El desayuno señaló el comienzo de un mal día para sir Henry Belfrage. Era la tercera vez seguida que el cocinero había freído el huevo por ambos lados.
—¿Te olvidaste de advertírselo a Pedro, querida? —preguntó.
—No. Juro que no me olvidé —dijo lady Belfrage—. Recuerdo muy bien…
—Debe de haber cogido la costumbre de los yanquis. Es una costumbre yanqui. ¿Te acuerdas de los problemas que tuvimos una vez en el Plaza de Nueva York? Usan un nombre especial para «frito por un solo lado». ¿No recuerdas cuál es el nombre? Pedro podría entender…
—No, querido… Creo que nunca he oído ese nombre.
—A veces simpatizo con estos tipos que escriben sobre el imperialismo yanqui. ¿Por qué tenemos que resignarnos a comer los huevos fritos así? Pronto pondrá maple syrup en las salsas… El vino que tomamos anoche en la Embajada norteamericana era espantoso. Supongo que sería californiano.
—No, querido. Era argentino.
—Ah, el embajador trata de congraciarse con el ministro del Interior. Pero el ministro hubiera preferido un buen vino francés, como el que servimos aquí.
—Tampoco es un vino excelente…
—El mejor que podemos permitirnos con nuestro miserable presupuesto para gastos de representación. ¿Te diste cuenta de que sirvió whisky argentino?
—Lo malo es que él no bebe, querido. ¿Sabes que le sorprendió mucho que el señor… el pobre señor…? Ese cónsul nuestro… ¿No se llama Masan?
—No, no, es el otro. Se llama Fortnum.
—Bueno, parece que el pobre señor Fortnum se llevó dos botellas de whisky cuando fueron a visitar las ruinas.
—No se lo reprocho. ¿Sabes que el embajador viaja siempre con una nevera portátil llena de botellas de Coca-Cola? Yo no hubiera bebido tanto de ese vino asqueroso si él no me hubiera mirado sin cesar con esos ojos puritanos que tiene. Me sentía como la chica de aquel libro que llevaba una letra escarlata, una A, en su vestido. A de alcoholismo.
—Creo que era de Adulterio, querido…
—Quizá tengas razón. Yo sólo vi la película. Y hace años. No estaba muy claro.
El día, que ya había empezado mal con los huevos mal fritos, siguió de mal en peor. Crichton, el agregado de Prensa, fue a verlo para protestar porque los periodistas lo volvían loco con llamadas telefónicas.
—Me paso el día repitiéndoles que Fortnum no era más que un cónsul honorario —se quejó a sir Henry—. El periodista de La Prensa no puede entender la diferencia entre honorario y honorable. No me sorprenderá si dicen que era hijo de un par.
—No creo que sepan tanto de nuestros títulos —dijo sir Henry en tono conciliador.
—Parecen creer que todo este asunto es tan importante…
—Es porque es un momento muy aburrido, Crichton.
Aquí no tienen ningún monstruo de Loch Ness. Y hablan todo el año de los platillos volantes.
—Ojalá pudiéramos hacer una declaración que los tranquilizara.
—También yo lo querría, Crichton. Desde luego, puede usted decir que anoche pasé varias horas con el embajador de los Estados Unidos… Y no necesita agregar que la consecuencia fue un terrible dolor de cabeza.
—La Nación ha recibido otra llamada anónima. Esta vez desde Córdoba. Quedan cuatro días.
—Gracias a Dios que no son más —dijo el embajador—. La semana próxima todo habrá terminado. Ese hombre estará muerto o libre.
—La policía cree que lo de Córdoba es un subterfugio y que debe de estar en Rosario… o incluso aquí.
—Debimos retirarlo hace meses. Nada de esto habría ocurrido…
—La policía dice que fue un error, sir. Querían al embajador de los Estados Unidos. Si es cierto, los norteamericanos deberían estarnos agradecidos y ayudar un poco.
—Wilbur… el embajador insiste en que lo llame Wilbur —dijo sir Henry Belfrage— se niega a admitir que él era el blanco elegido. Dice que los Estados Unidos son muy queridos en el Paraguay. Quedó demostrado durante la gira de Nelson Rockefeller. Nadie tiró piedras ni incendió edificios en el Paraguay. Todo fue tan agradable como en Haití. El embajador llama Nelson a Rockefeller. Por un momento quedé confundido. ¿Sabe usted que creí que iba a pedirme que yo también lo llamara Nelson?
—Lo siento mucho por el pobre diablo…
—No creo que Wilbur sea digno de nuestra compasión, Crichton.
—Oh, no me refiero a él. Pienso en…
—Ah, Masan… ¡Demonios! A mi mujer le ha dado por llamarlo Masan y yo empiezo a hacer lo mismo. Si nos equivocamos y ponemos Masan en un telegrama oficial, sabe Dios en qué acabará la cosa en Londres. Pensarán que tiene algo que ver con la línea Mason-Dixon. Tendré que repetir Fortnum, Fortnum, Fortnum, como aquel cuervo que decía Nevermore, Nunca más, Nunca más…
—·No creo que se atrevan a matarlo… ¿Qué piensa usted, sir Henry?
—Claro que no lo matarán, Crichton. Ni siquiera mataron a aquel cónsul paraguayo que secuestraron hace unos años. El general dijo que el asunto no le interesaba y entonces soltaron al tipo. Esto no es Uruguay, ni Colombia… ni tampoco Brasil. Ni Bolivia, ni Venezuela. Ni siquiera Perú —agregó con cierta aprensión, a medida que el ámbito de la esperanza se estrechaba.
