2

Plarr hizo las invitaciones por teléfono desde el aeropuerto y esperó a sus dos huéspedes en la terraza del Nacional. Mientras tanto hizo en una hoja del papel timbrado del hotel el borrador de una carta que, pensó, el embajador habría encontrado sobria y convincente. La ciudad empezaba a despertar para la noche, después de la larga siesta de la tarde. Junto al río corría una hilera de automóviles. La blanca estatua desnuda brillaba en el mirador bajo la luz de los faroles y el letrero de la Coca-Cola centelleaba con sus letras rojas como el retablo de un santo. En la oscuridad sonaba la sirena del ferry-boat desde la costa chaqueña. Eran poco más de las nueve: demasiado temprano para la cena, en ese lugar. Plarr estaba en la terraza sin más compañía que el doctor Benevento y su mujer. Benevento tomaba un aperitivo a breves sorbos y su mujer, severa, madura, y con una gran cruz de oro semejante a una condecoración, se abstenía ostentosamente de probar nada y seguía con un falso aire de paciencia la desaparición del aperitivo de su marido. Era jueves, recordó Plarr, y quizá Benevento había ido al hotel directamente desde la casa de la señora Sánchez tras realizar su revisión semanal. Los dos médicos se ignoraban mutuamente: a pesar de todos los años que habían pasado desde su llegada, Plarr todavía era un intruso extranjero a los ojos de Benevento.

Humphries fue el primero en llegar. Llevaba un traje oscuro abrochado y tenía la frente húmeda por el calor de la noche. Su humor no mejoró cuando, no bien se sentó, un mosquito audaz le atacó un tobillo a través del grueso calcetín de lana. Humphries lo aplastó con furia y se quejó:

—Salía para ir al Club Italiano cuando me ha llegado su mensaje.

Parecía molesto por el hecho de haber sido privado de su goulash habitual. Miró el tercer lugar reservado en la mesa y preguntó:

—¿Espera a alguien más?

—Al doctor Saavedra.

—¡Santo Dios! ¿Y para qué? No sé qué le ve a ese tipo. Es un asno pedante.

—Pensé que su opinión podría ser útil. Quiero redactar una carta para los periódicos que será enviada por el Club Angloargentino. Una petición en favor de Fortnum. —Déjese de bromas. ¿Qué club? No existe ningún club…

—Usted y yo lo fundaremos esta noche. Espero que Saavedra sea el presidente. Yo seré vicepresidente. Y supongo que usted aceptará el cargo de secretario honorario. No habrá mucho que hacer…

—Esto es una locura —dijo Humphries—. En esta ciudad sólo hay otro inglés. O lo había. Estoy convencido de que Fortnum se largó. Esa mujer debía de costarle un montón de dinero. Tarde o temprano, nos enteraremos de que ha habido un desfalco en el Consulado. Aunque lo más probable es que nunca nos enteremos de nada. Esos tipos de la Embajada en Buenos Aires son expertos en tapar las cosas sucias. Por el honor de la institución… Uno nunca se entera de la verdad.

Era su queja habitual y bastante sincera. La verdad era para él como una frase difícil que sus discípulos nunca lograban escribir correctamente.

—Por lo menos no hay dudas en cuanto al secuestro —dijo Plarr—. Es cierto. He hablado con Pérez.

—¿Y usted confía en lo que dice un policía?

—En lo que dice este policía, sí. Sea razonable, Humphries. Tenemos que hacer algo por Fortnum. Por más que colgara la bandera al revés. Al pobre tipo sólo le quedan tres días de vida. Hoy el embajador me sugirió, aunque esto no hay que repetirlo, que escribiéramos a los periódicos para despertar cierto interés. Una carta del Club Inglés local. Desde luego, ese club no existe. Mientras volvía en el avión, he pensado que sería mejor llamarlo Club Angloargentino. Así podremos usar el nombre de Saavedra y tendremos una oportunidad más de llegar a los diarios de Buenos Aires. Podemos hablar de la buena influencia que Fortnum tuvo siempre en nuestras relaciones con la Argentina. Podemos hablar de sus actividades culturales.

—¡Sus actividades culturales! Su padre era un borracho famoso. Y también lo es Charley Fortnum. ¿Recuerda usted la noche que tuvimos que arrastrarlo hasta el Bolívar? Ni siquiera podía tenerse de pie. Todo lo que ha hecho por nuestras relaciones con la Argentina es casarse con una puta del lugar.

—A pesar de todo no podemos dejarlo morir.

—Yo no movería mi dedo meñique por ese hombre —dijo Humphries.

Algo estaba ocurriendo en el interior del Nacional. El maître d’hotel, que había salido a la terraza para tomar un poco de aire antes de que empezaran las actividades de la noche, se precipitó hacia el comedor. Un camarero que se dirigía hacia la mesa del doctor Benevento dio media vuelta respondiendo a una señal. A través de las persianas del restaurante, Plarr vio el brillo gris perla del traje de Jorge Julio Saavedra, que se había detenido para cambiar unas palabras con el personal. Una mujer del guardarropía le cogió el sombrero, el camarero le cogió el bastón, el gerente corrió desde su despacho para unirse al maure d’hotel. El doctor Saavedra explicaba algo, señalando aquí y allá; cuando salió a la terraza, el personal lo escoltó hasta la mesa de Plarr. Hasta el doctor Benevento se incorporó en su silla unos centímetros cuando Saavedra entró oscilando sobre sus piernas combadas y sus relucientes zapatos puntiagudos.

—Aquí llega el gran novelista —dijo Humphries—. Apuesto la cabeza a que ninguno de ellos ha leído una sola línea de Saavedra.

—Probablemente tiene razón —dijo Plarr—, pero su bisabuelo fue gobernador aquí. En Argentina tienen un fuerte sentido de la historia.

El gerente preguntaba si la ubicación de la mesa satisfacía al doctor Saavedra. El maître d’hotel susurró al oído de Plarr la noticia de un plato especial no incluido en el menú: ese día había llegado salmón fresco del Iguazú; además había dorada, si los invitados del doctor Plarr lo preferían.

Cuando todo el personal se hubo marchado, Saavedra dijo:

—Todas estas atenciones son ridículas. Lo único que les he dicho es que voy a situar una escena de mi novela en el restaurante del Nacional. Quería explicarles dónde pienso sentar a mi personaje. Necesito saber qué abarca su vista en el momento en que Fuerabbia, su asaltante, aparece armado por la terraza.

—¿Es una novela policíaca? —preguntó Humphries con malicia—. Me gustan las buenas novelas policíacas.

—Espero que nunca escribiré una novela policíaca, doctor Humphries, si por eso entiende usted uno de esos absurdos acertijos que son el equivalente literario de un rompecabezas. En mi próximo libro, el tema central es la psicología de la violencia.

—¿De nuevo los gauchos?

—No se trata de gauchos. Ésta es una novela contemporánea… mi segunda incursión en la política. Está situada en la época del dictador Rosas.

—¿No ha dicho que es contemporánea?

—Las ideas son contemporáneas. Si en vez de profesor de literatura fuera usted novelista, doctor Humphries, sabría que un novelista debe distanciarse de su tema. Nada envejece tan deprisa como lo inmediatamente contemporáneo. Escribir una novela policíaca es para mí un proyecto tan absurdo como escribir sobre el secuestro del señor Fortnum.

Se volvió hacia Plarr y agregó:

—Me era un poco difícil venir aquí esta noche. Ha ocurrido algo desagradable. Pero cuando mi médico me llama, debo obedecer. ¿Qué sucede?

—El doctor Humphries y yo hemos decidido fundar un club angloargentino.

—Una idea excelente. ¿Qué actividades…?

—Culturales, desde luego. Literarias, arqueológicas. Queremos que usted sea el presidente.

—Un gran honor —dijo Saavedra.

—Una de las primeras cosas que debe hacer el club es dirigir una comunicación a los periódicos en favor de Fortnum Si él estuviera aquí, sería uno de los miembros del club.

—Pero qué puedo hacer yo —preguntó Saavedra—. Casi no conozco al señor Fortnum. Sólo hablé con él una vez en casa de la señora Sánchez.

