Plarr volvió del cuarto interior y dijo al padre Rivas:
—Se repondrá. El que le disparó no pudo apuntar mejor. Le acertó en el talón de Aquiles. Claro que tardará tiempo en estar bien. Si es que le dais tiempo. ¿Qué pasó?
—Trató de escapar. Aquino disparó primero al suelo y después a las piernas.
—Sería mejor llevarlo a un hospital.
—Sabes que es imposible.
—Lo único que puedo hacer es ponerle una venda. Pero habría que enyesarle el tobillo. ¿Por qué no abandonas todo este asunto, León? Puedo tener a Fortnum dos o tres horas en mi coche, para daros tiempo a desaparecer, y después decir a la policía que lo encontré en el camino.
El padre Rivas no se molestó en contestar.
—Siempre ocurre lo mismo cuando una cosa sale mal…
Es como un error en una ecuación. Tu primer error fue confundirlo con el embajador de los Estados Unidos. Ahora esto… Tu ecuación nunca saldrá bien.
—Quizá tengas razón, pero a menos que recibamos órdenes del Tigre…
—Pídele órdenes, entonces.
—Imposible. Cuando anunciamos el secuestro, se rompió el contacto. Aquí estamos librados a nosotros mismos. De ese modo no podremos hablar si nos capturan.
—Tengo que irme. Tengo que dormir un poco.
—Te quedarás aquí —dijo el padre Rivas.
—Eso es imposible. Si me ven salir de día…
—Si tienes el teléfono intervenido, ya sabrán que eres cómplice nuestro. Si vuelves te arrestarán y tu amigo Fortnum se quedará sin médico.
—Tengo que pensar en los otros pacientes, León.
—Ellos pueden llamar a otros médicos.
—Si conseguís lo que queréis… o matáis a Fortnum… ¿qué pasará conmigo?
El padre Rivas señaló al negro llamado Pablo que esperaba en el umbral.
—Te trajeron aquí por la fuerza. Es la verdad pura y simple. Ahora no podemos dejarte ir.
—¿Y si me voy por esa puerta?
—Le diré que te dispare. Sé razonable, Eduardo. ¿Cómo podemos saber que no avisarás a la policía?
—No soy un soplón, a pesar de la jugarreta que me has hecho.
—No estoy seguro. La conciencia de un hombre no es algo simple. Creo en tu amistad. Pero quizá te convencerías de que tienes que volver para visitar a tu enfermo. La policía te seguiría y tu juramento hipocrático nos condenaría a todos a la muerte. Además, existe ese sentimiento de culpa que percibo en ti… Dicen que te acuestas con la mujer de Fortnum. Si es cierto, la necesidad de reparar tu culpa puede exigir la muerte de todos nosotros.
—Yo no soy creyente, León, no pienso en esos términos. No tengo conciencia. Soy un hombre simple.
—Nunca he conocido a un hombre simple. Ni siquiera en el confesionario, a pesar de permanecer horas seguidas allí. El hombre no es una criatura simple. Cuando yo era un sacerdote joven procuraba desentrañar los impulsos de hombres y mujeres, sus tentaciones, sus desengaños… Pronto abandoné la idea, porque nunca encontraba una respuesta directa. Nadie era lo bastante simple como para que yo lo entendiera. Al fin me limitaba a decir: «Tres Padrenuestros, tres Avemarías. Vete en paz».
Plarr se apartó con impaciencia. Miró una vez más a su enfermo. Charley Fortnum dormía serenamente: el sueño de la droga. Habían conseguido unas cuantas mantas para hacer más cómodo el ataúd. Plarr regresó al otro cuarto y se acostó en el suelo. Tenía la sensación de haber vivido un día interminable. Era difícil creer que esa misma tarde había tomado el té en la calle Florida, viendo a su madre comer sus éclairs.
La imagen de su madre lo acompañó durante su sueño.
La oyó hablar con su habitual tono quejoso, diciéndole que su padre se negaba a descansar en paz en el interior de su ataúd. Había que empujarlo adentro una y otra vez y ése no era el modo en que un caballero disfruta del descanso eterno. El padre Galvao había emprendido viaje desde Río de Janeiro especialmente para tratar de convencerlo de que descansara tranquilo.