—Pero estamos en Sudamérica —dijo Crichton con lógica irrebatible.
Durante la mañana llegaron unos cuantos telegramas fastidiosos. Alguien había iniciado otro lío con las islas Falkland; cuando no había otro asunto de que preocuparse, siempre aparecían las islas Falkland, como Gibraltar. Y el subsecretario de Relaciones Exteriores quería saber, como consecuencia, qué voto se esperaba de la Argentina ante las Naciones Unidas a propósito de la última ponencia africana. El Ministerio había promulgado una nueva reglamentación sobre gastos de representación y sir Henry Belfrage presentía que se acercaba rápidamente el momento en que incluso él debería servir vinos argentinos. También había un problema acerca de la película que representaba a Gran Bretaña en el festival de cine de Mar del Plata. Un miembro conservador del Parlamento denunciaba como pornográfica la película de un individuo llamado Russell. No había instrucciones con respecto a Fortnum desde el día anterior, en que Belfrage había recibido órdenes de entrevistarse con el ministro de Relaciones Exteriores y actuar de común acuerdo con el embajador norteamericano. El embajador británico en Asunción había recibido las mismas instrucciones, y sir Henry Belfrage esperaba que pudiera vérselas con alguien más dinámico que Wilbur.
Después del almuerzo, su secretaria le dijo que un tal doctor Plarr quería verlo.
—¿Quién es ese Plarr?
—Viene del norte. Creo que quiere verlo por el caso de Fortnum.
—Oh, hágalo pasar, —dijo sir Henry Belfrage.
Le irritaba perderse la siesta: era el único momento del día en que tenía un poco de vida privada. Un nuevo libro de Agatha Christie lo estaba esperando junto a su cama, recién enviado por su librero de Curzon Street.
—Creo que nos conocemos… —dijo al doctor Plarr, y lo miró con recelo: en Buenos Aires casi todos, salvo los militares, parecían tener el título de doctor. «Tiene cara de abogado», pensó. Nunca se sentía cómodo con los abogados; le disgustaba la crueldad de las bromas legales: para los abogados, un asesino convicto no era más que un paciente con cáncer incurable para un cirujano.
—Si, nos conocimos aquí, en la Embajada —le recordó Plarr—. Durante una recepción. Yo salvé a su señora de un poeta…
—Oh, sí, ya recuerdo, mi estimado amigo. Usted vive allá. Estuvimos hablando de Fortnum, ¿no es cierto? —Así es. Yo atiendo a su esposa. Espera un hijo.
—Ah, usted es médico…
—Sí.
—¡Gracias a Dios! Aquí, uno nunca sabe… y además, usted es de veras inglés. No como los O’Brien y los Higgins. Bueno, bueno, la pobre señora de Fortnum debe de estar terriblemente preocupada. Dígale usted que estamos haciendo todo lo humanamente posible…
—Sí, desde luego, ella lo sabe. Pero pensé que no estaría de más averiguar cómo andan las cosas. He venido a Buenos Aires esta mañana porque sentí la necesidad de vedo a usted. Regreso esta tarde. Si hubiera alguna noticia precisa que pudiera llevarle a la señora de Fortnum eso la consolaría mucho.
—Es una situación tremendamente difícil, Plarr. Usted sabe, cuando todos son responsables de un asunto, nadie es responsable… El general está aquí, en el sur, pescando, y se niega a hablar del asunto mientras duren sus vacaciones. El ministro de Relaciones Exteriores dice que el asunto incumbe exclusivamente a los paraguayos y el presidente no puede ejercer ninguna presión sobre el general, que es huésped oficial. Desde luego, la policía hace lo que puede, pero sin duda le han dado instrucciones de actuar con absoluta discreción. En bien del propio Fortnum.
—Pero los norteamericanos… Ellos podrían influir sobre el general. Sin su apoyo no duraría veinticuatro horas en el Paraguay.
—Lo sé, pero eso hace las cosas más difíciles, Plarr. Los norteamericanos adoptan una actitud bastante sensata… Piensan que hay que acabar con esos secuestros, aunque por ahora eso signifique, bueno… cómo podría decirlo… cierto riesgo para la vida de las víctimas. Como el caso del embajador alemán que mataron… ¿dónde fue? ¿En Guatemala? En esta ocasión, para serle franco… bueno, un cónsul honorario no es un embajador. Los norteamericanos piensan que crearían un mal precedente si intervinieran. Los ingleses no son muy estimados en el Paraguay. Claro que si Fortnum fuera norteamericano, la situación sería diferente.
—Los secuestradores creyeron que lo era. Eso dice la policía. Se dice también que los secuestradores esperaban un coche diplomático. Y en la oscuridad, es fácil confundir CD con CE.
—Sí. Las veces que le habíamos dicho a ese infeliz que no llevara la bandera ni la placa en su automóvil. El cónsul honorario no tiene derecho a llevarlas.
—Sin embargo, la pena de muerte parece una sentencia un poco severa.