—He traído un borrador, un borrador muy apresurado… No soy escritor. Apenas si escribo mis recetas.

—Ese hombre se ha fugado —dijo Humphries—. Eso es todo. Sin duda, toda esta historia del secuestro es invención suya. Personalmente, me niego a firmar.

—Entonces prescindiremos de usted, Humphries. Sólo que sus amigos, si los tiene, se preguntarán, cuando aparezca la carta, por qué no es miembro del Club Angloargentino. Hasta creerán que le dieron bola negra…

—Usted sabe muy bien que ese club no existe.

—Oh, sí, existe, y el doctor Saavedra ha aceptado ser el presidente. Ésta es nuestra primera cena. Y nos espera un buen salmón del Iguazú. Si no quiere ser miembro del club, váyase y deléitese con el goulash de su covacha italiana.

—Esto es extorsión.

—Pero por una buena causa.

—Moralmente, usted no es mejor que los secuestradores.

—Quizá: pero de todos modos, preferiría que no mataran a Charley Fortnum.

—Charley Fortnum es una desgracia para su país.

—Si no hay firma, no hay salmón.

—No me deja usted alternativa —dijo Humphries, desplegando la servilleta.

Saavedra leyó la carta con atención. Después la dejó junto a su plato.

—Será mejor que me la lleve a casa para trabajar en ella —dijo—. Le ruego que no se incomode por mi crítica… La hago con actitud profesional. A la carta le falta… el estremecimiento de la urgencia. Es tan fría como un informe comercial. Si deja usted la carta en mis manos, escribiré algo con efecto dramático. Algo que los periódicos deberán publicar por sus méritos literarios.

—Quiero telegrafiar a The Times esta misma noche. Y quiero que salga mañana en los periódicos de Buenos Aires.

—Una carta como ésta requiere tiempo, doctor Plarr. Y yo escribo con lentitud. Deme usted hasta mañana y cuando vea el resultado comprenderá que valía la pena esperar.

—Quizá no le quedan más que tres días de vida a ese pobre diablo. Será mejor que mande mi borrador esta noche, sin esperar hasta mañana. En Inglaterra ya es mañana…

—Entonces me veré obligado a no firmar. Lo siento mucho, doctor, pero va en contra de mis principios poner mi nombre al pie de esa carta, tal como está ahora. En Buenos Aires nadie creería que he tenido algo que ver con ella. Contiene… discúlpeme usted… algunos clisés terribles. Oiga esto…

—Por eso quería que usted reescribiera la carta. Y creo que puede hacerlo ahora mismo. Mientras cenamos.

—¿Cree usted que escribir es algo tan fácil? ¿Improvisaría usted una operación difícil aquí, en esta mesa? Yo estoy dispuesto a escribir toda la noche, si es necesario. Le aseguro que la calidad de la carta que redactaré compensará con creces el retraso, incluso al ser traducida. A propósito: ¿quién traducirá la carta? ¿Usted o el doctor Humphries? Querría revisar la traducción antes de que la envíe. Desde luego, confío en sus conocimientos. Pero es un problema de estilo. En una carta así debemos conmover al lector, representarle vívidamente el carácter de ese pobre hombre…

—Cuanto menos represente usted su carácter, tanto mejor —dijo Humphries.

—Por lo que sé, el señor Fortnum es un hombre muy simple… Ni demasiado sensato ni demasiado inteligente. Y ahora se encuentra de repente en presencia de una muerte violenta. Quizá nunca haya pensado antes en la muerte. Es una situación en que un hombre como él puede sucumbir al miedo o engrandecerse. Considere el caso del señor Fortnum. Está casado con una mujer joven, que espera un hijo…

—No tenemos tiempo de escribir una novela sobre él —dijo Plarr.

—Cuando lo conocí, había bebido con exceso. La conversación me resultó un poco incómoda, hasta que percibí una profunda melancolía tras la jovialidad superficial.

—Eso es verdad —dijo Plarr, sorprendido.

—Creo que bebía por la misma razón por la que yo escribo: para huir de las sombras de su propia alma. Me confió que estaba enamorado.

—¡Enamorado a los sesenta años! —exclamó Humphries—. Es muy viejo para esas cursilerías.

—Yo no las he superado —dijo Saavedra—. Si las hubiera superado, ya no podría escribir. El instinto sexual y el instinto creador viven y mueren juntos. La juventud, doctor Humphries, dura más en algunos hombres de lo que usted supone por su experiencia personal…

—Lo único que quería Fortnum era tener una puta a mano. ¿Y a eso llama usted amor?

—Si pudiéramos volver al asunto de la carta… —intervino Plarr.

—¿Ya qué llama usted amor, doctor Humphries? ¿Un matrimonio arreglado según la tradición española? ¿Una familia numerosa? Permítame decirle que también yo quise a una puta. Una puta puede tener un alma mucho más generosa que cualquier dama burguesa de Buenos Aires. Como poeta, he recibido mucha más ayuda de una prostituta que de cualquier crítico… o profesor de literatura.

—Creía que era usted novelista, no poeta.

—En español el término poeta no se reserva para los que escriben métricamente.

—La carta —interrumpió Plarr—. Tratemos de terminar la carta antes de terminar el salmón.

—Déjeme pensar con tranquilidad. La frase inicial es la clave de todo el resto. Hay que encontrar de entrada el tono justo, y hasta el ritmo necesario. En la prosa, el ritmo es tan importante como la métrica en un poema. Por cierto, este salmón es excelente. ¿Quiere usted servirme un poco más de vino?

—Puede tomarse la botella entera si escribe la carta.

—Tanto barullo por Charley Fortnum… —respondió Humphries.

Había terminado el salmón, había apurado la última gota de vino: ya no tenía nada que temer.

—Puede haber otro motivo para su desaparición: quizá no quiera pasar por el padre del hijo de otro.

—Quiero empezar la carta con un estudio del carácter de la víctima —dijo Saavedra, bolígrafo en mano y con un resto de salmón en el labio superior—. Pero por algún motivo el señor Fortnum se niega a cobrar vida. Tengo que tachar casi todas las palabras. En una novela lo habría creado en unas pocas frases. Es su realidad lo que me derrota. Estoy coartado por su realidad. Escribo una frase, y siento como si Fortnum me dijera: «Pero yo no soy así».

—Tome un poco más de vino.

—Y siento que me dice otra cosa que me hace vacilar: «¿Por qué trata de hacerme volver a la vida que llevaba, una vida triste, sin honor?».

—A Charley Fortnum no le preocupaba demasiado el honor —dijo Humphries— mientras tuviera whisky a su alcance…

—Si usted pudiera ver con profundidad el carácter de cualquier hombre, inclusive el suyo propio, encontraría el sentimiento del machismo.

Eran más de las diez. Los clientes empezaban a dirigirse a sus mesas para la cena. Avanzaban por caminos separados, pasando a uno y otro lado de la mesa de Plarr como tribus migratorias que encontraran una roca en el desierto. Llevaban a sus hijos consigo. Un niño que parecía un ídolo de cera iba sentado muy erguido en su cochecito; una niña muy pálida, de unos tres años, se tambaleaba de cansancio sobre el desierto de mármol, vestida con un traje de fiesta azul y con las orejas atravesadas por aros de oro; otro niño de unos seis años, caminaba junto a la pared de la terraza, bostezando a cada paso. Parecían haber cruzado todo un continente para llegar a ese lugar. Al amanecer, terminado el apacentamiento, sin duda se trasladarían a otras praderas.

—Devuélvame la carta —dijo Plarr, ya sin paciencia—. La mandaré tal como está.

—En ese caso, no firmaré.

—¿Y usted, Humphries?

—Tampoco firmaré. Ya no puede amenazarme. Ya me he comido el salmón.

Plarr cogió la carta y la rompió en dos pedazos. Dejó unos billetes en la mesa y se levantó.

—Lamento disgustarlo, doctor Plarr. Su estilo no es malo… es muy correcto. Pero nadie creería que yo escribí esa carta.

