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Plarr no volvió del barrio popular hasta casi las tres de la madrugada. Para evitar las patrullas de policía, Diego tomó por otro camino y lo dejó cerca de la casa de la señora Sánchez: en caso necesario, eso le daba una excusa para estar en la calle de madrugada. Hubo un momento difícil cuando subió las escaleras y se abrió una puerta en el piso inferior al suyo y una voz preguntó: «¿Quién anda ahí?».

—Soy yo, Plarr. ¿Por qué nacerán los niños a estas horas infernales?

Se acostó, pero no pudo dormir. Sin embargo, a la mañana siguiente desarrolló más actividad que de costumbre y después fue hasta la casa de campo de Charley Fortnum. No podía adivinar con qué se encontraría; estaba cansado, nervioso e irritado ante la idea de encontrarse con una mujer histérica. Mientras permanecía acostado, sin dormir, había pensado en la posibilidad de contarlo todo a la policía; pero eso habría significado condenar a una muerte casi segura a León y a Aquino, y quizá también a Fortnum.

Cuando llegó al campo era un mediodía lleno de calor y de sol; a la sombra de los árboles, junto a La Niña de sus ojos, había un jeep de la policía. Entró en la casa sin llamar y encontró al jefe de policía hablando con Clara. No era la mujer histérica que había imaginado, sino una muchacha sentada rígidamente en el sofá, como recibiendo órdenes de un superior.

—… todo lo que podamos hacer… —estaba diciendo el coronel Pérez.

—¿Qué hace aquí, coronel? —preguntó Plarr.

—He venido a ver a la señora Fortnum. ¿Y usted?

—Tengo que hablar de unos asuntos con el cónsul.

—El cónsul no está —dijo el coronel.

Clara no lo saludó. Parecía estar esperando, pasivamente, como solía esperar en el patio del prostíbulo que algún hombre se la llevara, ya que la señora Sánchez les tenía prohibido tomar la iniciativa.

—Tampoco está en la ciudad —dijo el doctor Plarr.

—¿Ha estado en su oficina?

—No. Lo he llamado por teléfono.

Se arrepintió de inmediato de sus palabras, porque el coronel Pérez no era tonto. Nunca había que dar información espontánea a un policía. Plarr había observado más de una vez la eficacia y frialdad con que trabajaba Pérez. En una ocasión habían encontrado a un hombre apuñalado sobre una balsa de troncos que había flotado dos mil kilómetros por el Paraná. Como el doctor Benevento estaba ausente, llevaron a Plarr a un recodo del río, cerca del aeropuerto, donde los troncos esperaban para ser transbordados. Al final de un camino fangoso, donde las víboras susurraban entre la maleza, llegó a un pequeño muelle: el llamado puerto maderero.

En la balsa había vivido una familia durante una semana. Plarr, tropezando sobre los troncos tras el coronel Pérez, admiró la facilidad con que el policía mantenía el equilibrio. Él se sentía cada vez que a punto de caer los troncos se hundían bajo sus pies y se alzaban de nuevo. «Debe de ser como estar de pie sobre un caballo que corre en torno a la pista de un circo», pensó.

—¿Ha hablado usted con la sirvienta? —preguntó el coronel Pérez.

Plarr volvió a reprocharse sus imprudentes mentiras. Era el médico de Clara. Podía haber dicho que era una visita de rutina a una mujer encinta… Una mentira dicha a un policía parecía multiplicarse como los bacilos.

—No. Nadie ha contestado.

El coronel Pérez consideró esa respuesta con un largo silencio. Plarr recordó con qué rapidez y facilidad Pérez caminaba sobre los troncos de la balsa, como si hubieran sido un firme pavimento urbano. Los troncos cubrían la mitad del ancho del río. Un grupo de gente, empequeñecido por la distancia, permanecía en el centro mismo de esta vasta selva horizontal. Pérez y él debían saltar de tronco en tronco para llegar hasta ellos. Cada vez que saltaba, Plarr temía caer en la separación entre los troncos, aunque en general había menos de un metro. Al hundirse los troncos bajo su peso se le habían llenado de agua los zapatos.

—Se lo advierto —dijo Pérez—, la cosa no va a ser agradable. La familia ha viajado en la balsa durante semanas con el cadáver. Hubiera sido mucho mejor tirarlo al agua. Nadie se habría enterado.

