Saldando cuentas
—Guardián Avieso, Silencioso Decimotercero, tu siervo te llama. Pon tu mirada en el tránsito de esta mujer, Ezri Delmastro, sierva de Iono y tuya. Amada por un hombre al que amas —cuando a Locke se le quebró la voz, intentó sobreponerse—. Amada por un hombre que es mi hermano. Nosotros, Señor…, te la entregamos con pesar, porque no desearíamos encontrarnos ahora en la presente situación, y yo menos que nadie.
Sólo quedaban treinta y ocho; habían arrojado por la borda a cincuenta, y los demás habían sido dados por desaparecidos en combate. Locke y Zamira compartían sus deberes funerarios. Aunque las oraciones de Locke se habían ido haciendo más monótonas a medida que los funerales de los diversos caídos se sucedían, en aquel momento en que cumplía con el último descubrió que maldecía el día en que había sido ordenado sacerdote del Guardián Avieso. Había sido durante su supuesto decimotercero cumpleaños, durante la Luna del Huérfano. Y había recibido la facultad y la magia para pronunciar las oraciones fúnebres. Frunció el ceño, soterró en honor a Ezri aquellos pensamientos tan cínicos y añadió:
—He aquí a la mujer que nos salvó a todos. He aquí a la mujer que golpeó a Jaffrim Rodanov. Nosotros la entregamos en cuerpo y en espíritu al reino de tu hermano Iono, poderoso Señor del Mar. Dale tu ayuda. Lleva su alma hasta La que ha de pesarnos a todos. Te lo rogamos con el corazón lleno de esperanza.
Jean se inclinó sobre la tela que hacía de sudario y colocó encima de ella un mechón de cabellos castaño-oscuros.
—Ésta es mi carne —susurró. Hirió uno de sus dedos con la punta de un puñal y dejó caer una gota de sangre—. Ésta es mi sangre —se inclinó sobre la cabeza inmóvil que se hallaba oculta por la tela y depositó un beso en ella—. Y éstos mi aliento y mi amor.
—Por estas cosas te obligamos a que cumplas tu promesa —dijo Locke.
—Mi promesa —dijo Jean, poniéndose de pie— es una ofrenda de muerte, Ezri. Que los dioses me ayuden a hacerla válida. Que los dioses me ayuden para que pueda cumplirla.
Zamira, que se encontraba cerca de ellos, dio un paso para sostener uno de los lados de la plancha de madera que sostenía el cadáver de Ezri envuelto en tela de vela. Locke tomó el otro, pues Jean, tal y como le había confesado a Locke antes de la ceremonia, no se sentía con fuerzas para hacerlo. Se retorció las manos y apartó la mirada. Todo terminó en un momento… Locke y Zamira inclinaron la plancha y el cadáver envuelto en la tela de vela se deslizó desde el puerto de entrada hasta las oscuras olas que lo aguardaban más abajo. Era una hora después del atardecer y ya había terminado todo.
El círculo silencioso formado por los cansados tripulantes que, en su mayoría estaban heridos, comenzó a dispersarse para regresar a los ásperos cuidados de Treganne o a la monotonía de sus guardias. Rask cumplía las funciones de Ezri, Nasreen y Utgar a medida que eran necesarias; con la cabeza cubierta por un grueso vendaje de tela, comenzaba a recoger a los supervivientes más aptos y a asignarles las tareas que habrían de cumplir.
—¿Y ahora? —preguntó Locke.
—Ahora, con la mayor parte del viento en contra, nos acercaremos cojeando hacia Tal Verrar —aunque la voz de Zamira parecía cansada, su mirada no desfallecía—. Antes habíamos llegado a un acuerdo. He perdido más de lo que suponía, tanto en amigos como en tripulación. Ahora no podríamos ni apresar un buque pesquero, así que me temo que todo dependerá de vosotros.
—Tal y como habíamos prometido —dijo Locke—. Sí, Stragos. Llévanos hasta allí y… ya se me ocurrirá algo.
—Tú no harás nada —añadió Jean—. Limitaos a dejarme allí —se miró a los pies— y a largaros después.
—No —dijo Locke—, no voy a quedarme aquí mientras…
—Para lo que estoy pensando sólo se necesita una persona.
—Acabas de prometer una ofrenda de sangre…
—Ella se la merece. Aunque proceda de mí, ella se la merece.
—¿Y no te parece que Stragos sospechará si sólo va a verle uno de los dos?
—Le diré que has muerto. Le diré que hubo un combate en el mar; al menos eso es bastante cierto. Entonces querrá verme.
—No dejaré que vayas solo.
—Ni yo que me acompañes. ¿Te crees que puedes luchar conmigo?
—Eh, los dos, cerrad el pico —dijo Zamira—. Por los dioses. Debes saber, Jerome, que este amigo tuyo intentó convencerme esta mañana de que le dejara intentar exactamente lo mismo que estás planeando.
—¿Qué? —Jean miró a Locke y rechinó los dientes—. Miserable ladronzuelo, ¿cómo te atrevis…?
—¿Qué? ¿Que cómo me atreví a quedarme mirando mientras planeabas lo que querías hacerme? Maldito gallito santurrón, me voy a…
—¿Qué?
—Me voy a arrojar contra ti para que me zurres la badana —dijo Locke—. Y entonces te sentirás fatal. ¿Qué te parece?
—Ya me siento fatal —confesó Jean—. Dioses, ¿por qué no me dejas intentarlo? ¿Por qué, al menos, no me concedes eso? Así podrás seguir vivo y dar con algún alquimista o con algún envenenador. Es mejor que la esperanza que me queda a mí.
—Y una mierda —dijo Locke—. Así no es como trabajamos los dos; si no te gustaba, debieras haberme dejado en Camorr para que me desangrara. Creo que estaba más que claro.
—Sí, pero…
—¿Es diferente cuando se trata de ti, verdad?
—Yo…
—Caballeros —dijo Zamira—, o lo que seáis vosotros dos. Este mismo mediodía entregué a Basryn el bote pequeño para que el muy bastardo muriera entre las olas en lugar de hacerlo en mi buque. Jerome, si quieres llegar solo a Tal Verrar en uno de los botes que quedan, tardarás una barbaridad. A menos que hayas previsto salir volando, porque no pienso llevar el Orquídea a menos de un tiro de flecha de los arrecifes.
—Entonces nadaré si no tengo más narices que hacerlo…
—Que la ira no te convierta en estúpido, Jerome —Drakasha le agarró por los hombros—. Mantén la sangre fría. La frialdad es lo único que te servirá, si es que quieres vengar a mi tripulación. Y a mi primera oficial.
—Mierda —musitó Jean.
—Los dos juntos —dijo Locke—. Tú no me dejaste tirado en Camorr ni en Vel Virazzo. Que se me lleven los demonios si ahora yo te dejo tirado.
Jean frunció el ceño, se agarró a la barandilla y se quedó mirando las aguas.
—Me da vergüenza —dijo al fin— todo ese dinero que está en la Aguja del Pecado. Qué pena, porque nunca lo cogeremos. Y otras cosas más que nunca haremos.