—¿Qué más puedo hacer yo, Plarr? He ido dos veces al Ministerio de Relaciones Exteriores. Anoche hablé extraoficialmente con el ministro del Interior. Estaba cenando en casa de Wilbur… Quiero decir, del embajador norteamericano. No puedo hacer nada más sin instrucciones de Londres. Y Londres se caracteriza por… bueno, por la falta de prisa. A propósito, ¿cómo está su madre? Ahora lo recuerdo todo. Su madre suele tomar el té con mi señora. A las dos les gustan las tortas y esas cosas con dulce de leche.
—Los alfajores.
—Eso es. Ya no puedo soportarlos.
—Sé que todo esto debe ser muy fastidioso para usted, sir Henry. Pero mi padre está en una de las cárceles del general, si es que aún vive. Quizás este secuestro sea su última oportunidad de salir… Eso me hace sospechoso ante la policía, de modo que este asunto me concierne personalmente. Y además, está Fortnum. No puedo evitar sentirme responsable por él. No es mi paciente, pero su señora lo es.
—¿No había algo raro en ese matrimonio? Recibí una carta de allá, escrita por un pesado llamado Jeffries Humphries.
—Sí, ése era el nombre. Me escribió que Fortnum se había casado con una mujer «indeseable». ¡Qué tipo con suerte! Yo he llegado a una edad en que nunca conozco a nadie indeseable…
—Se me ha ocurrido que quizás yo podría ponerme en contacto con los secuestradores —dijo Plarr—. Quizá telefoneen a la señora de Fortnum cuando comprueben que no llegarán a ningún arreglo con las autoridades.
—Eso es bastante improbable, mi estimado amigo.
—Pero no imposible, señor. Si llaman y yo tengo algo que ofrecerles. Tal vez podría persuadirlos de que prolonguen el plazo digamos una semana más. En ese caso, ¿hay posibilidades de llegar a un acuerdo?
—Si quiere mi opinión sincera, lo único que conseguiría sería prolongar la agonía… de Fortnum y de su señora. Si yo fuera Fortnum, preferiría una muerte rápida.
—Pero algo podrá hacerse…
—Óigame bien, Plarr. He visto dos veces a Wilbur y sé que los norteamericanos no moverán un dedo. Si pudieran acabar con los secuestros sacrificando a un cónsul honorario inglés en una oscura provincia se sentirían muy satisfechos. Wilbur dice que Fortnum es un alcohólico. Se fue con dos botellas de whisky a las ruinas, y el embajador sólo bebe Coca-Cola. Revisé nuestro fichero y no encontré nada preciso sobre el alcoholismo de Fortnum, aunque uno o dos de sus informes… Bueno, no eran demasiado sobrios… También recibimos una carta de ese individuo… ¿Cómo se llama? ¿Humphries? En ella decía que Fortnum había colgado la bandera al revés. Pero no se necesita ser un alcohólico para hacer eso.
—De todos modos, sir Henry, si pudiéramos persuadir a los secuestradores de que prolonguen un poco el plazo…
Sir Henry Belfrage sabía que la siesta estaba irremediablemente perdida. El nuevo libro de Agatha Christie tendría que esperar. Belfrage era un buen hombre, concienzudo y por añadidura modesto. Se dijo que si hubiera estado en el lugar de Plarr, no se habría tomado el trabajo de volar a Buenos Aires en medio del calor de noviembre sólo para ayudar al marido de una paciente.
—Hay algo que usted podría intentar —dijo—. Dudo mucho que resulte, pero de todos modos…
Vaciló. Con una pluma en la mano, era un portento de concisión: sus informes eran admirablemente breves y lúcidos. Y un telegrama nunca le ofrecía la menor dificultad. Se sentía tan a sus anchas en la Embajada como se había sentido en su habitación de niño. Las arañas de cristal centelleaban como los adornos de un árbol de Navidad. Recordaba que de niño hacía rápidas construcciones con su mecano. «Master Henry es un niño muy inteligente», decía siempre su institutriz. Pero a veces, cuando salía a los vastos espacios de Kensington Gardens, se sentía totalmente perdido y había momentos en que los extraños —como ocurría durante su recepción anual— casi le producían pánico.
—¿Me decía usted, sir Henry?…
—Oh, discúlpeme, amigo. Me distraje un momento. Hoy tengo un dolor de cabeza espantoso. Ese vino de Mendoza… ¡Cooperativas! ¿Qué puede saber de vinos una cooperativa?
—Decía usted que puede intentarse algo…
—Sí, sí.
Belfrage se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y tocó su estilográfica. Era como un talismán.
—La prórroga podría ser útil si consiguiéramos que la gente se interesara… He hecho todo lo posible, pero nadie conoce a Fortnum en Inglaterra. A nadie le interesa un cónsul honorario. No pertenece al Servicio. Y para decirle la verdad, hace seis meses aconsejé librarnos de él. Esa carta debe de estar en los archivos, sin duda. De manera que en Londres todos se sentirán aliviados cuando expire el ultimátum y ya no haya que seguir escribiendo notas… y Fortnum quede en libertad, según creo yo.
—¿Y si lo matan?
—Me temo que hasta esa posibilidad le irá bien al Foreign Office… Para ellos será una muestra de firmeza: demostrará que no quieren negociar con delincuentes. Usted sabe el tipo de palabras que usan en los Comunes. Ley y Orden. No se pagará ni un danegeld[6]… Citarán a Kipling. Hasta la oposición aplaudirá.