Plarr abrió los ojos. El indio Miguel dormía y el padre Rivas había reemplazado a Pablo en el umbral de la puerta, con el arma apoyada en el regazo. Una vela puesta sobre un plato proyectaba sobre la pared, a su espalda, la sombra de sus orejas. Plarr recordó las siluetas de perros que su padre proyectaba con las manos en la pared del cuarto de niños. Durante un rato permaneció despierto, observando a León, su antiguo compañero de estudios. León orejas-de-perro, el padre orejas-de-perro. Recordó que cuando tenían quince años, durante una de esas largas y serias conversaciones que solían tener, León le había dicho que sólo existía media docena de carreras dignas de que un hombre las siguiera: un hombre podía ser médico, sacerdote, abogado (siempre, desde luego, por las buenas causas), poeta (si escribía bien) u obrero manual. Ahora no podía recordar cuál era la sexta carrera, pero sin duda no era la de secuestrador o asesino.
—¿Dónde están Aquino y los demás? —susurró desde el suelo.
—Esto es una operación militar —dijo León—. El Tigre nos ha adiestrado. Hay hombres apostados como avanzada y turnos de guardia nocturna.
—¿Y tu mujer?
—Está en la ciudad, con Pablo. Esta choza es de Pablo.
Como aquí lo conocen, hemos pensado que es mejor hacer las cosas así. No tienes por qué hablar en voz baja. Los indios se duermen en cualquier momento cuando no los necesitan. El único ruido capaz de despertarlos es el de su propio nombre… o cualquier ruido que pueda ser peligroso. Mira a Miguel, durmiendo tan tranquilo mientras hablamos. Lo envidio. Ésa es la verdadera paz. Así deberíamos dormir todos. Pero nosotros hemos perdido esa facultad de los animales.
—Quiero que me hables de mi padre, León. Quiero saber la verdad.
No bien lo dijo recordó que Humphries exigía siempre la verdad, inclusive del mozo napolitano, y sólo obtenía una respuesta ambigua.
—Tu padre y Aquino estaban presos en la misma comisaría, a cien kilómetros al sur de Asunción. Cerca de Villarrica. Había pasado allí quince años, y Aquino sólo diez meses. Hicimos todo lo posible, pero estaba viejo y enfermo. El Tigre se oponía a que salváramos a tu padre, pero los demás votamos en contra y le ganamos. Nos equivocamos. Quizá tu padre aún estaría vivo si hubiéramos escuchado al Tigre.
—Sí. Quizá. En una comisaría. Muriéndose poco a poco.
—Fue una cuestión de segundos. Lo había podido hacer fácilmente en la época en que lo conociste. Pero quince años en una comisaría… uno se viene abajo más rápido que en una cárcel. El general sabe que en la cárcel existe la camaradería. Por eso planta a sus víctimas en macetas separadas, con muy poca tierra, para que se marchiten de pura desesperación.
—¿Pudiste ver a mi padre?
—No. Yo estaba en el coche que usamos para escapar, con una granada lista en la mano. Rezaba. —¿Rezar todavía tiene algún sentido para ti?
El padre Rivas no contestó y Plarr se quedó dormido.
Ya era de día cuando despertó. Fue en seguida al cuarto interior para ver a su paciente. Charley Fortnum le clavó la mirada en cuanto entró.
—De manera que usted está con ellos —dijo.
—Sí.
—No lo entiendo, Ted. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—Muchas veces le hablé de mi padre. Pensé que estos hombres podrían ayudarlo.
—Usted era amigo mío… y de Clara.
—No tengo la culpa del error que cometieron. ¿Cómo anda ese talón?
—El dolor de muelas es mucho peor. Tiene que sacarme de aquí, Ted. Hágalo por Clara.
Plarr contó a Fortnum su visita al embajador inglés.
Mientras hablaba, comprendió que su relato no era muy alentador. Charley Fortnum pareció registrar con lentitud los detalles.
—¿Consiguió usted hablar con el viejo en persona?
—Sí. Está haciendo todo lo que puede.
—Bah, en Buenos Aires sentirán un gran alivio cuando me maten. Eso lo sé muy bien. Así no tendrán que echarme a patadas. Ése sería un gesto muy poco caballeresco. Esos hijos de puta son tan caballeros…
—El coronel Pérez también hace todo lo que está en sus manos. No pasará mucho tiempo antes de que encuentren este lugar.
—Que lo encuentren no cambiará mucho las cosas. ¿Usted cree que esos tipos me dejarán salir vivo de aquí? ¿Ha podido hablar con Clara?
—Sí. Está muy bien.
—¿Y el niño?
—No tiene por qué preocuparse.
