10

Aparecimos en la misma calle, pero de pronto no había ni farolas ni coches ni una multitud de invitados alucinados pululando. Ni un mago loco y su prisionera. Sólo nieve sucia derritiéndose en los adoquines, la luna en lo alto rodeada de un montón de nubes oscuras y unos cuantos charcos borrosos de unas lámparas de gas muy alejadas.

Algunas hojas secas crujían por las alcantarillas, pero no se oía nada más.

—¿La ha metido en una casa? —le pregunté a Mircea, que tenía los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás.

—No creo —murmuró. Y entonces giró sobre sus talones y abrió los ojos, mirando directamente un grupo de casas adosadas de tres plantas que se alineaban en la acera izquierda de la calle.

Estaban pintadas de un tono claro que brillaba de un modo pálido y fantasmal bajo la luz de la luna. La mayoría de las ventanas estaban oscuras, tapadas con espesas cortinas, así que no servían de mucho. Sin embargo, las sombras que se movían por la fachada resultaron más útiles.

No había nada que lanzarles, al menos nada que yo pudiera ver. Y tampoco se escuchaban órdenes en voz baja ni pisadas corriendo ni débiles crujidos de ropa que delataran la presencia de alguien. Pero Mircea no necesitaba nada de eso. Él podía escuchar el latido de sus corazones, oler el sudor de su piel, sentir las ligeras corrientes de aire a su paso. Los hechizos, incluso los buenos, difícilmente engañaban los sentidos de un vampiro.

—Por ahí —me dijo en voz baja, aunque no hacía falta. Las sombras habían desaparecido por la oscura entrada a una callejuela, y nos transporté hasta allí detrás de ellos.

La luz plateada de la luna se cernía al fondo del callejón, e iluminó al secuestrador y a mi madre desapareciendo al doblar una esquina. Y las siluetas de tres magos de la guerra, que quizá un segundo antes estuvieran pisándoles los talones, pero en ese momento estaban tropezándose como por arte de magia, soltando sus hechizos mientras giraban y se tambaleaban y corrían… hacia nosotros.

Por un segundo, pensé que nos habían confundido con enemigos y habían decidido eliminarnos antes de ir tras mi madre. Pero no nos estaban mirando a nosotros. A juzgar por el blanco de sus ojos y el modo en que seguían tropezándose unos con otros, no estaba mirando nada.

Nunca había visto unos magos de la guerra que parecieran tan poco profesionales, tan aterrorizados. Miré por detrás de ellos, pero no había nada que lo explicara, ni siquiera una rata olisqueando la basura acumulada en el suelo del callejón. Aunque estaba claro que algo los asustaba.

Y entonces pasaron volando por nuestro lado, y uno de ellos, por la rapidez con la que iba, me echó a un lado de un empujón. Me estrellé contra la pared de ladrillo lo bastante fuerte como para quedarme sin respiración, y Mircea se chocó contra el mago. El golpe, al parecer fortuito, lo sacó volando del callejón. Pero sorprendentemente, ni siquiera intentó tomar represalias. Simplemente se levantó tambaleándose, se alejó cojeando tan rápido como podía y desapareció al doblar la esquina del edificio.

Lo seguí con la mirada durante un segundo, confusa; luego giré la cabeza y miré hacia el otro lado, desesperada por no perder la débil conexión que tenía con mi madre. Pero lo único que conseguí fue que Mircea tirara de mí hacia atrás bruscamente. No pregunté el porqué, ya que todavía no había recuperado el aliento y no podía hablar. Y porque lo conocía lo suficiente como para saber que tenía una buena razón.

Y porque lo que parecía un pedazo de noche se había desprendido del resto y venía fluyendo hacia nosotros.

Se levantó por los lados del callejón como si fuera agua, convirtiendo el rojo oscuro del ladrillo en un gris picado y desconchado y dejando una raya pálida en la pared como una línea de inundación. Desintegró unos restos de basura que habían estado flotando en la brisa, transformándolos en trozos marrones y estrujados que a continuación desechó. Traspasó un barril de lluvia, formando una sucia escorrentía espumosa por el suelo del callejón.

