Volvimos a entrar en la sala de estar y entendí lo que habían estado haciendo junto a la chimenea. Las llamas danzaban en una hilera de calientaplatos de plata, que habían colocado en fila a lo largo de la chimenea para mantenerlos calientes. Delante de las fuentes había una zona de picnic, en caso de que en los picnics haya cojines de seda, porcelana fina, una mantelería blanca reluciente y servilletas dobladas con forma de pequeñas aves del paraíso. Había una única rosa en un jarrón de cristal que reflejaba la luz de la lumbre. Era precioso.
Pero también menos interesante que el contenido de aquellas fuentes, que olían a gloria. Me rugió el estómago, lo cual me recordó que no había comido nada desde el almuerzo y aquella noche había sido ajetreada. Me arrodillé delante de la chimenea y levanté la primera tapa, contenta y esperanzada y muerta de hambre y…
—¿Qué es esto? —pregunté perpleja.
Mircea echó un vistazo por encima de mi hombro.
—Foie gras salteado con cerezas y caramelo.
Volví a taparlo. El hígado de pato nunca me había ido mucho, daba igual cómo estuviera cocinado.
—¿Y esto? —Estaba mirando la segunda oferta.
—Poireaux vinaigrette et caviar.
Traduje rápidamente.
—¿Puerros y huevos de pescado en vinagre?
Sonrió abiertamente.
—Suena mejor en francés.
Sí, pero ¿sabría mejor? En la puerta número tres había cangrejo y alcachofas en Pernod, que habría estado bien, de no ser porque odiaba dos de las tres cosas. La puerta número cuatro me ofrecía más alcachofas, que debían estar de oferta, con ñoquis y queso a las finas hierbas. En la puerta número cinco había más foie gras, esta vez rellenando un pato. En la puerta número seis había…
—¿Qué es esto? —Levanté la cabeza y miré a Mircea esperanzada, porque el guisado llevaba patatas y cebolla y algún tipo de carne en una salsa sustanciosa y el olor era impresionante.
—Hossenfeffer. Es una de las especialidades de la casa.
—¿Hossenfeffer? —Me sonaba, pero no sabía…
—Guisado de conejo.
Lo miré trágicamente.
—¿Hay algún problema? —preguntó Mircea con cautela.
—Yo tenía un conejito —le dije, con la imagen de Honeybun mirándome de forma acusatoria con sus ojitos negros.
Mircea se mordió el labio.
—Esta cita no está yendo bien, ¿verdad? —me dijo medio divertido, medio desesperado. Supe que estaba así porque yo me sentía más o menos igual.
—Es que… bueno, ya sabes —dije, y entonces me di cuenta de que no tenía nada más que decir, así que me callé.
Me rugió el estómago.
Contemplamos el último platito con vana esperanza.
—Mira tú —le dije. Probablemente yo no sabría qué coño llevaba de todas formas.
Mircea se inclinó y quitó la tapa, y desprendió un aroma realmente maravilloso. Pero no me iba a emocionar, esta vez no, porque seguramente era Bambi con chalotes o Nemo al hinojo o…
—Parece que es cerdo —me dijo.
Eso no sonaba mal, pero tampoco sonaban mal los otros hasta que los traducía. Me acerqué un poco y eché un vistazo. Y vi…
—Son costillas y patatas fritas —dije en un tono que se acercaba al asombro.
—Lomo de cerdo asado al estilo amish con patatas y col con manzana al horno —dijo leyendo el menú que yo no había visto.
—Son costillas y patatas fritas —dije, tan contenta que podría haber llorado.
Me miró con los ojos entrecerrados.
—Parece delicioso. Creo que debería…
—Ni lo sueñes. —Agarré la fuente y un plato y devoré, mientras él observaba con diversión poco disimulada. Empezó con el conejo. Intenté no mirar.
Las costillas eran suculentas y estaban tan tiernas que se deshacían en la boca, la col con manzana al horno era un chucrut pequeño dentro de una manzana ahuecada que aparté porque era la guarnición, y las patatas fritas eran al estilo inglés, gruesos pedazos de patata dorada que iban genial con el pescado pero que también resultaron estar muy buenas con cerdo. Y el vino también estaba bueno, algún tipo de Riesling que sabía fresco y seco y ácido, y oh, sí…
Aquello estaba mucho mejor.
Mircea se rió y yo levanté la mirada.
—¿Qué?
—Simplemente que… está bien ver cómo alguien disfruta de su comida.
—Apuesto a que ahora desearías no haber pedido toda esta comida gourmet.
Me contempló con sus brillantes ojos oscuros por encima de la copa de vino.
