La carrera profesional del doctor Plarr prosperaba. Nunca lamentó haber dejado la violenta competencia de la capital, donde había demasiados médicos con títulos obtenidos en Alemania, Francia e Inglaterra. Por otro lado, había tomado cariño a la pequeña ciudad junto al Paraná. La leyenda local decía que quienes la visitaban una vez volvían siempre, y en el caso de Plarr había resultado cierta. Una fugaz imagen del puerto, con su trasfondo de casas coloniales, contemplado durante una hora en una noche oscura, había bastado para hacerlo regresar. Ni siquiera el clima le disgustaba: el calor era menos húmedo que el de la tierra de su niñez, y cuando al fin irrumpía el verano con un enorme estallido de truenos, le gustaba mirar desde la ventana de su apartamento los relámpagos sinuosos que se clavaban en las costas del Chaco. Una vez al mes invitaba a cenar al doctor Humphries y a veces compartía una comida con Charley Fortnum, que se presentaba o bien sobrio, lacónico y triste, o bien borracho, conversador y, como él mismo gustaba llamarse, «exultante». En una ocasión fue a la finca de Charley Fortnum, pero como no era buen juez en materia de hierba mate y encontró muy desagradable el lento movimiento de La Niña de mis ojos, que iba a tumbos hectárea tras hectárea, rechazó la invitación siguiente. Prefería una noche en el Nacional, con Charley hablando de modo poco convincente de una chica a la que había conocido.
Cada tres meses Plarr iba a Buenos Aires y pasaba un fin de semana con su madre, cada vez más corpulenta debido a su dieta de pasteles de crema y alfajores con dulce de leche. Le era imposible recordar los rasgos de la hermosa mujer de treinta años que se había despedido de su padre en el puerto y que había llorado sin cesar por su perdido amor durante el viaje de tres días a Buenos Aires. Como no tenía ninguna fotografía de su madre en aquella época, ahora la imaginaba siempre como la mujer en que se había convertido, con sus gordas mejillas, su enorme papada y un vientre que, delineado por la seda negra, sugería la gravidez.
En los estantes de la biblioteca de Plarr, cada año se agregaba un volumen de la obra de Jorge Julio Saavedra. De todas sus novelas, Plarr prefería quizá la historia de la muchacha salteña con una sola pierna. Después de aquella primera visita, se había acostado varias veces con Teresa en la casa de la señora Sánchez, y le divertía comprobar cuánto se apartaba la ficción de la realidad. Era casi una lección de crítica literaria.
Plarr no tenía amigos íntimos, aunque mantenía buenas relaciones con dos antiguas amantes a quienes había conocido como pacientes; también estaba en buenos términos con el último gobernador, y le gustaba visitar su gran plantación de hierba mate, en el este: volaban en el avión privado del gobernador, aterrizaban entre macizos de flores y llegaban justo a tiempo para un excelente almuerzo. Era huésped ocasional en la fábrica de naranjada Bergman, cerca de la ciudad, y a veces iba a pescar a un afluente del Paraná con el director del aeropuerto.
Dos veces hubo conatos de revolución en Buenos Aires que motivaron grandes titulares en El Litoral; pero en ambas ocasiones, cuando llamó a su madre descubrió que ella no sabía nada de los disturbios: no leía los periódicos y jamás escuchaba la radio. Y Harrods y su salón de té preferido permanecían abiertos, a pesar de los problemas. Una vez su madre le dijo que en el Paraguay se había hartado para siempre de la política. «Tu padre no hablaba más que de eso. Y había unos individuos horribles que solían venir a casa, a veces en mitad de la noche y vestidos con harapos. Y ya sabes qué ocurrió con tu padre». La última frase era bastante extraña, ya que ninguno de los dos sabía si su padre había muerto en la guerra civil o de alguna enfermedad, o si era un preso político bajo la dictadura del general. Nunca habían identificado su cuerpo entre los cadáveres que de cuando en cuando llegaban a la orilla argentina del río, con las manos y los pies atados con alambre; pero podía haber sido uno de los esqueletos que habían sido arrojados desde aviones a los escombros del Chaco y habían permanecido allí durante años sin ser descubiertos.
Casi tres años después de conocer a Charley Fortnum, Plarr habló de él con sir Henry Belfrage, el embajador británico, sucesor del hombre que había ocasionado tantas molestias al cónsul honorario con su informe sobre la hierba mate. Había sido durante una de las periódicas recepciones ofrecidas en la Embajada para la colonia británica: Plarr, que estaba en esos momentos en la capital visitando a su madre, fue con ella. Apenas si conocía de vista a los asistentes, y a lo sumo había intercambiado con ellos un saludo desde lejos. Estaban Buller, gerente del Banco de Londres y Sudamérica; Fisher, secretario de la Asociación de Cultura Inglesa, y un viejo caballero llamado Forage que se pasaba la vida en el club de Hurlingham. Desde luego, también estaba el representante del British Council (por algún motivo freudiano Plarr siempre olvidaba su nombre), un hombre menudo, pálido y asustado, con la cabeza completamente calva, que llegó a la reunión acompañado de un poeta visitante. El poeta tenía la voz muy aguda y el aire de sentirse muy fuera de lugar bajo las arañas de cristal. «¿Cuándo podremos irnos de aquí?», se le oyó chillar. Y poco después: «El whisky tiene demasiada agua». Era la única voz del salón que se destacaba por encima del ruido continuo y sordo, como el del motor de un avión. Uno hubiese esperado que esa voz exclamara algo más a propósito, como por ejemplo: «Abróchense los cinturones de seguridad».
Plarr pensó que Belfrage sólo estaba interesado en seguir una conversación cortés cuando los dos se encontraron solos, entre un sofá con patas doradas y una silla Luis XV. Estaban lo bastante lejos del alboroto en torno al buffet como para poder oírse mutuamente. Plarr podía ver a su madre apretujada entre el gentío y gesticulando ante un sacerdote con un canapé en la mano. A ella le gustaba la compañía de los sacerdotes, de manera que Plarr no sintió ninguna responsabilidad.
—Supongo que conocerá usted a nuestro cónsul, allá —dijo sir Henry Belfrage.
Siempre se refería a la provincia del norte con un «allá», como queriendo destacar la longitud del Paraná, que descendía tan lentamente desde aquellas fronteras distantes de la civilización platense.
—¿Quién, Charley Fortnum? Oh, sí, lo veo de cuando en cuando. Pero hace varios meses que no hablo con él. He estado muy ocupado. Demasiados enfermos.
—Usted sabe… en un puesto como éste… uno siempre hereda unas cuantas dificultades. Entre nosotros dos, el cónsul allá es una de ellas.
