2

El viernes, a las nueve de la mañana, un helicóptero empezó a sobrevolar el barrio. Avanzaba y retrocedía en líneas muy regulares, como un lápiz que se desliza a lo largo de una regla, siguiendo cada uno de los caminos fangosos, justo sobre la copa de los árboles, infatigable… Plarr recordó las ocasiones en que sus propios dedos debían seguir huellas sobre un cuerpo enfermo, tratando de localizar del dolor.

El padre Rivas ordenó a Pablo que se reuniera con Diego y Marta, que montaban guardia fuera.

—Todo el barrio estará mirando —dijo—. Les llamará la atención si ésta es la única casa donde no sienten curiosidad.

Después ordenó a Aquino que vigilara a Fortnum en el cuarto interior. Aunque era imposible que Fortnum revelara su presencia, el padre Rivas no quería correr riesgos.

Plarr y el sacerdote permanecieron sentados en silencio, mirando el techo del cuarto, como si el aparato pudiera atravesarlo y precipitarse sobre ellos en cualquier momento. Cada vez que pasaba el helicóptero, oían el ruido de las hojas segadas que caían como lluvia. Cuando el ruido cesaba, permanecían mudos, esperando que volviera.

Entraron Pablo y Diego.

—Estaban tomando fotografías —dijo Pablo.

—¿De esta casa?

—De todo el barrio.

—Entonces habrán visto el automóvil —dijo Plarr—. Les habrá llamado la atención un coche en este lugar.

—Está bien escondido —dijo el padre Rivas—. Sólo espero que…

—Han investigado con mucho cuidado —dijo Pablo.

—Sería mejor matar a Fortnum ahora —dijo Diego.

—Nuestro ultimátum no expira hasta el sábado a medianoche.

—No piensan cumplir las condiciones. El helicóptero es la prueba.

—Prolongad unos días más el ultimátum —dijo Plarr—. Así habrá tiempo para que mi publicidad dé resultado. Por el momento no corréis peligro. La policía no se atreve a atacaros.

—El Tigre fijó el límite —dijo el padre Rivas.

—A pesar de lo que decís, debe de haber un medio de comunicarse con él.

—No hay ninguno.

—Sin embargo, pudiste avisarle de lo que pasó con Fortnum.

—El contacto se cortó en seguida.

—Entonces obra por tu propia cuenta. Que alguien llame a El Litoral. Dales una semana más.

—Otra semana para que la policía nos encuentre —dijo Diego.

—Pérez no se atreve a averiguar demasiado. No tiene ningunas ganas de encontrarse con un cadáver.

El helicóptero empezó a oírse de nuevo. El ruido venía de muy lejos, apenas más fuerte que el susurro de un hombre. La primera vez se había desplazado de Este a Oeste. Ahora pasaba sobre los árboles de Norte a Sur y viceversa. Pablo y Diego volvieron a salir. La larga espera en el cuarto se unió una vez más al ruido de las hojas cortadas. Al fin se hizo de nuevo el silencio.

Los dos hombres volvieron.

—Siguen tomando fotografías —dijo Diego—. Deben de haber fotografiado cada casa, cada camino del barrio.

—La municipalidad nunca se había tomado semejante trabajo —dijo el negro—. Quizás ahora se den cuenta de que necesitamos más pozos de agua.

El padre Rivas llamó a Marta y le dio instrucciones en voz baja. Plarr trató de oír lo que decía, pero fue imposible hasta que alzaron la voz.

—No, no te dejaré, padre —dijo Marta.

—Es una orden.

—¿Qué me has dicho antes que era: tu mujer o tu esposa?

—Mi esposa.

—Sí, es fácil decirlo, pero me tratas como a una mujer que se acuesta contigo. Dices «Vete» porque ya has acabado conmigo. Sé muy bien que no soy más que tu mujer. Ningún cura querría casarnos. Todos se negaron. Hasta tu amigo, el padre Antonio.

—Ya te he explicado mil veces que no se necesita un cura para casarse. El cura no es más que un testigo. La gente se casa por voluntad propia. Es nuestro voto lo que importa. Nuestra intención.

—¿Y cómo sé yo cuál era tu intención? Quizá sólo querías una mujer para acostarte con ella. Quizá soy tu puta. Me tratas como a una puta cuando me dices que me vaya y te deje.