—¿Por qué no lo hicieron? —preguntó Plarr con los brazos extendidos, como si estuviese caminando sobre una cuerda floja.

—El asesino quería que le dieran cristiana sepultura.

—¿Entonces ha admitido que lo mató?

—Oh, me lo ha dicho a mí. Usted sabe… ésa gente es como yo.

Cuando llegaron al grupo —dos hombres, una mujer y un niño, más dos oficiales de policía—, Plarr advirtió que la policía no se había tomado el trabajo siquiera de quitarle el puñal al asesino. Éste estaba sentado junto al cadáver, como si su misión fuera vigilarlo. Tenía una expresión de tristeza, más que de culpa.

—He venido a comunicar a la señora que han encontrado el automóvil de su marido en el Paraná, no lejos de Posadas. No hay rastro de ningún cadáver, de modo que esperamos que haya salido con vida.

—¿Un accidente? Usted sabe que… a la señora no le importará que se lo diga… Fortnum bebe demasiado.

—Sí. Pero hay otras posibilidades —dijo el coronel Pérez.

Plarr habría encontrado más fácil representar su papel ante el coronel o ante Clara si hubiera estado a solas con cualquiera de ellos. Al hablar temía que alguno de los dos percibiera algo falso en su tono.

—¿Qué cree usted que habrá ocurrido? —preguntó.

—Cualquier incidente que ocurra cerca de la frontera puede tener carácter político. Siempre hay que recordar esto. ¿Se acuerda usted del médico que raptaron en Posadas?

—Claro que sí. Pero ¿por qué Fortnum? No tiene nada que ver con la política.

—Es cónsul.

—Sólo es cónsul honorario.

Ni el jefe de policía parecía entender la diferencia.

—Si tenemos noticias se las haremos llegar de inmediato, señora —dijo el coronel Pérez a Clara—. Me gustaría preguntar algo, doctor —agregó, poniendo una mano en el brazo de Plarr.

El coronel llevó a Plarr hacia la galería, donde un carrito de servir, con los vasos de Long John y el whisky, parecía resaltar aún más la notable ausencia de Charley Fortnum (sin duda los habría invitado a tomar «una gota» antes de que se fueran), y después hasta la sombra densa de los árboles. Cogió uno de los aguacates caídos al suelo, comprobó si estaba maduro con ojos de experto, y lo puso en el asiento trasero del coche de policía, procurando que no le diera el sol.

—Qué maravilla —dijo—. Me gustan en puré con un poco de whisky.

—¿Qué quería preguntarme? —dijo Plarr.

—Hay algo que me preocupa un poco.

—No creerá que han secuestrado a Fortnum…

—Es una de las posibilidades. Hasta se me ha ocurrido que pudo ser víctima de un error estúpido. Había ido con el embajador de los Estados Unidos a las ruinas. Desde luego, el embajador es un blanco mucho más codiciable. Si es así, esos hombres deben de ser extranjeros, probablemente paraguayos. Ni usted ni yo cometeríamos semejante error, doctor. Digo «usted» porque lo considero uno de nosotros. Desde luego, también existe la posibilidad de que usted esté indirectamente implicado.

—No soy aficionado a los secuestros, coronel.

—Pensaba en su padre. Usted me dijo una vez que podía estar preso o muerto en el Paraguay. Eso le daría un motivo… Discúlpeme si pienso en voz alta, doctor, pero siempre me siento un poco perdido cuando me encuentro frente a un crimen político. En la política, el crimen suele ser cosa de caballeros. Y estoy más habituado a los crímenes cometidos por criminales… o al menos por hombres pobres y violentos, por dinero o por lujuria.

—O por machismo —dijo el doctor, aventurándose a bromear.

—Oh, aquí todo es machismo —dijo Pérez, sonriendo anlte la observación de Plarr de manera tan amistosa que lo hizo sentirse mucho más seguro—. Aquí el machismo no significa más que la vida cotidiana. O el aire que respiramos. Cuando no hay machismo hay un hombre muerto. ¿Vuelve a la ciudad, doctor?

—No. Ya que estoy aquí, aprovecharé para examinar a la señora de Fortnum. Está embarazada.

—Sí, me lo ha dicho.