—¿De veras? —dijo Plarr con cautela—. Yo pensaba…
No tenía idea de cómo terminaría la frase, si el embajador se lo pedía.
—No tiene nada que hacer allá. Quiero decir, oficialmente… De cuando en cuando le pido que haga un informe sobre algo… para salvar las apariencias. No quiero que piense que lo hemos olvidado. Una vez resultó útil a uno de mis predecesores. Un muchacho alocado se metió en líos con los guerrilleros y trató de hacerse el Castro contra el general en el Paraguay. Por lo que he visto, a partir de entonces hemos pagado la mitad de la factura de teléfono del cónsul y todos sus gastos de oficina.
—¿No los ayudó una vez también con unos miembros de la nobleza que visitaron las ruinas?
—Sí, algo de eso hubo —dijo sir Henry Belfrage—. Si no recuerdo mal, eran unos nobles de muy poca monta. Desde luego, no debería decirlo, pero la nobleza siempre causa muchos problemas. Una vez tuvimos que mandar un pony de polo… usted no se imagina las complicaciones que eso supuso. Y para colmo fue en la época del embargo de la carne.
Meditó un rato y continuó:
—Al menos, Fortnum podría hacer un esfuerzo para ponerse en buenas relaciones con la colonia inglesa, allá.
—Que yo sepa, sólo somos tres ingleses en un radio de ochenta kilómetros. Los tipos que poseen campos muy pocas veces van a la ciudad.
—Entonces, no debería ser difícil para él. ¿Conoce usted a ese tipo llamado Jeffries?
—¿Quiere decir Humphries? Si se refiere usted al episodio de la bandera colgada al revés… ¿Usted sabe cuál es la posición correcta?
—No, pero gracias a Dios tengo tipos que lo saben. No, no me refería a eso. Eso ocurrió en la época de Callow. Ahora el problema es que Fortnum parece haber hecho un matrimonio muy poco apropiado… según ese tipo Humphries. Ojalá dejara de escribirnos. ¿Quién es ella?
—No sabía nada de la boda de Fortnum. Es un poco viejo para casarse. ¿Con quién se ha casado?
—Humphries no lo dijo. En realidad, se mostró muy ambiguo. Parece que Fortnum lo mantuvo en gran secreto. Desde luego, no me tomo la cosa en serio. Oficialmente no me incumbe. Fortnum no es más que cónsul honorario. No tenemos por qué investigar a su mujer. Sólo pensaba… si usted hubiese oído algo… En cierto modo, es más difícil librarse de un cónsul honorario que de un hombre de carrera. No podemos trasladarlo. Y ese término, «honorario»… Si lo piensa bien, es puro cuento. Fortnum importa un coche nuevo cada dos años y lo vende. No tiene derecho a hacerlo… no pertenece a la carrera… pero me imagino que les habrá tomado el pelo a las autoridades locales, allá. No me sorprendería que gane más que mi cónsul aquí. El pobre Martin tiene que pasar por el aro. Su salario no le permite comprarse coches nuevos. Tampoco el mío. En cambio, el embajador de Panamá. Dios santo, mi pobre esposa no puede sacarse de encima a ese poeta. ¿Cómo se llama?
—No lo sé.
—Sólo quería decirle…, su nombre es Plarr, ¿no es cierto?
Como usted vive allá Nunca he llegado a conocer a ese tipo, Humphries… Oh, qué podemos hacer, nos los mandan a carretadas.
—¿A Humphries?
—No, a los poetas. Si es que son poetas. El British Council dice siempre que lo son, pero nunca he oído hablar de ninguno de ellos. Cuando vuelva allá, Plarr, haga lo que pueda. Usted es una persona en quien puedo confiar para que diga lo que hay que decir… Ningún escándalo, si me entiende usted bien. Ese Humphries es capaz de escribir a Londres. Al Ministerio. Después de todo, ¿a nosotros qué nos importa con quién se case Fortnum? Si usted pudiera decir a Humphries con mucho tacto que no se meta en lo que no le importa y deje de molestarnos… Por suerte, está cada vez más viejo. Me refiero a Fortnum. Lo retiraremos en la primera oportunidad que se nos presente. Oh, Dios mío, mire a mi pobre mujer. No puede librarse del poeta.
—Si quiere iré a rescatarla.
—¿Me haría ese favor, amigo? Yo no me atrevo. Esos poetas son muy quisquillosos. Siempre confundo sus nombres. Y son como Humphries… en seguida se quejan a Londres, al Arts Council. No olvidaré este favor, Plarr. Cualquier cosa que necesite… allá…
Cuando volvió al norte, el doctor se encontró con más trabajo del acostumbrado. No tenía tiempo que perder con Humphries, el viejo embrollón, y no le interesaba en absoluto saber si el matrimonio de Charley Fortnum era afortunado o no. Una vez, cuando una observación oída al pasar le recordó su conversación con el embajador, se preguntó si Charley se habría casado con su sirvienta, esa vieja parecida a una lechuza que le había abierto la puerta cuando fue al Consulado por primera vez. Ese matrimonio no parecía improbable. Los viejos, como los sacerdotes disidentes, suelen casarse con sus amas de llaves, a veces por un sentido de falsa economía, a veces por miedo a una muerte solitaria. Para el doctor Plarr, que apenas había cumplido los treinta, la muerte se presentaba en forma de un accidente de coche o un cáncer imprevisto. Pero para un viejo, la muerte era el final inevitable de una larga enfermedad incurable. Quizás el alcoholismo de Charley Fortnum fuera un síntoma de su miedo.
Una tarde, mientras Plarr dormía la siesta, sonó el timbre de su apartamento. Abrió la puerta y vio a la vieja con cara de halcón acechando la carroña. Plarr estuvo a punto de arriesgarse y llamarla «señora de Fortnum».
La suposición habría demostrado ser errónea. La mujer dijo que el señor Fortnum la había llamado desde el campo. Su mujer estaba enferma. Quería que el doctor Plarr fuera a verla.
—¿No le ha dicho qué tenía?
—Le duele el estómago —contestó la mujer con desdén.
Evidentemente, no aprobaba el casamiento más que Humphries.
Plarr esperó el fresco del anochecer para ir al campo de Fortnum. A la luz moribunda, las pequeñas lagunas a los lados de la carretera parecían de plomo fundido. La Niña de mis ojos estaba al final de un camino fangoso, bajo un grupo de aguacates, cuyos frutos eran del tamaño y la forma de balas de cañón. En la galería de la casa, llena de recodos, Charley Fortnum estaba sentado ante una botella de whisky, un sifón y, sorprendentemente, dos vasos limpios.