—Pero no se trata sólo de Charley Fortnum. Su mujer… va a tener un hijo. Si la Prensa aprovecha eso…
—Sí, entiendo lo que quiere usted decir. La mujer que espera… etcétera. Pero por lo que escribió ese Humphries, no creo que la mujer con quien Fortnum se casó pueda despertar la simpatía de la Prensa inglesa. No es una historia para familias… The Sun o News of the World aprovecharán la historia verdadera, desde luego, pero no para producir el efecto que deseamos.
—Entonces, ¿qué sugiere usted, sir Henry?
—Se lo diré, pero nunca debe usted decir que fue idea mía, Plarr. El Foreign Office me pondría de patitas en la calle. Y además, no creo que mi idea sirva de nada. Mason no ofrece el material adecuado.
—¿Mason?
—Oh, perdón. Quiero decir Fortnum.
—Todavía no me ha sugerido nada, sir Henry.
—Bueno, lo que yo pienso es que… No hay nada que un funcionario público odie más que una voz de alarma en los diarios respetables. A veces, la única manera de mover las cosas es conseguir la publicidad acertada. Si usted consiguiera suscitar cierta reacción en su ciudad… Siquiera un telegrama del Club Inglés dirigido a The Times. Una llamada a su infatigable lucha en pro de los intereses británicos…
Belfrage se tocó la estilográfica como para encontrar en ella la correcta jerga oficial.
—Pero no existe ningún club inglés, sir Henry. Creo que los únicos ingleses de la ciudad somos Humphries y yo.
Sir Henry Belfrage echó una rápida mirada a sus uñas (había perdido el cepillo de uñas). Dijo algo tan rápidamente que Plarr no lo entendió.
—Discúlpeme, no le he oído.
—Estimado amigo, no me pida que se lo deletree… Organice un Club Inglés en seguida y telegrafíe al Times y al Telegraph.
—¿Cree usted que servirá de algo?
—No, no lo creo. Pero nada se pierde con intentarlo.
Siempre habrá un miembro de la oposición que tomará el partido que le indiquen sus líderes. Y por lo menos el secretario del Parlamento pasará un mauvais quart d’heure y además, están los periódicos norteamericanos. Es muy posible que muerdan el anzuelo. El New York Times puede ser muy virulento. «Guerra a la independencia latinoamericana hasta que muera el último inglés». Y ya sabe usted cuál podría ser la actitud de los antibélicos. Desde luego, es una esperanza remota. Si Fortnum fuera un magnate de los negocios, todo el mundo se interesaría. Pero no es más que morralla, mi estimado Plarr.
No había avión de regreso hasta la noche y Plarr no encontró una excusa que tranquilizara su conciencia para dejar de visitar a su madre. Sabía muy bien qué era lo que más le gustaba a ella: la citó por teléfono en el Richmond de la calle Florida. Su madre detestaba las inevitables conversaciones familiares en su apartamento, siempre tan poco ventilado como la campana de cristal que encerraba las flores de cera que había comprado en una tienda de antigüedades, cerca de Harrods. En ese apartamento, Plarr siempre tenía la impresión de que había secretos ocultos en todas partes, en los estantes, en las mesas, bajo el sofá… Secretos que su madre se negaba a mostrarle, aunque quizá no fueran más que minúsculas extravagancias en las que gastaba el dinero que él le enviaba. Las tortas de crema eran comida, pero un loro de porcelana era una extravagancia.
Plarr avanzó a paso de caracol entre la multitud que todas las tardes llenaba la calle estrecha, cerrada al tránsito de automóviles. No le desagradaba, porque cada minuto perdido antes de encontrarse con su madre era pura ganancia.
La vio al fondo del salón de té lleno de gente, vestida de luto riguroso y sentada frente a una bandeja con pastas.
—Has llegado diez minutos tarde, Eduardo —dijo ella. Desde niño, Plarr sólo hablaba español con ella. Únicamente hablaba inglés con su padre, que era hombre de pocas palabras.
—Discúlpame, mamá. Tenías que haber empezado sin esperarme.
Cuando se inclinó para besarla en la mejilla, el olor del chocolate le llegó desde la taza como el hálito dulzón de una tumba.
—Llama al camarero, querido, si no hay ninguna pastita que te guste…
—No tengo ganas de comer nada, mamá. No tomaré más que una taza de café.
Su madre tenía grandes bolsas bajo los ojos, pero Plarr sabía que no eran producto del pesar, sino del estreñimiento. Tenía la impresión de que si se las apretaba, saldría de ellas crema, como de un éclair. Es terrible lo que hacen los años con una mujer hermosa. Los hombres suelen mejorar con el tiempo; las mujeres, muy pocas veces. Plarr pensó que los hombres deberían casarse con mujeres por lo menos veinte años menores que ellos. Así podrían estar seguros de morir antes de que se desvaneciera la primera imagen… Al casarse con Clara, más de cuarenta años menor que él, ¿Fortnum se habría asegurado contra la desilusión? «Yo soy menos sensato —pensó Plarr—. Sobreviviré muchos años al atractivo que Clara tiene para mí».
—¿Por qué vas de luto, mamá? Nunca te he visto de negro.
—Es por tu padre —dijo la señora de Plarr, limpiándose el chocolate de los dedos con una servilleta de papel.
—¿Has tenido noticias?
—No. Pero el padre Galvao ha hablado muy seriamente conmigo. Dice que por el bien de mi salud debo dejar de tener vanas esperanzas. ¿Sabes qué día es hoy, Eduardo?
