Charley Fortnum se despertó con el peor dolor de cabeza que había tenido nunca. Le ardían los ojos y veía turbio. «Clara», murmuró, tendiendo la mano para tocarla; pero sólo tocó una pared de barro. Entonces pasó por su mente la imagen de Plarr inclinado sobre él, durante la noche, con una linterna eléctrica. El doctor le había explicado algo acerca de un accidente inverosímil.
Ya era de día. La luz del sol se filtraba bajo la puerta; a pesar de su visión confusa, se dio cuenta de que aquel lugar no era un hospital. Ni el cajón donde estaba acostado era una cama de hospital. Deslizó las piernas fuera del cajón y trató de levantarse. Tuvo un vértigo y estuvo a punto de caerse. Se aferró al cajón y comprobó que había estado acostado toda la noche en un ataúd. La cosa no le olió nada bien, como él mismo hubiese dicho.
—¿Estás ahí, Ted? —preguntó.
No podía creer que Plarr fuera capaz de una broma pesada, pero necesitaba alguna explicación para lo que ocurría y estaba ansioso por regresar junto a Clara. Clara debía de estar asustada, sin saber qué hacer. Si hasta tenía miedo de usar el teléfono…
—¡Ted! —volvió a llamar, pero sólo logró emitir una especie dé seco gruñido.
Nunca le había sentado tan mal el whisky, ni siquiera la marca nacional. ¿Con quién carajo y dónde habría estado bebiendo? «Mason, hay que hacer algo en seguida», se dijo a sí mismo. Siempre atribuía a Mason sus peores errores y fracasos. De niño, cuando todavía se confesaba, era siempre Mason el que se arrodillaba y murmuraba frases abstractas sobre sus pecados contra la pureza, aunque era Charley Fortnum el que salía del confesionario con la cara radiante, después de la absolución concedida a Mason. «Mason, Mason —murmuró—, mocoso de mierda, qué habrás estado haciendo anoche…». Sabía que cuando se excedía de la medida justa olvidaba muchas cosas; pero nunca había olvidado tanto. Dio un paso vacilante hacia la puerta y llamó por tercera vez a Plarr.
Alguien empujó la puerta: en el vano apareció un extraño que agitó una metralleta en dirección a Fortnum. Tenía el pelo renegrido y los ojos estrechos de los indios y gritó algo en guaraní. A pesar de la enconada insistencia de su padre, Fortnum sólo había aprendido unas pocas palabras de guaraní, pero era evidente que el hombre le decía que se volviera a la presunta cama.
—Bueno, hombre, está bien —dijo Fortnum en inglés para que tampoco el hombre pudiera entenderlo a él—. No pierdas la cabeza.
Se sentó en el ataúd y agregó, con una sensación de alivio:
—Vete a la mierda.
En ese momento apareció otro extraño con pantalones vaqueros y el torso desnudo. Llevaba una taza de café y ordenó al indio que saliera. El café olía a hogar y Fortnum se sintió un poco aliviado. El hombre tenía las orejas salientes y Charley recordó a un compañero de escuela a quien Mason hacía bromas despiadadas, aunque después Fortnum se arrepentía y compartía una barra de chocolate con la víctima. Ese recuerdo le dio cierta sensación de seguridad.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—No se preocupe —contestó el hombre, ofreciéndole el café.
—Tengo que irme a mi casa. Mi mujer estará preocupada.
—Mañana. Espero que mañana podrá irse.
—¿Quién era ese hombre de la metralleta?
—Miguel. Un buen hombre. Tómese el café, por favor. Se sentirá mucho mejor.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Charley Fortnum.
—León —dijo el hombre.
—¿Y su apellido?
—Nosotros no tenemos apellido, porque no tenemos familia.
Charley meditó un instante sobre esa frase como si se tratara de un párrafo difícil en un libro; después de la segunda lectura, no le pareció más clara.
—Anoche estaba aquí el doctor Plarr —dijo.
—¿Plarr? ¿Dice usted Plarr? No conozco a nadie con ese nombre.
—Me dijo que había tenido un accidente.
—Eso se lo dije yo.
—No, no fue usted. Lo vi. Llevaba una linterna eléctrica.
—Lo soñó. Sufrió usted una conmoción. Su automóvil quedó destrozado. Por favor, tómese el café. Tal vez después recuerde mejor.
Charley Fortnum obedeció. Era un café muy fuerte y, en efecto, la cabeza empezó a aclarársele.
—¿Dónde está el embajador?
—¿Qué embajador?
—Lo dejé en las ruinas. Quería ver a mi mujer antes de la cena. Quería comprobar si estaba bien. No me gusta dejarla sola demasiado tiempo. Espera un hijo.
—¿Ah, sí? Debe estar usted muy contento. Es muy hermoso ser padre.
—Ahora lo recuerdo. Había un coche atravesado en la carretera. Tuve que parar. No fue un accidente. Estoy seguro de que no fue un accidente. ¿Y por qué tiene una metralleta ese tipo?
La mano le tembló un poco al beberse el café.
—Quiero irme a casa —agregó.
—Está demasiado lejos para ir caminando —dijo el hombre—. Todavía no está del todo bien y, además, no conoce el camino.
—Encontraré un camino. Puedo parar un automóvil.
—Es mejor que hoy descanse. Después de la conmoción… Mañana quizá podamos encontrarle un transporte. Hoy no es posible.
Fortnum arrojó el resto de café a la cara del hombre y se precipitó hacia la otra habitación. Allí se detuvo: el indio estaba a poca distancia, frente a la puerta que daba al exterior, apuntando con su metralleta al vientre de Charley Fortnum. Los ojos oscuros le brillaban de placer mientras movía levemente el arma, como vacilando al elegir su blanco entre el ombligo y el apéndice. Dijo algo en guaraní que pareció divertirlo.
El hombre llamado León se acercó desde el cuarto interior.
—Ya lo ve —dijo—. Se lo dije: hoy no podrá irse.
Tenía una mejilla roja por el café caliente, pero hablaba con suavidad, sin ira. Tenía la paciencia de alguien más habituado a padecer dolor que a causarlo.
—Debe de tener hambre, señor Fortnum —dijo—. Si quiere unos huevos…
¿Usted sabe quién soy?
—Claro que sí. Usted es el cónsul de Inglaterra.
—¿Qué piensan hacer conmigo?