—He estado esperándolo —dijo en tono de reproche.
—No he podido venir antes. ¿Qué sucede?
—Clara tiene dolores muy fuertes.
—Voy a verla.
—Tómese un whisky antes. Acabo de entrar en su habitación y se ha quedado dormida.
—Acepto, entonces. Tengo mucha sed. Hay mucho polvo en el camino.
—¿Soda? ¿Cuánta?
—Hasta el borde.
—Quería hablar con usted, antes de que la viera… Supongo que se habrá enterado de mi casamiento. —El embajador me lo dijo.
—¿Opinó algo?
—No. ¿Por qué?
—Ha habido muchos chismes. Y Humphries la ha tomado conmigo. Ha dejado de verme.
—Mejor para usted.
—Es que… Bueno, ella es muy joven —dijo Fortnum. Su tono no dejaba claro si excusaba a sus críticos o se disculpaba a sí mismo.
—Mejor para usted, de nuevo.
—Todavía no ha cumplido veinte años. Y ya sabe usted que yo no volveré a cumplir los sesenta.
Plarr se preguntó si el cónsul no lo habría llamado para que lo aconsejara sobre un problema mucho más difícil que el dolor de estómago de su mujer. Bebió para llenar un silencio que se le hizo muy incómodo.
—No, ése no es el problema —dijo Charley Fortnum, mientras Plarr admiraba su rapidez mental—. Hasta ahora puedo funcionar… y después… siempre queda la botella, ¿no es cierto? Una vieja amiga de la familia. Me refiero a la botella. También ayudó a mi padre, el viejo hijo de puta. Quería hablarle de ella. De lo contrario, se sorprenderá cuando la vea. Es tan joven… Y tímida, además. No está habituada a esta clase de vida. A una casa como ésta, con sirvientes. Y al campo. Por la noche, el campo es terriblemente tranquilo.
—¿De dónde es ella?
—De Tucumán. Tiene sangre india. Una ascendencia muy lejana, desde luego. Se lo advierto: no le gustan mucho los médicos. Ha tenido experiencias desagradables con ellos.
—Trataré de ganarme su confianza —dijo Plarr.
—Se me ha ocurrido que quizás esos dolores indiquen que está encinta. O algo por el estilo.
—¿No toma la píldora?
—Ya sabe cómo son estos católicos. Superstición, por supuesto. Como pasar por debajo de una escalera. Clara no sabe quién es Shakespeare, pero ha oído hablar del Papa no sé cuántos… De todos modos, tendría que conseguir las píldoras por medio de la Embajada. Aquí es imposible. ¿Se imagina lo que dirían? Ni siquiera es posible comprarlas a escondidas. Desde luego, yo siempre tomé mis precauciones y usé lo necesario… hasta que estuvimos realmente juntos.
—¿De modo que usted la hizo pecar? —bromeó Plarr.
—Oh, con los años mi conciencia se ha ido endureciendo. Un pecado más no significa gran cosa. Y si ella está contenta así… Cuando termine usted su whisky…
Llevó al doctor Plarr por un corredor lleno de grabados victorianos que representaban escenas deportivas: jinetes cayendo en un arroyo, deteniéndose ante un cerco demasiado alto, o reprendidos por el cazador mayor ante una falta cometida. Al final del corredor, Fortnum, que caminaba de puntillas, entreabrió una puerta y echó un vistazo a la habitación.
—Creo que está despierta —dijo—. Lo espero en la galería, Ted, con el whisky. No tarde mucho.
Una lamparita eléctrica brillaba frente a la imagen de un santo que Plarr no reconoció. Por un instante recordó los cuartitos en torno al patio de la señora Sánchez, cada uno con su lámpara votiva.
—Buenas noches —dijo en dirección a la cabecera de la cama.
La cara estaba tan cubierta por el pelo negro que sólo los ojos eran visibles; lo escrutaron como los de un gato desde un matorral.
—No quiero que me examinen —dijo la muchacha—. No me examinarán.
—No quiero examinarla. Sólo quiero que me diga donde le duele.
—Ya estoy mejor.
—Muy bien. Entonces me iré en seguida. ¿Puedo encender la luz?
—Si quiere… —dijo ella, apartándose el pelo de la cara. Bajo el nacimiento del pelo, Plarr vio un pequeño lunar gris en el lugar donde las muchachas hindúes…
—¿Dónde siente el dolor?
Ella apartó las sábanas y señaló un punto en su cuerpo desnudo. Plarr alargó la mano para tocarla, pero ella se apartó.
—No se asuste. No voy a examinarla como el doctor Benevento.
La muchacha contuvo el aliento; sin embargo, dejó que Plarr le apretara el estómago con los dedos.
—¿Es aquí?
—Sí.
—No es nada serio —dijo Plarr—. Un poco de inflamación en los intestinos. Eso es todo.
—¿En los intestinos?
Plarr comprendió que la palabra era extraña para ella y la atemorizaba.
—Le dejaré unos polvos de bismuto a su marido. Tómelos con agua. Si le añade un poco de azúcar, no tendrá tan mal gusto. Es mejor que no tome whisky. Usted está más habituada al jugo de naranja, ¿no es cierto?
Ella lo miró con expresión alarmada y murmuró:
—¿Cómo se llama usted?
—Plarr. Eduardo Plarr.
El doctor se preguntó si la muchacha conocería el apellido de algún hombre que no fuera Charley Fortnum.
—Eduardo —repitió ella, esta vez mirándolo con más audacia—. No lo conozco, ¿no es cierto?
—No.
—Pero usted conoce al doctor Benevento.
—Lo vi una vez o dos —dijo Plarr, incorporándose—. Me imagino que esas visitas de los jueves no debían de ser muy agradables. Usted no está enferma —agregó—. No tiene por qué quedarse en cama.
—Charley —la muchacha pronunciaba «Charlí», con una i larga y acentuada— me dijo que me quedara en cama hasta que llegara el médico.
—Bueno, el médico ya ha llegado, de modo que no hay necesidad…
Cuando Plarr estaba en la puerta, se volvió y advirtió que la muchacha estaba observándolo. Había olvidado cubrirse con la sábana.
—No le he preguntado su nombre —dijo Plarr.
—Me llamo Clara.
—La única muchacha que conocí allá fue Teresa —dijo Plarr.