Plarr pensó en vano; ni siquiera sabía en qué día de la semana estaba.
—¿Es catorce? —se arriesgó a decir.
—Es el día en que nos despedimos de tu padre en el puerto de Asunción.
Plarr se preguntó si de haber entrado su padre en ese momento en el salón de té habría reconocido a esa mujer gorda y ojerosa, con rastros de crema en las comisuras de los labios. En nuestros recuerdos, los años no pasan.
—Esta mañana el padre Galvao ha dicho una misa por el descanso de su alma.
Examinó la bandeja de pastas y eligió con sumo cuidado un éclair, aunque no parecía muy diferente de los demás.
Sin embargo, cuando Plarr hurgaba en su memoria podía recordar a una mujer hermosa, acostada en su camarote, llorando. En aquella época, las lágrimas aumentaban el brillo de sus ojos. No tenía bolsas que los desfiguraran…
—Yo conservo la esperanza, mamá. ¿Sabes que los secuestradores han incluido su nombre en la lista de prisioneros que quieren liberar?
—¿Qué secuestradores?
Plarr había olvidado que su madre nunca leía los periódicos.
—Oh, es una historia demasiado larga para contártela ahora… Tu vestido negro es muy bonito —agregó cortésmente.
—Me alegra que te guste. Me lo hice especialmente para la misa de esta mañana. La tela era muy barata, y me lo cosió una modistita… No quiero que pienses que soy una derrochona.
—Claro que no, mamá.
—Si tu padre hubiera sido menos cabeza dura… ¿De qué le sirvió quedarse en la estancia para que lo mataran? Pudo venderla a buen precio. Y los tres habríamos sido felices aquí.
—Era un idealista —dijo Plarr.
—Los ideales están muy bien, pero fue muy egoísta. Y obró muy mal al no anteponer su familia a los ideales.
Plarr se preguntó cuánta amargura, cuántos reproches se habrían mezclado en sus rezos de la mañana, durante la misa del padre Galvao. El padre Galvao era un jesuita portugués, trasladado por algún motivo desde Río de Janeiro. Tenía mucho éxito con las mujeres, que quizá se confiaban fácilmente a él, porque había venido de muy lejos.
Oía a su alrededor la charla de las mujeres que llenaban el Richmond. Casi era imposible distinguir una sola frase. Se sentía como en una pajarera, oyendo una babel de pájaros de muchas regiones distintas. Había algunas que cotorreaban en inglés, otras en alemán, y hasta oyó una frase en francés que su madre habría encontrado muy a propósito: «Georges est tres coupable». La miró mientras ella tendía los labios hacia el chocolate. ¿Alguna vez habría sentido amor hacia su padre o hacia él mismo, o sólo habría representado la comedia del amor, como Clara? Durante los años pasados con su madre en Buenos Aires, Plarr había aprendido a desdeñar la comedia. En su apartamento no había recuerdos de ninguna clase. Ni siquiera una fotografía. Era un lugar tan despojado y casi tan preciso como el calabozo de una comisaría. Aun durante sus aventuras amorosas, Plan había evitado siempre esa frase teatral: «Te quiero». Muchas veces lo habían acusado de crueldad, aunque él prefería considerarse un médico hábil y concienzudo en sus diagnósticos. Si alguna vez se hubiese visto frente a una enfermedad sin encontrar los términos para describirla, habría usado sin vacilar la fórmula «Te quiero». Pero siempre había logrado atribuir la emoción que sentía a una enfermedad muy distinta: la soledad, el orgullo, el deseo físico y hasta una simple sensación de curiosidad.
—Tu padre nunca nos quiso —dijo la señora de Plarr—. Era un hombre que no conocía el significado de la palabra querer.
«¿Lo conocemos nosotros?», estuvo a punto de preguntar Plarr. Pero sabía que su madre lo tomaría por un reproche, y no tenía ganas de reprocharle nada. Más justo habría sido reprocharse a sí mismo la misma ignorancia. Quizá su madre tuviera razón; quizás él se pareciera a su padre.
—Yo no lo recuerdo muy bien, salvo que cuando nos despedimos me llamó la atención lo gris que se le había vuelto el pelo. También recuerdo que por la noche cerraba con llave todas las puertas de la casa. El ruido me despertaba siempre. Ni siquiera sé cuántos años tendría ahora, si viviera.
—Hoy cumpliría setenta y un años.
—¿Hoy? Entonces fue el día de su cumpleaños…
—Me dijo que el mejor regalo que podía hacerle era vernos partir río abajo. Fue muy cruel por su parte decir eso.
—Pero mamá, no creo que él lo hiciera por crueldad.
—Ni siquiera me había avisado. No tuve tiempo de preparar bien el equipaje. Olvidé algunas joyas. Tenía un relojito con brillantes que solfa llevar con un vestido negro. ¿Te acuerdas de aquel vestido negro? No, no puedes acordarte. Eras un niño tan poco observador… Tu padre me explicó que temía que yo lo comentara con mis amigas y ellas charlaran y la policía no nos dejara marchar… Yo le había preparado una rica cena de cumpleaños, con bocadillos de queso. A él le gustaban más los bocadillos que los postres. Eso es lo que ocurre cuando una se casa con un extranjero. Nunca tuvimos los mismos gustos. Esta mañana he rezado para que no sufra mucho.