—Ayer quise escribirle una carta. Para que tuviera algo que conservar como recuerdo, después… Aunque dudo que una carta le sirviera de mucho. Todavía no sabe leer muy bien. Pensé que alguien podría leerle la carta en voz alta. Quizás usted, Ted. Claro que de ese modo no podía decirle todo lo que siento por ella. Pero pensé que si me mataban, usted podría explicárselo.
—¿Explicarle qué?
—Lo que siento. Ya sé que usted es más frío que un pescado, Ted. Muchas veces se lo he dicho. Pero he pensado muchas cosas mientras he estado tumbado aquí, he tenido mucho tiempo… Todos esos años que viví antes de conocer a Clara… esa época que los imbéciles llaman la flor de la vida… bueno, fueron años muy vados, sin nada importante. Lo único que hacía era cultivar esa maldita hierba mate, para ganar unos centavos. ¿De qué me servía el dinero? Yo necesitaba alguien a quien ayudar. Ganar dinero para mí no me interesaba. Hay gente que se vuelve loca por los perros, o los gatos. A mí no me importan un pito. Tampoco me entusiasman los caballos. ¡Los caballos! Nunca he podido soportar a esos hijos de puta. Lo único que tenía era La Niña de mis ojos. Yo simulaba ante mí mismo que La Niña estaba viva. Le daba gasolina y aceite, oía el ruido de sus tripas, pero sabía que era mucho menos real que esas muñecas que dicen mamá. Claro que durante algún tiempo tuve a mi mujer. Pero la hija de puta era tan perfecta… Hacía cualquier cosa mucho mejor que yo. Discúlpeme. Hablo demasiado. Pero con usted me siento más cómodo que con nadie, porque ha conocido a Clara.
—Hable todo lo que quiera. Es lo único que podemos hacer en una situación como ésta. Yo también soy aquí un prisionero.
—¿No lo dejan irse?
—No.
—Entonces, Clara… ¿no tiene a nadie?
—Creo que puede cuidarse sola durante uno o dos días —dijo Plarr con irritación—. Puede arreglárselas mucho mejor que usted o que yo.
—A usted no lo van a matar.
—No, siempre que puedan evitarlo.
—Hubo una época, antes de conocer a Clara, en que pensé que había encontrado a alguien… Alguien a quien querer. Era una muchacha que también vivía en casa de la madre Sánchez. Se llamaba María. Pero era una mala mujer.
—Alguien le pegó una puñalada.
—Sí. Me sorprende que usted sepa esas cosas. Bueno, conocí a Clara poco después. No sé cómo no me fijé antes en ella. Creo que no soy buen juez en materia de mujeres. Y María… Bueno, en cierto modo me deslumbró. Clara no era tan hermosa como ella, pero era una muchacha honrada. Podía confiar en ella. Hacer feliz a alguien como Clara es un triunfo, ¿no es cierto?
—Un triunfo bastante modesto.
—Comprendo que a usted le parezca modesto. Pero yo estoy acostumbrado a fracasar y no tengo aspiraciones muy altas. Si las cosas me hubieran ido mejor, quizá… Cuando me nombraron cónsul honorario, dejé de beber casi una semana. Pero no duró. Todavía conservo la carta que me mandaron de la Embajada. Me gustaría que se la diera a Clara, si no salgo de aquí con vida. Está en el primer cajón a la izquierda de mi escritorio en el Consulado. La reconocerá fácilmente por el escudo grabado en el sobre. Clara puede conservarla para mostrársela al niño, algún día.
Trató de cambiar de postura en el ataúd y esbozó una mueca.
—¿Le ha dolido? —preguntó Plarr.
—Sólo una punzada.
Se echó a reír por lo bajo y agregó:
—Cuando pienso en mi mujer y en Clara… Dios santo, qué diferentes pueden ser dos mujeres. Mi mujer me dijo una vez que se había casado conmigo por pura lástima. ¿Lástima de qué? Ella era como un hombre en la casa… Arreglaba los enchufes… hasta era capaz de cambiar la arandela de un grifo. Y cuando yo bebía un milímetro más de la medida exacta, era muy severa conmigo. Claro que lo sensato no era esperar mucho de ella… Ya le dije que era Christian Scientist y ni siquiera el cáncer existía para ella, aunque su padre murió de eso… ¡Cómo podía esperar que creyera en un dolor de cabeza! De todos modos, no tenía necesidad de hablar con aquel vozarrón, cada vez que yo tenía jaqueca. Su voz me perforaba la cabeza como un taladro. Pero Clara… Clara es toda una mujer, sabe cuándo no debe hablar. Dios la bendiga. Quisiera que fuera feliz hasta el final.
—Eso no parece difícil. No creo que sea una mujer complicada.