El jefe de policía tenía la mano apoyada en la puerta del coche, pero en el último momento se volvió y dijo en voz baja, como para compartir una confidencia:

—Doctor, ¿por qué me ha dicho que había llamado a la oficina del cónsul y que no le habían respondido? He puesto allí a un hombre por si alguien llamaba.

—Usted sabe cómo funcionan los teléfonos en esta ciudad.

—Cuando un teléfono está descompuesto, suele oírse la señal de ocupado, y no la llamada.

—No siempre, coronel. O quizá era la señal de ocupado. No he prestado demasiada atención.

—Y sin embargo, ha recorrido todo este camino hasta el campo…

—De todos modos, tenía que hacer una visita a la señora de Fortnum. ¿Por qué iba a mentirle?

—Debo calcular todas las posibilidades, doctor. Hasta puede tratarse de un crimen pasional.

—¿Un crimen pasional? —dijo el doctor, sonriendo—. Soy inglés.

—Sí, es poco probable. Y en el caso de la señora Fortnum no creo que un hombre como usted, con todas sus posibilidades, tuviera que llegar al extremo de… Sin embargo, he visto crímenes pasionales hasta en prostíbulos.

—Charley Fortnum es amigo mío.

—Oh, un amigo… En estos casos se suele traicionar a los amigos, ¿no es cierto? —dijo el coronel, poniendo una mano sobre el hombro de Plarr—. Discúlpeme, doctor. Lo conozco demasiado como para permitirme sospechar de usted cuando me encuentro perdido. Y ahora lo estoy. He oído que sus relaciones con la señora Fortnum son muy íntimas. Pero estoy de acuerdo… no creo que exijan la eliminación de su marido. Sin embargo, sigo preguntándole por qué ha mentido.

Subió al automóvil. La pistolera crujió cuando se acomodó en el asiento. Se volvió para comprobar si el aguacate no estaba en un sitio desde el cual podía saltar y magullarse.

—He hablado sin pensar, coronel —dijo Plarr—; eso es todo. Mentir a la policía es casi un reflejo automático. Yo no me imaginaba que usted supiera tanto sobre mí.

—Ésta es una ciudad pequeña —dijo el coronel Pérez—. Cuando uno se acuesta con una mujer casada, hay que dar por sentado que todo el mundo lo sabe.

Plarr contemplo alejarse el de coche policía y volvió de mala gana a la casa. «El secreto —pensó— es parte de la atracción de una aventura amorosa. Una aventura públicamente conocida siempre tiene algo de absurdo».

Clara seguía sentada exactamente donde la habían dejado. «Es la primera vez que podemos estar juntos sin prisas: no tiene que volver para que la recojan en el Consulado, no hay temor de que Charley vuelva de improviso de la plantación».

—¿Habrá muerto? —preguntó ella.

—No creo.

—No sé si sería mejor para todos que estuviera muerto.

—No para Charley.

—Sí, también para Charley. Tenía tanto miedo de la vejez…

—De todos modos, no creo que tuviera ganas de morirse ahora mismo.

—El niño pataleaba fuerte esta mañana.

—¿Sí?

—¿Quieres que vayamos al dormitorio?

—Claro.

Plarr esperó a que ella se levantara y lo precediera. Nunca se besaban en la boca (eso formaba parte del adiestramiento del prostíbulo), y la siguió sintiendo que su interés resucitaba lentamente: «En una relación amorosa, una mujer interesa en la medida en que es alguien diferente de uno mismo —pensó—. Pero la mujer va adaptándose poco a poco al hombre, adquiere sus hábitos, sus ideas, hasta determinadas maneras de hablar… Se convierte en parte de uno mismo. Y entonces ¿qué interés queda? Uno no puede desearse a sí mismo, no puede vivir en contacto permanente consigo mismo. Todos necesitamos una presencia extraña en la cama. Una prostituta siempre es una extraña. Los hombres han garabateado tanto en su cuerpo que nadie puede distinguir en él su propia firma».

Después, cuando permanecieron inmóviles, la cabeza de Clara apoyada sobre el hombro de él, en la actitud de un amor apacible, ella inició una frase y Plarr supuso que sería una pregunta oída con demasiada frecuencia:

—Eduardo, ¿es cierto? ¿Tú crees que…?

—No —dijo él con firmeza.