Mientras regresaba por el corredor pensó en la imagen de santa Teresa de Ávila, que había presidido sus ejercicios y los más literarios del doctor Saavedra. Sin duda era la amiga de san Francisco la que ahora contemplaba el lecho de Charley Fortnum. Plarr recordó la primera vez que había visto a la muchacha, alisando las sábanas en la habitación, inclinada desde el talle como una negra, sin encorvarse. Ahora estaba habituado a los cuerpos de demasiadas mujeres. La primera vez que se hizo amante de una de sus pacientes no fue su cuerpo lo que lo excitó, sino un leve tartamudeo y un aroma que no reconoció. No había nada especial en el cuerpo de Clara, salvo su delgadez poco elegante, la pequeñez de sus pechos, los muslos inmaduros, el monte de Venus casi imperceptible. Quizá tuviera veinte años, pero no aparentaba más de dieciséis. La madre Sánchez las reclutaba muy pronto.
Se detuvo frente a un grabado que mostraba a un hombre con chaqueta roja montando un caballo al galope que se había adelantado a los sabuesos; el cazador mayor, de cara purpúrea, agitaba el puño hacia él y más allá de la jauría se extendía un paisaje de praderas, cercos y un arroyuelo bordeado por árboles que a Plarr le parecieron sauces: un paisaje desconocido y extraño. Con cierta sensación de asombro pensó: «Nunca he visto un arroyo así», En ese continente, hasta los afluentes más pequeños de los grandes ríos eran más anchos que el Támesis en el libro de fotografías de su padre. Pronunció la palabra arroyo en inglés: stream. Un stream debía tener siempre un extraño encanto poético. No podía darse el nombre de stream a las ensenadas poco profundas donde a veces Plarr iba a pescar y donde no se atrevía a nadar por temor de las pastinacas. Un stream debía ser tranquilo, de corriente suave, a la sombra de sauces, lejos de todo peligro. «Esta tierra es de veras demasiado vasta para los seres humanos», pensó.
Charley Fortnum lo estaba esperando con los vasos otra vez llenos.
—Y bien, ¿cuál es el veredicto? —preguntó con forzada alegría.
—Nada. Un poco de inflamación. No hay motivo para que se quede en cama. Le daré unos polvos para que los tome con agua. Antes de las comidas. Sería preferible no darle whisky.
—No quiero correr ningún riesgo, Ted. No sé mucho sobre las mujeres… Sobre lo que tienen dentro y todas esas cosas. Mi primera mujer nunca estaba enferma. Pertenecía a la Christian Science[5].
—La próxima vez hable conmigo por teléfono antes de hacerme venir desde tan lejos. Estoy muy ocupado en esta época del año.
—Supongo que me considerará un imbécil, pero ella necesita que la cuiden mucho.
—Yo hubiera dicho que… con la clase de vida que llevaba… sabría cuidarse por sí sola.
—¿Qué quiere decir?
—Trabajaba en casa de la madre Sánchez, ¿no es cierto?
Charley Fortnum apretó un puño. De la comisura de sus labios pendía una burbuja de whisky. Plarr pensó que casi podía ver cómo le subía la presión arterial.
—¿Qué sabe usted de ella?
—Nunca me acosté con ella, si eso es lo que teme.
—Pensé que sería usted uno de esos hijos de puta…
—Usted mismo fue «uno de ésos». Creo recordar que me habló de una muchacha de Córdoba llamada María.
—Eso era diferente. Era una cuestión física. ¿Sabe usted que no toqué a Clara durante meses? No la toqué hasta que me di cuenta de que me quería un poco. Hablábamos, eso era todo. Yo iba a su cuarto, desde luego, porque de lo contrario ella habría tenido problemas con la señora Sánchez. Usted no me creerá, Ted, pero le aseguro que no he hablado con nadie de tantas cosas como con esa muchacha. Se interesa por todo lo que le digo. La Niña de mis ojos, la plantación de hierba mate, el cine… Sabe mucho de cine. A mí nunca me ha interesado demasiado, pero ella siempre sabe el último chisme sobre una mujer llamada Elizabeth Taylor. ¿Usted ha oído hablar de ella… y de un tipo llamado Burton? Siempre creí que Burton era una marca de cerveza. Hasta hablamos de Evelyn… mi primera mujer. Yo me sentía muy solo antes de conocer a Clara. Le parecerá un disparate, pero la quise desde el primer momento en que la vi. Y me propuse no hacer nada hasta que ella misma tuviera ganas, Clara no podía entenderlo. Pensó que yo era un tipo raro… Pero yo necesitaba amor de verdad, no el amor del prostíbulo. No creo que usted pueda entender nada de esto…
—No sé muy bien qué significan palabras tales como amor, querer, adorar… Mi madre adora el dulce de leche. Eso me dice, al menos.
—¿Nunca lo ha querido ninguna mujer, Ted? —preguntó Fortnum.
Una especie de interés paternal que se percibía en su voz irritó a Plarr.
—Dos o tres me dijeron que me querían, pero no tardaron en encontrar a otro tipo después de dejarlas yo. El único amor que no parece cambiar es el de mi madre por los dulces. Los amará hasta que la muerte los separe. Quizás ése sea el amor verdadero.
—Usted es demasiado joven para ser tan cínico.
—No soy cínico. Soy curioso, sencillamente. Me interesa saber qué sentido da la gente a bis palabras que usa. Es un problema semántico. Por eso en medicina solemos emplear una lengua muerta. No puede haber equívocos con las lenguas muertas. Pero ¿cómo consiguió arrancarle la muchacha a la señora Sánchez?
—Le pagué.
—¿Y la muchacha se alegró de irse de esa casa?
—Al principio estaba un poco sorprendida y hasta asustada. La señora Sánchez se enfadó mucho. No le gustaba nada la idea de desprenderse de ella. Le dijo que no la dejaría volver cuando yo me cansara de ella. Como si eso fuera posible…
—Una vida dura mucho tiempo.
—La mía no durará tanto, Ted. No creo que me dé usted otros diez años de vida… Aunque bebo menos desde que conocí a Clara.
—¿Y que será de ella, después?
—Este campo vale algo. Puede venderlo e irse a Buenos Aires, Ahora se puede conseguir el veinticinco por ciento de interés sin el menor riesgo. Y hasta el treinta, arriesgando algo, y usted sabe que puedo importar un coche cada dos años. Quizá pueda vender seis más antes de estirar la pata. Calculo que eso serían quinientas libras más por año.
—Clara podría comer dulces con mi madre en el Richmond.
—Bromas aparte, ¿usted cree que su madre consentirá en conocer a Clara algún día?
—¿Por qué no?
—No sabe cuánto significa Clara para mí.
—Usted también debe de significar mucho para ella —dijo Plarr.
