Dejé de fingir que comía unos minutos después. Había un carrito con postres: bizcocho de chocolate con avellanas, crème brûlée y pavlova con frambuesas y kiwi. Pero cuando me terminé las costillas y las patatas fritas y casi toda la botella de vino, me di cuenta de que ya no podía más. No podía ni con mi alma. Me dejé caer boca arriba y me quedé mirando el techo, perdida en una bruma de comida.
Aquello era la gloria.
Mircea se inclinó para rellenarme la copa, y una parte de su pecho desnudo asomó bajo la bata, junto con un indicio de un oscuro pezón. Menos mal que estoy demasiado llena como para moverme, pensé de manera confusa. Me habría echado encima.
Él se rió, yo levanté la mirada y me encontré con sus risueños ojos oscuros.
—¿Qué?
Empezó a decir algo pero se calló.
—Tienes salsa por todas partes —dijo en su lugar.
—Pues claro. He comido costillas.
—Y al parecer te han gustado.
Suspiré.
—Estaban buenísimas.
Alargó el brazo y me cogió la mano. Y antes de que pudiera preguntarle qué estaba haciendo, una lengua rosada se asomó y…
Y me chupó los dedos para limpiarlos.
—Tienes razón —me dijo—. Está deliciosa.
—No hagas eso —dije cuando me mordisqueó el montículo bajo el pulgar.
—¿Por qué no?
—Porque es demasiado agradable.
Mircea simplemente sonrió. Y luego volvió a hacerlo.
Cabrón.
La luz de la chimenea brillaba en su pelo oscuro y en sus labios enrojecidos por el vino. La bata se abrió un poco más, mostrando gran parte de un pecho fuerte y un muslo muy musculoso. Y yo ya estaba cansada de resistirme.
Tiré de él y lo eché sobre mí.
Inclinó la cabeza y yo levanté la mía. Un cálido suspiro me acarició el rostro durante un instante, antes de que nuestros labios se encontraran. Emití un leve sonido y lo acerqué más a mí.
Me besó despacio, sin prisas, como un hombre que sabe que tiene toda la noche por delante y la intención de utilizarla. Era… extraño. En esos momentos mi vida no era precisamente lenta. Todo eran prisas y más prisas, avanzar a toda velocidad constantemente porque siempre iba a suceder algo increíblemente malo.
Pero la lentitud podía ser buena.
La lentitud podía ser realmente buena, decidí mientras él deslizaba su lengua sobre la mía, líquida y cálida, una seducción paciente y delicada que igualaba las persistentes caricias de sus manos. Su melena me envolvía el rostro, las mechas rojizas brillaban bajo la luz de la lumbre. Introduje los dedos en la espesa masa sedosa, muy sedosa, y fui bajando por la espalda.
Suspiré, mientras una tensión que desconocía iba abandonando mi cuerpo.
—¿Cómo está yendo la cita? —preguntó arrimándose a mi cuello.
—Está… evolucionando.
Se rió y deslizó una rodilla entre mis piernas.
—Deberías ir así todo el tiempo —le dije sinceramente mientras le acariciaba el pecho. Dios, me encantaba sentirlo. Esa piel cálida e impecable sobre músculo durísimo, con los pezones ya erizados en mis manos. Dejé que mi boca se acercara a uno de ellos, lo rodeé con la lengua suavemente y emitió un sonido de agradecimiento desde lo más profundo de su pecho.
—Mucha gente podría asustarse.
—Y otra mucha sería muy feliz. Y entonces, por supuesto, yo tendría que quitarte a las mujeres de encima con un palo. —Recorrí a besos el camino hacia el otro pezón, que parecía triste y desatendido y ni de lejos estaba tan rosado—. Pero bueno, según Marco, tendría que hacerlo de todas formas.
—Marco habla demasiado.
—Marco no habla lo suficiente. No pude sacarle nada sobre mi competencia.
—Tú no tienes competencia.
Me di la vuelta y me puse encima de él, y apoyé la barbilla en la dura superficie de su pecho.
—¿Me estás diciendo que no tienes ninguna amante?
—Actualmente no.
Fruncí el ceño.
—Obviamente, esa no era la respuesta correcta —dijo arrepentido.
Bajé a besos por su cuerpo, alejando conscientemente las uñas de su piel. Tuve que esforzarme un poco.
—¿Cuántas ha habido? Y no me digas que no te acuerdas —añadí cuando vi esa mirada en su rostro. La que decía que se estaba preguntando hasta qué punto podía mentir para salirse con la suya.
—No he olvidado a ninguna, te lo aseguro —dijo, y luego hizo una mueca.
