13

El cuarto de baño de la suite resultó ser tan impresionante como todo lo demás. Todo estaba cubierto de mármol dorado con finas vetas color ocre oscuro, desde el suelo hasta el techo, pasando por el lavabo doble y la bañera tipo spa, todo pulido hasta alcanzar un brillo máximo. Había una alfombrilla de felpa naranja oscuro, toallas a juego y una cesta con artículos de tocador caros envuelta en papel de celofán, como si la acabara de dejar allí el conejo de Pascua.

Y había espejos, muchísimos espejos.

Prácticamente todas las superficies que no estaban cubiertas de mármol tenían uno, y todos me informaban de que tenía un aspecto horrible. Mi maquillaje había desaparecido por completo, llevaba el pelo hecho un desastre y tenía el cuerpo manchado de barro y otras sustancias en las que no quería ni pensar. Suspiré y me quité del mugriento pie el extremo lleno de carreras de lo que habían sido un par de medias caras. El esmalte de uñas se había desconchado y los dedos… Bueno, tenían el aspecto que cabe esperar después de haberlos arrastrado por adoquines.

Contemplé mis pies triturados y suspiré. Algún día, un buen día de verdad, me encontraría en peligro calzando un maldito par de zapatillas. Por supuesto, prefería no llegar a estar en peligro.

No estar en peligro sería lo mejor.

Cogí un par de toallas, tan suaves que rozaban la inmoralidad, y metí mi mugriento cuerpo hecho polvo en la agradable y limpia ducha. Ni siquiera intenté darme un baño, porque habría puesto el agua negra inmediatamente. Más o menos, como el espectáculo de aquella noche había hecho conmigo.

Después de lavarme lo suficiente como para estar casi segura de que no quedaba suciedad, evalué la situación. Tenía un moretón hinchado en el tobillo, otro en la cadera y un tercero, grande y horizontal y cada vez más oscuro, en la parte inferior del abdomen, probablemente donde me había golpeado durante el infernal viaje en carruaje. Si añadíamos a todo eso los moretones que ya llevaba del incidente de la bañera, sí, estaba muy sexi.

No es que no me alegrara de estar viva y de una pieza. Solo que no entendía por qué lo estaba, especialmente si la teoría de Mircea sobre contra quiénes habíamos luchado era correcta.

Cuando lo dijo me había parecido una locura, porque no es que haya semidioses a patadas, precisamente. Los dioses, o las criaturas que se autodenominan así, habían sido expulsados de la Tierra hacía mucho tiempo, y la mayoría de sus bastardos o se habían marchado con ellos o habían sido atrapados por el Círculo. Y, además, no tenía ni idea de lo que una panda de semidioses querría de mi madre.

Pero ahora que tenía oportunidad de pensar, aquello explicaba muchas cosas. Como lo resistentes que habían sido los magos, que no se habían preocupado por usar escudos, sino que se habían recuperado de los golpes que los habrían derrotado. Y por qué habían parecido tan endemoniadamente fuertes.

Una vez, Pritkin me había dicho que los magos de la guerra nunca utilizaban el cien por cien de su poder para atacar. En la lucha, la proporción estándar era setenta-treinta. El setenta por ciento del poder de un mago iba dirigido a la defensa, para los escudos y protecciones que necesitaban para mantenerse con vida, dejando el treinta por ciento restante para la ofensiva. Los magos especialmente poderosos podían truncarlo un poco, quizá rebajando la necesidad total para la defensa a un sesenta y cinco o incluso sesenta por ciento, porque su extraordinario poder lo compensaba. Pero nadie iba completamente desprotegido. Si lo hicieran, el primer hechizo para hacerles un simple rasguño los dejaría fuera de combate, para siempre.

El propio Pritkin solía utilizar solo un cuarto de su poder para la defensa, aunque no lo admitía ante el Círculo. Pero ¿y si alguien pudiera restarle importancia a ser pisoteado por unos caballos o lanzado contra unos edificios o arrastrado por media calle, pese a no utilizar escudos? Ser capaz de ponerlo todo en el ataque haría que incluso un mago de nivel inferior pareciera bastante impresionante. Y si ya fuera más fuerte de lo normal en un principio…

Bueno, el mago tendría más o menos el aspecto de lo que acababa de ver. Pero aunque pareciera algo razonable, no podía ser cierto. Porque mi madre no pudo haberse defendido contra cuatro semidioses y un secuestrador loco ella sola.

¿O sí pudo?

Parecía ridículo. Pero, entonces, si la respuesta era no, ¿por qué seguía yo allí? Si los magos la hubieran matado o el secuestrador se la hubiera llevado o algo le hubiera impedido conocer a mi infame padre, entonces yo habría desaparecido. Y aparte de la más que enorme cantidad de piel que me había dejado en la carretera, seguía allí.