Y todo lo hizo en cuestión de segundos.

Miré fijamente el sendero de destrucción, consciente de lo que estaba viendo pero sin creerlo realmente. Porque aquello no era una burbuja temporal; era una oleada temporal. Una que se acababa de tragar al cuarto mago.

No lo había visto hasta que su hechizo se disolvió como si fuera pintura, exponiéndolo a trozos mientras luchaba entre la basura acumulada en el suelo del callejón. Intentaba correr, pero no le estaba yendo nada bien. No dejaba de tropezarse con sus propios pies; se levantaba, daba un par de pasos torpes y luego se volvía a caer. Hasta que paró repentinamente, echó la cabeza hacia atrás y gritó.

De pronto, agradecí que hubiera tan poca luz, que aquello estuviera ocurriendo bajo las sombras del edificio y que no pudiera distinguir los detalles. Porque lo que estaba viendo ya era suficiente.

Una mata de pelo le brotó de la cabeza, yendo de mechas canosas a un gris cano que se convirtió en un blanco puro al caerle sobre los hombros, mezclándose con el lodo y la mugre que embarraba los adoquines. Al mismo tiempo, el cuerpo bajo el largo abrigo de cuero comenzó a hacer movimientos extraños, sacudiéndose y retorciéndose, aunque las manos se quedaron en el suelo como si estuvieran pegadas. Y luego la oleada corroyó el abrigo, desintegrándolo como si lo hubieran remojado ácido, y lo que había debajo…

—No lo mires —dijo Mircea con voz áspera mientras tiraba de mí hacia atrás.

Pero no pude evitarlo. La piel se oscureció y luego se despellejó a trozos, el músculo se redujo y se volvió de color marrón, las uñas crecieron rápidamente como garras y una cascada de lo que reconocí de forma confusa como intestinos viscosos se estrelló contra los adoquines con un sonoro paf. Y luego la cara se levantó, con la boca todavía abierta pero sin emitir ya ningún sonido.

Pues claro que no, pensé inexpresiva.

Resulta un tanto difícil gritar sin cuerdas vocales.

Y entonces mi parálisis fue interrumpida, porque estábamos saliendo del callejón como un rayo, perseguidos por la oleada gigantesca que se dirigía indignada hacia nosotros. Mircea nos lanzó a la calle y nos estrelló contra un edificio en un único y rápido movimiento. Y así me quedé, con las uñas clavadas en la fría piedra, mientras la reluciente oleada pasaba justo por nuestro lado.

Seguía sin poder verla bien, nada más que una distorsión borrosa en contraste con la oscuridad de la noche. Pero con eso me bastaba. Podía ver lo que hacía bastante bien.

La acera de delante del callejón se agrietó y se partió, y el tramo de firme de al lado se onduló repentinamente como un mar enfurecido. Las piedras empezaron a subir y a bajar, como las teclas de un piano, danzando por toda la extensión mientras el mortero entre los trozos se desmenuzaba y el paso del tiempo las desterraba. Era como observar cientos de años de desgaste ocurriendo en segundos.

Pero no paró ahí. El poste de una farola al otro lado de la calle empezó a enroscarse, el metal se retorcía y crujía mientras el óxido aparecía por los laterales. La parte de arriba se rajó y, acto seguido, se hizo añicos, antes de que los restos de la estructura cayeran a la carretera, explotando contra las piedras destruidas.

Tampoco ahí se detuvo. La valla que rodeaba una zona ajardinada se desintegró despidiendo un nube de óxido color bronce que brilló bajo la luz de la luna como polvos mágicos. Las flores de un pequeño arriate florecieron y se marchitaron y volvieron a florecer, abriéndose paso entre la nieve cuando, de pronto, el arbolillo que rodeaban creció rápidamente. Salieron ramas, creció la corteza y brotaron abundantes hojas. Las bellotas caían tamborileando como lluvia, mientras las hojas cambiaban y caían y volvían a brotar, formando una montaña alrededor del tronco cuyo grosor aumentaba rápidamente.

