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El doctor Plarr recordaba muy bien la ocasión en que conoció a Charley Fortnum. Había sido pocas semanas después de su llegada de Buenos Aires. El cónsul honorario estaba completamente borracho y no podía caminar. Plarr andaba por la calle Bolívar cuando un anciano se asomó a la ventana del Club Italiano y le pidió ayuda.

—Ese camarero de mierda se ha ido —explicó, hablando en inglés.

Cuando Plarr entró en el club, vio a un hombre que parecía muy contento, salvo que no podía ponerse de pie. Pero eso no le preocupaba. Dijo que estaba muy cómodo en el suelo.

—Me he sentado sobre cosas peores —dijo—, incluso sobre caballos.

—Si usted lo coge de un brazo —dijo el anciano—, yo lo cogeré del otro.

—¿Quién es?

—El caballero que ve usted sentado en el suelo y que se niega a levantarse es el señor Charley Fortnum, el cónsul honorario de Inglaterra. Usted es el doctor Plarr, ¿no es cierto? Mucho gusto. Yo soy el doctor Humphries. Doctor en Letras, no en Medicina. Puede decirse que nosotros tres somos los pilares de la colonia inglesa. Pero un pilar se ha caído.

—Se equivocaron de medida —dijo Fortnum.

Agregó algo acerca del vaso inapropiado y continuó:

—Uno se confunde cuando no utiliza el vaso que debe…

—¿Estaba celebrando algo? —preguntó Plarr.

—La semana pasada le llegó el nuevo Cadillac y hoy ha encontrado un comprador. —¿Han cenado ustedes aquí?

—Él quería invitarme al Nacional, pero está demasiado borracho para el Nacional, y hasta para mi hotel… Ahora tenemos que arreglárnoslas para llevarlo a su casa. Pero él insiste en ir a casa de la señora Sánchez.

—¿Es una amiga de él?

—De casi todos los hombres de esta ciudad. Es la dueña del único prostíbulo decente en el lugar… o al menos eso dicen. No soy buen juez en esa materia.

—Supongo que los prostíbulos son ilegales —dijo Plarr.

—No en esta ciudad. No se olvide de que es una zona militar. Los militares no admiten que nadie les dé órdenes desde Buenos Aires.

—¿Y por qué no lo deja ir?

—Ya ve usted por qué… no puede ponerse en pie.

—Sin duda lo más interesante de un prostíbulo es que es un lugar donde uno puede estar tumbado.

—Sí, pero algo tiene que levantarse —dijo Humphries con inesperada vulgaridad y expresión de asco.

Al fin lograron arrastrar entre los dos a Charley Fortnum, cruzaron la calle y lo llevaron al cuartito que Humphries ocupaba en el Hotel Bolívar. En aquella época había menos fotografías en la pared porque había menos manchas de humedad, y la ducha aún no goteaba.

Los objetos inanimados cambian a un ritmo más rápido que los seres humanos. Humphries y Plarr no parecían hombres muy diferentes aquella noche de lo que eran ahora; una grieta en el revoque de una casa abandonada se ahonda más rápido que una arruga en un rostro humano, la pintura cambia de color más velozmente que el pelo y el deterioro de una habitación es continuo; nunca le llega esa parada provisional que es la elevada meseta de la vejez, donde un hombre puede vivir largo tiempo sin cambio aparente. Humphries se había asentado en esa meseta hacía muchos años; y aunque Charley Fortnum estaba aún en la ladera, había encontrado un arma eficaz en su lucha contra la senilidad: había conservado en alcohol algo de la alegría y el candor de la juventud. A medida que pasaban los años, Plarr sólo podía advertir cambios mínimos en sus dos viejos amigos: quizás Humphries se desplazara más lentamente entre el Bolívar y el Club Italiano; y a veces creía percibir en Charley Fortnum zonas de melancolía cada vez mayores, como una especie de moho, en su afabilidad bien embotellada.