Y eso era… Bueno, era un poco una epifanía. Toda la maldita noche lo había sido, en realidad. Porque nunca había visto el poder de la pitia utilizado de ese modo. De hecho, rara vez lo había visto utilizar, y esa era una de las razones por las que me estaba costando tanto dominarlo.

Jonas hacía todo lo posible para ayudarme, pero él no era una pitia. Había escuchado por casualidad algo de lo que Agnes les decía a sus herederas cuando las entrenaba, y había visto muchas de las cosas que podía hacer. Pero tratar de manejar el tiempo con su ayuda había sido como construir un coche cuando nunca has visto uno y siguiendo las instrucciones orales de un tío que solo tiene una vaga idea del aspecto que se supone que tiene que tener.

Había sido como un ciego guiando a otro ciego todo el mes.

Había llegado a ser tan frustrante que incluso había considerado seriamente acudir a la corte de la pitia para pedir ayuda. Pero no lo había hecho, y no solo porque uno de ellos ya había intentado matarme. Probablemente, no todos eran maníacos con tendencias homicidas, pero dudaba que fuera muy popular en un grupo con cero posibilidades de progreso mientras yo siguiera viva.

Lo cual explicaría por qué no me habían dicho nada en todo el mes. Ni un «enhorabuena», aunque fuera poco sincero; ni un «jódete»; ni pío. No sabía lo que significaba exactamente, pero no era muy buena señal. Y en ningún momento Jonas había sugerido pasar por allí para charlar.

Así que había estado sola.

Y estar sola era una mierda.

Pero entonces, había llegado aquella noche. Y… joder.

No sé por qué me había acostumbrado a pensar que mi poder era defensivo: transportarme para salir de un aprieto, lanzar burbujas temporales para protegerme contra los agresores, detener el tiempo para tener oportunidad de correr como un rayo. Quizá porque así era como lo había estado utilizando la mayor parte del tiempo. Pero mi madre… No había parecido muy fanática de la defensa. Se había comportado como una fanática de patearle el culo a un semidiós.

Quizá los magos de la guerra habían llevado a cabo una ofensiva en toda regla, pero a ella le había ido bien. Había atrapado a uno como a un gusano en un vaso. Había atropellado a otro.

Me di cuenta, sorprendida, de que mi madre había estado cojonuda.

Y así era el poder de la pitia en manos de alguien que realmente supiera cómo utilizarlo. Y hasta que no pensara de un modo realista, no me acercaría ni de lejos a ese punto… todavía. Aquello me daba mucho que pensar.

Lo único es que aquel no era el lugar adecuado, porque me estaba convirtiendo en una pasa. No sabía que una ducha podía causar ese efecto, pero esta era intensa y caliente y potente, hasta el punto de que mis dedos, tanto de las manos como de lo que quedaba de los de mis pies, se estaban arrugando. Salí de la ducha, me sequé el pelo y limpié con la mano el espejo que tenía más cerca.

Me mostró justo lo que esperaba: una chica delgada y blanca con el pelo rubio revuelto, ojeras y un moretón en el nacimiento del pelo. Me incliné hacia delante y me eché el pelo hacia atrás para examinarme la cara. Ahora tenía mucho más en lo que basarme que una fotografía granulada tomada de lejos. La había mirado fijamente a la cara a menos de medio metro de distancia. Pero por mucho que lo intentara, no veía ni un remoto eco en mí.

Mis ojos eran azules, pero eran simplemente azules. Tenía el pelo más o menos rojizo, con la luz adecuada, pero ni punto de comparación con aquel precioso color bronce. Y mi cara era… solo una cara.

Esa cara me estaba mirando, y tenía los pómulos demasiado redondos, la barbilla demasiado obstinada y unas cuantas pecas pasadas de moda en una nariz respingona. No estaba mal, para las caras que se veían por ahí, pero tampoco iba a provocar que se echaran a la mar miles de naves. Me quedé allí, buscando, desesperada por encontrar algún rastro de esa belleza etérea. Y de pronto, caí en la cuenta. Si no me parecía a mi madre, entonces debía parecerme…

A él.

Al mago oscuro que la había conquistado y alejado de la corte, de su posición legítima en la sucesión, de todo lo que ella había conocido. Agnes me había contado una vez que mi madre había tenido un don natural para su poder, el mejor que había visto nunca, y yo había tenido buena prueba de ello aquella misma noche. Sin embargo, lo había dejado todo atrás por un hombre malvado, un antiguo miembro del infame Círculo Negro que se parecía… ¿a mí?

Me incliné un poco más. ¿Era esa la cara que había estado al mando de un ejército de fantasmas para espiar al Círculo Plateado, que casi había tomado el control del Negro y que, de algún modo, había seducido a la virgen heredera al poderoso trono de la pitia? Mi reflejo no contestó; simplemente me miró empapado, con cierto parecido a una muñeca Kewpie ahogada.

