy agradable.

Pero no podía esconderme en el pasado para siempre. Y ahora que estaba de vuelta en mi tiempo, ese cosquilleo volvía a recorrerme todo el cuerpo. No era nada tranquilizador que Billy también lo sintiera.

¿Hasta qué punto tenían que ir mal las cosas para que los fantasmas empezaran a asustarse?

—Creía que después de que ese hijo de puta de Apolo muriera, las cosas empezarían a calmarse —dijo con fastidio—. Pero parece ser que no. Parece que todo está igual, como cuando los cabrones de Tony se acercaban demasiado. Si todavía estuviéramos en Atlanta, ya estaría fastidiándote para que empezaras a hacer las maletas.

—Y si todavía estuviéramos en Atlanta, probablemente las estaría haciendo —dije sinceramente—. Pero no creo que huir nos sirva de mucho ahora.

Hizo un gesto con la mano.

—Yo no estoy hablando de huir. Mucha huye, y siempre los cogen. Tú te escapas porque eres… no sé. No es que seas inteligente, exactamente…

—Gracias.

—Sino lista, testaruda, ingeniosa… e increíblemente afortunada. —Se fijó en mi expresión—. ¿Qué?

—Nada, que alguien me dijo lo mismo hace poco. —Bueno, menos lo de estúpida.

—¿Y qué tiene de malo?

—Nada. —Excepto que yo no quería tener que ser ingeniosa. No quería necesitar ser afortunada. Yo quería dormir hasta tarde. Quería levantarme y entretenerme haciendo cosas todo el día en la suite. Quería motivar a Augustine antes de acabar yendo a la maldita coronación desnuda.

No quería tener que pensar en quién estaba intentando matarme aquella semana.

Pero aunque no supiera quién la tenía tomada conmigo, al menos sabía quién no la tenía.

—Todo eso de los dioses… se ha acabado —le dije—. No pueden hacernos daño mientras no regresen a la Tierra, y no pueden.

—¿Estás segura de eso? —preguntó escéptico.

No contesté porque no, no estaba segura. No del todo.

Me había impactado enterarme recientemente de que muchos de los mitos con los que había crecido eran totalmente reales. Pero no tanto como descubrir que algunos de ellos seguían vivos. Y que estaban bastante cabreados.

Su queja era que habían sido expulsados de la Tierra, alias la tierra que mana leche y miel y fieles servilmente abnegados, por alguien de los suyos, Artemisa. Se había convertido en una traidora al juntarse con algunas de las clases menos devotas porque sus colegas inmortales veían a los humanos como objetos desechables. Y habían estado desechando a muchos de ellos.

Así que Artemisa entregó a los humanos el hechizo del uróburo para solucionar el problema. Aquello desterró a los dioses a su propio mundo y cerró la Tierra para que no pudieran regresar a su lugar favorito. El Círculo Plateado, llamado así por el color alquímico consagrado a Artemisa y por la forma de su símbolo, la luna, se había creado para proporcionar el poder que requería mantener la barrera.

Continuaba haciéndolo, después de tantos milenios. Pero nadie creía que el Círculo o el hechizo continuaran siendo infalibles durante mucho más tiempo. No desde que uno de los supuestos dioses había encontrado un camino para traspasar la barrera hacía un mes.

Afortunadamente, había sido un viaje corto.

—Apolo lo consiguió —dijo Billy, como se me hubiera leído el pensamiento.

—Y está muerto —dije duramente.

—Sí. —Billy se calló, y yo me di la vuelta, dejando a un lado la conversación.

Fue sorprendentemente fácil. La cama era más blanda de lo normal, justo como me gustaba, con un cubre colchón de pluma de pato y un edredón a juego. Normalmente daban mucho calor y el edredón acababa en el suelo. Pero aquella noche me iba perfecto. Notaba que empezaba a relajarme, empezaba a hundirme en el agradable abrazo de toda esa mullida calidez, empezaba a quedarme frita…

—¿Adónde crees que van cuando mueren?

