3

El sábado al mediodía llegaron las noticias tan esperadas. Pero tuvieron que escuchar pacientemente hasta el final del boletín. Todos los gobiernos involucrados parecían coincidir en la táctica de restar importancia al asunto Fortnum. Buenos Aires citaba expresiones muy moderadas de la opinión británica. The Times de Londres, por ejemplo, había declarado que un novelista argentino (no se citaba su nombre) se ofrecía a cambio del cónsul y un programa de la BBC (como observaba el comentarista argentino) ponía el asunto en la perspectiva justa. Un ministro se había referido brevemente al asunto, respondiendo a una pregunta durante un programa de televisión sobre la violencia política, motivado por la trágica muerte de más de ciento sesenta pasajeros de un avión BOAC: «No sé de ese secuestro en la Argentina más que cualquiera de nuestros espectadores. No tengo tiempo de leer muchas novelas, pero antes de venir a este programa he preguntado al librero de mi mujer quién era ese señor Savindra, y me temo que él no está mejor informado que yo». «Por mucho que comprenda la situación del señor Fortnum —agregaba el ministro—, quiero destacar que no podemos considerar su secuestro como un ataque al servicio diplomático inglés. El señor Fortnum nunca ha sido miembro del servicio diplomático. Nació en la Argentina y nunca, que yo sepa, ha visitado Inglaterra. Cuando ocurrió ese desdichado asunto, estábamos a punto de prescindir de sus funciones como cónsul honorario. El señor Fortnum ya ha sobrepasado la edad normal del retiro y no existe motivo fundado para reemplazarlo, puesto que el número de residentes ingleses en esa provincia se ha reducido mucho en los últimos diez años. Estoy seguro de que ustedes saben muy bien que este Gobierno procura reducir el presupuesto de Relaciones Exteriores».

Ante la pregunta de si la actitud del Gobierno habría sido la misma de haber pertenecido la víctima al servicio diplomático, el ministro dijo: «Exactamente la misma. No tenemos intención de ceder en esta clase de extorsiones, sean cuales fueran las circunstancias. En este caso particular, confiamos que el señor Fortnum será liberado cuando esos insensatos comprendan la inutilidad de su acción. De todos modos, corresponde al presidente de la Argentina decidir si esos criminales deben tratarse con clemencia. Ahora, volviendo al verdadero tema de este programa: puedo asegurar que en el avión no había policías, de modo que es imposible que se produjera una lucha con armas…».

Pablo apagó la radio.

—¿Qué significa todo eso? —preguntó el padre Rivas.

—Han dejado el caso de Fortnum en tus manos —dijo Plarr.

—Si han decidido no hacer caso del ultimátum, será mejor que lo matemos cuando antes —dijo Aquino.

—Nuestro ultimátum no está dirigido al Gobierno inglés —dijo el padre Rivas.

—Desde luego, eso es lo que tienen que decir en público —se apresuró a corregirse Plarr—. No podemos saber qué presiones estarán ejerciendo en secreto sobre Buenos Aires y Asunción.

Pero esas palabras sonaron poco convincentes, inclusive para él mismo.

Se pasaron la tarde relevando los turnos de guardia y tomando mate, con la sola excepción de Plarr, que había heredado de su padre el gusto por el té. Plarr y Aquino jugaron otra partida de ajedrez. Fingiendo una distracción que le hizo perder una reina, Plarr permitió que Aquino ganara. Pero el tono con que Aquino pronunció «Jaque mate» denunciaba una hosca falta de fe.

Plarr fue a ver dos veces a su enfermo y en ambas ocasiones lo encontró durmiendo. Contempló con resentimiento la expresión pacífica del condenado. Hasta sonreía un poco: quizá soñara con Clara o con su hijo, o quizá tan sólo con la «medida exacta». Plarr se preguntó cómo serían los años futuros, en el improbable caso de que los hubiera. No estaba preocupado por Clara: su relación amorosa, si así podía llamársela, habría terminado muy pronto, de todos modos. Lo que lo preocupaba era el niño, al que veía creciendo bajo la tutela de Charley Fortnum. Sin motivo racional, se imaginaba al niño ya crecido, muy parecido a él mismo en dos fotografías que le habían tomado a los cuatro y a los ocho años. Su madre todavía las conservaba en su atiborrado apartamento, en unos marcos de plata que se habían vuelto negruzcos por falta de lustre, entre los papagayos de porcelana y todos los desechos de tienda de antigüedades.

Estaba seguro de que Charley educaría a su hijo como católico: y sería muy estricto en cuanto a eso, puesto que él mismo había violado las reglas de la Iglesia. Imaginaba a Charley junto a la cama del niño, oyéndolo con placer sentimental balbucear un Padrenuestro. Después se reuniría con Clara y la mesa rodante con las bebidas en la galería. Charley sería un padre muy bueno. Nunca obligaría a su hijo a montar. Y hasta era posible que abandonara la bebida o redujera la medida exacta. Llamaría «muchacho» al niño, le daría palmaditas en la mejilla y pasaría ante él las páginas del London panorama, antes de arroparlo bien en la cama. De pronto Plarr vio al niño sentado en la cama, como él lo había estado, oyendo el ruido distante de las puertas al cerrarse, las voces bajas en el piso inferior, las pisadas furtivas. Recordó una noche en que había ido al dormitorio de su padre en busca de protección, y ahora vio el rostro de su padre, con barba, de cuatro días, tendido en el ataúd.

Plarr volvió bruscamente a la compañía de los futuros asesinos de Charley Fortnum.

Habían cambiado los turnos de guardia: Aquino estaba fuera y Pablo había reemplazado al indio junto a la puerta. El guaraní dormía tranquilamente en el suelo y Marta lavaba los platos ruidosamente en el patio de atrás. El padre Rivas estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared. Jugueteaba con unas alubias secas, que se pasaba de una mano a otra como las cuentas de un rosario roto.

—¿Terminaste el libro? —preguntó Plarr.

—Oh, sí —dijo el padre Rivas—. El final era exactamente como pensaba. Uno siempre adivina… El asesino tomó el expreso de Edimburgo y se suicidó en él. Por eso el tren llevaba media hora de retraso y ese tipo Bradshaw estaba equivocado. ¿Cómo está el cónsul?

—Duerme.

—¿Y la herida?

—Marcha bien. Pero ¿vivirá lo bastante para verla cicatrizada?

—Pensaba que creías en esas presiones secretas…

—También yo pensaba que creías en algo, León. En cosas tales como la caridad y la clemencia. Un sacerdote no puede dejar de serlo jamás: ésa es la teoría, ¿no es cierto? No empieces a hablarme del padre Torres o de los obispos que iban a la guerra en la Edad Media. No estamos en la Edad Media ni en ninguna guerra. Esto no es más que el asesinato de un hombre que no os ha hecho ningún daño; un hombre que podría ser mi padre o el tuyo. ¿Dónde está tu padre, León?