Locke apretó los dientes al reconocer que aquel cambio de conversación tan repentino de Jean sólo era para salvar el orgullo a cambio de su ayuda.
—¿La Aguja del Pecado? —preguntó Zamira.
—No te contamos algunas partes de la historia, Zamira. Perdónanos. En ocasiones estos planes son demasiado complicados para explicarlos de un tirón. Bueno, pues tenemos unos cuantos miles de solari anotados en los registros de la Aguja del Pecado. No me importaría compartirlos contigo si hubiera alguna manera de conseguirlos, por eso estoy abierto a cualquier discusión.
—Sólo necesitaríamos contar con alguien de la ciudad capaz de ayudarnos —dijo Jean.
—No tiene sentido echar de menos la cerveza que uno ha derramado —dijo Locke—. Creo que los únicos conocidos que tenemos en Tal Verrar se reducen a las personas que contratamos o a las que dimos alguna propina. Si no fuera así, ahora podríamos contar con algún buen amigo —y se juntó con Jean en la barandilla, dando a entender que estaba tan absorto en la contemplación del mar como el hombretón, aunque sólo estuviera pensando en cadáveres cubiertos con sudarios que caían salpicando al mar.
Cayendo… como él y Jean, si se hubieran puesto las cuerdas con las que pretendían evitar que…
—Un momento —dijo Locke—. Un amigo. Un amigo. Eso es lo que necesitamos a toda prisa. Hemos estado dándoles la lata a Stragos y a Requin. Pero ¿a quiénes no hemos molestado en absoluto durante los últimos dos años? ¿A quiénes hemos estado ignorando?
—¿A los sacerdotes de los templos?
—Buena suposición, pero no… ¿Quién está involucrado de manera directa en todo este fregado?
—¿El Priori?
—El Priori —dijo Locke—. Esos bastardos gordos, secretistas y conspiradores —Locke tamborileó con los dedos en la barandilla, intentando apartar de sus pensamientos la pena que sentía para encajar una docena de planes deshilvanados e improbables en un esquema coherente—. Piensa. ¿Con quién jugamos? ¿A quién vimos en la Aguja del Pecado?
—A Ulena Pascalis.
—No. Ella sólo se sentaba delante de la mesa.
—De Morella…
—No. Por los dioses, nadie le toma en serio. ¿Quién puede conseguir que el Priori haga una jugada completamente temeraria? ¿Quién tiene la suficiente mano larga para exigir respeto o para tirar de las cuerdas y conseguirlo? Necesitamos a alguien de los Siete del Interior. Y al infierno con los demás.
Locke pensó que conocer las prioridades políticas del Priori era parecido a practicar la adivinación con las entrañas de las gallinas. En el Consejo de los comerciantes había tres círculos, formados cada uno por siete miembros; el propósito de los dos más externos era dar a conocer a la gente lo que pensaban. Del círculo interior sólo se conocían los nombres de sus siete miembros… pues la jerarquía que ostentaban y sus funciones eran un misterio para la gente corriente.
—Cordo —dijo Jean.
—¿Cordo el Viejo, o Lyonis?
—Los dos. Marius es de los Siete del Interior, Lyonis va camino de conseguirlo. Y Marius es más viejo que las pelotas de Perelandro. Si alguien es capaz de movilizar al Priori, presumiblemente como resultado de cualquier designio alocado que seguro que se te ha ocurrido…
—Sólo es alocado a medias.
—¡Conozco esa cara tuya tan jodida! Estoy seguro de que estás pensando en uno de los Cordo; qué pena que yo no conozca a ninguno de esos bastardos —Jean miró fijamente a Locke con ojos cansados—. Fíjate, tienes la cara que decía. ¿Qué has pensado hacer?
—Lo que pienso… es intentarlo todo. ¿Por qué suponer que lo único que nos queda es el suicidio? ¿Por qué no intentamos algo diferente? Ir a ver a Requin. Terminar el juego. Ir a ver a Stragos. Sacarle una respuesta o el antídoto. Luego darle esto de una u otra manera —Locke hizo como si clavara un puñal al imaginario Arconte de Tal Verrar. Quedó tan satisfecho con la representación que la repitió.
—¿Y cómo diablos lo haremos?
—He aquí una excelente pregunta —dijo Locke—. La pregunta más importante que jamás te haya oído hacer. Según han ido las cosas últimamente, cualquier persona de Tal Verrar puede estar aguardándonos en los muelles con ballestas y antorchas. Así que tenemos que disfrazarnos mejor. ¿Qué tal de sacerdotes de uno de los Doce, aunque parezca un tanto chabacano?
—De Callo Androno —apuntó Jean.
—Que nos conceda Su perdón, porque me parece muy acertado —dijo Locke.
Callo Androno, los Ojos de las Encrucijadas, era el dios del viaje, de los idiomas y del saber popular. Tanto sus sacerdotes itinerantes como los estudiosos que le servían desdeñaban las telas caras, enorgulleciéndose de vestir ropas muy bastas.
—Zamira —dijo Locke—, si aún queda alguien en el buque que sepa tirar de aguja e hilo, tendrá que hacernos dos vestidos. Que los haga con tela de velas, ropas inservibles, lo que sea. Lamento decirlo, pero hay muchas ropas tiradas a nuestro alrededor.
—Los supervivientes tendrán que jugárselas a los dados y luego repartir conmigo las ganancias —explicó ella—. Pero yo puedo reclamar antes unas cuantas.
—Necesitamos algo de color azul —dijo Locke—. Las bandas que los andronitas se ponen en la cabeza son azules. Y cuanto más largas sean, más santos seremos nosotros y menos pareceremos unos vagabundos zarrapastrosos.
—Ezri tenía una camisa azul —dijo Jean—. Tiene… que estar aún en su cabina, donde la dejó. Aunque esté un poco deslucida…
—Perfecto —dijo Locke—. Y ahora, Zamira, recordarás que cuando volvimos después de la primera visita que hicimos a Tal Verrar con este buque, te entregué una carta que era un salvoconducto, pues tiene impreso en ella el sello de Requin. Jean, necesito que lo falsifiques con el primor que nos enseñó Cadenas. En eso eres mejor que yo, y tiene que quedar bien.
—Creo que puedo intentarlo. Pero no estoy seguro… porque ahora no me encuentro muy bien que digamos.
—Necesito que lo hagas lo mejor que puedas. Lo mejor. Por mí. Por ella.
—¿Dónde quieres el sello?
—En un pergamino limpio. En papel. En lo que sea. ¿Tienes una hoja, Zamira?
—¿Una hoja entera? No creo que Paolo y Cosetta hayan dejado ni una. Pero seguro que habrá alguna casi sin escribir; supongo que podré cortarla por la mitad.
—Hazlo. Jerome, encontrarás las herramientas que necesitas en mi antiguo cofre, que ahora se encuentra en la cabina de Zamira. Capitana, ¿puede cogerlo, así como algunas linternas?
