2

Plarr rehusó jugar una tercera partida y volvió en su automóvil a casa. Vivía en el último piso de un edificio de apartamentos amarillo, frente al Paraná. La casa era un viejo adefesio, pero el amarillo de la fachada iba diluyéndose año tras año. De todos modos, no podría permitirse una casa mientras viviera su madre. Era extraordinario lo mucho que podía gastar en dulces en la capital.

En el momento en que cerraba las persianas, el último ferry se acercaba a través del río; y cuando Plarr se metió en la cama, oyó el rugido de un avión que hacía un lento giro en el cielo: sonaba muy cerca, como si hubiera despegado pocos minutos antes. Lo cierto era que no se necesitaba mucho tiempo para sobrevolar la ciudad en jet rumbo a Buenos Aires o a Asunción; en todo caso, era demasiado tarde para un vuelo comercial. «Quizá sea el avión del embajador de los Estados Unidos, —pensó Plarr—·. Pero nunca imaginé que lo oiría». Apagó la luz y permaneció acostado en la oscuridad, pensando en todas las cosas que podrían haber salido mal mientras el ruido del aparato se desvanecía en dirección al sur. ¿A quién llevaría? Tenía ganas de llamar a Charley Fortnum, pero no se le ocurría ninguna excusa para molestarlo a esa hora. No podía preguntarle: «¿Qué le han parecido las ruinas al embajador? ¿Ha estado bien la cena? Me imagino que le habrán servido unos buenos bistecs en casa del gobernador…». No tenía costumbre de charlar con Charley Fortnum a esas horas. Charley no quería que perturbaran su intimidad conyugal.

Volvió a encender la luz. Era mejor leer que preocuparse, y como ya conocía el final sin posibilidad de equivocarse, la novela del doctor Saavedra obró como un buen sedante. Había poco tránsito en la costanera; en una ocasión pasó un coche de policía con la sirena aullando, pero Plarr no tardó en dormirse con la luz encendida.

Lo despertó el teléfono. Su reloj indicaba exactamente las dos de la madrugada. Era muy improbable que alguno de sus pacientes lo llamara a esa hora.

—Hola —dijo—. ¿Quién es?

Una voz desconocida contestó con extrema cautela:

—Nuestro espectáculo ha resultado un éxito.

Plarr preguntó:

—¿Quién habla? ¿Por qué me dice eso? ¿Qué espectáculo? No entiendo nada.

Hablaba con la irritación que produce el miedo.

—Pero nos preocupa uno de los actores. Se ha puesto enfermo.

—No sé de qué me está hablando.

—Me temo que su papel significó un esfuerzo demasiado grande para él…

Nunca le habían telefoneado con tanto descaro y a semejante hora. No había motivos para suponer que su teléfono estaba intervenido, pero nadie tenía derecho a correr el menor riesgo. Con frecuencia los refugiados del norte estaban sujetos a una discreta vigilancia en la zona fronteriza, a veces para protegerlos, desde la época de las guerrillas: algunos hombres habían sido llevados de nuevo al Paraguay, a través del Paraná, para morir allí. Había un médico exiliado en Posadas… Como era un hombre de su misma profesión, Plarr había pensado mucho en el caso de aquel médico desde que le revelaron los planes del espectáculo. La llamada telefónica a su apartamento sólo podía justificarse si había una urgencia extrema. La muerte de uno de los actores —según la reglas fijadas por ellos mismos— era cosa prevista y no justificaba la llamada.

—No sé de qué me está hablando. Se ha equivocado de número —dijo.

Colgó el auricular y se quedó mirando el teléfono como si hubiera sido un objeto negro y venenoso que sin duda volvería a atacar. Lo hizo dos minutos después. Plarr tuvo que responder: podía ser un paciente.

—¿Quién es?

—Tiene que venir. Puede morirse —dijo la misma voz.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Plarr, resignado.

—Pasaremos a buscarlo por la puerta de su casa dentro de cinco minutos, exactamente. Si no estamos entonces, vuelva a bajar dentro de diez minutos. Y si no, esté listo cada cinco minutos.

—¿Qué hora tiene usted?