—No. Pero tarde o temprano se presentará el momento crítico. Como en los malditos exámenes que nos hacían en la escuela. Y no estoy muy seguro de aprobar.
Plarr pensó que parecían estar hablando de dos mujeres diferentes: una era la mujer que Charley Fortnum amaba; la otra, una prostituta de la casa de la madre Sánchez que la noche antes lo había esperado en su cama. Además, le había preguntado algo… Pero en ese momento el coronel Pérez había llamado a la puerta. Ya era inútil tratar de recordar cuál era esa pregunta.
Hacia el mediodía, Marta volvió de la ciudad con un ejemplar de El Litoral; los periódicos de Buenos Aires no habían llegado aún. El director había asignado grandes titulares a la oferta del doctor Saavedra. Plarr se dijo que los diarios de otros lugares no se mostrarían tan generosos. Esperó la reacción de León; pero éste pasó el periódico a Aquino sin decir una sola palabra.
—¿Quién es este Saavedra? —preguntó Aquino.
—Un novelista.
—¿Y por qué cree que un novelista es más importante para nosotros que un cónsul? ¿Para qué sirve un novelista? Además es argentino. ¿A quién le importa que muera un argentino? No al general. Ni siquiera a nuestro presidente. Ni al mundo. Un habitante menos de los países subdesarrollados en que gastar dinero…
A la una el padre Rivas encendió la radio y sintonizó el boletín de noticias de Buenos Aires. La oferta del doctor Saavedra ni siquiera fue mencionada. Plarr se preguntó si en su pequeña habitación, cerca de la cárcel, el novelista estaría escuchando ese silencio que debía de ser para él más humillante que un rechazo. El secuestro ya no interesaba al público argentino. Había otros acontecimientos más excitantes que atraían la atención. Un hombre había matado al amante de su mujer (en una pelea a cuchillo, por supuesto) y ésa era una historia que nunca perdía encanto para un latinoamericano; en el Sur se habían avistado los habituales platillos volantes; los militares se habían sublevado contra el gobierno en Bolivia; dieron un detallado informe sobre las actividades del equipo de fútbol argentino en Europa (alguien había censurado severamente al árbitro). Al final el locutor dijo: «No se han producido novedades sobre el secuestro del cónsul inglés. El ultimátum de los secuestradores para que se cumplan sus condiciones vence el sábado a medianoche».
Alguien llamó a la puerta de la choza. El indio, que estaba nuevamente de guardia, se pegó contra la pared ocultando su arma. En ese momento había seis personas en el cuarto: el padre Rivas, Diego, el conductor del automóvil, Pablo, el negro picado de viruelas, Marta y Aquino. Dos de ellos hubiesen debido estar montando guardia fuera. Pero en pleno día y sin amenaza de peligro, León les había permitido que entraran para escuchar las noticias de la radio. Un error que sin duda ya estaría lamentando. La llamada se repitió y Aquino apagó la radio.
—Pablo —dijo el padre Rivas.
Pablo fue de mala gana hacia la puerta. Sacó un revólver del bolsillo, pero el sacerdote le ordenó que lo guardara de inmediato.
Con resignación, casi con alivio, Plan se preguntó si sería el clímax de toda esa absurda aventura. ¿Les barrería una ráfaga de ametralladora cuando se abriera la puerta?
El padre Rivas debió de pensar lo mismo, porque se adelantó al centro de la habitación, como si quisiese ser el primero en morir si en verdad había llegado el fin. Pablo empujó la puerta.
Fuera había un viejo. Su figura vacilaba bajo la luz del sol moteada de sombras, y los contempló en silencio con lo que parecía una extraña curiosidad. Al fin, Plan advirtió que era ciego. El viejo palpó el borde de la puerta con una mano de piel fina como el papel y surcada de venas como una hoja seca.
—José, ¿qué estás haciendo aquí? —exclamó el negro.
—He venido a ver al padre.
—Aquí no hay ningún padre, José.
—Sí que lo hay, Pablo. Ayer estaba sentado junto al pozo de agua y oí que alguien decía: «El padre que vive con Pablo es un buen padre».
—¿Para qué quieres un padre? Además, ya no está con nosotros.
El viejo movió la cabeza hacia uno y otro lado, como tratando de discernir cada vez las diferentes respiraciones que sonaban en el cuarto: respiraciones muy fuertes, o contenidas, o jadeantes. Y una de ellas, la de Diego, con un silbido asmático.
