EPÍLOGO

Mares de sangre bajo cielos rojos

1

—¿Qué diablos quiere decir con eso de «reproducciones»?

Locke estaba sentado en una de las sillas de madera de respaldo alto, muy confortables, del estudio de Acastus Krell, comerciante de Vel Virazzo especializado en diversiones caras. Rodeaba con ambas manos una taza alta de té tibio para no verter su contenido.

—Estoy seguro de que estará familiarizado con el término, maese Fehrwight —dijo Krell. Aquel hombre mayor hubiera parecido un palo tieso si no hubiese sido por lo gráciles que eran sus movimientos; recorría su estudio como un bailarín que ensayara en el escenario, manipulando sus lentes de aumento como un duelista que marcara sus estocadas. Llevaba una toga suelta de seda del mismo color azul oscuro que el crepúsculo y, cuando levantaba la cabeza, el brillo de su calva realzaba lo penetrante que era su mirada. Aquel estudio era la madriguera de Krell, el centro de su existencia. Le confería un aire de serena autoridad.

—Lo estoy en lo concerniente a muebles y a objetos, pero en lo que se refiere a las pinturas…

—Es muy raro, ciertamente, pero no hay duda. Caballeros, aunque jamás haya visto los originales de estos diez cuadros, hay incongruencias significativas en los pigmentos y en las pinceladas, así como en el desgaste generalizado de sus superficies. No son genuinos objetos de arte del barroco de Talathri.

Jean escuchó malhumorado aquellas palabras con las manos cruzadas, sin decir nada y olvidándose del té. Locke sintió el sabor de la bilis detrás de la garganta.

—Explíquese —dijo, intentando mantener la sangre fría.

Krell suspiró, pues su enfado acababa de templarse al ver lo mal que aquellos dos lo estaban pasando en la presente situación.

—Fíjense —dijo, mientras levantaba con cuidado una de las pinturas robadas, una imagen de varios nobles del Trono de Therin sentados durante una lucha de gladiadores y recibiendo el tributo de un luchador herido de muerte—. Quien lo pintó era un maestro artesano que tenía una paciencia tremenda y una destreza fantástica. Cada una de estas pinturas requirió cientos de horas, así como disponer del original. Es evidente que el caballero… que les proveyó a ustedes de estos objetos temía exponer los originales. Me apostaría esta casa con todos sus jardines a que los originales aún siguen en su bóveda.

—Pero… esas incongruencias, ¿cómo puede conocerlas?

—Los maestros artistas que se encontraban bajo el patronazgo del Trono de Therin tenían una manera secreta de distinguir sus obras de las realizadas por los artistas al servicio de otros patrones de rango inferior. Eso no se supo fuera de la corte del Emperador hasta muchos años después de su caída. En sus pinturas, los mejores maestros de Talathri y sus socios pintaban un desconchón muy pequeño en una de las esquinas, empleando pinceladas cuyos tamaños y sentidos se confundían con las que las rodeaban. Aquella imperfección significaba perfección, como si dijéramos. Como la distinción de belleza con que algunos vadraníes obsequian a sus damas.

—¿Y todo eso lo puede ver con una simple mirada?

—Sí, al no descubrir nada de lo dicho en estas diez pinturas.

—Maldición —dijo Locke.

—Eso me sugiere —añadió Krell— que el artista que las pintó, o quien le pagó por ello, admiraba tanto las obras originales que se negó a imitar sus marcas secretas de autenticidad.

—Bueno, al menos eso es reconfortante.

—Pero si quiere más pruebas, maese Fehrwight, aún puedo ofrecerle otras más contundentes. En primer lugar, el brillo de estos pigmentos no concuerda con la época, dado el desarrollo de la alquimia hace cien años. La rotundidad de estos colores revela un origen contemporáneo. Y, finalmente, estas obras no tienen la pátina que confieren los años. No hay grietas finas en los pigmentos, ninguna decoloración por la humedad o el sol, ningún efecto del humo en la laca que las cubre. La carne de estas obras, por así decirlo, se aparta tanto de la original como mi rostro del de un chico de diez años —Krell sonrió con tristeza—. Yo he envejecido bastante bien. Éstas no.

—¿Y en qué afecta todo esto a nuestro acuerdo?

—Soy consciente —dijo Krell, sentándose en la silla que estaba detrás de su mesa de escritorio y dejando la pintura boca abajo— de que se han arriesgado muchísimo al apartar estos facsímiles del… caballero de Tal Verrar. Tienen mi agradecimiento y mi admiración.