—Las dos y seis minutos.

El doctor se puso un par de pantalones y una camisa. Después metió en un maletín las cosas que podría necesitar (con toda probabilidad se trataría de un balazo) y bajó rápidamente las escaleras en calcetines. Sabía que el ruido del ascensor era audible a través de las delgadas paredes de cada apartamento. A las dos y diez estaba fuera del edificio y a las dos y doce regresó a él y cerró la puerta. A las dos y dieciséis estaba esperando de nuevo en la calle y a las dos y dieciocho regresaba una vez más. El miedo lo ponía furioso. Su libertad, quizá su vida misma, parecían estar en manos muy torpes. Sólo conocía a dos miembros del grupo —habían sido condiscípulos suyos en Asunción— y quienes comparten nuestra niñez nunca parecen crecer… No confiaba más en su eficacia que cuando eran estudiantes; la organización a la que pertenecían en Paraguay, la Juventud Febrerista, poco había conseguido, salvo la muerte de casi todos los demás miembros durante una acción guerrillera mal planeada y mal dirigida.

En realidad, era precisamente esa sensación de habérselas con aficionados lo que lo había persuadido a participar. No había creído en sus planes: los había escuchado sólo en señal de amistad. Al preguntarles qué harían si surgían determinadas eventualidades, la crueldad de sus respuestas le hizo pensar en una representación teatral. (Los tres habían tomado parte años atrás en una representación estudiantil de Macbeth).

Ahora, mientras esperaba en el vestíbulo mirando intensamente la esfera luminosa de su reloj, comprendió que en ningún momento pensó que llegarían a la acción real. Inclusive cuando les había dado la información precisa sobre los movimientos del embajador norteamericano (se había enterado de los detalles mientras tomaba un Long John con Charley Fortnum) y les había entregado la droga que necesitaban, no creía que algo pudiera suceder de veras. Sólo esa mañana, al despertar y al oír la voz de León («El espectáculo sigue adelante»), se le ocurrió que después de todo esos aficionados podían ser peligrosos. ¿Quién estaría muriéndose? ¿Sería León Rivas? ¿O Aquino?

Eran las dos y veintidós cuando salió a la calle por tercera vez. Un automóvil dobló la esquina y se detuvo sin parar el motor. Una mano le hizo una señal.

A la luz del tablero de instrumentos no reconoció al hombre que iba al volante; pero pudo adivinar en la sombra quién era el otro hombre por la tenue barba que le delineaba el mentón. Era en un calabozo donde Aquino se había dejado crecer la barba y donde había empezado a escribir poesía; y era en un calabozo también donde había adquirido una devoradora pasión por el chipá, una torta de mandioca que sólo puede apreciarse cuando uno está medio muerto de hambre.

—¿Qué ha pasado, Aquino?

—El coche no arrancó. El carburador sucio. ¿No fue eso, Diego? Y además apareció un coche patrulla.

—Quiero decir quién se está muriendo.

—Espero que nadie.

—¿Y León?

—Está bien.

—¿Por qué me habéis llamado? Prometisteis no complicarme en el asunto. León me lo prometió.

Nunca los habría ayudado, a no ser por León Rivas. Había echado de menos a León tanto como a su padre cuando él y su madre partieron en el barco. León era alguien en cuya palabra creía poder confiar siempre, aunque después pensó que no había mantenido esa palabra, al enterarse de que León se había hecho sacerdote, en vez de convertirse en el intrépido abogado que defendería a los pobres y a los inocentes, como Perry Mason. En sus días de estudiante, León poseía una enorme colección de las hazañas de Perry Mason, rígidamente traducidas en una clásica prosa española. Las prestaba con gran cuidado, de una en una, a amigos escogidos. Delia, la secretaria de Perry Masan, fue la primera mujer que despertó el deseo sexual de Plarr.

—El padre Rivas nos ha pedido que viniéramos a buscarlo —dijo el hombre llamado Diego.

