Empecé pisando fuerte; o tropezándome o cayéndome. Resulta complicado decirlo con exactitud cuando parece que la tierra se desmenuza bajo tus pies. Y entonces me di cuenta de que la tierra se estaba desmenuzando literalmente bajo mis pies.
—¡Mierdaaa!
Caí en picado por un precipicio como por arte de magia, agitando los brazos, pataleando inútilmente y gritando tacos sin parar. Durante un largo instante, mi única compañía fue el cristalino cielo azul y, más abajo, kilómetros y kilómetros de radiante tierra nevada a una distancia infinita. Estaba claro que tenía que hacer algo, pero el viento me rugía en los oídos, los ojos me lloraban por el frío y el suelo se acercaba a mí a una velocidad que prometía papilla de vidente en un futuro muy cercano.
Y entonces tiraron de mí, tan rápido que me quedé sin aire y medio mareada. O quizá fuera por el contacto de los fuertes brazos que me rodeaban o del cuerpo todavía más fuerte que tenía detrás. O por el tremendo alivio al pensar que no estaba muerta, todavía no…
Porque la posibilidad siempre estaba ahí.
Me llamo Cassie Palmer y he burlado a la muerte más veces de lo que cualquiera tiene derecho a esperar. En los últimos dos meses, me han pegado, reventado, disparado y apuñalado como una docena de veces; eso sin contar las ocasiones en las que casi me matan con métodos mágicos. Habría muerto hace mucho tiempo de no ser por mis amigos, uno de los cuales acababa de saltar por un precipicio detrás de mí.
Le habría estado mucho más agradecida si no me hubiera empujado en un primer momento.
Me moqueaba la nariz, no veía una mierda y no podía ni pensar de puro terror. Así que, por un instante, simplemente me quedé allí colgando, tragando aire gélido y esperando que mi corazón dejara de intentar salirse de mi pecho. Miré por el rabillo del ojo y vi un trocito de lo que nos sostenía; no fue muy alentador.
Era casi transparente, excepto por un tenue matiz azulado que, en gran parte, era invisible en contraste con el cielo radiante. La parte de arriba tenía forma de cúpula y de ella colgaban unos cuantos tentáculos vaporosos que nos rodeaban, dándole un ligero aspecto de medusa; en caso de que las medusas fueran del tamaño de un autobús y habitaran las montañas de Colorado. La verdad es que se trataba de algo casi igual de extraño: la manifestación mágica de un hombre transformada en un paracaídas que no me daba ninguna confianza.
Sin embargo, el hombre en cuestión sí me daba confianza, aunque habría preferido que me cogiera por delante en lugar de por detrás. De ese modo podría haberle dado un buen rodillazo en los huevos.
—¡Lo has hecho a propósito! —grité cuando por fin pude coger aire.
—Por supuesto.
—¿Por supuesto? —Levanté la mirada y, al tener que echar la cabeza hacia atrás, vi un rostro al revés. Los ojos de color verde claro eran los mismos y, por desgracia, también lo era el pelo rubio de punta.
Estaba claro que, desde ese ángulo, la cosa no mejoraba.
—Todavía tienes que aprender a reaccionar con precisión bajo presión —me dijo—. Hasta que lo consigas, eres vulnerable.
Intenté girar la cabeza, porque echarle una mirada de odio a alguien estando al revés no funciona. Pero lo único que vi fue parte de un hombro musculoso cubierto por una sudadera verde militar. Mi a veces amigo, a veces enemigo y siempre coñazo John Pritkin no llevaba abrigo.
Pues claro que no.
Allí debíamos estar a varios grados bajo cero y, de no ser por toda la adrenalina que circulaba por mi sistema, estaría muerta por congelación. Pero los abrigos no eran cosa de machos. Si algo había aprendido sobre los magos de la guerra, lo más parecido a la policía dentro la comunidad sobrenatural, era que siempre son muy machos. Incluso las mujeres. Daba un poco de miedo.