—No me diste alternativa. Y me sorprende que no te guste esta comida gourmet, como tú dices. Recuerdo que Antonio tenía un chef bastante bueno.
Sí, hasta que se lo comió; pero no dije nada, porque la cena estaba yendo bien.
—¿Por qué acabaste transformando a ese cabrón? —le pregunté—. Siempre me lo he preguntado. Quiero decir, era un simple granjero de pollos, ¿no?
Mircea negó con la cabeza.
—Cuando lo conocí no. Su padre le había dejado en herencia la granja, que valía poco, y gastó el dinero de la venta en trasladarse a Florencia. Allí se convirtió en… Supongo que tú lo llamarías forzudo para pequeñas operaciones de préstamo.
—En otras palabras, un matón.
—Eso es, pero un matón ambicioso. Con el tiempo tomó el control del negocio…
—Me lo imagino.
—Y en sus manos, creció considerablemente. Cuando lo conocí ya era un hombre bastante acaudalado.
—Eso no explica por qué lo transformaste.
—Se podría decir que teníamos… problemas complementarios —dijo mientras volvía a llenarse la copa con el vino tinto que él prefería. Inclinó la botella hacia mí.
Yo negué con la cabeza.
—Seguiré con este. ¿Y qué tipo de problemas?
—En el caso de Tony, era la peste. En aquella época, la peste negra se propagaba por Italia cada pocas décadas, y en aquel momento estaba causando estragos en Florencia. No había cura, el único modo de combatirla era huir. Y Antonio lo intentó, se trasladó junto a su familia al campo en cuanto se enteró.
—Pero ¿la pilló de todas formas?
—No, pero varios de sus sirvientes sí y tuvo miedo de ser el siguiente. Por lo tanto, se trasladó otra vez, y otra vez y otra vez. Pero fuera donde fuera, la peste ya estaba ahí o estallaba al poco tiempo. Me dijo que era como si lo estuviera persiguiendo.
Asentí. Aquello sonaba muy a Tony. Se ponía paranoico incluso cuando no había razón.
—Al final acabó en Venecia, con la esperanza de coger un barco hacia algún lugar donde no estuviera la enfermedad. Pero los marineros con los que habló le dijeron que aquel año estaba por todas partes.
—Y empezó a asustarse.
Mircea sonrió.
—Eso se queda corto. Estaba en una taberna, ahogando sus penas, cuando lo conocí. En ese momento yo me encontraba en una situación desesperada, económicamente hablando. Había dejado mi casa con muy poco unos años atrás y tenía… a alguien conmigo del que era responsable. Necesitaba dinero para los gastos básicos y también para poder evitar a cierta maestra de primer nivel que había decidido añadirme a su familia. Me había seguido hasta Venecia y la había esquivado por poco dos veces en dos días. Yo quería escapar; Antonio quería salvarse de la peste. Llegamos a un acuerdo.
—Él te dio dinero y tú lo transformaste —supuse—. Porque los vampiros no pueden enfermar.
—Sí. —Mircea agitó su copa de vino—. Fue el primero al que transformé. Resultó bastante… chocante que se uniera a nuestros enemigos.
—¿Pensabas que era mejor persona? —le pregunté con incredulidad.
Mircea resopló.
—Pensaba que era más listo. Y también pensaba que no era típico de él.
—Porque suponía un riesgo.
Asintió.
—Y Antonio no arriesga. Al menos no arriesga su propio cuello.
Yo había pensado lo mismo más de una vez. A Tony solo le gustaba arriesgarse cuando era algo seguro. Eso me hacía preguntarme qué sabía él que no supiéramos nosotros.
Mircea acabó de comer y se tumbó de lado, con una mano debajo de la cabeza y la otra jugueteando con la copa de vino.
—¿Por qué este repentino interés?
—No sé. Estaba pensando en mis padres y en que, probablemente, Tony es la única persona que podría contarme algo de ellos.
—¿Qué me dices del venerable mago Marsden? Él debe de saber algo de la exheredera de la pitia. Me sorprendería que no hubiera estado con ella alguna vez.
—Sí que estuvo, pero lo único que pudo contarme fue que era una joven encantadora. Hasta donde se sabe, lo único que conseguí fue la típica biografía estándar. Nacida como Elizabeth O’Donell, adoptada por la corte de la pitia a los catorce años, nombrada la heredera a los treinta y tres. Se escapó con Ragnar, alias Roger Palmer, mi infame padre, por razones desconocidas, a los treinta y cuatro. Murió cinco años después en un coche-bomba colocado por Tony el Cabrón. Fin.
