No resultó complicado, teniendo en cuenta que casi nos atropellan. Había un montón de vehículos en la calle, la mayoría eran pequeños armatostes de dos ruedas con una zona cubierta delante, un conductor encaramado en un asiento en la parte de detrás y un único caballo. Pero solo había uno conducido por una chica con un vestido de fiesta azul eléctrico.
Y se acercaba como un bólido a la acera.
Por una vez, Mircea no tuvo que tirar de mí para apartarme, la multitud ya lo estaba haciendo por él. Se separó en dos mitades: los que iban en tropel hacia la carretera y los que entraban en el bar. Mircea y yo acabamos en la carretera y luego tuvimos que echarnos hacia atrás porque el pequeño carruaje iba haciendo eses por todas partes.
No sabía hasta qué punto mi madre sabía de caballos, pero no creía que su forma de conducir fuera el problema. Lo más probable es que se tratara de los dos magos de la guerra que había en la diligencia que la perseguía, que le lanzaban hechizos que ella trataba de esquivar con todas sus fuerzas. No estaba teniendo mucha suerte, lo que probablemente explicaba por qué el techo del carruaje estaba ardiendo y por qué su caballo tenía la mirada estrábica de estar totalmente aterrado.
Aunque el caballo parecía absolutamente tranquilo comparado con el secuestrador, que estaba sentado en la zona cubierta de la diligencia, agarrándose a ambos lados y desgañitándose.
—¡Menudos imbéciles! ¿Es que quieren matarla? —pregunté mientras otro rayo similar a una luz roja centelleaba entre los carruajes.
No le dio, pero solo porque había saltado a la acera en ese mismo instante, dispersando a los peatones y volcando el carrito de un vendedor. Las manzanas rodaron por la calle como canicas descomunales, provocando que la gente se tropezara y resbalara y se cayera a la carretera helada. Por desgracia, el caballo de los magos consiguió esquivarlas y fueron como un rayo tras ella.
—Eso parece —dijo Mircea en tono grave.
Dejé de mirar aquel caos lo suficiente como para mirarlo a él.
—¿Qué?
—Por lo que sabes del Círculo, dulceaţă, ¿qué crees que preferirían? ¿Una heredera completamente entrenada en manos de un mago oscuro o esa misma heredera muerta?
Un escalofrío me recorrió la espalda. Porque no hacía falta que lo pensara. Me acababa de pasar más de un mes esquivando al Círculo de mi tiempo, que había estado convencido de que yo suponía una amenaza por culpa de mi familia, mi relación con los vampiros y un par de docenas de cosas más. Y su solución había sido la de siempre: matar y volver a matar.
¡Joder!
Había un pasaje en frente un poco más adelante y nos transporté hasta allí, situándonos, por el momento, por delante de la persecución. No sería por mucho tiempo. La ligereza de los vehículos les permitía pasar volando a los más grandes, que avanzaban pesadamente por la carretera y que, de todos modos, trataban de apartarse. Pero uno de los carros, cargado con un montón de barriles apilados, pesaba demasiado como para moverse lo bastante rápido. Y un hechizo que no había alcanzado a mi madre por muy poco, sí que lo alcanzó a él.
Fuera lo que fuera lo que llevaban los barriles, debía de ser bastante inflamable, porque explotaron provocando una oleada de luz y calor y un ruido ensordecedor. El carro se incendió y varios de los toneles más pequeños salieron volando los aires, como balas de cañón de madera. Y si antes había pensado que la calle era caótica, no era nada comparado con aquello.
A los caballos no les gusta ni el fuego ni el ruido ni los acontecimientos inesperados, y todos los caballos que había en la calle acababan de experimentar las tres. Se armó un jaleo tremendo, con animales desbocados, gente corriendo y una lluvia de abrasadores trozos de barriles. Uno de estos últimos destrozó el toldo de un estanco que el dueño había olvidado recoger aquella noche. La tela verde oscuro ardió en llamas, justo al lado de un par de caballos.
No habría sido tan malo de no ser porque estaban enganchados a un ómnibus de dos pisos. Se disponía a dejar a un grupo de pasajeros pero, en su lugar, estos tuvieron que agarrarse a las barandillas cuando los asustados caballos despegaron a toda velocidad. Volví a divisar a mi madre cuando ella y el ómnibus, uno al lado del otro, se dirigían a toda velocidad hacia el puente, y Mircea me agarró del brazo.