Igual que estar colgada a unos mil metros de altura sobre un montón de montañas puntiagudas.
—Tus capacidades no te servirán de mucho si no consigues aprender a actuar sometida a estrés —continuó diciéndome tranquilamente, mientras nos íbamos acercando poco a poco a los picos puntiagudos.
—¿Estrés? —le dije con la voz quebrada—. Pritkin, estrés es tener un día de perros. Estrés es engordar un par de kilos justo antes de que empiece el verano. ¡Esto no es estrés!
—Llámalo como quieras, para el caso es lo mismo. Recuerda lo que hablamos. Evaluar, determinar lo que está ocurriendo; encarar, decidir con cuál de tus capacidades puedes solucionar el problema en cuestión, y luego ejecutar, con rapidez y decisión. Tienes que aprender a hacerlo de manera automática, sin quedarte paralizada y sin reparar en las circunstancias.
—¡Ya lo intento! —le contesté con resentimiento. Apenas dos meses atrás también me había encontrado al borde de un principio, y el hecho de que aquel fuera metafórico no había servido de mucho. Me habían nombrado, a pesar de mis continuas y enérgicas protestas, la pitia, la vidente principal del mundo sobrenatural.
Se trataba de un cargo por el que muchos matarían, tal y como había comprobado de la peor manera. En lo que a mí se refería, había pasado buena parte de esos dos meses tratando de devolver el poder que venía con el cargo, y lo único que había conseguido era darme cuenta de que no quería marcharse. Tras varias lecciones muy duras, acabé aceptando que iba a tener que sacarle el mayor partido posible.
Por consiguiente, me había dejado el culo metafísico intentando compensar el entrenamiento que las demás candidatas habían estado recibiendo durante toda su vida. Habría ayudado que el rambo que tenía a mi lado no hubiera solicitado que aprendiera también defensa personal. Estaba de acuerdo en que me hacía falta, pero con aprender las nuevas habilidades de una en una era suficiente.
—Pues ponle más empeño —me dijo don Carente Total de Comprensión.
—Mira —le dije con la intención de razonar con él, aunque sabía por mi amplia experiencia que rara vez funcionaba—. Este no es un buen momento. Mi investidura…
—Coronación.
—Eso, está a punto de celebrarse, e intento que mis capacidades pasen de patéticas a simplemente lamentables antes de la ceremonia, porque no quiero avergonzarme delante de todos los que se supone que estoy a punto de dirigir. Y también tengo las pruebas del vestido que quieren que lleve y como un millón de nombres que memorizar, porque si me equivoco en un título, podría provocar una especie de incidente internacional…
—Te propongo un trato —me cortó.
—¿Qué tipo de trato? —le pregunté con cautela. Los trapicheos eran típicos de los vampiros, algo mucho más propio del otro hombre de mi vida. Los magos de la guerra daban órdenes, amenazaban y protestaban, según las circunstancias. Ellos no hacían tratos.
Excepto aquel día, al parecer.
—Nos encontramos justo sobre una zona que el Cuerpo utiliza como campo de entrenamiento —me dijo, refiriéndose al nombre oficial de los magos de la guerra—. Si consigues mantenerte por delante de mí durante quince minutos, utilizando las capacidades que quieras menos el traslado temporal, no volveré a molestarte durante una semana.
Tardé un momento en contestar, porque había varios tipos de traslado que venían con mi cargo: el espacial y el temporal. Al parecer, Pritkin pensaban que eran iguales, excepto que en lugar de cambiar de lugar, cambiaba de época. Pero no era así. Su jefe en el Cuerpo, Jonas Marsden, era quien me estaba entrenando en mis recién adquiridas capacidades y él mismo me lo había dicho.