Plarr fue al servicio. Mientras se lavaba las manos pensó: «Soy como Pilatos. Éste es un clisé que Saavedra no aprobaría». Se lavó las manos cuidadosamente, como si hubiese estado examinando a un paciente. Cuando las retiró del agua, se miró en el espejo e hizo una pregunta a la preocupada imagen que veía en él: «Si matan a Fortnum, ¿me casaré con Clara?», No era una consecuencia forzosa. Clara no esperaba de él semejante cosa. Si heredaba la finca podía venderla y mudarse a otra parte…, quizá volviera a Tucumán. O tal vez alquilara un apartamento en Buenos Aires y se dedicara a comer pasteles, como su madre. Por el bien de todos, convenía que Fortnum se salvara. Fortnum sería un padre mucho mejor que él; un niño necesita que lo quieran.

Mientras se secaba las manos, oyó la voz de Saavedra tras de sí.

—Usted piensa que le he fallado, doctor. Pero no tiene bien en cuenta todas las circunstancias.

El novelista estaba orinando. Se había subido la bocamanga derecha de su traje gris perla: era un hombre muy pulcro.

—Pensé que no era demasiado pedirle que firmara una carta, por mal escrita que estuviera, si eso podía salvar la vida de un hombre.

—Será mejor que le diga cuál es el motivo real, doctor, Esta noche necesito tomar más de una pastilla para dormir, He recibido un golpe terrible.

Se abrochó los pantalones y se volvió:

—¿Le he hablado alguna vez de Móntez?

—¿Móntez? No, no recuerdo ese nombre.

—Es un joven novelista de Buenos Aires, No tan joven ahora, me imagino. Debe de ser mayor que usted. Los años pasan rápido… Lo ayudé a que publicara su primera novela, Una novela muy extraña, Surrealista, pero muy bien escrita, La editorial Sur la rechazó, y Emecé devolvió el original. Al fin pude convencer a mi editor de que la aceptara, prometiéndole que yo mismo escribiría una crítica favorable. En aquellos días tenía una columna semanal en La Nación, que era un diario muy influyente. Le tomé afecto a Móntez, Me sentía un poco como su padre. Aunque no lo vi mucho durante los últimos años que viví en Buenos Aires. Después de su éxito había hecho sus propios amigos. Sin embargo, nunca dejé de elogiar su obra cada vez que tenía oportunidad. Y ahora vea lo que ha escrito sobre mí.

Se sacó del bolsillo una hoja impresa doblada.

Era un artículo largo y bien escrito. El tema era la mala influencia del Martín Fierro sobre la novela argentina, Borges no estaba incluido en la crítica. Había unas pocas frases elogiosas sobre Mallea y Sábato, pero se burlaba con crueldad de las novelas de Jorge Julio Saavedra. La palabra «mediocre» aparecía con frecuencia, y la palabra machismo surgía socarronamente en casi todos los párrafos. ¿Sería una venganza contra el patronazgo que Saavedra había ejercido sobre él, contra todos los tediosos consejos que sin duda había debido soportar?

—Sí, es una traición, Saavedra —dijo Plarr.

—No sólo contra mí. Contra el país. Martín Fierro es la Argentina. Mi bisabuelo murió en un duelo. Luchó a mano limpia contra un gaucho borracho que lo insultó. ¿Dónde estaríamos nosotros ahora si nuestros padres no hubieran hecho un culto del machismo?

Su mano se agitó desde el lavabo al mingitorio.

—Vea lo que dice de la muchacha de Salta, Ni siquiera ha entendido el símbolo de la pierna que le falta, Si hubiera firmado su carta, imagínese cómo se habría reído del estilo, «Pobre Jorge Julio… Eso le pasa por huir de la gente como él e ir a esconderse en provincias. Escribe como un chupatintas de Intendencia». Ojalá estuviera aquí Móntez: le enseñaría aquí mismo, sobre estas baldosas, el significado de la palabra machismo.

—¿Tiene un cuchillo a mano? —preguntó Plarr, esperando en vano provocar una sonrisa.

—Pelearía con él como mi abuelo, a puño limpio.

—A su abuelo lo mataron —dijo Plarr.

—No tengo miedo a la muerte —dijo Saavedra.

—Charley Fortnum sí la teme. No creo que firmar una carta sea algo tan tremendo…

—¿Que no es tremendo? ¿Firmar una prosa como ésa?

Sería mucho más fácil ofrecer mi vida. Oh, sé que es imposible entenderlo para alguien que no es escritor.

—Hago todo lo posible por entender —dijo Plarr.

—Su plan es llamar la atención sobre Fortnum, ¿no es cierto?

—Sí.

—Entonces le sugiero esto: informe a los periódicos y a su Gobierno que me ofrezco como rehén en su lugar.

—¿Habla en serio?

—Absolutamente en serio.

«Podría resultar, —pensó Plarr—. En medio de tanta locura, quizás ésta resulte…». Sintió impulsos de decir: «Es usted muy valiente, Saavedra».

—Por lo menos, le demostraré a ese jovencito Móntez que el machismo no es una invención del autor del Martín Fierro.

—¿Se da cuenta de que pueden aceptar su ofrecimiento? —dijo Plarr—. Y entonces ya no habrá más novelas escritas por Jorge Julio Saavedra. A menos que el general lo lea y gane usted un gran público en el Paraguay.

—Envíe telegramas al consulado de Buenos Aires y a The Times de Londres. No olvide The Times. En Inglaterra se publicaron dos de mis novelas. Y acuérdese de El Litoral. Debe telefonearles. Es seguro que los secuestradores leerán El Litoral.

Fueron a la oficina del gerente, que estaba vacía, y Plarr escribió los cables. Cuando se volvió, se dio cuenta de que Saavedra tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Móntez era como un hijo para mí —dijo Saavedra—. Yo admiraba sus libros. Eran tan diferentes de los míos… Y tenían calidad. Yo era capaz de percibir su calidad. Sin embargo, él debía de despreciarme en aquella época. Soy un viejo, doctor Plarr. La muerte no está muy lejos de mí. Probablemente nunca habría terminado esa novela de la que hablé al gerente, la historia del intruso… Iba a llamarla El intruso. Cuando planeaba esa novela, me di cuenta de que pertenecía a su ámbito de la literatura, al de Móntez, y no al mío, En otra época yo le daba consejos, y míreme ahora… tratando de imitarlo. Imitar es el privilegio de los jóvenes. Prefiero morir de un modo que infunda respeto al propio Móntez. —Móntez dirá que al fin lo mató el Martín Fierro.

—En la Argentina a casi todos nos mata el Martín Fierro.

Pero todos tenemos el derecho de elegir el momento de nuestra muerte.

—A Charley Fortnum no le han permitido elegir.

—El señor Fortnum es víctima de una contingencia. Y en eso estoy de acuerdo con usted: no es una manera digna de morir. Es como un accidente de tránsito o una gripe.

Plarr se ofreció para llevar a Saavedra a su casa. Nunca había sido invitado por el novelista y lo imaginaba dueño de una vieja casa colonial con ventanas de rejas, en una calle sombreada, con naranjos y lapachos en el jardín: una casa tan digna y anticuada como los trajes del novelista. En las paredes quizás hubiera retratos del bisabuelo que había sido gobernador de la provincia y del abuelo asesinado por el gaucho.

—No queda lejos. Puedo ir caminando —dijo Saavedra.

—Creo que deberíamos hablar un poco más de su ofrecimiento y pensar cómo llevarlo a cabo.

—Ahora todo eso ya no está en mis manos.

—No lo crea.

Mientras conducía su coche, Plarr advirtió al novelista que desde el momento en que se anunciara en El Litoral su ofrecimiento la policía lo vigilaría.

—Los secuestradores tendrán que comunicarse con usted y sugerir el medio de hacer el cambio. Sería mejor que usted se fuera de la ciudad esta noche, antes de que la policía se entere. Puede esconderse en casa de algún amigo, en el campo.

—Pero ¿cómo me encontrarán los secuestradores?

—Tal vez a través de mí. Quizá sepan que soy amigo de Fortnum.

—No puedo huir y esconderme como un criminal.

—Entonces será difícil que los secuestradores acepten su ofrecimiento.

—Y además, tengo mi trabajo… —agregó Saavedra.

—Llévese consigo los papeles.