—Es un poco… escueto —dijo Mircea dándome la razón—. Sorprendentemente escueto, teniendo en cuenta la red de información del Círculo.
Le lancé una mirada.
—¿Lo tuyos lo han hecho mejor?
Sonrió abiertamente.
—¿Por qué íbamos a investigar nosotros a tu madre?
—¿Porque investigáis a todo el mundo?
—Ése es Kit, ya lo sabes —me dijo tristemente, refiriéndose al espía jefe del Senado—. No puedo hacer nada con él.
Lo ignoré porque era una chorrada.
—¿Qué averiguasteis?
—Poco más, me temo —admitió—. Tu madre era extremadamente… escurridiza. Mi gente incluso tuvo dificultades para encontrar un lugar de reunión para esta noche. Salía en raras ocasiones y, cuando lo hacía, normalmente era a pequeñas fiestas con cena para diez o doce personas, que no te habrían permitido observar sin ser vista.
—¿Y qué hay de su pasado?
—Fue adoptada por la corte de la pitia de una escuela en Des Moines, una de esas para huérfanos mágicos dirigida por el Círculo.
Asentí. Jonas me había dicho lo mismo. Y no era demasiado sorprendente. El Círculo dirigía un montón de esas escuelas, y no solo para niños sin padres. También encerraban… perdón, alojaban benévolamente a niños que tenían familia pero que, a su vez, tenían habilidades que estas desaprobaban: nigromancia, piroquinesis, telequinesis, mal de ojo, etc. Yo suponía que los huérfanos salían a los dieciocho más o menos; los otros, a veces, no llegaban a salir.
Era algo en lo estaba trabajando para que cambiara, y no solo porque era terriblemente injusto estar encerrado simplemente por haber cometido el delito de nacer, sino también porque si no hubiera acabado en casa de Tony, yo misma podría haber estado en una de esas seudocárceles. Aunque nadie teme a las clarividentes porque supuestamente la mayoría son unas farsantes. Pero el talento que había heredado de mi padre era otra historia.
Tener sirvientes fantasmas pululando a tu alrededor, que se alimentan de ti y, de vez en cuando, te devuelven el favor haciéndote uno o dos recados, se veía como un comportamiento sumamente sospechoso. Quizá porque mi padre lo había perfeccionado hasta convertirlo en un arte. Según se rumoreaba, había tenido su propio ejército fantasma, que había utilizado en un intento de tomar el control del conocidísimo Círculo Negro. El golpe no había tenido éxito y había acabado escapando, pero eso no cambiaba el hecho de que había sido lo bastante poderoso como para intentarlo. Y un poder así habría conseguido que me encerraran muy rápido.
Pero mi madre no lo había tenido, y eso hacía que me preguntara por qué había estado en una de esas escuelas.
—¿Por qué estaba allí? —le pregunté a Mircea, que estaba devorando un trozo del pobre conejo, al parecer con apetito.
Tragó.
—Por nada. Su informe simplemente dice que alguien la dejó allí cuando era niña, con una nota donde ponía su nombre y su fecha de nacimiento. Los administradores supusieron que una madre adolescente había querido deshacerse de una responsabilidad embarazosa.
—¿Y el apellido?
—No había familias mágicas con el apellido O’Donell en la zona en aquella época. Había varias en otras partes del país, pero Kit no encontró ninguna que encajara con el perfil establecido. Él cree que la madre podría haberle puesto a la niña el apellido del padre, y que el padre podría haber sido humano.
No tuve que preguntar por qué suponía eso un problema. Los humanos se cruzaban con la comunidad mágica en una proporción de unos mil a uno. Incluso suponiendo que no fuera un apellido totalmente inventado para empezar, revisar el número de posibles padres humanos sería…
Bueno, no era probable que ocurriera. Al menos para simplemente satisfacer mi curiosidad.
—Vale —continué—. Entonces la corte la encuentra, probablemente porque está al acecho de clarividentes especialmente fuertes.
Mircea asintió y robó una patata frita.
—Y luego se une a la corte de la pitia. Y a partir de ahí, ya no hay más información, al menos según Jonas.
—Y según Kit. La corte de la pitia es una entidad independiente y autónoma y no tiene que investigar a sus miembros a través del Círculo, ni de nadie más. La corte nos cuenta lo que quiere y cuando quiere, y tradicionalmente nunca ha sido muy… comunicativa. —Mircea me lanzó una mirada sospechosamente inocente—. Creo que Kit espera impaciente tu ascenso, momento en el que por fin contará con un acceso a toda esa preciosa información.
Resoplé. Sí, pues ya podía seguir esperando, porque yo no era su puñetero pase ilimitado.
