4

Plarr tenía la sensación de que estaban totalmente aislados. Sus enemigos los habían abandonado, el altavoz había enmudecido, la lluvia había cesado y a pesar de sus preocupaciones Plarr se durmió, aunque con sueño interrumpido. La primera vez que abrió los ojos lo despertó la voz del padre Rivas. El sacerdote estaba arrodillado junto a la puerta, con los labios junto a una grieta de la madera. Parecía hablar al hombre muerto o agonizante que yacía fuera. ¿Eran palabras de consuelo, una oración, la fórmula de absolución condicional? Plarr se volvió y se durmió nuevamente. Cuando despertó por segunda vez, Charley Fortnum roncaba en el otro cuarto: era el áspero ronquido producido por el whisky. Quizá soñara con la tranquilidad de su casa de campo, en la cama matrimonial, después de haberse terminando la botella de whisky en la galería. ¿Clara tendría paciencia cuando roncaba así? Cuando debía permanecer despierta junto a él, ¿en qué pensaría? ¿Echaría de menos su cuarto en casa de la madre Sánchez? Allí, al amanecer, podía dormir tranquila y sola. ¿Extrañaría la sencillez de su vida en aquella casa? Era tan difícil imaginar sus pensamientos como adivinar los de un animal.

La luz de los proyectores que se filtraba bajo la puerta perdió brillo. Empezaba a amanecer. Plarr recordó una ocasión, años antes, en que había ido a ver con su madre un espectáculo de son-et-lumiere en Buenos Aires. Los focos de luz iban y venían como la tiza de un profesor, iluminando un árbol bajo el cual se había sentado alguien —¿era San Martín?—, un viejo establo donde otro personaje de la historia había dejado su caballo, las ventanas de un cuarto donde se había firmado un tratado o una constitución. Una voz explicaba la historia en una prosa ungida por la dignidad del pasado irrecuperable. Cansado por sus estudios médicos, Plarr se había quedado dormido.

Cuando se despertó por tercera vez, Marta cubría la mesa con una especie mantel. La luz del día asomaba por los intersticios de la ventana y de la puerta. Sobre la mesa había dos velas sin encender, puestas sobre platos.

—Son las únicas que nos quedan, padre —dijo Marta.

El padre Rivas seguía durmiendo, encogido como un feto.

—Padre —repitió Marta.

León, Pablo, Aquino fueron despertando uno tras otro al nuevo día a medida que Marta los llamaba.

—¿Qué hora es?

—¿Qué?

—¿Qué has dicho antes?

—No hay bastantes velas, padre.

—Las velas no importan, Marta. No te preocupes por esos detalles.

—La camisa todavía está húmeda. Te morirás de un resfriado.

—Eso lo dudo —contestó el padre Rivas.

Marta refunfuñó mientras depositaba en la mesa un frasco de medicina lleno de vino, una calabaza de mate que haría las veces de cáliz, un trapo de fregar que se emplearía como servilleta.

—Lástima que no sea como yo hubiera querido —se quejó. Puso sobre la mesa un misal abierto que había perdido las tapas.

—¿Qué domingo es éste, padre? —preguntó, pasando las hojas del misal—. ¿Es el vigésimo quinto domingo después de Pentecostés o el vigésimo sexto? ¿O es el domingo de Adviento?

—No tengo la menor idea —dijo el padre Rivas.

—Entonces, ¿cómo puedo encontrar el Evangelio y la Epístola?

—Leeré el primero que salga. A suertes.

—Deberíamos soltar a Fortnum ahora mismo —dijo Pablo—. Deben de ser casi las seis y dentro de dos horas…

—No, hemos decidido esperar, por votación —respondió Aquino.

—Él no votó —dijo Pablo, señalando a Plarr.

—No puede votar. No es de los nuestros.

—Pero morirá con nosotros.

El padre Rivas cogió la camisa mojada de las manos de Marta.