—Paolo y Cosetta se niegan a abandonar el armario de las sogas —dijo Zamira—. Están demasiado desconcertados. Les he llevado la cama y unas cuantas luces alquímicas. La cabina está a vuestra entera disposición.
—También me harán falta tus cartas —dijo Jean—. O eso creo.
—Diablos, se me olvidaban las cartas. Las necesitaré, y también el mejor juego de engranajes que podamos conseguir. Puñales. Varios juegos cortos de cuerda, preferiblemente de quasiseda. Dinero, Zamira… en pequeñas bolsas de cincuenta o sesenta solari, por si tenemos que abrirnos paso a fuerza de monedas. Y algunas cachiporras. Si aquí no tenéis ninguna, podremos fabricarlas con arena y tela de velas…
—Y un par de hachas pequeñas —añadió Jean.
—Tengo dos en mi cabina. Ahora que lo pienso, creo que las saqué de tu cofre.
—¿Cómo dices? —un destello de excitación recorrió el rostro de Jean—. ¿Las tenías tú?
—Necesitaba un par. No sabía que tuvieran algo especial, de otra manera os las hubiera devuelto en cuanto causasteis baja en la guardia de fregonas…
—¿Especial? Más que armas son casi como de la familia —explicó Locke.
—En efecto, gracias a los dioses. ¿Qué vamos a hacer con todo esto? —preguntó Jean.
—Como ya dije, es una pregunta excelente cuyas consecuencias intento sopesar en toda su extensión…
—Si este tiempo se mantiene, no llegaremos ante Tal Verrar hasta mañana por la noche —dijo Zamira—. Puedo aseguraros que dispondréis del suficiente tiempo para sopesarlas. Y que lo haréis desde el palo mayor como vigías. Aún necesito vuestros útiles servicios.
—Por supuesto —dijo Locke—. Por supuesto. Capitana, cuando lleguemos a Tal Verrar, déjanos, si puedes, en la parte norte. Hagamos lo que hagamos, tendremos que pasar por el barrio de los Comerciantes.
—¿Cordo? —preguntó Jean.
—Cordo —aseveró Locke—. El Viejo o el Joven, da igual. Ya veremos cuál de ellos, si tenemos que entrar a gatas por sus cochinas ventanas.
—¡Qué diablos! —decía un criado corpulento y bien vestido. Había tenido la mala suerte de aparecer ante la alcoba de la cuarta planta por cuya ventana Locke y Jean acababan de entrar a gatas.
—Eh —dijo Locke—, ¡felicidades! ¡Somos ladrones que practican el escalo al revés, así que ahí van cincuenta solari! —y lanzó una bolsa al criado, que la atrapó con una mano y tragó saliva al notar su peso. En el intervalo de segundo y medio que siguió a aquel disparate en el que el criado no dio la voz de alarma, Jean le sacudió con la cachiporra.
Habían entrado por la esquina noroeste del piso superior de la mansión que pertenecía a la familia Cordo; las almenas y las púas aceradas del tejado les habían hecho desistir de atacar la casa desde su parte más alta. Eran las diez de la noche, de una de esas noches perfectas que se dan en el Mar de Bronce a finales de Aurim. Locke y Jean habían entrado retorciéndose por un seto espinoso y dado esquinazo a tres equipos de guardias y de jardineros, invirtiendo después veinte minutos en escalar las tersas y húmedas paredes de la residencia de los Cordo.
Sus túnicas sacerdotales de Callo Androno, esas que habían sido preparadas sobre la marcha, junto con otros varios aditamentos más que necesitaban, estaban dentro de unas mochilas confeccionadas a toda prisa por Jabril. Era casi evidente que gracias a aquellas túnicas nadie les había disparado un dardo de ballesta al desembarcar en Tal Verrar… pero la noche aún era joven, se dijo Locke… muy, pero que muy joven.
Jean arrastró al desvanecido criado hasta la alcoba y echó un vistazo a su alrededor en busca de nuevos problemas mientras Locke cerraba cuidadosamente las dos jambas acristaladas de la ventana y la aseguraba por dentro. Una simple pieza de metal, muy estrecha y convenientemente doblada, le había permitido abrirla; la Buena Gente de Camorr la llamaba «consigue-el-pan», porque si te permitía entrar en una mansión lo suficientemente lujosa para tener ventanas de cristal, entonces tenías asegurada la cena.
Locke y Jean habían robado en el suficiente número de casas tan lujosas como aquélla (aunque no tan espaciosas) para saber dónde se encontraba su presa. Los dormitorios del dueño de la casa solían estar al lado de otras habitaciones confortables, como la sala de fumadores, el estudio, la sala de las visitas y…
—La biblioteca —musitó Jean mientras él y Locke caminaban despacio por el pasillo de la derecha. Unas lámparas alquímicas dispuestas en el interior de las alcobas primorosamente cubiertas con cortinas conferían al lugar una luz difusa de tonos naranja y oro muy agradable. A través de un par de puertas abiertas en medio de la habitación, a la izquierda de donde se encontraban, Locke vislumbró unas estanterías llenas de libros y rollos de pergamino. No había ningún otro criado al alcance de la vista.
La biblioteca era una pequeña maravilla; debía de tener mil volúmenes, así como cientos de rollos de pergamino dispuestos en cajas y anaqueles muy bien ordenados. Varias cartas de las constelaciones, pintadas sobre pergamino blanqueado alquímicamente, decoraban los escasos lugares vacíos de las paredes. Dos puertas cerradas conducían a las restantes habitaciones de la planta, una a la izquierda y otra enfrente de ellos.
Locke pegó la oreja a la puerta de la izquierda para escuchar. Distinguió un débil murmullo y se volvió hacia Jean, pero sólo para descubrir que éste había dejado de husmear, pues se encontraba ante una estantería. De repente, se abalanzó sobre ella, sacó un delgado volumen en octavo, de unos quince centímetros de alto, de un estante y lo guardó precipitadamente en su mochila. Locke hizo una mueca.
En aquel momento, la puerta de la izquierda se abrió justo delante de él, dándole un fuerte golpe, no grave pero sí doloroso, en la nuca. Cuando se volvió, se encontró cara a cara con una joven que llevaba una bandeja de plata vacía. Pero sólo pudo abrir la boca para gritar y nada más; Locke se la tapó con la mano izquierda mientras su derecha iba en busca de un puñal. Cuando la devolvió a la habitación de donde había salido, Locke sintió que sus pies se hundían en una lujosa alfombra de varios centímetros de grosor.
Jean se le acercó por la derecha y cerró la puerta. La bandeja cayó en la alfombra y Locke empujó a la joven hacia un lado, de suerte que ésta fue a parar a los brazos de Jean con un ¡Uuuf!, de sorpresa, mientras Locke se encontraba a los pies de una cama que medía unos tres metros de ancho, cubierta con la seda suficiente para llenar por completo la arboladura de un yate de buen tamaño.