—Cuando uno llega a mi edad, acumula muchos remordimientos. Y no es malo sentir que al menos se ha hecho un poco más feliz a alguien.
Era el tipo de frase simple, sentimental y dicha con seguridad que irritaba a Plarr. No había contestación posible. Era una afirmación que habría sido descortés discutir e imposible confirmar. Plarr se disculpó y volvió a la ciudad.
Mientras avanzaba por el camino oscuro pensó en la muchacha acostada en la gran cama victoriana que había pertenecido, juntamente con los grabados, al padre del cónsul honorario. Clara era como un pájaro comprado en el mercado en una jaula improvisada y trasladado a otra más amplia y lujosa, con barras para posarse y comederos, y un columpio para mecerse.
Se sorprendió de ver que pensaba tanto en la muchacha, una prostituta que una vez le había llamado la atención en el establecimiento de la señora Sánchez a causa del extraño lunar. ¿Charley se habría casado de veras con ella? Quizás Humphries se había confundido al hablar de matrimonio al embajador. Probablemente Charley Fortnum hubiera cambiado de sirvienta… Si era así, podría tranquilizar al embajador. Una mujer legítima suministra más material para el escándalo que una amante.
Pero sus pensamientos eran como las palabras deliberadamente triviales de una carta secreta, en la cual las frases importantes están intercaladas en tinta invisible que sólo se verá mediante un procedimiento secreto. Esas frases ocultas describían a una muchacha en un cuartucho, inclinada sobre su cama; una muchacha que volvía a su mesa y retomaba su vaso de jugo de naranja, como si la hubiese interrumpido momentáneamente un vendedor ambulante; un cuerpo delgado, acostado en la cama de matrimonio de Charley Fortnum, con pechos inmaduros que ningún niño había mamado aún. Las tres amantes de Plarr habían sido mujeres casadas, mujeres maduras, orgullosas de sus abundancias que olían a sales de baño. Clara debía de ser una buena puta para que dos hombres la hubieran elegido sucesivamente a pesar de su cuerpo. Pero no había razón para pensar en ella durante todo el camino de regreso. Plarr procuró pensar en otra cosa. Había dos casos desesperados de desnutrición en el barrio pobre, había un oficial de policía que pronto moriría de cáncer en la garganta, estaban la melancolía de Saavedra y el goteo de la ducha de Humphries; pero sus pensamientos volvían sin cesar a esa pequeña colina de Venus: monte era un término demasiado ampuloso en ese caso.
Se preguntó a cuántos hombres habría conocido la muchacha. La última amante de Plarr, que estaba casada con un banquero llamado López, le había hablado con cierto orgullo de sus cuatro predecesores: quizá pretendía despertar en él un sentimiento de emulación. (Plarr supo después, por otra fuente, que uno de esos amantes había sido el chofer). El frágil cuerpo en la cama de Charley Fortnum debía de haber conocido a cientos de hombres. Su vientre era como un viejo campo de batalla donde la pálida hierba crecida ocultaba las cicatrices de la guerra. Y un delgado arroyo manaba plácidamente entre los sauces: Plarr estaba de nuevo en el corredor, observando los grabados de escenas deportivas y resistiendo el deseo de volver al dormitorio.
Frenó bruscamente cuando se acercó al camino que llevaba a la fábrica de naranjada de Bergman y por un instante contempló la idea de volver a casa de Fortnum. Se limitó a encender un cigarrillo. «No quiero ser la víctima de una obsesión —pensó—. La atracción de un prostíbulo es la misma que a veces encuentro en el acto trivial de hacer compras: veo una corbata que de pronto me atrae, la uso una o dos veces, después la dejo en un cajón y pronto queda sepultada bajo nuevas corbatas. ¿Por qué no la probé cuando tuve la oportunidad? Si esa noche la hubiera comprado en casa de la señora Sánchez, ahora estaría olvidada en el fondo del cajón. Si un hombre es demasiado racional para enamorarse, ¿es posible que le esté reservado el destino peor de obsesionarse por algo?». Condujo con rabia hacia la ciudad, donde el reflejo de la luz, se extendía por todo el horizonte, y las Tres Marías pendían de su cadena rota, en el firmamento.
Pocas semanas después Plarr se despertó temprano. Era sábado y tenía unas horas libres. Decidió pasarlas al aire libre, con un libro, mientras durara el fresco de la mañana. Prefirió alejarse de su secretaria, que sólo leía lo que ella llamaba libros serios, entre ellos, los del doctor Saavedra.
Eligió una colección de relatos de Jorge Luis Borges.
Borges tenía los mismos gustos que Plarr había heredado de su padre: Conan Doyle, Stevenson, Chesterton. Ficciones sería un buen cambio después de la última novela del doctor Saavedra, cuya lectura no había podido terminar. Estaba harto del heroísmo sudamericano. Ahora el doctor Plarr, sentado bajo la estatua de un heroico sargento —de nuevo el machismo— que había salvado la vida de San Martín —¿había ocurrido ciento cincuenta años antes?—, leía con inmenso alivio páginas en que se hablaba de la condesa de Bagno Regio, de Pittsburgh y Mónaco. Al cabo de un rato sintió sed. Para apreciar debidamente a Borges había que acompañarlo, como una galletita de queso, con un aperitivo. Pero con el calor que hacía, Plarr necesitaba un trago más largo. Decidió visitar a su amigo Gruber y pedir una cerveza alemana.
Gruber era uno de los primeros amigos que Plarr había conocido en la ciudad. Había escapado de niño de Alemania, en 1936, cuando se intensificó la persecución de los judíos. Era hijo único, pero sus padres habían insistido en que huyera al extranjero, siquiera para evitar que se extinguiera el apellido Gruber; su madre le hizo un pastel especial para el viaje y ocultó en él algunos objetos de valor: su anillo de compromiso, con brillantes de poca monta, y la alianza de oro de su marido. Le dijeron que eran demasiado viejos para iniciar una nueva vida en un continente extraño y fingieron creer que eran demasiado viejos para que los consideraran un peligro en el estado nazi. Por supuesto, Gruber nunca más supo de ellos: habían agregado dos ínfimas cifras a aquella fórmula matemática que era la Solución Final. De manera que Gruber, como el doctor Plarr, era un hombre sin padre. Ni siquiera poseía una tumba familiar. Ahora era dueño de una casa de artículos de fotografía en la calle comercial más importante, que, con sus carteles y anuncios, tenía un aire chino. Gruber era óptico, además. Una vez dijo a Plarr: «Los alemanes siempre inspiran confianza como farmacéuticos, ópticos y especialistas en fotografía. La gente ha oído hablar más de Zeiss y de Bayer que de Gobbels y Goering. Y aquí muchos han oído hablar de Gruber».
