5

En el cementerio había mucha gente que Charley Fortnum no había visto nunca. Supuso que una mujer con un largo y anticuado vestido negro era la señora de Plarr. Se apoyaba pesadamente en el brazo de un sacerdote muy flaco cuyos ojos pardos se movían sin cesar de un lado a otro, como temiendo perder a algún miembro importante de la congregación. Charley Fortnum oyó que la mujer lo presentaba varias veces:

—Mi amigo, el padre Galvao, de Río.

Otras dos señoras se secaban los ojos espectacularmente junto a la tumba. Parecían contratadas para la ocasión, como los sepultureros. No hablaban entre sí ni con la señora de Plarr; pero ése podía haber sido una característica profesional. Después de la misa en la catedral se habían acercado cada una por su lado a Charley Fortnum para presentarse.

—¿Usted es el señor Fortnum, el cónsul? Yo era muy amiga del pobre Eduardo. Éste es mi marido, el señor Escobar.

—Soy la señora de Vallejo. Mi marido no ha podido venir, pero yo no podía fallarle a Eduardo. Me ha acompañado el señor Durán. Miguel, te presento al señor Fortnum, el cónsul a quien esos canallas…

El nombre de Miguel trajo de inmediato a la mente de Fortnum la imagen del guaraní sentado en la puerta de la choza limpiando su metralleta con una sonrisa. Y después pensó en el montón de trapos mojados que vio cuando los paracaidistas los llevaron en una camilla. Al pasar, una de sus manos rozó la tela mojada. Empezó a decir: «¿Puedo presentarle a mi mujer…?». Pero la sedara de Vallejo ya se alejaba junto a su amigo: sostenía el pañuelo bajo los ojos, como el velo de una musulmana, hasta el siguiente encuentro social. «Por lo menos Clara no simula dolor —pensó Charley Fortnum—. Es una forma de honradez».

El entierro se parecía mucho a dos reuniones diplomáticas a que había asistido en Buenos Aires. Eran parte de una serie ofrecida para el embajador que se iba. Había sido poco después de su nombramiento como cónsul honorario, cuando todavía era mirado con cierto interés porque había ido a un picnic a las ruinas con unos nobles ingleses. La gente quería saber de qué habían hablado esos nobles. Esta vez, la segunda reunión, con la misma gente que había visto en la iglesia, tenía lugar en el cementerio.

—Soy el doctor Saavedra —dijo una voz—. Recordará usted que una vez nos vimos con el doctor Plarr…

Charley Fortnum sintió la tentación de responder: «Claro que sí. Fue en casa de la madre Sánchez. Lo recuerdo muy bien. Estaba con una chica. Era María, la que después apuñalaron».

—Le presento a mi señora —dijo Fortnum.

Saavedra se inclinó cortésmente sobre la mano de Clara.

El rostro de la muchacha debía de serle familiar, aunque sólo fuera por el lunar que tenía en la frente. Fortnum se preguntó cuántas de esas personas sabrían que Clara había sido amante de Plarr.

—Debo dejarlos —dijo Saavedra—. Me han pedido que diga unas palabras en honor de nuestro pobre amigo.

Avanzó hacia el ataúd, deteniéndose una vez para dar un apretón de manos al coronel Pérez y cambiar unas palabras con él. El coronel Pérez iba de uniforme y llevaba la gorra bajo el brazo. Parecía la persona más seria entre los presentes. Quizá se preguntaba cómo afectaría su carrera la muerte del doctor Plarr. Todo dependía, desde luego, de la actitud de la Embajada inglesa. Un hombre joven, Crichton, que era una cara nueva para Charley Fortnum, había viajado desde Buenos Aires para representar al embajador (el primer secretario estaba en cama, con gripe). Estaba junto a Pérez, cerca del ataúd. La importancia social de los asistentes a un entierro puede calcularse por la proximidad al ataúd, ya que el cadáver representa el huésped de honor. Los Escobar se abrían paso hacia él y la señora de Vallejo ya estaba tan cerca que casi podía tocar el ataúd con la mano. Charley Fortnum, con una muleta bajo el brazo derecho, permaneció en la periferia del grupo. Le pareció absurdo asistir a la ceremonia. Era un impostor. Su presencia en ese lugar sólo se explicaba porque lo habían confundido con el embajador norteamericano.