Así que si Pritkin no me prohibía de forma específica que me transportara espacialmente, me resultaría fácil mantenerme por delante de él y, por lo tanto, me ganaría una semana libre. Después de cómo habían ido las cosas últimamente, un descansito sería como estar en el cielo. Pero cometería un terrible error si dejaba que se notara.
—Ya llevamos aquí casi medio día —protesté—. Estoy cansada, no he comido nada desde el desayuno y no siento los dedos de los pies…
—Incluyo el almuerzo.
Levanté la cabeza.
—¿Qué?
—Escondí una cesta con comida esta mañana. Después de la prueba, te llevaré hasta allí.
—Ya estará fría.
—La he dejado en un calentador —dijo secamente. Porque los magos de la guerra se comen el pollo frito completamente congelado y, además, les gusta.
Dios. Pollo frito, ensalada de patata, judías en salsa de tomate y, quizá, hasta tarta de manzana o galletas de postre, ¡sí! Un almuerzo me iba que ni pintado en aquel momento.
—De acuerdo —dije más rápido de lo que debía. Pero tenía muchísima hambre—. Sin viajar en el tiempo.
—¿Estás segura? Porque si gano…
—Si ganas…
—Te quedarás hasta que hayas completado todo el circuito. Y sin protestar.
—¡Yo no protesto!
—Entonces, ¿trato hecho?
—Eso parece —contesté, fingiendo que era reacia.
—Bien —me dijo amablemente.
Y se marchó.
Un par de horas después, entré tambaleándome en la suite del hotel de Las Vegas, que en esos momentos llamaba hogar, y me tiré de cabeza en el sofá. Ya había alguien sentado, pero me daba igual. Estaba tan cansada que no podía ni abrir un ojo para ver quién era.
Hasta que un dedo del tamaño de una salchicha me levantó un párpado.
—¿Un día duro?
Giré el globo ocular (joder, hasta eso dolía) y vi al jefe de mis guardaespaldas escudriñándome.
—No, es que me gusta que me lancen desde la altura de un avión sin paracaídas.
Marco me dio una palmada en el culo, algo que consideré justo, ya que estaba tirada sobre su regazo.
—A mí me parece que estás bien.
Marco, pensé con amargura, se estaba volviendo muy indiferente en lo referente a mi salud. Empezó suponiendo que era tan blandengue como la mayoría de los humanos y prácticamente le daba un infarto cada vez que me salía un padrastro. Pero después de verme sobrevivir a unas cuantas docenas de ataques, había empezado a relajarse. Últimamente, si no llegaba con una herida abierta o vomitando sangre, no recibía mucha compasión por su parte.
—¡Porque he conseguido transportarme al suelo antes de espachurrarme! —le dije con irritación.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
Me di la vuelta para mirarle con el ceño fruncido.
—El problema es que acabo de correr una maratón, bajo cero y contra un maníaco que me perseguía.
—¿Y por qué no te has…? —dijo gesticulando con la mano del tamaño de un jamón que pertenecía a su cuerpo del tamaño de un oso—. Ya sabes, pum.
—¿Te refieres a transportarme?
—Sí. ¿Por qué no te has transportado?
—¡Lo he hecho! Pero Pritkin ya se lo esperaba y Jonas le había dejado el collar.
—¿Qué collar?
Suspiré y me incorporé.
—Es una especie de amuleto que le permite convocar a la pitia en momentos de emergencia. En cuanto intento transportarme, da igual dónde esté o cuándo sea, me trae de vuelta. —Algo que Pritkin ya sabía al hacer la apuesta, joder.
Dios, ojalá le hubiera dado ese rodillazo en los huevos.
Al parecer, a Marco le resultó gracioso, lo cual no mejoró mi humor. Me levanté y me fui cojeando a la habitación de al lado, todavía muerta de frío y de hambre. Porque el concepto de almuerzo que tenía Pritkin dejaba mucho que desear.