Me apretujé la cara e intenté parecer amenazadora.

Ahora parecía una muñeca Kewpie con gases.

Suspiré. Quizá me parecía a algún pariente lejano o algo así. Quizá no llegara a saberlo nunca, ya que ni siquiera tenía una fotografía granulada de mi padre. Tampoco es que quisiera una, al menos no como recuerdo, pero habría estado bien saber qué aspecto tenía.

También estaría bien vestirse antes de que el aire caliente se saliera del cuarto de baño. Mi ropa se había quedado en la limusina y, francamente, no había sido una gran pérdida. Pero había unas batas de rizo de felpa en un perchero detrás de la puerta y antes de darme cuenta, ya había metido un brazo en una de ellas.

Oh, Dios mío.

¿De verdad había accedido a salir ahí fuera desnuda?

Me quedé así un minuto, apretando la bata y mirando inexpresiva al espejo, que afortunadamente se estaba volviendo a empañar. Me dije que no pasaba nada, que acababa de estar desnuda en la inesperada limusina, por Dios, exhibiéndome ante quién sabe cuánta gente que pasaba por allí. Pero allí estaba oscuro y estaba medio ida por el alivio y Mircea… Bueno, Mircea podía hacer que una chica olvidara hasta su propio nombre cuando ponía un poco de empeño. Pero aquello era muy diferente a salir ahí con el frío y desnuda y llena de moretones y hecha una pasa y…

Mierda. ¿Cómo me había metido en eso?

Me mordí el labio y miré fijamente la puerta. No tenía por qué hacerlo. Mircea se quedaría decepcionado, pero viviría, y yo podría decir que…

¿Qué? ¿Que era una puñetera cobarde? ¿Que sabía que no estaría a la altura de sus muchas otras mujeres? ¿Que la mayoría de ellas habían estado entre las mayores bellezas del mundo y que ahí estaba yo, con laca de uñas desconchada y pelo de rata y sin maquillaje y un cuerpo que parecía haberse utilizado como saco de boxeo?

Me peiné mientras lo debatía. Vale, vale. Era innegable que no estaba en mi mejor momento. Pero, sinceramente, aunque me puliera hasta llegar a un lustre brillante, no iba a competir en el departamento de belleza con un muñequita de porcelana como Ming-de. Ni con la doble de Grace Kelly con la que había visto a Mircea una vez en el teatro. Ni con la condesa de ojos endrinos que había estado deseando batirse en duelo por él. Ni con la atlética morena de grandes tetas de la que había guardado un puñetero álbum de fotos hasta que fue destruido en un accidente. Qué lástima.

Sí, bueno. Yo tenía lo que tenía, y quizá estuviera un poco hecha polvo, pero más o menos esa era la oferta. Y en la limusina estaba muy oscuro, pero eso no suponía un impedimento para la vista de un vampiro, y en el coche no parecía distraído precisamente.

Y bueno, ahora por lo menos estaba limpia.

Me quité la bata y volví a mirar la puerta. Tenía frío. Y estaba muy desnuda. Supermegadesnuda. Vaya estupidez, porque desnuda significa desnuda y… ¡Joder! Hazlo de una vez.

Agarré el pomo de la puerta, me sentía inquieta y nerviosa y tonta y un poco excitada y…

Quité la mano.

¿Cuántas veces vas a estar en una situación así?, preguntó la parte menos cobarde de mi cerebro. No contesté, porque hablar con uno mismo se acerca demasiado a la parte espeluznante de la locura, y yo estaba al borde, como quien dice. Pero sabía la respuesta de todos modos. Si no lo hacía, si me rajaba, sabía perfectamente que me arrepentiría. Quizá no en el momento, pero muy pronto, y ya me arrepentía de bastantes cosas. Aquella noche quería vivir.

Volví a poner la mano en el pomo. Es como quitar una tirita, me dije seriamente. Hazlo rápido y lo peor habrá acabado. Antes de que pudiera volver a convencerme de no hacerlo, cogí aire, agarré el pomo y abrí la puerta de golpe.

E irrumpí en una habitación llena de vampiros.

El director gordo y bajito estaba observando desde de la chimenea junto a Mircea y había un par de tíos jóvenes vestidos de camareros. Otro camarero estaba junto a la puerta, sacando a rastras un carrito del servicio de habitaciones, pero obviamente se giró para ver por qué se había armado tanto alboroto. Y sin duda tuvo una buena vista. La habitación estaba casi a oscuras, iluminada básicamente por un par de lámparas de baja combustión en los rincones y la brillante luz blanca que entraba a raudales por detrás de mí, y que me hacía parecer una fabulosa actriz de los años cuarenta bajo los focos de un escenario.