—¿Puedes transportarnos a su diligencia?
Me quedé mirándolo, preguntándome en qué momento había perdido la cabeza. Pero parecía ir totalmente en serio, quizá porque pensaba que aquella opción era tan buena como cualquier otra. No sirvió de mucho que estuviera de acuerdo con él.
—Yo no… no es tan fácil transportarse a cosas que están en movimiento —le expliqué. En particular a aquellas que iban de un lado a otro de la carretera y estaban ardiendo.
—Entonces tendremos que hacerlo a la antigua —me dijo. Y antes de que pudiera preguntarle a qué se refería, me cogió por la cintura y nos dirigimos corriendo hacia el borde del puente, y entonces…
—¡Oh, mierda! —grité cuando Mircea nos lanzó por el borde justo cuando la diligencia de mi madre pasaba por debajo con gran estruendo.
Pero debió moverse, porque el aterrizaje, que provocó que me castañearan los dientes, fue en la parte de arriba del ómnibus.
Mircea consiguió mantenerse de pie, pero yo acabé encima de una mujer grande que agarraba a su perrito, que hacía todo lo posible por arrancarme la nariz de un mordisco. Y después me caí hacia atrás en el regazo de un hombre con mirada pasmada, que parecía menos atónito por mi repentina aparición que por el diminuto vestido que llevaba.
—¿Qué? ¿Es que nunca ha visto una pantorrilla? —pregunté mientras Mircea tiraba de mí para levantarme. Aunque lo único que consiguió fue colocarnos en medio de una multitud aterrorizada que nos pisoteaba al tratar de bajar las escaleras.
Algunos lo lograron cayéndose, otros tantos estuvieron a punto de hacerlo y un montón de paquetes y paraguas y sombreros salieron volando. Incluyendo la bicicleta de alguien, que bajó de un salto por la parte de atrás del ómnibus y continuó circulando sola por la calle, extrañamente equilibrada. Al menos lo hizo hasta que el vehículo de los magos chocó contra ella, provocando que se estampara contra un escaparate y que el carruaje viniera a toda velocidad hacia nosotros.
El ómnibus se sacudió por el impacto, y la mayoría de gente que se había puesto de pie volvió a caerse de culo. Pero los magos tampoco habían salido ilesos del choque. El caballo gris claro que tiraba de ellos se liberó de los arreos, relinchó aterrorizado y salió disparado por la carretera.
Así que cogieron el siguiente medio de transporte accesible.
Que resultó ser el nuestro.
Ahora era Mircea el que soltaba los tacos al ver que los magos subían de un salto al ómnibus y apartaban a los pasajeros a golpes; incluso tiraron a algunos de ellos por los laterales al acceder a la parte de arriba por la escalera. Y entonces volvieron a salir volando cuando Mircea se agarró a los respaldos de dos asientos, se impulsó hacia arriba y empezó a dar patadas. Más de mil dólares de piel buena dejaron huellas embarradas en sus camisas conforme salían propulsados hacia atrás agitando los brazos.
Aterrizaron como a media manzana, y todo tendría que haber acabado ahí. Pero apenas habían tocado el suelo cuando se pusieron en pie. Observé cómo sacudían la cabeza, se abrían paso como flechas entre la multitud y tomaban impulso para aumentar la velocidad; y ya no vi nada más, porque Mircea me estaba arrastrando hacia la parte delantera del ómnibus.
—¿Tenían escudos? —le pregunté confusa, porque no había visto ninguno.
—No.
—Entonces, ¿cómo han…? —empecé a decir, pero me tambaleé y me caí cuando el ómnibus viró repentinamente, de un modo brusco y temerario.
Iba a toda velocidad por la calle como si no lo condujera nadie, y en cierta manera era cierto, porque en el sitio del conductor había un tío al que no pensaba que le correspondiera ese asiento. Un tercer mago había aparecido de la nada y había apartado de un golpe al verdadero conductor, justo a tiempo para que Mircea bajara de un salto del piso de arriba y le hiciera lo mismo a él. Solo hay un modo de no acabar en el suelo cuando alguien te golpea: que lo haga un vampiro maestro.
El tío salió disparado del ómnibus, voló por los aires y se estampó de cara contra el segundo piso de un edificio cercano. Algo que, más o menos, me esperaba. Y a continuación se retorció, se impulsó contra los ladrillos como si la gravedad no le afectara y saltó de vuelta al ómnibus. Lo cual no me esperaba.