Plarr dejó a Fortnum con Humphries en el Hotel Bolívar y regresó en busca de su automóvil. Vivía en el mismo apartamento que ocupaba ahora. Todavía brillaban luces en el puerto, donde los obreros trabajaban toda la noche. En un lanchón habían armado una torre de metal desde la cual un tubo de hierro golpeaba el fondo del Paraná. Pum, pum, pum, el ruido resonaba como tambores tribales. Desde un segundo lanchón se extendían largas tuberías, unidas a alguna máquina bajo el agua, que extraían cantos rodados del lecho del río y los transportaban con gran estrépito hacia una caleta a un kilómetro de distancia. El gobernador designado por el nuevo presidente, después del golpe de Estado de aquel año, planeaba ahondar el puerto para que pudiera admitir ferris de mayor calado desde el Chaco y barcos de pasajeros más grandes procedentes de la capital. Después de un segundo golpe militar, esta vez en Córdoba, el gobernador había caído y el proyecto había sido abandonado, lo que supuso una ventaja para el sueño de Plarr. Decían que el gobernador del Chaco no estaba dispuesto a gastar el dinero necesario para ahondar su lado del río; y los barcos de pasajeros de la capital ya eran demasiado grandes, en la estación seca, para ir más allá de la ciudad, donde los pasajeros debían trasbordar a barcos más pequeños para hacer el viaje al Paraguay. Era difícil juzgar quién había cometido el error inicial, si era un error. La pregunta Cui bono? no podía hacerse a un individuo determinado, puesto que todos los contratistas se habían beneficiado y sin duda habían compartido sus beneficios con otros. Las obras portuarias habían producido grandes mejoras antes de ser abandonadas: un piano de cola en una casa, una nueva nevera en la cocina de alguien, y quizás uno o dos cajones de whisky nacional en el sótano de algún oscuro subcontratista, hasta entonces muy poco avezado en alcoholes.

Cuando Plarr regresó al Hotel Bolívar, encontró a Charley Fortnum bebiendo un café muy fuerte, hecho en un calentador instalado sobre el mármol del lavabo, entre la jabonera y el cepillo de dientes de Humphries. Ya estaba mucho más coherente y era tanto más difícil disuadirlo de que visitara a la señora Sánchez.

—Hay una muchacha allí —dijo—. No es lo que piensan ustedes: es una muchacha de veras. Tengo que verla de nuevo. La última vez, yo no estaba en muy buenas condiciones…

—Ahora tampoco lo está —dijo Humphries.

—Ustedes no me entienden. Lo único que quiero es hablar con ella. No todos somos unos libertinos de mierda, Humphries. Hay algo especial en María. No tiene nada que ver con ese lugar.

—Me imagino que será una puta como todas las demás —dijo el doctor Humphries, aclarándose la garganta. Plarr advertiría muy pronto que cada vez que Humphries desaprobaba un tema, carraspeaba.

—Por eso les digo que ustedes se equivocan —continuó Charley Fortnum, aunque Plarr no había expresado su opinión—. María es distinta de las demás. Tiene cierto refinamiento. Su familia es de Córdoba. Tiene buena sangre, o yo no me llamo Charley Fortnum. Sé que me toman por un imbécil, pero hay algo bueno… casi virginal en esa muchacha.

—Y usted es el cónsul aquí, honorario o no. No tiene nada que hacer en semejante lugar.

—Yo respeto a esa muchacha —dijo Charley Fortnum—. La respeto hasta cuando me acuesto con ella.

—Es lo único que podrá hacer esta noche.

Tras unos minutos de persuasión algo más violenta, Fortnum consintió en que lo llevaran hasta el automóvil de Plarr.

Allí permaneció en silencio algún tiempo, mientras su mentón se sacudía con los movimientos del coche. De pronto dijo:

—Es que uno envejece… Usted es joven. No tiene recuerdos, nostalgias… ¿Es casado? —preguntó bruscamente, mientras torcían por la calle San Martín.

—No.

—Yo me casé una vez… —dijo Fortnum—. Hace veinticinco años. Ahora me parece que fue hace un siglo. La cosa no salió bien. Ella era una intelectual. ¿Comprende lo que quiero decir? Era una mujer que no entendía la naturaleza humana.

Por una asociación de ideas que Plarr no pudo seguir, Fortnum pasó a su estado actual.