—Tendrá que quedarse un tiempo con nosotros. Créame, no somos sus enemigos, señor Fortnum. Nos ayudará a salvar a hombres inocentes de la cárcel y la tortura. Nuestro hombre en Rosario ya habrá telefoneado a La Nación para decirle que usted está en nuestras manos.
Charley Fortnum empezó a entender.
—Se equivocaron, ¿no es cierto? Ustedes querían al embajador norteamericano…
—Sí, fue un error lamentable.
—Un error estúpido. A nadie le importará un pito Charley Fortnum. ¿Qué harán, entonces?
—Estoy seguro de que usted se equivoca. Ya lo verá.
Todo se arreglará. El embajador de Inglaterra hablará con el presidente. El presidente hablará con el general. Está aquí, en la Argentina, pasando las vacaciones. También intervendrá el embajador norteamericano. Sólo pedimos que el general suelte a algunos hombres. Todo habría ido bien si uno de los hombres no hubiera cometido un error.
—No parecen estar ustedes muy bien informados. Iban dos oficiales de policía con el embajador. Y su secretaria. Por eso no había sitio para mí en el coche.
—Habríamos sabido qué hacer con ellos.
—Está bien. Deme esos huevos —dijo Charley Fortnum—. Pero dígale a Miguel que no me apunte. Me quita el apetito.
El hombre llamado León se arrodilló frente a un pequeño hornillo de alcohol que había en el suelo, lo encendió y cogió una sartén y un poco de manteca.
—Si tiene un poco de whisky no me vendría mal.
—Lo lamento. No tenemos alcohol.
La manteca empezó a chirriar en la sartén.
—Usted se llama León…
—Sí.
El hombre rompió dos huevos, uno tras otro, contra el borde de la sartén. Cuando sostuvo las dos mitades de la cáscara sobre la sartén, la posición de sus dedos recordó a Fortnum el momento en que el sacerdote rompe la hostia sobre el cáliz en el altar.
—¿Qué hará, si se niegan?
—Ruego por que acepten… —dijo el hombre arrodillado—. Estoy seguro de que aceptarán.
—Entonces, que Dios lo oiga —dijo Charley Fortnum—. No fría demasiado los huevos.
Hasta el atardecer no oyó Charley Fortnum las noticias sobre sí mismo. León había encendido la radio al mediodía, pero las pilas se acabaron en mitad de una canción guaraní y no había otras de repuesto. El muchacho con barba al que León llamaba Aquino fue a la ciudad para comprar pilas nuevas. Tardó mucho en volver. Una mujer volvió del mercado con alimentos y preparó el almuerzo: sopa de verduras con algunas briznas de carne. Además barrió espectacularmente la choza, levantando el polvo que iba a depositarse en otra parte. Tenía el pelo negro, abundante y sucio, y una verruga en la cara. Trataba a León con una mezcla de servilismo y dominio. León la llamaba Marta.
En cierto momento, Charley Fortnum, confuso por la presencia de la mujer, dijo que necesitaba ir al baño. León dio una orden al indio, que lo llevó a una cabina que estaba en el patio trasero de la choza. La puerta había perdido una bisagra y no podía cerrarse; en el interior sólo había un agujero profundo cavado en la tierra, con dos tablones cruzados sobre él. Cuando salió, el guaraní estaba sentado a pocos pasos, jugando con el arma: apuntaba hacia un árbol, hacia un pájaro que pasaba volando, hacía un perro vagabundo. A través de los árboles Fortnum pudo ver otra choza aún más pobre que aquélla a la que regresaba. Por un momento, pensó correr allí en busca de ayuda, pero estaba seguro de que el indio no desaprovecharía la ocasión de probar el arma.
Cuando volvió dijo a León:
—Si puede conseguirme un par de botellas de whisky, se las pagaré.
Advirtió que no le habían robado la cartera y sacó el dinero necesario.
León dio los billetes a Marta.
—Tenga paciencia, señor Fortnum —dijo—. Aquino no ha vuelto. Nadie podrá ir hasta que él vuelva. Es muy largo el camino a la ciudad.
—Pagaré un taxi.
—Me temo que no será posible. Aquí no hay taxis.
El indio volvió a sentarse de cuclillas en el suelo. Charley Fortnum dijo:
—Voy a dormir un rato. Esa droga que me dieron era muy fuerte.
Volvió al otro cuarto y se acostó sobre el ataúd. Trató de dormir pero sus pensamientos lo mantuvieron despierto. Se preguntó cómo se las arreglaría Clara en su ausencia. Nunca la había dejado sola una noche entera. Fortnum no sabía nada de medicina, pero tenía la idea de que una conmoción de cualquier tipo podía causar daño al niño aún no nacido. Hasta había tratado de dejar el whisky, después de casarse con Clara (salvo la noche de bodas, una noche de whisky y champán en que por primera vez habían hecho el amor decentemente, sin obstáculos, en el Hotel Italia de Rosario: un hotel anticuado que olía agradablemente a polvo intocado, como una vieja biblioteca).
Habían ido a ese hotel porque Fortnum pensó que Clara se sentiría cohibida en el Hotel Riviera, que era nuevo, caro y con aire acondicionado. Fortnum había tenido que recoger ciertos documentos en el Consulado de la calle Santa Fe, 939 (recordaba el número porque coincidía con el del mes y el año de su primer matrimonio). Si alguien hacía averiguaciones, esos documentos probarían que no existían obstáculos para su segundo matrimonio. Le había llevado semanas enteras conseguir que le mandaran una copia del certificado de defunción de Evelyn desde un pueblo de Idaho. Fortnum aprovechó la oportunidad para dejar su testamento en el Consulado, bien a salvo en un sobre lacrado. El cónsul era un hombre maduro y agradable. Charley Fortnum y él habían hecho muy buenas migas desde el momento en que, por algún motivo, había surgido el tema de los caballos. El cónsul los invitó a champán francés después de las ceremonias civil y religiosa. Esa pequeña celebración entre los ficheros del Consulado resultaba mucho más grata si la comparaba con la recepción en Idaho, después de su primer matrimonio. Fortnum recordaba con espanto el blanco pastel y los parientes políticos con trajes oscuros y hasta cuello duro, aunque aquél sólo había sido un matrimonio civil no aceptado en Argentina. Al regresar, él y Evelyn habían sido muy prudentes y no habían mencionado ese detalle. Era Evelyn la que había rechazado la boda católica, porque su conciencia de Christian Scientist se lo impedía. Por supuesto, el matrimonio civil hada que su herencia quedara insegura, lo que también era una indignidad. Quería arreglar las cosas mucho mejor para Clara; asegurarse de que no habría grietas en las paredes de su segundo matrimonio. Se proponía dejarla, cuando él muriera, en una situación de seguridad absoluta.