—Para usted es fácil decirlo. Usted puede atender a sus pacientes en cualquier parte, puede llevarse su experiencia consigo. Pero mi trabajo está atado al cuarto donde escribo. Cuando vine de Buenos Aires, pasó casi un año antes de que pudiera escribir una línea. Mi cuarto era como una habitación de hotel. Para escribir hay que tener un hogar.

Un hogar: Plarr se sorprendió al descubrir que el novelista vivía en un edificio más moderno y modesto que el suyo, en un barrio muy cerca de la cárcel. Los grises edificios de apartamentos parecían un anexo de la cárcel. Casi esperaba uno que estuvieran clasificados A, B Y C según las diferentes categorías de criminales. El apartamento de Saavedra estaba en el tercer piso y no había ascensor. En la entrada había unos niños jugando con envases de lata a una especie de bowling y el olor a comida los persiguió a lo largo de las escaleras. Quizá Saavedra se vio en la obligación de explicar; al detenerse en el segundo piso para recobrar el aliento y dijo:

—Un novelista no hace visitas, como un médico. Un novelista tiene que vivir con su tema. Yana puedo vivir cómodamente en un ambiente burgués, porque escribo sobre el pueblo. La buena mujer que me hace la limpieza está casada con un guardián de la cárcel. Aquí me siento en el milieu adecuado. La he puesto en mi último libro. Allí se llama Caterina y es la viuda de un sargento. Creo que capté su manera de pensar.

Abrió la puerta de su apartamento y dijo en tono desafiante:

—Ahora entra usted en lo que mis críticos llaman el mundo de Saavedra.

Era un mundo muy pequeño, en verdad. Plarr pensó que la larga práctica de la literatura había reportado al novelista muy pocas ventajas materiales, con excepción de su pulcro traje, sus zapatos relucientes y el respeto del gerente del hotel. La sala de estar era estrecha y larga como el compartimiento de un ferrocarril. Un estante con libros (casi todos de Saavedra), una mesa plegable que una vez abierta casi habría llenado la habitación, un grabado del siglo XIX que mostraba un gaucho a caballo, un sillón y dos sillas: eso era todo, además de un inmenso armario de caoba que sin duda provendría de ámbitos más espaciosos, pues los ornamentos barrocos del frente habían sido amputados para que el mueble no tocara el techo, Dos puertas abiertas, que Saavedra cerró rápidamente, permitieron vislumbrar a Plarr una cama monástica y el esmalte con desconchados de una cocina. Por la ventana, y a través de la tela de alambre oxidada que protegía de los mosquitos, llegaba el estrépito de las latas y los niños que jugaban con ellas en la entrada del edificio.

—¿Quiere tomar un whisky?

—Sí, pero muy poco, por favor.

Saavedra abrió el armario. Era como un enorme arcón en que se hubieran acumulado todas las posesiones de una vida para un viaje inminente. Había dos trajes colgados; en los estantes se amontonaban indiscriminadamente ropa interior y libros; un paraguas estaba apoyado en formas oscuras, al fondo; cuatro corbatas pendían de una varilla; un montón de fotografías en marcos anticuados compartía el suelo con dos pares de zapatos y algunos libros que no habían encontrado cabida en otra parte, En un estante sobre los trajes había una botella de whisky, una botella de vino medio vacía y unos pocos vasos, uno de ellos desportillado, unos cuantos cubiertos y una panera. Saavedra dijo de nuevo en tono desafiante:

—En este sitio no caben demasiadas cosas, pero cuando escribo no quiero ver mucho espacio a mi alrededor. El espacio distrae.

Miró ansiosamente a Plarr y trató de sonreír.

—Ésta es la matriz donde se gestan mis personajes, doctor. Y apenas queda lugar para otras cosas. Discúlpeme si no le ofrezco hielo, pero esta mañana se me ha estropeado la nevera y el electricista no ha venido aún.

—Después de comer prefiero whisky puro —dijo Plarr.

—Entonces se lo serviré en un vaso más pequeño.

Tuvo que empinarse sobre la punta de sus pequeños zapatos relucientes para llegar hasta la parte superior del aparador. Una pantalla ordinaria, de plástico con flores rosadas que empezaba a oscurecerse por el calor, apenas atenuaba la crudeza de la bombilla eléctrica que colgaba en el centro del cuarto. El espectáculo del doctor Saavedra esforzándose por alcanzar el vaso con su pelo blanco, su traje gris perla y sus zapatos de lustre impecable, produjo en Plarr el mismo asombro que sintió en el barrio de los pobres cuando vio a una muchacha con un inmaculado vestido blanco que salía de una choza sin agua. Empezó a adquirir un nuevo respeto por Saavedra. Fuera cual fuere la calidad de sus libros, su obsesión por la literatura no era fingida. Estaba dispuesto a padecer la pobreza por ella; y la pobreza vergonzante es mucho peor de sobrellevar que la pobreza manifiesta. El trabajo que le llevaría plancharse el traje, lustrarse los zapatos… No podía, como los jóvenes, despreocuparse de esas trivialidades. Tenía que cortarse el pelo regularmente. Un botón caído podía ser demasiado revelador. Quizá la historia de la literatura argentina sólo lo recordaría en una nota al pie de página, pero Saavedra se habría ganado esa nota. La desnudez de aquella habitación sólo podía compararse con el hambre insaciable de su obsesión literaria.

Saavedra se acercó a Plarr con dos vasos.

—¿Cuánto cree usted que deberemos esperar para obtener la respuesta? —preguntó.

—Tal vez la respuesta nunca llegue.

—Creo que el nombre de su padre figura en la lista de los prisioneros que quieren liberar los secuestradores.

—Sí.

—Supongo que sería muy extraño para usted ver de nuevo a su padre, después de tanto tiempo, Qué feliz sería su madre si…

—Creo que mi madre prefiere que esté muerto. Mi padre no encajaría en la vida que ella lleva ahora.

—¿Es posible que tampoco la señora de Fortnum se alegre del regreso de su marido?

—¿Cómo quiere que yo lo sepa?

—Oh, vamos, doctor Plarr, tengo amigos en casa de la señora Sánchez.

—¿Es que ella ha vuelto a esa casa? —preguntó Plarr.

—Yo he ido esta tarde y la he visto. Todos estaban muy entusiasmados por su reaparición; hasta la señora Sánchez. Quizás espera que vuelva allí. Cuando llegó el doctor Benevento para visitar a las demás chicas, la llevé al Consulado.

—¿Le ha dicho algo sobre mí?

Estaba un poco irritado por la indiscreción de Clara, pero al mismo tiempo sentía cierto alivio, Era un modo de liberarse del secreto.

No había nadie en la ciudad con quien pudiera hablar de Clara. ¿Y qué mejor confidente podía encontrar que un paciente suyo? También el doctor Saavedra tenía secretos que no quería divulgar.

—Me ha dicho que usted había sido muy bueno con ella.

—¿Sólo eso?

—Dos viejos amigos no necesitan decirse más.

—¿Clara se acostaba con usted? —preguntó Plarr.

—Estuve una sola vez con ella, creo.

Plarr no sintió celos, Imaginar a Clara desnuda en su cuarto, iluminada por la luz de la vela, mientras Saavedra colgaba su traje gris perla, era como mirar una escena a la vez triste y cómica desde la última fila del gallinero de un teatro. La distancia apartaba a tal punto a los personajes que sólo podía sentir por ellos una leve compasión.

—¿Por qué no lo probó de nuevo? ¿No le gustó?

—No era cuestión de gustos. Estoy seguro de que era una buena chica. Y muy atractiva, además. Pero no tenía nada especial para mis intereses, Nunca vi en ella a un personaje. Un personaje —perdóneme si empleo el término de mis críticos— que perteneciera al mundo de Jorge Julio Saavedra. Móntez opina que ese mundo no tiene existencia real. ¿Qué puede saber él, viviendo en Buenos Aires? ¿Acaso Teresa no existe? ¿Recuerda usted la noche en que la conoció? Apenas habíamos estado juntos cinco minutos cuando Teresa se convirtió en la muchacha salteña. Dijo algo que… hora ni siquiera recuerdo las palabras, Me acosté con ella cuatro veces. Después la tuve que dejar porque decía demasiadas tonterías. Me desorientaba.