Parpadeé y cuando volví a mirar, vi un árbol totalmente crecido, con ramas enormes que se mecían ligeramente y se extendían de manera exuberante en contraste con la noche, justo donde un momento antes solo había habido cielo. Lo miré fijamente, respirando rápido, porque aquello era imposible. Era monstruosamente imposible.

Había deseado tener fe en lo del traslado, creer que quizá el mago, de algún modo, había aprendido un hechizo que los otros no, o que tenía un talento especial que le permitía controlar el poder que necesitaba o que simplemente había tenido mucha suerte. Pero ¿eso? Eso era el tipo de cosa que únicamente podía hacer una pitia, y una muy pero que muy bien entrenada.

O una heredera de la pitia igualmente bien entrenada.

Giré la cabeza sin pensar y me encontré mirando fijamente la oscura entrada al callejón. Ahora parecía un poco diferente, con los ladrillos a ambos lados de la entrada rajados, descoloridos y, en algunos casos, totalmente ausentes, reducidos a polvo. Pero no había ni rastro del mago, nada que demostrara que un hombre había estado ahí en algún momento, y mucho menos que había sufrido y muerto en aquellas piedras. Era casi como si nada hubiera pasado.

Pero sí que había pasado algo.

Y lo había hecho mi madre.

—Creo que ya ha parado —dijo Mircea en voz baja mientras examinaba una fuente cercana. Por lo que veía, la oleada no había hecho más que añadir un poco a los verdetes que grababan la ornamentadísima artesanía de metal. Eso tendría que haberme hecho sentir mejor porque, de haber continuado, no habría tenido ni idea de cómo pararlo.

Pero no me sentía mejor.

—¿Por qué lo estará ayudando? —pregunté con dureza.

Mircea levantó la mirada. No podía verlo muy bien con la única farola cercana convertida en un montón de fragmentos oxidados en la calle. Pero no parecía sorprendido cuando respondió; probablemente había estado pensando lo mismo.

—Debe haberla forzado.

—Pero ¿por qué tomarse tanta molestia? Si podía obligarla a hacer cualquier cosa, ¡pudo ordenarle que se matara ella misma! Él no necesita…

—Si quisiera matarla, ¿por qué no hacerlo en la fiesta? ¿Por qué correr el riesgo de intentar controlar un poder así? —Parecía un poco atemorizado, como si nunca hubiera visto lo que una pitia es capaz de hacer exactamente. Y quizá no lo hubiera visto.

Lo que era segurísimo es que para mí era nuevo.

—Entonces, ¿por qué llevársela? —pregunté.

—Como has dicho, el objetivo de la Comunidad es alterar el tiempo. Pero su poder es insuficiente para permitirles viajar donde desean. E incluso cuando, por cualquier medio, consiguen reunir el suficiente para transportarse, sigue estando el problema de controlarlo. Quizá decidieron…

—Que sería más fácil coger una pitia de compañía —dije en un tono áspero—. ¡Para que les hiciera de taxista!

—Eso tendría sentido.

Me callé, pero me vino la repentina y cruel imagen del mago, arrodillado en el suelo del callejón, con el pelo saliéndole disparado de la cabeza mientras su cuerpo se desintegraba lentamente junto con la ropa. Era sorprendentemente satisfactoria.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Mircea cuando una silueta solitaria pasó como una flecha por el final de la calle. Uno de los magos que quedaban, sin duda. Iba a tener que devolverlos a su propio tiempo antes de que jodieran algo más de aquel, fuera cual fuera. Pero eso tendría que ser después. En aquel preciso momento, mi madre era la máxima prioridad, o no habría un después.

—Quiero encontrarla —dije con determinación.

—Entonces, vamos a buscarla.