Pensó que Clara exigía la misma respuesta a una pregunta trivial que su madre le había arrancado incesantemente cuando se separaron de su padre, la respuesta que tarde o temprano le había exigido cada una de sus amantes: «¿Es cierto que me quieres, Eduardo?». Una ventaja del prostíbulo es que en él la palabra amor se emplea muy raramente.

—No —repitió.

—Pero ¿cómo puedes estar tan seguro? —preguntó ella—. No sé por qué crees que está vivo, si hasta la policía piensa que ha muerto.

Plarr comprendió su error y el alivio lo hizo besarla muy cerca de la boca.

Oyeron las noticias en la radio mientras almorzaban. Era la primera vez que comían juntos y los dos se sentían incómodos. El hecho de comer el uno junto al otro le parecía al doctor Plarr mucho más íntimo que el acto sexual. La sirvienta les servía y desaparecía después de cada plato en el desorden interno de esa casa descuidada: Plarr nunca había penetrado en esas regiones. Primero comieron una tortilla, después un bistec excelente (mucho mejor que el goulash del Club Italiano o la dura carne del Nacional). Tomaron una botella del vino chileno de Charley, que tenía mucho más cuerpo que el vino de Mendoza. Era extraño comer tan bien y con tanta formalidad en compañía de una de las chichas de la señora Sánchez, era como una perspectiva abierta a otra clase de vida muy diferente, una vida hogareña tan extraña para el uno como para la otra. Plarr se sentía como si se hubiera adentrado en bote por uno de los afluentes pequeños del Paraná y se encontrara de repente en un gran delta como el del Amazonas, sin el menor sentido de orientación. Sintió una insólita ternura hacia Clara, que había hecho posible ese extraño viaje. Los dos elegían con cuidado sus palabras: era la primera vez que debían pensar antes de hablar. Tenían un tema de conversación: la desaparición de Charley Fortnum.

Plarr empezó a hablar de Fortnum como si realmente hubiera muerto: le pareció más seguro, pues de lo contrario Clara podía preguntarse en qué se basaba para creerlo vivo. Sólo cuando Clara habló del futuro cambió de táctica, para eludir un tema dudoso. Charley podía estar vivo, le aseguró. Navegar en ese yermo amazónico, por aguas profundas y entre bancos, resultaba muy difícil…

—Es posible que pudiera salir del coche. Y como estaría exhausto, la corriente pudo arrastrarlo un largo trecho… Quizás esté lejos de cualquier pueblo.

—Pero ¿por qué se llevó el coche? Era el Cadillac nuevo —agregó Clara con pesar—. Iba a venderlo en Buenos Aires la semana próxima.

—Tal vez tuviera algo que hacer en Posadas. Era un hombre que muy bien podía…

—No, no. No iba a Posadas. Volvía para verme a mí. No quería ir a esas ruinas. Ni siquiera quería ir a la cena del gobernador. Estaba preocupado por mí y por el niño.

—¿Por qué? No había el menor motivo. Tú eres una muchacha fuerte, Clara.

—A veces le decía que me encontraba mal para que te llamara y me vinieras a ver. Así era más fácil…

—Qué puta eres —exclamó Plarr con placer.

—Y se llevó mis mejores gafas de sol… aquellas que me regalaste. Ahora ya nunca más las volveré a ver. Eran las que me gustaban más. Tan elegantes… Y eran de Mar del Plata.

—Mañana te compraré otras en la tienda de Gruber.

—Era el único par que tenían.

—Pueden encargar otro.

—Ya me las había pedido una vez. Y estuvo a punto de romperlas.

—Debían de quedarle bastante mal —dijo Plarr.

—A él no le importa nunca el aspecto que tiene. Y veía muy mal cuando estaba borracho.

Los tiempos verbales, el presente, el pretérito, oscilaban como la aguja de un barómetro que se moviera irregularmente entre el buen tiempo y el tiempo inestable.

—¿Él te amaba, Clara?

Era un problema que nunca le había preocupado. Como marido de Clara, Charley Fortnum no significaba para él más que un ligero inconveniente cuando sentía la urgente necesidad de estar con ella. Pero Charley Fortnum drogado, tendido sobre un cajón en una sucia habitación, adquiría el aspecto de un serio rival.

—Siempre fue bueno conmigo.

