Me quedé en la esquina de la calle, meciéndome ligeramente, mientras los pedacitos de nieve se acumulaban en mi pelo. Es una última imagen preciosa, pensé abstraída, mientras observaba lo que parecían grupos navideños corriendo de acá para allá. Las estrellas que había en lo alto pertenecían a la iluminación que cubría las entradas de las calles que daban al cruce. Las calles más alejadas también la tenían, de modo que desde arriba, seguramente, el conjunto parecía una gran rueda reluciente. O quizá una corona. Así sería más navideño, ¿no?
De todas formas, queda precioso en contraste con el cielo oscuro, pensé, mientras los ojos se me llenaban de gotas de la lluvia que había caído muchas décadas atrás. No me molesté en secármelas. En aquel momento me daba igual.
Las luces difusas de los coches que pasaban formaban largas guirnaldas rojas y doradas, muy navideño también. Las observé mientras notaba que me tambaleaba, me enfriaba y me entumecía, y esperé a desmayarme. Y esperé. Y esperé.
Y entonces escuché unos pasos corriendo que se acercaban por detrás, y antes de que pudiera darme la vuelta, unas manos me agarraron por los hombros y me giraron. Miré aturdida a Mircea, que parecía un poco trastornado. Tanto su mirada como su pelo eran de loco y tenía la mejilla manchada de barro.
—Sigues aquí —dijo sin comprender.
Asentí con cautela, medio esperando no estar allí en unos segundos.
Me apretó los hombros con más fuerza, casi haciéndome daño. Y entonces me levantó y empezó a darme vueltas, sin importarle ni mi asqueroso vestido ni el pelo empapado ni la seguridad de los transeúntes.
—¡Sigues aquí! —dijo riéndose, y me besó.
Y o bien fue un beso genial, o bien el no desmayarse era el mejor de los afrodisíacos. Porque al segundo, sus labios derritieron la gélida conmoción que casi me había paralizado, y apreté sus hombros con mis manos y lo rodeé con las piernas y lo siguiente que recuerdo es que estaba trepando por su cuerpo y haciendo lo posible por bajar por su cuello. Mircea pagó con la misma moneda. Sus manos encontraron mi culo y me levantó, me sujeté a él con las piernas y de nuevo empezó a dar vueltas, mientras la nieve caía y los coches nos pitaban y alguien reía, y me daba absolutamente igual porque estaba viva para experimentar todo aquello.
Nos separamos cuando las opciones se redujeron a eso o la asfixia. Me agarré a él, jadeando y mareada por la pasión o el alivio o la falta de aire o por las tres cosas, y la gente que habíamos conseguido reunir a nuestro alrededor nos aplaudió amablemente. Alguien nos entregó una ramita de muérdago, «aunque no creo que ustedes lo necesiten», que Mircea se puso alegremente detrás de la oreja. Y luego me volvió a besar.
Creo que paró sólo porque empecé a temblar. Los dos estábamos empapados y hacía muchísimo frío, y yo había perdido su chaqueta en algún sitio por el camino. Incluso en los brazos de Mircea, el húmedo y frío aire nocturno se introducía por debajo del vestido, se filtraba por el escote y se deslizaba hasta las piernas.
No tenía sentido ni siquiera intentar transportarnos de vuelta a casa. Con suerte, sería capaz de hacerlo por la mañana, suponiendo que comiera algo y descansara hasta entonces. Pero eso planteaba un problema.
Miré a Mircea, que estaba observando el remolino de nieve como fascinado.
—¿Mircea?
—Qué belleza, dulceaţă —dijo con un tono de asombro—. ¿Lo ves? Qué belleza.
—¿El qué?
—La nieve. La noche. —Me apretó más fuerte—. Tú.
Lo miré con recelo.
—¿Gracias?
Me dio un cálido beso en el cuello.
—De nada.
—Mircea, hace muchísimo frío.
—Yo te mantendré caliente —me dijo mientras deslizaba los labios por mi escote.
Vale, la cosa se estaba calentando.