El doctor Humphries también estaba en la periferia, aunque alejado de Charley Fortnum; también él tenía el aire de estar fuera de lugar y de saberlo. Su medio era el Club Italiano; su compañía, el mozo napolitano que temía el mal de ojo. Al reparar en Humphries, Charley Fortnum dio un paso hacia él. Pero Humphries se apartó en seguida. Charley Fortnum recordó que mucho tiempo antes había contado a Plarr que Humphries no quería saber nada de él. «Tiene suerte», había contestado Plarr. Qué tiempos felices habían sido aquéllos. Sin embargo, Plarr se acostaba con Clara y el hijo de Plarr crecía en el cuerpo de ella. Él había querido a Clara. y Clara había sido dulce y tierna con él. Ahora, todo eso había terminado. Su felicidad se debía al doctor Plarr. Echó una mirada furtiva a Clara: estaba mirando a Saavedra, que había empezado a hablar. Parecía distraída, como si el tema del discurso no le interesara. «Pobre Plarr, a él también lo engañaba», pensó.

—Usted era mucho más que un médico que curaba nuestros cuerpos —decía el doctor Saavedra, dirigiéndose directamente al ataúd envuelto en una bandera inglesa prestada por Charley Fortnum—. Usted era un amigo para cada uno de sus pacientes, hasta para el más pobre de ellos. Todos nosotros sabemos que trabajaba sin descanso ni recompensa en el barrio pobre, impulsado por su sentido del amor y la justicia. ¡Qué trágico destino ha sido que muriera usted, precisamente usted, que luchaba tan afanosamente por los desposeídos, en manos de sus presuntos defensores!

«¡Santo Dios! —pensó Charley Fortnum—. ¿Será ésta la historia que ha inventado el coronel Pérez?».

—Su madre nació en el Paraguay, que fue en otros tiempos nuestro heroico enemigo y con un machismo digno de sus antepasados maternos, que dieron su sangre por López sin preguntarse si su causa era buena o mala, usted salió de una choza en busca de su propia muerte. De esa choza donde estaban reunidos los falsos campeones de los pobres. Usted murió en un último intento por salvar sus vidas y la de su amigo. Un sacerdote fanático lo mató sin piedad. Pero usted ganó la partida: su amigo salvó la vida.

Charley Fortnum miró hacia el coronel Pérez por encima de la fosa abierta. Tenía inclinada la cabeza descubierta, las manos apretadas a ambos lados, en la correcta posición de firme los pies. Parecía un monumento del siglo XIX al sacrificio militar, mientras el doctor Saavedra seguía hilvanando en su apología (¿habrían hablado de eso un momento antes?) la versión oficial de la muerte de Plarr. ¿Quién podía objetarla, ahora? El Litoral reproduciría el discurso y La Nación, sin duda, publicaría un resumen.

—Exceptuando a sus asesinos y su prisionero, yo fui el último que lo vio con vida, Eduardo. Sus entusiasmos no se limitaban a sus intereses profesionales. Fue su amor por la literatura lo que enriqueció nuestra amistad. La última vez que nos vimos usted me había llamado (fue un curioso intercambio del papel habitual de médico y paciente) para conversar sobre la formación de un club cultural angloargentino en esta ciudad. Con su habitual modestia, me ofreció el cargo de presidente. Esa noche, amigo mío, usted me explicó hasta qué punto reforzaría ese club los vínculos entre la comunidad inglesa y la sudamericana. Ninguno de los dos sabía que poco después usted ofrecería su propia vida por esa causa. Usted lo sacrificó todo, su carrera médica, su gusto por el arte, su sentido de la amistad, el amor adquirido por su tierra adoptiva, en un intento de salvar a esos hombres extraviados y a su compatriota. Con la mano sobre el ataúd, le prometo que el Club Angloargentino verá la luz, bautizado con la sangre de un valiente.

La señora de Plarr lloraba. También lloraban, más decorativamente, la señora de Vallejo y la señora de Escobar.