Vale, puede que mis uñas se le clavaran un poquito.
—Entonces no vas a decirme el número.
De pronto, me volvió a poner boca arriba y me acarició el cuello con la nariz.
—Los números carecen de sentido. En particular cuando pertenecen al pasado.
—¿Todas?
—Todas.
—¿Incluso Ming-de?
—Nunca he reconocido lo de Ming-de.
—Ya… —Tampoco lo había negado nunca. Y entonces acabó ingeniosamente la discusión con el sucio truco de sentarse en cuclillas y quitarse la bata.
La tela de felpa blanca había hecho que su piel pareciera más oscura de lo normal, de color caramelo intenso, pero no la eché en falta. No con el fuego dibujando intrigantes sombras sobre un cuerpo que ya era lo bastante intrigante. Embellecía sus músculos, proyectaba un halo incongruente alrededor de su oscura cabeza y lamía la sonrisa engreída que se cernía en sus labios.
Se tomó más tiempo del estrictamente necesario para desnudarse, porque era un cabrón y un provocador y porque, claramente, no tenía ningún problema con la desnudez. Casi sospechaba que a Mircea le gusta la desnudez. Obviamente, si yo tuviera un cuerpo así, probablemente también me gustaría.
Debí decir lo último en voz alta, porque se rió abiertamente mientras volvía a ponerse sobre mí arrastrándose.
—Si tuvieras un cuerpo como el mío, tendríamos un problema.
—¿No te gustan los hombres? —pregunté mientras acariciaba sus fuertes y musculosos brazos.
—Me gustan bastante, pero no en mi cama —dijo mordisqueándome el labio inferior.
—¿Lo has probado?
—No tengo que probarlo, dulceaţă —dijo mientras bajaba a besos por mi cuerpo—. Sé lo que me gusta. Siempre lo he tenido muy claro en ese tema.
Yo también, y Mircea encajaba perfectamente, con esos labios suaves y esos dedos ásperos y esa melena descarada que arrastraba deliberadamente por mi cuerpo mientras se abría camino hacia abajo. Aquella caricia sedosa siguió a la más cálida e insistente, que me hizo enloquecer y retorcerme, excitándome de un modo que desconocía. Hasta que me arqueé… de dolor, porque su boca se había cerrado sobre el oscuro moretón que tenía debajo del ombligo.
—Eso duele —protesté mientras él chupaba la carne ya torturada.
—No durará mucho.
Y efectivamente, observé que el tamaño de la marca empezaba a disminuir; los bordes iban desapareciendo como una nube en mitad de un huracán; el color perdió intensidad, se dispersó y, finalmente, desapareció, mostrando la piel blanca y limpia. De pronto me di cuenta de que muchos de los otros arañazos y rasguños también habían desaparecido, borrados con la capacidad curativa de Mircea, uno de sus dones como maestro.
—¿Eso no requiere mucho poder? —pregunté asombrada.
Mircea sonrió mientras eliminaba con la lengua el último moretón.
—Esta noche tengo de sobra.
—Por esas criaturas.
Asintió.
—Me alegra que su sangre te cure, ya que ellos fueron la razón por la que la necesitas.
Y vale, sí. Curarme era importante y era un detalle por su parte que hiciera el esfuerzo y yo estaba muy agradecida por no tener que ir por ahí cojeando como una vieja de noventa años durante una semana. Pero en ese momento habría estado mucho más agradecida si simplemente hubiera movido esa boca talentosa unos centímetros más abajo…
Debió leerme el pensamiento, porque al momento, unas manos ásperas se deslizaron hasta el interior de mis muslos, y una cascada sedosa se posó sobre mi estómago, y una lengua húmeda y cálida comenzó a trabajar. Junto con los labios y los dientes y Dios sabe qué más, pero fuera lo fuera lo que estaba ocurriendo, no era normal. Porque de pronto, sentí como si hubiera unas cuantas lenguas más allí abajo, aunque mi cabeza seguía diciéndole a mi cuerpo que eso era completamente imposible, y mi cuerpo le decía que se callara, porque estaba ocupado arqueándose y retorciéndose y agitándose y gritando. Y entonces ya no importó nada, porque al instante siguiente mi cerebro tartamudeó y se cortocircuitó y casi me vuela la tapa de los sesos.
Quizá me desmayé o quizá simplemente perdí el conocimiento unos minutos. En cualquier caso, volví en mí y vi que estaba acariciándome levemente, tan suave que apenas me rozaba, tan suave que me atormentaba. Y me retorcí, cada pequeño movimiento era una dulce tortura, los escalofríos seguían recorriendo mi cuerpo todavía sensible de placer.