El padre Rivas levantó la mano como para pegarla y en seguida se volvió.

—Si no estás pecando conmigo, padre, ¿por qué no dices misa para nosotros? Estamos en peligro de muerte, padre. Necesitamos una misa. Y esa pobre mujer del barrio que se murió… Y hasta ese gringo… También él necesita que reces por él.

Plarr sintió de nuevo el deseo juvenil de burlarse de León.

—Lástima que dejaras la Iglesia —dijo—. Ya lo ves, están perdiendo la confianza en ti.

El padre Rivas lo miró con los ojos inyectados de un perro que defiende un hueso.

—Nunca te he dicho que hubiera dejado la Iglesia. ¿Cómo puedo dejarla? La Iglesia es el mundo. La Iglesia es este barrio, esta habitación. Sólo hay una manera de dejar la Iglesia, y es morir.

Hizo el gesto de un hombre cansado de una discusión inútil y agregó:

—Y ni siquiera entonces, si es cierto lo que a veces creemos.

—Ella sólo te ha pedido que reces. ¿Te has olvidado de rezar? Yo sí me he olvidado. No puedo ir más allá de «Ave María»… En seguida confundo las palabras con una canción de cuna inglesa: Mary, Mary, quite contrary.

—Nunca he sabido rezar —dijo el padre Rivas.

—¿Qué dices, padre? No sabe lo que dice —exclamó Marta, como defendiendo a un niño que hubiera dicho una palabrota oída en la calle.

—Una plegaria para los enfermos. Una plegaria para que llueva. ¿Quieres oírlas? Ésas me las sé de memoria, pero no son plegarias. Llámalas súplicas, o peticiones, o cualquier nombre que suene a conjuro. También podrías escribirlas en un papel y pedir a los vecinos que lo firmaran para enviarlo por correo al Señor Todopoderoso. Ningún cartero entregará esa carta. Nadie la leerá jamás. Claro, a veces puede producirse una coincidencia… Alguna vez un médico acierta con la medicina adecuada y hay un niño que se cura. O llueve cuando alguien quiere que llueva. O cambia el viento…

—Sin embargo, yo rezaba en la comisaría —les dijo Aquino desde la puerta del otro cuarto—. Rezaba para que alguna vez pudiera acostarme de nuevo con una chica. Y no vas a decirme que ésa no era una plegaria. El primer día que estuve libre me acosté con una… Fue en un campo, mientras comprabais comida en un pueblo. Dios contestó a mi plegaria, padre. Aunque fuera en un campo, no en una cama.

«Es un picador, como yo —pensó Plarr—. Pincha al toro para enfurecerlo más antes de que muera». Las repeticiones de la palabra «padre» eran como una serie de pinchazos para atravesar la piel. «¿Queremos destruirlo o esperamos destruirnos a nosotros mismos? Éste es un deporte muy cruel».

—¿Qué estás haciendo en este cuarto, Aquino? Te había dicho que vigilaras al prisionero.

—El helicóptero se ha ido. ¿Y qué puede hacer el prisionero? Está escribiendo una carta a su mujer.

—¿Le has dado una pluma? Yo mismo le quité la suya cuando lo trajimos.

—No tiene nada de malo que escriba una carta.

—Ésas eran mis órdenes. Si empezáis a desobedecer las órdenes, ya no habrá seguridad para nadie. Diego, Pablo, salid de nuevo. Si el Tigre estuviera aquí…

—Pero no está, padre —dijo Aquino—. Está bien seguro en alguna parte, comiendo bien y durmiendo mejor. Tampoco estaba en la comisaría, cuando escapé. ¿Nunca arriesgará su propio pellejo como arriesga el nuestro?

El padre Rivas lo empujó a un lado y entró en el otro cuarto. Plarr pensó que era muy difícil reconocer en él al muchacho que le había explicado el misterio de la Trinidad. Las innumerables arrugas de vejez prematura que le atravesaban la cara le parecieron el símbolo de una maraña de angustias, semejante a un nudo de serpientes en lucha.

Charley Fortnum estaba apoyado sobre el codo izquierdo. Había sacado del ataúd la pierna vendada y escribía lentamente, penosamente. No levantó los ojos del papel y el padre Rivas le preguntó:

—¿A quién escribe?

—A mi mujer.

—Debe de ser difícil escribir así.