Plarr advirtió que seguía llamando padre a León, aunque Rivas había roto su segundo voto al dejar la Iglesia y casarse. Pero la ruptura de esta segunda promesa apenas preocupaba a Plarr, que nunca asistía a misa, salvo cuando acompañaba a su madre en una de sus raras visitas a la capital. Era como si León, a través de una serie de fracasos, luchara por retornar a la primera promesa hecha a los pobres, que nunca había olvidado. Aún era posible que terminara siendo abogado.

Doblaron por Tucumán y después por San Martín; a partir de entonces, Plarr evitó mirar hacia afuera. Era mejor ignorar a dónde iban. Si ocurría lo peor, quería hablar lo menos posible durante los interrogatorios.

Iban demasiado rápido y podían llamar la atención.

—¿No tiene miedo de las patrullas de policía? —preguntó.

—León conoce todos sus movimientos. Los ha estudiado durante un mes.

—Pero esta noche… sin duda habrá refuerzos…

—Habrán encontrado el automóvil del embajador en el alto Paraná. Estarán registrando todas las casas de la ribera y los habrán apostado en Encarnación, al otro lado del río. Habrán bloqueado el camino a Rosario. Aquí no deben de quedar patrullas. Necesitan hombres en otras partes. Y éste es el último lugar donde se les ocurrida buscarlo, con el gobernador esperando en su casa para llevarlo al aeropuerto…

—Espero que tenga usted razón…

Por un instante, sin proponérselo, Plarr levantó los ojos al ladearse un poco el coche para tomar una curva: vio en la calle una tumbona en la que estaba sentada una mujer madura y corpulenta. La conocía, así como conocía la estrecha puerta abierta tras ella. Era la señora Sánchez, que nunca se acostaba antes de que su último cliente se hubiese marchado. Era la mujer más rica de la ciudad, o al menos tenía fama de serlo.

—¿Qué ha pasado con la cena del gobernador? —preguntó Plarr—. ¿Cuánto tiempo habéis esperado?

Podía imaginar la confusión. Es imposible telefonear a un montón de ruinas.

—No sé.

—¿Pero no apostasteis a alguien para que vigilara?

—Ya teníamos bastantes cosas entre manos.

De nuevo los aficionados… Plarr pensó que Saavedra habría escrito mejor ese argumento. A esos muchachos les faltaba inventiva, si no machismo.

—He oído un avión. ¿Era el del embajador?

—Si lo era, debe de haberse ido vacío.

—Me parece que sabéis muy poco —dijo Plarr—. ¿Quién está herido?

De pronto, el automóvil se detuvo bruscamente al borde de un camino de tierra.

—Es aquí —dijo Aquino.

Plarr bajó y oyó que hacían retroceder el automóvil unos pocos metros. Permaneció inmóvil, esperando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y pudieran ver a la luz de las estrellas qué clase de lugar era ése. Era parte de la zona de chabolas situada entre la ciudad y el recodo del río. El camino era casi tan ancho como una calle de la ciudad, y Plarr pudo distinguir una casucha hecha con barro y latas de aceite, oculta entre los aguacates. A medida que sus ojos fueron habituándose, empezó a ver otras chozas escondidas como hombres al acecho. Aquino lo guió. Los pies del doctor se hundieron hasta los tobillos en el barro. Hasta un jeep hubiese tenido que pasar despacio por ese lugar. Si la policía hacía una incursión, tendrían tiempo de sobra para enterarse. Después de todo, quizá fueran aficionados con cierta inteligencia.

—¿Está aquí? —preguntó a Aquino.

—¿Quién?

—¡Por Dios! No hay micrófonos en los árboles. El embajador, desde luego.

—Sí. Está aquí. Pero no ha vuelto en sí después de la inyección.

Avanzaban lo más rápido que podían, pasando frente a varias chozas oscuras. El silencio parecía extraño. Ni se oía llorar a un niño. Plarr se detuvo para recobrar el aliento.

—Esta gente debe de haber oído el coche —murmuró.

—No hablarán. Creen que somos contrabandistas. De todos modos, no son amigos de la policía, como puedes imaginar.