Levantó la cabeza y me miró de manera coqueta.
—¿Qué me dices ahora?
—¿Sobre qué?
—La cita.
Tardé un momento en darme cuenta de lo que estaba hablando.
—Ah… pasable, supongo —contesté intentado bromear, pero lo dije casi sin aliento.
—Pasable. —Sus ojos negros se entrecerraron—. Tendré que esforzarme un poco más, ¿no?
Me quedé mirándolo. Pensé que un poco más de esfuerzo por su parte me mataría.
Y entonces supe con seguridad que lo haría, cuando el cabrón avanzó hasta… el muslo.
—¿Qué… qué estás haciendo? —dije jadeando. Lo quería dentro de mí. Lo quería dentro de mí ya.
—Curarte —dijo inocentemente mientras movía los labios sobre un moretón completamente intrascendente.
—¡No puedo esperar!
—No, no. Me gusta ser meticuloso.
Ya me doy cuenta, pensé seriamente mientras me chupaba un diminuto y casi inexistente arañazo en la rodilla. Empecé a alargar la mano hacia él, caliente y dolorida y desesperada. Pero entonces deslizó sus ásperos dedos sobre la piel del exterior de mis muslos, me acarició subiendo hasta las nalgas y luego bajó suavemente hasta detrás de las rodillas.
Dios, sabía que eso me encantaba.
Volvió a hacerlo y suspiré y me rendí, porque estaba claro que Mircea iba a tomarse su tiempo, me gustara o no. Aunque no podía ni imaginarme lo que pensaba hacer…
¿Mordisquearme el pie? Me habría sorprendido más si no hubiera sabido que a Mircea le gustaban los pies como a mí el pelo largo y bonito. Le gustaban de un modo casi fetichista del que no hablábamos, pero que yo complacía esmerándome más en la pedicura de lo que nunca lo había hecho antes de estar con él.
Obviamente, él solía preferir su objeto de deseo envuelto en unas medias de seda al estilo antiguo, con la costura por detrás, que seguía enviándome en cantidades alarmantes. O en inútiles sandalias de tiras de piel, a ser posible bordadas y con exceso de brillantitos. O en esas extrañas babuchas de raso con plumas marabú a las que puse punto final porque no paraba de tropezarme cuando me las ponía.
Pero no agrietados y magullados y golpeados y apaleados.
Tampoco parecía que eso le supusiera un impedimento.
Chupó la parte inferior del dedo gordo, rodeándolo con la lengua, y provocó que emitiera un sonidito. Su oscura mirada burlona me contemplaba por encima de la piel rosada y el esmalte desconchado.
—¿Cómo has conseguido tener salsa barbacoa en los pies?
—No es verdad —dije indignada.
Él simplemente se rió.
—Sabes muy bien.
Habría contestado, pero había empezado a chupar el montículo bajo los dedos y me olvidé. Eché la cabeza hacia atrás y me quedé mirando el techo, intentando que no se me fuera completamente la cabeza mientras él se tomaba su tiempo. Hacia la mitad, decidí que si lograba sobrevivir a aquello, lo mataría. No sería fácil, siendo como era un vampiro maestro, pero encontraría el modo.
Subió chupando hasta el empeine y no pude evitar estremecerme.
—¿Tienes frío? —preguntó inocentemente.
—Mircea, de verdad…
Me callé porque había empezado a chuparme el talón. No habría sido para tanto de no ser porque, por alguna razón, la sensación era muy pecaminosa. ¿Quién diría que un talón podría ser una zona erógena?
—Cualquier zona puede serlo, si nunca la has visto —murmuró.
—La gente ve pies todo el tiempo.
—Hoy en día sí, pero en la época de la reina Victoria, se tapaban hasta las patas de los pianos.
—Eso no tiene ningún sentido.
—Los humanos rara vez lo tienen —me dijo, y mordió.
Emití un sonido que no fue en absoluto un gemido, pero que se habría acercado bastante. Porque la sensación había ido directamente a una zona que, sin lugar a dudas, era erógena. Y ya había sido bastante estimulada.
—Mircea, te juro por Dios…
—Ya está todo —me dijo soltándome el pie. Me relajé de alivio.
Y entonces me cogió el otro.
Y ahí terminó la cosa.
Apoyé el pie rosado y sedoso con el que me había dejado en su pecho firme. Mircea dejó lo que estaba haciendo para mirarme con los ojos entrecerrados, lo cual interpreté como una buena señal. Después de todo, llamar su atención había resultado muy difícil. A ver si podía mantenerla.