—He tardado un cuarto de hora en escribir dos frases. Le he pedido a ese Aquino que la escribiera por mí, pero no ha querido. Está muy enfadado conmigo desde que me disparó. Ya no quiere dirigirme la palabra. ¿Por qué? Parece como si lo hubiera herido.

—Quizá lo haya herido.

—¿Cómo?

—Quizá se sienta traicionado. No creía que tuviera usted el coraje de engañarlo.

—¿Coraje? ¿Yo? Tengo menos coraje que un ratón, padre. Quería volver a ver a mi mujer, eso es todo.

—¿Quién le entregará esa carta?

—Tal vez el doctor Plarr. Si lo dejan irse cuando yo haya muerto. Podrá leérsela. Ella no sabe leer muy bien y yo tengo una letra espantosa.

—Si quiere, puede dictarme la carta a mí.

—Se lo agradecería. Preferiría que lo hiciera usted y no otro. Una carta como ésta es como un secreto. Como una confesión. Y después de todo, usted es un sacerdote.

El padre Rivas cogió la carta y se sentó en el suelo, junto al ataúd.

—Ya no me acuerdo de la última frase.

El padre Rivas leyó:

—«No te preocupes, querida, si te quedas sola con tu hijo. Para él será mejor estar con una madre que con un padre. Eso lo sé muy bien. Yo quedé huérfano de madre y no lo pasé nada bien… Siempre caballos, caballos…». Eso es todo. Después de «caballos» no hay nada.

—En la situación en que estoy —dijo Charley Fortnum—, quizá piense usted que debería perdonarlo todo. Hasta a mi padre. Al fin y al cabo, no debía de ser tan mal tipo… Los niños odian con demasiada facilidad. Será mejor que suprimamos todo eso de los caballos, padre.

El padre Rivas tachó las palabras.

—Ponga, en cambio… ¿Qué puede poner? ¡Carajo! No tengo la costumbre de escribir cartas personales. Deme un trago de whisky, padre. Me ayudará a hacer trabajar el cerebro, si es que me queda algo de cerebro.

El padre Rivas le sirvió un poco de whisky.

—Prefiero el Long John —dijo Fortnum—, pero este que me han traído no es tan malo. Si me quedo aquí suficiente tiempo acabaré acostumbrándome al whisky nacional. Pero es más difícil conocer la medida exacta con él que con el escocés. Usted no puede entender lo que digo, padre, pero cada bebida tiene su medida exacta. Salvo el agua, desde luego. El agua no se creó para beberla. Oxida las entrañas o nos produce la tifoidea. No es buena para el hombre ni para los animales. Salvo los caballos de mierda… Supongo que no querrá tomar un poco conmigo…

—No. Estoy de servicio. ¿Quiere seguir con la carta?

—Sí, claro. Esperaba a que el whisky hiciera su efecto. Ha tachado esa frase sobre los caballos, ¿no es cierto? ¿Qué puedo decir ahora? Yo querría hablar con Clara tranquilamente, como si estuviéramos solos en la galería de la casa de campo, pero no puedo encontrar las palabras cuando escribo. Espero que me comprenda. Después de todo, usted también está casado en cierto modo, padre.

—Sí, yo también estoy casado.

—Pero en el lugar adonde voy no existe el matrimonio. Al menos eso es lo que nos dicen ustedes, los curas. Es una lástima para un tipo como yo, que aunque un poco tarde al fin ha encontrado a una mujer. Debería haber días de visita en el cielo, para que tuviéramos algo que esperar… Como en las cárceles. Ya lo ve: la medida exacta de whisky incluso me ha vuelto teólogo. ¿Dónde estaba? Ah, sí, en los caballos… ¿Está seguro de que ha tachado a esos hijos de puta?

Plarr entró en la habitación sin hacer ruido, y ninguno de los dos hombres lo miró. Estaban ocupados con la carta. Plarr se quedó mirándolos en silencio desde la puerta. Ambos parecían viejos amigos.

—«Manda a nuestro hijo a la escuela local —dictó Charley Fortnum—. Pero nunca lo mandes a ese colegio inglés de Buenos Aires donde estudié yo. Nunca fui feliz allí. Que sea un argentino de veras, como tú… y no mitad y mitad, como yo». ¿Ya ha escrito eso, padre?