—Clara es tucumana. ¿Consiguió usted algo de ella?

—Tucumán no es una región apropiada para mí. Mi región es la región de los extremos. Móntez no lo entiende. Trelew… Salta, Tucumán es una ciudad elegante, rodeada por medio millón de hectáreas de azúcar, Quel ennui! Su padre cortaba caña de azúcar, ¿no es cierto? Y su hermano desapareció.

—Yo hubiera creído que todo eso era un buen tema para usted, Saavedra.

—No, no para mí. Clara nunca se convirtió en un personaje vivo, Ella sólo me ofrecía la imagen de una chata pobreza, sin una sola nota de machismo en medio millón de hectáreas. Usted no puede darse cuenta de lo aburrida y tranquila que puede ser la pobreza lisa y llana —agregó, ignorando el estrépito de las latas que rodaban sobre el piso de cemento—. Permítame ofrecerle un poco más de whisky. Es auténtico Johnny Walker.

—No, no, gracias. Tengo que volver a mi casa.

Pero no se fue. Los novelistas debían de tener cierta sabiduría… Plarr preguntó:

—¿Qué será de Clara, si Fortnum muere?

—Usted podría casarse con ella.

—Es imposible, Tendría que irme muy lejos de aquí.

—No le sería difícil encontrar un lugar mejor donde vivir. Por ejemplo, Rosario.

—Esto también es mi hogar… o lo más parecido a un hogar que he conocido desde que salí del Paraguay.

—Y lo hace sentirse cerca de su padre.

—Es usted un hombre muy perspicaz, Saavedra. Sí, quizá fuera la cercanía de mi padre lo que me trajo aquí. En el barrio de los pobres tengo conciencia de hacer algo que él habría aprobado. Pero cuando estoy con mis pacientes ricas, siento como si estuviera traicionándolo. A veces me acuesto con alguna de las pacientes. Cuando me despierto, veo la cara sobre la almohada a través de sus ojos. Quizás ése sea uno de los motivos por los cuales mis aventuras nunca duran demasiado. Y cuando tomo el té con mi madre en la calle Florida, entre todas las demás señoras de Buenos Aires… lo veo sentado, reprobándome con sus ojos celestes de inglés. Creo que mi padre habría protegido a Clara. Es uno de sus pobres.

—¿Usted quiere a esa muchacha?

—Querer, querer… Ojalá supiera lo que usted y los demás entienden por querer. De cuando en cuando la necesito. Como usted sabe, el deseo sexual tiene sus ritmos. Clara ha durado más de lo que creía posible —agregó—. Para usted, Teresa era la muchacha salteña a la que faltaba una pierna. Clara es… mi pobre. Pero no querría que fuera mi víctima. Me pregunto si Charley Fortnum no se habrá casado con ella por la misma razón.

—Quizá no vuelva a verlo a usted nunca más, doctor —dijo Saavedra—. Fui a consultarlo para que me recetara comprimidos contra la melancolía. Pero al fin y al cabo, yo tengo mi trabajo. Me pregunto si usted no necesita esos comprimidos más que yo.

Plarr lo miró sin comprenderlo. Sus pensamientos estaban en otra parte.

Cuando Plarr entró en el ascensor de su casa, recordó el entusiasmo con que Clara había hecho su primer viaje en él. «Quizá la llame al Consulado para decirle que podemos reunirnos aquí», pensó. La cama del Consulado era demasiado estrecha para los dos; además, si se reunían en el Consulado él tendría que irse antes de que llegara la mujer con cara de lechuza, muy temprano por la mañana.

Entró en su apartamento. Primero fue hacia la sala de consulta, para ver si su secretaria le había dejado alguna nota sobre el escritorio, pero no encontró nada. Descorrió las cortinas y miró hacia el puerto: había tres policías junto al quiosco de Coca-Cola, quizá porque el barco semanal a Asunción estaba anclado en el muelle. Era como la escena de su niñez, sólo que desde su ventana del cuarto piso tenía la sensación de verla como en sentido opuesto.

—Que Dios te ayude, padre, dondequiera que estés —dijo en voz alta.

Resultaba más fácil creer en un Dios con un sentido del oído humano que en cierta fuerza omnisciente capaz de leer los pensamientos no formulados. Pero fue extraño que el rostro conjurado al pronunciar esas palabras no fuera el de su padre, sino el de Charley Fortnum. El cónsul honorario estaba tendido en el ataúd y susurraba: «Ted». El padre de Plarr le había dado el nombre de Eduardo, tal vez como un homenaje a su madre. Cuando procuró reemplazar la cara de Charley Fortnum por la de Henry Plarr, descubrió que los años casi habían borrado los rasgos de su padre. Como ocurre con una moneda antigua enterrada durante largo tiempo, sólo podía discernir un ligero relieve en la superficie que quizás hubiera sido el contorno de una mejilla o un labio. Fue la voz de Charley Fortnum la que volvió a llatnarlo: «Ted».

Se apartó de la ventana —¿acaso no había hecho todo lo que estaba en sus manos para ayudarlo?— y abrió la puerta del dormitorio. A la luz que llegaba del estudio vio el cuerpo de la señora de Fortnum contorneado por las sábanas.

—¡Clara! —exclamó.

Ella despertó al instante y se sentó. Plarr advirtió que había dejado el vestido cuidadosamente doblado sobre una silla: tenía la pulcritud típica de su profesión. Para una mujer que debe desvestirse muchas veces cada noche es importante dejar bien puesta su ropa; de lo contrario, quedaría lastimosamente arrugada después de dos o tres clientes. Clara había contado a Plarr que la señora Sánchez insistía que cada muchacha se pagara los gastos de lavandería: eso era una garantía de aseo.

—¿Cómo has entrado?

—He llamado al portero.

—¿Él te ha abierto la puerta?

—Me conoce.

—¿Te ha visto antes aquí?

—Sí. y también allá.

«De manera que la he compartido hasta con el portero», pensó Plarr. ¿Cuántos otros guerreros desconocidos de su campo de batalla adquirirían forma, tarde o temprano? Nada era más extraño a la vida en la calle Florida y el tintineo de las tazas de té y los alfajores de dulce de leche, blancos como la nieve. Plarr había compartido a Margarita con el señor Vallejo durante algún tiempo —casi todas las aventuras amorosas se superponen al principio o al final— y preferiría el portero al señor Vallejo, cuyo aroma a loción de afeitar había percibido algunas veces en la piel de Margarita durante los últimos meses.

—Le he dicho que le darías una propina. ¿Se la darás?

—Desde luego. ¿Cuánto? ¿Quinientos pesos?

—Sería mejor que le dieras mil.

Plarr se sentó en el borde de la cama y apartó la sábana.

Todavía no se había hartado de ese cuerpo delgado, de esos pechos pequeños que, como el vientre, apenas indicaban la gravidez.

—Me alegro de que hayas venido, Iba a llamarte, aunque eso no habría sido muy prudente. La policía cree que tengo algo que ver con el secuestro, Piensan que el motivo pueden ser los celos —agregó, sonriendo ante esa idea.

—No se atreverán a hacerte nada. Eres el médico de la mujer del ministro de Hacienda. —Pero quizá me vigilen.

—¿Y qué te importa? A mí también me vigilan.

—¿Te han seguido hasta aquí?

—Oh, sé cómo tratar a esa clase de tipos. Pero la policía no me preocupa. Es ese periodista de mierda… Volvió al campo al anochecer. Me ofreció dinero.

—¿Para qué? ¿Para escribir una historia?

—Quería acostarse conmigo.

—¿Qué le dijiste?

—Le dije que ya no necesitaba su dinero. Entonces se enfadó. Se creía realmente que me gustaba cuando yo estaba en la casa de la señora Sánchez. Se creía fenomenal en la cama… Oh, qué rabia le dio cuando le dije que Charley era dos veces más hombre que él —agregó con placer.

—¿Cómo te lo sacaste de encima?

—Llamé al policía; habían dejado a uno allí. Dicen que es para protegerme, pero me vigila todo el tiempo. Y cuando los dos discutían me fui en el jeep.

