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Pasaron dos años antes de que Plarr visitara por primera vez el establecimiento tan hábilmente dirigido por la señora Sánchez. Y no fue con el cónsul honorario, sino con su amigo y paciente, el novelista, el doctor Jorge Julio Saavedra. Como él mismo explicó ante un duro bistec en el restaurante del Nacional, Saavedra era un hombre que creía en las ventajas de seguir una estricta disciplina. Cualquier observador hubiese podido adivinarlo por su aspecto impecable, de un monótono gris: pelo gris, traje gris, corbata gris. Aun en el calor del norte usaba el mismo chaleco cruzado y bien cortado que llevaba en los cafés de Buenos Aires. Allí su sastre era inglés, explicó a Plarr. «No lo creerá, pero no he tenido que comprarme un traje nuevo en diez años». Y en cuanto a la disciplina de trabajo: «Escribo quinientas palabras por día, después de desayunar. Ni una más ni una menos», dijo, y no por primera vez.

Plarr era un buen oyente. Le habían enseñado escuchar.

Casi todos sus pacientes de clase media solían tomarse diez minutos por lo menos para explicar una simple gripe. Sólo en el barrio pobre había gente que sufría en silencio, sin vocabulario para explicar la intensidad de un dolor, su ubicación o su naturaleza. En aquellas chozas de barro o de hojalata, donde muchas veces los enfermos yacían en el suelo, sin siquiera una manta, Plarr debía realizar su propia interpretación guiándose por un temblor de la piel o un movimiento nervioso de los ojos.

—La disciplina es más necesaria para mí que para otros escritores más fáciles —repetía Jorge Julio Saavedra—. Otros tienen talento, yo tengo un daimon. El talento es amistoso. El daimon es destructor. No se imagina cómo sufro cuando escribo. Tengo que obligarme a mí mismo a sentarme, pluma en mano, para empezar la lucha en busca de la expresión. Usted recordará a ese personaje de mi último libro, Castillo, el pescador, empeñado en una lucha incesante con el mar sólo para obtener una magra redada. En cierto modo, Castillo es el retrato del artista. Semejante agonía cotidiana y el resultado… quinientas palabras. Muy poca cosa.

—Creo recordar que Castillo moría de un balazo, en un bar, defendiendo a una hija tuerta a la que querían violar.

—Ah, sí, me alegra que haya advertido el símbolo del Cíclope —dijo el doctor Saavedra—. Un símbolo del arte del novelista. Un arte tuerto, porque un solo ojo concentra su visión. El escritor difuso siempre mira con los dos ojos. Incluye demasiado… como en una pantalla de cine. ¿Y el violador? Quizá represente esa melancolía que desciende sobre mí durante semanas enteras, cuando lucho horas y horas en mi labor cotidiana.

—Espero que los comprimidos que le receté le hayan servido de algo…

—Sí, sí, me ayudan un poco, desde luego, pero a veces pienso que lo único que me salva del suicidio es mi disciplina diaria. El suicidio… —repitió Saavedra, con el tenedor suspendido en el aire.

—Oh, vamos, su fe no le permitiría…

—En esos momentos de depresión, doctor, ya no tengo fe. En una noche oscura. ¿Pedimos otra botella? Este vino mendocino no está del todo mal…

Después de la segunda botella, el novelista reveló otro aspecto de su disciplina: su visita semanal a la casa de la señora Sánchez. Explicó que no se trataba tanto de mantener calmado su cuerpo como de impedir que deseos inoportunos se interpusieran entre él y su obra. Y esa visita semanal le enseñaba muchas cosas sobre la naturaleza humana. En la vida social de la ciudad no había contacto entre clases. Cenar en casa de la señora de Escobar o de la señora de Vallejo no podía darle una imagen de la vida de los pobres. El personaje de Carlota, la hija de Castillo, el pescador heroico, estaba inspirado en una muchacha que había conocido en el establecimiento de la señora Sánchez. Desde luego, tenía dos ojos. Y en realidad era muy bonita. Pero cuando empezó a escribir la novela, pensó que su belleza daba un tono falso y trivial al relato: no encajaba con la hosca severidad de la vida del pescador. Y hasta convertía en un personaje convencional al violador. Las chicas bonitas eran violadas sin cesar, sobre todo en los libros de sus contemporáneos, los escritores fáciles de talento reconocido.