Sentado encima de unos cojines al otro extremo de aquella cama, con un aspecto más bien cómico porque su enjuto cuerpo parecía perdido en medio de tan vasto espacio, había un anciano de rostro apergaminado. Su larga cabellera del color de la espuma de mar le caía hasta los hombros, cubriendo su camisón de seda verde. Clasificaba una pila de documentos bajo la luz de una lámpara alquímica cuando Locke, Jean y la poco dispuesta criada irrumpieron en sus aposentos.
—Marius Cordo, supongo —dijo Locke—. ¿Puedo sugerirle que en adelante contrate a un buen artífice para reemplazar los picaportes de sus ventanas?
El anciano abrió unos ojos como platos mientras los documentos caían de sus manos.
—¡Oh, dioses! —exclamó—. ¡Oh, dioses, protegedme! ¡Es usted!
—Claro que soy yo —dijo Locke—. Pero no tiene ni puñetera idea de quién diablos soy de verdad.
—Maese Kosta, podemos discutirlo. Ya sabe que soy un hombre razonable y extremadamente acaudalado…
—De acuerdo, digamos que sí que sabe quién diablos soy yo —dijo Locke un tanto inquieto—. Y que su dinero no me importa una mierda. He venido para…
—Usted hubiera hecho lo mismo de hallarse en mi lugar —dijo Cordo—. Sólo es negocio, puro negocio. No me mate y llegaremos a algún acuerdo económico basado en una buena ganancia de dinero, joyas, excelentes objetos alquímicos…
—Maese Cordo —dijo Locke—, atienda, yo… —frunció el ceño y se volvió hacia la criada—. Dígame, ¿no estará este hombre, ah, un tanto senil?
—Es absolutamente competente —contestó ella con frialdad.
—Le aseguro que lo soy —rugió Cordo. La ira le cambiaba muchísimo el talante—. ¡Y no me gusta hablar en mi dormitorio de negocios con asesinos! ¡Así que, o me mata o negociamos ahora mismo lo que vale mi libertad!
—Maese Cordo —dijo Locke—, contésteme a dos preguntas y sea completamente franco en ambas. Primera: ¿Cómo sabe quién soy yo? Y segunda: ¿Por qué cree que he venido a matarle?
—Ya había visto antes sus rostros —dijo Cordo— en un recipiente de agua.
—¿En un recipiente de…? —Locke sintió una sacudida en el estómago—. Oh, diablos, se lo enseñó…
—Un mago de la Liga de Karthain que representaba a su gremio en cierto asunto personal. Seguro que ahora comprende…
—Usted —dijo Locke— dijo que yo habría hecho lo mismo. ¡Usted ha estado enviando a esos malditos asesinos contra nosotros! Los cabrones de los muelles, el tabernero del veneno, los equipos de la Festa…
—Obviamente —dijo Cordo—. Y, desafortunadamente, ustedes dos lograron escapar. Con un poquito de ayuda de Maxilan Stragos, me parece.
—¿Desafortunadamente? ¿Desafortunadamente? ¡Cordo, no tiene ni idea de la suerte que tiene usted, maldito hijo de puta, de que saliéramos bien librados! ¿Qué le contaron los magos mercenarios?
—Vamos. Seguro que sus planes…
—¡Si no me lo repite palabra por palabra, le mato ahora mismo!
—Que ustedes son una amenaza para el Priori y que, por las sumas que les habíamos pagado por sus anteriores servicios, pensaban que el avisarnos de su presencia no le vendría mal a sus intereses.
—Se refiere a los intereses de los Siete del Interior, supongo.
—En efecto.
—Estúpidos bastardos —dijo Locke—. Los magos mercenarios se aprovecharon de usted, Cordo. Piense en ello cuando vaya a darles dinero otra vez. Nosotros (maese de Ferra y yo) estamos en su jodida lista, y nos han puesto entre usted y Stragos para reírse. ¡Eso es todo! No hemos venido a esta ciudad para hacerle daño al Priori.
—Y entonces…
—¿Por qué no voy a matarle ahora mismo?
—Es una pregunta tan agradable como molesta —dijo Cordo, mordiéndose el labio.
—La verdad —dijo Locke— es que por ciertas razones que siempre quedarán muy, pero que muy, lejos de su comprensión, he entrado en su casa por un solo motivo: entregarle en bandeja la cabeza de Maxilan Stragos.
—¿Qué?
—No al pie de la letra. De hecho, tengo planes para esa cabeza. Pero sé lo felices que se sentirían de poder aplastar al Arcontado como si fuera una hormiga campestre, así que sólo lo diré una vez: quiero alejar temporalmente del poder a Maxilan Stragos y voy a intentar hacerlo esta noche. Para ello necesito que me ayude.
—Pero… si usted es una especie de agente del Arconte…
—Jerome y yo somos agentes a pesar nuestro —dijo Locke—. El alquimista de cabecera de Stragos nos dio un veneno de efecto retardado. Así que, mientras Stragos controle el antídoto, no podemos por menos de servirle si no queremos morir de una muerte atroz. El muy cabrón sólo tenía que tirar un poco de nuestras cuerdas, pero ahora se ha pasado.
—Ustedes podrían… podrían ser unos provocadores enviados por Stragos para…
—¿Cómo dice? ¿Para poner a prueba su lealtad? ¿En cuál tribunal, bajo qué juramento, ante cuál ley? Es la pregunta de siempre, en esta ocasión bajo la estúpida conjetura de que ahora estoy haciendo lo que Stragos me ordena. Si así fuera, ¿qué me impediría acabar con usted en este preciso momento?
—Es un punto interesante que tratar.
—Aquí —Locke rodeó la cama para sentarse al lado de Cordo— tengo un puñal —y dejó caer su arma en el regazo del anciano. En aquel momento llamaron a la puerta.
—¡Padre! ¡Padre! ¡Han herido a uno de los criados! Padre, ¿estás bien? ¡Voy a entrar!
—Mi hijo tiene llave —explicó Cordo el Viejo cuando sonó un chasquido en la cerradura.
—Ah —dijo Locke—, entonces necesitaré esto —recogió el puñal, se quedó al lado de Cordo y apuntó con él al anciano de una manera vagamente amenazadora—. Tranquilícese, no nos llevará más de un minuto.
Un hombre de complexión normal y de unos treinta y tantos años apareció repentinamente en el umbral de la habitación con un estoque labrado en la mano. Lyonis Cordo, del Segundo Círculo del Priori, único heredero de su padre y viudo desde hacía algunos años. Quizá el soltero más deseado de toda Tal Verrar y el más notable sólo por el hecho de visitar la Aguja del Pecado muy de tarde en tarde.
—¡Padre! ¡Alacyn! —Lyonis entró en la habitación y se quedó a un paso de la puerta, abriéndose de brazos para cubrirla y blandiendo su estoque con una floritura—. ¡Soltadlos, bastardos! Los guardias de la casa están despiertos, así que no conseguiréis bajar…
—Oh, por el amor de Perelandro, ni siquiera lo pretendo —dijo Locke. Y pasó el puñal a Cordo el Viejo, que lo cogió con dos dedos como si fuera alguna suerte de insecto que acabara de capturar—. Fíjese en eso, ¿ve qué clase de asesino de pacotilla estoy hecho? Envaine la espada, cierre la puerta y atiese la oreja. Tenemos que discutir muchas cosas.