—Estoy cansado —dijo Charley Fortnum—. Vámonos a casa.

—Sí, Charley —dijo Clara.

Echaron a andar lentamente hacia el coche de alquiler.

Alguien tocó el brazo de Fortnum. Era Herr Gruber.

—Señor Fortnum —dijo Herr Gruber—. Me alegra mucho verlo aquí… sano y salvo.

—Casi sano —dijo Fortnum.

Se preguntó cuánto sabría Gruber. Quería volver al coche.

—¿Cómo va su tienda? —preguntó—. Espero que bien.

—Tendré muchas fotografías para revelar. De la choza donde lo tuvieron escondido, señor Fortnum. Todo el mundo va a verla. No creo que todas las fotos sean de la auténtica choza… Señora de Fortnum, debió usted de pasar momentos terribles… La señora siempre compra sus gafas de sol en mi tienda —explicó a Charley Fortnum—. Acabo de recibir algunos modelos nuevos de Buenos Aires, si le interesan…

—Claro, claro… La próxima vez que vengamos a la ciudad… Ahora tenemos que irnos, Herr Gruber. El sol está demasiado fuerte y yo he estado de pie mucho tiempo.

Sentía un escozor casi insoportable bajo el yeso que le cubría el tobillo. En el hospital le habían dicho que el doctor Plarr había hecho un buen trabajo. Al cabo de unas semanas volvería a conducir La Niña de sus ojos. Había encontrado el jeep en su sitio de siempre, a la sombra de los árboles, un poco abollado, con un faro de menos y el radiador torcido. Clara le explicó que lo había usado uno de los oficiales de policía.

—Me quejaré al coronel Pérez —dijo él, apoyándose contra el coche y acariciando con ternura una de las abolladuras.

—No, no lo hagas. El pobre hombre tendría problemas. Yo le dije que podía usarlo.

Y Charley Fortnum pensó que no valía la pena iniciar una discusión el primer día de su llegada.

Lo habían llevado a su casa desde el hospital por un sitio que parecía el recuerdo de un país abandonado mucho tiempo antes: el atajo que iba hacia la fábrica de naranjada Bergman, con los rieles en desuso de una plantación que había pertenecido a un checo de nombre impronunciable. Fue contando las lagunas al pasar —había por lo menos cuatro—, preguntándose cómo saludaría a Clara.

El saludo no pasó de un beso en la mejilla. Charley Fortnum no quiso acostarse so pretexto de que había estado en cama demasiado tiempo. En realidad no podía soportar la idea de acostarse en el lecho matrimonial que Clara debía de haber compartido tantas veces con Plarr, cuando él salía a la plantación (por temor de los sirvientes no se habrían atrevido a desarreglar la cama del cuarto de huéspedes). Se sentó en la galería, con el pie apoyado sobre los barrotes, junto a la mesa de las bebidas. Sólo había estado ausente menos de una semana, pero parecía un largo, lento año de separación, lo bastante largo como para que dos personas se alejaran definitivamente. Se sirvió una medida shipmaster de Long John. Mirando a Clara por encima de esa medida exacta, dijo:

—Supongo que ya te lo habrán dicho.

—¿Qué, Charley?

—Que el doctor Plarr ha muerto.

—Sí. El coronel Pérez vino a decírmelo.

—El doctor era muy buen amigo tuyo.

—Sí, Charley. ¿Estás cómodo así? ¿Te traigo un almohadón?

Fortnum pensó que ni siquiera era capaz de derramar una lágrima por su amante muerto. El Long John tenía un gusto raro: se había habituado al whisky argentino. Empezó a explicar a Clara que durante las siguientes semanas dormiría solo en el cuarto de huéspedes. El yeso le molestaba mucho de noche. Y ella tenía que dormir bien… por la criatura. Sí, Clara entendía. Todo se haría como él dispusiera.

Ahora, mientras renqueaba apoyado en su muleta hacia el coche de alquiler, una voz le dijo:

—Disculpe, señor Fortnum…

Era Crichton, el joven de la Embajada.