—Mi mujer se ha muerto —dijo—. Esta mañana, cuando desperté, y la toqué con la mano para despertarla, estaba fría como una piedra. Anoche estaba muy bien. Me hizo la sopa, una sopa muy rica. Nunca me había dicho que se iba a morir.
—Tienes que buscar al cura del barrio, José.
—No es un buen cura —dijo el viejo—. Es el cura del arzobispo. Tú lo sabes muy bien, Pablo.
—El padre que estuvo aquí sólo vino de visita. Era un conocido de mi primo rosarino. Ya se ha ido de nuevo. —¿Quién es toda esta gente que está en el cuarto, Pablo?
—Amigos míos. ¿Qué creías? Estábamos escuchando la radio cuando has venido.
—Dios mío, ¿así que tienes una radio, Pablo? Te has vuelto rico de golpe.
—No es mía. Es de un amigo.
—Qué amigo tan rico tienes. Necesito un ataúd para mi mujer, Pablo, y yo no tengo dinero.
—No te preocupes, José. En el barrio te conseguiremos uno.
—Juan dice que le compraste un ataúd. Tú no tienes mujer, Pablo. Dame tu ataúd.
—Lo necesito para mí, José. El médico me ha dicho que estoy muy enfermo. Juan te hará un ataúd y lo pagaremos entre todos los del barrio.
—¿Y la misa? Quiero que el padre le diga una misa. No quiero que lo haga el cura del arzobispo.
El viejo dio un paso hacia el cuarto, tendiendo las manos ante sí con las palmas hacia arriba.
—Te digo que aquí no hay ningún padre. Regresó a Rosario.
Pablo se interpuso entre el viejo y el padre Rivas, como temiendo que a pesar de su ceguera fuera capaz de percibir a un sacerdote.
—¿Cómo has llegado hasta aquí, José? —preguntó Diego—. Tú no tenías más ojos que los de tu mujer.
—Ah, aquí está Diego… Puedo ver muy bien con mis manos.
Las mantenía extendidas, señalando con los dedos primero a Diego, después a Plan. Al fin las volvió hacia el padre Rivas. Eran como ojos en las antenas de un extraño insecto. Ni siquiera miraba a Pablo: lo daba por sentado. Era a los demás, a los extraños, a quienes sus manos y oídos buscaban. Parecía el guardia de una cárcel contando a los prisioneros alineados en silencio.
—Aquí hay cuatro desconocidos, Pablo —dijo.
Dio un paso hacia Aquino, que se echó hacia atrás.
—Son todos amigos míos, José.
—No sabía que tuvieras tantos amigos, Pablo. No son de este barrio.
—No.
—De todos modos, pueden ir a ver a mi mujer.
—Irán más tarde. Ahora vaya llevarte a tu casa, José.
—Déjame oír la radio, Pablo. Nunca he oído hablar a una radio.
—¡Ted! —llamó la voz de Charley Fortnum desde el otro cuarto—. ¡Ted!
—¿Quién llama, Pablo?
—Un hombre enfermo.
—¡Un gringo! —exclamó el viejo, con cara de espanto—. Es la primera vez que un gringo viene al barrio. Y tienes una radio también… Te has vuelto un hombre muy importante, Pablo.
Aquino aumentó al máximo el volumen de la radio para sofocar la voz de Charley Fortnum. Una mujer habló estrepitosamente de los méritos de los copos de maíz Kellogg. «Crujientes y dorados. Una fuente de vida y energía», explicó.
Plan fue rápidamente al cuarto interior.
—¿Qué quiere, Charley? —preguntó.
—He soñado que había alguien en la habitación. Me iba a cortar el cuello. Me he dado un susto de muerte. Quería saber si usted seguía aquí.
—No vuelva a hablar. Hay un extraño en el otro cuarto.
Si habla, pondrá en peligro nuestras vidas. Cuando se vaya, volveré.
En la otra habitación, la voz enlatada de una mujer decía: «A ella le fascinará la suavidad perfumada de su mejilla».
—Es un milagro —dijo el viejo—. Pensar que una caja es capaz de decir cosas tan bonitas.
Entonces, alguien empezó a cantar una romántica balada de amor y muerte.
—Toma, José. Puedes tocar la radio. Sostenla en tus manos.
Todos se sintieron aliviados al ver las manos del viejo ocupadas, y no vueltas hacia ellos. José acercó la radio a sus oídos, como temiendo perder una sola de las hermosas palabras que decía.
El padre Rivas se llevó a Pablo aparte.
—Iré con él, si te parece que servirá de algo.