—No podemos quedarnos en una esquina toda la noche —protesté.
—Por supuesto que no.
Y antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, ya estábamos al final de la calle; yo agarrada de su brazo y él mirando a todas partes, con curiosidad, con los ojos muy abiertos y, obviamente, encantado. Y no supe por qué, pero al segundo se rió.
—Ah, magnífico, esto nos servirá.
Y entonces, unos faros atraparon los copos de nieve que caían a nuestro alrededor. Se congelaron como cristales colgados en la oscuridad, miles de diminutos destellos dorados, cuando una limusina apareció por la esquina. Miré a Mircea.
—¿Cómo…?
—Se la he pedido prestada a un amigo —me dijo mientras me metía en el coche. Y acto seguido, me cubrió con su cuerpo.
Esta vez me besó más despacio, moviendo con ternura los labios y luego la lengua; pausado, cariñoso y carnal. Y durante unos segundos, me olvidé de todo, excepto de la sedosa melena que me rodeaba, de la suavidad de sus labios en los míos y del tacto de sus manos en mi cuerpo. Las durezas de sus manos se debían a haber manejado la espada con frecuencia, cientos de años atrás, pero los vampiros se quedaban como estaban cuando morían, así que nunca se habían suavizado. Eran el único recordatorio del príncipe medio bárbaro que una vez fue, además de su pelo, que se había negado a cortar.
Aproveché la oportunidad para hundir mis manos en su melena, una oscura y sedosa cascada color caoba, el color de las hojas en otoño. Vale, sonaba sensiblero, pero Mircea conseguía que una chica se pusiera poética. Lo único es que aquel no era el lugar adecuado.
—Mircea, no podemos —dije jadeando y sin dejar de mirar al conductor, que nos observa desvergonzadamente por el espejo.
Mircea ni siquiera levantó la mirada.
—Conduzca —dijo, y apretó el botón para elevar el cristal de separación.
Para cuando subió, ya tenía la parte de arriba abajo y las cosas estaban avanzando a una velocidad vertiginosa.
—Pueden vernos por las ventanillas —protesté, mientras él me bajaba la cremallera del vestido de seda empapado y me desabrochaba el sostén, todo con un suave y único movimiento.
—Son tintados.
—Pero… estoy hambrienta.
—Y yo también —gruñó, y me quitó el vestido.
Alguien se había dejado un abrigo de piel en el asiento, negro como la medianoche y suave como una nube, y el roce en mi piel desnuda me distrajo. Aunque no tanto como las cálidas manos que me acariciaban, las musculosas piernas que presionaban mis muslos y la lengua que se deslizaba sobre la mía, líquida y cálida y cada vez más exigente.
Cogí aire, unos minutos después, y vi que Mircea se había quitado el abrigo, que llevaba la camisa abierta y que la corbata le colgaba ligeramente por un hombro. Fue un poco desconcertante, porque no recordaba cómo había acabado así, ni cómo mis medias habían acabado lanzadas en el asiento de enfrente. Lo único que sabía era que estaba desnuda, excepto por el suave y pecaminoso abrigo de piel, que estaba casi por entero debajo de mí.
Intenté echármelo por encima, concederme alguna posibilidad de cubrirme para evitar que los coches que pasaban se acercaran demasiado, pero Mircea no pensaba igual.
—Déjalo así —dijo con voz ronca—. Me gusta el contraste con tu piel.
Y entonces procedió a mostrarme cuánto le gustaba.
—Pero ¿qué te ha entrado? —dije jadeando, mientras su oscura cabeza se abría paso desde los labios hasta el cuerpo pasando por el cuello. No es que Mircea no soliera ser… cariñoso, pero normalmente no le gustaban las demostraciones públicas, ni las semipúblicas.
Aunque en aquel momento no parecía importarle.
Los labios sobre mi piel eran cálidos y suaves y flexibles, a diferencia del pinchazo de los colmillos que había detrás ellos. Pero no me mordió, simplemente los arrastró suavemente sobre la delicada carne, hasta conseguir endurecerme, ponerme al máximo, desesperarme.