—En Asunción, bajo un monumento de mármol casi tan grande como esta choza.

—Parece que todos nosotros tenemos padres muertos…

Fortnum odiaba al suyo. Creo que yo hubiera querido al mío. Tal vez. ¿Cómo puedo saberlo? La palabra «amar» tiene un sonido tan meloso… Nos enorgullecemos de amar, como si hubiéramos aprobado un examen con una calificación muy superior a la media. ¿Cómo era tu padre? No recuerdo haberlo visto nunca.

—Era lo que podrías imaginar, un representante de la burguesía más rica del Paraguay. ¿Recuerdas nuestra casa de Asunción, con el gran pórtico, y las columnas blancas, y los cuartos de baño de mármol, y los naranjos y limoneros en el jardín? Y los lapachos que cubrían los senderos con sus pétalos rosados… Quizá nunca hayas visto la casa por dentro, pero creo que una vez fuiste a una fiesta de cumpleaños en el jardín. Mis amigos no podían entrar en la casa: había tantas cosas que podían romper o ensuciar… Teníamos seis criados. Los quería más que a mis padres. Y había un jardinero llamado Pedro. Siempre estaba barriendo los pétalos. Mi madre decía que daban al jardín un aspecto tan descuidado… Yo quería mucho a Pedro, pero mi padre lo echó de la casa porque robó unos pocos pesos olvidados sobre un banco del jardín. Mi padre enviaba todos los años mucho dinero al Partido Colorado, de manera que no tuvo ningún problema cuando el general subió al poder después de la guerra civil. Era un buen abogado, pero nunca defendió a nadie que no tuviera dinero. Defendió a los ricos con toda fidelidad hasta que murió, y todos dijeron que había sido un buen padre, porque dejó mucho dinero. Bueno, supongo que en ese sentido lo fue. Uno de los deberes de un padre es mantener a sus hijos.

—¿Y Dios Padre, León? No me parece que le preocupe mantenernos… Anoche te pregunté si todavía creías en Él. Siempre me ha parecido un miserable… Preferiría creer en Apolo. Al menos era guapo.

—Lo malo es que hemos perdido el poder de creer en Apolo —dijo el padre Rivas—. Ahora llevamos a Jehová en la sangre. No podemos evitarlo. Después de tantos siglos, Jehová vive en nuestra oscuridad como un gusano en los intestinos.

—Nunca debiste hacerte sacerdote, León.

—Quizá tengas razón, pero ya es demasiado tarde para cambiar. ¿Qué hora es? Estoy harto de esta radio, pero hay que escuchar las noticias. Todavía es posible que cedan.

—Se me ha parado el reloj. Me olvidé de darle cuerda.

—Entonces será mejor que dejemos la radio encendida, aunque sea peligroso, mientras haya esperanza.

Bajó el volumen todo lo posible, pero a partir de ese instante ya no se sintieron solos, Alguien tocaba el arpa de manera casi inaudible, alguien cantaba en un susurro. Era como estar sentados en una inmensa sala, en un sitio desde el cual no podían verse ni oírse los intérpretes. No podían hacer otra cosa que hablar, hablar de cualquier cosa, salvo del sábado a medianoche.

—Muchas veces he comprobado que cuando un hombre deja a una mujer empieza a odiarla —dijo Plarr—. ¿O acaso odia su propio fracaso? Quizá tratemos de destruir el único testigo que sabe exactamente cómo somos cuando ya no fingimos. Creo que odiaré a Clara cuando la deje.

—¿Quién es Clara?

—La mujer de Fortnum.

—Entonces ¿es cierto lo que dicen?

—En la situación en que estamos, ya no tiene mucho sentido seguir mintiendo. La muerte es una droga de la verdad maravillosamente eficaz, mucho más que el pentotal. Vosotros, los sacerdotes, lo habéis sabido siempre. Cuando llega el sacerdote, siempre dejo a los moribundos para que puedan hablar con libertad. Casi todos quieren hablar, si les queda fuerza.

—¿Estás dispuesto a dejar a esa mujer?

—No estoy dispuesto a nada. Pero ocurrirá, si es que vivo. Estoy seguro. En este mundo nada dura para siempre, León. Cuando entraste en la Iglesia, ¿no sabías en el fondo de tu corazón que algún día terminaría tu sacerdocio?

—No. Nunca lo creí. Ni por un instante. Pensaba que la Iglesia y yo queríamos lo mismo. Había sido muy feliz en el seminario. Podría decirse que fue mi luna de miel. Sólo en algunas ocasiones… Supongo que pasa lo mismo con toda luna de miel. Había momentos en que presentía que algo andaba mal… Recuerdo a un viejo sacerdote… era el profesor de teología moral. Nunca conocí a un hombre tan seco, tajante, seguro de la verdad… El curso de teología moral es siempre el más complicado en un seminario. Uno aprende las reglas y descubre que no se aplican a ningún caso humano… Yo pensaba: ¿qué importa una pequeña diferencia de opiniones? Al fin el hombre y la mujer se acercan… La Iglesia se acercará cada vez más a mí mientras yo vaya acercándome a ella.

—Pero cuando dejaste la Iglesia empezaste a odiarla, ¿no es cierto?

—Ya te lo he dicho. No he dejado la Iglesia. Lo nuestro es sólo una separación, no un divorcio, Eduardo: una separación por consentimiento mutuo. Yo nunca perteneceré por entero a nadie. Ni siquiera a Marta.

—También una separación produce odio —dijo Plarr—. Lo he visto muchas veces entre mis pacientes, en este país donde no existe el divorcio.

—Nunca ocurrirá en mi caso. Aun cuando no pueda amar, no veo motivos para odiar. No puedo olvidar esa larga luna de miel en el seminario, cuando era tan feliz. Ahora, si algo siento por la Iglesia no es odio, sino nostalgia. Creo que la Iglesia habría podido utilizarme para algún buen propósito si hubiera comprendido más. Quiero decir si hubiera comprendido el mundo, tal como es.

La radio murmuró algo y ambos aguzaron el oído para oír la señal de la hora. En ese cuarto de barro, que podría haber sido un túmulo primitivo, preparado para una familia entera, Plarr ya no sintió el menor deseo de atormentar a León Rivas. Si había alguien a quien quería atormentar, era a él mismo. Pensó: «Por más que simulemos, los dos hemos perdido la esperanza. Por eso podemos hablar como los amigos que éramos. He llegado a una vejez prematura en que ya no puedo burlarme de un hombre por sus creencias, por absurdas que sean. Sólo puedo envidiarlas».

Un instante después la curiosidad lo hizo hablar. Recordaba que durante su Primera Comunión, en Asunción, vestido como un monje diminuto, con una cuerda en torno a la cintura, había creído en algo… aunque ya no podía recordar en qué.