Gruber dejó a su cliente instalado en el taller privado de su tienda, donde trabajaba con sus lentes. Desde allí Plan podía ver todo lo que sucedía en la tienda sin ser visto a su vez, porque Gruber, apasionado por los aparatos, había puesto una pequeña pantalla de televisión en la cual podía observar en miniatura, como en un programa de cámara oculta, a los clientes que entraban a la tienda. Por algún motivo que Gruber nunca había podido explicar, su tienda atraía a las chicas más bonitas de la ciudad (ninguna boutique podía competir con Gruber), como si la belleza y la práctica de la fotografía estuvieran unidas. Las muchachas iban en grupos a la tienda en busca de sus fotografías en color, y las examinaban con gritos de entusiasmo, parloteando como pájaros. Plarr las observaba mientras se bebía la cerveza y oía los chismes locales de Gruber.
—¿Conoce a la mujer de Fortnum? —dijo Plarr.
—¿Quiere decir su esposa?
—No puede haberse casado con ella. Charley Fortnum es divorciado. Y aquí no existe el matrimonio entre divorciados. Cosa bastante ventajosa para los solteros como yo. —¿No sabe que la mujer de Fortnum murió?
—No. He estado ausente durante algún tiempo. Y cuando vi a Fortnum el otro día no me lo dijo.
—Se fue con esa muchacha a Rosario y allí se casaron.
Eso dice la gente. Desde luego, nadie sabe la verdad.
—Es muy raro que hiciera eso. No tenía ninguna necesidad. ¿Sabe dónde conoció a la muchacha?
—Sí. Pero es muy bonita —dijo Gruber.
—Oh, sí, una de las mejores de la madre Sánchez. Pero uno no tiene por qué casarse con una muchacha bonita. —Las chicas de esa clase suelen convertirse en excelentes esposas, sobre todo de hombres viejos.
—¿Por qué de hombres viejos?
—Los viejos no son demasiado exigentes, y esa clase de muchachas necesitan algún descanso…
La frase «de esa clase» irritaba a Plarr. Al cabo de siete días aún estaba obsesionado con ese cuerpo nada llamativo que Gruber había clasificado con tanta despreocupación. Ahora, en la pantalla de televisión, veía a una muchacha que se inclinaba sobre el mostrador para comprar un rollo de Kodachrome de la misma manera que Clara se había inclinado sobre su cama en casa de la señora Sánchez. Era más hermosa que la mujer de Charley Fortnum, pero Plarr no sintió el menor deseo de ella.
—Las chicas de esa clase se alegran de que las dejen en paz —repitió Gruber—. Les parece una suerte estupenda tener un cliente impotente o demasiado borracho para poder funcionar. Usan una palabra especial para llamar a esos clientes… Me he olvidado de cuál es, pero sé que significa «visita de cuaresma».
—¿Va usted con frecuencia a la casa de la señora Sánchez?
—¿Para qué? Mire las tentaciones que debo resistir aquí, con todas estas clientas encantadoras. Algunas de las películas que me traen para revelar son muy íntimas, y cuando se las entrego advierto en sus ojos lo que eso las divierte. «Ha visto ésa en que se me ha caído el bikini», piensan. Y en efecto, la he visto. A propósito, el otro día vinieron dos hombres y preguntaron por usted. Querían saber si era usted el mismo Eduardo Plarr que habían conocido hace años en Asunción. Vieron su nombre en esas películas que le mandé el jueves. Por supuesto, les dije que no tenía la menor idea.
—¿Eran policías?
—No lo parecían, pero desde luego no quise arriesgarme.
Oí que uno de ellos llamaba «padre» al otro. No tenía bastantes años como para ser su padre, y no parecía un sacerdote. Eso me hizo sospechar.
—Estoy en buenas relaciones con el jefe de policía. A veces me manda llamar cuando el doctor Benevento está de vacaciones. ¿Cree usted que esos hombres vendrían del Paraguay? ¿Serán agentes del general? Pero ¿qué interés pueden tener en mí? Era un niño cuando salí…
—Hablando de Roma… —dijo Gruber.
Plarr miró rápidamente hacia la pantalla de televisión esperando ver a los dos extraños reflejados en ella, pero sólo vio a una muchacha delgada, con gafas oscuras de tamaño descomunal: parecían hechas para bucear.
—Compra gafas de sol como otras mujeres compran alhajas o ropa —dijo Gruber—. Le he vendido por lo menos cuatro pares.
—¿Quién es?
—Debería saberlo. Hace un rato hablaba de ella. Es la mujer de Charley Fortnum. O su chica, si lo prefiere…
Plarr dejó la cerveza y fue a la tienda. La muchacha estaba examinando un par de gafas de sol y estaba demasiado absorta para advertir su presencia. Los cristales eran de un malva brillante, la montura de un amarillo incandescente y en las patillas había unas piedras incrustadas que parecían amatistas. La muchacha se quitó las gafas que llevaba y se probó las nuevas, envejeciendo de pronto diez años. Sus ojos eran invisibles: Plarr sólo podía ver su propia cara reflejada en color malva.
—Acabamos de recibirlas de Mar del Plata —dijo la dependienta—. Son la última moda allá.
Plarr sabía que Gruber estaría mirándolo en la pantalla de televisión. Pero ¿qué le importaba?
—¿Le gustan, señora de Fortnum?
—¿Quién…? Oh, es usted, el doctor, el doctor…
—Plarr. La envejecen un poco. Pero desde luego, usted puede permitirse unos pocos años de más.
—Cuestan demasiado. Me las he probado sólo por pasar el rato.
—Envuélvalas —dijo Plarr a la dependienta—, y póngalas en un estuche.
—Ya vienen en su propio estuche —replicó ella, empezando a limpiar los cristales.
—No, no puedo… —empezó a decir Clara.
—Sí, puede, tratándose de mí. Soy amigo de su esposo.
—¿Y le parece que en este caso…?
—Desde luego.
Clara dio un brinco que, según comprobaría Plarr más adelante, era su modo de expresar alegría ante cualquier regalo, incluso un pastel. Plarr nunca había visto a ninguna mujer aceptar un obsequio con tanta franqueza y menos remilgos.
—Gracias, no las envuelva, me las llevaré puestas —dijo Clara a la dependienta—. Ponga las otras en el estuche.
«Con estas gafas —pensó Plarr mientras salían de la tienda de Gruber—, parece más mi amante que mi hermana pequeña».
—Ha sido muy amable de su parte —dijo ella, hablando como una colegiala bien educada.