Jean lanzó un bufido y miró a la pared.

—Y su agradecimiento —dijo Locke— y su admiración significan por tanto…

—Esta venta no es legal —dijo Krell—. No soy un inocentón, maese Fehrwight. Por estas diez pinturas puedo ofrecerles dos mil solari.

—¿Dos mil? —Locke se agarró a los brazos de su silla y se echó hacia delante—. ¡La suma de la que hablamos en un principio era de cincuenta mil, maese Krell!

—Por los originales —repuso Krell—. Hubiera pagado gustoso la suma acordada en un principio; para unos objetos genuinos del Último Florecimiento habría encontrado compradores en lugares muy lejanos que estuvieran a salvo del… potencial enfado del caballero de Tal Verrar.

—Dos mil —murmuró Locke—, por los dioses, es menos de lo que dejamos en la Aguja del Pecado. Usted nos ofrece dos mil solari por dos años de trabajo.

—No —Krell extendió sus delgados dedos—. Dos mil solari por diez pinturas. Aunque pueda lamentar lo mucho que han sufrido para conseguir estos objetos, nuestro acuerdo no contempla ninguna cláusula de peligrosidad. Pago por la mercancía, no por el proceso necesario para conseguirla.

—Tres mil —dijo Locke.

—Dos mil quinientos —dijo Krell—, y ni una centira más. Puedo encontrarles comprador; cada una de ellas es un objeto único que vale varios cientos de solari y que merece la pena atesorar o enseñar. Pero, si me apura, puedo dejar pasar el tiempo e intentar vendérselas al caballero de Tal Verrar, diciendo que las conseguí en alguna ciudad lejana. No dudo de que se mostrará generoso. Pero si no aceptan mi precio… son libres para llevarlas a un mercadillo o quizá a una taberna.

—Dos mil quinientos —dijo Locke—. Al infierno.

—Ahí creo que acabaremos todos, maese Fehrwight, a su debido tiempo. Pero ahora quiero que se cedida, ¿aceptan mi oferta?

2

—Dos mil quinientos —dijo Locke por decimoquinta vez mientras su carruaje traqueteaba hacia la dársena de Vel Virazzo—. Joder, no me lo puedo creer.

—Supongo que es más de lo que tiene mucha gente —murmuró Jean.

—Pero no lo que yo te había prometido que conseguiríamos —dijo Locke—. Lo siento, Jean, he vuelto a cagarla. Decenas de miles, te dije. Un botín enorme. El mejor de todos los juegos hechos hasta ahora. Nobles de Lashain. Dioses del cielo —se llevó las manos a la cabeza—. Guardián Avieso, ¿por qué diablos siempre me haces caso?

—No fue culpa tuya —dijo Jean—. Lo planeamos los dos. Los dos juntos. Sólo… que siempre nos salen las cosas mal. No podíamos saberlo.

—Mierda —dijo Locke.

El carruaje comenzó a aminorar su velocidad hasta que se detuvo con un crujido de madera. Hubo un golpe y un ruido de algo que rozaba el suelo cuando su lacayo colocó un escabel; acto seguido la luz del día entró por la puerta que acababa de abrirse. El olor a mar inundó el compartimiento junto con los chillidos de las gaviotas.

—¿Aún quieres… hacerlo? —Locke se mordió el labio al comprobar que Jean no reaccionaba—. Sé que ella quería estar aquí con nosotros. Podemos olvidarlo, dejar las cosas como están, coger el carruaje…

—Todo va bien —dijo Jean. Señaló el saco de harpillera que estaba en el asiento al lado de Locke, el cual se movía como si tuviera algo dentro—. Además, eso de llevar un gato es un problema.

—Supongo —Locke tocó el saco y esbozó una sonrisa al ver que lo que había dentro respondía atacándole—. Pero tú aún…

Jean había comenzado a salir del carruaje.

3

—¡Maese Fehrwight! No sabe la alegría que siento de conocerle por fin. Lo mismo que a usted, maese…

—Callas —dijo Locke—, Tavrin Callas. Disculpe a mi amigo, tiene un mal día. Yo hablaré por los dos.

—Por supuesto —dijo el capitán del puerto de yates privados de Vel Virazzo. En aquel lugar las barcazas y embarcaciones de recreo de las familias más notables de Vel Virazzo estaban vigiladas de continuo.