Al poco rato cayó en un sueño profundo. Se despertó cuando la radio en la habitación contigua empezó a repetir su nombre: señor Carlos Fortnum. La policía, decía el locutor, suponía que debían de haberlo llevado a Rosario, porque la llamada a La Nación provenía de esa ciudad. Era difícil investigar en una ciudad de más de medio millón de habitantes, y las autoridades tenían sólo cuatro días de plazo para cumplir los términos exigidos por los secuestradores. Charley Fortnum pensó que Clara estaría escuchando las noticias y agradeció a Dios que Ted estuviera junto a ella para tranquilizarla. Ted sabría qué había ocurrido. Ted iría a verla. Ted haría algo para mantenerla tranquila. Ted le diría que ella estaría segura, aunque a él lo mataran. Clara temía tanto el pasado… Era evidente, porque nunca hablaba de él. Ése era uno de los motivos por los cuales se había casado con ella: quería probarle que nunca, en ninguna circunstancia, ella tendría que volver a casa de la señora Sánchez. Fortnum se preocupaba exageradamente por la felicidad de Clara, como un hombre torpe al cuidado de un objeto muy frágil que no le pertenece. Le asustaba la idea de romper esa felicidad.
Ahora, alguien hablaba por la radio del equipo de fútbol que estaba de gira por Europa.
—¡León! —llamó.
La cabeza pequeña con orejas de murciélago y los ojos atentos de un buen sirviente se asomó por la puerta.
—Ha dormido un buen rato —dijo León—. Eso le hará bien, señor Fortnum.
—He oído la radio, León.
—Ah, sí.
León llevaba un vaso en una mano y sostenía una botella de whisky bajo cada brazo.
—Mi mujer ha traído dos botellas de la ciudad —dijo. Mostró el whisky con orgullo (era una marca argentina) y contó la vuelta con cuidado.
—No se preocupe —agregó—. En pocos días, todo se acabará.
—¿Quiere decir que acabarán conmigo? Deme usted el whisky.
Fortnum se sirvió un tercio de un vaso y lo bebió de un trago.
—Estoy seguro de que esta noche anunciarán que han aceptado nuestras condiciones. Entonces, mañana por la tarde podrá usted irse a su casa.
Fortnum se sirvió otro vaso.
—Bebe usted demasiado —dijo León con una amable solicitud.
—No, no. Sé cuál es mi medida exacta. Lo que importa es la medida. ¿Cuál es su apellido, León?
—Ya le he dicho que no tengo apellido.
—Pero tiene un título, ¿no es cierto? Dígame qué hace usted en este ambiente, padre León.
A Fortnum casi le pareció que las orejas de León se erguían como las de un perro que oye una entonación familiar.
—Se equivoca. Acaba de conocer a mi mujer, Marta. Es la que ha traído el whisky.
—Pero un sacerdote nunca deja de ser sacerdote, padre.
Me he dado cuenta cuando rompió los huevos sobre la sartén. Lo he visto claramente frente al altar.
—Ésas son fantasías, señor Fortnum.
—¿Y qué le parecen sus fantasías? Usted pudo hacer un excelente negocio con el embajador, pero no le darán nada por mí. No valgo un solo peso para nadie… salvo para mi mujer. Es raro que un sacerdote se convierta en asesino. Pero supongo que otro lo hará por usted.
—No —dijo León con gran seriedad—·. Dios no lo quiera, pero si debemos llegar a eso, seré yo quien lo haga. No quiero eludir la culpa.
—Entonces será mejor que le deje un poco de este whisky. Necesitará un trago. ¿Cuál han dicho que era el plazo? Tres días, ¿verdad?
El otro hombre apartó la mirada. Tenía un aire asustado. Avanzó lentamente hacia la puerta, como un sacerdote que se aparta del altar y teme pisarse la sotana que le queda demasiado larga.
—¿Por qué no se queda y charlamos un rato? —dijo Charley Fortnum—. Cuando estoy solo tengo miedo. No me importa decírselo a usted. Si no podemos hablar con un sacerdote… ¿con quién, entonces? Ese indio… Se queda allí sentado, mirándome y sonriendo. Él quiere matar.
—Se equivoca, señor Fortnum. Miguel es un buen hombre. Como no sabe español, sonríe para demostrar que es un amigo. Trate de dormir un poco más.
—He dormido bastante. Quiero hablar con usted.
El hombre hizo un ademán y Charley Fortnum lo imaginó en la iglesia, haciendo los gestos rituales.
—Tengo cosas que hacer.
—Podría retenerlo aquí si me lo propusiera.
—No, no. Debo irme.
—Podría retenerlo muy fácilmente. Sé cómo hacerlo.
—Volveré dentro de un rato. Se lo prometo.
—Sólo tengo que decirle: padre, quiero confesarme.
El hombre se detuvo en el vano de la puerta, de espaldas. Las orejas le sobresalían de la cabeza como minúsculas manos elevadas en una ofrenda.
—Desde la última vez que me confesé, padre…
El hombre se volvió de repente y dijo con irritación:
—No bromee con esas cosas. No lo escucharé si bromea.
—Esto no es una broma, padre. No estoy en condiciones de hacer bromas. Un hombre tiene mucho que confesar cuando le llega el momento de la muerte.
—Me retiraron las facultades sacerdotales —dijo el otro con voz obstinada—. Si usted es un católico de veras, sabrá lo que significa eso.
—Me parece que conozco las reglas mejor que usted, padre. No necesita usted poseer sus facultades en un caso de emergencia. Si no hay otro sacerdote… y no lo hay, ¿verdad, padre? Sus hombres no le permitirían traer a un sacerdote aquí.
—Éste no es un caso de emergencia. No lo es, todavía.
—Pero queda tan poco tiempo… Si le pido…
El hombre volvió a recordarle a un perro, un perro reprendido por una falta que no entiende claramente.
—Señor Fortnum —empezó a suplicar—, le aseguro que no se dará el caso… nunca será necesario…
—Yo pecador me confieso; así se empieza, ¿no es cierto? No sé cuánto tiempo hace… Sólo he ido una vez a la iglesia en los últimos cuarenta años… Hace bastante. Fue cuando me casé. Pero confesarme hubiera sido mi ruina. Me habría llevado demasiado tiempo, y no podía tener a la novia esperando…
—Por favor, señor Fortnum, no se burle de mí.