—Pero tú no sabes conducir, Clara.

—Siempre observaba a Charley cuando conducía, No es tan difícil. Sabía qué cosa hay que empujar y de qué cosas hay que tirar. Al principio me he hecho un lío, pero al fin todo ha ido bien. He ido dando tumbos hasta la carretera, pero cuando he descubierto cómo tenía que hacer las cosas, he conducido mucho más rápido que Charley.

—La pobre Niña de sus ojos —dijo Plarr.

—Creo que iba demasiado deprisa. Por eso no he visto el camión.

—¿Qué ha pasado?

—Choqué.

—¿Te has hecho daño?

—Yo no. Pero el jeep…

Le brillaban los ojos, llenos de entusiasmo por tantos acontecimientos insólitos. Clara seguía teniendo para Plarr el atractivo de una desconocida, como una muchacha vista por primera vez en una reunión.

—Me gustas mucho —dijo Plarr, sin pensarlo, como podría haberlo dicho a una muchacha desconocida en una reunión, sin que ninguno de los dos creyera que esas palabras significaran algo más que «Vamos a la cama».

—El conductor me ha llevado en el camión, Quería acostarse conmigo, claro… Pero le he dicho que esperáramos hasta llegar a la ciudad, a una casa de San José adonde él iba. Cuando hemos parado en el primer semáforo, me he bajado antes de que él pudiera cogerme. He ido a casa de la señora Sánchez. Oh, no sabes lo contenta que se ha puesto de verme. Estaba muy contenta, no estaba nada enfadada. Y ella misma me ha vendado.

—Entonces te has hecho daño.

—Le he dicho que conocía a un médico muy bueno —dijo Clara, sonriendo y apartando más la sábana para mostrar el vendaje en torno a su rodilla derecha.

—Clara, voy a sacarte eso para ver…

—Oh, esto puede esperar —dijo ella—. ¿Me quieres un poco? —agregó, corrigiéndose rápidamente—. ¿Tienes ganas de hacer el amor conmigo?

—Hay tiempo para eso. Quédate quieta que voy a quitarte la venda.

Trató de tener el mayor cuidado posible, pero sabía que estaría doliéndole. Clara permaneció inmóvil, sin quejarse, y Plarr pensó en sus pacientes burguesas, que se habrían convencido a sí mismas de que el dolor era insoportable. Hasta habrían sido capaces de desmayarse, de miedo o para atraer su atención.

—Así es la gente de campo —dijo admirado.

—¿Qué quieres decir?

—Eres una chica muy valiente.

—Pero si es un tajito de nada, Si vieras lo que se hacen los hombres en el campo cuando cortan la caña… Una vez vi a un muchacho que casi se cortó un pie por la mitad. ¿Hay noticias de Charley? —preguntó como al pasar, como si estuvieran conversando cortésmente sobre un pariente común.

—No.

—¿Crees que todavía estará vivo?

—Estoy casi seguro.

—Entonces tienes noticias…

—He vuelto a hablar con el coronel Pérez, Hoy he ido a Buenos Aires para hablar con el embajador.

—¿Pero qué vamos a hacer si vuelve?

—Supongo que lo que hacemos ahora… ¿Qué otra cosa?

Terminó de rehacer el vendaje y agregó:

—Seguiremos como siempre, Iré a verte a tu casa, y Charley se irá a ver su plantación.

Era como describir una vida que había sido muy agradable, pero en la cual ya no creía.

—Me gustó mucho ver de nuevo a las chicas en la casa de la señora Sánchez. Les dije que tenía un amante. Por supuesto, no les dije quién era.

—Me sorprende que no lo sepan. Todos parecen saberlo en esta ciudad, salvo el pobre Charley.

—¿Por qué le llamas pobre? Estaba muy contento. Y yo siempre hacía lo que él quería.

—¿Qué quería?

—No mucho… Ni demasiadas veces. Era aburrido, Eduardo. No sabes lo aburrido que era… Siempre tan amable y cariñoso conmigo, Nunca me hacía daño, como tú, A veces doy gracias a Dios y a la Santísima Virgen de que este niño que llevo aquí dentro sea hijo tuyo, y no de él. ¿Qué clase de niño habría salido si hubiera sido de Charley? El hijo de un viejo, Me habrían dado ganas de estrangularlo.

—Charley sería mejor padre que yo.

—Charley no puede hacer nada mejor que tú.

«Oh, sí puede —pensó Plarr—, puede morir mejor que yo, y eso es bastante».

Clara extendió una mano y le tocó la mejilla. Plarr sintió los nervios a través de los dedos. Nunca lo había acariciado así. La cara era parte del territorio prohibido de la ternura, y la pureza del gesto le chocó casi tanto como si una jovencita le hubiera tocado el sexo. Apartó la cara rápidamente y Clara dijo:

—¿Te acuerdas de aquella vez, en casa, cuando te dije que fingía? Bueno, caro, la verdad es que no fingía. Ahora, cuando haces el amor conmigo, sí lo hago. Finjo que no siento nada. Me muerdo los labios para simular. ¿Será porque te quiero, Eduardo? ¿Crees que te quiero?

Después, con una humildad que puso a Plarr tan en guardia como una exigencia, agregó:

—Discúlpame. No quería decir eso… Después de todo, eso no tiene ninguna importancia, ¿no es cierto?

¿Que no tenía importancia? ¿Cómo podía él explicarle la terrible importancia que tenía? El amor era una aspiración que él no podía satisfacer, una responsabilidad que se negaba a aceptar, una exigencia… Su madre había usado tantas veces la palabra «querer». Era como la amenaza de un asaltante armado: «¡Arriba las manos!». Siempre se pedía algo a cambio del amor: la obediencia, el perdón, un beso que uno no tenía ganas de dar. Tal vez Plarr había querido a su padre precisamente porque él nunca usaba la palabra «querer» ni pedía nada a cambio. Sólo podía recordar un beso, en el puerto de Asunción, y era el beso que un hombre da a otro hombre. Era como el beso que se dan los generales franceses después de recibir una condecoración, como recordaba haber visto en fotografías. A veces, su padre le daba un tirón de pelo o una palmadita en la mejilla. La frase inglesa Old fellow era en sus labios lo que más se acercaba a una palabra de cariño. Recordaba a su madre, llorando en el camarote mientras el barco avanzaba por el río y diciéndole: «Ahora tú eres el único que puede quererme». Lo había hecho acercarse a su litera y repetía: «Hijo querido, hijo querido», como Margarita, años después, lo había hecho acercarse a su cama, antes de que el señor Vallejo lo reemplazara. Y recordaba que Margarita lo llamaba «el amor de mi vida», así como su madre lo llamaba «mi único hijo». Plarr no creía en el amor sexual, pero a veces, acostado en su cama, en el apartamento de Buenos Aires demasiado pequeño para los dos, al oír las pisadas de su madre que iba al cuarto de baño recordaba los nocturnos ruidos ilícitos que había oído en la estancia del Paraguay: una leve llamada a una puerta, las extrañas pisadas de alguien que andaba de puntillas por el piso de abajo, un lejano disparo de fusil que difundía un aviso urgente desde los campos. Aquéllas habían sido las muestras de una ternura auténtica, de una compasión lo bastante profunda como para que su padre estuviera dispuesto a morir por ella. ¿Era eso el amor? ¿León sentía amor? ¿O siquiera Aquino?

—Eduardo…

Plarr volvió como desde muy lejos y oyó a Clara suplicar:

—Eduardo, te diré lo que quieras. No quería que te enojaras… ¿Qué quieres de mí, Eduardo? Dímelo. Por favor. ¿Qué quieres de mí? Quiero saberlo. Pero ¿cómo puedo saberlo, si no entiendo nada?

—Charley es mucho más sencillo, ¿no es cierto?

—Eduardo, ¿estarás siempre enfadado si te quiero? Te juro que eso no cambiará nada entre nosotros. Seguiré viviendo con Charley. Te veré únicamente cuando tú quieras, como en la casa…

Plarr se sobresaltó al oír el timbre de la puerta, que paró y volvió a sonar. Vaciló un ·instante. ¿Por qué vacilaba? Apenas pasaba una semana sin que sonara durante la noche el timbre del teléfono o de la puerta.