—Pero… yo…
—Lyonis —dijo Cordo el Viejo—, aunque este hombre quizá haya perdido la cabeza, es cierto que ni él ni su acompañante son unos asesinos. Deja tu arma y di a los guardias que… —y se volvió hacia Locke con cierta sospecha—. Kosta, ¿ha herido malamente a algunos de los míos al entrar?
—Sólo le hice a uno un pequeño chichón en la cabeza —explicó Locke—. Es algo que suelo hacer de continuo. Se le pasará, no sé quién es.
—Muy bien —Marius suspiró y pasó el puñal con mucha afectación a Locke, que se lo puso en el cinto—. Lyonis, di a los guardias que se queden abajo. Luego cierra la puerta con llave y siéntate.
—¿Puedo irme ya, puesto que nadie va a ser asesinado en esta habitación? —preguntó Alacyn.
—No. Lo siento. Sabe demasiado. Tome un asiento y póngase cómoda mientras se entera de lo que falta —Locke se volvió hacia Cordo el Viejo y señaló a Alacyn—. Escúcheme, es evidente que no puede salir de esta casa hasta que hayamos concluido nuestros asuntos, ¿está de acuerdo?
—De todos los…
—No, Alacyn, tiene razón —Cordo el Viejo movió las manos para tranquilizarla—. Hay mucho en juego en todo esto y lo sabes, si aún crees en mí. Pero si no es así, entonces discúlpame, ya te enterarás, porque te encerraré en el estudio donde estarás muy cómoda. Y prometo que te recompensaré espléndidamente por esto.
Cuando Jean la soltó, ella se sentó en un rincón y cruzó los brazos, malhumorada. Aún como si dudase de su propia cordura, Lyonis despidió enérgicamente al pelotón de tipos con cara de bestias que habían entrado en la biblioteca poco antes, envainó su estoque y cerró la puerta del dormitorio. Luego se apoyó en ella y adoptó la misma expresión que Alacyn.
—Y ahora —dijo Locke—, como iba diciendo, cuando esta noche esté a punto de terminar, ya llegue el Infierno o el fuego de los Antiguos, mi compañero y yo estaremos muy cerca, físicamente hablando, de Maxilan Stragos. De un modo u otro le quitaremos de su pedestal. Y quizá también le quitemos la vida si no hay otro remedio. Pero para conseguirlo necesitaremos unas cuantas cosas de usted. Y de paso le contaremos lo que pasa. Esto no es una argucia. Si en sus planes entra quitarle la ciudad a Stragos, deberán actuar rápidamente. Y si sus medidas consisten en mantener su ejército y su marina a buen recaudo hasta que sea el momento de recordar a todos sus miembros quién es el que les paga el salario, entonces pónganlas en marcha.
—¿Derrocar a Stragos? —Lyonis parecía tan impresionado como alarmado—. Padre, estos hombres están locos…
—Tranquilo, Lyo —Cordo el Viejo levantó una mano—. Estos hombres pretenden hallarse en una posición única para conseguir ese cambio que tanto deseamos. Y han… declinado hacerme daño por ciertas acciones que emprendí contra ellos. Los escucharemos hasta el final.
—Bien —dijo Locke—. Y ahora lo que deben saber. En un par de horas, maese de Ferra y yo seremos arrestados por los Ojos del Arconte al salir de la Aguja del Pecado…
—¿Arrestados? —preguntó Lyonis—. ¿Cómo puede saber…?
—Porque voy a presentarme a una cita —dijo Locke— en la que le pediré a Stragos que nos arreste.
—El Protector no le verá a usted, tampoco su dama de honor. Ésas son nuestras órdenes.
Locke estaba seguro de poder sentir la mirada desdeñosa del oficial de los Ojos a través de su máscara.
—Querrá vernos —dijo Locke mientras él y Jean detenían en el embarcadero del Arconte el bote que habían conseguido por mediación de Cordo el Viejo, que era más pequeño y ágil que el suyo— si le dice que hicimos lo que nos ordenó durante nuestra última entrevista, y que, inexcusablemente, tenemos que hablar con él.
El oficial lo estuvo considerando durante varios segundos y luego se acercó a la cadena de señales. Mientras aguardaban una respuesta, Locke y Jean se quitaron todas sus armas y herramientas y las metieron en sus mochilas, dejándolas luego en el fondo del bote. Finalmente, Merrain apareció en la cúspide de las escaleras y les hizo una seña; ambos fueron sacados del bote con la usual rudeza y escoltados hasta el estudio del Arconte.
Jean tembló a la vista de Stragos, que se encontraba de pie tras su escritorio. Locke observó que Jean abría y cerraba los puños, así que se apretó con fuerza un brazo.
—¿Son buenas noticias? —preguntó el Arconte.
—¿Ha informado alguien de un fuego en el mar acaecido ayer, a eso del mediodía, al oeste de la ciudad? —preguntó Locke.
—Dos buques mercantes avisaron de una ancha columna de humo que se veía por el horizonte occidental —contestó Stragos—. Ninguna noticia más que yo haya oído, ni ninguna pérdida reclamada por ningún sindicato.
—Las noticias no tardarán en llegar —dijo Locke—. Un buque incendiado y hundido. Ni un solo superviviente. Se dirigía hacia la ciudad y se bamboleaba por el cargamento, así que estoy seguro de que finalmente acabarán por echarlo en falta.
—¿Finalmente? —preguntó Stragos, y añadió—: Así que lo que ahora quieren es un beso en la mejilla y un plato de dulces. Le dije que no intentara jugar conmigo.
—Pensaba que nuestro primer hundimiento sólo nos proporcionaría dinero —dijo Locke—. Y hemos decidido que no sólo queremos ver el vino, sino también beberlo.
—¿A qué se refiere exactamente?
—A que queremos el fruto de nuestros esfuerzos que tienen que ver con la Aguja del Pecado —dijo Locke—. Queremos aquello por lo que hemos estado trabajando durante dos años seguidos. Y lo queremos esta noche antes de hacer nada más.
—Bueno, pues precisamente esta noche no podrán tenerlo. ¿Qué se imagina, que puedo darles una especie de bula, algo así como una petición educada para que se la entreguen a Requin y les deje llevarse lo que quieran?
—No —dijo Locke—, porque vamos a ir esta noche hasta allí para cogerlo, y porque hasta que no estemos a salvo con nuestro botín, el Orquídea Emponzoñada no hundirá más buques en sus aguas.
—Usted no me dicta los términos de nuestro contrato…
—Creo que sí. Aunque confiamos en que usted dejará de tener nuestras vidas en sus manos después de que termine esta esclavitud a la que nos somete, no creemos que las condiciones imperantes después en la ciudad nos permitan seguir adelante con nuestro plan de entrar en la Aguja del Pecado. Piense, Stragos, es evidente. Si quiere poner de repente al Priori bajo su bota, será el caos. Derramamiento de sangre y detenciones. Requin se acuesta con el Priori; su fortuna debe seguir intacta cuando vayamos a buscar lo que queremos. Por eso queremos asegurarnos de estar a salvo antes de terminar el asunto que a usted le interesa.