—Ahora no tenemos tiempo de discutir —dijo—. Vaya decir misa. Ayudad al señor Fortnum, si quiere venir hasta aquí para oírla. Diré la misa por Diego, por Miguel y por todos los que quizá muramos hoy.

—Por mí no —dijo Aquino.

—No puedes decirme por quién debo rezar. Sé que no crees en nada. Está bien. No creas en nada. Quédate en ese rincón sin creer en nada. ¿A quién le importa que creas o no? Ni siquiera Marx puede garantizar qué es lo verdadero y qué es lo falso.

—Me revienta ver perder el tiempo cuando nos queda tan poco.

—¿Qué preferirías hacer con tu tiempo? Aquino se echó a reír y dijo:

—Bueno, creo que también yo lo desperdiciaría. «Cuando se tiene la muerte en los labios, el hombre vivo habla». Si todavía tuviera ganas de escribir, haría este verso un poco más claro. Yo mismo casi empiezo a entenderlo.

—Quiero confesarme, padre —dijo el negro.

—Bueno. Iremos al patio. ¿Y tú, Marta?

—¿Cómo puedo confesarme, padre?

—¿Por qué no? Estás tan cerca de la muerte que puedes prometer cualquier cosa. Incluso abandonarme.

—Eso nunca.

—Los paracaidistas te ahorrarán trabajo.

—¿Y tú, padre?

—Tendré que correr el riesgo. No es mucha la gente que tiene la suerte de morir con un sacerdote a su lado. Me alegra pertenecer a la mayoría. He sido un privilegiado durante demasiado tiempo.

Plarr los dejó y fue al otro cuarto.

—León va a decir misa. ¿Quiere oírla?

—¿Qué hora es?

—No sé. Algo más de las seis, creo. Ya ha salido el sol.

—¿Y ahora qué harán?

—Pérez les dio tiempo hasta las ocho para que lo liberen.

—¿Cree que me soltarán?

—No, no lo creo.

—Entonces van a matarme. Y luego Pérez los matará a ellos. Usted es el que tiene más posibilidades de salvar el pellejo.

—Tal vez. Pero no muchas.

—La carta que escribí a Clara… Será mejor que la tenga usted, a pesar de todo.

—Si quiere…

Charley se sacó unos papeles del bolsillo.

—Esto son casi todo facturas. Sin pagar. Todos los comerciantes roban, salvo Gruber. ¿Dónde demonios puse la carta?

Al fin la encontró en otro bolsillo.

—No —dijo—. Ahora no tiene mucho sentido mandársela.

No creo que le interese oír las palabras de cariño que le digo, puesto que lo tiene a usted.

Rompió la carta en pedazos y agregó:

—Además, no quiero que la policía la lea. Tengo una fotografía… —dijo, buscando en su cartera—. La única que tomé de La Niña de mis ojos. Pero no salió muy bien.

Le echó una mirada y también la rompió en muchos pedazos.

—Prométame que no le dirá que me enteré de lo de ustedes. No quiero que sienta remordimientos. Si es capaz de sentirlos.

—Se lo prometo —dijo Plarr.

—Estas cuentas… encárguese de ellas —dijo Fortnum, tendiéndolas a Plarr—. En mi cuenta corriente debe de haber suficiente para pagarlas. Si no… esos hijos de puta ya me han estafado bastante. Estoy alistando el buque para el combate, pero no quiero que la tripulación sufra.

—El padre Rivas ya estará empezando la misa. Si quiere oírla lo ayudaré.

—No, nunca he sido lo que se llama un hombre religioso. Me quedaré aquí con el whisky.

Midió cuidadosamente lo que quedaba en la botella.

—Si tomo un poco ahora, todavía quedará una buena medida. Más grande que la de shipmaster.

En el otro cuarto se oyó hablar en voz baja.

—Según dicen, creer en Dios consuela un poco al final. ¿Usted cree en algo?

—No.