—Hacía mucho tiempo que no hablaba con un sacerdote —dijo a León—. ¿No enseñabas que la Iglesia es infalible, como Cristo?

—Cristo era un hombre —dijo el padre Rivas—, aunque algunos creamos que también era Dios. No era el Dios que mataron los romanos, sino un hombre. Un carpintero de Nazaret. Algunas de las reglas que dejó eran sólo las reglas de un buen hombre. Un hombre que vivía en su propia provincia, en su propio día… No tenía la menor idea de cómo sería el mundo en que vivimos ahora. Dad al César… pero cuando nuestro César usa bombas napalm… La Iglesia también vive de acuerdo con los tiempos. Sólo que a veces, en ciertas épocas, hay algunos hombres que… No soy de ésos, no soy un hombre de gran visión… Creo que a veces… Pero ¿cómo puedo explicártelo, si yo mismo creo tan poco? Creo que a veces el recuerdo de ese hombre, ese carpintero, puede elevar a algunos hombres desde la Iglesia temporal de estos años terribles, en que el arzobispo comparte la mesa del general, hasta permitirles ingresar en la gran Iglesia que está situada más allá de nuestro tiempo. Y entonces, esos hombres afortunados… no tienen palabras para describir la belleza de esa Iglesia.

—No entiendo una palabra de lo que dices, León. Antes me explicabas las cosas con más claridad. Hasta la Trinidad. —Perdóname. Hace mucho tiempo que no leo los libros que debería leer.

—Tampoco yo soy el interlocutor más adecuado. No siento más interés por la Iglesia que por el marxismo. Para mí la Biblia es tan ilegible como Das Kapital. Sólo que a veces, como una mala costumbre, me sorprendo usando esa palabra tremenda: Dios. Anoche…

—Las palabras que usamos por pura costumbre no significan nada.

—De todos modos, cuando le pegues un tiro en la nuca a Fortnum, ¿estás seguro de que por un instante no tendrás miedo del viejo Jehová? «No matarás»…

—Si lo mato, la culpa será tanto de Dios como mía.

—¿Culpa de Dios?

—Él me ha hecho tal como soy ahora. Él será quien habrá cargado el revólver y quien guíe mi mano. —La Iglesia enseña que Dios es amor.

—¿Fue amor para los seis millones de judíos enviados a los hornos de gas? Tú eres médico, muchas veces habrás visto dolores insoportables, un niño muriéndose de meningitis, por ejemplo. ¿Es eso amor? Tampoco fue el amor lo que cortó los dedos de Aquino. Las comisarías donde ocurren esas cosas… fueron creadas por Él.

—Nunca había oído a un sacerdote echar la culpa a Dios de semejantes cosas.

—No le echo la culpa. Lo compadezco —dijo el padre Rivas.

La señal de la hora se oyó débilmente en la oscuridad.

—¿Compadeces a Dios?

El sacerdote puso los dedos en el dial. Por un instante vaciló antes de hacerlo girar. «Sí, siempre queda algo por decir a quienes siguen ignorando lo peor —pensó Plarr—. Nunca he dicho a un enfermo de cáncer que ya no tiene esperanza».

Una voz dijo en tono tan indiferente como si estuviera leyendo una lista de valores en el mercado de cambios: «El cuartel central de la policía ha enviado el siguiente comunicado: “A las dieciocho horas del día de ayer fue detenido un hombre que se negó a decir su nombre, mientras intentaba embarcarse en el ferry que va al Chaco. El individuo intentó escapar arrojándose al río, pero fue alcanzado por los disparos de la policía. Recuperado el cuerpo, resultó ser un conductor de camiones empleado en la fábrica de naranjada Bergman, Faltaba de su trabajo desde el último lunes, el día anterior al secuestro del cónsul inglés. Se trataba de Diego Corredo, soltero, de treinta y cinco años de edad. Se cree que esta identificación permitirá seguir las huellas de los demás miembros de la banda. También se cree que los secuestradores aún permanecen en la provincia y en estos momentos se está realizando una intensa búsqueda. El comandante del 9° pelotón de Infantería ha puesto una compañía de paracaidistas a disposición de la policía”.».

—Es una suerte para vosotros que no lo hayan interrogado —dijo Plarr—. No creo que a estas alturas de las cosas Pérez tuviera muchos escrúpulos.

Fue Pablo quien contestó:

—Pronto descubrirán quiénes eran sus amigos. Yo trabajé en la misma fábrica hasta hace un año. Todos saben que éramos buenos amigos.

La voz en la radio seguía hablando del equipo argentino de fútbol. Mientras jugaban en Barcelona se había producido un tumulto, con veinte personas heridas.

El padre Rivas despertó a Miguel y lo envió a relevar a Aquino. Cuando Aquino regresó empezaron las viejas discusiones. Marta había preparado el guiso anónimo que había servido los dos últimos días. Plan se preguntó si el padre Rivas habría padecido la misma comida cada día de su vida conyugal. Pero quizá no fuera peor que la que solía comer en el barrio pobre de Asunción.

Aquino agitó la cuchara en el aire y exigió la muerte inmediata de Charley Fortnum.

—Han matado a Diego —dijo.

Plarr fue al otro cuarto con un plato de guiso para alejarse un rato de ellos. Charley Fortnum miró el plato con repugnancia.

—Cómo me gustaría comerme un buen bistec asado… —dijo—. Pero supongo que tienen miedo de que usara el cuchillo para escapar.

—Todos comemos lo mismo —dijo Plarr—. Ojalá estuviera aquí Humphries. Quizás este guiso le gustaría aún más que el goulash del Club Italiano.

—«No importa cuál sea el crimen: todos reciben lo mismo».

—¿Es una cita?

—Un verso de ese Aquino. ¿Qué noticias hay?

—Diego trató de escapar al Chaco, pero la policía lo mató.

—Eran diez indiecitos y de pronto fueron nueve… ¿Seré yo el próximo?

—No lo creo. Usted es la última carta que les queda para jugar. Aunque la policía descubra este lugar, no se atreverán a atacar mientras usted esté vivo.

—No creo que se preocupen demasiado por mí.

—El coronel Pérez se preocupará de su carrera.

—¿Usted tiene tanto miedo como yo, Ted?

—No sé. Quizá tenga un poco más de esperanza. O quizá no tenga nada que perder.

—Sí, eso es cierto. Usted tiene suerte. No debe preocuparse por Clara ni por el niño. —Es cierto.

—Usted sabe de estas cosas, Ted. ¿Dolerá mucho?

—Dicen que cuando las heridas son muy graves, la gente apenas sufre.

—Y mi herida será la más grave de todas.

—Sí.

—Clara sentirá el dolor mucho más que yo. Ojalá fuera al revés.

En el otro cuarto seguían discutiendo cuando Plarr regresó. Aquino estaba diciendo:

—Pero él no sabe nada de lo que está pasando. Está bien seguro en Córdoba…

Se contuvo y miró a Plarr.