—Arrogante…
—Por supuesto —Locke alzó la voz— que soy arrogante. Aún seguimos necesitando su maldito antídoto, Stragos. Aún seguimos dependiendo de que nos lo administre. Por eso sólo exigimos un poco más. Esta misma noche. Quiero que su alquimista esté a su lado cuando volvamos dentro de dos horas.
—¡Por todos los malditos…! ¿Qué quiere decir con eso de «cuando volvamos»?
—En cuanto Requin descubra que le hemos utilizado de tapadera, sólo podremos escapar de la Aguja del Pecado de una manera —explicó Locke—. En cuanto salgamos de ese sitio tenemos que ser arrestados por sus Ojos, que nos estarán aguardando.
—¡Por todos los dioses! ¿Y por qué motivo?
—Porque en cuanto estemos a salvo aquí —dijo Locke— nos escabulliremos en silencio y regresaremos al Orquídea Emponzoñada para, a última hora de esta misma noche, atacar la mismísima dársena de Plata. Drakasha tiene una tripulación de ciento cincuenta hombres que han capturado dos barcas de pesca a las que prenderán fuego al atardecer. ¿No quería que la bandera carmesí pudiera verse desde su ciudad? Pues, por los dioses, nosotros la plantaremos en el puerto. Destruiremos e incendiaremos todo lo que podamos y luego, cuando nos retiremos, atacaremos a todo lo que se cruce en nuestro camino. Tendrá al Priori delante de su puerta cargado con bolsas de dinero y pidiendo un salvador. La gente se rebelará si no les dan uno. ¿Le parece suficiente? Podemos hacer lo que usted quiera. Podemos hacerlo esta misma noche. Y, en lo que se refiere a una incursión de castigo en las Islas del Viento Fantasma…, bueno, todo depende de la prisa que se dé en hacer las maletas, Protector.
—¿Qué quieren quitarle a Requin? —preguntó Stragos después de rumiar en silencio todo aquello durante un buen rato.
—Algo que un hombre con prisas puede cargar encima.
—La bóveda de Requin es impenetrable.
—Lo sabemos —dijo Locke—. Lo que buscamos no se encuentra en ella.
—¿Y cómo puedo estar seguro de que no van a dejarse matar estúpidamente mientras hacen eso que dice?
—Puedo asegurarle que nos matarán —dijo Locke— si no contamos con la custodia legal de sus Ojos, que nos detendrán delante de todos. Y entonces desapareceremos, eliminados a causa de los crímenes cometidos contra el Estado verrarí, tal y como es privilegio del Arcontado. Un privilegio del que usted podrá pavonearse muy pronto. Vamos, admita que es espantosamente hermoso.
—Dejarán conmigo el objeto de su deseo —dijo el Arconte—. Róbenlo. De acuerdo. Y tráiganlo hasta aquí. Pero, puesto que necesitan el antídoto, yo lo guardaré por ustedes hasta que terminen mi trabajo.
—Eso es…
—Algo para sentirme tranquilo —dijo Stragos con voz cargada de amenaza—. Si a dos hombres que saben que se enfrentan a una muerte segura les cayera de repente una enorme suma de dinero en las manos, podrían salir huyendo para gastársela en borracheras y en putas, en suma, para pasárselo bien antes del ineluctable final, ¿no le parece?
—Supongo que tiene razón —concedió Locke, fingiéndose irritado—. Supongo que cualquier cosa que dejemos a su cuidado…
—Quedará a buen recaudo, eso se lo garantizo. La inversión que les ha llevado dos años estará esperándoles para cuando nuestros caminos se separen.
—Entonces creo que no tenemos otra elección. De acuerdo.
—Entonces expediré de inmediato una orden de arresto para Leocanto Kosta y Jerome de Ferra —dijo Stragos—. Les garantizo lo que me han pedido… así que, por los dioses, quiero que ustedes dos y esa zorra de Syrune salgan pitando enseguida.
—Lo haremos —dijo Locke— lo mejor que podamos. Hemos hecho un juramento.
—Mis soldados…
—Prefiero que envíe a los Ojos —rectificó Locke—. Mejor los Ojos. Debe de haber agentes del Priori infiltrados entre los soldados del ejército regular; mi vida depende de su confianza en los Ojos, por así decirlo. Además, acojonan mucho a la gente. El operativo debe parecer impresionante.
—Hmmm —dijo Stragos—. Creo que es razonable.
—Entonces escúcheme con atención —dijo Locke.
Volver a ser el de siempre le resultaba reconfortante.
El hecho de librarse de aquella farsa le resultaba tan agradable como el aire que se respira después de estar a punto de ahogarse, pensó Locke. Todas aquellas mentiras tan retorcidas e identidades falsas comenzaban a caerse como si fueran vendas que hubieran cubierto sus auténticas personalidades, quedando atrás mientras atacaban las escaleras que iban a llevarles por última vez a los Peldaños Dorados. Ahora que habían descubierto quién había enviado contra ellos a los asesinos misteriosos, ya no tenían que disfrazarse de sacerdotes y remolonear por las sombras; sólo debían caminar como simples ladrones que llevan los poderes fácticos de la ciudad pegados a los talones.
Y eso era, precisamente, lo que ellos eran.
Él y Jean hubieran podido aprovechar la situación, riendo juntos y disfrutando con su usual alegría incontenible por un crimen bien hecho. Más ricos y astutos que nadie. Pero aquella noche Locke hablaba por los dos; aquella noche Jean se esforzaba en mantener la compostura hasta que le llegara el momento de dejarla a un lado y, entonces, que los dioses se apiadaran de aquel que se cruzara en su camino.
Calo, Galdo y Bicho, pensó Locke. Ezri. Lo único que él y Jean siempre habían querido hacer era robar todo lo que pudieran llevarse consigo y reír mientras se ponían a la suficiente distancia para sentirse tranquilos. ¿Por qué el precio a pagar era siempre tan alto en vidas amigas? ¿Por qué siempre tenía que aparecer algún hijoputa lo suficientemente estúpido para creer que podía meterse impunemente con un camorrí?
Porque no te preparas bien, se dijo Locke, sorbiendo el aire a través de los dientes que acababa de apretar con fuerza al ver cómo la Aguja del Pecado se cernía por encima de ellos, latiendo con luces azules y rojas bajo la oscuridad del cielo. Porque no lo haces. Lo comprobamos en cierta ocasión y ahora lo volveremos a comprobar delante de todos los dioses.
—Eh, apártese de la puerta de servicio… ¡Oh, por los dioses! ¡Si es usted, socorro!
El gorila que había recibido en las costillas el doloroso saludo de Jean durante la visita anterior retrocedió cuando Locke y Jean corrieron hacia él por el patio de servicio. Locke vio que llevaba una especie de cabestrillo por debajo de la liviana tela de su camisa.