Tuve un segundo para pensar que el tío se parecía mucho al mago que había visto corriendo una maratón dentro de una burbuja temporal (alto, moreno, cara roja), pero no podía ser. Y entonces vi que se abalanzaba sobre Mircea, que se había dado la vuelta para coger las riendas, y decidí preocuparme por eso más tarde. Me puse detrás de él de un salto mientras le advertía gritando, aunque dudaba que incluso los oídos de un vampiro pudieran escucharme por encima del ruido de los caballos galopantes, los chirridos de la diligencia y los gritos de la gente.
Pero no importó porque, obviamente, algunos de los pasajeros ya se habían hartado. Un caballero bien parecido con un monóculo le puso la zancadilla al mago con su bastón, un tío fornido con delantal de carnicero le dio un puñetazo en la cara y otros dos hombres ayudaron a tirarlo por uno de los lados a la calle. Aunque, pensándolo bien, seguramente no le dolió mucho.
Y entonces lo atropelló un carro que iba a toda velocidad. Y eso, seguramente, sí le dolió.
Al menos no lo vi volver a subir de un salto antes de que Mircea colocara al verdadero conductor en su sitio y me agarrara.
—Así no vamos a alcanzarla —gritó.
Yo asentí, sintiéndome un poco mareada. Los Clydesdale que tiraban del ómnibus ya iban tan rápido como podían y, de todos modos, no habían sido criados para la velocidad. No íbamos a alcanzar a mi madre en un pesado ómnibus lleno de gente, y los magos tampoco.
—¿Y cuál es la alternativa? —le grité.
—¡Esto! —me dijo, y nos arrojó por un lateral.
Ocurrió tan rápido que no me dio tiempo a gritar antes de aterrizar en un carro prácticamente vacío. La falta de peso era probablemente la razón por la que le estaba ganando al ómnibus en la carrera por salir pitando de allí. Pero la ventaja no duraría mucho, porque el conductor se dio la vuelta para gritarnos y se empotró contra el vehículo de delante.
Aunque, al parecer, Mircea no había planeado que nos quedáramos ahí mucho tiempo, porque antes de que pudiera coger aire, ya estábamos saltando a otro carro y luego entrando en un coche de caballos de cuatro ruedas, que se había acercado lo suficiente para que Mircea agarrara la puerta. Y una vez dentro, a la parte de atrás, intentando no pisarles los pies a los ocupantes; y otra vez fuera por el otro lado para meternos en…
Bueno, creo que era un vagón, lo único es se parecía más a un carruaje sin techo ni caballos con un palo grande que salía de una tabla del suelo. También había una enorme bocina de pera, un par de pedales y un conductor asustado que en ese momento estaba colgando de la mano de un vampiro maestro.
—Bueno, ¡la próxima vez podrías avisar con un poco más de tiempo! —le dije a Mircea casi sin aliento, mientras soltaba al hombre en la carretera con mucho cuidado.
Me lanzó una mirada.
—Ahora ya sabes cómo me siento cuando te transportas.
—¡Yo te digo cuándo voy a transportarme!
—Cuando te acuerdas. —Me cogió y me colocó en lo que supuse que era el asiento de pasajeros, ya que no había un palo—. Ojo: va a ser un viaje movido.
Ya, como si no lo hubiera sido hasta ahora, pero me callé, porque todavía no había apoyado el culo en el asiento cuando salimos disparados subiéndonos a la acera, rodeamos a un grupo de gente, nos dimos contra el lateral de una tienda y continuamos a toda pastilla.
—¿Estás seguro de que sabes manejar esta cosa? —le pregunté mientras intentaba reorganizar mis extremidades.
—Es un Lutzmann. Tenía uno.
—Vale, pero ¿lo conducías tú?
Mircea simplemente levantó una ceja y aceleró, mientras yo buscaba frenéticamente el cinturón. El cual no encontré porque, al parecer, todavía no los habían inventado. Quizá porque el límite de velocidad del coche parecía rondar los cincuenta kilómetros por hora, que parece poco cuando no te encuentras en un vehículo sin puertas laterales, con un centro de gravedad alto y un palo para conducir. No creo que las cuatro ruedas tocaran el suelo al mismo tiempo mientras bajábamos dando bandazos la pendiente de una calle llena de obstáculos, la mitad de ellos vivientes y todos reacios.