Ahora que la verdad estaba al descubierto, el doctor Plarr sintió una curiosa necesidad de hablar con exactitud. Añadió:

—No lo creo.

—Tampoco yo. Salvo… Parece una estupidez lo que voy a decirle, pero cuando estoy con ese tipo… con el cura… el que va a asesinarme… tengo la sensación de que… ¿Sabe que por un momento pensé que se iba a confesar conmigo? ¡Conmigo, con Charley Fortnum! Qué le parece. Y le aseguro que yo lo habría absuelto. ¿Cuándo van a matarme, Plarr?

—No sé qué hora es. No tengo reloj. No faltará mucho para las ocho. A esa hora Pérez mandará a sus hombres. Dios sabe lo que pasará después.

—¡Otra vez Dios! ¿No puede olvidarse de esa palabrota? Después de todo, creo que vaya ir a escuchar un rato. No me hará ningún daño. Yeso le hará feliz. Al cura, quiero decir. Además, no hay otra cosa que hacer. ¿Quiere ayudarme?

Pasó un brazo sobre los hombros de Plarr. Era sorprendente lo poco que pesaba para su tamaño. Era como un cuerpo lleno de aire. «Es un viejo —pensó Plarr—. De todos modos no le quedaba mucho tiempo de vida». Y recordó la noche en que lo conoció, cuando él y Humphries lo llevaron a pesar de sus protestas al Hotel Bolívar. Entonces pesaba mucho más. Sólo habían dado dos pasos hacia la puerta, cuando Charley Fortnum se detuvo.

—No puedo —dijo—. Además, para qué… No quiero pedir favores en el último momento. Me vuelvo con mi whisky. Ése es mi sacramento.

Plarr volvió al otro cuarto. Se paró junto a Aquino que, sentado en el suelo, miraba al sacerdote con aire de recelo. Era como si temiera que el padre Rivas estuviera preparando alguna trampa, alguna traición, mientras iba y venía frente a la mesa y hacía con las manos las señales secretas. Todos los poemas de Aquino eran sobre la muerte, recordó Plarr. No quería que le robaran esa muerte.

El padre Rivas leía el Evangelio. Lo leía en latín, no en español, y hacía mucho que Plarr había olvidado el poco latín que sabía. Mientras la voz pronunciaba rápidamente las frases en la lengua muerta, Plarr seguía observando a Aquino. Quizá los demás pensaban que rezaba con los ojos bajos. Y en verdad una especie de oración se insinuó en su mente. O por lo menos un deseo que luchaba contra la desconfianza en sí mismo: si llegaba el momento, ojalá tuviera la resolución y la habilidad para actuar rápidamente. «Si hubiera estado con ellos en el Paraguay —se preguntó—, ¿qué habría hecho cuando mi padre pedía ayuda en la comisaría? ¿Habría vuelto junto a él o habría escapado, como los demás?».

El padre Rivas llegó al Canon de la misa y a la Consagración del pan. Marta miraba a su hombre con expresión de orgullo. El sacerdote levantó la calabaza de mate y dijo las únicas frases de la misa que, por algún motivo, Plarr nunca había olvidado. «Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos los hombres. Haced esto en memoria mía». ¿Cuántas cosas habría hecho durante su vida en memoria de algo olvidado o casi olvidado?

El sacerdote bajó la calabaza. Se arrodilló y se incorporó con rapidez. Parecía apresurarse para que la misa terminara lo antes posible. Era como un pastor que llevara el rebaño hacia el corral antes de la tormenta, pero que hubiera iniciado el regreso demasiado tarde. El altavoz envió su mensaje con la voz del coronel Pérez:

«Les queda exactamente una hora para que liberen al cónsul y salven sus vidas».

Plarr vio que la mano izquierda de Aquino se crispaba sobre su revólver. La voz continuó:

«Repito que les queda una hora. Liberen al cónsul y salven sus vidas».

—… que quitas los pecados del mundo, danos la paz.