—No hables —dijo—. No será más que un paciente.

Fue al vestíbulo y atisbó por la mirilla de la puerta, pero era imposible ver nada en la oscuridad del pasillo. Se sintió otra vez niño en el Paraguay. Cuántas veces su padre había preguntado, como él ahora, «¿Quién es?» frente a una puerta con el cerrojo echado, tratando de que el tono fuera firme…

—La policía.

Abrió la puerta y se encontró frente al coronel Pérez.

—¿Puedo entrar?

—Si me dice «la policía», ¿cómo puedo negarme? Si hubiera dicho «Pérez» le habría contestado que viniera mañana, a una hora más oportuna, ya que es usted un amigo. —Precisamente porque somos buenos amigos he dicho «la policía»: para advertirle que ésta es una visita oficial.

—¿Demasiado oficial para que pueda ofrecerle una copa?

—No, todavía no hemos llegado a ese extremo.

Plarr llevó al coronel Pérez hasta su consultorio y sirvió dos whiskies de marca argentina.

—Reservo el whisky escocés para las visitas sociales —dijo.

—Sí, entiendo. Supongo que su entrevista con el doctor Saavedra, esta noche, ha sido puramente social…

—¿Estoy bajo vigilancia?

—No hasta ahora. Quizá debí hacerlo vigilar antes. Alguien de El Litoral me ha informado de su llamada. Y desde luego, los cables que ha enviado desde el hotel me han interesaron mucho, cuando me los han mostrado. En esta ciudad no existe ningún Club Angloargentino, ¿no es cierto?

—No. ¿Han enviado los cables?

—¿Por qué no? No tenían nada de malo. Pero la mentira que me dijo ayer… Usted parece estar muy mezclado en este asunto, doctor.

—Tiene razón, si usted quiere decir que hago todo lo posible por liberar a Fortnum. Pero los dos trabajamos para lo mismo…

—Hay una gran diferencia, doctor. A mí me interesan mucho más los secuestradores que Fortnum. Preferiría que el secuestro fracasara, porque eso desalentaría a los demás. Pero usted quiere que el secuestro resulte. Desde luego, yo querría ganar la batalla en los dos sentidos: salvar al señor Fortnum y capturar o matar a los secuestradores. Pero lo segundo es para mí mucho más importante que la vida del señor Fortnum. ¿Está solo?

—Sí. ¿Por qué?

—Estaba mirando por la ventana y me ha parecido que en el otro cuarto se apagaba una luz.

—Era un coche que pasaba por la costanera.

—Sí, tal vez.

Pérez bebió el whisky lentamente. Plarr tenía la extraña impresión de que le costaba encontrar las palabras adecuadas.

—¿Usted cree de veras que esos hombres pueden liberar a su padre, doctor?

—Bueno, otras veces han liberado prisioneros con ese método.

—Pero no a cambio de un simple cónsul honorario.

—Hasta un cónsul honorario es un ser humano. Tiene derecho a vivir. El Gobierno inglés no quiere que lo maten.

—Eso no depende del Gobierno inglés, depende del general y dudo que el general se preocupe mucho por la vida humana. Salvo la suya, desde luego…

—Él depende de la ayuda norteamericana. Si insisten…

—Sí, pero el general ya da a los yanquis algo que para ellos vale mucho más que un cónsul honorario inglés. El general tiene una gran virtud para los yanquis, la misma que tenía Papá Doc en Haití: es anticomunista. ¿Está seguro de que no hay nadie más aquí, doctor?

—Desde luego.

—Yo sólo… Me pareció oír… Bueno, no importa. ¿Usted es comunista, doctor?

—No. Marx siempre me ha parecido ilegible. Como todo lo relacionado con la economía. Pero ¿por qué cree que los secuestradores son comunistas? No todos los que están contra la tiranía y la tortura son comunistas.

—Algunos de los hombres que quieren liberar los secuestradores son comunistas. Por lo menos, eso dice el general.

—Mi padre no lo es.

—Entonces usted cree que todavía vive.

El teléfono sonó junto al codo de Plarr. Levantó el auricular de mala gana. Una voz que reconoció como la de León, dijo:

—Ha ocurrido algo. Te necesitamos en seguida. Hemos tratado durante todo el día…

—¿Es tan urgente? Estoy tomando una copa con un amigo.

—¿Estás arrestado? —susurró la voz en el auricular.

—Todavía no.

El coronel Pérez se inclinó hacia adelante, tratando de oír.

—Es demasiado tarde para llamarme. Sí, sí, lo sé. Es natural que esté preocupado. Pero en los niños la temperatura sube mucho. Dele otras dos aspirinas.

—Te volveré a llamar dentro de quince minutos.

—Espero que no sea necesario. Llámeme mañana por la mañana, pero no muy temprano. He tenido un día muy ocupado. He ido a Buenos Aires. Tengo ganas de meterme en la cama —agregó, con los ojos fijos en el coronel Pérez.

—Dentro de quince minutos —repitió León. Plarr colgó el auricular.

—¿Quién era? —preguntó Pérez—. Oh, discúlpeme, tengo la costumbre de hacer preguntas. Es un vicio de la policía. —Alguien que se preocupa por su hijo enfermo.

—Me ha parecido oír la voz de un hombre.

—Sí. El padre. Los hombres siempre se preocupan más por los hijos que las mujeres. La madre está en Buenos Aires, haciendo compras. ¿De qué estábamos hablando, coronel?

—De su padre. Es raro que esos hombres incluyeran su nombre en la lista. Hay tantos otros que les serían más útiles… Hombres más jóvenes. Su padre debe de ser muy viejo ahora. Parece como si los secuestradores estuvieran retribuyéndole la ayuda que puede ofrecerles…

Terminó la frase con un ademán vago. Plarr dijo:

—¿Qué podría ofrecerles yo?

—Toda esta publicidad que trata usted de hacer. Es útil para ellos. Es algo que no pueden hacer por sí mismos. No quieren matar a ese hombre. Su muerte sería una especie de derrota. Además… esto se me ha ocurrido hoy, porque tardo en analizar las cosas… los secuestradores sabían algo que los periódicos nunca publicaron: el verdadero programa que el gobernador había preparado para la visita del embajador. Es curioso que eso se me haya escapado hasta hoy. Debieron recibir informes, informes confidenciales.

—Quizá. Pero yo no se los di. No cuento con la confianza del gobernador.

—No, pero el señor Fortnum estaba al corriente y pudo decírselo. O la señora de Fortnum. No es raro que una mujer diga a su amante cuándo su marido la dejará sola.

—Usted me considera un Don Juan con mis pacientes, coronel. En Inglaterra, un marido podría asustarme, pero aquí no funciona el Consejo Médico General. Espero que no habrá importunado a la señora de Fortnum.

—Quería hablar con ella, pero no estaba en su casa de campo. Esta noche ha visitado a la señora Sánchez. Después ha ido al Consulado, pero no está allí ahora. Estaba un poco preocupado porque han encontrado el jeep del señor Fortnum destrozado. Pobre hombre, dos coches destrozados en dos días. Me ha alegrado saber que la señora Fortnum había ido a visitar a sus antiguas amigas y que sus heridas eran muy leves. ¿Ha estado atendiendo a una paciente, doctor? Tiene la manga derecha arremangada.

Plarr apartó el teléfono. Temía que volviera a sonar demasiado pronto.

—Qué observador es usted, coronel. La señora Sánchez no me ha parecido muy digna de confianza como médico. Clara está en el otro cuarto.

—Tampoco me he equivocado en cuanto a sus mentiras de ayer…

—Un asunto amoroso obliga a mentir un poco.

—Lamento haberlo interrumpido, doctor, pero esas mentiras me preocuparon. Después de todo, somos viejos amigos. Hasta hemos compartido algunas aventuras, en nuestros buenos tiempos. La señora Escobar, por ejemplo.

—Sí, lo recuerdo. Yo le dije que nuestra relación terminaba y que no había moros en la costa… Nunca entendí por qué al final ella prefirió a Vallejo.