—No os preocupéis —dijo Plarr—. No creo que os sobreviva. A menos que abandonéis esta idea absurda. Todavía tenéis tiempo de escapar.

—Y de admitir nuestro fracaso ante el mundo entero —dijo Aquino.

—Tú eras poeta. ¿Tenías miedo de admitir que un poema fracasaba?

—Mis poemas nunca se publicaron —dijo Aquino—. Nadie sabía cuándo fracasaban. Mis poemas nunca se leyeron por la radio. Nadie preguntó acerca de ellos en el Parlamento británico.

—De nuevo tu estúpido machismo. Quién habrá inventado el machismo. Una banda de forajidos como Pizarro y Cortés. ¿No podéis olvidar por un momento vuestra maldita historia? ¿No habéis aprendido nada de Cervantes? Él tuvo su ración de machismo en Lepanto.

—Aquino tiene razón —dijo el padre Rivas—. No podemos permitirnos un fracaso. Una vez los nuestros liberaron a un hombre en vez de matarlo. Era un cónsul paraguayo. Y al general le importaba tanto como ahora. No estábamos preparados para matar. Si volvemos a mostrarnos débiles, ya no habrá amenaza de muerte que valga en este continente. Hasta que hombres con más coraje que nosotros empiecen a matar a muchos más. No quiero ser responsable de las muertes que provocará nuestro fracaso.

—Tienes una conciencia muy complicada —dijo Plarr—. ¿También compadecerás a Dios por esos asesinatos?

—No entiendes para nada lo que digo.

—No. Los jesuitas de Asunción no me enseñaron que hay que compadecer a Dios. Al menos no lo recuerdo. —Quizá tendrías un poco más de fe si recordaras más.

—Yo, llevo una vida muy ocupada tratando de curar a los enfermos. No puedo dejar esa tarea a Dios.

—Tal vez tengas razón. Yo siempre he tenido demasiado tiempo. Dos misas los domingos. Unos cuantos días de fiesta. Confesiones dos veces por semana. Casi todas viejas, y desde luego los niños. A los niños los obligaban. Les pegaban si no iban. Y además, yo les daba caramelos. No como recompensa. El niño malo recibía tantos caramelos como el bueno. Sólo quería que se sintieran contentos mientras estaban arrodillados en el confesionario. Y cuando les daba la penitencia, trataba de que fuera un juego entre todos: una recompensa, no un castigo. Y ellos chupaban sus caramelos mientras decían un Avemaría. Yo también estaba contento junto a ellos. Nunca lo estuve junto a sus padres o sus madres. No sé por qué. Quizá si hubiese tenido un hijo…

—Qué largo viaje has hecho desde que saliste de Asunción…

—Aquélla no era una vida tan inocente como crees. Una vez un niño me dijo que había ahogado a su hermana menor en el Paraná. La gente creyó que se había caído accidentalmente. El niño me dijo que su hermana comía demasiado y le dejaba poco para él. ¡Menos mandioca!

—¿Le diste un caramelo?

—Sí. Y tres Avemarías de penitencia.

Pablo fue a relevar a Miguel. Marta sirvió el guiso al guaraní y limpió los demás platos.

—Padre, mañana es domingo —dijo—. Podrías decir misa para nosotros.

—Hace más de tres años que no digo misa. Ni siquiera creo recordar las palabras.

—Tengo un misal, padre.

—Entonces lee la misa, Marta. Da lo mismo.

—Ya has oído lo que ha dicho la radio. Los soldados nos buscan. Puede que sea la última misa que oigamos. Y además… tienes que decir una misa por Diego.

—No tengo derecho a decir misa. Cuando me casé contigo, me excomulgué.

—Nadie sabe que te casaste conmigo.

—Yo lo sé.

—El padre Pedro se acostaba con mujeres en Asunción.

Todos lo sabían. Y decía misa todos los domingos.

—Pero no se casó, Marta. Podía confesarse y volver a pecar y confesarse de nuevo. Yo no soy responsable de su conciencia.

—Para un hombre que planea un asesinato, tienes demasiados escrúpulos —dijo Plarr.

—Sí. Quizá no sean escrúpulos… Sólo supersticiones. Si tomara la Hostia casi creería tomar Su cuerpo. De todos modos, esta discusión es inútil. No tenemos vino.

—Sí lo tenemos, padre. Encontré un frasco de medicina vacío en la basura y lo hice llenar de vino en la cantina cuando fui a la ciudad.

—Piensas en todo —dijo el padre Rivas, tristemente.

—Padre, tú sabes que todos estos años he querido oírte decir misa de nuevo y ver a la gente rezando contigo. Claro que no será lo mismo, sin aquellas vestiduras. Eran tan bonitas… Ojalá las hubieras conservado.

—No eran mías, Marta. De todos modos, las vestiduras no son la misa. ¿Crees que los apóstoles llevaban vestiduras? No sabes cómo las odiaba cuando veía frente a mí a la gente vestida con harapos. Me aliviaba volverme de espaldas y no ver más que el altar y las velas… sólo que con el dinero que costaban esas velas podía haberse alimentado a la mitad de esa gente.

—Estás equivocado, padre. A todos nos alegraba verte con esas vestiduras. Eran tan bonitas, con tanta púrpura y tantos bordados de oro…

—Sí, supongo que por un momento os ayudaba a escapar de todo. Pero yo las sentía como las ropas de un presidiario. —No hagas caso de las reglas del arzobispo, padre. Tienes que decir misa mañana, para nosotros…

—¿Y si el arzobispo tiene razón y me estoy condenado para siempre?

—Dios no hará daño a un hombre tan bueno como tú, padre. Pero el pobre Diego, y la mujer de José, y todos nosotros… Tienes que hablarle a Dios de nosotros.

—Está bien. Diré misa. Lo haré por ti, Marta. He hecho muy pocas cosas por ti en estos años. Tú me has dado amor y lo único que yo te he dado ha sido el peligro y un piso de tierra para dormir sobre él. Diré misa en cuanto amanezca, si los soldados nos dan tiempo. ¿Queda un poco de pan?

—Sí, padre.

La oscura sensación de una tremenda injusticia impulsó a Plarr a decir:

—Vamos, León. Tú mismo no crees en toda esta superchería. Estás engañándolos, como al niño que mató a su hermana. Quieres darles caramelos antes de matar a Charley Fortnum… He visto con mis propios ojos cosas tan terribles como las que tú has oído en el confesionario, pero a mí no se me tranquiliza con caramelos… He visto nacer a un niño sin manos ni pies. Lo habría matado si hubiera estado solo con él, pero los padres me estaban mirando de cerca… Querían mantener vivo ese pedazo de carne sanguinolenta. Los jesuitas nos decían que teníamos el deber de amar a Dios. ¿A un Dios que produce ese aborto? Es como el deber de amar a Hitler para un alemán. ¿Acaso no es preferible dejar de creer en ese horror que está sentado en las nubes del cielo y dejar de fingir que lo amamos?