Pero a pesar de ser patética, nuestra velocidad era constante. Sin embargo, parecía que los caballos que tiraban del carro de mi madre se estaban cansando. Porque al cabo de un momento los vi, justo delante.
Mircea también debió verlos, porque aceleró, poniéndonos quizá a unos desmesurados cincuenta y cinco. Pero fue una suerte que lo hiciera. Porque un segundo después, un rayo rojo arrojado por detrás de nosotros iluminó la noche, y acabó explotando contra un edificio, ennegreciendo los ladrillos y haciendo pedazos una ventana.
Miré hacia atrás y vi lo que ya me había esperado: tres malditos magos en una diligencia que habían robado en alguna parte. La carrocería era ligera y tiraban de ella dos caballos y, joder, nos estaban alcanzando. Y al parecer nos guardaban algo de rencor, porque muchos de los rayos que burbujeaban por el aire iban dirigidos a nosotros.
Uno destrozó una fila de farolas, reventándolas una a una conforme el rayo saltaba de luz en luz, incendiando la noche justo a nuestro lado. Otro le dio al letrero colgante de un bar con un nombre muy apropiado: el Fogoso Fénix. El Fénix saltó por los aires y a continuación nosotros, porque un hechizo se estrelló contra la parte trasera del coche, provocando que se levantara y saliera despedido directo a…
Grité y agarré a Mircea, y nos transporté justo cuando él me cogía a mí y saltaba. El resultado fue unos segundos de confusión entre el traslado y volar por los aires; el salto de Mircea acabó teniendo lugar al otro lado del traslado. Aterrizamos con medio cuerpo en la calle y el otro medio en el desagüe y rodamos hasta subirnos a la acera repleta de infelices peatones.
Apenas me di cuenta, estaba demasiado ocupada observando cómo el coche se estampaba contra la fachada de la iglesia. Y se quedaba inmovilizado entre dos pilares. Y explotaba.
Y entonces los cabrones de los magos pasaron volando por nuestro lado, salpicándonos con el agua asquerosa de una cuneta de la calle. Por la que ya nos habíamos revolcado. Y lo siguiente que recuerdo es que estábamos agarrados a la parte trasera de su vehículo mientras iba toda pastilla por la carretera, pasaba los restos del pequeño coche y entraba en la calle de la derecha.
Debió hacerlo Mircea, moviéndonos con esa velocidad vampírica que a veces parecía casi tan rápida como transportarse. Porque estaba segurísima de que yo no había sido. No estaba en condiciones de hacer mucha cosa, francamente, excepto agarrarme al maletero forrado de piel que había en la parte trasera de la diligencia e intentar no vomitar. Y entonces, empezó a llover.
Cómo no.
Mircea me estaba haciendo gestos, probablemente tenía miedo de que los magos nos oyeran hablar. Y habría funcionado, de no ser porque no podía centrar la mirada. Pero supuse que lo que quería decirme era: «Voy a dejarte sola un minuto para ir a hacer una locura estúpida». Porque al segundo siguiente, rodeó de un salto el lateral de la diligencia, le dio una patada a la puerta y desapareció en el pequeño interior cubierto.
Y entonces las cosas empezaron a ponerse interesantes. Al menos si las palabrotas, las patadas, una diligencia que se tambalea violentamente y un hechizo que vuela por los aires el techo se considera interesante. A mí no me servía de mucho, pero no tenía tiempo de preocuparme por eso, porque un puño atravesó la parte trasera de la diligencia y casi me da en la cara.
Como era una mano izquierda y no llevaba el reloj Omega de Mircea, no tuve ningún escrúpulo a la hora de quitarme el único zapato que había conseguido no perder e intentar clavarle el tacón de aguja en la muñeca. No se clavaba tan bien como su homónima, pero al menos debió servir como distracción. Porque se escuchó una palabrota, luego un gruñido y, a continuación, alguien salió volando por el lateral y se estampó contra otro carruaje que pasaba con gran estruendo por nuestro lado.
Lo cual habría sido genial si el carruaje en cuestión no hubiera sido el de mi madre.