Al final de la comida, el novelista persuadió fácilmente a Plarr de que lo acompañara en su visita disciplinaria. A Plarr le tentaba más la curiosidad que el deseo sexual. Salieron del restaurante a medianoche y fueron caminando. Aunque las autoridades protegían a la señora Sánchez, era mejor no dejar el coche frente a su casa, por si algún policía curioso anotaba el número de la matrícula. Ese dato podía resultar poco conveniente en la ficha policial de uno. El doctor Saavedra llevaba zapatos puntiagudos, muy lustrados, y al caminar parecía ir a saltos, porque era un poco patituerto. Casi daban ganas de comprobar si dejaba huellas de pájaro sobre la acera polvorienta.

La señora Sánchez estaba sentada en una mecedora, frente a su casa. Era una mujer muy corpulenta, con hoyuelos en la cara y una sonrisa de bienvenida en la cual la bondad estaba totalmente ausente, como si su dueña la hubiera perdido un momento antes, igual que un par de gafas. El novelista presentó al doctor Plarr.

—Siempre es un placer para mí conocer a un médico —dijo la señora Sánchez—. Podrá comprobar lo bien cuidadas que están las muchachas. Yo llamo siempre a su colega, el doctor Benevento, un caballero muy simpático.

—Sí, eso me han dicho. Yo no lo conozco —dijo Plarr.

—Viene todos los jueves por la tarde. Las muchachas lo quieren mucho.

Atravesaron el estrecho zaguán iluminado. Salvo por la presencia de la señora Sánchez en su mecedora, no había signos externos que diferenciaran su establecimiento de las demás casas de esa calle respetable. Un buen vino no necesita demasiada publicidad, pensó Plarr.

Era una casa muy diferente de los prostíbulos clandestinos que Plarr había visitado ocasionalmente en la capital. En Buenos Aires, eran pequeñas habitaciones, con los postigos cerrados y llenas de muebles burgueses. Pero en esta casa flotaba una agradable atmósfera rural. En torno a un patio del tamaño de una pista de tenis había una serie de cuartos pequeños. Cuando Plarr se sentó, vio dos puertas abiertas y pensó que aquellas habitaciones parecían más alegres, más limpias y de mejor gusto que la del doctor Humphries en el Hotel Bolívar. En cada una había una imagen con una vela encendida que daba a los pulcros interiores más aire de hogar que de lugar de transacciones. Un grupo de muchachas estaba sentado ante una mesa, a un lado, mientras otras dos charlaban con dos jóvenes, apoyadas en las columnas de la galería que rodeaba el patio. No había indicios de prisa; era evidente que la señora Sánchez era tajante en cuanto a eso, y en ese lugar cualquier hombre podía tomarse el tiempo que necesitaba. Un hombre estaba sentado a solas frente a una copa y otro, vestido como un peón, permanecía junto a una columna observando a las mujeres con expresión desdichada y ansiosa (quizá no tenía dinero siquiera para pagarse un trago).

Una muchacha llamada Teresa apareció de inmediato («Whisky, —aconsejó Saavedra—, aquí el coñac no es de fiar»), y después se sentó con ellos sin que la invitaran.

—Teresa es de Salta —explicó Saavedra, abandonando su mano al cuidado de la muchacha, como si dejara un guante en un vestuario. Teresa la volvió a uno y otro lado y examinó los dedos como buscando agujeros.

—Pienso situar la acción de mi próxima novela en Salta —continuó Saavedra.

—Espero que su daimon no insista en que la muchacha sea tuerta.

—Se burla usted de mí porque no sabe cómo trabaja la imaginación de un artista. Un artista tiene que transformar la realidad. Mírela: esos grandes ojos castaños, esos pechos pequeños y firmes… es realmente muy bonita.

La muchacha sonrió agradecida y le rascó la palma de la mano con la uña.

—Pero ¿qué representa? No estoy pensando en una historia de amor para una revista femenina. Mis personajes deben simbolizar algo que los trascienda. Se me ha ocurrido que si le faltara una pierna…

—Claro, una muchacha con una sola pierna es más fácil de violar.

—En mi relato no se produce ninguna violación. Pero piense en una mujer hermosa y con una sola pierna… ¿No comprende el sentido que puede tener eso? Imagine su modo de caminar, sus momentos de desesperación, los hombres que creen hacerle un favor cuando se acuestan con ella una sola noche. Y piense en la fe obstinada que esa mujer puede tener en un futuro mejor. Por primera vez me he propuesto escribir una novela con sentido político.