Pero mi cuarto de baño no. Sabía perfectamente que era una estupidez, pero mi baño me hacía feliz. Quizá fuera por el tamaño, era tan enorme que rozaba la inmoralidad; o por el relajante diseño en blanco y azul, o por la fina lluvia tropical que caía de la alcachofa de la descomunal bañera. O quizá fuera porque era el único lugar en toda la maldita suite donde podía estar sola de verdad.
Marco no era el problema. Durante el último mes, había pasado de tratarme como a una pelma a tratarme como a una hermanita mocosa, y la verdad es que casi siempre disfrutaba de su compañía. Pero Marco era la punta del iceberg en lo referente a mis guardaespaldas, que no habían dejado de aumentar en número desde que se había anunciado la fecha de la investidura.
Todo el mundo suponía que habría un ataque. Incluso yo lo suponía. El mundo sobrenatural estaba en guerra, y acabar con el liderazgo del bando enemigo era un procedimiento operativo estándar. Y me gustara o no, a la pitia se la veía como a una de las ventajas más importantes de nuestro bando. Eso explicaba los intentos crecientes de Pritkin de que fuera un poco menos patética en defensa personal y los más de diez vampiros maestros de ojos dorados que rondaban constantemente por la suite.
Estaban allí para protegerme; ya lo sabía. Pero eso no los hacía menos espeluznantes. Me observaban mientras comía, mientras bebía, mientras veía la maldita televisión. Incluso me observaban mientras dormía. Más de una vez, al despertarme, me había encontrado a uno de ellos en la puerta de mi habitación, mirándome fijamente, como si fuera algo completamente normal.
De no ser por mi cuarto de baño, ya habría perdido la cabeza.
Una lástima que no pudiera dormir allí.
Marco apoyó la cabeza en la puerta mientras yo dejaba correr el agua caliente en mi adorada y enorme bañera.
—¿Necesitas algo? Lo digo porque dentro de nada acabo mi turno.
—Comida —le contesté mientras me quitaba el abrigo.
—¿De qué tipo?
—Cualquier cosa que no me convenga.
Asintió y se escabulló cuando empecé a quitarme la camiseta. Era demasiado ligera para el sitio donde había estado, pero la frase que ponía delante encajaba perfectamente con mi humor: «No dejo de pulsar escape, pero sigo aquí». La tiré a un montón junto con el abrigo, los tejanos tiesos por el frío y el caro trozo de seda que había llevado metido en el culo durante la última media hora. Luego me metí despacio en la bañera.
Oh, Dios.
Qué gustazo.
La verdad es que estaba un poco demasiado caliente, pero supuse que la cantidad de hielo que tenía pegada debería compensar. Añadí una generosa cantidad de sales de baño, encontré mi almohada debajo de unas toallas, la apoyé en la bañera y dejé que mi cabeza se hundiera en ella. Al cabo de unos minutos, mis músculos empezaron a aflojarse y mi columna se curvó de alivio, y empecé a plantearme seriamente si dormir allí era de verdad tan mala idea.
Creo que quizá me dormí durante un rato, porque lo siguiente que recuerdo es que yo parecía una pasa, los cristales estaban empañados y el agua ya no estaba caliente. Y había un fantasma sentado en la bañera, mirándome fijamente.
Me habría afectado más, pero era un fantasma al que conocía. Cogí una toalla y le lancé una mirada; no sé por qué. A Billy no le preocupaban sus numerosos vicios. Había engañado a la muerte del mismo modo que había engañado a las cartas en vida, y estaba decidido a continuar así. Eso convertía su moralidad en una especie de cajón de sastre, ya que, de todos modos, no tenía la intención de responder por nada.
Con un dedo insustancial, se levantó el sombrero Stetson que había llevado durante el último siglo y medio.
—Ya lo tengo muy visto —me dijo con una exagerada mirada lasciva.
—Entonces, ¿por qué me miras?
—¿Porque estoy muerto pero no senil?
Le tiré la esponja, pero no sirvió de nada, porque lo atravesó y chocó contra la pared.