—Vamos a sentarnos junto al río para hablar un poco —dijo Plarr. Y como la vio vacilar agregó—: Nadie la reconocerá con esas gafas. Ni siquiera su marido.
—¿No le gustan?
—No, no me gustan nada.
—Me han parecido muy lujosas y elegantes —dijo ella, decepcionada.
—Son una buena máscara. Por eso he querido que las llevara. Nadie reconocerá a la joven señora de Fortnum.
—Pero ¿quién podría reconocerme? —dijo ella—. No conozco a nadie, y Charley está en casa. Me ha hecho traer por el capataz. Le he dicho que quería comprar algo.
—¿Qué?
—Oh, cualquier cosa. No sabía qué.
Clara caminaba tranquilamente junto a él, en cualquier dirección que Plarr eligiera. Y Plarr se sintió incómodo por la facilidad con que estaban ocurriendo las cosas. Recordó sus estúpidos escrúpulos cuando sintió la tentación de dar media vuelta con el coche y regresar a la casa de campo de Fortnum, y las muchas ocasiones, durante la última semana, en que había permanecido despierto, preguntándose cuál sería la mejor estrategia para poder verla de nuevo. Debió ocurrírsele que la cosa no sería más difícil que llevarla a uno de los cuartitos de la señora Sánchez.
—Hoy no tengo miedo —dijo Clara.
—Quizá porque le he hecho un regalo.
—Sí, puede que sea por eso… Un hombre no le haría un regalo a alguien que no le gustara. El otro día pensé que no le gustaba. Creía que usted era mi enemigo.
Llegaron a la orilla del Paraná. Una especie de baluarte se adentraba en el río, bordeado de columnas blancas que formaban un templo minúsculo para una estatua desnuda de clásica inocencia. Los árboles ocultaban el feo edificio amarillo donde vivía Plarr. Las hojas eran como las plumas más ligeras; daban una impresión de frescor porque parecían estar en movimiento continuo: una brisa de aire imperceptible en la piel bastaba para agitarlas. Un pesado lanchón se deslizó frente a ellos en el río, tosiendo contra la corriente; el habitual penacho de humo negro se extendía por el Chaco.
Clara se sentó y contempló el Paraná; cuando Plarr la miró, sólo pudo ver su propia cara reflejada en las gafas.
—Por el amor de Dios —dijo—, quítese esas gafas. No necesito afeitarme.
—¿Afeitarse?
—Me miro en el espejo dos veces al día, y con eso basta.
Clara se quitó obedientemente las gafas y él le vio los ojos, castaños, sin expresión, semejantes a los ojos de todas las mujeres hispanas que había conocido.
—No entiendo —dijo ella.
—Oh, no tiene importancia. ¿Es cierto que está casada?
—Sí.
—¿Y cómo le sienta el matrimonio?
—Es como llevar la ropa de otra chica. Una ropa que no cae bien.
—¿Y por qué se casó?
—Él quería casarse. Necesitaba a alguien a quien dejarle su dinero. Y si tenemos hijos…
—¿Cree que está encinta?
—No.
—Bueno… debe de ser mejor que la vida en casa de la madre Sánchez.
—Es diferente. Echo de menos a las chicas.
—¿Ya los hombres?
—Uf, ni pienso en ellos.
Estaban solos en el largo paseo junto al Paraná: para los hombres era la hora del trabajo; para las mujeres, la hora de hacer las compras. Todo tenía en ese lugar una hora asignada: la hora para el Paraná era el atardecer, y ésa era también la hora para los jóvenes amantes que se cogían las manos sin hablar.
—¿A qué hora tiene que volver?
—El capataz me espera en la oficina de Charley a las once.
—Ahora son las nueve. ¿Qué piensa hacer durante esas horas?
—Miraré escaparates y después tomaré un café.
—¿Nunca visita a sus antiguas amigas?
—Ahora están durmiendo.
—¿Ve esa casa que está detrás de los árboles? —preguntó Plarr—. Allí vivo yo.
—¿Sí?
—Si quiere tomar café, puedo hacerle uno.
—¿Sí?
—O si prefiere jugo de naranja…
—No, el jugo de naranja no me gusta. Pero la señora Sánchez decía que no debíamos emborracharnos.
—¿Quiere ir a mi casa? —preguntó él.
—Creo que no estaría bien, ¿no es cierto? —preguntó ella, como consultando a alguien a quien conocía y en quien confiaba.
—En casa de la señora Sánchez no le importaba tanto lo que estaba bien.
—Era diferente, allí tenía que ganarme la vida. Mandaba dinero a Tucumán.
—¿Y ahora?
—Sigo mandando dinero a Tucumán. Ahora me lo da Charley.
Plarr se levantó y le tendió la mano.
—Vamos —dijo.
Estaba dispuesto a enfadarse si ella vacilaba, pero Clara le cogió la mano con la misma inexpresiva obediencia y lo siguió a través de la calle, como si la distancia no fuera mayor que la del patio de la casa de la señora Sánchez. Pero el ascensor la hizo dudar. Le dijo que nunca había subido antes en un ascensor: había pocas casas en la ciudad con más de dos pisos. La emoción le hizo apretar la mano, y cuando llegaron al último piso preguntó:
—¿Podemos subir otra vez?
—Cuando te vayas.
La llevó directamente al dormitorio y empezó a desvestirla. Un corchete del vestido se quedó enganchado y ella se encargó de él. Mientras yacía desnuda en la cama, esperando a Plarr, sólo dijo:
—Esas gafas de sol cuestan más que una visita a la casa de la señora Sánchez.
Plarr se preguntó si consideraba ese regalo como un pago por adelantado. Recordó que Teresa contaba los billetes y después los dejaba en un estante, bajo la estatua de la santa, como si fueran el resultado de una colecta en la iglesia. Más tarde lo dividiría en la proporción habitual entre ella y la señora Sánchez: la propina siempre se daba al final.
Cuando Plarr se reunió con ella en la cama pensó con alivio: «Éste es el fin de mi obsesión». Y cuando ella gritó, pensó: «Soy libre de nuevo. Ahora puedo saludar a la señora Sánchez mientras hace punto sentada en su mecedora, y caminar por la costanera con una sensación de tranquilidad que no tenía cuando salí de casa». El último número del British Medical Journal estaba en su escritorio: había pasado una semana entera dentro del sobre. Pero Plarr se sentía ahora con ánimo de leer algo en un estilo más preciso aún que el de Borges y de mayor valor práctico que las novelas de Jorge Julio Saavedra. Empezó a leer un artículo de asombrosa originalidad (o al menos eso le pareció) de un médico llamado César Borgia sobre el tratamiento de la falta de calcio.