—¿Podría ir a verlo a su casa de campo, esta tarde? —preguntó—. El embajador me ha pedido… Hay algunos asuntos que debo tratar con usted.

—Vaya a almorzar con nosotros —dijo Charley Fortnum—. Tendremos mucho gusto.

—Me temo que será imposible. Me gustaría mucho, pero he prometido a la señora de Plarr… y al padre Galvao… Si es posible, iré a eso de las cuatro. Tengo que tomar el avión de la noche para Buenos Aires.

Cuando regresó del cementerio, Charley Fortnum dijo a su mujer que estaba demasiado cansado para almorzar. Dormiría un rato antes de que llegara Crichton. Clara lo puso cómodo; era tan hábil como una enfermera para poner cómodos a los hombres. Fortnum procuró no demostrar que el roce de su mano lo irritaba cuando le arreglaba las almohadas. Sintió que la piel se le ponía tensa cuando ella lo besó en la mejilla y estuvo a punto de decirle que lo dejara en paz. ¿Qué valía el beso de una mujer incapaz de querer siquiera a su amante? Sin embargo, se dijo, la culpa no era de ella. Los clientes de un prostíbulo no enseñan a amar. Por eso debía esforzarse para que Clara no se diera cuenta de lo que sentía. Si ella hubiese amado de veras a Plarr las cosas habrían sido mucho más sencillas. Imaginaba fácilmente la ternura con que habría sido capaz de consolarla si la hubiera encontrado deshecha en lágrimas. Por su cabeza pasaban frases de novelas románticas, tales como «Querida, no tengo nada que perdonarte». Pero mientras se entregaba a esas fantasías, recordaba que Clara se había vendido por un par de gafas llamativas compradas en la tienda de Gruber.

El sol proyectaba la sombra de las persianas en el suelo del cuarto de huéspedes. En la pared colgaba uno de los grabados de su padre: un cazador sostenía en el aire un zorro sobre la jauría aullante. Miró la escena con repugnancia y volvió la cabeza: nunca había matado a ningún animal en su vida, ni siquiera una rata.

La cama era bastante cómoda, pero después de todo el ataúd cubierto de mantas no había sido demasiado duro. Mucho mejor que la cuna en su cuarto de niño. Todo estaba sumido en una profunda tranquilidad, el silencio apenas interrumpido por alguna pisada en la cocina o el crujido de una silla en la galería. No había ninguna radio que anunciara las noticias, no se oían las voces de una disputa en un cuarto contiguo. Descubrió que estar libre era algo muy semejante a la soledad. Casi deseaba que la puerta se abriera para ver al sacerdote entrando tímidamente, con una botella de whisky argentino. Sentía una extraña afinidad con ese sacerdote.

El entierro del sacerdote había pasado inadvertido. Lo habían sepultado rápidamente, fuera del camposanto. Charley Fortnum se indignó al saberlo. De haberse enterado a tiempo, habría pronunciado unas palabras junto a la fosa, como el doctor Saavedra, aunque no recordaba haber hecho un solo discurso en su vida. Pero el impulso de su indignación le habría dado el valor necesario y habría dicho a todos: «El padre era un buen hombre. Sé que no mató a Plarr». Pero supuso que su único público habría sido un par de sepultureros y el conductor del furgón policial. «Por lo menos, averiguaré donde lo han enterrado y le llevaré unas flores», pensó. Después se quedó dormido de cansancio.

Clara lo despertó porque Crichton había llegado. Le dio la muleta y lo ayudó a ponerse la bata. Charley salió a la galería. Se inclinó ante la mesa de las bebidas y dijo:

—¿Le sirvo un whisky?

—Creo que es un poco temprano —respondió Crichton.

—Nunca es demasiado temprano para un trago.

—Bueno, pero sírvame muy poco. Estaba diciendo a su señora que debió de pasar por momentos terribles.

Depositó el vaso sobre una mesa, sin probar el whisky.

—Salud —dijo Charley Fortnum.

—Salud.

Crichton cogió el vaso con aire reticente. Quizás esperaba dejarlo en la mesa sin probarlo hasta que llegara la hora canónica.