—Siempre me siento mucho más humano cuando he bebido un poco más de media botella —dijo—. Menos de la mitad no sirve de nada. Pero un poco más… Claro que el efecto no dura, pero sentirse realmente bien durante media hora compensa la tristeza que uno siente después.

—¿Se refiere usted al vino? —preguntó Plarr, incrédulo: no podía imaginar que Fortnum hubiera sido tan moderado.

—Vino, whisky, ginebra, da lo mismo… Lo que importa es la medida. Hay algo psicológico en la medida. Menos de media botella, y Charley Fortnum es un pobre hijo de puta sin más compañía que La Niña de mis ojos.

—¿La Niña de sus ojos?

—Mi arrogante y bien cuidado corcel. Pero un vaso después de media botella… cualquier vaso, hasta un vaso de licor, es la medida exacta… y Charley Fortnum vuelve a ser él mismo. Un tipo que puede alternar con la nobleza. Una vez fui a un picnic en las ruinas con unos nobles. Nos tomamos dos botellas entre los tres; les aseguro que fue un día de los buenos… Pero ésa es otra historia. Como la del capitán Izquierdo. Recuérdeme que algún día le cuente lo del capitán Izquierdo.

Para un extranjero era muy difícil seguir las asociaciones de Fortnum.

—¿Dónde queda el Consulado? ¿Hay que doblar en la próxima esquina a la izquierda?

—Sí, pero podemos doblar en la siguiente, o en la tercera, y dar un paseíto. Me gusta charlar con usted, doctor. ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Plarr.

—¿Sabe cuál es mi apellido?

—Sí.

—Mason.

—Creía que…

—Así me llamaban en el colegio. Mason. Fortnum and Mason[2] los inseparables gemelos. Fui al mejor colegio inglés de Buenos Aires. Pero mi carrera no llegó a ser distinguida… Es un buen término para describirme. La medida exacta. Ni poco ni mucho… Nunca obtuve ningún premio y el único deporte que practicaba eran las canicas. No era un colegio reconocido oficialmente, pero sí muy esnob. Sin embargo, el rector, no el rector que yo conocía, y que se llamaba Arden (nosotros le decíamos Smells[3]), bueno… el nuevo rector me escribió una carta de felicitación cuando me nombraron cónsul honorario. Claro que yo le escribí primero para darle la buena noticia, así que el tipo no tenía más remedio que contestarme…

—Avíseme cuando lleguemos al Consulado.

—Ya lo hemos pasado, amigo. Pero no se preocupe. Tengo la cabeza clara. No tiene más que doblar primero a la derecha y después otra vez a la izquierda. Cuando me siento como hoy puedo ir en coche toda la noche. Con alguien que me caiga simpático. No se preocupe por las direcciones de las calles. Este coche goza del privilegio diplomático: la placa CE. En esta ciudad no podría hablar con nadie como usted, doctor. Los latinos son gente orgullosa, pero sin sentimientos. No como nosotros, los ingleses. No tienen sentido del hogar. Las pantuflas, los pies sobre la mesa, el vaso amigo, la puerta siempre abierta… Humphries no es mal tipo… Es inglés, como usted y como yo. ¿O es escocés? Pero tiene la mentalidad de un… pedagogo. Éste es otro buen término. Siempre trata de corregir mi conducta, aunque a decir verdad no me porto tan mal. Si esta noche estoy un poco meado es por culpa de las copas… ¿Cuál es su nombre de pila, doctor?

—Eduardo.

—Pero yo creía que usted era inglés…

—Mi madre es paraguaya.

—Puede llamarme Charley. ¿Me permite que lo llame Ted?

—Llámeme como quiera. Pero dígame, por Dios, ¿dónde queda el Consulado?

—En la próxima esquina. Pero no se haga muchas ilusiones. No hay salones de mármol, ni arañas de cristal, ni palmeras en tiestos. No es más que un apartamento de soltero: un escritorio, un dormitorio… y el baño y la cocina, desde luego. Lo mejor que puede uno esperar de esos hijos de puta de Londres… No tienen sentido del orgullo nacional. Ahorran centavos por un lado y despilfarran millones por el otro. Pero tiene usted que ir a ver mi campo. Es mi verdadero hogar. Casi cuatrocientas hectáreas. Trescientas veinte, a decir verdad. Casi la mejor hierba mate de la zona. Podríamos ir ahora mismo, está apenas a tres cuartos de hora de aquí. Podríamos dormir allí y después… un buen trago para reanimarnos. Tengo whisky importado.