—Sí. ¿No sería mejor explicarle lo del cambio de letra? Su mujer se sorprenderá…

—No creo que se dé cuenta. Además, Plarr podrá explicárselo. Dios santo, escribir una carta es algo así como hacer que La Niña de mis ojos arranque en una mañana de lluvia. Una sacudida tras otra. Y cuando uno cree que el motor empieza a andar, se para de nuevo. Bueno, escriba, padre: «Estoy acostado y pienso casi siempre en ti y en nuestro hijo. En casa siempre estás a mi derecha y puedo extender la mano y ponerla sobre tu vientre y sentir cómo patea el pequeño, pero aquí no hay nadie a mi derecha. La cama es muy estrecha. Muy cómoda, eso sí. No tengo de qué quejarme. Tengo más suerte que muchos hombres». —Hizo una pausa—. O «Más suerte…». —Otra pausa, y por fin arrancó de nuevo:

—«Antes de conocerte, querida, estaba acabado como hombre. Un hombre debe tener alguna ambición que dé razón a su vida. Hasta un millonario ambiciona acumular otro millón. Pero antes de que vivieras conmigo, yo no tenía nada que ambicionar, salvo la medida exacta. Mis cosechas de hierba mate nunca fueron espectaculares… Entonces te encontré y tuve algo de qué ocuparme. Quería hacerte feliz y tenerte contenta. Y de repente vino el hijo. Algo de nosotros dos… No esperaba vivir mucho tiempo. Todo lo que deseaba era asegurarme de que estos primeros años serían perfectos. Los primeros años son muy importantes para un niño: son algo así como el modelo del futuro. Pero no creas que he perdido toda esperanza. Encontraré la manera de salir de aquí, a pesar de estos hombres».

Hizo una nueva pausa, y agregó:

—Esto es una broma, desde luego, padre. No sé cómo podría escapar. Pero no quiero que me imagine muy deprimido. Dios mío. La Niña de mis ojos ha funcionado un rato, pero ha vuelto a pararse. Escriba esto solamente: «Te mando todo mi amor, querida».

—¿Está seguro de que no quiere decirle nada más?

—Sí. Creo que estoy seguro. ¡Qué difícil es escribir cartas! Pensar que a veces uno ve en un estante de una biblioteca un tomo entero de cartas de algún personaje… Qué hijos de puta… A veces son dos tomos. Ah, me olvidaba de algo. Póngalo al final, como posdata. No sé si usted sabe que éste es el primer hijo de Clara. No tiene ninguna experiencia. La gente dice que las mujeres lo saben todo por instinto. Pero lo dudo. Escriba esto: «Por favor, no le des dulces a la criatura. Los dulces estropean los dientes. A mí me los estropearon. Para cualquier duda que tengas, consulta al doctor Plarr. Es un buen médico y un buen amigo». Eso es todo lo que se me ocurre, padre.

Cerró los ojos y agregó:

—Quizá después se me ocurra algo más. Me gustaría agregar una o dos palabras antes de que ustedes me maten, las famosas últimas palabras. Pero ahora estoy demasiado cansado para seguir pensando.

—No debe perder la esperanza, señor Fortnum.

—¿Qué esperanza? Desde que me casé con Clara, siempre he tenido miedo de morir. Sólo hay un modo feliz de morir. Y es morir junto con la persona a la que amamos. Ya soy demasiado viejo para que eso pudiera ocurrir, aun en el caso de que ustedes no se hubieran metido de por medio. No puedo soportar la idea de que Clara estará sola y asustada cuando le llegue el turno de morir. Me gustaría estar a su lado, diciéndole que todo va bien, Clara, yo también me muero, no tengas miedo, morirse no es algo tan terrible. Estoy llorando… Ya ve que no soy muy valiente, padre. Pero no es porque sienta lástima de mí mismo. Es que no quiero que esté sola cuando se muera.

El padre Rivas hizo un ademán. Quizá fuera el esbozo de una bendición en el aire que ya no sabía cómo dar.

—Dios estará junto a ella —dijo, aunque sin demasiada convicción.

—Puede usted guardarse a su Dios, padre. Discúlpeme, pero no veo ninguna señal de Dios por aquí. ¿La ve usted?