—No me burlo de usted, padre. Me burlo un poco de mí mismo. Puedo hacerlo mientras dure el whisky. Cuando uno lo piensa, es bastante cómico… —agregó—. «… y a vos padre, que roguéis por mí ante Dios nuestro Señor». Así es la fórmula, ¿no es cierto?, y mientras tanto usted tiene la metralleta lista. ¿No cree que debemos empezar ahora? Antes de que carguen el arma. Tengo muchas cosas de que confesarme.
—No lo escucharé.
El hombre hizo el ademán de taparse los oídos. Las orejas salientes se aplanaron y recobraron la posición normal.
Charley Fortnum dijo:
—Oh, no se preocupe. No hablaba del todo en serio.
Además, ¿qué importancia tiene?
—¿Qué quiere decir?
—Yo no creo en nada, padre. Nunca me habría tomado la molestia de casarme por la Iglesia si la ley no me hubiese obligado. Era por el dinero. La herencia de mi mujer, quiero decir. ¿Por qué se casó usted, padre? Perdóneme —agregó rápidamente—. No tengo derecho a preguntarle eso.
Pero el hombrecito no pareció molesto. Más aún, la pregunta pareció fascinarlo. Se acercó lentamente con la boca abierta, como un hombre famélico atraído irresistiblemente por un ofrecimiento de pan. Por la comisura de los labios le corría un hilo de saliva. Al fin se acurrucó en el suelo, junto al ataúd. En voz baja, como un penitente arrodillado en el confesionario, dijo:
—Creo que fue por rabia y por soledad, señor Fortnum.
Nunca quise hacer el menor daño a esa pobre mujer.
—Entiendo lo de la soledad —dijo Charley Fortnum—. Yo también la he sufrido. Pero ¿por qué rabia? ¿Contra quién sentía rabia?
—Contra la Iglesia —agregó el hombre con ironía—. La Santa Madre Iglesia.
—Yo le tenía rabia a mi padre. Creía que él no me entendía, o que yo no le importaba un pito. Lo odiaba. Sin embargo, cuando murió me sentí terriblemente solo. Y ahora…
Levantó el vaso y agregó:
—… a veces lo imito. Aunque él bebía más que yo. Pero un sacerdote es un sacerdote. No sé cómo puede usted tenerle rabia a la Santa Madre Iglesia. Yo nunca podría tenerle rabia a una institución de mierda.
—La Iglesia también es como una persona —dijo el hombre—. Dicen que es Cristo sobre la Tierra. Y casi lo creo, todavía… Un hombre como usted, un inglés, no puede imaginar qué vergüenza me daban las cosas que debía leer a la gente. Yo era párroco en la parte más pobre de Asunción, cerca del río. ¿Se ha dado cuenta de que los pobres siempre viven cerca del río? Aquí hacen lo mismo. Es como si pensaran irse nadando algún día. Pero no saben nadar y no hay nadie que les enseñe. Los domingos tenía que leerles los Evangelios.
Charley Fortnum escuchaba con cierto interés y mucha astucia. Su vida dependía de ese hombre y era esencial saber qué lo movía. Quizás hubiera en él una cuerda que podía tocar. El hombre hablaba de modo inmoderado, como bebe un hombre sediento. Quizás hiciera mucho tiempo que no podía hablar libremente: quizás ésa fuera la única manera en que podía desahogarse ante un hombre que moriría y no recordaría más de lo dicho que un sacerdote en un confesionario.
—¿Qué tienen de malo los Evangelios, padre? —preguntó Charley Fortnum.
—Son absurdos —dijo el ex sacerdote—. Al menos en el Paraguay. «Vende lo que tienes y dalo a los pobres…». Tenía que leer eso a los pobres mientras el viejo arzobispo que teníamos entonces comía un fino pescado del Iguazú y tomaba vino francés con el general. Desde luego, no es que la gente se muriera de hambre… Eso puede evitarse con un poco de mandioca, y la desnutrición es mucho más segura para los ricos que el hambre absoluta. El hambre enloquece a los hombres. La desnutrición los mantiene tan cansados que ni siquiera pueden levantar un puño. Los norteamericanos lo saben muy bien y la ayuda que nos dan llega justo hasta ahí. Nuestro pueblo no se muere de hambre: agoniza… Las palabras se me atragantaban: «Dejad a los niños venir hacia mí…». Y allí estaban los niños, sentados en las primeras filas, con los vientres enormes y los ombligos como manijas de puertas. «Mejor servía que se le atase al cuello una piedra de molino…». «Pero el justo da, y no detiene su mano…». ¿Qué es lo que da? ¿Mandioca? Después yo distribuía las hostias… no son tan alimenticias como un buen chipá; y después bebía el vino. ¡Vino! ¿Cuál de esos pobres desgraciados conocía el gusto del vino? ¿Por qué no podíamos usar agua en el sacramento? Él la usó en Canaá. ¿No habría en la Última Cena un poco de agua que Él pudiera usar en lugar de vino?
Ante el asombro de Charley Fortnum, los ojos de perro estaban llenos de lágrimas. El hombre dijo:
—Oh, no piense usted que todos somos tan malos cristianos como yo. Los jesuitas hacen lo que pueden. Pero la policía los vigila. Tienen los teléfonos intervenidos. Si alguien parece peligroso, en seguida lo despachan por el río. No lo matan. A los yanquis no les gustaría que mataran a sacerdotes. Y además, no somos demasiado peligrosos. Una vez hablé en un sermón del padre Torres, muerto en las guerrillas de Colombia. Sólo dije que, a diferencia de Sodoma, de la Iglesia surgía a veces un hombre justo y quizás eso impediría su destrucción. La policía avisó al arzobispo y el arzobispo me prohibió que volviera a predicar. Bueno… pobre hombre, era muy viejo y el general le tenía simpatía, y pensaba que hacía bien dando al César…
—Todas esas cosas no tienen demasiado que ver conmigo, padre —dijo Fortnum, apoyado sobre el codo en el ataúd y mirando hacia la cabeza oscura que aún mostraba huellas de la tonsura, como un campo prehistórico visto en una llanura desde un avión. Decía «padre» tantas veces como podía: eso lo tranquilizaba. Un padre no suele matar a su hijo, aunque en el caso de Abraham faltó muy poco—. Yo no tengo la culpa, padre.