—¿Político? —preguntó Plarr, sorprendido.

En ese instante se abrió la puerta de una de las habitaciones y salió un hombre. Encendió un cigarrillo y bebió un trago de una copa sin terminar. Plarr pudo ver, a la luz de la vela frente a la imagen, a una muchacha delgada que arreglaba la cama. Estiró la colcha con esmero y luego salió para reunirse con sus compañeras frente a la mesa común. La esperaba un vaso de naranjada sin terminar. El peón la miró con famélica ansiedad.

—¿No te molesta ese hombre? —preguntó Plarr a Teresa.

—¿Qué hombre?

—Ese que se queda ahí mirando, sin hacer nada.

—Déjelo que mire, pobre hombre, no hace ningún mal y no tiene con qué pagar.

—Le estaba hablando de mi novela política —dijo Saavedra con irritación, retirando su mano de la de Teresa.

—Pero no entiendo qué tiene que ver lo de la pierna…

—Es un símbolo de este pobre país inválido, donde todavía esperamos…

—¿Lo entenderán sus lectores? Yo pensaba que se trataba de algo más directo. Esos estudiantes del año pasado, en Rosario…

—Si se quiere escribir una novela de crítica social que tenga un valor perdurable no se puede caer en detalles ínfimos que sólo tienen sentido en un momento dado. Los asesinatos, los secuestros, la tortura de los prisioneros… todo eso pertenece a nuestra época. Pero yo no quiero escribir sólo para esta década.

—Hace trescientos años los españoles torturaban a sus prisioneros —murmuró Plarr, e instintivamente miró a la muchacha sentada ante la mesa común.

—¿Esta noche no viene conmigo? —preguntó Teresa a Saavedra.

—Sí, sí, ya iré. Ahora estoy hablando con mi amigo de algo muy importante.

Plarr advirtió en la frente de la otra muchacha un pequeño lunar gris bajo del arranque del pelo, en el punto donde las muchachas hindúes llevan el signo rojo de su casta.

—Un poeta —y el verdadero novelista siempre es en cierto modo un poeta— aspira a lo absoluto. Shakespeare evitó la política de su tiempo. No le interesaban Felipe de España ni piratas como Drake. Se valía de la historia del pasado para expresar lo que yo llamo la abstracción de la política. Hoy un novelista que quiera representar la tiranía no debería describir las actividades del general Stroessner en el Paraguay: eso es periodismo, no literatura. Tiberio es un ejemplo mejor de poeta.

Plarr pensó lo agradable que sería llevarse a la muchacha al cuartito. Hacía más de un mes que no se acostaba con una mujer. Y es asombroso con qué facilidad un detalle superficial, como un lunar en un sitio insólito, despierta el interés sexual.

—Sin duda entiende usted lo que quiero decir…

—Sí, sí, desde luego.

Ciertos escrúpulos impedían a Plarr transitar en seguida por el camino ya recorrido por otro hombre. Se preguntó a sí mismo qué intervalo dejaría pasar. Media hora, una hora… ¿o simplemente la ausencia física de su predecesor, que ya había pedido otra copa?

—Me doy cuenta de que el tema no le interesa —dijo Saavedra, decepcionado.

—El tema… perdóneme. Creo que he bebido demasiado esta noche.

—Hablaba de política.

—Claro que me interesa la política. Yo mismo soy una especie de refugiado. Y mi padre… Ni siquiera sé si vive. Quizás haya muerto. Quizás lo asesinaron. Quizás esté encerrado en alguna comisaría al otro lado de la frontera. El general no cree en las cárceles para los presos políticos; los deja pudrirse en las comisarías de todo el país.

—Eso es exactamente lo que quiero decir, doctor. Desde luego, comprendo sus sentimientos. Pero ¿cómo puedo transformar en arte la historia de un hombre encerrado en una comisaría?

—¿Por qué no?

—Porque es un caso especial. Es una situación que pertenece a esta década. Y yo espero que mis libros serán leídos en el siglo XXI, al menos por lectores inteligentes. He procurado que mi pescador, Castillo, sea atemporal.