Plarr volvió al otro cuarto sintiendo una furia irracional. Tenía la impresión de que cada palabra de la carta dictada por Fortnum era un reproche injustamente dirigido a él. Estaba tan absorbido en su rabia que fue directamente hacia la puerta, hasta que notó el fusil del indio contra su estómago. «El hijo, siempre el hijo —pensó—. No le des dulces a la criatura… La siento patear…». Se quedó ante la puerta, con el fusil contra el estómago, y escupió su bilis contra el suelo.

—¿Qué pasa, Eduardo? —preguntó Aquino.

—Ya no aguanto más estar encerrado aquí. ¿Por qué diablos no me tenéis confianza y me dejáis ir?

—Necesitamos un médico para Fortnum. Si te vas, quizá no vuelvas.

—Ya no puedo hacer nada por Fortnum. Esto es una cárcel para mí.

—No te sentirías así si hubieses estado en una cárcel de verdad. Esto es la libertad para mí.

—Cien metros cuadrados de suelo…

—Yo vivía en nueve metros. El mundo se ha agrandado mucho para mí.

—Me imagino que tú puedes escribir esos poemas de mierda en cualquier agujero, pero yo no tengo nada, absolutamente nada que hacer. Soy médico. Un enfermo no me basta.

—Ya no escribo poemas. Los poemas eran parte de la vida de la prisión. Escribía versos porque eran fáciles de memorizar. Eran sólo un medio de comunicarme. Ahora que tengo todo el papel que quiero y una pluma, no puedo escribir una línea. ¿Pero qué importa eso? Ahora vivo en lugar de hacer versos.

—¿Llamas vida a esto? Ni siquiera puedes dar un paseo hasta la ciudad.

—Nunca me ha gustado caminar. Siempre he sido perezoso.

El padre Rivas entró en el cuarto y preguntó:

—¿Dónde están Pablo y Diego?

—Montando guardia —respondió Aquino—. Tú mismo se lo has ordenado.

—Marta, ve a la ciudad con uno cualquiera de los dos. Tal vez sea nuestra última oportunidad. Compra todas las provisiones que puedas. Que alcancen para tres días y puedan llevarse fácilmente.

—¿Te preocupa algo? —preguntó Aquino—. Parece como si hubieras oído malas noticias.

—Me preocupa el helicóptero… Y también el viejo ciego. El ultimátum vence el sábado por la noche. La policía podría llegar antes.

—¿Y entonces?

—Habrá que matarlo y escapar. Por eso tendremos que llevarnos comida: tendremos que permanecer lejos de las ciudades.

—¿Sabes jugar al ajedrez, Eduardo? —preguntó Aquino.

—Sí. ¿Por qué?

—Tengo un juego de bolsillo.

—Entonces juguemos una partida.

Se sentaron en el suelo con el minúsculo tablero entre ambos. Al colocar las piezas, Plarr dijo:

—Solía jugar casi todas las semanas en el Hotel Bolívar, con un viejo inglés llamado Humphries. Precisamente estaba jugando con él la noche en que os equivocasteis de pez.

—¿Jugaba bien ese Humphries?

—Mejor que yo, esa noche.

Aquino era un jugador precipitado; movía las piezas demasiado rápido y cuando Plarr vacilaba antes de hacer una jugada, empezaba a canturrear.

—Cállate —dijo Plarr.

—Ja, ja. Estás listo…

—Al contrario. Jaque.

—Eso lo arreglo pronto.

—Jaque de nuevo. Y mate.

Plarr ganó dos partidas seguidas.

—Juegas demasiado bien para mí —dijo Aquino—. Yo debería jugar con el señor Fortnum.

—No creo que sepa.

—¿Eres muy amigo de él?

—En cierto modo.

—¿Y de su mujer?

—Sí.

Aquino bajó la voz:

—Ese hijo de que habla siempre… ¿es tuyo?

—Estoy harto de oír hablar siempre de ese hijo —dijo Plarr—. ¿Quieres jugar otra partida?

Mientras disponían las piezas en el tablero, oyeron el ruido de un disparo de fusil muy distante. Aquino cogió su fusil, pero el ruido no se repitió. Plarr permaneció sentado en el suelo con una torre negra en la mano, cada vez más húmeda de sudor. Nadie hablaba. Al fin el padre Rivas dijo:

—Debe de ser alguien que ha disparado a un pato salvaje… Ya empezamos a creer que todo tiene relación con nosotros.