—Sería preferible no respirar, pero no puedo dejar de hacerlo. Creo que algunos hombres están condenados por un juez a creer, así como otros están condenados a la cárcel. No tienen posibilidad de elección ni de huida. Están entre rejas para toda la vida.

—«Sólo veo a mi padre a través de barrotes» —citó Aquino con una especie de sombría satisfacción.

—Por eso me siento en el suelo de mi calabozo —continuó el padre Rivas— y procuro descubrir qué sentido tiene esta vida tan absurda. No soy teólogo… Fui el peor en casi todos mis cursos… Pero siempre traté de entender qué es eso que tú llamas horror y por qué no podemos dejar de amarlo.

Como los padres que amaban ese pedazo de carne sanguinolenta. Sé que Dios parece muy feo, pero también yo soy feo y sin embargo Marta me ama. En mi primera prisión, en el seminario, había muchos libros sobre el amor de Dios, pero ninguno de ellos me ayudaba. Tampoco los padres me ayudaban. Porque ninguno de ellos llegaba hasta el horror: tienes razón al llamarlo así. Para ellos no existía ningún problema. Se sentaban cómodamente ante la presencia del horror como el viejo arzobispo ante la mesa del general y hablaban de la responsabilidad humana y el libre albedrío. El libre albedrío era la excusa para todo. Era la coartada de Dios. No habían leído a Freud. El mal era obra del hombre o de Satanás. Así las cosas eran muy simples… Pero nunca pude creer en Satanás. Era mucho más fácil creer que Dios era el diablo.

—Padre, no sabes lo que estás diciendo —exclamó Marta.

—Ahora no estoy hablando como sacerdote, Marta. Un hombre tiene derecho a pensar en voz alta frente a su mujer. Hasta un loco. Y quizá yo esté medio loco. Quizás esos años en el barrio pobre de Asunción me trastornaron los sesos y por eso estoy a punto de matar a un hombre inocente.

—Tú no estás loco, León —dijo Aquino—. Al contrario, has recuperado la cordura. Estás a punto de ser un buen marxista. Tienes razón, Dios es el diablo, Dios es el capitalismo. Depositemos tesoros en el cielo… nos producirán el ciento por ciento de interés eternamente.

—Creo en el mal que produce Dios, pero también creo en Su bondad —dijo el padre Rivas—. Él nos hizo a Su imagen… eso dice la vieja leyenda. Eduardo, tú sabes muy bien que muchas verdades de la medicina ya existen en las viejas leyendas. No fue en un laboratorio moderno donde se descubrió por primera vez el uso del veneno de las serpientes. Y las viejas usaban el moho de las naranjas podridas antes de que se descubriera la penicilina. También yo creo en una vieja leyenda casi olvidada. Él nos hizo a Su imagen… de manera que nuestro mal también es Su mal. ¿Cómo podría amar a Dios si Él no fuera como yo? Contradictorio como yo. Víctima de tentaciones como yo. Si quiero a un perro, es sólo porque puedo ver algo humano en un perro. Puedo sentir su miedo y su gratitud y hasta su traición. Sueña mientras duerme, como yo. No sé si podría querer a un sapo, aunque una vez, cuando toqué la piel de un sapo, recordé la piel de un viejo que había llevado una vida muy dura en el campo y me pregunté…

—Mi incredulidad me parece mucho más fácil de entender que tu extraña fe. Si tu Dios es el mal…

—Me he pasado dos años escondiéndome —dijo el padre Rivas—. Tengo que viajar con poco peso. En nuestro equipaje no hay espacio para los libros de teología. Sólo Marta conserva su misal. Yo he perdido el mío. Algunas veces he podido encontrar una novela de bolsillo… como ésta que he estado leyendo. Una novela policíaca. Esta clase de vida deja mucho tiempo para pensar… quizá Marta tenga razón y esté volviéndome loco. Pero no veo otra manera de creer en Dios. El Dios en que creo debe ser responsable de todos los malos y de todos los santos… Debe ser un Dios hecho a nuestra imagen, con un lado nocturno y un lado diurno. Cuando hablas del horror, Eduardo, hablas del lado nocturno de Dios. Creo que llegará un día en que el lado nocturno desaparecerá, como tu estado comunista, Aquino, y sólo veremos la simple luz del Señor. Tú crees en la evolución, Eduardo, aunque a veces generaciones enteras de hombres vuelven a la condición de bestias. La evolución es una larga lucha, un largo sufrimiento, y creo que Dios padece la misma evolución que nosotros, aunque quizá con más dolor.

—No estoy seguro de que exista la evolución —dijo el doctor Plarr—, puesto que en una sola generación hemos sido capaces de producir a Hitler y a Stalin. Imagínate que el lado nocturno de Dios se trague el lado diurno. Supongamos que desaparezca el lado bueno. Si creyera lo mismo que tú, a veces pensaría que eso ya ha sucedido.

—Pero yo creo en Jesucristo —dijo el padre Rivas—, creo en la cruz y en la redención. En la redención de Dios y en la del hombre. Creo que el lado diurno de Dios, en un momento de dichosa creación, produjo la bondad perfecta, así como el hombre puede pintar un cuadro perfecto. Por una vez siquiera la buena intención divina se realizó por completo, de manera que el lado nocturno sólo podrá ganar de cuando en cuando una mísera victoria. Con nuestra ayuda. Porque la evolución de Dios depende de la nuestra. Cada maldad nuestra fortalece su lado nocturno y cada acto bueno ilumina aún más su lado diurno. Pertenecemos a Él, así como Él nos pertenece. Pero ahora, por fin podemos saber dónde terminará, algún día, la evolución: terminará en un bien como el que enseña Jesucristo. Pero el proceso es terrible y el Dios en que creo sufre tanto como nosotros mientras lucha contra Sí mismo: contra Su lado malo.

—¿Matar a Charley Fortnum es una manera de ayudar su evolución?

—No. Ruego todo el tiempo que no tenga que matarlo.

—Pero lo matarás si el Gobierno no cede.

—Sí. Del mismo modo como tú te acuestas con la mujer de otro. Hay diez hombres que están muriendo lentamente en la cárcel y me digo a mí mismo que lucho por ellos y que los amo. Pero sé que mi amor es una pobre excusa. Un santo sólo tendría que rezar, pero yo tengo que usar un revólver. Estoy retardando la evolución…

—Entonces, ¿por qué?…

—San Pablo respondió esa pregunta: «Lo que hago no es lo que desearía hacer, sino algo que odio». Él lo sabía todo acerca del lado nocturno de Dios. Era uno de los que lapidaron a Esteban.

—¿Y sigues considerándote católico, a pesar de creer en todo eso?