—¿Duermes? —preguntó Clara.
—No.
Pero se sorprendió al abrir los ojos y ver la luz del sol entre las rendijas de la persiana. Creía que era de noche y estaba solo.
La muchacha le acarició la parte interna del muslo y le pasó los labios por el cuerpo. Plarr sintió un leve interés que era más bien la curiosidad de comprobar si ella era capaz de excitarlo por segunda vez. Quizá fuera ése el secreto de su popularidad en casa de la señora Sánchez: un servicio doble por el mismo precio. Clara se tumbó sobre él y dijo una obscenidad mordiéndole la oreja; pero la obsesión había muerto con el deseo, y Plarr se sintió deprimido ante el vacío que había quedado. Después de vivir una semana entera con una idea fija, ahora la pasaba por alto como una madre puede pasar por alto el llanto de un hijo no querido. «Nunca la he deseado —pensó— sólo deseaba mi idea». Le hubiera gustado levantarse y poder irse, para que ella hiciera la cama y buscara otro cliente.
—¿Dónde está el baño? —preguntó ella.
Nada la distinguía de las otras mujeres que él había conocido, salvo que Clara representaba su comedia con más ánimo e inspiración.
Ya estaba vestido cuando ella regresó; y la miró con impaciencia mientras se vestía. Temía que le pidiera el café prometido y se quedara más tiempo en la casa. Era la hora de visitar el barrio popular. Las mujeres habrían terminado las primeras tareas del día y los niños ya habrían vuelto de ir a buscar agua.
—¿Quieres que te deje en el Consulado? —preguntó.
—No, será mejor que vaya a pie. El capataz puede estar esperando.
—No has comprado nada.
—Le enseñaré a Charley las gafas de sol. Nunca se enterará de lo que cuestan.
Plarr tomó del bolsillo un billete de diez mil pesos y se lo dio. Ello lo volvió de uno y otro lado como para asegurarse de la cifra.
—Es la primera vez que me regalan tanto. A veces me daban cinco mil. Pero casi siempre eran dos mil. A la señora Sánchez no le gustaba que aceptáramos más. Tenía miedo de que eso significara que les habíamos empujado a ello. Pero se equivocaba. Los hombres son raros. Cuando no pueden hacer nada es cuando más dan.
—Como si a vosotras os importara —dijo Plarr.
—Como si nos importara.
—Un visitante de cuaresma.
La muchacha rió.
—Qué agradable es poder hablar tranquilamente de nuevo. No puedo hablar así con Charley. Creo que quiere que me olvide de la señora Sánchez para siempre.
Devolvió el billete a Plarr y dijo:
—No estaría bien. Ahora estoy casada. Y no lo necesito. Charley me da lo que quiero. Y las gafas de sol te han costado mucho.
Se las puso y Plarr volvió a verse reflejado en ellas, en miniatura, como si fuera un muñeco asomándose en una casita.
—¿Volveré a verte? —preguntó ella.
Él sintió ganas de decir: «No. Esto se ha terminado». Pero la cortesía y el alivio que sentía al comprobar que ella se había olvidado del café le hicieron contestar seriamente, como un anfitrión a una visita que en realidad no desea volver a ver:
—Cuando quieras. Te daré mi número de teléfono. Llámame cuando vuelvas a la ciudad.
—No necesitas regalarme algo cada vez —aseguró ella.
—Y tú no necesitas representar una comedia.
—¿Qué comedia?
—Sé que muchos hombres necesitan creer que dan el mismo placer que reciben. En casa de la señora Sánchez tenías que representar un papel para ganarte la propina, pero aquí… ya no necesitas fingir. Quizá tienes que actuar con Charley, pero no conmigo. No necesitas hacerme creer nada.
—Discúlpame —dijo ella—. ¿He hecho algo mal?
—Eso me fastidiaba mucho en casa de la señora Sánchez. Los hombres no son tan estúpidos como vosotras creéis. Saben que van allí a buscar placer, y no a darlo.
—Sin embargo, creo que yo lo hacía bastante bien, porque a mi me daban más que a las otras chicas.
No estaba ofendida. Plarr pensó que estaba habituada a esa tristeza después del coito. Ni siquiera en eso se diferenciaba él de los demás hombres que ella había conocido.
«Pero ¿tendrá razón? —pensó Plarr—. ¿Ese vacío no es más que la tristitia temporal que sienten la mayoría los hombres cuando salen de un prostíbulo?».
—¿Cuánto tiempo estuviste en casa de la señora Sánchez?
—Dos años. Tenía casi dieciséis cuando llegué. Las chicas me hicieron un pastel con velitas para mi cumpleaños. Era la primera vez que veía uno así. Era muy bonito.
—¿A Charley Fortnum le gusta que representes tu comedia?
—Le gusta que me quede muy tranquila y sea muy tierna. ¿Es eso lo que te gusta a ti? Discúlpame… Yo creí… Como eres mucho más joven que Charley, creí…
—Lo que me gustaría es que fueras tú misma —dijo Plarr—. Puedes ser todo lo indiferente que quieras. ¿Con cuántos hombres te acostaste?
—¡Cómo voy a acordarme!
Plarr le enseñó cómo hacer funcionar el ascensor y ella le pidió que bajaran juntos: aunque estaba entusiasmada tenía un poco de miedo. Cuando apretó el botón y el ascensor empezó a bajar, dio el mismo brinco que en la tienda de Gruber. Ante la puerta le confesó que también le daba un poco de miedo el teléfono.
—¿Cómo te llamas? He olvidado tu nombre.
—Plarr. Eduardo Plarr.
Por primera vez pronunció en voz alta el nombre de la muchacha:
—Tú te llamas Clara, ¿no es cierto? Si tienes miedo de usar el teléfono, yo te llamaré. Pero puede contestar Charley.
—Casi siempre sale a recorrer el campo antes de las nueve. Y los miércoles casi siempre está en la ciudad… Aunque le gusta que yo venga con él.
—Bueno, ya nos las arreglaremos —dijo Plarr.
Ni siquiera se molestó en mirarla salir a la calle o alejarse. Ya era un hombre libre.
Sin embargo, esa misma noche, mientras intentaba dormir, pensó con amargura que recordaba con más precisión el cuerpo desnudo de Clara en la cama de Charley Fortnum que en la suya. Una obsesión puede estar dormida durante un tiempo, pero no necesariamente muere, y menos de una semana después quería verla de nuevo. Quería oír su voz, por indiferente que sonara en el teléfono. Pero el teléfono no le transmitió ningún mensaje importante.