—Sí —dijo Aquino—, incluso el helicóptero puede que fuera del ayuntamiento si no tienes en cuenta las marcas militares.

—¿Cuánto falta para las noticias de la radio?

—Dos horas. Aunque quizás haya algún comunicado especial.

—No podemos tener la radio encendida todo el tiempo. Es la única radio del pueblo. Ya hay mucha gente que sabe que la tenemos.

—Entonces Aquino y yo podemos jugar otra partida —dijo Plarr—. Te daré una torre.

—Puedes guardártela. No quiero ninguna ventaja. Lo único que me pasa es que me falta práctica.

Plarr podía ver al padre Rivas por encima del hombro de Aquino. Pequeño y polvoriento, parecía una momia encogida, exhumada con algunos objetos preciados enterrados a su lado: un revólver, un libro casi deshecho. ¿Era un misal? ¿Un libro de oraciones? Con una sensación de infinito aburrimiento, repitió su estribillo: «Jaque mate».

—Juegas demasiado bien para mí —dijo Aquino.

—¿Qué estás leyendo, León? —preguntó Plarr—. ¿Todavía lees el breviario?

—Lo abandoné hace años.

—¿Qué libro es ése?

—Una novela policíaca. Una novela policíaca inglesa.

—¿Es buena?

—No soy buen juez en esta materia. La traducción no es muy buena. Y siempre adivino el final de esta clase de libros.

—Entonces, ¿dónde está el interés?

—Produce una especie de alivio leer un relato cuyo fin conocemos. El relato de un mundo utópico donde siempre se hace justicia. No existían las novelas policíacas en la era de la fe: es un detalle interesante, cuando uno lo piensa. Dios era el único detective cuando la gente creía en Él. Era la ley. Era el orden. Era el bien. Como Sherlock Holmes. Era el que perseguía a los perversos, descubría el mal y lo castigaba. Pero ahora la ley y el orden están en manos de gente como el general. La picana eléctrica en los órganos genitales. Los dedos amputados de Aquino. Los pobres, medio muertos de hambre para que no tengan energía para rebelarse. Prefiero a los detectives. Prefiero a Dios.

—¿Todavía crees en Dios?

—En cierto modo. A veces. No es tan fácil contestar sí o no. Desde luego, no en el mismo Dios que nos enseñaban en la escuela o en el seminario…

—Tu Dios personal —dijo Plarr, burlándose de nuevo—. Creía que ésa era una herejía protestante.

—¿Por qué no? ¿Acaso es peor por eso? ¿O es menos verdadero? Ya no matamos a los herejes… sólo a los prisioneros políticos.

—Charley Fortnum es tu prisionero político.

—Sí.

—Eso te da cierto parecido con el general, León…

—Yo no lo torturo.

—¿Estás seguro?

Marta volvió sola de la ciudad.

—¿Está Diego? —preguntó.

—No —dijo el padre Rivas—. Creía que se había ido contigo. ¿O has ido con Pablo?

—Se ha quedado en la ciudad. Me ha dicho que después me alcanzaría. Tenía que comprar gasolina. El depósito del coche está casi vacío, me ha dicho, y no hay reserva.

—Eso no es cierto —dijo Aquino.

—Estaba muy asustado por lo del helicóptero —dijo Marta—. Y también por lo del viejo.

—¿Crees que habrá ido a la policía? —preguntó Plarr.

—No —dijo el padre Rivas—. Nunca lo creería.

—Entonces ¿dónde está? —preguntó Aquino.

—Quizá lo han detenido por sospechoso. O habrá encontrado alguna mujer. ¿Quién sabe? Lo cierto es que no podemos hacer nada. Sólo esperar. ¿Cuánto falta para las noticias?

—Veintidós minutos —dijo Aquino.

—Decidle a Pablo que entre. Si nos han localizado, no tiene sentido dejarlo fuera, para que se lo lleven primero. Será mejor mantenernos juntos.

El padre Rivas volvió a coger su novela policíaca.

—Lo único que podemos hacer es esperar —dijo—. Qué mundo tan maravillosamente pacífico es éste —agregó—. Todo tan ordenado… No existen problemas. Hay una respuesta para cada pregunta.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Plarr.

—Del mundo de esta novela policíaca. ¿Puedes decirme qué significa Bradshaw?