Diego los guió hacia una parte donde el barro era aún más profundo. Hacía dos días que no llovía, pero en esa zona de los pobres el barro duraba hasta bien avanzada la estación seca. El agua no podía drenarse por ningún sitio; sin embargo, Plarr sabía muy bien que los habitantes tenían que caminar un kilómetro y medio para encontrar agua potable. Los niños —había tratado a varios de ellos— tenían vientres enormes por falta de proteínas. Quizás hubiera pasado muchas veces por este camino: era imposible distinguirlo de todos los demás y siempre necesitaba un guía cuando visitaba a un enfermo de esa zona. Por algún motivo recordó la novela de Saavedra. Pelear a cuchillo en defensa del propio honor y por una mujer era algo que pertenecía a otro mundo, absurdamente anticuado, que había dejado de existir, salvo en la imaginación romántica de escritores como Saavedra. El honor no significaba nada para los que se morían de hambre.

—¿Quién es? ¿Eduardo? —preguntó una voz.

—Sí. ¿Eres León?

Alguien sostuvo una vela el tiempo necesario para llegar hasta la puerta.

A la luz de la vela, Plarr vio al hombre que seguían llamando padre Rivas. Con sus pantalones vaqueros y su camiseta, León parecía tan delgado e inmaduro como el muchachito a quien había conocido en el país que estaba al otro lado del río. Tenía los ojos castaños demasiado grandes para su rostro, y las anchas orejas, implantadas casi en ángulo recto en el cráneo, le daban el aire de uno de los pequeños perros mestizos que pululaban en el barrio de los pobres. Había en sus ojos la misma dulce fidelidad, la misma vulnerabilidad en las orejas salientes. A pesar de su edad, podía haber pasado por un tímido seminarista.

—Has tardado mucho, Eduardo —se quejó suavemente.

—Díselo a tu chofer, a Diego.

—El embajador sigue en coma. Hemos tenido que darle otra inyección… Estaba demasiado agitado.

—Te dije que una segunda inyección sería peligrosa.

—Todo es peligroso —dijo suavemente el padre Rivas, como si estuviera aconsejando a alguien en el confesionario contra las tentaciones de la carne.

Mientras Plarr abría su maletín, el padre Rivas continuó:

—Respira con dificultad.

—¿Qué harás si deja de respirar del todo?

—Tendremos que cambiar de táctica.

—¿Cómo?

—Anunciaremos que ha sido ejecutado. La Justicia de la Revolución —agregó con una triste sonrisa—. Por favor, te lo ruego, haz todo lo que puedas.

—Desde luego.

—No queremos que muera —dijo el padre Rivas—. Nuestra tarea es salvar vidas.

Pasaron a la otra única habitación, donde habían improvisado una cama con un largo cajón de madera —Plarr no vio qué clase de cajón era— echándole unas mantas encima. Plarr oyó la respiración profunda y desigual del hombre drogado, como de alguien que lucha por despertar de una pesadilla.

—Acerca la luz —dijo.

Se inclinó y miró atentamente la cara enrojecida. Por un instante no pudo creer lo que veían sus ojos. Después, la sorpresa lo hizo reír.

—Oh, León —dijo—. Has elegido mal tu profesión.

—¿Qué quieres decir?

—Será mejor que vuelvas a la Iglesia. No sirves para secuestrador.

—No entiendo. ¿Está muriéndose?

—No te preocupes, León, no se morirá. Pero no es el embajador de los Estados Unidos.

—Que no es…

—Éste es Charley Fortnum.

—¿Quién es Charley Fortnum?

—El cónsul honorario de Inglaterra —dijo Plarr en el mismo tono de burla que habría empleado el docto Humphries.

—¡Es imposible! —exclamó el padre Rivas.

—Por las venas de Charley Fortnum corre alcohol, no sangre. La morfina que te di habría producido menos efecto en el embajador. El embajador no bebe alcohol. Iban a servir Coca-Cola en la cena de esta noche. Me lo dijo Charley. Dentro de un rato estará bien. Dejadlo dormir.

Pero antes de que salieran de la habitación, el hombre tendido en el cajón de madera abrió los ojos. Miró a Plarr y Plarr lo miró a su vez. Se preguntó si lo habría reconocido.

—Llévenme a casa —dijo Fortnum—. A casa… y se volvió para hundirse en un sueño aún más profundo.