El padre Rivas empezó: «Domine, non sum dignus». La voz de Marta fue la única que se unió a la suya. Plarr miró a su alrededor buscando a Pablo. El negro estaba arrodillado con la cabeza inclinada junto a la pared del fondo. ¿Sería posible arrebatar el revólver a Aquino mientras terminaba la misa y todos estaban distraídos, sería posible contenerlos mientras Charley Fortnum escapaba? Eso significaría salvarles la vida a todos, no sólo a Charley. Miró de nuevo a Aquino. Y como si Aquino hubiera sabido en qué pensaba Plarr, sacudió la cabeza.

El padre Rivas cogió el trapo de fregar y empezó a limpiar la calabaza tan cuidadosamente como si estuviera en su iglesia de Asunción.

Ite Missa est.

El altavoz respondió como una fórmula litúrgica:

«Les quedan cincuenta minutos».

—Padre —dijo Pablo—. La misa ha terminado. Rindámonos ahora. O votemos de nuevo.

—Mi voto es el mismo —dijo Aquino.

—Eres un sacerdote, padre. No puedes matar —dijo Marta.

El padre Rivas le tendió el trapo:

—Quema esto —dijo—. No lo necesitaremos nunca más.

—Cometerás un pecado mortal si lo matas después de la misa, padre.

—Es un pecado mortal para todos y en todo momento. Solamente puedo pedir perdón a Dios, como cualquiera.

—¿Era eso lo que hacías en el altar? —preguntó Plarr.

Estaba harto de todas esas discusiones, de la lentitud con que se arrastraba el poco tiempo que les quedaba.

—Rezaba para no tener que matarlo.

—Es como mandar una carta… —recordó Plarr—. Pensaba que creías que esas cartas no tenían respuesta.

—Quizás esperaba que por una casualidad…

El altavoz anunció: «Les quedan cuarenta y cinco minutos».

—Si nos dejaran en paz… —se quejó Pablo.

—Quieren destruirnos la moral —dijo Aquino.

De repente el padre Rivas salió del cuarto. Llevaba su revólver.

Charley Fortnum descansaba en el ataúd. Tenía los ojos abiertos, fijos en el techo.

—¿Ha venido a liquidarme, padre? —preguntó.

El padre Rivas tenía un aire de timidez, quizá de vergüenza. Dio unos pasos en la habitación.

—No, no. No es eso. Todavía no. Pensé que podía necesitar algo.

—Todavía me queda whisky.

—Ya ha oído el altavoz. Pronto vendrán a buscarlo.

—¿Y entonces me matará?

—Ésas son mis órdenes, señor Fortnum.

—Creía que un sacerdote sólo recibía órdenes de la Iglesia, padre. Ah, me olvidaba. Usted ya no pertenece a la Iglesia, ¿no es cierto? Sin embargo, ha dicho una misa. No soy demasiado católico, y además no tenía muchas ganas de oír esa misa. Hoy no es día de precepto. No lo es para mí.

—Lo he recordado a usted en el altar, señor Fortnum —dijo el padre Rivas con torpe formalidad, como si se dirigiera a un feligrés corriente. La frase pertenecía a un lenguaje que se había enmohecido durante los últimos años.

—Lástima que no se olvidara, padre.

—No podré olvidarme nunca —dijo el padre Rivas.

Charley Fortnum advirtió con sorpresa que el hombre estaba a punto de llorar.

—¿Qué pasa, padre? —preguntó.

—Nunca pensé que ocurriría esto. Si hubiera sido el embajador norteamericano… El Gobierno habría cedido y yo habría salvado diez vidas. Nunca pensé que quitaría una vida.

—¿Por qué lo eligieron a usted como jefe?

—El Tigre pensó que podía confiar en mí.

—Bueno, es cierto, ¿verdad?

—Ahora no lo sé. No lo sé.

«¿El condenado tendrá siempre que consolar a su verdugo?», pensó Charley Fortnum.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó.