—El embajador quiere que hable de algunos asuntos con usted, señor Fortnum. Desde luego, no necesito decirle lo preocupados estábamos…

—También yo estaba un poco preocupado —dijo Charley Fortnum.

—El embajador quiere que usted sepa que hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance…

—Sí, sí, desde luego.

—Gracias a Dios, las cosas salieron bien.

—No del todo. El doctor Plarr murió.

—Sí, no quería decir…

—Y también el sacerdote.

—Bueno, ése se lo merecía. Asesinó a Plarr.

—No, no es cierto.

—¿No ha leído el informe del coronel Pérez?

—El coronel Pérez es un mentiroso de mierda. Fueron los paracaidistas los que mataron a Plarr.

—Le hicieron la autopsia, sedar Fortnum. Y examinaron las balas. Una en la pierna. Dos en la cabeza. No eran balas del Ejército.

—Sólo que fue el médico del 9° pelotón el que las examinó… Puede usted decir esto de mi parte al embajador, Crichton: yo estaba en el otro cuarto cuando Plarr salió. Oí todo lo que ocurrió. Plarr salió para hablar con Pérez. Pensó que podía salvar nuestras vidas. El padre Rivas vino a mi lado. Dijo que había consentido en prolongar el ultimátum. Después oímos un disparo. El padre Rivas dijo: «¡Le han disparado a Eduardo!». Y salió corriendo.

—Para darle el coup de gráce —dijo Crichton.

—¡No, no es cierto! Dejó el revólver en el cuarto donde yo estaba.

—¿Junto a su prisionero?

—Fuera de mi alcance. Discutió con Aquino en el otro cuarto… y con su mujer. Oí que Aquino decía: «Mátalo antes». Y oí lo que el padre Rivas contestó.

—¿Qué dijo?

—Se echó a reir. Lo oí reírse. Me sorprendió, porque era un hombre que nunca se reía. A lo sumo una mueca… Pero no lo que se llama una carcajada. El padre Rivas dijo: «Aquino, para un sacerdote siempre hay cosas que son más importantes que otras». No sé por qué, pero empecé a rezar un Padrenuestro. Y no soy hombre que tenga la costumbre de rezar. Llegué hasta «el Tu reino» cuando oí otro disparo. No… Él no mató a Plarr. Ni siquiera pudo llegar hasta él. Cuando me llevaron, pasé frente a los cuerpos de ambos. Estaban lejos el uno del otro. Creo que si Pérez hubiera estado allí, habría arreglado la escena. Hubiera acortado la distancia para simular el coup de gráce. Por favor, dígaselo al embajador.

—Desde luego, le diré que ésta es su teoría.

—No es una teoría. Los paracaidistas los mataron a los tres: a Plarr, al sacerdote y a Aquino. Es lo que se llama una buena caza.

—Le salvaron la vida.

—Claro… O me la salvó la mala puntería de Aquino. Sólo podía usar la mano izquierda. Se acercó al ataúd en que yo estaba acostado antes de disparar. Me dijo: «Han disparado contra León». Le temblaba el revólver en la mano, pero creo que la segunda vez no hubiera fallado. Ni siquiera con la mano izquierda.

—¿Por qué no aceptó el coronel Pérez su versión?

—Ni siquiera me la pidió. Plarr me dijo una vez que Pérez siempre tenía que pensar en su carrera.

—De todos modos, me alegro de que mataran a Aquino. Era un asesino… o quería serlo.

—Había visto cómo mataban a su amigo. Tiene que tener presente eso. Habían pasado por muchas cosas juntos. Y estaba furioso conmigo. Yo me había ganado su confianza para tratar de escapar. Se creía poeta. A veces me recitaba fragmentos de sus poemas y yo simulaba que me gustaban, aunque ni siquiera los entendía. Pero me alegro de que los paracaidistas se contentaran con tres muertes. Los otros dos… Pablo y Marta… eran unos pobres infelices atrapados en una red.

—Tuvieron más suerte de la que merecían. No tenían por qué dejarse atrapar.

—Quizá fuera por amor. Tarde o temprano, la gente se deja atrapar por amor, Crichton.

—No es una buena excusa.