—Esta noche no. Tengo que atender a mis pacientes por la mañana.

Pararon frente a una vieja casa colonial con columnas corintias; el revoque blanco brillaba a la luz de la luna. En el primer piso sobresalía un asta de bandera y un escudo exhibía las armas reales. Charley Fortnum se tambaleó ligeramente en la calle, mirando hacia arriba:

—¿Es así o me lo parece a mí?

—¿Qué cosa?

—El asta. ¿No se inclina demasiado?

—Creo que la inclinación es normal.

—Quisiera que nuestra bandera fuera más simple… Una vez, para el cumpleaños de la reina, la colgué al revés. No me pareció que la cosa fuera tan grave. Pero Humphries se enojó y me dijo que mandaría una carta al embajador. Suba y tómese un trago.

—Tengo que volver a casa… si es que usted puede arreglárselas solo.

—Le aseguro que es auténtico whisky importado. Consigo Long John en la Embajada. Aquí todos prefieren Haig. Pero Long John regala un vaso por cada botella. Unos vasos muy bonitos, con las medidas marcadas: Women, Men, Shipmaster[4]. Desde luego, yo me considero Shipmaster. Tengo docenas de vasos en el campo. Me gusta el término Shipmaster. Mucho más que el de Captain, que podría ser militar.

Tuvo las clásicas dificultades con la llave, pero consiguió abrir al tercer intento. Tambaleándose en el umbral dirigió a Plarr, que esperaba impaciente en la calle, un discurso bajo las columnas.

—Ha sido una noche agradable, Ted, aunque el goulash era una mierda. Y ha sido una buena ocasión para hablar en inglés, la lengua de Shakespeare. Se oxida por falta de uso… No crea que siempre estoy tan alegre como esta noche. Es la medida lo que importa. También tengo momentos de melancolía cuando estoy en compañía de un buen amigo. Y recuerde que cuando necesite un cónsul, aquí está Charley Fortnum para ayudarlo. Como a cualquier inglés, o escocés, o galés. Todos tenemos algo en común. Todos pertenecemos a ese maldito Reino que alguna vez estuvo Unido. La nacionalidad es algo más espeso que el agua. Aunque espeso es un término asqueroso, si se piensa en ello. Le recuerda a uno cosas que es mejor olvidar. ¿Nunca le dieron jarabe de higo, cuando era pequeño? No tiene más que subir. La puerta del medio. De todos modos, verá la placa de bronce. Hay que lustrarla siempre. Usted no se imagina las horas de trabajo que exige una placa de bronce. En comparación, cuidar a La Niña de mis ojos no es nada…

Entró en el oscuro vestíbulo y desapareció.

Plarr se dirigió en su coche hacia el nuevo edificio amarillo y escuchó el estrépito de la gravilla en las tuberías y el gemido de las máquinas herrumbradas. Ya acostado, y mientras esperaba conciliar el sueño, pensó que era muy poco probable que en el futuro encontrara algún punto en común con el cónsul honorario.

Aunque Plarr no tenía ninguna prisa por reanudar su relación con Charley Fortnum, un mes o dos después de su primer encuentro recibió ciertos documentos que debía certificar el cónsul británico.

El primer intento de ver al cónsul no tuvo éxito. Llegó al Consulado alrededor de las once de la mañana. La bandera flameaba desde la dudosa asta, azotada por el viento caliente y seco del Chaco. Se preguntó por qué estaría izada, hasta que recordó que ese día era el aniversario de la penúltima guerra mundial. Tocó el timbre y pronto notó que alguien atisbaba por la mirilla de la puerta. Retrocedió hasta la luz del sol para que pudieran verlo bien y de inmediato abrió la puerta una mujer baja, de piel oscura y nariz enorme. Lo miró con la expresión intensa y preocupada de un ave de presa habituada a observar a lo lejos en busca de carroña. Quizá le sorprendiera ver la carroña tan cerca y aún viva. No, el cónsul no estaba. No, no sabía cuándo volvería.