Le acaricié un pezón plano con el pie, lo froté con los dedos hasta erizarlo y, a continuación, los deslicé por su marcado abdomen hasta el fuerte muslo. Mircea no había dicho nada, ni siquiera se había movido. Sonreí.
Seguí deslizando los dedos hacia abajo, por la piel satinada y el vello áspero hasta llegar a la firmeza aterciopelada que saltó con entusiasmo al sentir mi tacto. Me sentí un poco torpe, no era ni de lejos tan hábil como con las manos, pero mi pie era sorprendentemente sensible. No había esperado sentir… tanto. Mi propia respiración se aceleró cuando seguí explorando, deslizando los dedos muy despacio, subiendo y bajando por aquella rígida columna. Y supongo que debí hacer algo bien, porque no pudo hincharse más con mi tacto.
—Esto no… —Se calló y se chupó los labios—. Esto no va a funcionar.
Yo me reí.
—Sí. Muy convincente.
En particular porque Mircea podía pararlo en cualquier momento. Al contrario que los hombres humanos, los vampiros controlaban perfectamente la sangre. Él podía haber hecho que aquella hermosa firmeza desapareciera a voluntad, podía haberse negado a jugar. Pero eso habría significado admitir la derrota, algo que su terco orgullo, el que a él le gustaba fingir que no tenía, no permitiría nunca. Así que acaricié suavemente su increíble longitud, tan gruesa, tan sedosa, tan agradable al contacto con mi piel.
Y suspiré.
—Esto tampoco te llevará a ninguna parte —me informó con tono estricto.
—Bueno. —Acaricié con un solo dedo la tersa punta, y vi que se sonrosaba complacida—. Estoy bastante cómoda donde estoy.
Mircea se estremeció ante la implícita amenaza de que podía mantener aquello levantado toda la noche. Pero, honestamente, yo creía que podía. Era fascinante ver lo que podía provocarle algo tan simple, cambiar quién estaba al mando con una rapidez sorprendente. Fui más allá, apoyé un pie en su pecho y le di un empujoncito. Cayó hacia atrás sin oponer apenas resistencia, permitiéndome que avanzara lentamente por su cuerpo.
Vale, lo había conseguido.
—No ha sido justo —dijo con voz ronca.
—¿Y que usaras tu poder conmigo antes? Y quédate quieto.
—Dame una razón —me dijo amenazante mientras acariciaba mis rizos.
No hizo falta que me lo pidiera dos veces. Cubrí con los labios la sensible punta y, de pronto, pareció como si le costara concentrarse. Yo ya he pasado por esto, pensé cínicamente; lo único es que, normalmente, era a mí a quien se le iba la cabeza, no a él. Decidí que aquello me gustaba, y rodeé la punta con la lengua.
Mircea gimió y entrecerró los ojos. Lo cual estaba muy bien, pero eso no era lo que yo quería.
Rodeé la punta con los dedos, habiéndolos humedecido, y luego los arrastré suavemente hacia arriba, hacia mi propia piel. Estómago, pechos, deteniéndome para dibujar los pezones; sentía sus dedos clavándose en mi piel, subiendo por el cuello y deteniéndose en las dos pequeñas señales, su marca de posesión (ya veríamos quién era el poseído), y continuó hasta mi boca. Me chupé el labio inferior saboreando su gusto salado, y él también sacó la lengua, imitando inconscientemente mi movimiento.
Luego me introduje todo el dedo en la boca y él cerró los ojos.
—Tú también sabes muy bien —le dije sonriendo, y sentí que su cuerpo se estremecía contra el mío.
Y lo siguiente que supe fue que estaba boca arriba, con una pierna doblada sobre su hombro, e que incluso con la preparación, su enorme tamaño era arrollador. Pero estaba bien, aquello era perfecto, porque esa noche quería sentirlo. Quería sentirme viva.
Y al parecer, Mircea pensaba igual, porque se estaba introduciendo en mí con una fuerza que me dejó sin aire, provocó que mi cuerpo se retorciera y que le clavara los dedos en los hombros… Y entonces encontró el ángulo correcto y ahí se quedó. Un torrente de chispas me recorría la espalda y se enroscaba en mi ombligo de un modo rítmico, que pasó a irregular y traicionero cuando Mircea modificó sus movimientos para volver a torturarme.
—Cabrón —siseé en el mismo instante en que mi espalda se arqueaba sin que pudiera evitarlo, tratando de estar a la altura de su empuje y prolongar aquella embriaguez extrema. Me habría corrido en segundos, pero no me dejaba, su tremendo vigor me mantenía hambrienta.
—Vivirás.
