Plarr volvió en su coche a la ciudad. Se repitió que era necesario hacer algo en seguida por Charley, pero no sabía qué. Si no se metía en el asunto, quizá todo podía arreglarse de la manera habitual: los embajadores de Estados Unidos y de Inglaterra ejercerían las presiones diplomáticas necesarias, una madrugada Charley Fortnum aparecería liberado en una iglesia y volvería a su hogar —¿su hogar?—, y diez prisioneros saldrían de la cárcel en el Paraguay. Hasta era posible que su padre estuviera entre ellos. ¿Qué podía hacer sino dejar que todo el asunto se arreglara por sí solo? Ya había mentido al coronel Pérez, estaba implicado.
Desde luego, para tranquilizar su conciencia podía suplicar a León Rivas que dejara en libertad a Charley Fortnum, «en nombre de nuestra vieja amistad». Pero León obedecía órdenes; y en todo caso, Plarr no tenía la menor idea de dónde encontrarlo. En el barrio de los pobres todos los caminos fangosos se parecían, los árboles eran todos iguales, como las chabolas de barro o de lata y los niños de vientres hinchados que acarreaban cubos de agua o de keroseno. Lo mirarían con sus ojos ya enfermos de tracoma y no contestarían una sola palabra a sus preguntas. Le llevaría horas, quizá días encontrar la casa donde habían ocultado a Charley Fortnum. Y si la encontraba, ¿qué ganaría? Procuró convencerse, sin éxito, de que ni León ni Aquino eran asesinos; pero eran instrumentos: quedaba el Tigre, fuera quien fuese.
Había oído hablar por primera vez del Tigre una noche, en su sala de espera, al pasar frente a León y Aquino, sentados el uno junto al otro. Eran sólo dos extraños entre los demás pacientes y ni siquiera se había vuelto a mirarlos. Todos los que esperaban eran responsabilidad de su secretaria.
Su secretaria era una muchacha muy bonita llamada Ana. Era tremendamente eficaz y su padre era un funcionario muy influyente en el Ministerio de Bienestar Social. A veces Plarr se preguntaba por qué no había intentado nunca hacer el amor con ella. Quizá fuera a causa del uniforme blanco y almidonado, que la chica había adoptado por voluntad propia: sin duda crujiría si alguien intentaba tocarla; y hasta era posible que le hubiera conectado un timbre de alarma. O tal vez era la importancia de su padre, o la religiosidad de la muchacha, verdadera o fingida; siempre llevaba una cruz de oro colgada del cuello y una vez, al pasar por la plaza frente a la catedral, Plarr la había visto salir con su familia al terminar la misa del domingo, con un misal encuadernado en pergamino blanco. Parecía un regalo de Primera Comunión, y recordaba los confites de almendra que se distribuyen en esas ocasiones.
La tarde en que León y Aquino fueron a verlo, Plarr había atendido a todos los demás pacientes cuando llegó el turno de los dos extraños. No los recordaba porque siempre había caras nuevas que reclamaban su atención. Paciencia y pacientes eran términos muy vinculados. Su secretaria se le acercó con un crujido del uniforme y puso una hoja de papel en el escritorio.
—Quieren verlo juntos —dijo.
Plarr volvió a poner en la biblioteca un libro que había consultado frente a un paciente (por algún motivo, los pacientes siempre se sentían más seguros si podían ver una fotografía en colores, y ése era un aspecto de la psicología humana que los editores norteamericanos conocían muy bien). Cuando se volvió, los dos hombres estaban sentados frente a su escritorio. El más bajo, que tenía las orejas salientes, preguntó:
—Eres Eduardo, ¿no es cierto?
—¡Y tú eres León! —exclamó Plarr—. ¡León Rivas!
Se abrazaron con cierta timidez.
—¿Cuántos años hace? —preguntó Plarr—. No he tenido noticias tuyas desde que me mandaste la tarjeta de tu ordenación. Lamenté mucho no poder ir a la ceremonia; era peligroso para mí.
—De todos modos eso se acabó.
—¿Por qué? ¿Has colgado los hábitos?
—Me he casado. Y al arzobispo eso no le gusta.
Plarr vaciló.
—Tengo mucha suerte. Es una mujer estupenda —dijo León Rivas.
—Felicidades. Pero ¿encontraste a alguien en Paraguay que consagrara tu matrimonio?
—Hicimos nuestros votos mutuos. Tú sabes que un sacerdote no es más que un testigo del matrimonio. Y en un caso de emergencia… El nuestro era un caso de emergencia. —Había olvidado que las cosas podían ser tan fáciles.