El hombre lo miró con una expresión de esperanza, como un perro que cree haber oído la palabra «vamos». Dio un paso y Charley Fortnum recordó al condiscípulo de orejas salientes de quien Masan solía burlarse.

—Lo siento… —dijo.

¿Qué lamentaba? ¿No ser el embajador norteamericano?

—Sé lo difícil que debe ser para usted. Estar ahí acostado, esperando… Si quisiera prepararse un poco… Quizá lo obligara a pensar en otra cosa…

—¿Quiere confesarme?

—Sí. En un caso extremo… hasta yo… —explicó.

—Yo no sirvo como penitente, padre. Hace treinta años que no me confieso. Desde mi primer matrimonio… que no fue un matrimonio. Es mejor que se ocupe de los demás.

—Ya he hecho todo lo que puedo por ellos.

—Después de tanto tiempo… es imposible… No tengo bastante fe. Aunque las recordara, me daría vergüenza decir todas esas palabras, padre.

—Si no tuviera fe no sentiría vergüenza. Y no necesita decirlas en voz alta, señor Fortnum. Haga un acto de constricción. En silencio. Para usted mismo. Basta con eso. Nos queda muy poco tiempo. Sólo un acto de constricción —suplicó como si estuviera pidiendo limosna.

—Ya le he dicho que he olvidado las palabras.

El hombre se acercó otros dos pasos, como reuniendo fuerzas o esperanzas. Quizás esperaba que le ofrecieran lo bastante para comprar un pedazo de pan.

—Diga sólo que se arrepiente. Y trate de ser sincero.

—Oh, me arrepiento de muchas cosas, padre. Aunque no del whisky.

Levantó la botella, calculando cuánto quedaba en ella, y volvió a dejarla.

—Qué vida ésta… Uno siempre depende de una droga o de otra.

—Olvídese del whisky. Tiene que haber otras cosas. Lo único que le pido es que diga… me arrepiento de haber violado una ley.

—Ni siquiera recuerdo qué leyes he violado. Hay tantas leyes…

—Yo también he violado la ley, señor Fortnum. Pero no me arrepiento de haber tomado a Marta. No me arrepiento de estar aquí con esos hombres. Este revólver… uno no puede pasarse la vida agitando un incensario o asperjando agua bendita. Pero si hubiera aquí otro sacerdote, le diría:

Sí, me arrepiento. Me arrepiento de no vivir en un tiempo en que las leyes de la Iglesia sean más fáciles de obedecer… o en algún futuro en que cambien o no parezcan tan duras. Hay una cosa que puedo decir sin esfuerzo. Quizás usted también pueda decirla. Me arrepiento de no haber tenido más paciencia. Los fracasos como los nuestros suelen ser por falta de esperanza. Por favor… ¿no puede usted decir que se arrepiente de no haber tenido más esperanza?

El hombre necesitaba consuelo, sin duda, y Charley Fortnum le dio todo el que pudo.

—Sí, creo que podría decir eso, padre.

Padre, padre, padre. La palabra resonaba una y otra vez en su mente. Veía a su padre, perplejo, sin reconocerlo, junto a la mesa de las bebidas, mientras él permanecía en el suelo, bajo el caballo. «Pobre hijo de puta», pensó.

El padre Rivas terminó las palabras de la absolución.

—Ahora podría tomar un trago con usted, uno pequeño —dijo.

—Gracias, padre —dijo Charley Fortnum—. Tengo mucha más suerte que usted. A usted nadie podrá darle la absolución.

—Sólo veía a tu padre una vez al día, y durante pocos minutos —dijo Aquino—, mientras dábamos vueltas por el patio de la comisaría. A veces…

Se interrumpió para escuchar el altavoz entre los árboles. La voz decía:

«Les quedan sólo quince minutos».

—El último cuarto de hora ha pasado demasiado rápido para mi gusto —comentó Plarr.