Dos calles más arriba, llegamos a otro callejón que se parecía mucho al primero, excepto que la luz que se derramaba al fondo de este era de un dorado tenue y brumoso. No había amanecido de repente, así que supuse que la luz era artificial. Armonizaba con el sonido de los cascos de los caballos contra los adoquines, el traqueteo de las ruedas y los gritos de gente pregonando algo cerca de allí.

No veía a mi madre, pero me imaginaba que podría estar cerca.

—¿Qué es eso? —preguntó Mircea mientras miraba fijamente a un mago que corría a grandes zancadas en la oscuridad a nuestro lado.

Movía rítmicamente los brazos y las piernas y el largo abrigo ondeaba tras él como si soplara una fuerte brisa. Pero no estaba yendo a ningún sitio. Y tampoco nos estaba prestando atención, lo cual no era sorprendente.

En lo que a él se refería, nosotros todavía no estábamos allí.

Mircea frunció el ceño y estiró una mano, como para empujarlo. Pero lo agarré de la muñeca para impedírselo.

—No hagas eso.

Me miró sin comprender.

—Bucle temporal —le dije bruscamente mientras me acercaba a la entrada del callejón. Fui prudente y me quedé escondida en las sombras que proyectaban unas cajas apiladas. No creía que madre pudiera conseguir otra oleada como aquella tan pronto; si pudiera, el hombre que teníamos al lado seguramente no estaría vivo. Pero no estaba segura. Y la pequeña demostración que habíamos presenciado no era algo que se pudiera olvidar.

Seguía diciéndome a mí misma que no había sido ella, que ella no había escogido matarlo así, que ella no lo sabía. Pero todavía me estremecía al pensarlo. Dios, qué modo tan horrible de…

—¿Bucle temporal? —preguntó Mircea poniéndome una mano en el hombro.

Pegué un salto y casi grito.

Me miró levantando una ceja, impasible como siempre. Como si con frecuencia viera gente desintegrarse en charcos de carne. Me chupé los labios y me obligué a calmarme.

—Está estancado en una repetición —le expliqué mirando al mago que corría su maratón personal.

—¿Y eso qué significa?

—Que seguirá reviviendo los mismos segundos una y otra vez hasta que la burbuja se desvanezca o él escape.

—¿Está encerrado en una burbuja temporal?

—Sí.

—¿Y por qué no puedo sentirla? —preguntó arrugando la nariz, como si esperara poder olerla o algo así.

Lo veía muy poco probable, porque lo único que se olía era la orina. Lo más seguro es que aquel callejón se utilizara como la letrina del barrio.

—¿Sentiste la otra? —le pregunté.

—No… exactamente. Pero vi algo, como una corriente en el aire…

—Probablemente causada por los diferentes patrones atmosféricos por los que estaba moviéndose esa porción de aire —le dije encontrando la respuesta conforme iba hablando—. Lluvia, aguanieve, nieve… En avance rápido hacen que tenga un aspecto un poco extraño.

—Entonces, estás diciendo que en realidad no vi nada.

—No puedes ver el tiempo, solo lo que hace.

Apretó los puños.

—Entonces, ¿tu madre podría lanzar una burbuja sobre nosotros y no la veríamos llegar?

—Algo así —le dije con tono grave.

Mircea me colocó detrás de él con un brusco empujón.

—Esto no va a servir de nada —le dije asomándome entre las cajas para escudriñar una calle concurrida—. Si te alcanza con algo, probablemente no sabré cómo responder. Y sin ti, el mago puede eliminarme fácilmente. —Había conseguido estrellar a un vampiro maestro contra una pared, así que era casi un hecho.

—Entonces, ¿cómo luchamos contra algo que no podemos ver? —preguntó Mircea.

Lo miré.

—En primer lugar, evitando que nos alcance.

—¿Y cómo lo hacemos?

—Estoy abierta a sugerencias —le contesté honestamente.

En realidad no tenía ni idea de qué hacer. Había supuesto que mi madre estaría resistiéndose a su captor, y que cuando nosotros diéramos con él, la pelea sería de tres contra uno. Me había gustado esa posibilidad, lo había apostado todo a esa posibilidad. Las demás no me emocionaban tanto.