Después del helado de aguacate, Plarr sintió que se le despertaba de nuevo el deseo. No tenía que visitar a sus pacientes hasta el anochecer, y podía dormir una siesta en la casa sin aguzar el oído por si llegaba el jeep de Fortnum. Después del clímax de la mañana, podía prolongar su placer durante la tarde entera. Desde aquella primera ocasión, en el apartamento de Plarr, ella nunca había intentado representar la comedia de la pasión y su indiferencia se iba convirtiendo en un desafío. A veces, cuando estaba solo, Plarr imaginaba el momento en que la sorprendería en un verdadero grito de placer.

—¿Alguna vez te dijo Charley por qué se casó contigo? —preguntó.

—Ya te lo expliqué. Para dejarle a alguien su dinero, cuando muera. Y ahora está muerto.

—Quién sabe…

—¿Quieres más helado? Puedo llamar a María. Hay un timbre. Pero siempre lo toca Charley.

—¿Por qué?

—No estoy acostumbrada a los timbres. Todos esos aparatos eléctricos… me dan miedo.

A Plarr le divertía verla sentada muy erguida, a la cabecera de la mesa, como una dama ante sus invitados. Pensó en su madre, en los antiguos días de la estancia, cuando la institutriz lo llevaba al comedor para el postre; también su madre solía servir helado de aguacate. Había sido mucho más hermosa que Clara: no había punto de comparación entre ellas; pero Plarr recordaba cuánto trabajo se tomaba para estar bella, en aquellos tiempos: los botes de cremas se acumulaban sobre el tocador, que se extendía de pared a pared. Plarr se preguntó si ya en aquellos días su padre no habría estado relegado a un segundo plano, después de Guerlain y Elizabeth Arden.

—¿Cómo se portaba Charley en la cama?

Clara no se tomó la molestia de responder.

—La radio —dijo—. Deberíamos escucharla. Puede haber noticias.

—¿Noticias?

—Noticias de Charley. ¿De quién, si no? ¿Se puede saber en qué estás pensando?

—Pensaba en la tarde que podemos pasar juntos.

—Charley puede volver.

—No volverá —dijo Plarr, pillado por sorpresa.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que ha muerto?

—No estoy seguro. Pero si estuviera vivo, lo primero que haría sería buscar un teléfono. No creo que Charley quiera alarmarte… ahora que esperas un hijo.

—De todos modos, oigamos la radio.

Plarr sintonizó Asunción y luego encontró una emisora local. No daban noticias. Sólo una triste canción guaraní con acompañamiento de arpa.

—¿Te gusta el champán? —dijo Clara.

—Sí.

—Charley tiene unas botellas. Se las dieron a cambio de otras de Long John. Es un champán francés…

La música se detuvo. Una voz anunció la emisora y el boletín de noticias. Charley Fortnum ocupaba el primer lugar. Habían secuestrado a un cónsul británico (el locutor suprimió el humillante adjetivo calificativo). No mencionaron al embajador de los Estados Unidos. León se las habría ingeniado para comunicarse con sus contactos. La omisión confería cierta importancia a Charley. Lo hacía parecer muy «secuestrable». Según dijo el locutor, las autoridades creían que los secuestradores eran paraguayos. Se pensaba que el cónsul estaba al otro lado de la frontera y que los secuestradores pedirían el rescate a través del Gobierno argentino para no dar pistas. Circulaba la versión de que exigían la liberación de diez prisioneros políticos en el Paraguay. Cualquier acción policial en el Paraguay o la Argentina pondría en peligro la vida del cónsul. Debían poner a disposición de los prisioneros liberados un avión para dirigirse a La Habana o a México. A continuación dieron a conocer con detalle las condiciones habituales. El anuncio había sido hecho una hora antes, mediante una llamada telefónica a La Nación de Buenos Aires. El locutor agregó que era imposible que el cónsul estuviera en la capital, pues habían encontrado su automóvil cerca de Posadas, a más de mil kilómetros de Buenos Aires.

—No entiendo —dijo Clara.

—Cállate y escucha —dijo Plarr.

El locutor siguió explicando que los secuestradores habían elegido un momento muy oportuno, ya que el general Stroessner estaba en esos momentos pasando unas vacaciones no oficiales en el sur de la Argentina. Informado del secuestro, el general había dicho: «No es asunto mío. He venido aquí a pescar». Los secuestradores daban al Gobierno paraguayo un plazo hasta el domingo siguiente para ceder a sus exigencias y anunciarlo mediante un comunicado radiofónico. Expirado el plazo, se verían obligados a ejecutar al prisionero.