—Sí, digan lo que digan los obispos o el propio Papa. Marta dijo:

—Me das miedo, padre. Todas esas cosas no están en el catecismo, ¿no es cierto?

—No. Pero el catecismo no es la fe, Marta: es una especie de ley de doble faz. No hay nada de lo que he dicho que niegue tu catecismo. Cuando eras niña te enseñaron lo que pasó con Abraham e Isaac y cómo Jacob traicionó a su hermano, y te contaron que Sodoma fue destruida, como esa aldea de los Andes, el año pasado. Cuando Dios es el mal, exige el mal; puede crear monstruos como Hitler; destruye a niños y ciudades. Pero un día, con nuestra ayuda, podrá arrancarse para siempre su máscara del mal. Muchas veces los santos llevaron durante algún tiempo la máscara del mal. Hasta san Pablo. Dios está unido a nosotros por una especie de transfusión de sangre. Su sangre pura corre por nuestras venas y nuestra sangre corrompida corre por la de Él. Ya sé que quizás esté loco o enfermo. Pero éste es el único modo en que puedo creer en la bondad divina.

—Es mucho más fácil no creer en Dios.

—¿Estás seguro?

—Tal vez los jesuitas dejaron en mí el virus de la enfermedad, pero he conseguido aislarlo. Lo mantengo controlado.

—Jamás había hablado esto con nadie… No sé por qué lo hago ahora.

La voz que Plarr empezaba a odiar llamó desde el otro cuarto: Ted, Ted.

Plarr no hizo ningún movimiento para levantarse.

—Tu paciente —le advirtió el padre Rivas.

—Ya he hecho por él todo lo que puedo. ¿Qué sentido tiene curarle el tobillo si vais a pegarle un tiro en la cabeza?

—Ted —volvió a llamar la voz.

—Sin duda quiere preguntarme qué vitaminas tendrá que dar Clara a su hijo. O cuándo deberá destetarlo. ¡Su hijo…! El lado oscuro de Dios debe de reírse a más no poder… Yo no quería tener un hijo. Me habría librado de él si Clara hubiese querido.

—Habla más bajo —dijo el padre Rivas—. Aunque estés celoso de ese pobre hombre…

—¿Celoso de Charley Fortnum? ¡Cómo puedo tenerle celos!

No podía dominar su voz.

—¿Celoso por el niño? Pero si es mío. ¿Celoso por su mujer? También es mía. Mientras quiera conservarla.

—Estás celoso porque él la quiere.

Plarr era consciente de la mirada severa de Marta. Hasta el silencio de Aquino parecía una crítica.

—Ah, el amor… Esa palabra no está en mi vocabulario.

—Dame la camisa, padre —dijo Marta—. Quiero lavarla para la misa.

—Un poco de mugre no tiene importancia.

—Has dormido tres semanas con esa camisa puesta, padre. No está bien subir al altar oliendo como un perro.

—Aquí no hay altar.

—Dámela, padre.

El padre Rivas se quitó la camisa obedientemente. El sol había desteñido el azul, que aparecía manchado de comida y de cal de muchas paredes.

—Haz lo que quieras —dijo el sacerdote—. Pero es una lástima desperdiciar agua. Podemos necesitar toda la que tenemos antes del fin.

Ya era demasiado oscuro para ver y el negro encendió tres velas. Llevó una al otro cuarto, pero volvió con ella y sopló la llama.

—Está durmiendo —dijo.

El padre Rivas encendió la radio y las tristes notas de la música guaraní llenaron la habitación: la música de un pueblo condenado a morir. Había muchos ruidos parásitos que recordaban el tableteo de una ametralladora. En las montañas, más allá del río, el verano estaba empezando y el relámpago temblaba en las paredes.

—Sacad todas las ollas y cubos que tengamos —dijo el padre Rivas.

Hubo una súbita ráfaga de viento y las hojas de los árboles barrieron sonoramente el techo de chapa. Después, otra ráfaga.

—Tendré que decir misa con una camisa mojada —dijo el padre Rivas—. A menos que pueda convencer a Marta de que a Dios no le molesta el torso desnudo de un hombre.

De pronto, como si alguien hubiera estado junto a ellos en la choza, una voz les dijo: «La jefatura de policía ha solicitado que se dé conocimiento público a la siguiente declaración…».

Hubo una pausa mientras el hombre buscaba el pasaje que debía leer; hasta podía oírse el ruido de los papeles que manejaba.

«Ya se conoce el lugar donde los secuestradores tienen cautivo al cónsul inglés. Han sido localizados en una zona determinada del barrio popular que…».

La lluvia llegó desde el Paraguay, azotó el techo de chapa y sofocó la voz del locutor. Marta entró corriendo con un pedazo de tela mojada en la mano: la camisa del padre Rivas.

—Padre, ¿qué puedo hacer? —exclamó—. La lluvia…

—¡Silencio! —dijo el padre, subiendo el volumen de la radio.

La lluvia pasaba sobre ellos camino de la ciudad y los relámpagos iluminaban sin cesar el cuarto. Más allá del Paraná, en el Chaco, los truenos resonaban como un fuego de artillería.

«Ya no tienen posibilidad de escapar», dijo la voz lenta y solemne, en un intervalo entre los ruidos parásitos, pronunciando con mucha claridad, como un maestro que explica un problema de matemáticas a un grupo de niños.

Plarr reconoció la voz del coronel Pérez:

«Sabemos exactamente dónde se ocultan. Están rodeados por hombres del 9° pelotón. Antes de las ocho de la mañana deberán sacar al cónsul de la casa. Debe salir solo y dirigirse hacia el monte de árboles. Cinco minutos después deberán salir los secuestradores, uno por uno y con las manos en alto. El gobernador garantiza que se respetarán sus vidas y no serán entregados al Paraguay. No intenten escapar. Se disparará contra cualquier hombre que salga de la casa antes de que el cónsul sea liberado. No se respetará la bandera blanca. Están completamente rodeados. Se advierte que si algún daño…».

Los ruidos parásitos volvieron a hacer ininteligibles sus palabras.

—¡Mentiras! ¡Todo mentiras! —exclamó Aquino—. Si estuvieran fuera Miguel los habría visto. Ese hombre puede ver una hormiga en la oscuridad. Matemos a Fortnum y después echaremos a suertes para decidir quién sale primero. En una noche como ésta, quién puede saber si el que sale de la casa es Fortnum o algún otro.

Abrió la puerta y gritó:

—¡Miguel!

Como respuesta a su llamada un semicírculo de luces brilló súbitamente entre los árboles, en un arco de casi cien metros. Por la puerta abierta Plarr vio una multitud de insectos que se precipitaban hacia la luz para estrellarse y quemarse contra los reflectores. El indio estaba tendido en el suelo y la sombra de Plarr se reflejó en el interior de la choza como un hombre muerto. Plarr se apartó, preguntándose si Pérez lo habría visto e identificado.