—Haz que lo desee —gemí, y Mircea se rió al sucumbir a mi ansia, dándome más, más rápido y más profundo. Justo lo que necesitábamos.
—¿Mejor así? —dijo en tono provocador, pero no me quedaba aliento para reírme, porque me estaba corriendo, justo cuando las intensas embestidas se volvieron irregulares. Todavía estaba sintiendo los temblores cuando Mircea se estremeció, encorvándose contra mis piernas tensas al correrse, y ambos sonreímos como idiotas.
Al cabo de un momento, me incorporó, nos sirvió más vino y nos acomodamos delante de la chimenea. Se acurrucó junto a mí, abrazándome y acariciándome las piernas, mientras los troncos siseaban y la nieve caía y yo deseaba con todas mis fuerzas saber cómo detener el tiempo. Porque me habría gustado pararlo justo en ese instante.
Había momentos como aquel en los que pensaba que él tenía razón, que yo complicaba demasiado las cosas, demasiado. Tony había convertido la paranoia en todo un arte, y yo había absorbido un buena parte de eso al crecer. En ocasiones, había sido realmente útil. Me había mantenido con vida más de una vez, al hacer que comprobara las cosas dos o tres veces sin razón, o al irme de repente de algún sitio sólo porque notaba un cosquilleo en la espalda.
Pero a veces también podía ser muy estúpido. Más de una vez había hecho que fuera demasiado cautelosa; que dijera automáticamente que no cuando quizá debería hacer dicho que sí, que me protegiera, tanto a mí como a mi corazón, hasta el punto de no dejar que entrara nadie. No lo sabía todo sobre Mircea; probablemente nunca lo sabría todo sobre Mircea. Pero sabía lo más importante.
Sabía que lo quería.
Siempre lo había querido. Quererlo era tan natural como respirar, tan esencial como el agua. Había definido mi vida seriamente desde que era una niña.
Antes de conocerlo, había vivido en un miedo constante, incluso sin darme cuenta de lo que era. Cuando nunca has vivido otra cosa, el miedo simplemente parece… normal. Asustarse al ver unas sombras por lo que podría haber en ellas; permanecer inadvertida por cautela, porque llamar la atención no estaba bien, o medir cada palabra por si suponía una ofensa que habría que compensar de algún modo. Obviamente, había personas con las que no tenía que comportarme así, como Rafe y Eugenie y algunos otros que fueron yendo y viniendo durante aquellos años.
Pero por mucho que los quisiera, siempre había sabido la verdad. Ellos no podían protegerme. Al final no pudieron ni protegerse ellos mismos. Porque ellos no eran el maestro allí.
El vampiro más poderoso que conocía era Tony, e incluso sin todavía saber que él había sido el responsable de la muerte de mis padres, había habido muchas cosas que temer, incluyendo las habitaciones de la planta de abajo, de las que ningún vampiro hablaba pero que, gracias a los fantasmas de la casa, supe que eran básicamente salas de tortura. Cuando a Tony no le gustaba alguien, lo mandaba ahí abajo, y la mayoría de veces no volvía a subir.
Pero nunca vi esas salas, aparte de en una pequeña visión que tuve años después. Y después de la visita de Mircea, supe instintivamente que nunca lo haría. Porque Tony, por muy voluble, letal y loco redomado que pudiera ser a veces, ya no era el vampiro más poderoso que conocía. Era Mircea. Y yo le gustaba a Mircea.
Y durante su visita, fue imposible no percatarse de que Tony cambió su comportamiento. No rebosaba felicidad (su barriga no era exactamente de felicidad), sino prudencia. Ya no levantaba la voz ni intimidaba ni amenazaba. De hecho, fue toda una revelación ver al siempre temido cabeza de familia prácticamente arrastrándose a los pulidísimos Tanino Crisci de su maestro.
Incluso después de que Mircea se marchara, Tony no me amenazaba como lo hacía antes. Si no tenía una visión útil durante una semana o dos, el ambiente se ponía tenso, o me encerraba en la habitación o cancelaba una de mis excepcionales salidas de la casa. Pero no me enviaba al piso de abajo. Nunca me enviaba al piso de abajo.
Mircea había significado seguridad, protección, asilo. Tenía muchos otros atributos atractivos, que probablemente otras mujeres valorarían mucho más. Pero nada se acercaba a la sensación de seguridad que me transmitía. Había sido el regalo más grande que alguien podría haberme hecho.
Y seguía siéndolo.
—Estaba pensando que has conseguido un aprobado —le dije cuando recuperé el habla.
Se quedó pensando un momento.
—Vamos a por el excelente —dijo, y me puso boca arriba.
Oh, Dios.