El capitán del puerto les condujo hasta el extremo de uno de los muelles, donde un esbelto yate de un solo mástil se agitaba suavemente sobre las olas. De algo menos de quince metros de largo, fabricado con teca y madera de álamo negro laqueadas, estaba guarnecido con latón y plata. Su cordaje era de excelente quasiseda nueva, y sus velas plegadas eran del mismo color blanco que la limpia arena de la playa.

—Todo dispuesto según las cartas que nos envió, maese Fehrwight —dijo el capitán del puerto—. Me disculpo por haber tardado cuatro días en vez de tres…

—No importa —dijo Locke. Y le pasó el saquito de cuero lleno de solari que había contado en el carruaje—. Todo lo acordado, y la gratificación de tres días para el equipo que lo ha dejado a punto. No hay motivos para ser tacaño.

—Es usted muy amable —dijo el capitán del puerto mientras hacía una reverencia y recogía la pesada bolsa. Casi cerca de novecientos solari que acababan de esfumarse.

—¿Y las provisiones? —preguntó Locke.

—Embarcadas, tal y como ordenaron —contestó el capitán—. Raciones y agua para una semana. Los vinos, las capas enceradas y demás pertrechos de emergencia… están dentro, todo comprobado personalmente por mí mismo.

—¿Y nuestra cena?

—En camino —dijo el capitán del puerto—, en camino. Llevo varios minutos esperando a que llegue. Un momento… ahí viene corriendo el chico.

Locke miró hacia su carruaje. Por detrás de él acababa de aparecer corriendo un chico, con una cesta cubierta entre los brazos que abultaba más que su tórax. Locke sonrió.

—Pues con esta cena ya hemos terminado —comentó mientras el chico se acercaba y entregaba la cesta a Jean.

—Muy bien, maese Fehrwight. Dígame, ¿cuándo quieren partir?

—Inmediatamente —dijo Locke—. Queremos dejar atrás… unas cuantas cosas.

—¿Necesitan ayuda?

—Esperábamos a una tercera persona —dijo Locke muy despacio—, pero podremos hacerlo entre los dos —se quedó mirando a su nueva embarcación y a la disposición de las velas, el cordaje, el mástil y el timón, que meses antes no habría comprendido—. No necesitamos a nadie más.

Les llevó menos de cinco minutos descargar en el yate todo lo que llevaban en el carruaje, pues no era gran cosa: unos cuantos trajes, calzas, camisas de trabajo, armas y sus herramientas para el latrocinio.

El sol se ponía por el oeste cuando Jean comenzó a soltar amarras. Locke cayó de un salto al puente de popa, que era tan espacioso como una habitación y se hallaba rodeado por unas bordas bastante altas; lo último que hizo antes de zarpar fue abrir el saco de harpillera y dejar que su contenido saliera a cubierta.

El gatito negro le miró, se estiró y comenzó a restregarse contra la bota derecha de Locke, ronroneando sonoramente.

—Bienvenido a tu nuevo hogar, amiguito. Todo lo que ves es tuyo —dijo Locke—, aunque eso no quiera decir que yo también lo sea.

4

Anclaron a cien metros del último de los faros de Vel Virazzo y entonces, bajo su luz rubí, tuvo lugar la cena que Locke había prometido.

Se habían puesto en cuclillas en el puente de popa con una pequeña mesa entre ambos. Cada uno de ellos pretendía dar a entender que estaba concentrado en el pan y en el pollo, en las aletas de tiburón y en el vinagre, en las uvas y en las aceitunas negras. Regio intentó disputarles la comida varias veces y sólo aceptó una paz honorable después de que Locke le sobornara con un ala de pollo que era casi tan grande como él.

Luego pasaron a la botella de vino, un blanco camorrí jamás descrito, de esa variedad que permite saborear un plato sin quitarle el sabor. Cuando Locke arrojó la botella vacía por la borda comenzaron a tomarse otra, aunque más despacio que la anterior.

—Es la hora —dijo finalmente Jean cuando el sol ya estaba tan bajo por el oeste que era como si acabara de hundirse por la borda de estribor. Todo estaba teñido de rojo, desde el mar hasta el cielo todo acababa de tomar el color del pétalo de rosa que comienza a ponerse oscuro, el color de una gota de sangre aún fresca. El mar estaba en calma y el aire no se movía; nada les interrumpía, nada les apremiaba, el mundo parecía vacío de citas y de planes.

Locke suspiró, sacó del bolsillo interior de su casaca un vial de vidrio lleno con un líquido de color claro y lo dejó encima de la mesa.

—Hablamos de compartirlo —comentó.