—No se atreverán a disparar contra la casa, por temor a matar a Fortnum —dijo Aquino.

Las luces volvieron a apagarse. En el silencio entre los truenos, oyeron un crujido no más fuerte que los movimientos de una rata. Aquino estaba junto a la puerta y volvió su arma hacia la oscuridad.

—No —dijo el padre Rivas—, es Miguel.

Otra ola barrió el tejado y en el patio se volcó una pala que el viento arrastró con gran estrépito.

La oscuridad no duró mucho. Tal vez un rayo había fundido un fusible que ya estaba arreglado. Los hombres que estaban observando desde el interior de la choza vieron que el indio se levantaba y se disponía a correr, pero las luces lo cegaron. Empezó a girar en círculos tapándose los ojos con una mano. Se oyó un disparo y el indio cayó de rodillas. Era como si los hombres del 90 regimiento no tuvieran intención de desperdiciar municiones en alguien de tan poca importancia. El guaraní estaba arrodillado con la cabeza inclinada, como un hombre piadoso en el momento de la consagración. Se balanceó de un lado al otro; parecía como si estuviera efectuando parte de un rito primitivo. Luego, haciendo un esfuerzo inmenso, empezó a levantar el arma hacia la dirección incorrecta hasta que estuvo apuntando a la puerta abierta de la choza. Al doctor Plarr, que lo observaba pegado a la pared, le pareció que los paracaidistas estaban esperando, con una curiosidad cruel y paciente, ver lo que iba a ocurrir. No iban a malgastar otra bala. El indio no representaba ningún peligro para ellos; ¿cómo podía ver hacia dónde disparaba con el resplandor de las luces? Si se estaba muriendo o no, a ellos no les importaba. Podía permanecer allí hasta que se hiciera de día. Entonces el indio arrojó el arma hacia la choza. Quedó lejos y Miguel permaneció en el suelo.

Aquino dijo:

—Tenemos que arrastrarlo hasta aquí.

—Está muerto —le aseguró el doctor Plarr.

—¿Cómo puedes saberlo?

Las luces volvieron a apagarse. Era como si los hombres que estaban ocultos entre los árboles estuvieran jugando cruelmente con ellos.

—Ésta es tu oportunidad, doctor —dijo Aquino.

—¿Qué puedo hacer?

—Tienes razón —dijo el padre Rivas—. Están tratando de tentarnos a que uno de nosotros salga.

—Tu amigo Pérez quizás no dispararía si salieras tú.

El doctor Plarr dijo:

—Mi paciente está aquí.

Aquino abrió la puerta un poco más. El rifle automático de Miguel estaba fuera de su alcance. Alargó una mano hacía él. Las luces lo enfocaron, y una bala dio en el borde de la puerta cuando Aquino la cerró de golpe. El hombre que se encargaba de los reflectores debía de haber oído el chirriar de las bisagras.

—Cierra los postigos, Pablo.

—Sí, padre.

Sin el resplandor de las luces, se sintieron un poco más protegidos.

—¿Qué haremos ahora, padre? —preguntó el negro.

—Matar a Fortnum en seguida —dijo Aquino—, y si vuelven a apagarse las luces podemos tratar de escapar.

Pablo dijo:

—Dos de los nuestros han muerto ya. Tal vez sería mejor que nos rindiéramos, padre. Y Marta está aquí.

—Pero ¿y la misa, padre?

—Creo que tendré que celebrar una misa de difuntos —dijo el padre Rivas.

—Celebra la misa que quieras —dijo Aquino—, pero mata antes al cónsul.

—¿Cómo podría decir misa después de haberle matado?

—¿Por qué no si puedes hacerlo teniendo la intención de matarlo? —intervino Plarr.

—Ah, Eduardo, todavía eres lo bastante católico como para saber meter el dedo en la llaga. Serás mi confesor.

—¿Puedo preparar el altar, padre? Tengo el vino y el pan.

—La diré en cuanto amanezca. Tengo que prepararme, Marta, y eso lleva más tiempo que preparar el altar.

—Déjame matarlo mientras tú rezas tus oraciones —dijo Aquino—. Haz tu trabajo y déjame hacer a mí el mío.

—Creía que tu trabajo era escribir poemas —dijo Plarr.

—Mis poemas hablan siempre de la muerte, así que estoy capacitado.

—Es una locura continuar —dijo Pablo. Perdóname, padre, pero Diego estuvo acertado al tratar de huir. Es una locura matar a un hombre cuando eso significará que cinco de nosotros morirán. Padre…

—Votemos —interrumpió Aquino con impaciencia—. Que los votos decidan.

—¿Te estás volviendo parlamentario, Aquino? —preguntó Plarr.

—No hables de lo que no conoces. Trotsky creía en el voto libre dentro del Partido.

—Yo voto por que nos rindamos —dijo Pablo. Se cubrió la cara con las manos. Los movimientos de sus hombros revelaron que estaba llorando. ¿Por sí mismo? ¿Por los muertos? ¿De vergüenza?

Plarr pensó: «¡Los malhechores! Así es como los llamarán los periódicos: un poeta fracasado, un sacerdote excomulgado, una mujer piadosa, un hombre que llora. ¡Al diablo! Que esta comedia termine como una comedia. Ninguno de nosotros es capaz de representar una tragedia».

—Amo a esta casa. Cuando mi mujer y mi hijo murieron, sólo me quedó esta casa.

«Otro padre —se dijo Plarr—. ¿No terminaremos nunca con los padres?».

—Voto por que matemos a Fortnum inmediatamente —dijo Aquino.

—Has dicho que estaban mintiendo —dijo el padre Rivas—. Quizá tengas razón. Si cuando llegan las ocho de la mañana no hemos matado a Fortnum… no podrán atacarnos. Mientras él viva…

—Entonces, ¿cuál es tu voto?

—Voto por que esperemos. Hasta la medianoche de mañana.

—¿Y tú, Marta?

—Voto como mi marido —respondió ella con orgullo.

La voz del coronel Pérez les habló, esta vez desde un altavoz. Sonaba tan cerca que debía estar escondido entre los árboles.

«El Gobierno de los Estados Unidos y el de Inglaterra se niegan a intervenir. Si han oído la radio sabrán que les digo la verdad. El plan ha fracasado. No ganarán nada reteniendo al cónsul. Sáquenlo de la casa antes de las ocho si quieren salvar sus vidas».

—Insisten demasiado —dijo el padre Rivas.

Alguien murmuraba tras el micrófono. Era algo ininteligible, un sonido semejante al de guijarros arrastrados por una ola. Después el coronel Pérez continuó:

—Hay un hombre muriéndose frente a la puerta. Saquen al cónsul y trataremos de salvar a ese hombre. ¿Dejarán que uno de ustedes se muera lentamente?