La voz de Billy me arrastró de vuelta a la desagradable conciencia. Giré la cabeza para fruncirle el ceño. Se había tumbado boca arriba, con las manos detrás de la cabeza, y estaba mirando el reflejo de su propia luz fantasmal en el techo.

—¿Adónde van quiénes?

—Los dioses. —Giró la cabeza para mirarme—. Tendrán que ir a algún sitio, ¿no? Todo el mundo va a alguna parte.

—No lo sé. —A algún lugar horrible, esperaba—. ¿Por qué?

—Estaba pensando en esa cosa que te poseyó. No era un demonio ni un were ni un humano ni un duende, ¿correcto?

—Todavía está por ver lo del duende.

—Pero no un duende del que hayamos oído hablar.

—No.

—Entonces, ¿qué me dices de un dios? —dijo Billy, con un gesto que lanzó dibujos saltarines en las paredes, como lucecillas azules de una vela—. Dicen que son capaces de poseer a la gente, ¿verdad? En algunas de esas viejas leyendas…

Fruncí el ceño. Demasiado para dormir.

—Apolo está muerto —dije malhumorada—. No podría poseer a nadie.

—Yo estoy muerto. Y poseo a gente todo el tiempo.

—Tú eres un fantasma.

—¿Y? Quizá él también sea un fantasma ahora. Tú lo mataste…

—¿Y ha vuelto para atormentarme? —pregunté con incredulidad.

Se encogió de hombros.

—Sé que es descabellado, pero comparado con alguna de las otras mierdas que te están pasando…

Me tapé la cabeza con la almohada. Eso no era lo que necesitaba escuchar aquella noche. Ni ninguna otra noche.

—Sé que no quieres pensar en eso —dijo impaciente—. Pero tenemos que resolver…

—No fue Apolo —dije amortiguando mi voz con la almohada.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no habría esperado tanto tiempo para atacarme.

—Quizá aprendió algo la última vez. Te subestimó, y mira cómo acabó. Directo al retrete metafísico.

—Y ya no he tenido más visiones…

—Quizá se imaginó que ibas a espiarlo y te bloqueó de alguna manera. Él era la fuente de tu poder, ¿verdad? Así que debería ser capaz de…

—Y no era humano —dije quitándome la almohada. Porque, obviamente, Billy no me iba a dejar dormir hasta que solucionáramos aquello—. ¡Y los no humanos no dejan fantasmas!

—Que nosotros sepamos.

—En un siglo y medio, ¿cuántos fantasmas de no humanos has visto? —pregunté.

—Ninguno. Pero estamos hablando de dioses. ¿Quién sabe lo que pueden hacer?

—Bueno, pues eso no pueden hacerlo. Lo que iba a por mí fue ahuyentado con hierro. Eso no habría molestado a un dios lo más mínimo.

—Podría haber sido una coincidencia —dijo Billy obstinadamente—. Incluso Pritkin lo dijo…

—¡Deja de escuchar a escondidas mis conversaciones! Además, el espíritu no hablaba nuestro idioma. Apenas podíamos comunicarnos.

Billy se quedó pensativo un momento.

—¿Quizá lo olvidó?

Bufé.

—Sí. Y luego le salieron plumas.

—Mierda.

Me quedé mirándolo.

—¿Simplemente «mierda»?

Sonrió abiertamente, impenitente.

—Era una bonita teoría, tienes que admitirlo.

Yo no tenía que admitir nada.

—Mira, los dioses se han ido. Acabados, kaput, fuera del mapa. ¿De acuerdo?

Levantó las manos.

—Eh, no quieras convertir a los que ya lo están.

—Bonita teoría —murmuré, e intenté pegarle con la almohada.

Fue un esfuerzo inútil, porque desapareció antes de poder darle, apagándose lentamente hasta que solo quedó su risa. Fue lo último que escuché antes de quedarme frita al fin.