—¿Ahora empezarán a contar los minutos? ¡Por qué no nos dejarán morir en paz!

—Cuéntame algo más sobre mi padre.

—Era un viejo muy simpático.

—¿De qué hablabais en esos minutos que estabais juntos? —preguntó Plarr.

—Nunca teníamos tiempo para hablar mucho. Siempre había un guardia. Caminaba junto a nosotros. Me saludaba muy serio y afectuoso, como un padre que saluda a su hijo y… bueno, yo le tenía un gran respeto. Siempre había un instante de silencio… como ocurre con los caballeros como él. Yo esperaba a que él hablara primero. Entonces el guardia nos pegaba un grito y nos separaba a empujones.

—¿Lo torturaron?

—No. No como a mí. Los tipos de la CIA no lo hubieran permitido. Era un anglosajón. Pero quince años en una comisaría son una larga tortura. Es más fácil perder unos cuantos dedos.

—¿Qué aspecto tenía?

—Era un viejo. ¿Qué más puedo decirte? Tú deberías saber cómo era mejor que yo.

—La última vez que lo vi no era un viejo. Quisiera tener una fotografía de él, muerto; aunque fuera una instantánea de esas que toman para los expedientes.

—No creo que fuera una imagen muy agradable.

—Pero llenaría un vacío. Si se hubiera escapado quizá no nos habríamos reconocido. Si hubiera venido aquí con vosotros.

—Tenía el pelo muy blanco.

—No lo tenía cuando vivíamos juntos.

—Y estaba muy encorvado. Sufría mucho de reumatismo en la pierna derecha. En realidad, fue el reumatismo lo que lo mató.

—Yo recuerdo a un hombre muy diferente. Alto, flaco, erguido. Se fue del muelle caminando con rapidez. Se volvió una vez para saludarnos.

—Qué raro. A mí me pareció un hombre bajo y gordo que renqueaba.

—Me alegra que no lo torturaran… como a ti.

—Como los guardias siempre estaban cerca, no tuve oportunidad de contarle nuestro plan. Cuando llegó el momento… ni siquiera sabía que el guardia estaba comprado.

Le grité «Corra» y se quedó perplejo. Vaciló. Entre la vacilación y el reumatismo…

—Hiciste todo lo posible, Aquino. No fue culpa tuya.

—Una vez le recité un poema, pero no creo que le interesara mucho la poesía. De todos modos, era un buen poema. Empezaba: «La muerte tiene gusto a sal». ¿Sabes qué me dijo una vez? Parecía enfadado, no sé con quién. Y me dijo: «No soy desdichado aquí. Lo que pasa es que me aburro. Me aburro muchísimo. Si Dios quisiera enviarme algún dolor…». Qué cosa tan rara de decir.

—Creo que lo entiendo —dijo Plarr.

—Al fin debió de encontrar ese dolor que esperaba.

—Sí. Tuvo suerte al final.

—Por mi parte, nunca he conocido el aburrimiento. Conozco el dolor. Y el miedo. Ahora tengo miedo. Pero nunca he conocido el aburrimiento.

—Tal vez aún no hayas llegado al final —dijo Plarr—. Es bueno que eso ocurra cuando uno es viejo, como mi padre.

Pensó en su madre entre los papagayos de porcelana, en su apartamento de Buenos Aires, o comiendo éclairs en la calle Florida; pensó en Margarita, dormida en la calculada penumbra de su dormitorio, mientras él observaba aquel rostro al que no amaba; pensó en Clara, y en su hijo, y en el largo, imposible futuro junto al Paraná. Tuvo la sensación de ser tan viejo como su padre, de haber pasado tantos años en la cárcel como él, de ser su padre, escapado de esa cárcel…

«Les quedan diez minutos —dijo el altavoz—. Liberen al cónsul inmediatamente y salgan uno por uno con las manos en alto…».

La voz seguía dando minuciosas instrucciones cuando el padre Rivas volvió al cuarto.