—No le echo la culpa, señor Fortnum. Dios no lo quiera.
—Comprendo que, desde su punto de vista, el embajador norteamericano… bueno, era un buen blanco. Pero yo… ni siquiera soy cónsul de verdad, y los ingleses no tienen nada que ver con esta lucha, padre.
El sacerdote murmuró un lugar común con aire distraído:
—Dicen que un hombre debió morir para salvar a la Humanidad.
—Eso es lo que decían los crucificadores, pero no los cristianos.
El sacerdote lo miró desde abajo:
—Sí, tiene usted razón —dijo—. He hablado sin pensar. Usted conoce el Testamento.
—No lo leo desde que era niño. Pero ese tipo de cosas se quedan grabadas en la mente. Como Struwelpeter.
—¿Struwelpeter?
—Le cortaron los pulgares.
—Nunca he oído hablar de él. ¿Es un mártir inglés?
—No, es un personaje de un cuento infantil, padre.
—¿Tiene usted hijos? —preguntó el sacerdote de repente.
—No. Pero ya le he dicho que dentro de unos pocos meses tendré uno. Ya patalea fuerte.
—Sí, recuerdo que me lo dijo. No se preocupe —agregó—. Pronto volverá a su casa.
Lo dijo como si la frase estuviera entre signos de interrogación y esperara que el prisionero lo tranquilizara, añadiendo: «Sí, claro, no tengo la menor duda». Pero Charley Fortnum no se prestó al juego.
—¿Por qué este ataúd, padre? Me parece bastante morboso.
—La tierra está demasiado húmeda para dormir sobre ella, aun con una manta. No queremos que coja reuma. —Vaya, son ustedes muy amables, padre.
—No somos bárbaros. Aquí, en el barrio, hay un hombre que hace ataúdes. Le compramos uno. Era más seguro que comprar una cama. Verá, en este barrio hay más demanda de ataúdes que de camas. Nadie hace preguntas sobre un ataúd.
—Además, supongo que pensó que después le vendría bien para el cadáver…
—Juro que no pensamos en eso. Pedir una cama habría sido peligroso.
—Oh, bueno, creo que tomaré otro whisky. Tómese uno conmigo, padre.
—No puedo. Es que… estoy de guardia. Tengo que vigilarlo.
El hombre sonrió tímidamente.
—No debe de ser muy difícil dominarlo a usted. Ni siquiera para un viejo como yo.
—Siempre hay dos de nosotros de guardia —dijo el sacerdote—. Ahora Miguel está fuera con su metralleta. Son órdenes del Tigre y hay otro motivo, además. Un hombre puede ser convencido por su prisionero. O sobornado… Todos somos seres humanos. Ésta no es la clase de vida que ninguno de nosotros habríamos elegido.
—¿El indio no habla español?
—No, y eso ayuda…
—¿Me permite que estire un poco las piernas?
—Claro que sí.
Charley Fortnum fue hacia la puerta y comprobó la verdad de lo que el sacerdote había dicho. El indio estaba acurrucado junto a la puerta con el arma en sus rodillas. Sonrió a Fortnum confidencialmente, como si ambos compartieran un chiste secreto. Movió casi imperceptiblemente la posición de su arma.
—¿Usted habla guaraní, padre?
—Sí. En otra época predicaba en guaraní.
Pocos minutos antes había existido un momento de simpatía, de acercamiento, aun de amistad entre ellos. Pero ese momento había pasado. Cuando termina la confesión, tanto el sacerdote como el penitente se quedan a solas. Y fingen no reconocerse si se cruzan en la iglesia. Ahora el penitente parecía ser ese hombre de pie junto al ataúd que miraba su reloj. Charley Fortnum pensó: «Está calculando cuántas horas me quedan».
—Cambie de idea: tómese un whisky conmigo, padre.
—No. Gracias. Quizás otro día, cuando haya acabado todo esto. Llega tarde —agregó—. He debido irme hace rato. —¿Quién llega?
El sacerdote respondió con irritación:
—Ya le he dicho que la gente como nosotros no tiene apellido.
«Guiso», se dijo Fortnum. Eso significaba que sólo le darían una cuchara.
—Queda un poco de whisky —dijo—. ¿No quiere tomar una copa conmigo?
—Ninguno de nosotros puede beber alcohol —contestó Aquino.
—Sólo un trago… para hacerme compañía.
—Bueno, sólo una gota. Me comeré una de las cebollas que Marta ha traído para guisar. Me quitará el olor de la boca. No quiero decepcionar a León. Para él es muy natural privarse de todo. Pero nosotros no somos curas, gracias a Dios. Eh, eso es demasiado… —protestó.
—¿Demasiado? Pero si le he puesto la mitad de lo que yo tomo. ¡Salud!
—Salud.
Fortnum advirtió que Aquino seguía con la mano derecha metida en el bolsillo.
—¿Qué es usted, Aquino?
—No entiendo…
—¿Es usted obrero?
—Soy un delincuente —dijo Aquino con orgullo—. Todos nosotros somos delincuentes.
—¿Y ésa es su única ocupación?
Fortnum levantó el vaso y Aquino lo imitó.
—Pero debió de empezar de otra manera… —siguió Fortnum.
—Oh, fui al colegio como todo el mundo. Era un colegio de curas. Buenos hombres. El colegio tampoco era malo. León estudiaba allí. Quería ser abogado. Yo quería ser escritor, pero también los escritores tienen que vivir, así que me metí en el negocio del tabaco. Gané dinero vendiendo cigarrillos norteamericanos por la calle. Cigarrillos de contrabando, de Panamá. El dinero no venía mal… Quiero decir que pude compartir un cuarto con otros tres; y nos alcanzaba para comprar chipás. Uno engorda con el chipá. Son mejores que la mandioca.
Anochecía. En la otra habitación habían encendido una vela. Habían dejado la puerta abierta y Charley Fortnum podía ver al indio sentado cerca de la puerta, acunando su metralleta. Se preguntó cuándo le llegaría el turno de dormir. El hombre llamado León se había ido hacía mucho rato. En el cuarto había un negro que no conocía. «Si tuviera un cuchillo —se dijo—, quizá podría hacer un agujero y escapar».