—Ya ha pasado un rato, así que no puedo estar seguro —murmuró—. Pero creo que podría estar colocado.
Lo miré sorprendida.
—¿Qué?
—La sangre de esas criaturas. Era… narcótica.
—¿Te refieres a los magos?
—Ajá… —Hizo rodar un pezón entre la lengua y los dientes, y consiguió que lo agarrara de la camisa.
—Pero… pero eran humanos. —Y entonces mordió.
Jadeé y le cogí la cabeza con ambas manos, sujetándolo mientras bebía de mí. La sensación de los labios cálidos, los dientes afiladísimos y las intensas e íntimas chupadas hizo que mi cuerpo se tensara, que mi piel se ruborizara y que oyera el pulso de la sangre en los oídos. Sentí que se me escapaban las fuerzas.
—Entonces, ¿qué eran? —pregunté jadeando, antes de olvidar de qué demonios estábamos hablando.
—Eran humanos, pero más fuertes —me contestó mientras se sentaba en cuclillas—. Como tú.
—¿Cómo yo?
—Tu sangre es más rica de lo normal, debido al poder de tu cargo —explicó mientras se apartaba la corbata.
—¿Por qué importa eso?
—Importa porque tu poder solía pertenecer a un dios. —Empezó a quitarse la camisa, pero alargué una mano.
—Déjatela —le dije con voz ronca. No era el único al que le gustaban los contrastes. Y la blanquísima tela en contraste con la piel color miel era… agradable.
Levantó una ceja, pero hizo lo que le pedí. Luego volvió a deslizarse sobre mí, con una sonrisilla malvada.
—Quizá por eso tengas un sabor divino.
—¿Estás diciendo que esos magos eran una especie de semidioses? —le pregunté mientras me acariciaba el cuello.
—No lo sé, teniendo en cuenta que nunca he tenido la oportunidad de probar un dios. Pero su sangre era como la tuya: espesa, rica, como un coñac añejo.
Tenía otra pregunta, pero entonces hundió la cabeza en mi cuello y su boca volvió a cerrarse sobre mí, y me olvidé de cuál era. Casi lo olvido todo cuando su lengua lavó las pequeñas perforaciones que me había hecho, el delicado y tierno tanteo hacía que me estremeciera por completo. Me arqueé de forma mecánica y él se incorporó tirando de mí, desnudo, para ponerme en su regazo.
Abrí la boca para protestar, porque si antes me podían ver, no era nada comparado con aquello. Pero entonces me agarró con sus enérgicas manos y me apretó contra su fuerte y espléndido pecho y comenzó a chupar sin tanta delicadeza. Y la protesta se convirtió en gemido mientras mis piernas lo rodeaban, mi piel se sonrosaba de un tono más intenso y mi cuerpo se retorcía, suplicando roces, suplicando más. Hundí los dedos en la seda salvaje de su pelo y me olvidé de los coches que pasaban y del conductor curioso y de todo, excepto del ímpetu de aquella boca y del tacto de aquellas manos que me acariciaban la espalda y me apretaban…
Y vale, no podía pensar con claridad, pero quizá aquello podría funcionar después de todo.
Pero al segundo, Mircea se apartó.
—Estás hambrienta —anunció, como si estuviera dando las noticias.
—¿Qué? ¿Tengo bajo el nivel de azúcar en la sangre? —le pregunté en tono de burla.
—Sí. —Dio unos elegantes golpecitos en el cristal, que se bajó tan rápido que casi no me dio tiempo a agarrar el abrigo. El conductor vampiro no era un miembro de la familia ni un maestro de nivel superior, así que Mircea tenía que hablar con él directamente.
—A The Club —dijo de manera concisa.
—Ya estamos, mi lord —dijo el conductor en voz baja—. Me tomé la libertad de anticiparme a sus deseos.
—Bien hecho —dijo Mircea, y antes de que supiera lo que estaba ocurriendo, ya me había sacado del coche y estábamos bajo la nieve.