—Casi ha terminado el plazo. Será mejor que lo mate ahora mismo. Éste no es trabajo para un cura.

—Tal vez no cumplan la amenaza…

—No podemos esperar para comprobarlo. Esos paracaidistas están bien adiestrados por los yanquis en Panamá. Se mueven con rapidez.

—Vaya hablar con Pérez —dijo Plarr.

—No, no, Eduardo. Sería un suicidio. Ya oíste lo que dijo Pérez. No respetarán ni la bandera blanca. ¿No estás de acuerdo, Aquino?

Pablo dijo:

—No tenemos salvación. Soltemos al cónsul.

—Si ese hombre cruza este cuarto, le pego un tiro —dijo Aquino—. Y a cualquiera que lo ayude. Incluso a ti, Pablo.

—Después nos matarán a todos —dijo Marta—. Si muere, moriremos todos.

—Será una ocasión memorable.

—El machismo… —dijo Plarr—. Otra vez ese estúpido machismo de mierda, León. Tengo que hacer algo por ese pobre diablo. Si hablo con Pérez…

—¿Qué puedes ofrecerle?

—Si consiente en prolongar el plazo, ¿vosotros haríais lo mismo?

—¿Y qué se ganaría con eso?

—Es el cónsul inglés. El Gobierno de Inglaterra…

—No es más que un cónsul honorario, Eduardo. Tú mismo nos has explicado muchas veces qué significa eso. —Vosotros consentiríais, si Pérez…

—Sí, consentiremos, pero dudo que Pérez… Ni siquiera te dará tiempo de hablar.

—Creo que me lo dará. Hemos sido buenos amigos.

Por la mente de Plarr pasó el recuerdo de la gran selva horizontal en el río y de la figura Pérez avanzando sin vacilar sobre los troncos flotantes hacia el grupo donde lo esperaba el asesino. «Ésa es gente como yo», había dicho Pérez.

—Pérez no es un mal hombre, aunque es policía.

—Tengo miedo por ti, Eduardo.

—El doctor también padece de machismo… —dijo Aquino—. Anda. Anda y háblale… pero llévate un revólver.

—No es machismo de lo que padezco. Tú me dijiste la, verdad, León. Estoy celoso. Celoso de Charley Fortnum.

—Cuando un hombre está celoso —dijo Aquino— mata a otro hombre o se hace matar. Los celos son algo simple.

—Mis celos son de otra especie.

—¿Qué otra clase de celos puede haber? Tú te acuestas con la mujer de otro… Y cuando él hace lo mismo…

—Él la quiere. Eso es lo malo.

«Les quedan cinco minutos», dijo el altavoz.

—Estoy celoso porque él la quiere. Esa palabra cursi, estúpida: querer… Nunca ha significado nada para mí. Como la palabra Dios. Sé cómo acostarme con una mujer. No sé querer. Charley Fortnum, ese pobre viejo borracho, ganó la partida.

—Nadie renuncia tan rápido a una mujer —dijo Aquino—. Cuesta mucho trabajo conquistarlas.

—¿Conquistar a Clara? —rió Plarr—. Le pagué con un par de gafas de sol.

Los recuerdos seguían acudiendo a su mente. Eran como tediosos obstáculos que debía sortear antes de llegar a la puerta.

—Cuando salí de casa me preguntó algo… Pero no le presté atención.

—No salgas, Eduardo. No puedes confiar en Pérez…

Cuando abrió la puerta, la luz del sol lo deslumbró un instante. Después vio de nuevo el mundo con claridad. Ante él se extendían veinte metros de barro. El indio Miguel yacía a un lado como un montón de trapos, empapado por la lluvia de la noche. Más allá del cuerpo empezaban los árboles y la sombra espesa.