¿Al día siguiente? Quizá. No estaba segura. Plarr pensó que ésa no parecía la mejor manera de llevar un Consulado.

Plarr durmió una hora de siesta después de almorzar, y pasó por el Consulado antes de ir a visitar algunos pacientes que guardaban cama en el barrio popular… si podía llamarse cama a la cosa donde yacían. Fue una sorpresa agradable que el propio Charley Fortnum abriera la puerta. Durante el primer encuentro, el cónsul había dicho que tenía momentos de melancolía. Tal vez pasara por uno de esos momentos ahora. Miró al doctor con el ceño fruncido y una expresión a la vez recelosa e intrigada, como si algún recuerdo desagradable se agitara en su subconsciente.

—¿Sí?

—Soy el doctor Plarr.

—¿Plarr?

—Nos conocimos una noche, con Humphries.

—Ah… claro. Pase usted.

Tres puertas se abrían a un pasillo oscuro. Por una de ellas se filtraba olor a platos sucios. Quizá la otra daba a un dormitorio. La tercera estaba abierta y Fortnum lo hizo entrar por ella. Un escritorio, dos sillas, un fichero, una caja fuerte, una reproducción en colores del retrato de la reina pintado por Annigoni, con el cristal rajado. Eso era todo. Sobre el escritorio no había nada, salvo un calendario que anunciaba un té argentino.

—Lamento tener que molestarlo —dijo Plarr—. He venido esta mañana…

—No puedo estar siempre aquí. No tengo ayudante y tengo muchas obligaciones oficiales. Esta mañana… sí, estaba con el gobernador. ¿En qué puedo ayudarlo?

—He traído algunos documentos que deben certificarse.

—Enséñemelos.

Fortnum se sentó pesadamente y empezó a abrir una serie de cajones. De uno sacó un papel secante, de otro sobres y papel de escribir, de un tercero un sello y un bolígrafo. Empezó a disponerlos sobre el escritorio como si fueran piezas de ajedrez. Invirtió la posición del sello y el bolígrafo: quizás había puesto a la reina en el lado que no correspondía junto al rey. Leyó los documentos con aparente atención, pero sus ojos lo traicionaban: evidentemente, las palabras allí escritas no significaban nada para él. Después esperó a que Plarr firmara, selló los papeles y firmó a su vez: Charles Q. Fortnum.

—Son mil pesos —dijo—. No me pregunte por la Q. Prefiero ocultarlo.

No ofreció ningún recibo, pero Plarr pagó sin protestar.

—Tengo un dolor de cabeza terrible. Es el calor, la humedad… Este clima es inmundo. Sabe Dios por qué mi padre decidió vivir y morir en este sitio. ¿Por qué no se instalaría en el sur? En cualquier lugar, menos aquí.

—Si le sienta tan mal, ¿por qué no liquida todo y se va?

—Ya es demasiado tarde —dijo el cónsul—. El año próximo cumpliré sesenta y un años. ¿Qué se puede empezar, a los sesenta y uno? ¿No tiene una aspirina en ese maletín, Plarr?

—Sí. Tómela con agua.

—Démela así. Yo como las cosas. Hacen efecto más pronto.

Mascó la aspirina y pidió otra.

—¿No le encuentra un sabor desagradable?

—Estoy acostumbrado. Tampoco me gusta el sabor del agua de este lugar. Dios mío, hoy me siento como el mismo demonio.

—Si me permite, le tomaré la presión.

—¿Para qué? ¿Cree que tengo algo malo?

—No, pero a su edad siempre conviene vigilarse.

—No es mi presión lo que anda mal. Es la vida.

—¿Exceso de trabajo?

—No es exactamente eso… Pero hay un nuevo embajador que me persigue. —¿Por qué?