—Creía que lo dabas por muerto.
—Quise decir para que no sufra en el purgatorio. El padre Galvao dice que el peor sufrimiento en el purgatorio es que la gente ve las consecuencias de sus acciones y el dolor que ha causado a las personas a las que quería.
Eligió otro éclair.
—Pero has dicho que él no nos quería.
—Oh, supongo que nos tendría cierto afecto. Y además, el sentido del deber… Era muy inglés. Prefería la compañía de otros hombres. Estoy segura de que se fue al club después de despedirse de nosotros.
—¿Qué club?
En años enteros nunca habían hablado tanto de su padre.
—Era una imprudencia pertenecer a ese club. Se llamaba el Constitucional. Pero la policía lo cerró. Después sus miembros se reunían en secreto; una vez lo hicieron en nuestra estancia. Tu padre no me escuchaba cuando yo protestaba. «Te debes a tu mujer y a tu hijo», le decía. Y él me contestaba: «Todos los miembros del club tienen mujer e hijos». Y yo le decía: «En ese caso, deberían hablar de cosas más importantes que la política». Oh, bueno, ésas ya son cosas olvidadas —agregó con un suspiro—. Ya lo he perdonado. Ahora, cuéntame un poco de ti, querido.
Sus ojos lo miraron con total falta de interés.
—Oh, no tengo nada importante que contarte —dijo Plarr.
El vuelo de la noche al norte representaba una aventura muy azarosa, para un hombre como Plarr, que siempre prefería estar solo. En ese vuelo viajaban pocos extraños o turistas. Entre los pasajeros siempre había políticos locales que volvían de una visita a la capital, o señoras acomodadas a quienes él había atendido alguna vez (iban a Buenos Aires para hacer compras, o para asistir a una reunión, o incluso para ir a la peluquería, porque no confiaban en sus peluqueros locales). Todos formaban un grupo ruidoso en el bimotor.
La posibilidad de viajar en paz era remota. Y Plarr sintió que el corazón le daba un vuelco cuando desde el otro lado del pasillo, la señora de Escobar, antes de que él la viera, lo saludó con un alegre chillido de cotorra:
—¡Eduardo!
—¡Margarita!
Empezó a desabrocharse resignadamente el cinturón de seguridad para ir a ocupar el asiento vacío junto a ella.
—No, Gustavo viene conmigo —dijo ella en un rápido susurro—. Está atrás, conversando con el coronel Pérez.
—¿El coronel Pérez también viaja en este vuelo?
—Están hablando del secuestro. ¿Sabes qué creo yo?
—¿Qué?
—Creo que ese Fortnum huyó para librarse de su mujer.
—¿Porqué?
—Tienes que conocer la historia, Eduardo. Ella es una putain. La sacó de esa casa horrible de la calle… Pero tú eres un hombre. Ya sabes lo que quiero decir.
Plarr recordó que cada vez que Margarita quería ser un poco soez usaba una palabra francesa. Podía oírla en las sombras cuidadosamente calculadas de su dormitorio, con dos tercios de las persianas bajadas, murmurando: «Baisemoi, baise-moi[7]». Nunca se habría permitido utilizar la frase española equivalente.
—Hace mucho que no te veo, Eduardo —dijo ella con un suspiro tan cuidadosamente calculado para la ocasión como las persianas de su dormitorio.
Plarr se preguntó qué habría ocurrido con su último amante, Gaspar Vallejo, del Ministerio de Economía. Esperó que no se hubieran peleado.
El rugido de los motores lo salvó de la necesidad de contestar. Cuando cesaron las advertencias transmitidas por los altavoces y volaban sobre el cielo color caqui que se iba oscureciendo a medida que avanzaba la noche, Plan ya tenía una vaga frase en los labios:
—Ya sabes lo que es la vida de un médico, Margarita.
—Sí. ¿Quién puede saberlo mejor que yo? ¿Sigues viendo a la señora de Vega?
—No. Creo que ha cambiado de médico.
—Yo nunca cambiaría, Eduardo… no hay tantos médicos como tú. Si no te he llamado es porque he estado asquerosamente bien. Bueno, aquí está mi marido, por fin. ¡Mira quién está aquí, Gustavo! No me digas que te has olvidado del doctor Plarr.
—¿Cómo voy a olvidarme? ¿Dónde se había metido todo este tiempo, Eduardo?
Gustavo Escobar apoyó pesadamente la mano en un hombro de Plarr le dio una amistosa palmada: tenía la típica necesidad latinoamericana de tocar a cualquier hombre con quien hablara. Hasta las cuchilladas en una de las historias de Jorge Julio Saavedra podían interpretarse como un modo de tocar.
—Le hemos echado de menos —siguió con la voz estrepitosa de un sordo—. Mi mujer me decía con frecuencia: «¿Por qué será que Eduardo ya no nos visita nunca?».
Gustavo Escobar tenía un gran bigote negro y abundantes patillas: su cara, roja como un ladrillo, semejaba un claro abierto en un monte y su nariz se encabritaba como el caballo de un conquistador.