—No —dijo Pablo—. Todo el barrio debe de estar en su choza para ver el cuerpo de su mujer. Ya deben de saber que ha salido en busca de un sacerdote. Si aparece el cura del arzobispo, querrá saber quién eres tú. Querrá ver tus documentos. Y es capaz de llamar a la policía.
—A ese viejo tendría que pasarle algo antes de que vuelva a su casa… —dijo Aquino.
—No —dijo Pablo—. No estoy de acuerdo. Lo conozco desde que yo era niño.
Diego, el conductor, dio su opinión en tono más bien sombrío:
—De todos modos, es demasiado tarde para taparle la boca. ¿Cómo supo esa mujer del pozo que aquí había un padre?
—Yo no se lo dije a nadie —contestó Pablo.
—En un barrio es imposible mantener un secreto durante mucho tiempo —dijo el padre Rivas.
—Lo peor de todo es que ahora se ha enterado de lo de la radio y del gringo —dijo Diego—. Deberíamos salir de aquí lo antes posible.
—Tendríais que llevar a Fortnum en una camilla —dijo Plarr.
El viejo sacudió la radio y se quejó:
—No quiere charlar conmigo…
—¿Y cómo va a charlar?
—Hay una voz dentro.
—Vamos José —dijo Pablo—. Ya es hora de que vuelvas al lado de tu pobre mujer.
—Pero ¿y el padre? —dijo José—. Quiero que el padre le dé la extremaunción.
—Ya te he dicho que aquí no hay ningún padre. El cura del arzobispo se la dará.
—Nunca viene cuando lo llamamos. Siempre está ocupado en alguna reunión. Pasarán muchas horas antes de que venga y el alma de mi pobre mujer andará dando vueltas por ahí mientras lo esperamos.
—A ella no le pasará nada malo, viejo —dijo el padre Rivas—. Dios no necesita esperar al cura del arzobispo.
Las manos del viejo se volvieron rápidamente hacia él.
—Usted… ése que ha hablado… Usted tiene voz de padre.
—No, no soy un padre. Si tuviera vista, vería que mi mujer está a mi lado. Háblale, Marta.
—Sí —dijo Marta en voz baja—. Sí. Éste es mi marido, viejo.
—Vamos, te llevaré a casa —dijo Pablo.
El viejo se aferraba obstinadamente a la radio. La música sonaba estrepitosamente, pero no lo bastante para él, que apretaba el aparato contra la oreja.
—Nos ha dicho que ha venido solo hasta aquí —susurró Diego—. Me parece imposible. Supongamos que alguien lo haya traído hasta aquí a propósito y lo haya dejado en la puerta…
—Había venido aquí dos veces, con su mujer. Los ciegos recuerdan muy bien los caminos. Además, si lo llevo hasta su casa puedo comprobar si hay alguien esperando o espiándonos.
—Si dentro de dos horas no has vuelto —dijo Aquino—, si te detienen… tendremos que matar al cónsul. Puedes decirles eso. Ojalá le hubiera disparado a la espalda, ayer —agregó—; ahora estaríamos lejos de aquí.
—He oído una radio… —dijo el viejo lleno de asombro.
La dejó cuidadosamente, como si fuera algo muy frágil.
—Si pudiera contárselo a mi mujer…
—Ya lo sabe. Ahora ella lo sabe todo —dijo Marta.
—Vamos, José.
El negro cogió la mano derecha del viejo y quiso llevarlo hacia la puerta, pero el viejo se negó. Se volvió y con la mano libre pareció contar una vez más a las personas que estaban en el cuarto.
—Qué gran fiesta, Pablo… —dijo—. Dame algo de beber.
Dame un poco de caña.
—No tenemos nada para beber, José.
Empujó afuera al viejo y el indio cerró rápidamente la puerta cuando los dos salieron. Durante un instante todos sintieron un alivio semejante al de una ráfaga de aire fresco en un día tórrido.
—¿Qué piensas, León? —dijo Plarr—. ¿Era un espía?
—¿Qué se yo?
—Tenías que haber ido con ese pobre hombre, padre —dijo Marta—. Su mujer está muerta y no hay ningún sacerdote que lo ayude.
—Si hubiera ido, habría puesto en peligro la vida de todos.
—Ya has oído lo que ha dicho. Al cura del arzobispo no le importan nada los pobres.
—¿Y tú crees que a mí no me importan? Doy mi vida por ellos, Marta.
—Ya lo sé, padre. No te acuso. Eres un buen hombre.
—Hace horas que ha muerto. ¿De qué sirve ahora la extremaunción? Pregúntale al doctor.