—Quiere un informe sobre la industria de la hierba mate en esta provincia. ¿Para qué? Nadie toma mate aquí. Ni siquiera lo habrán visto una vez, supongo. Pero tendré que trabajar una semana, yendo por malos caminos… ¡Y después los tipos de la Embajada se preguntan por qué importo un automóvil nuevo cada dos años! Tengo derecho a ello. Es mi derecho como diplomático. Soy yo quien lo paga y si decido venderlo es asunto mío, no del embajador. La Niña de mis ojos es más de fiar en esos caminos. No paso la cuenta de los gastos, aunque lo estropeo trabajando para la Embajada. Los de la Embajada son un montón de hijos de puta, Plarr. Hasta protestan por el alquiler que pago por esta oficina.

Plarr abrió su maletín.

—¿Qué diablos está haciendo?

—Pensé que quería que le tomara la presión.

—Entonces vayamos al dormitorio —dijo el cónsul—. Si viene la sirvienta le parecerá raro… y en un abrir y cerrar de ojos correrá por la ciudad el rumor de que me estoy muriendo. Y entonces lloverán las cuentas.

El dormitorio estaba casi tan vacío como el escritorio.

La cama estaba deshecha por la siesta y había una almohada en el suelo, junto a un vaso vacío. Sobre la cama colgaba la fotografía de un hombre con grandes bigotes y traje de montar, como un sustituto de la reina. El cónsul se sentó sobre el cubrecama arrugado y se descubrió el brazo. Plarr empezó a inflar la banda de goma.

—¿Usted cree que estos dolores de cabeza son un mal síntoma?

Plarr miró el cuadrante.

—Creo que lo malo es beber tanto a su edad —dijo, soltando el aire.

—Los dolores de cabeza son hereditarios. Mi padre tenía jaquecas terribles. Murió de repente. Un ataque. Es ése de la foto. Un gran jinete. Trató de enseñarme a montar, pero yo no podía soportar a esas bestias estúpidas.

—¿No me dijo que tenía un caballo? ¿La Niña de sus ojos?

—Oh, no es un caballo, es mi jeep. Nunca me verá a caballo. Dígame la verdad, por mala que sea, Plarr.

—Estos artefactos nunca dicen una verdad mala… ni buena. Pero tiene la presión un poco alta. Le recetaré unos comprimidos. Aunque quizá le convendría beber un poco menos.

—Es lo mismo que los médicos decían a mi padre. Una vez me dijo que podría haber comprado un montón de loros para que siempre chillaran lo mismo. Creo que me parezco a ese viejo de mierda… salvo en lo de los caballos. Les tengo pánico. «Hay que vencer el miedo, Charley, o el miedo te vencerá», me decía el viejo. ¿Cuál es su nombre de pila, Plarr?

—Eduardo.

—Mis amigos me llaman Charley. ¿Puedo llamarlo Ted?

—Si le parece bien…

Aunque por un camino más largo, Charley Fortnum, sobrio, había llegado al mismo grado de intimidad que en la última ocasión. Plarr se preguntó con qué frecuencia, si la relación entre ambos continuaba, deberían recorrer el mismo camino hasta llegar a la etapa final del «Charley» y el «Ted».

—¿Sabe que sólo hay otro inglés en esta ciudad? Se llama Humphries. Es profesor de inglés. ¿No lo conoce? —Estuvimos los tres juntos, una noche. ¿No se acuerda? Yo lo acompañé hasta aquí.

—No, no me acuerdo. No me acuerdo absolutamente de nada.

El cónsul honorario miró a Plarr con una expresión casi de terror.

—¿Es un mal síntoma? —preguntó.

—Oh… a todos nos pasa alguna vez, cuando estamos muy borrachos.

—Cuando lo he visto ante la puerta, por un momento he pensado que recordaba su cara. Por eso le he preguntado cómo se llamaba. Creía que le había comprado algo y me había olvidado de pagarle. Parece que deberé cuidarme un poco, ¿no cree? Por algún tiempo, al menos.