—No confiaba en mí. Es el destino de los policías… El señor Escobar tiene una pista de aterrizaje en la estancia del Chaco. Probablemente le llegan cigarrillos y whisky del Paraguay.

—Un benefactor público…

—Sí, desde luego, nunca me hubiera metido con él. Espero que esas aspirinas que ha recetado hagan efecto. Imagino que no tendrá ganas de que vuelvan a interrumpirlo.

El coronel Pérez apuró su whisky y se levantó.

—Me ha tranquilizado usted mucho. Ahora entiendo por qué quiere usted que suelten a Fortnum. Un marido es muy importante en una aventura amorosa. Es una vía de escape, cuando la relación empieza a aburrir. A nadie le gusta dejar completamente sola a una mujer. Bueno, trataremos de salvarle al señor Fortnum, doctor. Y de capturar a los secuestradores. Ya sabrán qué hacer con ellos al otro lado del río.

Plarr lo acompañó hasta la puerta.

—Me alegra que ya no sospeche de mí.

—Los secretos siempre huelen mal a un policía, inclusive los secretos inocentes. Estamos entrenados para husmearlos, como un perro para husmear la marihuana. Siga mi consejo, doctor: ya ha hecho demasiado. En el futuro, déjenos trabajar a nosotros. Siempre hemos sido amigos, pero si se mezcla en este asunto, tendrá que andarse con cuidado. Yo dispararé primero y después mandaré una corona de flores.

—Suena como una frase de Al Capone.

—Sí. También Al Capone imponía el orden, a su manera…

Abrió la puerta y vaciló un momento en el oscuro pasillo, como tratando de recordar algo importante.

—Hay algo más que quizás debía decirle antes. He tenido noticias de su padre. Por el jefe de policía de Asunción. Desde luego, cotejamos con él todos los nombres que los secuestradores pusieron en su lista. Su padre murió hace más de un año. Trató de escapar con otro hombre… un individuo llamado Aquino Ribera. Pero era demasiado viejo y lento. No pudo correr y lo abandonaron. Ya lo ve… es inútil pensar que puede hacer algo por él. Buenas noches, doctor. Lamento haberle traído malas noticias, pero al menos lo dejo con una mujer. Una mujer es el mejor consuelo que puede tener un hombre.

Casi en el mismo instante en que se cerró la puerta empezó a sonar el teléfono.

«León me engañó —pensó Plarr—. Me ha mentido para conseguir mi ayuda. No contestaré. Que se las arreglen como puedan». Ni por un instante se le ocurrió que podría ser el coronel Pérez quien mintiera. La policía era lo bastante poderosa como para decir la verdad.

El teléfono sonó y sonó mientras él permanecía obstinadamente en el vestíbulo y al fin el que llamaba desistió. Esta vez podía haber sido un paciente, y en el silencio acusador Plarr empezó a sentirse culpable de su egoísmo: era como un silencio después de la llamada de un suicida. El dormitorio también estaba en silencio. Poco antes Clara le había pedido ayuda, y él no la había escuchado.

La baldosa de mármol sobre la cual estaba era como el borde de un abismo: Plarr no podía dar un paso en ninguna dirección sin hundirse aún más en la oscuridad de la culpa o la complicidad. Permaneció inmóvil, escuchando el silencio: el silencio del apartamento, donde Clara esperaba acostada; el silencio de la calle, donde se alejaba un coche de la policía; el silencio del barrio popular, donde algo había ocurrido entre las chozas de barro y de lata. El silencio soplaba como una ráfaga de tenue lluvia a través del río y hacia esa república abandonada por el mundo donde su padre yacía muerto, sumido en el más profundo de los silencios… «Era demasiado viejo y lento. No pudo correr y lo abandonaron». De pronto sintió vértigo en su cornisa de mármol. No podía quedarse inmóvil para siempre. El teléfono volvió a sonar y Plarr fue hacia su escritorio y lo descolgó.

Oyó la voz de León:

—¿Qué ha pasado?

—Tenía visita.

—¿La policía?

—Sí.

—¿Estás solo ahora?

—Sí. Solo.

—¿Dónde has estado durante todo el día?

—En Buenos Aires.

—Pero anoche tratamos de localizarte…

—Me llamó un paciente.

—Y esta mañana, a las seis…

—No podía dormir. Salí a caminar por la costanera. Me dijiste que ya no me necesitarías.

—Tu paciente te necesita ahora. Ve hasta el río y espera cerca del quiosco de Coca-Cola. Observaremos si hay alguien que vigile. Si el camino está libre, te recogeremos en el coche.

—Acabo de tener noticias de mi padre. Me las ha dado el coronel Pérez. ¿Es cierto?

—¿Qué te ha dicho?

—Que escapó, pero como era demasiado lento, lo abandonasteis.

Plarr pensó: «Si percibo una mentira en el teléfono, o siquiera una vacilación, colgaré el auricular y no contestaré más».

—Sí —dijo León—. Perdóname. Es cierto. No podía decírtelo. Necesitábamos tu ayuda.

—¿Mi padre murió?

—Sí. Le dispararon enseguida. Cuando estaba tirado en el suelo.

—Podías habérmelo dicho.

—Tal vez. Pero no podíamos arriesgarnos.

La voz de León le llegó como a través de una distancia inconmensurable.

—¿Vas a venir?

—Oh, sí, iré —dijo Plarr.

Colgó el auricular y fue al dormitorio. Encendió la luz y vio a Clara, que lo miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Quién ha venido?

—El coronel Pérez.

—¿Tienes problemas?

—No con él.

—¿Y quién ha llamado por teléfono?

—Una paciente. Tengo que salir un momento, Clara.

Plarr recordó que ella le había hecho una pregunta, todavía sin respuesta. Pero no podía recordar cuál era.

—Mi padre murió —dijo.

—Oh, Eduardo, lo siento mucho. ¿Lo querías?

Tampoco ella podía dar por sentado el amor, siquiera entre padre e hijo.

—Creo que sí.

Plarr había conocido en Buenos Aires a un hombre que era hijo natural. Su madre había muerto sin decirle el nombre de su padre. El hombre investigó a través de las cartas de su madre, haciendo preguntas a sus amigos. Hasta examinó la cuenta bancaria: su madre tenía una renta que debía provenir de alguna parte. No estaba enfadado ni escandalizado, pero el deseo de saber quién era su padre lo atormentaba como una picazón. Le explicó a Plarr: «Es como uno de esos juegos con bolitas… Por más que muevo la cajita, no puedo poner las bolitas en el lugar que corresponde, pero tampoco soy capaz de abandonar el juego». Al fin, un día averiguó el nombre: era el de un banquero internacional, muerto hacía mucho tiempo. «No te imaginas qué vacío me siento ahora, —había dicho a Plarr—. ¿Qué puede interesarme en el futuro?». Era un vacío muy semejante al que Plarr empezaba a sentir.

—Ven, acuéstate, Eduardo.

—No puedo. Tengo que irme.

—¿Adónde?

—No lo sé muy bien… Es algo que tiene que ver con Charley.

—¿Han encontrado su cadáver?

—No, no se trata de eso.

Clara había retirado la sábana y Plarr volvió a taparla.

—Te resfriarás, con el aire acondicionado.

—Volveré al Consulado.

—No, quédate aquí. No tardaré mucho.

La soledad obliga a aceptar con alegría todo ser vivo: un ratón, un pájaro en el umbral, la araña de Robert Bruce. El aislamiento total puede engendrar cierta ternura.

—Perdóname, Clara. Cuando vuelva…

Pero no se le ocurría nada que valiera la pena prometerle. Puso la mano sobre el vientre de Clara y dijo:

—Cuídalo bien. Trata de dormir.

Apagó la luz para dejar de ver esos ojos que lo miraban, perplejos, como si sus acciones hubieran sido demasiado complicadas para que las entendiera una chica de la casa de la señora Sánchez.

Mientras bajaba la escalera (los vecinos podían oír el ascensor) trató de recordar cuál era la pregunta de Clara que había quedado sin respuesta. No podía ser muy importante. Las únicas preguntas importantes eran las que un hombre se hace a sí mismo.