—No, supongo que no. Al menos para su Embajada…

Crichton miró su reloj. Quizá se tranquilizó al comprobar que ya era la hora adecuada. Levantó el vaso.

—Me imagino que tendrá que descansar durante algún tiempo —dijo.

—De todos modos, nunca tengo mucho que hacer aquí —dijo Charley Fortnum.

Crichton bebió otro trago y dijo:

—De eso se trata.

—No me diga que el embajador quiere otro informe sobre la plantación de hierba mate.

—No, no. Sólo queremos que se reponga usted del todo.

El embajador le escribirá oficialmente este fin de semana. Pero quería que yo hablara con usted antes… Después de todo lo que ha sucedido, señor Fortnum, las cartas oficiales parecen siempre… tan oficiales. Ya sabe usted cómo son esas cartas. Hay que redactarlas pensando que serán archivadas. El original va siempre a Londres. Hay que ser tan… cauteloso. Es posible que algún día alguien revise los archivos en Londres.

—¿Y con respecto a qué tiene que ser tan… cauteloso el embajador?

—Bueno… Ya hace más de un año que Londres va reduciendo cada vez más nuestro presupuesto. ¿Sabe que nos han rebajado el diez por ciento en los gastos de representación y que debemos presentar las cuentas de las compras más insignificantes? Sin embargo, siguen viniendo invitados oficiales y todos esperan que los invitemos por lo menos a almorzar. Algunos hasta creen que merecen una recepción. Bueno, usted, señor Fortnum, ha estado bastante tiempo en el cargo. Si perteneciera a la carrera ya habría pasado hace mucho la edad de retirarse. Lo cierto es que el Ministerio se olvidó de usted… hasta que ocurrió el secuestro. Estará mucho más seguro… si se retira ahora, señor Fortnum.

—Entiendo. Me dan un buen puntapié, Crichton.

—No perderá nada.

—Podía importar un automóvil cada dos años.

—También de eso quería hablarle. En su condición de cónsul honorario, no tenía derecho a hacerlo.

—Aquí la aduana no distingue bien entre una cosa y otra. Y todos lo hacen. Los paraguayos, los bolivianos, los uruguayos…

—No todos, Fortnum. En la Embajada de Inglaterra tratamos de no ensuciarnos las manos.

—Quizá por eso ustedes nunca entenderán a Sudamérica.

—No quiero traerle sólo malas noticias, señor Fortnum —dijo Crichton—. El embajador me pidió que le dijera algo… en el más absoluto secreto. ¿Puedo confiar en su discreción?

—Desde luego. ¿A quién podría decírselo?

«Ni siquiera me queda Plarr», pensó.

—El embajador piensa recomendarlo para que le den una condecoración en la Lista del próximo fin de año.

—¡Una condecoración…! —repitió Fortnum, incrédulo.

—Una O. B. E.[8]

—Bueno, es muy amable de su parte, Crichton —dijo Charley Fortnum.

Nunca pensé que el embajador me estimara…

—Por favor, no lo comente con nadie. Ya sabe usted que en teoría todas esas cosas deben ser aprobadas por la reina.

—¿Por la reina? Sí. Comprendo. Espero no envanecerme demasiado —dijo Charley Fortnum—. ¿Sabe que una vez actué como guía para unos miembros de la familia real, en las ruinas? Era una pareja muy simpática. Hicimos un picnic, como con el embajador norteamericano. Pero ellos no tomaban Coca-Cola. Me gusta esa familia. Hacen las cosas bastante bien.

—Le repito: no lo comente con nadie, por favor. Salvo con su mujer, desde luego. Puede confiar en ella.

—No creo que ella lo entienda, de todos modos… —dijo Charley Fortnum.

Por la noche soñó que caminaba con el doctor Plarr por una larga carretera muy recta. A ambos lados, las lagunas parecían láminas de peltre cada vez más grises a medida que entraba la noche. La Niña de sus ojos se había estropeado y debían llegar a la casa antes de que oscureciera del todo. Él estaba angustiado. Quería correr, pero tenía la pierna lastimada.

—No quiero hacer esperar a la reina —dijo.

—¿Qué hace la reina en su casa? —dijo Plarr.