—No le vendría mal…

—Recuerdo muy bien algunas cosas, pero soy como el viejo… él también se olvidaba de casi todo. Una vez me caí del caballo… Se levantó de golpe sobre las patas traseras… Quería probarme… Me refiero al caballo… Yo tenía apenas seis años y la bestia sabía que no era más que un niño. Estábamos junto a mi casa, y mi padre estaba sentado en la galería. Me asusté pensando que se había enojado. Pero me asustó mucho más ver que cuando se inclinó para mirarme ni siquiera recordaba quién era yo. No estaba enfadado, sólo perplejo y preocupado, y volvió a su mecedora y cogió de nuevo su vaso. De modo que me fui a la cocina (la cocinera era muy amiga mía) y dejé a ese caballo de mierda. Ahora lo entiendo. Eso es lo que tenemos en común. Se olvidaba de todo cuando se emborrachaba. ¿Usted es casado, Ted?

—No.

—Yo estuve casado.

—Sí, ya me lo dijo.

—Me alegré de separarme. Pero hubiese querido tener un hijo. Cuando no hay hijos, generalmente la culpa es del hombre, ¿no es cierto?

—No. Creo que el problema puede estar en cualquiera de los dos.

—De todos modos, ahora ya no podré tener hijos.

—¿Por qué no? La edad no lo vuelve a uno estéril.

—Si tuviera un hijo, no le enseñaría a vencer el miedo, como hacía mi padre. El miedo forma parte de la naturaleza humana. Si uno vence el miedo, también vence la naturaleza humana. Es como destruir el equilibrio de la naturaleza. Una vez leí en un libro que si matáramos todas las arañas del mundo, nos ahogaríamos bajo el peso de las moscas. ¿Usted tiene hijos, Ted?

El nombre Ted producía un efecto irritante en el doctor Eduardo Plarr.

—No —dijo—. Si quiere llamarme por mi nombre de pila, llámeme Eduardo.

—Pero usted es tan inglés como yo.

—Soy medio inglés. Y mi mitad inglesa está en la cárcel, o bajo tierra. —¿Su padre?

—Sí.

—¿Y su madre?

—Vive en Buenos Aires.

—Qué suerte tiene usted. Alguien por quien vivir… Mi madre murió al nacer yo.

—Ése no es un motivo para matarse bebiendo.

—Bueno, no bebo por eso. Sólo he mencionado a mi madre de pasada. ¿De qué sirve un amigo, si uno no puede hablar con él?

—Un amigo no es el mejor psiquiatra.

—Parece usted un hombre duro, Ted. ¿Nunca ha querido a nadie?

—Depende de lo que entienda usted por querer.

—Usted analiza demasiado —dijo Charley Fortnum—. Es un defecto de los jóvenes… Yo digo siempre que no hay que levantar demasiadas piedras. No se sabe nunca lo que se encontrará debajo.

—Mi trabajo consiste en levantar piedras —dijo Plarr—. Adivinar no es lo más aconsejable cuando se hace un diagnóstico.

—¿Y cuál es su diagnóstico?

—Le recetaré algo. Pero no le servirá de nada si no bebe menos.

Volvió al despacho del cónsul. Estaba irritado por el tiempo que había perdido. Podía haber visitado a tres o cuatro pacientes en el barrio pobre de la ciudad durante el rato dedicado a oír la autocompasión del cónsul honorario. Se sentó ante el escritorio y escribió la receta. Era la misma sensación de tiempo perdido que tenía cuando visitaba a su madre y ella se quejaba de sus dolores de cabeza y de su soledad, sentada frente a una fuente de éclairs en el mejor salón de té de Buenos aires. Siempre insinuaba que su marido la había abandonado, porque el primer deber de un marido es cuidar de su mujer y de sus hijos… Y él hubiese debido acompañarlos.

Charley Fortnum se puso la chaqueta en la habitación de al lado.

—¿Ya se va? —exclamó.

—Sí. Le he dejado la receta en el escritorio.

—¿Por qué tanta prisa? Quédese y tómese un trago.

—Tengo pacientes que visitar.

—Bueno, yo también soy su paciente… ¿no?

—No el más importante —dijo el doctor Plarr—. La receta sirve sólo para una vez. Tendrá comprimidos para un mes. Después veremos.

Plarr cerró la puerta del Consulado con alivio: el alivio que sentía siempre cuando salía del apartamento de su madre, después de una visita a la capital. No tenía tiempo para mal gastarlo con los incurables.