—Le he echado de menos tanto como mi mujer —dijo Escobar—. Recuerdo las veces que hemos cenado los tres juntos…
Durante el período en que había sido amante de Margarita, Plarr nunca había podido distinguir con certeza entre la ruda jovialidad y la ironía de Escobar. Margarita le aseguraba siempre que su marido era terriblemente celoso: admitir que a él no le importaban sus devaneos habría herido su amor propio. Y quizá le importaran, ya que al fin y al cabo ella era una de sus mujeres, aunque tuviera muchas. En una ocasión Plarr lo había visto en la casa de la señora Sánchez rodeado de cuatro muchachas. Contra las reglas de la casa, las muchachas tomaban champán, un buen champán francés que él debía de haber llevado consigo. No había reglas que valieran contra Gustavo Escobar. Plarr se preguntaba a veces si no habría sido uno de los clientes de Clara. ¿Qué comedia habría representado ella para él? ¿Quizá la de la sumisión?
—¿Qué ha estado haciendo en Buenos Aires, Eduardo?
—He estado en la Embajada inglesa —le gritó a su vez Plarr— y he visitado a mi madre. ¿Y usted?
—Mi esposa ha hecho algunas compras y yo he almorzado en el Hurlingham.
Seguía tocando el hombro de Plarr como estuviera pensando en comprarlo para destinarlo a la reproducción (tenía una gran estancia en el lado chaqueño del Paraná).
—Gustavo va a dejarme sola una semana entera —dijo Margarita—. Siempre me permite ir de compras cuando me abandona…
Plarr hubiese querido que la conversación derivase hacia el tema de su sucesor, Gaspar Vallejo, a quien habría interesado más la información que Margarita acababa de darle. Lo habría tranquilizado oír que Vallejo seguía siendo amigo de la familia.
—¿Por qué no se viene conmigo a la estancia, Eduardo?
Podemos salir de caza…
—Un médico es esclavo de sus pacientes —dijo Plarr.
El avión se hundió en una bolsa de aire y Escobar tuvo que cogerse del respaldo del asiento de Plarr.
—Ten cuidado, caro. No quiero que te lastimes… Será mejor que te sientes.
Quizá fue esa mecánica expresión de alarma por parte de su mujer lo que irritó a Escobar. O quizá tomó esa advertencia como una reflexión sobre su machismo. Con ironía inconfundible dijo:
—En estos momentos usted es esclavo de un paciente muy especial, ¿no es cierto, Eduardo?
—Todos mis pacientes son especiales.
—La señora de Fortnum espera un hijo, ¿verdad?
—Sí. y la señora de Vega también. Pero esta vez no ha requerido mis servicios. Ahora está en manos del doctor Benevento.
—Qué hombre tan discreto, este Eduardo —dijo Escobar. Pasó por delante de su mujer y se sentó en el asiento junto a la ventanilla. No bien cerró los ojos pareció dormirse sin reclinar el asiento. Parecía uno de sus antepasados, dormido en la montura y cruzando los Andes. El movimiento del avión que atravesaba las cumbres nevadas de las nubes lo mecía suavemente.
—¿Qué ha querido decir, Eduardo? —preguntó su mujer en un susurro.
—Qué sé yo…
Recordó que Escobar tenía el sueño muy pesado. Una vez, al principio de su relación, Margarita le había dicho:
—Nada lo despierta, salvo un silencio repentino. Tienes que seguir hablando.
—¿De qué? —preguntó él.
—De cualquier cosa. ¿Por qué no me dices lo mucho que me quieres?
Estaban sentados el uno junto al otro en un sofá y Escobar dormía en un sillón en el extremo opuesto de la habitación, con el respaldo vuelto hacia ellos. Plarr no podía saber siquiera si tenía los ojos cerrados.
—Te necesito —dijo cautelosamente.
—¿Cómo?
—Te necesito.
—Habla en voz normal —dijo ella, tocándolo—. Necesita oír el murmullo continuo de la conversación.
Es difícil mantener un monólogo mientras una mujer le hace el amor a uno. A falta de algo mejor, Plarr empezó a contar el cuento de los tres osos, comenzando por la mitad y con los ojos fijos en la poderosa cabeza estatuaria que asomaba por encima del respaldo.
—Entonces el tercer oso dijo con voz bronca: «¿Quién se ha comido mi sopa?».
La señora de Escobar se había puesto a horcajadas sobre él, como una niña jugando al caballito.
—Los tres osos subieron y el osito pequeño preguntó: «¿Quién ha dormido en mi cama?».
Cogió a la señora de Escobar por los hombros y perdió el hilo del cuento, de modo que tuvo que seguir con la primera frase que se le cruzó por la cabeza: «Así galopa el caballito; ito ito ito». Al fin —Plarr ni siquiera había tenido tiempo de pensar en ella como Margarita—, cuando descansaron en el sofá, el uno junto al otro, la señora de Escobar dijo:
—Hablabas en inglés. ¿Qué decías?
—Te decía que te necesito mucho —contestó Plarr, astutamente.
El caballito era un juego que le había enseñado su padre: su madre no tenía repertorio. Quizá los niños latinoamericanos no tuvieran juegos… o al menos juegos infantiles.
—¿Qué ha querido decir Gustavo con lo de la señora de Fortnum? —preguntó de nuevo Margarita, volviéndolo al presente y al avión que se sacudía sobre el Paraná.
—No tengo la menor idea.
—Me decepcionarías terriblemente, Eduardo, si tuvieras algo que ver con esa putain. Todavía me gustas mucho…
—Perdóname, Margarita —dijo Plarr—. Quiero hablar unas palabras con el coronel Pérez.