Incluso con el abrigo de visón, la sensación del aire frío fue un poco impactante después de la acogedora calidez de la limusina. Pero no estuvimos al aire libre mucho tiempo. Mis pies apenas tuvieron tiempo de asimilar la acera congelada antes de que Mircea me cogiera en brazos y subiera corriendo la escalera de una preciosa y antigua casa adosada.
La sencilla puerta roja, como la otra docena que había en la calle, daba a un estrecho pasillo que exhibía una inestimable araña de luces, un mostrador de bienvenida de caoba y lo que parecía un Cézanne, con colores vivos que brillaban en contraste con los paneles de madera oscura.
Un pequeño y corpulento vampiro rodeó rápidamente el lateral del mostrador y luego desapareció. Tardé un segundo en darme cuenta de que había hecho una reverencia; se había inclinado tanto que incluso mirando por encima del borde del abrigo, lo único que podía ver eran los destellos que irradiaban de su brillante calva. Se incorporó al cabo de un instante y volvió a inclinarse, como uno de esos muñecos con muelle que no se mantienen derechos.
Pero finalmente lo consiguió, y nos condujo por la escalera al piso de arriba. Supuse que debía haber sido mucho mayor que el conductor, porque no dijo una palabra hasta que sus manos, ligeramente temblorosas, hubieron abierto la puerta de una magnífica suite. Era de color azafrán, coral y marrón chocolate oscuro, con una chimenea de mármol color caramelo y una ventana enorme con vistas a la ciudad iluminada.
—Espero que sea de su agrado, mi lord —murmuró, y se sonrojó de placer cuando Mircea asintió con aire despreocupado.
—Sí, está bien. Cenaremos aquí arriba.
—Por supuesto, por supuesto. Ahora mismo.
El pequeño vampiro se retiró haciendo no una, sino tres reverencias, mientras salía al pasillo. Y entonces Mircea me soltó por fin, solo para poder meter las manos en el abrigo y empujarme contra la pared.
—Estoy hecha una guarra —protesté.
Movió las cejas.
—¿En serio?
—¡Mircea! —dije riéndome, aunque fuera de mí misma—. Quiero darme un baño antes de cenar.
Mi miró con ojos chispeantes bajo la discreta luz de la suite.
—Si me complaces.
—No me voy a bañar contigo —le dije con firmeza. De hacerlo no cenaría en la vida.
—Por supuesto que no —dijo, con sorpresa fingida.
—Entonces, ¿qué?
Recorrió mi mejilla con el dedo, bajó hasta la mandíbula, luego por el cuello, hasta el… ¿collar?
—¿Está tu fantasma en casa?
—No. —No había sentido la necesidad de tener carabina—. ¿Por qué?
—Porque tengo una fantasía constante en la que cenas conmigo llevando esto. —El cálido dedo recorrió lentamente el contorno de la monstruosidad barroca—. Sólo esto.
Emití un sonidito y cerré los ojos.
Joder.
A pesar de las apariencias, yo estaba intentado con todas mis fuerzas tener una relación con Mircea, no solo tirármelo cada vez que estuviéramos cinco minutos a solas. Y últimamente estaba teniendo bastante éxito, principalmente porque él había estado en Nueva York y yo en Las Vegas y mis planes siempre sonaban mucho más factibles cuando no me estaba apretujando contra él y…
—Para —le dije cuando movió las caderas de forma sinuosa, porque el condenado no tenía vergüenza en absoluto.
—Entonces respóndeme —dijo con una risa en la voz.
Levanté la mirada, con la intención de decirle que no, pero esos ojos oscuros tenían un inconfundible destello de desafío chispeando en las profundidades. Como si pensara que no lo iba a hacer. Como si estuviera seguro de que no lo haría. Porque yo no era una vampira, no era intrépida como… ciertas personas. Las cuales, seguramente, no tenían problema a la hora de pasearse por ahí con nada más que una larga y sedosa melena morena, unos ojos oscuros y almendrados que miraban con coquetería por encima del delicado hombro de ella cuando…
¡Joder!