El hombre al que llamaban Aquino apareció con una vela en la mano izquierda. Fortnum se dijo que siempre tenía la derecha escondida en el pantalón. Quizá tuviera un revólver, o un cuchillo. Sus pensamientos volvieron a la idea desesperada de abrir un agujero en el barro de la pared. En una situación imposible hay que intentar lo imposible.
—¿Dónde está el padre? —preguntó.
—Tiene cosas que hacer en la ciudad, señor Fortnum.
Siempre lo trataban con gran cortesía, como para tranquilizarlo. «No hay nada personal en este asunto. Una vez que todo acabe, podemos vernos como amigos». ¿O era la cortesía habitual que, según se dice, muestra el guardia de una prisión hacia el asesino más brutal antes de su ejecución? La gente tiene por la muerte el mismo temor reverencial que siente hacia un extranjero importante, por indeseable que sea, que visita la ciudad.
—Qué hambre tengo —dijo Fortnum—. Podría comerme una vaca.
No era cierto, pero quizá fueran lo bastante insensatos como para darle un cuchillo con la comida. Tenía la impresión de estar en manos de aficionados, no de profesionales.
—Pronto vendrá la comida, señor Fortnum —dijo Aquino—. Tenga un poco de paciencia. Esperamos a Marta. Nos ha prometido un guiso. No es muy buena cocinera, pero si usted hubiera estado en la cárcel, como yo…
—Tengo una finca en las afueras de la ciudad —dijo Charley Fortnum—. Podría tomar un nuevo capataz. Usted es un hombre culto, aprendería en seguida el trabajo.
—Oh, ahora tengo otro trabajo —dijo Aquino con orgullo—. Se lo he dicho… soy un delincuente. También soy poeta. —¿Poeta?
—En el colegio León me ayudaba… Decía que yo tenía talento. Pero una vez mandé un artículo al diario de Asunción; criticaba a los yanquis. En nuestro país el general prohíbe publicar cosas contra los yanquis. A partir de entonces, en el periódico ni siquiera querían leer los artículos que les mandaba. Pensaban que diría algo entre líneas y los metería en líos. Creían que era un hombre político. De manera que… ¿qué otra cosa podía hacer? Me hice político. Y entonces me metieron en la cárcel. Siempre pasa lo mismo cuando uno no es colorado, miembro del partido del general.
—¿Lo pasó mal en la cárcel?
—Bastante mal —dijo Aquino.
Se sacó la mano derecha del bolsillo y se la mostró a Charley Fortnum.
—Por esto empecé a escribir poesía. Lleva mucho tiempo aprender a escribir con la mano izquierda. Y después se escribe muy lentamente. Odio las cosas lentas. Prefiero ser un ratón y no una tortuga, aunque la tortuga vive mucho más.
Después del segundo trago de whisky se le había soltado la lengua.
—Admiro al águila, que cae sobre su víctima como una roca desde el cielo, pero no al buitre que baja muy despacio para tener tiempo de ver si la carroña se mueve. Por eso elegí la poesía. La prosa es muy lenta, la poesía cae de repente y golpea antes de que uno se dé cuenta. Desde luego, en la cárcel no me daban lápiz ni papel, pero no necesitaba escribir mis versos. Me los aprendía de memoria.
¿Eran buenos los versos? —preguntó Charley Fortnum—. Aunque yo no soy un entendido.
—Creo que algunos eran buenos —dijo Aquino.
Terminó su whisky y agregó:
—León decía que algunos eran buenos. Me habló de un hombre llamado Villon. Era un delincuente, como yo.
—Nunca he oído hablar de él —dijo Charley Fortnum.
—El primer poema que escribí en la cárcel —siguió Aquino— era sobre la primera cárcel donde estuve… la cárcel que todos conocemos. ¿Sabe qué dijo Trotsky cuando le mostraron su nueva casa, en México? La habían hecho a prueba de asesinos… o al menos así lo creían. Trotsky dijo: «Me recuerda la primera cárcel donde estuve. Las puertas hacen el mismo ruido». Mi poema tenía un estribillo: «Sólo veo a mi padre a través de barrotes». ¿Comprende? Es una alusión a los corralitos donde ponen a los niños en las casas burguesas. En mi poema, el padre seguía a su hijo a lo largo de su vida entera: era el maestro, el sacerdote, el oficial de policía, el guardia de la prisión, por fin el general Stroessner. Vi al general una vez, cuando hizo una gira por el interior. Fue a la comisaría donde yo estaba preso y lo vi a través de los barrotes.
—Mi mujer va a tener un hijo —dijo Charley Fortnum—. Me gustaría ver a ese hijo de puta, aunque fuera por poco tiempo. Pero no a través de barrotes. Me gustaría vivir lo bastante para saber si será varón o mujer.
—¿Cuándo nacerá?
—Creo que dentro de cinco meses. No estoy seguro. No entiendo mucho de esas cosas.
—No se preocupe. Volverá a su casa mucho antes, señor.
—No volveré si ustedes me matan —contestó Charley esperando recibir la habitual respuesta tranquilizadora por falsa que pudiera parecer.
No se sorprendió cuando no recibió tal respuesta. Estaba empezando a vivir en la zona de la verdad.
—He escrito muchos poemas sobre la muerte —dijo Aquino alegremente y lleno de satisfacción, mientras miraba la luz de la vela a través de la última gota de whisky—. El que me gusta más tiene un estribillo que dice: «La muerte no es más que una mala hierba, no necesita la lluvia». León no está de acuerdo… dice que parece el verso de un campesino. En una época yo quería ser campesino. A León le gusta más otro poema que dice: «No importa cuál sea el crimen: todos reciben lo mismo». Y hay otro que me gusta mucho a mí; no sé bien qué quise decir, pero suena muy bien cuando uno lo recita como debe: «Cuando la muerte está en los labios, el hombre vivo habla».
—Parece que ha escrito usted muchos versos sobre la muerte.
—Sí. Creo que la mitad de mis poemas son sobre la muerte —dijo Aquino—. Es uno de los dos temas más importantes: el amor y la muerte…
—No quiero morir antes de que nazca mi hijo.
—Le deseo la mejor suerte del mundo, señor Fortnum.
Pero ninguno de nosotros tiene el destino en sus manos. Quizá mañana me mate un automóvil, o la fiebre… Una bala es una de las muertes más rápidas y honrosas.
—Me imagino que así es como me matarán ustedes.
—Sí… ¿De qué otra manera? No somos hombres crueles, señor Fortnum. No le cortaremos los dedos.