—¿Por qué la habrán tomado con Charley?

—Debe de haber sido un error. No hay otra explicación.

No te preocupes. Dentro de pocos días lo tendrás de nuevo en casa. Dile a la sirvienta que no quieres ver a nadie… Dentro de poco, esto se llenará de periodistas.

—¿Te quedas conmigo?

—Sí, me quedaré un rato.

—Yo no tengo ganas de hacer el amor.

—Me lo imagino. No te preocupes.

Avanzaron por el largo corredor decorado con los grabados deportivos y Plarr se detuvo para mirar una vez más el arroyo sombreado por los sauces en aquella pequeña isla del norte donde había nacido su padre. Los generales no iban a pescar con sus coroneles a arroyos como ése… Siguió pensando en la tierra de su padre hasta llegar al dormitorio.

—¿Nunca has pensado en volver a Tucumán? —preguntó.

—No, nunca. ¿Por qué me lo preguntas?

Clara se había acostado en la cama sin quitarse el vestido. La habitación tenía aire acondicionado y estaba fresco como una gruta marina.

—¿Qué hace tu padre?

—Es cortador de caña de azúcar… Pero se está haciendo viejo.

—¿Y cuando no es la época de la cosecha?

—Viven del dinero que les mando. Si me muriera, no tendrían qué comer. Pero yo no voy a morirme, ¿no es cierto?, ¿por el niño?

—No, no te vas a morir. ¿No tienes hermanos o hermanas?

—Tenía un hermano, pero se fue… nadie sabe adónde. Plarr se sentó en el borde de la cama. Clara lo rozó con la mano pero la retiró de inmediato. Quizá temió que él tomara el gesto por una ternura fingida y se molestara.

—Una mañana salió a cortar caña a las cuatro de la madrugada y no volvió nunca más. Tal vez haya muerto. O quizá se fue, sencillamente…

Plarr recordó la desaparición de su padre. Allí vivían en un continente, no en una isla. Ésa era una tierra muy vasta, con difusas fronteras hechas por montañas, ríos, selvas y pantanos… Un infinito que se extendía desde Panamá hasta la Tierra del Fuego.

—¿Nunca os escribió tu hermano?

—No sabía leer ni escribir.

—Pero tú sabes.

—Un poco. La señora Sánchez me enseñó. Le gustaba que sus chicas fueran instruidas. Y Charley también me ha enseñado un poco.

—¿No tienes ninguna hermana?

—Sí. Parió a un hijo en el campo, lo estranguló y después se murió.

Plarr nunca le había preguntado por su familia hasta ese momento. Y si ahora lo hacía, quizá sólo era para tratar de descubrir qué se ocultaba detrás de su obsesión. ¿Había en Clara algo que la diferenciaba de las demás muchachas que trabajaban en la casa de la señora Sánchez? Si descubría la índole de esa diferencia, tal vez su obsesión desaparecería como un trauma al final de un psicoanálisis. Y Plarr quería estrangular su obsesión como la hermana de Clara había estrangulado a su hijo.

—Estoy cansado —dijo—. Déjame echarme un rato a tu lado. Necesito dormir. Me acosté a las tres de la madrugada. —¿Qué estuviste haciendo?

—Atendiendo a un paciente. Despiértame al anochecer.

El zumbido del acondicionador de aire, junto a la ventana, parecía uno de los ruidos naturales del verano. Mientras dormía, Plarr creyó oír una vez el sonido de una campana: la pesada campana de barco que colgaba de una cuerda en uno de los aleros de la galería. También se dio cuenta de que Clara se levantaba y salía del cuarto. Oyó voces distantes y el motor le un coche que arrancaba; después Clara volvió y se acostó de nuevo junto a él. Entonces se durmió de nuevo. Soñó como no había soñado en años con la estancia del Paraguay. Estaba acostado en su cama de niño, en el primer piso, y oía ruido de llaves y cerrojos: era su padre, que aseguraba la casa. Lo sabía, pero tenía miedo. Quizá su padre había encerrado dentro de la casa a alguien que debería estar fuera.

Plarr abrió los ojos. El borde elevado de la cama se convirtió en el cuerpo de Clara junto al suyo. Estaba oscuro. No podía ver nada. Extendió la mano, la tocó y sintió moverse a la criatura. Le pasó la mano por la cara. Ella tenía los ojos abiertos.