—¿Bradshaw?

Era la primera vez que Plarr veía a León tan sereno, desde las largas discusiones que solían mantener cuando eran condiscípulos. ¿Estaría perdiendo el sentido de la responsabilidad a medida que la situación empeoraba, como el jugador de ruleta que abandona sus planes y ni siquiera se molesta en mirar la bola? Jamás debía haber intentado ser un hombre de acción: como sacerdote junto a una cabecera se habría sentido mucho mejor, esperando pasivamente el final.

—Es un apellido —dijo Plarr—. Mi padre tenía un amigo Bradshaw que le escribía desde una ciudad llamada Chester.

—Este hombre parece conocer de memoria todos los trenes de Inglaterra. Los trenes nunca tardan más que unas pocas horas para ir a cualquier parte. Y siempre llegan a tiempo. El detective sólo tiene que consultar a Bradshaw para saber exactamente cuándo… Qué mundo tan extraño ése donde nació tu padre. Aquí estamos a algo más de ochocientos kilómetros de Buenos Aires y el tren tarda un día y medio en hacer el viaje, pero suele llegar con dos o tres días de retraso. El detective inglés es un hombre muy paciente. Va y viene por el andén en la estación de Londres, esperando el tren de Edimburgo. Debe de estar tan lejos como Buenos Aires, ¿no es cierto? El tren lleva media hora de retraso, según ese Bradshaw, y el detective piensa que algo muy malo debe haber sucedido. ¡Media hora de retraso! Es como cuando yo era niño y me retrasaba al volver de la escuela y mi madre se preocupaba y mi padre decía: «¿Pero qué puede pasarle al niño entre su casa y la escuela?».

—¿Y Diego? —dijo Aquino con impaciencia—. Diego también se retrasa, y os aseguro que empiezo a preocuparme.

Pablo entró en la casa. Aquino le dijo de inmediato:

—Diego se ha ido.

—¿Adónde?

—Tal vez a denunciarnos a la policía.

—Se ha pasado todo el camino hasta llegar a la ciudad hablando del helicóptero —dijo Marta—. Y cuando hemos llegado al río… no ha dicho nada, pero miraba de una manera…

En el muelle del ferry me ha dicho: «Es raro. No hay policías controlando a los pasajeros». Yo le he contestado: «¿Y al otro lado? ¿Puedes ver el otro lado desde aquí? ¿Y cómo puedes reconocer a un policía sin uniforme?».

—¿Qué piensas de eso, padre? —preguntó Pablo—. Fui yo quien te lo presenté. Me siento avergonzado. Te dije que era un hombre que servía para conducir el coche. Y que era valiente.

El padre Rivas dijo:

—Todavía no hay motivos para preocuparse.

—Yo tengo que preocuparme. Diego es de aquí, como yo. Todos vosotros venís del otro lado del río. Podéis confiar unos en otros. Me siento como si fuera el hermano de Diego y mi hermano os hubiera traicionado. No debisteis pedirme ayuda a mí…

—¿Qué hubiésemos podido hacer sin ti, Pablo? No hay ningún lugar en el Paraguay donde hubiéramos podido esconder al embajador. Cruzar del río ya habría sido un peligro. Quizá fue un error incluir a argentinos en nuestro grupo, pero a nosotros el Tigre nunca nos he considerado extranjeros en la Argentina. No piensa en términos de paraguayos, peruanos, bolivianos o argentinos. Creo que le gustaría llamarnos a todos americanos, si no fuera por ese país del norte…

Pablo dijo:

—Diego me preguntó una vez por qué sólo había paraguayos en la lista de prisioneros que queríamos liberar. Le dije que eran los casos más urgentes. Hombres que han estado presos más de diez años. La próxima vez pediremos por los nuestros, como la vez de Salta… Había paraguayos que nos ayudaron. No, no creo que haya ido a la policía, padre.

—Tampoco yo lo creo, Pablo.

—No tenemos mucho tiempo para esperar —dijo Aquino—. O se rinden o dejamos un cónsul muerto en el río.

—¿Cuánto falta para las noticias?

—Diez minutos —dijo Plarr.