Mircea sonrió.
—Seguro que resulta… entretenido.
—Algo así. —Bebí vino—. De todas formas, Jonas salió con Agnes, o como lo quieras llamar, durante treinta años, y aun así nunca supo la historia de lo que ocurrió con mi madre. Dijo que se ponía furiosa cada vez que sacaba a relucir el tema, así que casi nunca lo hacía. Lo cual significa que solo puedo basarme en lo que ocurrió después.
—Cuando ella y tu padre se fueron a vivir con Antonio.
—Y eso es lo que no entiendo —dije mientras le daba vueltas a una costilla en la pegajosa salsa—. Mi padre era una especie de mago oscuro de alto nivel, ¿verdad? Entonces, ¿cómo acaba alguien así trabajando para una rata como Tony?
Frunció los labios.
—No fue una mala elección. Muchos de los magos que trabajan para nosotros han tenido que desaparecer por alguna razón. Hay que admitir que la mayoría están escapando del Círculo Plateado, no del Negro, pero la norma es aplicable: si alguien te está buscando en un mundo, ve al otro. Y el Círculo suele olvidar que nuestro mundo existe. —Sonrió de un modo un poco salvaje—. O eso le gustaría.
—Pero ¿Tony? ¿No podría haber encontrado a alguien mejor?
—Con sus capacidades, sin duda. Pero te olvidas, dulceaţă, de que una corte más prominente también habría supuesto más riesgo, ya que podría haber estado bajo la mirada de uno o ambos círculos. Sin embargo, Antonio…
—No merecía que malgastaran su tiempo en él.
Encogió uno de sus musculosos hombros.
—Estaba en la sección local, pero dudo que constara a nivel nacional. Por eso te dejé con él, si recuerdas.
Asentí. Después de que Mircea supiera de mi existencia, había pensado en llevarme a su corte. Pero al ser senador, lo vigilaban constantemente y temió que el Círculo pudiera sentir curiosidad por mí. Y como yo era una trabajadora mágica, no una vampira, podrían haberlo obligado a cederme.
—Vale, eso lo entiendo —dije masticando con aire pensativo—. Mis padres querían pasar desapercibidos, así que se escondieron con un fracasado al que nadie hacia caso. Lo que no entiendo es por qué lo escogieron precisamente a él.
—Ah, bueno, a eso sí puedo responder.
Fue tan repentino que tardé un momento en reaccionar. Había buscado tanto tratando de averiguar algo sobre mis padres, que ya no esperaba una respuesta.
—¿Puedes?
—Sí, bueno —contestó con evasivas—. Te puedo contar lo que me contó Antonio. Me dijo que él y tu padre habían estado haciendo negocios durante años antes de que Roger le pidiera refugio.
—¿Qué tipo de negocios?
—¿Sabes que Antonio continuaba en lo de los préstamos?
—Era un usurero —le corregí. Entre muchas otras cosas. Si se podía hacer dinero, Tony se metía en el asunto.
—Tú lo has dicho. En cualquier caso, muchos de sus clientes vieron que no podían liquidar sus deudas, y él era muy cruel a la hora de confiscar lo que se hubiera puesto de garantía.
—Sí. Siempre teníamos cosas por todas partes —dije recordando—. Coches, barcos, incluso una avioneta. Y luego todos esos trastos y muebles. Una vez me metí en un lío por pintar con los dedos un aparador estilo Chippendale, pero ¿qué iba a saber yo? Simplemente era otra mesa vieja y rayada más.
—Pero las antigüedades, incluso las pintadas con los dedos, son fáciles de trasladar —indicó Mircea—. Al contrario que los artefactos mágicos, en particular los inestables. Tienen que trasladarse del modo adecuado, y no resulta nada barato.
Asentí.
—Tienes que llamar a un residuero. —De vez en cuando, habían venido a la casa de campo unos hombres con monos manchados que se llevaban cajas de hechizos, pociones y amuletos sospechosos antes de que le explotaran a alguien en la cara.
—Y ya sabes lo mucho que le gustaba a Antonio gastar dinero —dijo Mircea—. Pero no podía dejar los artículos en cualquier sitio y arriesgarse a que incendiaran sus inversiones, y tampoco podía abandonarlos en cualquier lugar sin llamar la atención del Círculo, que controlaba ese tipo de cosas. Durante mucho tiempo, tuvo que pagar.
—No veo qué tiene que ver eso con mi padre.
—Antonio me dijo que Roger se puso en contacto con él ofreciéndose para deshacerse de cualquier artefacto volátil gratis.
Fruncí el ceño.