—Oh, te aseguro que no son tan fáciles. Hay que pensarlo mucho. Esta clase de matrimonio es más indisoluble que los celebrados en una iglesia. ¿No reconoces a mi amigo?
—No… No creo que… No.
Plarr trató de imaginar sin la barba rala esa cara que tenía ante sí para recobrar la de algún compañero de estudios en Asunción.
—Es Aquino.
—¿Aquino? ¡Claro, si es Aquino!
Otro abrazo; era como una ceremonia militar: un beso en la mejilla y una condecoración concedida por un pasado muerto en una tierra devastada.
—¿Qué haces ahora? —preguntó Plarr—. Querías ser escritor, ¿no es cierto? ¿Lo eres ya?
—No quedan escritores en el Paraguay.
—Vi tu nombre en un paquete, en la tienda de Gruber —dijo León.
—Sí, me lo dijo; pero pensé que podíais ser agentes de allá.
—¿Por qué? ¿Te vigilan?
—No lo creo.
—Nosotros venimos de allá.
—¿Habéis tenido problemas?
—Aquino ha estado preso —dijo León.
—¿Y te dejaron salir?
—Las autoridades no me invitaron precisamente a salir.
—Dijo Aquino.
—Tuvimos suerte —explicó León—. Lo trasladaban de una comisaría a otra y hubo un tiroteo, pero el único que resultó muerto fue el policía que habíamos sobornado. Lo mataron los otros policías, en medio de la confusión. Le habíamos pagado sólo la mitad por adelantado, de modo que Aquino nos salió barato.
—¿Vais a quedaros aquí?
—No venimos a quedarnos. Venimos para hacer un trabajo. Después regresaremos.
—Así que no venís a consultarme como pacientes…
—No, no somos pacientes.
Plarr tenía clara conciencia de los riesgos de una frontera. Se levantó y abrió la puerta. La secretaria estaba de pie frente al fichero. Intercalaba tarjetas aquí y allá. Su cruz se mecía siguiendo sus movimientos como el incensario de un sacerdote. Plarr cerró la puerta.
—Sabes que la política no me interesa, León. Sólo me importa la medicina. No soy como mi padre.
—¿Y por qué estás aquí, y no en Buenos Aires?
—No me iba muy bien en Buenos Aires.
—Pensamos que te gustaría saber qué pasó con tu padre.
—¿Lo sabéis?
—Creo que pronto podré saberlo.
—Será mejor que os incluya en mi fichero —dijo Plarr—. Pondré que tienes la presión baja, León, y una posibilidad de anemia… Y tú, Aquino… quizá la vesícula. Te pediré una radiografía. Mi secretaria supondrá que haré mi diagnóstico, ¿entendéis?
—Creemos que tu padre puede estar vivo —dijo León—. Por eso pensamos que tú…
La secretaria llamó a la puerta y entró.
—He terminado con las tarjetas —dijo—. Si ya no me necesita…
—¿Le espera su novio?
—Hoy es sábado —dijo ella, como si eso explicara todo.
—Ya lo sé.
—Tengo que confesarme.
—Ah, desde luego —dijo Plarr—. Discúlpeme, Ana. Lo había olvidado. Puede irse, desde luego.
El hecho de que aquella chica no lo atrajera irritaba a Plarr, y por eso no perdía ocasión de mortificarla.
—Rece por mí —dijo.
Ella ignoró el tono burlón.
—Cuando termine, deje esas tarjetas en su escritorio, doctor.
Cuando salió, su uniforme crepitó como un insecto.
—No creo que su confesión le lleve demasiado tiempo —dijo Plarr.
—Los que no tienen nada que confesar son los que más tardan —dijo León Rivas—. Quieren agradar al sacerdote y darle algo que hacer. Un asesino sólo tiene una cosa en su mente y se olvida de todo lo demás, quizá de cosas peores… Con ellos se va muy rápido.
—Sigues hablando como un cura, León. ¿Por qué te casaste?
—Me casé cuando perdí la fe. Un hombre debe tener algo que proteger.
—No puedo imaginarte sin fe.
—Me refiero a mi fe en la Iglesia. O en lo que han hecho de la Iglesia. Desde luego, sé que algún día las cosas mejorarán. Pero yo me ordené cuando Juan era Papa. No tengo paciencia para esperar a otro Juan.
—Ibas a ser abogado, antes de ordenarte sacerdote. ¿Qué eres ahora?
—Un delincuente —dijo León.