Las luces de La Paz parpadeaban bajo el avión; había una blanca hilera de luces a lo largo del río, y una oscuridad total al otro lado, como si esas luces marcaran el límite de un mundo plano. Pérez estaba sentado al final del avión, cerca del servicio. El asiento junto a él estaba vacío.
—¿Qué noticias hay, coronel? —preguntó Plarr.
—¿Sobre qué?
—Sobre Fortnum.
—No sé nada. ¿Por qué? ¿Esperaba alguna novedad?
—Pensé que quizá la policía supiera algo… La radio ha dicho que lo buscaban en Rosario.
—Aunque lo hubieran tenido en Rosario, a estas horas ya lo habrían llevado a Buenos Aires.
—¿Y esa llamada de Córdoba?
—Ha debido de ser un estúpido intento de confundirnos.
Es imposible que lo hayan llevado a Córdoba. Y hasta dudo que estuvieran en Rosario cuando llamaron. Les habría llevado quince horas llegar hasta ahí en el coche más rápido.
—Entonces, ¿dónde cree usted que está? —preguntó Plarr.
—Quizás esté muerto, en el río, o escondido no lejos de donde lo secuestraron. ¿Qué ha venido a hacer a Buenos Aires, doctor Plarr?
Era una pregunta cortés, no policial. Pérez no parecía más interesado que Escobar.
—He ido a ver al embajador para hablarle de Fortnum.
—¿Sí? ¿Y qué ha dicho?
—Pobre tipo, le interrumpí la siesta. Me ha dicho que lo malo es que nadie se interesa por Fortnum.
—Le aseguro que yo me intereso —dijo el coronel Pérez—. Ayer quise organizar un registro en el barrio popular, pero el gobernador pensó que era demasiado peligroso. Quiere evitar los tiros… Nuestra provincia ha sido muy tranquila, salvo por algunos problemitas causados por esos curas del tercer mundo. El gobernador me mandó a Buenos Aires para que hablara con el ministro del Interior. Creo que el gobernador quiere dar largas al asunto. Si retrasamos las cosas y tenemos suerte, quizás el cadáver de Fortnum aparezca fuera de la provincia. Entonces nadie se quejará de que hayamos actuado con imprudencia. El secuestro habrá fracasado y todos estarán muy contentos. Salvo yo. Hasta su Gobierno se dará por contento, Plarr. Espero que pagarán una pensión a la viuda.
—Lo dudo. Fortnum era sólo cónsul honorario. ¿Qué ha dicho el ministro?
—Ese hombre no tiene miedo a los tiros. Con más tipos como él las cosas irían mejor. Aconseja al gobernador que siga adelante pase lo que pase y que utilice las tropas si es necesario. El presidente quiere que todo esté resuelto antes de que el general termine sus vacaciones. ¿Qué más le ha dicho su embajador?
—Ha dicho que si la prensa daba al asunto publicidad suficiente…
—¿Por qué iban a dársela? ¿Ha oído las noticias de esta tarde? Un avión de la BOAC se ha estrellado. Esta vez los secuestradores pudieron dar el golpe. Hay ciento sesenta y siete muertos… ciento sesenta y siete Fortnum. Y uno de ellos era una estrella de cine. No, doctor Plarr… hay que admitir que este asunto no tiene la menor importancia.
—Entonces, ¿se rinde usted?
—No, no. He vivido siempre entre asuntos sin importancia y siempre he preferido arreglarlos. Los expedientes sin acabar ocupan mucho espacio. Ayer mataron a un contrabandista en el río, de modo que hemos podido cerrar su caso. Alguien ha robado cien mil pesos de una habitación del Nacional… pero nosotros ya sabemos quién fue. Y esta mañana se ha encontrado una bomba en la iglesia de la Cruz. Una bomba muy pequeña, porque la nuestra es una provincia muy tranquila. La habían preparado para que explotara a medianoche, cuando la iglesia está vacía. Pero si hubiera explotado habría destruido la cruz milagrosa. Y ésa sí habría sido una noticia importante para El Litoral, aunque no sé si también para La Nación… De todos modos, quizá sea noticia: ya corren rumores de que la Virgen bajó del altar y desactivó con sus propias manos la bomba. El arzobispo ha visitado el lugar. Usted sabe que la cruz ya se salvó, años antes de que existiera Buenos Aires, cuando un relámpago mató a los indios que iban a quemarla.
La puerta del servicio se abrió.
—¿Conoce al capitán Velardo, doctor? Le estaba contando al doctor nuestro nuevo milagro, Rubén.
—Usted puede reírse, mi coronel, pero la bomba no explotó.
—Ya lo ve, doctor. Rubén medio se lo cree.
—Trato de ser objetivo. Como el arzobispo. El arzobispo es un hombre culto.
—Creo que la espoleta estaba mal puesta.
—¿Y por qué lo cree, mi coronel? Hay que ir a las fuentes. Un milagro se parece mucho a un crimen. Usted dice que la espoleta estaba mal puesta, mi coronel. Pero ¿no habrá sido la Virgen la que guió la mano que puso la espoleta?
—De todos modos, prefiero creer que si ahora nos mantenemos en el aire no es por intervención divina sino por obra de los motores, aunque no sean Rolls Royce…
El avión volvió a caer en una bolsa de aire y se encendieron los letreros que indicaban abrocharse los cinturones de seguridad. Plarr pensó que el coronel Pérez parecía un poco inquieto. Volvió a su asiento.