—Yo me ocupo solamente de los vivos —dijo Plan. La mujer tocó la mano de su marido.
—No quiero ofenderte, padre. Soy tu mujer.
—No eres mi mujer. Eres mi esposa —dijo el padre Rivas con impaciencia.
—Si tú lo dices…
—Yate lo he explicado una y mil veces.
—Soy una mujer estúpida, padre. Me cuesta entender.
¿Es que importa mucho? Mujer, esposa…
—Sí, importa. La dignidad humana importa mucho, Marta. Un hombre que siente lujuria toma a una mujer mientras le dura el deseo. Yo te he tomado para toda la vida. Eso es el matrimonio.
—Si tú lo dices, padre…
—No porque lo diga yo, Marta. Es la verdad —dijo el padre Rivas con una voz en la que se percibía el cansancio de repetir eternamente lo mismo.
—Sí, padre. Yo estaría más tranquila si te oyera rezar alguna vez…
—Quizá rece más de lo que tú crees.
—Por favor, no te enfades, padre. Estoy muy orgullosa de que me eligieras.
Se volvió hacia los demás.
—Podía acostarse con cualquier mujer que se le antojara en nuestro barrio de Asunción. Es un buen hombre. Si no se ha ido con el viejo por algo ha de ser… Pero por favor, padre…
—No me llames padre todo el tiempo. Soy tu marido, Marta. Tu marido.
—Sí, pero me sentiría tan orgullosa si pudiera verte al menos una vez como eras antes… Con el hábito, en el altar… Bendiciéndonos, padre.
La palabra volvió a escapársele: Marta se tapó demasiado tarde la boca con la mano.
—Ya sabes que no puedo hacer eso.
—Si pudiera verte como te vi en Asunción… con la vestidura blanca, por Pascua…
—Nunca volverás a verme así. León Rivas se volvió.
—Aquino, Diego —dijo—, volved a vuestros puestos. Os relevaremos dentro de dos horas. Tú, Marta, vuelve a la ciudad y mira si han llegado los periódicos de Buenos Aires.
—Será mejor que compréis más whisky para Fortnum —dijo Plarr—. Su medida vacía muy pronto una botella.
—Esta vez no la compartirá con nadie —dijo el padre Rivas.
—¿Qué quieres insinuar con eso? —preguntó Aquino.
—No insinúo nada. ¿Crees que no te olí el aliento, ayer?
A las cuatro fue Aquino quien puso la radio. Pero no hubo noticias sobre el secuestro. Era como si todos ellos se hubieran borrado de la memoria del mundo.
—Ni siquiera mencionan tu desaparición —dijo Aquino a Plarr.
—Quizá no lo sepan todavía —contestó Plarr—. Estoy perdiendo la cuenta de los días. ¿Hoy es jueves? Recuerdo que le di un largo fin de semana libre a mi secretaria. Debe de estar muy ocupada acumulando indulgencias. Para las ánimas del purgatorio. Espero que no seamos nosotros los beneficiados.
Una hora después volvió Pablo. Nadie había demostrado inquietud, aunque se había retrasado más de la cuenta: había tenido que hacer cola para rendir el último homenaje a la muerta. Cuando salió de la casa aún no había llegado el cura del arzobispo. Su única preocupación era que José había charlado con todo el mundo acerca de la radio. El viejo estaba muy orgulloso porque era el único en el barrio que había oído una radio y hasta la había tenido en sus manos. Por el momento, parecía haberse olvidado del gringo.
—Pronto se acordará —dijo Diego—. Deberíamos irnos de aquí.
—No sé cómo —dijo Pablo—. Con un hombre herido…
—El Tigre habría dicho: «Matadlo en seguida» —respondió Aquino.
—Ya tuviste la oportunidad —dijo Diego.
—¿Dónde está el padre Rivas? —preguntó Pablo.
—De guardia.
—Debería haber dos fuera.
—Uno tiene que beber algo. Se me ha terminado el mate. Marta tenía que traer más, pero el padre Rivas la ha mandado a la ciudad a comprar whisky para el gringo. No hay que dejar que ése pase sed…
—Ve tú, Aquino —dijo Pablo.
—Yo no recibo órdenes de ti, Pablo.
«Si la espera continúa mucho tiempo, acabarán peleándose entre ellos», pensó Plarr.
Cuando Marta volvió de la ciudad ya casi era de noche. Habían llegado los periódicos de Buenos Aires y La Nación dedicaba unas pocas líneas al doctor Saavedra, aunque el periodista encontraba necesario recordar a sus lectores quién era Saavedra. «El novelista —escribía—, conocido sobre todo por su primer libro: El corazón silencioso». El título estaba equivocado.