El padre Rivas volvió a coger la novela policíaca, pero Plarr, que lo observaba con atención, pensó que leía con extraña lentitud. Había clavado los ojos en un párrafo y los mantenía fijos en él antes de volver la página. Sus labios se movían casi imperceptiblemente. Quizás estuviera rezando, en secreto, porque las oraciones de un sacerdote son el último recurso y el enfermo no debe oírlas. «Todos nosotros somos enfermos —pensó Plarr—, todos nosotros estamos a punto de morir».

El doctor estaba persuadido de que las cosas no saldrían bien. De una falsa ecuación sólo se obtiene una cadena de errores. Su propia muerte podía ser uno de esos errores, porque después la gente diría que había seguido el camino de su padre. Pero se habrían equivocado: ésa no había sido su intención.

Se preguntó por su hijo con un desagradable escozor de ansiedad. Ese hijo también era el resultado de un error, de un descuido suyo; pero nunca había sentido la menor responsabilidad. Pensaba que el niño era una parte inútil de Clara, como su apéndice, quizás un apéndice enfermo que debía extirparse. Había sugerido un aborto, pero la idea había asustado a Clara, suscitándole tal vez el recuerdo de demasiados abortos no profesionales hechos en la casa de la señora Sánchez. Mientras esperaba las noticias de la radio, se dijo: «El pobre niño… Si al menos pudiera disponer algo para su futuro. ¿Qué clase de madre resultará Clara? ¿Volverá a casa de la señora Sánchez y el niño se criará como el niño mimado de un prostíbulo? Eso sería mejor, quizá, que vivir con mi madre en Buenos Aires, atiborrado de dulce de leche en la calle Florida, entre las voces internacionales de las señoras acomodadas…». Pensó en la maraña de su ascendencia. Y por primera vez, en la complejidad de esa maraña, la criatura se volvió real para él: ya no fue un húmedo pedazo de carne arrancado de otro cuerpo con un cordón que debía cortarse. Ese cordón podía no cortarse nunca. Unía al niño a dos abuelos muy diferentes: un jornalero tucumano y un viejo liberal inglés asesinado en el patio de una comisaría en el Paraguay. El cordón lo unía a un padre que era médico de provincias, a una madre prostituta, a un tío que un día se había ido de los cañaverales para desaparecer en la vastedad de un continente, a dos abuelas… Era infinita esa maraña que debía ceñir la minúscula forma como la faja con que en otras épocas inmovilizaban los miembros de un recién nacido. Charley Fortnum le había dicho que era un pescado frío. ¿Qué efecto podría tener sobre un niño un padre así? Lástima que no pudiera hacer un intercambio de padres. Un pescado frío parecía una ascendencia más natural para Plarr que un padre con suficientes convicciones como para morir por ellas. Hubiese querido que su hijo creyera en algo, pero él no era la clase de padre capaz de transmitir fe en una causa buena o mala.

—¿Crees de veras en Dios Padre Todopoderoso? —preguntó el padre Rivas.

—¿Qué? Discúlpame. No te he oído. Este detective es un hombre muy astuto, de modo que debe de haber un motivo para que el tren de Edimburgo llegue con media hora de retraso.

—Te he preguntado si alguna vez crees en Dios Padre.

—Ya me lo has preguntado antes. No creo que te importe de veras… Me lo preguntas para burlarte de mí, Eduardo. Te contestaré cuando ya no tengamos ninguna esperanza. Entonces no tendrás ganas de reírte. Y ahora discúlpame… La historia se ha puesto muy interesante: el expreso de Edimburgo entra en una estación llamada King’s Cross. La Cruz del Rey: ¿será un símbolo?

—No. Es sólo el nombre de una estación de Londres.

—Callaos —ordenó Aquino, aumentando el volumen de la radio.

Todos escucharon las noticias internacionales que a esa hora radiaban desde Buenos Aires. El locutor describía la visita del secretario general de las Naciones Unidas a África Occidental; habían expulsado violentamente a cincuenta hippies de Mallorca; habían aumentado los impuestos a la importación de coches en la Argentina; un general retirado había muerto a los ochenta años en Córdoba; habían explotado unas cuantas bombas en Bogotá y, por supuesto, el equipo de fútbol argentino seguía su belicosa gira por Europa.

—Se han olvidado de nosotros —dijo Aquino.

—Ojalá fuera cierto —dijo el padre Rivas—. Quedarse aquí… olvidados… para siempre. No sería un destino tan malo, ¿verdad?