Plarr pensó que muy pocas veces se había acordado de su padre; y quizá fuera un sentimiento de culpa por su seguridad y su comodidad actuales lo que le hizo contestar con irritación:

—Su pescador es atemporal porque nunca ha existido. De inmediato lamentó sus palabras.

—Discúlpeme —dijo—. ¿No cree que deberíamos tomar otra copa? Además, creo que somos descorteses con su encantadora compañera.

—Hay cosas más importantes que Teresa —dijo Saavedra, aunque volvió a dejar su mano en la de ella—. ¿No hay aquí ninguna muchacha que le guste?

—Sí, hay una, pero ya ha encontrado otro cliente.

La muchacha del lunar se había reunido con el hombre que bebía en solitario y ambos iban ahora hacia el cuartito. Cuando pasó frente a su anterior compañero ni siquiera lo miró; tampoco él tuvo la curiosidad de levantar los ojos hacia su sucesor. En un prostíbulo había algo clínico que atraía a Plarr. Era como observar a un cirujano que lleva a un nuevo paciente al quirófano: la operación anterior ha resultado un éxito y se ha borrado de la memoria. Sólo en la televisión el amor, la ansiedad o el miedo se infiltran en las salas de los hospitales. Los primeros años pasados en Buenos Aires, mientras su madre se quejaba y dramatizaba y lloraba por el destino de su marido ausente, y después, cuando empezó a consolarse con dulces y helados de chocolate, habían hecho recelar a Plarr de toda emoción que se cura con medios tan simples como un orgasmo o un éclair… De pronto recordó una conversación, si así podía llamársela, con Charley Fortnum.

—¿Conoces a una muchacha que se llama María?

—Aquí hay varias Marías —respondió Teresa.

—Es de Córdoba.

—Ah, ésa. Murió hace un año. Ésa era mala de veras. Alguien la mató de una puñalada. Al pobre tipo lo mandaron a la cárcel.

—Creo que será mejor que me vaya con la muchacha —dijo Saavedra—. Lo siento. No tengo muchas oportunidades de hablar de literatura con un hombre culto. En cierto modo, preferiría tomar otra copa y seguir nuestra conversación.

Miró su mano prisionera como si perteneciera a otro y no tuviera el derecho de cogerla.

—Habrá otras ocasiones —lo alentó Plarr. El novelista se rindió.

—Vamos, muchacha —dijo, levantándose—. ¿Me esperará, doctor? Esta noche no tardaré mucho.

—Quizás aprenda mucho sobre Salta.

—Sí, pero siempre hay un momento en que un escritor tiene que decir «basta». No hay que saber demasiado.

Plarr tuvo la impresión de que bajo el influjo del alcohol Jorge Julio Saavedra empezaba a repetir una conferencia dada alguna vez en algún club femenino de Buenos Aires.

Teresa lo llevó de la mano. Saavedra la siguió de mala gana hacia la vela encendida frente a una estatua de la santa de Ávila. La puerta se cerró tras de ellos. La obra de un novelista, había dicho alguna vez tristemente a Plarr, nunca termina.

Ésa era una noche muy tranquila en el establecimiento de la señora Sánchez. Todas las puertas estaban abiertas, salvo las dos que ocultaban a Teresa y a la muchacha del lunar. Plarr terminó su bebida y salió del patio. Estaba seguro de que el novelista, a pesar de su promesa, tardaría bastante tiempo. Después de todo, debía tomar una decisión: ¿amputaría la pierna de la muchacha en el fémur o en la rodilla?

La señora Sánchez seguía tejiendo. Una amiga le hacía compañía. Estaba sentada en otra mecedora y también hacía punto.

—¿Ha encontrado alguna chica? —preguntó la señora Sánchez.

—No. Pero mi amigo sí.

—¿No había ninguna que le gustara?

—Oh, no es eso. He bebido demasiado durante la cena.

—Su colega, el doctor Benevento, podrá decirle que mis chicas son muy limpias.

—Estoy seguro de ello. Volveré, señora Sánchez.

Pero pasó más de un año antes de que volviera. Y buscó en vano a la muchacha con el lunar en la frente. Su ausencia no lo sorprendió ni lo decepcionó. Quizás estuviera con la menstruación; en todo caso, las chicas cambian frecuentemente en esos establecimientos. Teresa fue la única a la que reconoció. Se quedó con ella una hora. Hablaron de Salta.