La noche pareció arrastrarse interminablemente. Sentados durante horas en silencio, parecían formar parte de un silencio universal que los rodeaba: el silencio de la radio, el silencio de las autoridades, hasta el silencio de la Naturaleza. Los perros no ladraban. Los pájaros habían dejado de cantar y la lluvia empezó a caer en pesadas gotas espaciadas, tan infrecuentes como las pocas palabras que se cambiaban: el silencio parecía aún más profundo entre las gotas. Muy lejos se había desatado una tormenta. Pero eso era más allá del río, en otro país.
Cada vez que uno de ellos hablaba, surgía la inminencia de una discusión en torno a la frase más inocente. Sólo el indio permanecía impasible, sentado aparte y sonriendo con amable satisfacción mientras engrasaba su metralleta. Limpiaba cada ranura con el cariño y el placer sensual de una mujer que baña a su primer hijo. Cuando Marta les sirvió la sopa, Aquino se quejó de que le faltaba sal y Plarr pensó que la mujer iba a arrojarle a la cara el plato lleno de sopa desdeñada. Plarr los dejó y fue al cuarto interior.
—Si por lo menos tuviera algo que leer —dijo Charley Fortnum.
—Aquí no hay suficiente luz —dijo Plarr.
Sólo una vela iluminaba el cuarto.
—Podrían darme más velas.
—No quieren que se vea luz desde fuera. En este barrio casi todos se duermen en cuanto oscurece… o hacen el amor.
—Gracias a Dios hay mucho whisky. Tómese una copa. Qué extraña situación… Primero me disparan como a un perro y después me dan whisky. Esta vez ni siquiera les he pagado. ¿Hay noticias? Han puesto la radio a un volumen tan bajo que no he entendido nada.
—No hay ninguna noticia. ¿Cómo se siente?
—Como el diablo. ¿Cree que viviré para ver el final de esta botella?
—Claro que sí.
—Entonces sea optimista y sírvase más.
Bebieron juntos en el silencio que habían roto por un instante. Plarr se preguntó dónde estaría Clara. ¿En su casa? ¿En el Consulado? Al fin preguntó:
—¿Por qué se casó con Clara, Charley?
—Ya se lo dije… Quería ayudarla.
—Para eso no necesitaba casarse con ella.
—Si no lo hubiera hecho, los impuestos se lo habrían comido todo después de mi muerte. Además, quería tener un hijo. La quiero, Ted. Y quiero que se sienta segura. Si usted la conociera mejor… Un médico sólo ve el exterior… bueno, supongo que el interior también, pero ya entiende usted lo que quiero decir. Para mí, Clara es como… como…
No pudo encontrar la palabra y Plarr sintió la tentación de decírsela. «Es como un espejo —pensó—, un espejo fabricado por la madre Sánchez para que refleje a todos los hombres que se miran en él: la torpe ternura de Charley, que ella imita, y mi… mi…». Pero tampoco él pudo encontrar la palabra exacta. Desde luego, no era «pasión». ¿Qué le había preguntado Clara justo antes de que él la dejara? En Clara se reflejaba hasta el recelo que inspiraba en los hombres. Plarr sintió irritación contra la muchacha, como si de alguna oscura manera ella lo hubiese herido. «Uno podría usarla para afeitarse», pensó recordando las gafas de sol vendidas por Gruber.
—Usted se reirá, pero Clara me recuerda un poco a Mary Pickford en aquellas películas mudas… —dijo Charley Fortnum—. No me refiero a su cara, desde luego, sino a una especie de… Casi diría de inocencia.
—Entonces espero que el bebé sea una niña. Un varón como Mary Pickford no podría abrirse mucho camino en el mundo.
—A mí no me importa lo que sea. Pero creo que Clara quiere un varón. Quizás espera que se parezca a mí —agregó, burlándose de sí mismo.
Plarr sintió un deseo salvaje de decirle la verdad. Sólo lo detuvo el cuerpo herido, indefenso sobre el ataúd. Perturbar a un paciente era una falta de ética profesional. Charley Fortnum levantó su vaso de whisky y agregó:
—No como estoy ahora, desde luego. Salud.
Plarr oyó que las voces subían de tono en el cuarto contiguo.
—¿Qué pasa allí? —preguntó Charley Fortnum.
—Se están peleando.
—¿Por qué?
—Tal vez por usted.