Pero para mí no era tan fácil. No porque tuviera algún problema en complacerlo, aunque la desnudez no era una de mis cosas favoritas. Sino porque yo era humana. Y Mircea, como muchos de los vampiros, tenían la mala costumbre de suponer que conseguiría cualquier cosa que deseara de un humano.
Tampoco ayudaba que normalmente tuviera razón.
Y después de tantos siglos con esa idea metida en la cabeza, había llegado al punto de que rara vez veía la necesidad de discutir con dicho humano, o de llegar a un arreglo o de negociar o de cualquier tipo de cosa que haría con alguien de su clase. Él me había reclamado; por lo tanto era suya. Fin de la discusión, en caso de que hubiera habido discusión, que no la había habido porque yo era humana y algunos días, la mayoría de ellos, esa actitud realmente conseguía que deseara tirarme de los pelos.
Así que allí estaba, intentando ver si una relación podría, quizá, de algún modo funcionar a pesar del hecho de que los magos fueran a odiarla con todas sus fuerzas y a los weres no les fuera a gustar en absoluto y yo fuera a ser muy criticada por los vampiros después de que se dieran cuenta de que «relación» no significa «propiedad» en mi vocabulario, y ¿qué estaba haciendo Mircea?
Actuar como si no hubiera nada que discutir, por supuesto.
Lo único es que sí que había algo que discutir. Por supuestísimo que lo había, por ejemplo, quinientos años de historia de los que yo no sabía casi nada. O el hecho de que casi todo lo que sabía de él era que era tremendamente leal a su familia, que tenía un sentido del humor horrible y que cuando entraba en una habitación, me dejaba sin respiración.
Y sí, evidentemente eso era algo, pero ¿era suficiente para cimentar una vida? Aún no lo sabía. Lo único que sabía era que si seguía cediendo, si seguía haciendo lo que él quería, si seguía actuando como si ya estuviéramos juntos y la decisión estuviera tomada… entonces, muy pronto, estaría tomada de verdad.
Y aún no sabía si era una decisión con la que podría vivir.
—¿Cassie?
Levanté la mirada y vi que me estaba observando con ojos exasperados.
—¿De verdad tienes que pensarlo tanto?
—Es… complicado —le dije inquieta.
—No, no lo es.
—¡Sí, sí que lo es! Es complicadísimo y tú lo sabes y…
Me calló cogiéndome la cara con ambas manos.
—¿Cuándo estamos?
—¿Qué?
—El año.
Fruncí el ceño. Y mi poder evocó lentamente la fecha.
—Mil novecientos sesenta y nueve.
—Y eso significa que todavía no has nacido, ¿verdad?
Asentí.
—Todavía no nos hemos conocido, ¿llevo razón?
—Bueno, si no contamos aquella vez en…
—Cassie.
—No, en teoría no. Pero no entiendo lo que estás…
—Estoy diciendo que nada de lo que ocurra o no ocurra esta noche influirá en nuestra relación una vez volvamos. Sin implicaciones. Sin consecuencias. Piensa en esto como en… una noche fuera del tiempo.
—¿Una noche fuera del tiempo? —repetí dudosa, porque no lo entendía. El tiempo me daba problemas; no los solucionaba. Ni siquiera durante una noche.
Apoyó su frente en la mía.
—Una noche fuera del tiempo.
Me chupé los labios y lo consideré.
—Los camareros me verán.
—¿Y si lo arreglo para que no te vean?
Lo miré, y fue un error, porque tenía esa sonrisilla de niño, la que nunca mostraba en público porque arruinaría completamente su imagen de importante y malvado miembro del Senado vampiro. Pero yo tenía que verla de vez en cuando. Y siempre conseguía ser irresistible.
—Sólo cenar —me escuché decir, antes de que pudiera morderme la lengua.
—Sólo cenar —aceptó en voz baja, acariciándome los pómulos con los pulgares.
Y entonces me soltó.