—No hemos venido a hacerle daño —explicó Locke sin resuello—. Busque… a Selendri. Búsquela.
—Está vestido impropiamente para hablar con…
—Búsquela ahora y gánese una moneda —insistió Locke mientras se apartaba el sudor de las cejas— o siga en este sitio durante dos segundos más y gánese el que le abramos nuevamente las costillas.
Media docena de criados de la Aguja del Pecado acababan de rodearlos por si la discusión iba a más, aunque sin hacer movimientos hostiles. Pocos minutos después de que el matón herido desapareciera dentro de la torre, Selendri llegó al lugar.
—Se suponía que ustedes dos estaban en alta mar…
—No hay tiempo para explicaciones, Selendri. El Arconte ha ordenado que nos arresten. Un pelotón de Ojos está en camino mientras hablamos. Llegarán en pocos minutos.
—¿Qué?
—Se ha debido de enterar —dijo Locke—. Sabe que todos hemos estado conspirando contra él, y…
—No hable aquí de eso —Selendri siseaba.
—Ocúltenos. ¡Ocúltenos, por favor!
Locke observó que el pánico, la frustración y la fría determinación combatían en la parte intacta de su rostro. ¿Dejarlos allí para que se enfrentaran a su destino y que los torturadores del Arconte les fueran sacando todo lo que sabían? ¿Matarlos en aquel patio, delante de testigos, sin la explicación plausible de una caída «accidental»? No. Tenía que retenerlos. Por el momento.
—Vengan —dijo, finalmente—. Apresúrense. Usted y usted, regístrenles.
Los criados de la Aguja del Pecado cachearon a Locke y a Jean, cogiendo sus puñales y bolsas y entregando todo a Selendri.
—Éste tenía un mazo de cartas —dijo uno de los criados después de la pesca realizada en los bolsillos de la camisa de Locke.
—Es lo usual —dijo Selendri—. No importa. Nos vamos a la novena planta.
De vuelta por última vez a la grandeza del santuario que Requin había erigido a la avaricia; pasando entre la muchedumbre y las volutas de humo que flotaban en el aire como espíritus inquietos, subiendo las escaleras de caracol que conducían a las plantas más selectas donde se jugaba más en serio a medida que progresaban hacia arriba.
Locke miraba a su alrededor mientras subían; ¿era su imaginación o no había nadie del Priori que se pavoneara en el interior de la torre? La planta cuarta, la quinta… y en ella, como no podía ser menos, Maracosa Durenna con un vaso en la mano, que se quedaba boquiabierta al ver cómo Selendri y sus guardias pasaban muy cerca de ella mientras empujaban a Locke y a Jean. Locke vio en el rostro de Durenna que no estaba simplemente frustrada y enfadada… Por los dioses, estaba muy cabreada.
Sólo podía imaginarse lo raros que él y Jean habían debido de parecerle… con el cabello sin arreglar, más delgados y morenos por el sol. Para no hablar de sus ropas sudadas que desentonaban muchísimo en aquel establecimiento. Hizo una mueca y movió la mano en dirección a Durenna mientras subían por las escaleras y desaparecían de su vista.
Aún más hacia arriba, a través de los peldaños menos transitados de la casa. Aún sin ver a nadie del Priori, ¿casualidad o augurio de buena suerte?
Hasta el despacho de Requin, donde el Maestro de la Aguja estaba de pie delante de un espejo, sacando una larga casaca de fiesta de color negro adornada con hilos de plata. Enseñó los dientes al ver a Locke y a Jean, y la malicia de sus ojos se confundió con el alquímico brillo rojizo de sus gafas.
—Los Ojos del Arconte —dijo Selendri— están en camino para detener a Kosta y a De Ferra.
Requin gruñó, se echó hacia delante como un esgrimidor y tiró a Locke al suelo con una fuerza sorprendente. Locke cayó con el trasero por delante y chocó con el escritorio de Requin. Los cachivaches que había en él tintinearon de un modo alarmante por encima de su cabeza y una placa de metal cayó al suelo estruendosamente.
Jean se movió hacia delante, pero los dos criados de la Aguja del Pecado, que eran enormes, le agarraron por los brazos mientras Selendri, con un click que indicaba que el mecanismo de su brazo estaba bien engrasado, sacaba sus cuchillas a la luz para disuadirle.
—¿Qué ha hecho, Kosta? —rugió Requin. Dio a Locke una patada en el estómago, haciéndole chocar de nuevo con el escritorio. Un vaso de vino cayó al suelo y estalló en él.
—Nada —Locke se ahogaba—, nada, sólo que ha debido de enterarse, Requin; sabe que hemos estado conspirando contra él. Tenemos que huir. Tenemos a los Ojos pegados a los talones.
—Ojos en mi Aguja —rezongó Requin—. Ojos que están a punto de quebrantar lo que era una antigua tradición de los Peldaños Dorados. Me ha puesto en una situación muy comprometida. Lo ha jodido todo por completo, ¿o no?
—Lo siento —dijo Locke, arrastrándose con manos y pies—. Lo siento, sólo podíamos huir. Si… consigue ponernos las manos encima…
—Suficiente —dijo Requin—. Voy a bajar para hablar con quienes les persiguen. Ustedes dos quédense aquí. Ya discutiremos esto cuando regrese.
Cuando regreses, pensó Locke, vendrás con más de los tuyos. Y Jean y yo nos «caeremos» por la ventana.
Había llegado el momento.
Los tacones de las botas de Requin sonaron primero contra las baldosas y luego contra el hierro de su pequeño ascensor que bajaba hasta la planta inferior. Los dos criados que retenían a Jean le soltaron sin perderle de ojo, mientras Selendri se apoyaba en el escritorio de Requin con las hojas en guardia. Miró fríamente a Locke mientras éste se ponía en pie con una mueca.
—¿Ya no me susurra más lindezas al oído, Kosta?
—Selendri, yo…
—¿No sabía que Requin planeaba matarle, maese de Ferra? ¿Que, durante las conversaciones mantenidas con nosotros en los últimos meses, usted mismo nos pidió que acabáramos con usted?
—Selendri, por favor, escúcheme…
—Sabía que usted era una mala inversión —dijo ella—, pero jamás pensé que la situación empeorara tan deprisa.
—Sí, tiene razón. Era una mala inversión, y no dudo de que Requin la escuchará a usted con más atención en el futuro. Pero yo jamás quise matar a Jerome de Ferra. Jerome de Ferra no es una persona de carne y hueso. Como tampoco lo es Calo Callas.
»De hecho —añadió, mientras esbozaba una mueca espantosa—, usted nos ha llevado exactamente a donde queríamos, para así conseguir el pago de dos años de arduo trabajo, para poder robarles a usted y a su jefe todo lo que queremos.
El siguiente sonido que se oyó en la habitación fue el que hizo uno de los criados de la Aguja del Pecado al golpearse con la pared después de que uno de los puños de Jean le dejara completamente colorada media cara.