—Te lo pregunto en serio.
—Y te contesto en serio. Por eso he venido a verte. Necesitamos tu ayuda.
—¿Para asaltar un banco? —preguntó Plarr.
No podía tomar en serio a León cuando le miraba esas orejas salientes que le hacían recordar tantas cosas.
—Para asaltar una Embajada, en cierto modo…
—Pero yo no soy un delincuente, León. Salvo por uno o dos abortos —agregó deliberadamente para comprobar si los ojos sacerdotales pestañeaban: pero lo miraron con indiferencia.
—En una sociedad corrompida —dijo León Rivas— los delincuentes son los hombres honrados.
Dijo la frase con demasiada soltura. Probablemente era una cita conocida. Plarr recordó que primero había sido la obsesión por los libros de Derecho que León estudiaba (una vez le había explicado el significado del término forense «agravio»). Después habían aparecido los libros de Teología (León era capaz de justificar la Trinidad mediante una especie de altas matemáticas). Sin duda, ahora habría otras obsesiones en su nueva vida. La cita quizá fuera de Marx.
—El nuevo embajador norteamericano quiere visitar las provincias del norte en noviembre. Tú tienes contactos aquí, Eduardo. Lo único que necesitamos son los detalles exactos de su programa.
—No quiero ser cómplice de un asesinato, León.
—No habrá ningún asesinato. Un asesinato no nos serviría de nada. Aquino, cuéntale cómo te trataron.
—Fue muy simple —dijo Aquino—. Un método muy anticuado. Nada eléctrico. Como los conquistadores, se las arreglaron con un cuchillo.
Plarr escuchó con una sensación de náusea. Había presenciado muchas muertes desagradables que lo habían perturbado menos. En aquellos casos siempre había algo que hacer, algún medio de dar ayuda, por pequeña que fuese. Sintió náuseas al oír ese relato en tiempo pretérito, así como años antes, cuando era estudiante, se había sentido mal al presenciar la disección de un cadáver en una clase. Cuando se trataba de un cuerpo vivo, siempre surgían la curiosidad y la esperanza.
—¿Y no hablaste?
—¡Claro que hablé! —dijo Aquino—. Ya lo tienen todo fichado. La sección contrarrevolucionaria de la CIA quedó muy contenta conmigo. Había dos de sus agentes. Me regalaron tres paquetes de Lucky Strike. U no por cada tipo que traicioné.
—Muéstrale la mano, Aquino —dijo León.
Aquino puso la mano sobre el escritorio como un paciente en una consulta. Le faltaban tres dedos: sin ellos, la mano parecía algo recogido con una red en aguas infestadas de anguilas.
—Por eso empecé a escribir poesía. El verso es menos cansado que la prosa cuando sólo se tiene la mano izquierda. Me aprendía mis versos de memoria. Cada tres meses podía recibir una visita (era otra de las recompensas que recibí) y le recitaba los versos que había compuesto.
—Eran buenos versos —dijo León—, tratándose de un principiante. Una especie de purgatorio en villancicos.
—¿Cuántos sois? —preguntó Plarr.
—Sin contar al Tigre, que ya estaba en la Argentina, cruzamos la frontera doce de nosotros. —¿Quién es el Tigre?
—El que da las órdenes. Lo llamamos así, pero con cariño. Le gustan las camisas a rayas. —El plan parece insensato, León.
—Se ha hecho en otras ocasiones.
—¿Por qué secuestrar al embajador de los Estados Unidos aquí, en lugar del que tienen en Asunción?
—Ése era el primer plan. Pero el general toma grandes precauciones. Aquí, tú lo sabes bien, ya no tienen tanto miedo a las guerrillas después del fracaso de Salta.
—De todos modos, estás en un país extraño.
—Sudamérica es nuestro país, Eduardo. No el Paraguay ni la Argentina. Recuerda lo que dijo el Che: «El continente entero es mi país». ¿Qué eres tú? ¿Inglés o sudamericano?
Plarr recordó la pregunta, pero aún no pudo contestarla, mientras atravesaba la ciudad en su coche y pasaba frente al edificio blanco de la prisión, de estilo gótico, que siempre le recordaba un pastel de bodas. Se dijo a sí mismo que León Rivas era un sacerdote, no un asesino. ¿Y Aquino? Aquino era un poeta. Le habría sido más fácil tranquilizarse en cuanto al destino de Charley Fortnum si no lo hubiese visto inconsciente, acostado sobre un cajón. Un cajón de forma tan extraña que parecía un ataúd.