No había señales de vida. Sin duda la policía había evacuado las chozas vecinos. A unos treinta metros vio que algo resplandecía entre los árboles. Podía haber sido una bayoneta iluminada por un rayo de sol. Pero a medida que se acercaba vio que era un pedazo de lata que formaba parte de una choza oculta entre los árboles. Un perro ladraba a lo lejos.

Plarr avanzó lentamente, vacilando. Nadie se movió, nadie habló, no se oyó un solo disparo. Levantó las manos hasta un poco más arriba de la cintura, como una mago que desea mostrar que están vacías.

—¡Pérez! ¡Coronel Pérez! —gritó.

Se sintió ridículo. Después de todo, no había peligro.

Habían exagerado la situación. Se había sentido mucho más inseguro al seguir a Pérez de tronco en tronco.

No oyó el disparo que lo hirió desde atrás, en la pierna derecha. Cayó hacia adelante, como si le hubieran hecho a zancadilla en un partido de rugby, con la cara a muy pocos metros de la sombra de los árboles. No sintió ningún dolor y, aunque por un instante perdió la conciencia, fue tan agradable como dormitar sobre un libro en un día caluroso.

Cuando abrió los ojos, la sombra de los árboles apenas se había movido. Se sentía amodorrado. Quiso arrastrarse hacia la sombra y volver a dormirse. El sol de la mañana era demasiado fuerte. Tenía la vaga conciencia de que debía discutir algo con alguien, pero podía esperar hasta después de la siesta. «Gracias a Dios que estoy solo», pensó. Estaba demasiado cansado para hacer el amor y tenía demasiado calor. Se había olvidado correr las cortinas.

Oyó el ruido de una respiración a sus espaldas. Eso le pareció incomprensible. Una voz susurró:

—Eduardo.

No la reconoció. Pero cuando oyó que repetía su nombre, exclamó:

—¡León!

No podía entender qué hacía León allí. Trató de volverse, pero la rigidez de su pierna se lo impidió.

La voz dijo:

—Creo que me han disparado en el vientre.

Plarr despertó súbitamente. Los árboles que tenía frente a sí eran los árboles del barrio. El sol brillaba sobre su cabeza porque no había tenido tiempo de llegar hasta los árboles. La voz que ya había reconocido dijo:

—He oído el disparo. Tenía que salir.

Plarr intentó volverse una vez más, pero fue inútil y desistió.

—¿Estás mal herido? —preguntó la voz tras de él.

—Creo que no. ¿Y tú?

—Oh, ya estoy a salvo —contestó la voz.

—¿A salvo?

—Totalmente a salvo. No podría matar ni a una mosca.

—Tenemos que llevarte a un hospital.

—Tenías razón, Eduardo —dijo la voz—. No sirvo para asesino.

—No entiendo qué ha pasado… Tengo que hablar con Pérez… Tú no tenías nada que hacer aquí, León. Debiste esperar con los demás.

—Pensé que podías necesitarme.

—¿Por qué? ¿Para qué?

Hubo un largo silencio hasta que Plarr hizo una pregunta absurda:

—¿Todavía estás ahí?

Oyó un susurro tras él.

—No te oigo —dijo Plarr.

La voz dijo una palabra que sonó como «padre». Nada de lo que ocurría parecía tener el menor sentido.

—No te muevas —dijo Plarr—. Si ven que nos movemos pueden disparar de nuevo. Ni siquiera hables.

—Me arrepiento… Pido perdón…

Ego te absolvo —dijo Plarr, en un relámpago de memoria.

Quiso reírse, demostrar a León que sólo estaba bromeando. Cuando eran jóvenes, ambos solían reírse de las incomprensibles fórmulas que les enseñaban los curas. Pero estaba demasiado cansado y la risa no llegó a brotar de su garganta.

Tres paracaidistas salieron de la sombra. Con sus trajes de camuflaje parecían árboles caminando. Tenían listos los rifles automáticos. Dos de ellos avanzaron hacia la choza. El tercero se acercó a Plarr, que permaneció inmóvil conteniendo el poco aliento que le quedaba.