Durante un momento, me quedé mirándolos y ellos a mí, y fue como la fiesta de Agnes otra vez, después de haberse paralizado el tiempo. No se movía nada, excepto las llamas que alguien había avivado en la chimenea. Y entonces pegué un grito y la paralización acabó.

Uno de los tíos dio un salto y otro puso una sonrisa burlona y Mircea alargó una mano y luego no sé lo que pasó porque entré corriendo en el cuarto de baño y cerré de un portazo.

Oh, Dios.

Oh, Dios, Dios, Dios.

Vaya mierda de noche. Era tan mierda que ni siquiera sabía…

Alguien llamó suavemente.

Lo noté en los omóplatos, porque tenía la espalda apoyada en la maldita puerta y yo no me estaba moviendo. Quizá no volviera a moverme nunca.

¿Dulceaţă?

Mierda.

¿Dulceaţă? ¿Estás bien?

No dije nada, porque él sabía perfectamente que estaba bien. Podía escucharme respirar a través de la puerta. A esa distancia, seguramente podía sentir el calor de mis mejillas encendidas que, según vi al echar un vistazo al espejo, estaban de un rojo langosta intenso. Al igual que mi cuello y buena parte de mi pecho, todo perfectamente visible. Oh, Dios mío.

¿Dulceaţă?

—Estoy bien —le solté casi ahogándome, esperando que así se fuera. Si existía alguna especie de escala para medir el nivel de desastre para las citas, aquella había conseguido un diez. O quizá un veinte. O quizá algún número hasta el momento desconocido en la historia de las citas, y de verdad que no creía que pudiera tener una conversación con todo lo que…

Escuché que fuera se cerraba una puerta con un movimiento rápido y discreto.

—Se han ido, dulceaţă —dijo Mircea en un tono un poco gracioso.

En algún momento me había sentado en cuclillas y me había puesto las manos sobre la cabeza, esperando que el suelo fuera compasivo y me tragara. Pero aquel tono en su voz hizo que me levantara. Cogí una de las malditas batas y me la puse bruscamente, y luego asomé la cabeza por la puerta.

—¿Te estás riendo de mí? —le pregunté con incredulidad.

—No —me contestó, y me apretó contra su pecho.

Estaba vibrando.

—Te estás riendo de mí, pedazo de…

—Que no —me dijo, pero tenía una mano detrás de mi cabeza y no me dejaba mirarlo a la cara.

—¡Ha sido culpa tuya!

Dulceaţă

—¡No me llames así! —En aquel momento me sentía de todo menos dulce. De hecho, si hubiera tenido un brazo libre, probablemente le habría pegado. Pero me había abrazado y me estaba apretando fuerte, aunque al menos en ese momento podía mover la cabeza. Levanté la mirada.

Tenía el rostro absoluta y sospechosamente serio, pero la mirada le bailaba.

—Eres un hijo de puta —le dije con sentimiento.

—Te aseguro que soy hijo de mis padres. Y sólo iba a decir que tienes razón.

—¡Ya sé que tengo razón! —Parpadeé sorprendida—. ¿Y qué?

—Tendría que haberte avisado de que estaban aquí, pero no me esperaba que fueras a ser tan… atrevida.

Vale, me di cuenta de que quizá no se lo esperaba. Probablemente esperaba que saliera con una bata o envuelta en una toalla o, al menos, que primero asomara la cabeza por la puerta. No que saliera como un huracán, como si el cuarto de baño estuviera ardiendo. O como una bailarina de estriptis completamente inepta.

Hice una mueca y dejé caer la cabeza hacia delante.

—Así soy yo —le dije tristemente—. Soy atrevida.

—A veces hasta extremos aterradores —murmuró pasando los dedos por los rizos húmedos.

—Intento no serlo.

—Ya lo sé.

No quedamos así durante un rato, y fue muy agradable. Estaba recién duchado, con la melena negra todavía húmeda y peinada hacia atrás, y llevaba una bata como la mía. Supuse que o bien la suite tenía dos cuartos de baño o bien, teniendo en cuenta la cantidad de genuflexiones que había hecho el director del hotel, habían abierto otra habitación para él. O puede que toda la planta.

De todos modos, así estaba mejor. Aquella era la mejor parte de la cita con diferencia.

Tampoco es que eso dijera mucho.

—¿Cassie?

—¿Sí?

—No puedes quedarte en el cuarto de baño toda la noche.

—¿Por qué no?

—Está mojado.

—No me importa.

—Empezará a hacer frío.

—No me importa.

—Y te perderás la cena.

Levanté la mirada, notando un atisbo de esperanza que entraba a hurtadillas, pasando totalmente de la más absoluta vergüenza.

—¿La cena?

—La cena —dijo, y me sacó por la puerta.