—Sin embargo, se puede vivir con menos dedos. Usted ha descubierto que no son tan importantes, ¿no es cierto?
—Oh, entiendo que se tenga miedo al dolor… Sé en qué puede convertir el dolor a un hombre… en qué me convirtió a mí. Pero no entiendo por qué tiene usted tanto miedo a la muerte. La muerte llega siempre. Y después queda toda la eternidad, si los curas tienen razón. Y si no la tienen, no hay nada que temer.
—¿Usted creía en ese «después» cuando lo torturaban?
—No —admitió Aquino—. Pero tampoco pensaba en la muerte. Sólo existía el dolor.
—Hay una frase… Más vale pájaro en mano que cien volando. No sé nada de ese «después». Lo único que sé es que quisiera vivir diez años más, en mi casa de campo, viendo crecer al hijo de puta…
—Pero señor Fortnum, piense en lo que podría ocurrir durante esos diez años. Su hijo podría morir… Los niños mueren tan fácilmente aquí. Su mujer podría engañarlo, un cáncer podría torturarlo a usted… Una bala es algo simple y rápido.
—¿Está seguro?
—Creo que un poco más de whisky no me vendría mal —dijo Aquino.
—Yo también tengo sed. Hay una frase que decimos nosotros: «A un inglés siempre le faltan dos whiskies para estar a la par».
Sirvió el whisky cuidadosamente: apenas quedaba un cuarto de botella y Fortnum pensó con tristeza en su casa, en la mesa con las bebidas en la galería, en la segunda botella siempre al alcance de la mano…
—¿Usted es casado? —preguntó.
—Bueno, no exactamente.
—Yo me casé dos veces. La primera vez no duró. La segunda vez… No sé por qué, me sentía diferente. ¿Quiere ver una fotografía de ella?
Buscó una fotografía en su cartera, una instantánea en colores. Clara estaba sentada al volante de La Niña de sus ojos, mirando con una expresión de temor, como si la cámara hubiera podido dispararse como un revólver.
—Bonita chica —comentó Aquino cortésmente.
—Ella no sabe conducir. Y la foto salió demasiado azul.
Se nota por el color de los aguacates. No fue uno de los mejores trabajos de Gruber.
Miró la instantánea con expresión nostálgica.
—Además está desenfocada, y no le hace mucha justicia a ella, pero yo había tomado un whisky de más y creo que la mano me temblaba un poco.
Sus ojos se desviaron con ansiedad hacia la botella medio vacía.
—Sin embargo, no hay nada mejor para afirmar el pulso. ¿Qué le parece si terminamos la botella?
—Muy poco para mí —dijo Aquino.
—Cada hombre tiene su medida exacta. Nunca critico a nadie por no compartir la mía. La medida está como metida en el sistema de cada uno… Es algo como un ascensor en una casa de pisos.
Estaba observando a Aquino cuidadosamente. Era evidente que las medidas de ambos eran diferentes.
—Me han gustado sus versos sobre la muerte —dijo.
—¿Cuál le ha gustado más?
—Mi memoria es tan mala… ¿Qué harán con el cadáver?
—¿Qué cadáver?
—El mío.
—Señor Fortnum, para qué hablar de temas desagradables. Yo escribo sobre la muerte, pero sólo como una gran abstracción. No escribo sobre la muerte de los amigos.
—En Londres ni siquiera saben quién soy… ¿Qué puede importarles de mí? No pertenezco a ningún club elegante. —«La muerte no es más que una mala hierba: no necesita la lluvia». ¿Ése es el poema que le gusta más?
—Sí, es ése. Ahora lo recuerdo. De todos modos, aunque no sea más que una maleza, hay que morir con cierta dignidad. Supongo que estará de acuerdo… Salud.
—Salud, señor Fortnum.
—Llámeme Charley, Aquino.
—Salud, Charley.
—No me gustaría que me encontraran sucio, sin afeitar.
—Si quiere, puedo traerle un poco de agua.
—¿Y una navaja?
—No.
—Siquiera una Gillette. No puedo hacer nada malo con una Gillette.
Sin duda lo importante era la medida: ahora todo le parecía posible. Por ejemplo, con un par de tijeras… primero habría que humedecer el barro cocido de la pared.
—¿Y unas tijeras para recortarme el pelo?
—Tendré que pedir permiso a León.
Algo que fuera puntiagudo… Fortnum pensó qué podía ser. Ahora que había bebido la medida exacta, sentía la cabeza bien despejada y pensaba que tenía alguna posibilidad de escapar.
—Quiero escribir a Clara… a mi mujer. La muchacha de la foto. Usted puede quedarse con la carta hasta que todo haya terminado y esté a salvo. Pero quiero que sepa que pensé en ella al final. Si me consigue un lápiz, bien afilado… —agregó imprudentemente, echando una mirada a la pared y preguntándose si después de todo no sería demasiado optimista.
Había un sitio en la pared que parecía débil: podía ver briznas de paja mezcladas con el barro.
—Tengo un bolígrafo, pero será mejor que le pida permiso a León, Charley.
—¿Pero qué hay de malo en ello, Aquino? Yo mismo podría pedírselo a su amigo, pero usted sabe cómo son las cosas… Los curas no me gustan mucho.
—Tendrá que darnos todo lo que escriba. Y nosotros tendremos que leerlo.
—Desde luego. ¿Abrimos la otra botella?
—Supongo que no tratará de emborracharme… Yo puedo beber como una esponja.
—No, no. Es que todavía no he tomado mi medida exacta. Para mí, es uno más de la mitad. Y usted sólo ha tomado la mitad de mi medida.
—Puede pasar mucho tiempo antes de que podamos comprarle más whisky…
—Que el mañana se ocupe del mañana… Suena un poco como la Biblia. Yo también me estoy inspirando. Es por el whisky. ¿Sabe una cosa? No estoy acostumbrado a escribir cartas. Es la primera vez que me separo de Clara… desde que estamos juntos de verdad.
—Necesitará papel, Charley.
—Sí, no había pensado en eso.
Aquino le llevó cinco hojas de papel.
—Las he contado. Tiene que devolverme todas las hojas, escritas o no.
—Y tráigame un poco de agua para lavarme. No quiero ensuciar el papel con los dedos.
Aquino obedeció, aunque esta vez protestó un poco.
—Esto no es un hotel, Charley —dijo, depositando la palangana y salpicando el suelo de tierra.