—¿Gratis? Pero ¿no es un trabajo un poco arriesgado?
—Mucho. A uno de mis cocineros le gustaba contar la historia de la vez que compró un hechizo de crecimiento para su pequeño huerto. No lo vigiló bien y se pasó la fecha de caducidad. Poco después, se despertó con un jardín de gigantes: calabazas tan grandes como canoas, sandías del tamaño de un cochecito, tomates que parecían balones de playa… Y todo había explotado por la rápida velocidad de crecimiento. Decía que aquel desastre fue asombroso.
—Tuvo suerte de no tenerlo en su habitación —dije, imaginándome una cabeza hinchándose hasta alcanzar el tamaño de un balón de playa.
—Desde luego. Los residueros se ganan su sueldo.
—Aun así mi padre ofreció sus servicios gratis. ¿Nadie sospechó nada?
—Sí, pero Antonio no era de los que rechazan un buen trato. Después de que tu padre fuera a trabajar para él, desarrolló la teoría de que estaba utilizando la magia restante para alimentar a sus fantasmas.
Negué con la cabeza.
—Los fantasmas necesitan energía humana. Un viejo encantamiento no les beneficiaría más que a ti o a mí. —Menos, en realidad. Ellos no tenían la necesidad de que les creciera el pelo o adelgazar o blanquearse los dientes.
—Entonces me temo que eso nos deja un misterio.
Como todo lo relacionado con mis padres. Suspiré y contemplé mi plato casi vacío. Era incapaz de comer algo más. Excepto, quizá, esa última costilla…
—Tú lo conociste, ¿verdad? —pregunté mientras rebañaba la salsa.
Mircea asintió.
—Antonio lo envió a la corte unas cuantas veces como su representante. —Hizo una mueca con los labios—. Creo que porque sus modales eran algo más refinados que los de la mayoría de animales que trabajaban para Antonio.
—¿Quieres decir que no bebía directamente de la botella?
—Ni utilizaba el mantel como servilleta. Ni chupaba la mantequilla del cuchillo. Ni bebía del cuenco para los lavarse los dedos y luego se quejaba de que el té solo sabía a agua caliente.
Parpadeé sorprendida.
—¿Quién hacía eso?
—Alphonse.
—Ah. —Sonreí al pensar en el segundo de Tony, un pedazo de músculo de más de dos metros que era genial con las armas y los cuchillos y las cosas que explotaban. Pero no tanto con los buenos modales en la mesa.
—¿Cómo era mi padre?
Mircea se lo pensó durante un momento.
—Un poco reservado, como cabría esperar. Pero se expresaba bien, era culto, incluso a veces gracioso. Intenté quitárselo furtivamente a Antonio, pero dijo que le gustaba el aire puro de Nueva Jersey.
Asentí. Tony tenía intereses comerciales en Jersey. Mi padre debió haber trabajado en alguno de ellos.
—Seguramente tenía miedo de que indagaras en su pasado.
—Seguramente. En varias ocasiones he dado empleo a muchos magos que estaban enemistados con el Círculo Plateado, cuyos castigos no suelen guardar proporción con el delito. Pero con el Negro… no. Yo no trato con ellos.
Bebí vino y no hice ningún comentario. No quería pensar en lo que mi padre podría haber hecho como miembro del mayor grupo organizado de magos malvados del mundo. No sabía por qué sentía tanta curiosidad por ese desgraciado. Quizá fuera porque, aunque sabía muy poco sobre mi madre, de él no sabía nada.
Durante años, lo único que había sabido era que había sido el «humano favorito» de Tony, hasta que se negó a cederme. Tony se había indignado tanto por aquella traición, tal y como él lo veía, que matarlo no había sido suficiente. Le había ordenado a un mago que construyera una trampa para el alma de mi padre, con la que la capturó cuando estaba a punto de morir. Después de aquello, Tony la había usado durante años como pisapapeles, y como sutil recordatorio para cualquiera que pensara en contrariarle.
Pero hasta donde alcanzaban mis recuerdos, no tenía casi nada, sólo la vaga impresión de unos brazos fuertes lanzándome al aire siendo una niña. Ni siquiera podía dibujarlo en mi cabeza.
—¿Qué aspecto tenía? —pregunté mientras empujaba una patata frita, porque estaba demasiado llena para hacer otra cosa con ella.
—Es extraño, ahora que lo mencionas —dijo Mircea.
—¿El qué?
—Era de tez ligeramente morena, bastante guapo, con el pelo y los ojos oscuros.
—¿Y por qué es extraño?
Se encogió de hombros.
—Simplemente eso, que viendo a tu madre, habría esperado que fuera rubio.