—Sí —dijo Jean—, pero no lo haremos.

—¿Oh?

—Tú te lo vas a beber —Jean puso las manos encima de la mesa con las palmas hacia abajo—. De un tirón.

—No —repuso Locke.

—No tienes elección —dijo Jean.

—¿Quién demonios te crees que eres?

—No podemos arriesgarnos a compartirlo —dijo Jean con esa voz pausada y comedida que a Locke le confirmaba que se hallaba listo para la acción—. Mejor será que uno de los dos se cure antes de que ambos sigamos a la espera de… una muerte cruel.

—Me arriesgaré a esperar —dijo Locke.

—Yo no —repuso Jean—. Por favor, Locke, bébetelo.

—¿O qué?

—Ya lo sabes —dijo Jean—. No puedes vencerme. La proposición contraria es definitivamente falsa.

—Así que tú…

—Despierto o inconsciente —insistió Jean—, es para ti. A mí no me importa. Bébete el puto antídoto, por amor al Guardián Avieso.

—No puedo —confesó Locke.

—Entonces me obligarás a que…

—No lo entiendes —dijo Locke—. No he dicho que no quiera, sino que no puedo.

—¿Qué…?

—Este vial es uno que compré en la ciudad, el cual sólo contiene agua —Locke volvió a meterse la mano en el bolsillo y sacó un vial vacío que dejó lentamente al lado del falso—. Sabiendo cómo eres, me extraña que no pensaras que iba a echarte el antídoto en el vino.

5

—Eres un bastardo —dijo Jean con un rugido mientras se levantaba de un salto.

—Caballero Bastardo.

—¡Eres un miserable cabrón hijo de puta! —Jean se movía como un relámpago y Locke se echó hacia atrás asustado. Jean agarró la mesa y la arrojó al mar, sembrando el puente del yate con los restos de la cena—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido hacerme esto?

—No podía ver cómo morías —dijo Locke sin más—. No podía. Tú no me preguntaste…

—¡Ni siquiera me diste la oportunidad!

—¡Ibas a hacérmelo tragar a la fuerza! —Locke se levantó y apartó de su camisa unos cuantos huesos de pollo y varias migajas—. Sabía que intentarías algo parecido. ¿Me culpas por hacerlo antes que tú?

—Y ahora tendré que ver cómo te mueres, ¿es eso? Primero ella y ahora tú. ¿Y dices que es un favor?

Jean se dejó caer en el puente, enterró el rostro entre las manos y se echó a llorar. Locke se arrodilló a su lado y rodeó sus hombros con sus brazos.

—Es un favor —dijo Locke—. Un favor que me haces. Siempre me has salvado la vida porque eres tonto y no sabes hacer otra cosa. Pues ahora… me toca a mí. Porque te lo mereces.

—No comprendo nada —musitó Jean—. Maldito hijo de puta, ¿cómo me has hecho esto? Me gustaría abrazarte. Y también arrancarte de cuajo esa maldita cabeza tuya. Las dos cosas.

—Ah —dijo Locke—. Me parece que eso se ajusta a la definición de «familia».

—Pero vas a morir —dijo Jean con un susurro.

—Siempre he estado a punto de morir —dijo Locke—, siempre ha estado a punto de suceder y la única razón de que no haya ocurrido has sido… tú.

—Odio esta situación —dijo Jean.

—Yo también. Pero ya está. Y creo que me siento bien.

Estoy tranquilo, pensó. Creo que puedo decirlo. Estoy tranquilo.

—Y ¿qué vamos a hacer?

—Pues lo que habíamos planeado —contestó Locke—. Ir a algún sitio, a donde sea, lo más despacio posible. Recorrer la costa a remo. Sin nadie detrás. Sin nadie en el camino, sin nadie para que le robemos. Jamás lo hemos hecho antes —Locke hizo una mueca—. Diablos, a fin de cuentas, no sé sinceramente si será algo bueno.

—¿Y si tú…?

—Pues cuando llegue el momento, llegará —dijo Locke—. Perdóname.

—Sí —dijo Jean—. Y no. Nunca te perdonaré.

—Creo que lo comprendo —dijo Locke—. Anda, acércate y échame una mano con el ancla, si quieres.

—¿En qué estás pensando?

—En que esta costa es muy antigua —dijo Locke—. En que se cae a trozos. Una vez que ves una parte ya la has visto toda. A ver si podemos llevar esta cosa a otro sitio.

Y se puso de pie, apoyando un brazo en el hombro de Jean.

—A algún sitio nuevo.