—Va a darme la O. B. E.

Plarr rió:

Order of the Bad Egg[9] —dijo.

Charley Fortnum despertó con una sensación de abandono. Las imágenes se enrollaron rápidamente, como una tira de cinta adhesiva, de modo que sólo pudo recordar la larga carretera y la risa de Plarr.

Permaneció acostado en la estrecha cama del cuarto de huéspedes. Sentía que los años pesaban sobre su cuerpo como una manta. Se preguntó cuántos años tendría que estar acostado solo, como ahora; le parecía una pérdida de tiempo. Frente a la ventana pasó una luz. Sabía que la llevaba el capataz rumbo a sus tareas. En todo caso, debía de ser casi el amanecer. La luz se movió por la pared, iluminó la muleta, que pareció una inicial tallada en la pared, y desapareció. Fortnum sabía exactamente qué iluminaría después: los árboles, los cobertizos y por fin las zanjas de riego. Los hombres estarían reuniéndose para el trabajo en esa luz metálica.

Sacó de la cama su pierna sana y cogió su muleta. Después de irse Crichton, había dado a Clara la mala noticia de su retiro. Eso no significaba nada para ella. Él siempre sería un hombre rico ante los ojos de una chica de la madre Sánchez. No le había dicho una palabra sobre la condecoración. Como había explicado a Crichton, Clara no lo habría entendido, y Fortnum temía que su indiferencia lo hiciera parecer menos importante, incluso ante sí mismo. Sin embargo, hubiese querido decírselo. Hubiese querido romper el muro de silencio que se estaba levantando entre ambos. Se oyó a sí mismo decirle: «La reina va a condecorarme». Sin duda «la reina» significaría algo para ella. Muchas veces le había contado su picnic en las ruinas con los miembros de la familia real.

Avanzó en diagonal apoyado en su muleta, como un cangrejo, por el corredor con los grabados de caza. Después extendió la mano en la oscuridad para abrir la puerta del dormitorio. Pero su mano no tocó la puerta y entró en la habitación, que le pareció vacía. No se oía siquiera el leve ruido de una respiración. Era como caminar solo por otras ruinas. Para convencerse, pasó la mano sobre la almohada y sintió la limpia frescura de una cama en que nadie había dormido. Se sentó en el borde de esa cama y pensó: «Se ha ido. ¿Con quién? ¿Quizá con el capataz? ¿O con uno de los jornaleros? ¿Por qué no?». Estaban mucho más cerca de ella que él. Podía hablarles con más naturalidad que a él. Había vivido muchos años solo antes de encontrarla, y no había motivo para temer los pocos años que le quedaban. Trató de convencerse de que podía arreglárselas como se las había arreglado hasta entonces. Tal vez Humphries no lo evitara en la calle cuando su nombre apareciera en la lista de las nuevas condecoraciones. Volverían a comer goulash en el Club Italiano y él invitaría a Humphries a la casa de campo. Los dos se sentarían junto a la mesa de las bebidas. Pero Humphries no bebía. Sintió una punzada de dolor por la muerte de Plarr. Con su ausencia, Clara parecía estar traicionando a los dos: a Plarr, y a él mismo. Lo irritó esta actitud de Clara con respecto a Plarr. Al menos podía haber permanecido fiel durante algún tiempo a un hombre muerto… Habría sido algo así como llevar luto una o dos semanas.

No la oyó entrar en la habitación y se sobresaltó cuando Clara le preguntó:

—¿Qué estás haciendo aquí, Charley?

—Es mi habitación, ¿no? ¿Y dónde has estado tú?

—Me fui a dormir con María. Tenía miedo de estar sola.

María era la sirvienta.

—¿De qué tenías miedo? ¿De los fantasmas?

—Tenía miedo por el niño. Esta noche he soñado que lo estrangulaba.

«De modo que a veces es capaz de sentir algo», pensó Fortnum. Era como un destello de luz al final de su oscuridad. Si es capaz de eso… Si no todo es engaño en ella…

—En casa de la señora Sánchez tenía una amiga que estranguló a su hijo.

—Siéntate aquí, Clara.

La cogió de la mano y la acercó suavemente.