—Todavía no te puedo alimentar —le dije—. Por lo menos hasta que coma algo.
Billy y yo teníamos un viejo acuerdo, que databa del momento en que compré el collar que su espíritu ocupaba en una tienda de segunda mano a los diecisiete años. Yo le donaba energía vital, que él cogía para continuar sintiéndose activo y, a cambio, él me hacía algunos recaditos. Al menos lo hacía cuando yo los reclamaba lo suficiente.
Estiró las piernas cubiertas de tela vaquera hacia delante, como si hubiera un sofá invisible.
—¿Es que un tío no se puede pasar a verte sin que supongas inmediatamente que…? —Pilló mi expresión y se calló—. Vale, esperaré.
Me estaba debatiendo entre salir o añadir más agua caliente cuando escuché que llamaban a la puerta.
—¿Estás visible?
Me subí un poco la toalla.
—Sí, a no ser que mis arrugados dedos de los pies resulten ofensivos.
La morena cabeza de Marco asomó por la jamba de la puerta.
—Nop, son una monada.
Los moví, ahora que volvía a sentirlos.
—Bueno, la comida está fuera y yo tengo que irme. —Puso una sonrisilla burlona—. Esta noche tengo una gran cita.
—¿Una cita? —Parpadeé sorprendida, porque los vampiros maestros no tienen citas. A menos que sea a la fuerza, claro.
—Bruja —dijo brevemente.
—¿No es un poco… raro?
—Soy como el maestro. Me gusta caminar por el lado salvaje.
Tardé un instante en darme cuenta de lo que quería decir.
—Yo no soy el lado salvaje —le dije tajantemente—. No se puede estar más lejos del lado salvaje que yo.
Levantó una poblada ceja negra.
—Si tú lo dices.
Abrí la boca, pero decidí que estaba demasiado rendida como para discutir.
—Bueno, diviértete.
—Ah, lo haré. —Hizo una pausa—. Y para tu información, esta noche hay un grupo de chicos nuevos. Bueno, no son nuevos del todo, pero para ti sí.
No sabía por qué se molestaba en comentármelo. Los guardaespaldas se cambiaban regularmente. Seguridad veinticuatro horas significaba que algunos se quedaban atrapados en el turno de día, y eso resultaba muy duro para los vampiros. Al final supuse que esa era la razón por la que, tras un par de semanas, empezaban a ponerse un poco paliduchos.
Yo asentí, pero Marco no se movió, como si esperara algún tipo de respuesta.
—Vale.
—Sólo te digo que… —Dudó—. Intenta no dejarlos demasiado alucinados, ¿vale?
—¿Que no los deje alucinados?
—Ya sabes lo que quiero decir. Que no hagas esas cosas que haces.
—¿Qué cosas?
Recorrió la habitación con la mirada.
—Cosas como hablar con gente invisible.
—Son fantasmas, Marco.
—Ya, pero la mayoría de los chicos no creen en fantasmas y están empezando a pensar que eres un poquito… rara.
—¿Unos vampiros creen que yo soy rara?
—Y no aparezcas de la nada, de repente, delante de uno de ellos. A eso hay que acostumbrarse. No creo que Sánchez se haya recuperado aún.
—El único lugar donde voy a aparecer es la cama.
—Buen plan. —Marco parecía satisfecho—. Hasta mañana, me voy de guateque.
Puse los ojos en blanco al escuchar la jerga que, como era normal entre los vampiros más viejos, había pasado de moda hacía décadas, y apoyé la cabeza en la bañera. No me apetecía en absoluto moverme ahora que había entrado en calor, me había relajado y empezaba a sentir de nuevo las extremidades. Pero el olor que llegaba de la habitación de al lado estaba consiguiendo que me rugiera el estómago.