—¿Te ha reconocido? —dijo el padre Rivas.

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Si te ha reconocido, las cosas se complicarán.

Alguien encendió otra vela en la habitación de al lado, pero nadie habló; era como si cada uno esperara en los ojos de los demás una sugerencia en cuanto a lo que podían hacer. Al fin, Aquino dijo:

—Esto no le gustará al Tigre.

—Si se piensa en ello, es más bien cómico —dijo Plarr—. El avión que he oído debía de ser el del embajador. Y él viajaría en ese avión. De regreso a Buenos Aires. Me pregunto cómo habrá resultado la cena del gobernador, sin intérprete.

Miró a cada uno en la cara, pero nadie respondió a su sonrisa.

En la habitación había dos hombres que no conocía; por primera vez vio a una mujer dormida en un rincón oscuro: la había tomado por un poncho tirado en el suelo. Uno de los hombres era un negro con la cara picada de viruelas, y el otro un indio que habló. Plarr no entendió lo que dijo. No hablaba en español.

—¿Qué dice, León?

—Miguel cree que deberíamos tirarlo al río.

—¿Y qué le has contestado?

—Le he dicho que a la policía le llamaría la atención un cadáver encontrado a trescientos kilómetros del automóvil.

—La idea es absurda —dijo Plarr—. No pueden asesinar a Charley Fortnum.

—No me parece que ése sea el término adecuado.

—¿Matar se ha convertido en un problema semántico para ti, León? Recuerdo que la semántica te interesaba mucho. En aquella época solías explicarme la Trinidad, pero tu explicación era más complicada que el catecismo.

—No queremos matarlo —dijo el padre Rivas—. Pero ¿qué podemos hacer? Te ha visto.

—No se acordará, cuando despierte. Siempre se olvida de todo cuando está borracho. ¿Cómo diablos habéis podido cometer semejante error? —agregó Plarr.

—Tengo que averiguarlo —dijo el padre Rivas, y empezó a hablar de nuevo en guaraní.

Plarr cogió una de las velas y fue hacia el otro cuarto. Charley Fortnum dormía plácidamente en el cajón como si estuviera en su cama doble de bronce, donde siempre dormía en el lado derecho, junto a la ventana. Los escrúpulos hacían que Plarr eligiera el lado izquierdo cuando se acostaba con Clara en la misma cama.

La cara de Fortnum siempre estaba enrojecida. Tenía la presión alta y le gustaba demasiado el whisky. Había pasado los sesenta, pero su pelo ralo conservaba un matiz suave y arratonado, como el de un niño, y el color de su tez producía una falsa impresión de salud para una mirada no profesional. Parecía un hombre que viviera al aire libre, un campesino. Y en verdad tenía una plantación a unos cincuenta kilómetros de la ciudad, donde cultivaba un poco de maíz y hierba mate. Le gustaba ir de campo en campo en un viejo jeep al que llamaba cariñosamente La Niña de mis ojos. «A galopar un poco», decía cuando ponía en marcha el motor.

De pronto levantó una mano y la agitó. Tenía los ojos cerrados. Estaba soñando. Quizá pensara que estaba saludando a su mujer y a su doctor, al dejarlos en la galería de su casa entregados a aburridos problemas médicos.

—Nunca he entendido el interior de las mujeres —había dicho en una ocasión Charley Fortnum—. Algún día tendrá que hacerme un dibujo.

Plarr volvió rápidamente a la otra habitación.

—Está bien, León. Puedes tirarlo en cualquier lugar del camino para que la policía lo encuentre.

—No podemos hacer eso. Quizá te ha reconocido.

—Duerme como un tronco. Además, no haría nada que pudiera perjudicarme. Somos viejos amigos.

—Creo que ya sé lo que ha ocurrido —dijo el padre Rivas—. La información que nos diste era correcta, salvo en un punto. El embajador vino desde Buenos Aires en automóvil; pasó tres noches en el camino porque quería conocer el país, y la embajada envió un avión desde Buenos Aires para que lo llevara de regreso, después de su cena con el gobernador. Todos estos detalles eran exactos, pero no nos dijiste que tu cónsul iría con él a las ruinas.