—Pensé que no me querías tener cerca.

Clara dijo la triste verdad como algo sin importancia como otra mujer podría haber dicho: «Pensé que te gustaba más vestida de colorado».

—No tengo a nadie más que a ti, Clara.

—¿Quieres que encienda la luz?

—No. Pronto amanecerá. Acabo de ver al capataz rumbo al trabajo. ¿Cómo está ese niño, Clara?

Sabía que apenas había mencionado a la criatura desde su regreso. Sentía como si procurara aprender de nuevo un lenguaje que no hablaba desde su niñez, en otro país.

—Creo que bien. Pero a veces está tan quieto que me da miedo.

—Tendremos que encontrarte un buen médico —dijo Fortnum, hablando sin pensar.

Clara lanzó una exclamación semejante al grito de un perro cuando le pisan una pata, un grito de sorpresa, ¿quizá de dolor?

—Discúlpame… No quería…

Todavía era demasiado oscuro para verla. Fortnum levantó la mano y le rozó la cara.

Estaba llorando.

—Clara…

—Perdóname, Charley. Estoy cansada.

—¿Lo querías, Clara?

—No, no. Te quiero a ti, Charley.

—Querer no tiene nada de malo, Clara. Es algo que sucede… No importa a quién queremos. Es como si nos atraparan.

Recordó lo que había dicho al joven Crichton y agregó, intentando hacer un mal chiste para tranquilizarla:

—… como si nos secuestraran por equivocación.

—Él nunca me quiso. Para él yo no era más que una chica de la señora Sánchez.

—Estás equivocada.

Era como asumir una defensa. Fortnum se sintió como si estuviera tratando de reconciliar a dos jóvenes.

—Quería matar al niño.

—¿Eso es lo que soñaste?

—No, no. Él quería matarlo. De veras. Entonces me di cuenta de que nunca podría quererme.

—Tal vez ya había empezado a quererte, Clara. Algunos hombres… somos un poco lentos… Querer no es fácil. Cometemos muchos errores. Yo odiaba a mi padre… —continuó, sólo por decir algo—. Mi mujer no me gustaba mucho… Pero no eran malas personas… Ésos fueron dos de mis errores. Hay quienes aprenden a leer más rápido que otros… Ted y yo éramos muy lentos. Yo todavía no sé escribir muy bien. Cuando pienso en todos los errores de ortografía que debe de haber en los ficheros de Londres…

Divagaba, produciendo un tenue murmullo humano en la oscuridad con la esperanza de consolarla.

—Yo tenía un hermano y lo quería, Charley —dijo Clara—. Un día desapareció. Se fue a cortar caña, pero nadie lo vio en los campos. Se fue así, sin más… A veces, en casa de la señora Sánchez, pensaba: «A lo mejor, un día aparece por aquí buscando una chica y entonces me verá y nos iremos juntos».

Al fin parecía haber una especie de comunicación entre ambos, y Charley Fortnum procuró mantener intacto ese tenue hilo.

—¿Qué nombre le pondremos al niño, Clara?

—Si es varón… ¿te gustaría que se llamara Charley?

—Basta con un Charley en la familia. Creo que le pondremos Eduardo. ¿Sabes una cosa? En cierto modo, yo quería a Eduardo. Podría haber sido hijo mío.

Apoyó la mano sobre el hombro de Clara y sintió que su cuerpo se sacudía por el llanto. Quiso consolarla, pero no supo cómo.

—Te aseguro que, a su modo, Eduardo te quería, Clara. No quiero decir nada malo…

—No es cierto, Charley.

—Una vez le oí decir que estaba celoso de mí.

—Yo nunca lo quise, Charley.

Esa mentira ya no significaba nada para Charley Fortnum. Las lágrimas la desmentían obviamente. En una relación como ésa, lo justo era mentir. Fortnum sintió una inmensa sensación de alivio. Era como si después de una espera interminable en la antesala de la muerte, alguien se le hubiera acercado con noticias que jamás había esperado oír. Alguien a quien amaba lo sobreviviría. Comprendió que Clara nunca había estado tan cerca de él como en ese momento.

***