El mago agarró el abrigo con una mano y me lanzó un hechizo con la otra, pero no me alcanzó gracias a… justamente el secuestrador. Podía verlo porque el fuego se había encargado de que la diligencia ya no tuviera zona cubierta. La lluvia lo había apagado, o quizá se había apagado después de consumir toda la tela que cubría el coche. En cualquier caso, lo único que quedaba era la estructura metálica, que no impidió que el secuestrador estampara su maleta, que parecía pesada, en la cabeza del mago.
Aquello hizo que el hechizo se desviara y no me diera, pero me incendió el dobladillo del vestido. Afortunadamente, el charco de barro en el que acababa de revolcarme había empapado bastante la tela y eso, junto con la lluvia que caía a cántaros, se encargó del fuego antes de que él se encargara de mí. Me quedé con un vestido destrozado, una quemadura en el muslo y un caso grave de hartitis.
Si mi madre podía transportar a siete personas a través de un siglo, yo podía transportar a cinco unos cuantos metros, a la siguiente calle, por ejemplo. Así conseguiría que nos los llevara pegados al culo y, una vez Mircea y yo nos transportáramos de vuelta, solo tendríamos que encargarnos del mago. Lo único que necesitaba era reunir a todos los malditos magos de la guerra en un lugar para…
Pero no hice nada, porque mi madre lo hizo por mí.
Estampó su diligencia contra la nuestra, y faltó poco para que me tirara. Aunque le afectó más al mago, que había estado intentando agarrarla mientras el secuestrador trataba de agarrarlo a él. El repentino movimiento lo lanzó hacia atrás, y cayó por el techo ausente de nuestra diligencia, destrozando la madera que formaba la parte trasera en el proceso. Aquello me permitió observar a Mircea, que tenía a un mago bajo el brazo y a otro agarrado por el cuello, y estaba intentando ponerle un pie en la barriga al recién llegado.
Me miró, lo miré, y luego giré la cabeza hacia un hueco entre los edificios que mostraba una calle amplia paralela a la nuestra.
—Ojo —le dije. Y me transporté.
E inmediatamente me arrepentí.
Noté como si se me estuviera descosiendo todo el cuerpo, un dolor agudo y desgarrador que recorría cada nervio. Dolía tanto como para arrancarme un grito de la garganta; si hubiera tenido una. Pero no la tenía, porque estaba fluyendo en moléculas por el espacio, como el resto de mí, como mi cerebro, que aun así me estaba informando de que era mucha distancia, demasiada. De que quizá debería haber recordado que los dos caballos también contaban como personas. Al igual que debería haber pensado en lo cansada que ya estaba y que aquel podría ser mi último traslado porque mi aterrorizada cabeza estaba a punto de explotar.
Al menos eso sería lo que ocurriría en caso de que tuviera la energía para rematerializarla el tiempo suficiente, pero no la tendría si aquello duraba mucho más. Lo que iba a ocurrir en su lugar era que tanto yo como los caballos, la diligencia y toda la gente que había en el interior nos desharíamos en partículas voladoras que la lluvia arrastraría, como si nunca hubiéramos existido. Lo sabía con la absoluta certeza de alguien que ya podía sentir que estaba ocurriendo, que los trozos y las partes empezaban a separarse de su molde, a desprenderse, a deformarse…
Y entonces pensé: No.
Y luego pensé: Alto.
Y paramos.
Muy, muy bruscamente.
No sabía que fuera posible, principalmente porque nunca había tenido razón para intentarlo. Pero de algún modo, había detenido el traslado. Justo en la maldita mitad.
Las opciones habían sido eso o morir, así que había sido el menor de dos males. Hasta que nos rematerializamos, porque no fue una calle más allá, sino todavía en la misma. O algo así.
La calle era una elegante curva de edificios con fachadas de piedra blanca que el alumbrado de gas convertía en dorado en contraste con el cielo oscuro. Una columnata cubierta recorría ambas aceras, pero no la había visto porque había estado un tanto ocupada. Me di cuenta en ese momento, ya que aterrizamos cerca y en persona; vamos, justo encima.
Aquello nos situaba a varios metros sobre la calle, volando por un estrecho alero con la amplitud justa para dar cabida a la diligencia, los caballos y las cabezas que sobresalían por el lateral para mirar hacia abajo. Y entonces se giraron para mirarme a mí. Y a continuación, uno de los magos consiguió levantar un brazo y no tuve la más mínima duda de lo que planeaba hacer con él.