Porque yo no podía manipular el tiempo de ese modo. Ni siquiera había sabido que alguien podía hacerlo. Y aunque solo tuviera que tocarla con un dedo para transportarla lejos de allí, tenía que continuar viva el tiempo suficiente como para conseguirlo.

También tenía que encontrarla. Pero la luz era pésima y la calle estaba repleta de gente que regresaba a casa a toda prisa soportando el frío. La mayoría iban vestidos de colores oscuros, marrón o negro o gris, no de azul eléctrico. Pero aparte de la iluminación de los escaparates y las farolas de gas, casi todo parecía igual. Si se quedaba escondida en la oscuridad, se fundiría perfectamente con el entorno.

Pero aunque no podía verla, sentía que se alejaba cada vez más, rápidamente; el cordón dorado que nos unía se estiraba como una cinta elástica.

—Se está moviendo —dije, y me escabullí hacia la calle.

Mircea no intentó detenerme, pero no parecía nada emocionado. Yo no dije nada, porque tampoco me alegraba mucho la idea. Por si fuera poco, estaba muerta de frío y mi abrigo, desgraciadamente, estaba a un siglo o así de distancia.

Debió darse cuenta de que estaba temblando, porque se quitó la chaqueta del esmoquin y me la puso por encima. Era fina, pero la lana era de la mejor calidad y seguía caliente de su cuerpo. Me envolví con ella mientras esquivábamos a un predicador callejero, a un vendedor ambulante de nueces asadas y a una aparentemente interminable fila de carros.

A pesar del tiempo, parecía como si media ciudad estuviera en la calle aquella noche.

Y entonces lo comprendí al llegar a un cruce. En aquel punto convergían cuatro calles, todas concurridas. Estaba segura de que estábamos en la zona correcta, pero no había modo de saber qué calle habían cogido. Y si escogía mal, para cuando diéramos marcha atrás…

—¿Puedes transportarte hasta ella? —preguntó Mircea mientras continuábamos de pie en la esquina de la calle intentando mirar los cuatro caminos al mismo tiempo.

—No. —Los traslados espaciales tenían más restricciones que la variedad temporal, y si no podía verla, no podía transportarme—. ¿Tú puedes rastrearla?

—Puedo intentarlo.

Volvió a hacer eso de cerrar los ojos, echar la cabeza hacia atrás y abrir ligeramente la boca mientras yo me arropaba con el abrigo e intentaba ser optimista. Pero no resultaba fácil. Incluso con el frío, aquel lugar apestaba. Las calles estaban repletas de estiércol de caballo, la basura se pudría en los desagües y, al parecer, las bondades del desodorante eran desconocidos para la mayoría. Si a eso le añadíamos el olor a cerveza derramada que irradiaba un bar cercano, el resultado no era nada agradable. Mi única esperanza era que ella se volviera a transportar en el tiempo, y así podría alcanzarla.

Al menos, esperaba ser capaz de hacerlo.

El hecho era que estaba bastante cansada. Lo de la fiesta no había sido nada divertido, y luego había ocurrido lo de transportarse como un siglo o así cargando con alguien en el viaje. No sabía con cuántos traslados más contaba, en especial de la variedad temporal. Y si me quedaba sin energía y ella se volvía a transportar…

Decidí no pensar en eso. Además, ella también tenía que estar cansada. No sabía si había tenido algo que ver con lo que había pasado en la fiesta, aunque parecía probable. Pero aunque no fuera así, acababa de transportarse un siglo o más con otras cinco personas.

No sabía cómo lo había hecho. Mejor dicho, lo entendía en teoría: lo magos se encontraban demasiado cerca de ella cuando se transportó y acabaron atrapados en la estela del hechizo. Eso era lo que ocurría cuando yo me llevaba a alguien conmigo, solo que yo, normalmente, tenía que tocarlos para conseguirlo. Aunque una vez me había llevado accidentalmente a Pritkin en un traslado sin tocarlo, así que sabía que era posible. Pero ¿seis?