—No lo sabía. Él sólo me habló de la cena.

—Ni siquiera ha ido en el coche del embajador. En ese caso, por lo menos los habríamos cogido a los dos. Ha debido de ir en su propio coche y regresar mientras el embajador seguía dando vueltas por ahí. Nuestros hombres sólo esperaban que pasara un coche. El tipo que habíamos apostado ha dado la señal cuando lo ha visto pasar. El coche llevaba la bandera.

—La bandera inglesa, no la norteamericana. Y ni siquiera tiene derecho a llevar la inglesa…

—Es difícil ver en la oscuridad. Además, llevaba matrícula diplomática.

—Era CC, no CD.

—Las letras parecen las mismas en un coche que circula en la oscuridad. No podemos echarle la culpa al tipo. Solo en la oscuridad, probablemente asustado… A cualquiera le hubiera podido pasar. Una fatalidad.

—La policía todavía no debe de saber qué ha pasado con Fortnum. Si lo soltáis pronto…

Ante el silencio de esos hombres, Plarr se sintió como suplicando frente a un tribunal.

—Charley Fortnum no os sirve como rehén —dijo.

—Es miembro del cuerpo diplomático —dijo Aquino.

—No, no lo es. Un cónsul honorario es un caso especial.

—El embajador de Inglaterra tendrá que intervenir.

—Claro… Informará a Londres. Como lo haría con cualquier otro inglés. Si me secuestraran a mí o a Humphries haría lo mismo.

—Los ingleses pedirán a los norteamericanos que presionen al general, en Asunción.

—Los norteamericanos no harán nada de eso. ¿Por qué motivo lo harían? No van a enemistarse con su amigo, el general, por Charley Fortnum…

—Pero es un cónsul británico…

Plarr empezó a darse cuenta de que sería difícil convencerlos de que Charley Fortnum era insignificante.

—Ni siquiera tenía derecho a usar la placa CC en su coche. Tuvo problemas por eso.

—Creo que lo conocías bien —dijo el padre Rivas.

—Sí.

—¿Y le tenías simpatía?

—Sí, en cierto modo.

No era buena señal que León ya hablara de Fortnum en pretérito.

—Lo lamento. Te entiendo muy bien. Siempre es más fácil cuando se trata de extraños. Es como en el confesionario. Me molestaba mucho reconocer una voz. Uno puede ser mucho más duro con un extraño.

—¿Qué ganarás reteniéndolo, León?

—Hemos venido a la frontera con una misión. Mucha gente nuestra se sentirá desalentada si no pasa hada. En nuestra situación siempre tiene que pasar algo. Hasta el secuestro de un cónsul es algo…

—Un cónsul honorario —corrigió Plarr.

—Servirá de advertencia para los tipos más importantes.

Quizá se tomen en serio nuestra próxima amenaza. Un punto estratégico ganado en una larga guerra.

—Entonces, supongo que estarás preparado para oír la confesión del extraño y darle absolución antes de matarlo. Charley Fortnum es católico, ¿sabes? Agradecerá tener a un sacerdote junto a su lecho de muerte.

El padre Rivas dijo al negro:

—Dame un cigarrillo, Pablo, y hasta le complacerá que sea un sacerdote casado, como tú, León.

—Tú estabas muy dispuesto a ayudarnos, Eduardo.

—Sí, pero en el caso del embajador. Su vida no hubiera corrido peligro. Habrían cedido… Además, un norteamericano es un combatiente. Los norteamericanos han matado a muchos hombres en Sudamérica.

—Tu padre es una de las personas a las que estamos tratando de ayudar… si todavía está vivo.

—No sé si le gustaría tu método.

—Nosotros no hemos elegido nuestro método. Ellos nos han obligado a usarlo.

—¿Qué demonios puedes pedir a cambio de Charley Fortnum? ¿Una caja de whisky importado?

—En el caso del embajador norteamericano, habríamos pedido la libertad de veinte prisioneros. En el caso de un cónsul británico, pienso que tendremos que reducir la factura a la mitad. El Tigre lo decidirá.

—¿Y dónde cuernos está ese Tigre?