Pero no podía detenerlo. Veía borroso y apenas lo distinguía haciendo gestos delante de mí junto con alguien más. Por eso tardé un instante en darme cuenta de que, de pronto, había desaparecido. De que Mircea acababa de lanzarse con él y los demás, enredados en una lucha de patadas, por el lateral de la columnata.
Y habría estado bien si todavía hubiera sido capaz de transportarme. Pero no podía, y el final de la columnata se acercaba y yo estaba intentando lanzarme también, porque caer desde la parte trasera de una diligencia galopante no sería nada agradable, pero era mucho mejor que la otra alternativa. Pero mi maldito pie se había encajado detrás de la maldita caja y no salía, y no tenía tiempo de solucionar el problema con una pared de ladrillo mirándome fijamente a la cara y…
Y entonces me encontré mirando unos preciosos ojos de color azul intenso.
Parpadeé, pasmada, confusa y más que mareada, mientras uno de los magos subía corriendo por el lateral del carruaje. Era el que mi madre iba conduciendo, por mitad de la carretera como una persona cuerda, y en cuya parte de arriba, de algún modo, me encontraba en ese momento. El mago intentó agarrarla y ella rompió el contacto visual conmigo lo suficiente como para lanzarle una mirada; y entonces se fue, de repente desapareció como Niall en la suite. Sabía que eso era lo que había ocurrido porque, un segundo después, volvió a aparecer en mitad de la calle delante de nosotros.
Y entonces lo atropelló.
—¡Maldita sea, Liz! —dijo el secuestrador mirándola fijamente.
—¿Quién eres? —preguntó ella, volviéndome a mirar con aquellos increíbles ojos.
Y por alguna razón, no pude responder. Me quedé mirando fijamente ese hermoso rostro, muy cerca, más cerca de lo que nunca pensé que llegaría a hacerlo, y no pude decir nada en absoluto. Tenía la garganta cerrada y los ojos llenos de lágrimas y la cara desencajada y, probablemente, parecía un llorica idiota. Y aunque lo intentaba, al parecer no podía decir nada…
Y entonces el secuestrador contestó por mí.
—Agnes la envió —dijo con voz áspera—. ¡Es una trampa!
—No lo creo —dijo ella sin dejar de mirarme. No sé qué expresión debía tener yo, pero ella parecía pasmada, incrédula, estupefacta. Alargó una mano para tocarme la mejilla, y tembló ligeramente—. No lo creo —susurró.
—Te lo estoy diciendo. ¡Trabajan juntas! —dijo entre dientes—. Es la que ha ayudado a esa bruja a arrastrarme de vuelta…
—Agnes es una buena mujer.
—¡Es una bruja! —gritó—. Y esta es igual de mala. Tienes que…
No llegué a saber lo que quería que hiciera. Porque cuatro magos subieron de un salto a la diligencia al mismo tiempo, lo cual era imposible, porque se suponía que al menos dos de ellos habían muerto. Pero todos parecían bastante vivos, incluyendo al que agarró al secuestrador por el cuello y lo lanzó al suelo. No vi lo que hicieron los demás, porque al momento estábamos transportándonos, volando a través del tiempo con una comodidad que nunca antes había experimentado.
Transportarse solía ser algo metálico y eléctrico y vagamente aterrador, como el apasionante viaje en una montaña rusa que sospechas que está fuera de control. Pero aquel traslado no lo era. Era cálido y suave y natural, como respirar, una leve caricia que nos recogía y nos transportaba delicadamente hacia… algún momento. No sabía a cuál, ni me importaba. Sólo quería quedarme ahí, justo ahí…
—Pero ésta no es tu lucha —me dijo ella simplemente, mientras la corriente nos conducía hacia una orilla desconocida.
Negué con la cabeza, intentando decirle que se equivocaba, que era mi lucha; que era mi lucha por encima de todas las cosas. Pero seguía sin poder hablar, ni siquiera cuando sentí su mano disolviéndose bajo la mía, cuando la corriente nos alejó en dos direcciones diferentes, cuando grité e intenté agarrarme a algo que simplemente ya no estaba ahí…
Y lo siguiente que supe fue que estaba en una calle, rodeada de brillantes luces de neón y copos de nieve y una reluciente y delicada malla de estrellas en lo alto, observando una diligencia victoriana que giraba por carriles modernos, pero solo por un instante. Antes de que se volviera a esfumar.
Y así fue como se marchó.