—Si lo fuera, pondría el cartel de «No molesten» en la puerta. Llévese un poco de whisky, Aquino.
—No. Ya he bebido demasiado.
—Hágame un favor, cierre la puerta. No puedo soportar a ese indio mirándome fijamente.
Cuando se quedó a solas, Charley Fortnum eligió el punto de la pared que le parecía débil, lo frotó con agua y empezó a rascar con el bolígrafo. Al cabo de un cuarto de hora había un hilo de tierra en el suelo y se vía una minúscula incisión en la pared.
De no haber sido por el whisky, Fortnum habría desesperado. Borró la huella del suelo, lavó el bolígrafo y empezó a escribir la carta. Tenía que justificar el tiempo transcurrido. «Mi querida Clarita», empezó y después vaciló un largo rato. Para sus informes oficiales utilizaba una máquina de escribir que siempre parecía encontrar la frase burocrática exacta: «En respuesta a su carta del 20 de agosto», «Acuso recibo de su carta del 22 de diciembre». «Cómo te extraño», escribió. Era lo único importante que podía escribir: cualquier otra cosa sólo sería una repetición o una paráfrasis. «Parece que ha pasado un montón de años desde que salí de casa. Esa mañana te dolía la cabeza. ¿Estás mejor ahora? Por favor, no tomes demasiadas aspirinas. Te harán daño al estómago y también pueden hacer daño al niño. Haz que pongan una lona sobre La Niña de mis ojos, si llueve».
Pensó que no entregarían la carta hasta que él estuviera muerto o de nuevo en su casa. De pronto tuvo la sensación de una inmensa distancia entre la choza de barro y su casa de campo, entre el ataúd y el jeep que esperaba bajo los árboles y Clara acostada hasta tarde en la cama matrimonial y la bandeja con las bebidas en la galería. Los ojos se le llenaron de lágrimas y recordó las amonestaciones de su padre: «Pórtate como un hombre, Charley. No seas cobarde. Lloras con demasiada frecuencia. No puedo soportar a la gente que siente lástima de sí misma. Debería darte vergüenza. Vergüenza, vergüenza». La palabra sonaba como el fin de toda esperanza. A veces, pero no muy a menudo, se defendía: «No lloro por mí. Esta mañana he aplastado un lagarto contra el postigo de la ventana. No quería hacerlo, quería dejarlo salir… Lloro por el lagarto, no por mí». Ahora tampoco lloraba por sí mismo. Lloraba por Clara y un poco por La Niña de sus ojos, ambos solos e indefensos. Por sí mismo sólo sentía un poco de miedo y un poco de incomodidad. La soledad, lo sabía por experiencia, era peor que cualquier otra cosa.
Dejó la carta, bebió otro trago de whisky y empezó a agujerear de nuevo la pared con el bolígrafo. La pared absorbía el agua y muy pronto volvía a estar seca como un hueso. Media hora después se rindió. Había hecho un agujero ancho como la cueva de un ratón, pero con muy pocos milímetros de profundidad. Reanudó la carta y escribió con ímpetu: «Te aseguro que van a saber quién es Charley Fortnum. No soy el pobre infeliz que ellos creen. Soy tu marido y te quiero demasiado para que estos hijos de puta nos separen. Voy a pensar algo y yo mismo te entregaré esta carta y nos reiremos juntos y nos tomaremos una botella de ese buen champán francés que reservábamos para alguna ocasión especial. Creo que el champán no le hará daño al niño». Dejó de escribir y apartó la carta, porque una idea empezaba a insinuarse en su cerebro. Se enjugó el sudor de la frente y por un momento tuvo la impresión de que se enjugaba también el whisky y de que la cabeza se le aclaraba.
—Aquino —llamó—. ¡Aquino! Aquino apareció con aire reticente.
—Basta de whisky —dijo.
—Quiero ir al baño, Aquino.
—Le diré a Miguel que lo acompañe.
—No, por favor, Aquino… No puedo cagar como las personas con ese indio allí sentado y apuntándome con su metralleta. Se muere de ganas de usarla, Aquino.
—Miguel no tiene malas intenciones. Es que está loco por el arma… Es la primera que tiene.
—De todos modos, me asusta. ¿Por qué no coge usted el arma y me acompaña, Aquino? Sé que usted no dispararía a menos que fuera necesario.
—Miguel no permitirá que nadie use su metralleta.
—Entonces cagaré aquí mismo.
—Bueno, voy a hablarle —dijo Aquino.
A casi todos los hombres le resulta muy difícil matar a sangre fría a alguien que es casi un amigo: el plan de Charley Fortnum era muy simple.
Cuando Aquino volvió, traía la metralleta.
—Está bien —dijo—. Vamos. Sé que sólo puedo usar la izquierda, pero recuerde que con una de éstas no se necesita ser un campeón de tiro. Una bala siempre dará en el blanco.
—Hasta la bala de un poeta —dijo Charley Fortnum, forzando una sonrisa—. Me gustaría tener una copia de ese poema. Para conservarlo como recuerdo.
—¿Qué poema?
—Usted sabe cuál. Ése sobre la muerte.
Cruzaron la otra habitación. El indio no lo miró: seguía con los ojos su metralleta, ansioso como si algo muy querido hubiera sido puesto en manos indignas de confianza.
Charley habló sin parar durante el camino hacia la cabina entre los árboles. El reloj se le había parado mientras estaba inconsciente y no tenía idea de la hora, pero pudo ver que las sombras eran muy largas. Bajo los árboles cargados de frutas, ya era de noche.
—Todavía no he terminado la carta —dijo—. Es una carta muy difícil…
Cuando llegó hasta la puerta de la cabina, se volvió y sonrió. Si Aquino le devolvía la sonrisa, era una buena señal. Pero Aquino no sonrió. Quizá sólo estuviera preocupado. O componiendo un poema sobre la muerte. O quizás había bebido más de la medida exacta.
Charley Fortnum esperó en la cabina un tiempo razonable, tratando de acumular coraje. Después salió rápidamente y corrió hacia la derecha para interponer la cabina entre él y Aquino. Eran sólo unos pocos metros, y la oscuridad lo esperaba bajo los árboles. Oyó una breve ráfaga de disparos, un grito, otro grito de respuesta. No sintió nada.
—No dispare, Aquino —aulló.
Se oyó una segunda ráfaga y cayó en el borde mismo de la sombra.