—Únicamente la gente de Rosario estará en contacto con él hasta que termine la operación.

—Me imagino que en sus planes no hay errores previstos. Ni se tiene en cuenta la naturaleza humana. El general puede matar a los hombres que tú elijas y decir que murieron hace años.

—Eso lo hemos discutido muchas veces. Si los matan, la próxima vez exigiremos mucho más.

—León, escúchame. Si estamos seguros de que Charley Fortnum no se acordará de nada, entonces…

—Pero ¿cómo podemos estar seguros? Tú no tienes drogas que borren la memoria. ¿Este hombre significa mucho para ti, Eduardo?

—Es una voz que he reconocido en el confesionario.

—Ted —llamó una voz familiar desde la habitación contigua—, Ted.

—Ya lo ves —dijo el padre Rivas—. Te ha reconocido. Plarr volvió la espalda al tribunal y fue a la otra habitación.

—Sí, Charley —dijo Plarr—. Aquí estoy. ¿Qué tal se encuentra?

—Como el diablo, Ted. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy?

—Ha tenido un accidente con el coche. Nada serio.

—¿Va a llevarme a casa?

—Todavía no. Tiene que descansar un rato. A oscuras. Ha sufrido una leve conmoción…

—Clara se alarmará.

—No se preocupe. Hablaré con ella.

—Procure no asustarla, Ted. El niño…

—Yo soy el médico que la atiende, Ted…

—Discúlpeme, amigo. Soy un imbécil. ¿Podrá venir a verme?

—Dentro de pocos días estará usted de nuevo en su casa.

—¡Dentro de pocos días! ¿Puede darme un trago, Ted?

—No. Le daré algo mejor… para que pueda dormir.

—Es usted un buen amigo, Ted. ¿Quiénes son esos hombres que están en el otro cuarto? ¿Y por qué lleva usted una linterna?

—Hay un corte de electricidad. Cuando despierte, será de día.

—Usted me cuidará, ¿no es cierto?

—Desde luego.

Charley Fortnum calló durante unos instantes y después preguntó con una voz que debió de oírse claramente en la habitación contigua.

—No ha sido un accidente, dígame la verdad, Ted.

—Claro que ha sido un accidente.

—Las gafas de sol… ¿Dónde están las gafas de sol?

—¿Qué gafas de sol?

—Eran de Clara —dijo Charley Fortnum—. Le gustaban mucho. —No he debido pedírselas prestadas. Pero no podía encontrar las mías.

Levantó las rodillas hacia el pecho y se puso de lado dando un largo suspiro.

—Es la medida lo que importa… —agregó, y permaneció inmóvil como un feto envejecido sin nacer.

En la otra habitación, el padre Rivas estaba sentado, con el mentón apoyado sobre las manos cruzadas y los ojos cerrados. Quizás estuviera rezando, pensó Plarr cuando regresó al cuarto. O tal vez no hiciera más que escuchar atentamente las palabras de Charley Fortnum, como solía escuchar en el confesionario la voz de un extraño para decidir la penitencia.

—¡Qué chapuceros sois! —lo acusó Plarr—. ¡Qué aficionados!

—En nuestro lado, todos son aficionados. Los profesionales son la policía y los soldados.

—Un cónsul honorario, y para colmo alcohólico, en lugar de un embajador…

—Sí, y el Che tomó fotografías, como un turista, y las dejó por ahí. Por lo menos aquí nadie tiene cámara. Ni lleva un diario. Los errores enseñan.

—Tu chofer tendrá que llevarme a casa —dijo Plarr.

—Sí.

—Volveré mañana…

—Ya no te necesitamos, Eduardo.

—Tal vez no me necesites tú, pero…

—Será mejor que no vuelva a verte antes de que decidamos.

—León, no puedes hablar en serio —dijo Plarr—. El pobre Charley Fortnum…

—No está en nuestras manos, Eduardo —dijo el padre Rivas—. Está en las manos de los gobiernos. Y también en las manos de Dios, desde luego. Ya ves que no me he olvidado de mi vieja cháchara… pero hasta ahora no he visto que Él se meta con nuestras guerras o nuestros métodos.