Si llevar a una sola persona tan lejos me había dejado echando el hígado por la boca, no podía ni imaginar hacerlo con cinco. No es que el poder no pudiera conseguirlo. El poder de la pitia era bastante más inagotable, hasta donde yo podía decir. Pero la persona que lo encauzaba no lo era. Y luego estaba lo de la oleada temporal y el bucle temporal y la carrera a toda pastilla por todo Londres y…

Y no entendía cómo no se había desmayado ya en la maldita acera, tenía que estar cansada. Tenía que estarlo.

Porque si no lo estaba, estábamos jodidos.

—Por aquí.

No me había dado cuenta de que había cerrado los ojos, medio dormitando a pesar del frío, hasta que me despertó un tirón del brazo. Seguí a Mircea por la calle, sin decir nada porque no quería distraerlo. Pero, al parecer, podía rastrear y hablar al mismo tiempo, porque me miró antes de haber recorrido cinco metros.

—¿Tenemos un plan?

—Necesito tocarla.

—Eso no es un plan, dulceaţă, es un objetivo.

Fruncí el ceño.

—Vale, te toca a ti.

—Si me acerco lo suficiente, puedo dejar seco al mago y acabar con esto.

Se refería a la capacidad de los vampiros maestros de extraer partículas sanguíneas por el aire, sin necesidad de hacerlo al estilo Bela Lugosi. Había visto a Mircea consumir a un tío hasta dejarlo seco en pocos segundos una vez, pero aunque fue realmente impresionante, en este caso no funcionaría.

—Tendrá una protección…

—Puedo dejar seco a un hombre incluso a través de una protección. Pero lleva más tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—Para un mago medio… —Se encogió de hombros—. Treinta segundos para incapacitar; quizá un minuto para matar. Pero con protecciones más potentes, con la fuerza de un mago de la guerra, por ejemplo, multiplícalo por cinco.

No creía que el mago tuviera ese tipo de protección, pero ¿qué sabía yo? Tampoco había creído que fuera capaz de secuestrar a mi madre.

—Así que, en el peor de los casos, dos minutos y medio para dejarlo inconsciente.

—Desde el otro lado de una habitación, sí. Pero si estoy justo encima de él… quizá se reduzca unos dos tercios.

No me detuve, pero me quedé mirándolo con incredulidad.

—¿Puedes dejar seco a un mago de la guerra hasta dejarlo inconsciente en cincuenta y cinco segundos… a través de sus protecciones?

—Depende del mago, no conozco las capacidades de este en particular. Pero normalmente…

—¿Normalmente?

Hizo una mueca con los labios.

—Digamos que es lo que yo esperaría.

Decidí no preguntar en qué se estaba basando.

—Aun así, dos minutos y medio no está mal —dije esperanzada—. Quizá podamos no perderlos de vista durante ese tiempo.

—Sí, pero si lo intento desde lejos, casi seguro que se dará cuenta antes de que pueda incapacitarlo. Y entonces se transportarán o atacarán.

—Y no podemos permitirnos ninguna de las dos cosas.

—No. —Parecía frustrado—. Normalmente, recurriría a la familia para que nos ayudara, pero nunca me ha interesado Londres y no tengo residencia aquí. Y aunque podría pedirle ayuda a otro senador…

—No tenemos tiempo.

—No.

—Entonces estamos solos. —Y por alguna razón, sentí que me relajaba.

Debió notarse también en mi voz, porque Mircea me miró con los ojos entrecerrados.

—¿Hay alguna razón por la que, de pronto, pareces tranquila?

—No es tranquilidad, exactamente. Es solo que… bueno, es el momento de actuar por instinto, ¿verdad?

—¿Y eso es bueno?

—No, pero resulta un tanto… familiar.

Cerró los ojos.

—¿Sabes, dulceaţă? Hay veces en las que realmente creo que eres la persona más aterradora que conozco.

Parpadeé sorprendida.

—¿Gracias?

—De nada.

Y ya no dijimos nada más. Porque los vimos.