No pude identificar la fuente inmediatamente, pero daba igual. Si Marco había hecho lo que le había mandado, tenía que ser bueno. Al contrario que Pritkin, Marco no se preocupaba por cosas como las grasas trans o el colesterol. Cuando Marco comía, comía a lo grande: pasta chorreando salsa de nata, enormes filetes a la pimienta, puré de patatas con salsa de carne y cannoli tan dulces que picaban los dientes. A menudo todo en la misma comida.
El hecho de que, en teoría, los vampiros no necesitaran comer, no parecía preocupar a Marco. Me había contado que una de las mejores cosas de lograr alcanzar el estatus de maestro había sido recuperar la sensibilidad en las papilas gustativas. Y desde entonces se había dedicado a compensar todos esos años insípidos.
Decidí que ya estaba lo suficientemente limpia.
—Date la vuelta —le dije a Billy—. Voy a salir.
Hizo un puchero pero no protestó. Seguramente también tenía hambre. Me enrollé la toalla y me dispuse a salir de la bañera.
Pero lo que ocurrió fue que se me resbalaron las manos en la porcelana, se me doblaron las rodillas, patiné hacia atrás y me caí al agua fría.
Durante un segundo, simplemente me quedé ahí, más confusa que preocupada. Hasta que continué hundiéndome. Entonces me sacudí y empecé a forcejear.
Y me di cuenta de que daba absolutamente igual.
Lo máximo que podía hacer era mantener la cabeza por encima de las burbujas durante unos pocos segundos mientras luchaba por moverme, por gritar, por hacer algo. Pero tenía el cuerpo tan paralizado como el grito que había atrapado en mi boca y que mis obstinados labios se negaban a dejar salir. Lo único que conseguí fue un gruñido sordo mientras mi cabeza se hundía lentamente.
De inmediato, desaparecieron todos los sonidos. El zumbido del aire acondicionado, los apenas perceptibles pasos de los guardias, el suave tintineo de alguien echando cubitos de hielo en un vaso en la salita; todo se desvaneció y se convirtió en un estruendo acuoso. El silencio me oprimía, como una mano fuerte y fría que me robaba el aire de un modo tan eficaz como el agua sobre mi cara.
Las burbujas casi se habían disuelto, dejando hoyitos de espuma flotando por todas partes, como el cielo en un día nublado. Entre medias, podía ver el techo del baño, que se ondulaba por mis casi imperceptibles forcejeos. Pero no eran suficientes, ni siquiera un poco, y mis pulmones necesitaban aire urgentemente.
Tras lo que pareció una hora, pero seguramente no fueron más que unos pocos segundos, la vista que tenía ante mí se oscureció por la borrosa imagen de Billy. Estaba diciendo algo, pero no podía oírlo, y entonces su cara traspasó el agua y me miró con curiosidad.
—Es hora de salir de ahí.
No jodas, pensé histérica, tratando de agitar las extremidades que, de pronto, notaba como si pertenecieran a otra persona. El ceño de Billy se frunció. Pero se trataba de la mirada de impaciencia de Billy, no de la mirada de pánico. Todavía no había llegado a ese punto.
—En serio, Cass. Se te va a enfriar la cena.
Simplemente me quedé mirándolo fijamente, con los ojos ardiéndome por el jabón, deseando que me entendiera. Pero no pasó nada, excepto que una hilera de burbujas se escapó de mis labios y ascendió unos pocos centímetros. Como si hubieran ascendido un kilómetro, porque no sirvió de nada.
Mis pies flotaban cerca de la superficie del agua, justo al lado de la palanquita que controlaba el desagüe. Estaba montada debajo del grifo, a mi alcance si hubiera podido moverme. En la práctica, solo podía mirarla fijamente, con un terror absoluto que me recorría todo el cuerpo, que me estremecía y amenazaba con paralizar cualquier función cerebral que quedara. No me podía mover y Billy era inútil y ni siquiera podía respirar hondo para calmarme porque…
Porque estaba a punto de ahogarme en la maldita bañera.