—¿Estás despierta? —preguntó. Clara no contestó.

—¿Pasa algo malo?

—No quiero que Charley vuelva, pero tampoco quiero que se muera —dijo ella.

Plarr quedó perplejo ante esa manifestación emocional.

Había permanecido impávida mientras escuchaba al coronel Pérez, y cuando éste había dejado la casa sólo había hablado del Cadillac y las gafas de sol.

—Era bueno conmigo —siguió Clara—. Es un hombre bueno. No quiero que le hagan daño. Lo único que quiero es que no vuelva aquí.

Plarr empezó a consolarla acariciándola con la mano, como habría tranquilizado a un perro asustado; suavemente, sin querer, los dos se acercaron. Plarr no sentía deseo y cuando ella gimió y se puso tensa, él no tuvo ninguna sensación de triunfo.

«¿Por qué deseaba que esto ocurriera? —pensó Plarr—. ¿Por qué creí que sería una victoria?». El juego ya casi no tenía sentido, ahora que sabía cuáles eran las tácticas para ganar. Las tácticas eran ternura, comprensión, tranquilidad, la falsificación del amor. Y Plarr había sido arrastrado hacia Clara por su indiferencia, incluso por su hostilidad.

—Quédate conmigo esta noche —dijo Clara.

—Es imposible. La sirvienta se enteraría. No puedes confiar en que no se lo contará a Charley. —Puedo dejar a Charley.

—Es demasiado pronto para pensar en esto. Primero tenemos que salvarlo… aunque no sé cómo. —Claro, pero después…

—Hace un momento estabas muy preocupada por él.

—Por él no, por mí. Cuando Charley está aquí no podemos hablar de nada… sólo del bebé. Quiere olvidarse de que existe la señora Sánchez; por eso nunca puedo ver a mis amigas, porque todas trabajan allá. ¿De qué le sirvo? Ni siquiera quiere acostarse conmigo, porque tiene miedo de que lastimemos al niño. ¿Qué podemos hacerle? A veces me siento tentada de decirle: «No es hijo tuyo, de todos modos, así que deja de preocuparte».

—¿Estás segura de que no es de él?

—Sí. Bien segura. Si Charley supiera de ti, tal vez me dejaría ir.

—¿Quiénes eran esos tipos que han venido a la casa hace un rato?

—Dos periodistas.

—¿Has hablado con ellos?

—Querían que hiciera una llamada a los secuestradores…

Que intercediera por Charley. No sabía qué decirles. Conozco a uno de ellos… A veces iba conmigo cuando yo estaba en casa de la señora Sánchez. Creo que le dio rabia lo del niño. El coronel Pérez debió de contárselo. Me ha dicho que lo del niño era toda una novedad. Él siempre pensó que me gustaba más que los demás. Por eso creo que su machismo quedó herido. Esos tipos siempre se lo creen cuando una finge. Les halaga el orgullo. Quería mostrar a su amigo, el fotógrafo, que había algo especial entre nosotros, pero no hay nada, nada. Yo estaba furiosa y me he echado a llorar. Y me han tomado una fotografía. Él me ha dicho: «Muy bien, ha salido fenomenal. Justo lo que necesitábamos. La afligida esposa y futura madre». Después se han ido.

No era fácil interpretar sus lágrimas. ¿Eran por Charley, por ella misma, o eran lágrimas de rabia?

—Qué rara eres, Clara —dijo Plarr.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho de malo?

—Estabas simulando de nuevo, ¿no es cierto?

—¿Qué? ¿Simulando?

—Cuando hemos hecho el amor.

—Sí —dijo ella—. Claro que estaba simulando. Siempre trato de hacer lo que te gusta. Sí, como en casa de la señora Sánchez. ¿Por qué no? También tú tienes tu machismo.

Plarr casi la creyó. Quería creerla. Si decía la verdad, todavía había algo que descubrir y el juego no había terminado.

—¿Dónde vas? —preguntó ella.

—He perdido mucho tiempo aquí, Clara. Quizá pueda hacer algo por Charley.

—¿Y yo? ¿Qué puedo hacer yo? .

—Lo mejor que puedes hacer es darte un baño. La sirvienta puede sentirte olor a cama…