«No hay juramento hipocrático que exija el suicidio», se dijo Plarr. Su padre solía leerle historias de heroísmo, de hombres heridos rescatados bajo el fuego, del capitán Oates caminando en la nieve. Uno de sus poemas favoritos de aquellos tiempos decía: «Mi blanca cabeza no teme las balas».

Súbitamente fue al otro cuarto. No pudo ver nada en la oscuridad y murmuró:

—¿Está despierto?

—Sí.

—¿Cómo anda el tobillo?

—Bien.

—Traeré una vela y le cambiaré las vendas.

—No.

—Los soldados nos han rodeado. No pierda la esperanza.

—¿Esperanza de qué?

—Sólo hay un hombre que quiere matarlo.

—¿Sí? —dijo con voz indiferente.

—Aquino.

—Y usted —dijo Charley Fortnum—. ¡Usted! ¡Usted también lo quiere!

—¿Por qué voy a querer semejante cosa?

—Habla en voz demasiado alta, Plarr. Supongo que nunca habló tan alto en mi casa de campo, cuando yo estaba ocupándome de la plantación. Debía ser muy cuidadoso, para que los sirvientes no lo oyeran… Pero tarde o temprano los maridos se enteran.

En la oscuridad se oyó un ruido, como si Fortnum hubiese tratado de incorporarse.

—Creía que los médicos tenían un código de honor, Plarr. Claro que ésos son prejuicios ingleses. Usted es inglés a medias, y la otra mitad…

—No sé qué habrá oído usted —dijo Plarr—. Debía de estar soñando. O habrá entendido mal.

—Supongo que usted pensaba que la cosa no importaba un carajo. Ella no es más que una puta de la señora Sánchez… ¿Cuánto le costó? ¿Qué le ofreció, Plarr?

—Si quiere saberlo —dijo Plarr en un arranque de rabia—, le regalé un par de gafas de sol.

—¿Esas gafas? Con razón las quería tanto… Clara creía que eran muy elegantes. Y ahora sus amigos las han hecho trizas. Qué asqueroso es usted, Plarr. Fue como violar a una niña.

—Le aseguro que fue más fácil.

Plarr no se había dado cuenta de que estaba muy cerca del ataúd. Un puñetazo en el cuello le hizo perder el aliento. Dio un paso atrás y oyó que el ataúd crujía.

—¡Demonios! —exclamó Charley Fortnum—. He volcado la botella. Quedaba una medida de whisky. La guardaba para…

Una mano tanteó el suelo, tocó los zapatos de Plarr y retrocedió.

—Traeré luz.

—No, no la traiga. No quiero volver a ver su cara de mierda, Plarr.

—No lo tome a la tremenda. Estas cosas ocurren, Fortnum.

—Ni siquiera finge quererla, ¿no es cierto?

—No.

—Supongo que ya se había acostado con ella en el prostíbulo, así que pensó…

—Ya se lo dije una vez… La vi allá, pero nunca me acosté con ella.

—La salvé de ese sitio y usted la empujó de nuevo hacia él.

—Nunca pensé semejante cosa, Fortnum.

—Lo que nunca pensó es que lo pescaría. Así le resultaba más barato… No tenía que pagar para acostarse con ella, ¿no es cierto?

—¿Qué sentido tiene esta escena? Pensé que todo pasaría rápido y usted nunca se enteraría. A ninguno de los dos le importaba mucho el otro. Lo único peligroso es eso: empezar a querer.

—Yo la quería.

—Ella habría seguido a su lado. Usted nunca lo hubiera sabido.

—¿Cuándo empezó, Plarr?

—La segunda vez que la vi. En la tienda de Gruber. Cuando le regalé las gafas.

—¿Adónde la llevó? ¿Otra vez a casa de la señora Sánchez?

La persistencia de las preguntas hizo pensar a Plarr en unos dedos apretando un absceso.

—La llevé a mi apartamento. La invité a tomar café, pero ella sabía muy bien qué significaba ese café, Fortnum. Si no hubiera sido yo, tarde o temprano habría sido otro. Hasta conocía al portero de mi casa.

—Gracias a Dios —dijo Fortnum.

—¿Qué quiere decir?

—La botella. No se ha roto.

Oyó el ruido que Fortnum hacía al beber.

—Será mejor que guarde un poco por si…

—Sé que piensa que soy un cobarde, Plarr. Pero ya no tengo miedo de morir. Es mucho mejor que volver a casa y esperar un hijo que nacerá con su cara, Plarr.

—No quise que las cosas ocurrieran así, Charley —repitió Plarr.

Ya no le quedaba rabia con la cual defenderse. Siguió:

—Las cosas nunca ocurren como uno quiere. Ellos no querían secuestrarlo a usted. Yo no quería que Clara quedara encinta. Es como si en alguna parte hubiera un gran bromista que se complaciera en trastornarlo todo. Quizás el lado oscuro de Dios tenga sentido del humor…

—¿Qué lado oscuro?

—Son locuras que piensa León. Debía haber oído eso… y no lo que ha oído.

—No quería oír. Sólo quería salir de este maldito cajón y reunirme con usted. Me sentía solo, y sus drogas ya no me hacen efecto. Casi había llegado a la puerta cuando he oído que el cura decía que usted estaba celoso. ¿Celoso de qué? Entonces lo he oído y he vuelto al cajón.

Una vez, en una aldea alejada, Plarr se había visto obligado a hacer una operación para la cual no tenía práctica. Su elección había sido arriesgar la operación o dejar morir a la mujer. Después sintió la misma fatiga que sentía ahora. Y la mujer había muerto. Había tenido que sentarse en el suelo. «He dicho todo lo que podía decir —pensó—. ¿Qué más puedo decir?». La mujer había tardado mucho en morir; o eso le había parecido, al menos.

—Pensar que escribí a Clara que usted cuidaría de ella y del niño… —dijo Fortnum.

—Lo sé.

—¿Cómo demonios lo sabe?

—Usted no es el único que oye cosas. De nuevo el bromista. Le oí dictarle la carta a León. Me dio mucha rabia.

—¿Rabia? ¿De qué?

—Creo que León tenía razón… Estoy celoso.

—¿Celoso de qué?

—Ésa sería otra broma, ¿no es cierto?

Oyó que Fortnum bebía otra vez.

—Esa medida no le durará mucho, Fortnum —dijo Plarr.

—No la necesitaré. ¿Por qué no lo odio, Plarr? ¿Es el whisky? Todavía no estoy borracho.

—Quizá lo esté. Un poco.

—Es terrible, Plarr. No tengo a otra persona a quien confiárselos… No puedo pensar en Humphries.

—Le daré una inyección de morfina, si quiere dormir.

—Prefiero estar despierto. Tengo muchas de cosas en que pensar y muy poco tiempo. Quiero que me deje solo, Plarr. Solo. Tengo que acostumbrarme a ello.