Selendri actuó con una rapidez encomiable, pero Locke estaba preparado; no para luchar, sino para esquivarla y moverse de un lado para otro, evitando su mano llena de hojas aceradas. Dio un salto en arco por encima del escritorio, tirando los documentos que había encima y riendo mientras las dos hojas se movían de un lado para otro compitiendo para ver cuál de ellas rompía antes su guardia.
—Va a morir, Kosta —dijo Selendri.
—Oh, no me diga, seguro que usted no quería matarnos. Dicho sea de paso… Leocanto Kosta tampoco es real. Veo que hay unas cuantas cosillas que no saben, ¿eh?
Detrás de ellos, Jean luchaba a brazo partido con el segundo criado. Jean golpeó la cara de aquel hombre con su frente y le rompió la nariz, de suerte que cayó de rodillas y comenzó a echar sangre por ella. Luego Jean le agarró por detrás y le puso el codo en el cuello, cargando el peso de la mitad superior de su cuerpo. Concentrado como estaba en esquivar a Selendri, Locke se estremeció al oír el ruido que el cráneo del criado hizo al golpear el suelo.
Instantes después, Jean se encontraba detrás de Selendri, dominándola con su estatura, mientras la sangre que había manado de la rota nariz del criado chorreaba por su rostro. Ella le cortó con las cuchillas, pero Jean se encontraba muy agresivo a causa de la cólera que sentía. La agarró por el antebrazo metálico, le propinó un directo al estómago que le hizo doblarse en dos, la obligó a volverse y finalmente la cogió por ambos brazos. Ella se retorció e intentó respirar.
—Qué oficio tan agradable —dijo Jean ya tranquilo, como si acabara de darles la mano a Selendri y a sus criados en vez de hacerles morder el polvo. Locke enarcó las cejas y siguió con el plan… pues el tiempo era esencial.
—Observe con mucha atención, Selendri, porque este truco sólo podré hacerlo una vez —dijo mientras sacaba su mazo de cartas fraudulentas y las barajaba de una manera muy teatral—. ¿Hay algo de licor en la casa? ¿Algún licor de esos que hacen llorar mientras te queman la garganta? —fingió sorpresa al ver la botella de brandy que descansaba sobre un estante situado detrás del escritorio de Requin, al lado de un cuenco de plata lleno de flores.
Locke cogió el cuenco, arrojó las flores y el agua al suelo y lo puso encima del escritorio. Luego abrió la botella de brandy y lo llenó hasta una altura de tres dedos con aquel líquido pardo.
—Y ahora, tal y como puede ver, no tengo nada entre las manos que no sea este mazo perfectamente normal y perfectamente corriente de cartas que son perfectamente iguales por detrás las unas y las otras. ¿O sí lo tengo? —barajó una vez más las cartas y las metió en el cuenco. Al ser alquímicas, se ablandaron, se distendieron y comenzaron a burbujear y a espumear. Sus dibujos y sus símbolos se disolvieron, al principio en una confusión blanca surcada por líneas de colores y luego en una pasta aceitosa de color gris. Locke se sirvió de un cuchillo plano de los que se emplean para extender la mantequilla, que encontró en una de las esquinas del escritorio, para ampliar la zona de acción de la pasta aceitosa y eliminar todo lo que quedaba de las cartas originales.
—¿Qué diablos está haciendo? —preguntó Selendri.
—Estoy fabricando cemento alquímico —contestó Locke—. He utilizado unas pequeñas obleas de resina pintadas para que parezcan cartas, las cuales reaccionan con el alcohol de un licor de alta graduación. Sólo los amables dioses del cielo saben lo que me costaron. Diablos, después de que se forme el cemento, no me quedará otra opción que robarle a usted.
—Lo que ahora intenta…
—Tal y como sé por experiencia propia —dijo Locke—, esta porquería es más dura cuando se seca que el acero —echó a correr hacia la parte de la pared por donde salía el ascensor y comenzó a aplicar aquella sustancia gris en las tenues rendijas que delimitaban su marco—. De esta suerte, un minuto después de que haya acabado de pintar este bonito marco oculto y de que eche un poco en la cerradura de la puerta de esta habitación, si Requin quiere entrar en ella esta noche, necesitará un ariete.
Selendri intentó gritar para pedir ayuda, pero el daño que había sufrido su garganta al quemarse años atrás no se lo permitió; emitió un sonido profundo e irreal que no pudo llegar hasta más abajo de las escaleras con la energía necesaria. Locke bajó precipitadamente por los peldaños de hierro, cerró los batientes de la entrada al despacho de Requin y, con la misma prisa, selló la cerradura con una pella de aquel cemento que ya comenzaba a endurecerse.
—Y ahora —dijo cuando estuvo en medio del despacho— la siguiente curiosidad de la noche, que tiene que ver con este adorable juego de sillas con el que proveí a nuestro estimado anfitrión. Sucede que, a fin de cuentas, sí que conozco algo del barroco de Talathri, y que hay una razón para explicar por qué alguien en su sano juicio construiría una cosa tan hermosa con una madera tan débil.
Locke cogió una de las sillas. Quitó el cojín de su asiento y el panel situado bajo él, dejando al descubierto una pequeña cámara repleta con diversas herramientas y utillaje: cuchillos; un cinturón de escalada hecho de cuero; grapas; pasadores y un surtido de implementos varios. Lo echó todo al suelo, suscitando un ruido metálico, y luego con una mueca levantó la silla por encima de su cabeza.
—Que permite que se rompa con suma facilidad al golpearla contra el suelo.
Y, mientras hablaba, hizo lo que decía. Y aunque la silla quedó destrozada, mantuvo su estructura, porque sus diferentes partes estaban atadas entre sí por algo que salía del interior y que juntaba las patas con el respaldo. Locke se peleó durante unos momentos con aquel despojo antes de extraer con éxito varias cuerdas de quasiseda bastante grandes.
Tomó una de ellas y con ayuda de Jean ató a Selendri a la silla que se encontraba detrás del escritorio de Requin. Ella pataleó y escupió, intentando incluso morderles, pero no lo consiguió.
Una vez que estuvo atada, Locke tomó un puñal del montón de herramientas, mientras Jean destrozaba las tres sillas restantes y extraía de ellas su contenido oculto. Cuando Locke se acercó a Selendri con el puñal en la mano, ella le obsequió con una mirada llena de desprecio.
—No puedo decirle nada que le sirva —dijo—. La bóveda se encuentra en la base de la torre y ustedes acaban de encerrarse aquí dentro. Puede asustarme todo lo que quiera, Kosta, porque no tengo ni idea de lo que quiere hacer.
—Oh, ¿cree que este cuchillo es para usted? —Locke sonrió—. Suponía que ambos nos conocíamos bastante bien. Y, respecto a la bóveda, ¿qué diablos decía de ella?
—Que usted está intentando encontrar la manera de…
—Mentí, Selendri. Sé cómo hacerlo. ¿De veras creyó que había estado experimentando con cerraduras para enviarle los resultados a Maxilan Stragos? Y un cuerno. Sólo me tomaba unos tragos de brandy en sus plantas primera y segunda, intentando salir vivo después de que casi me hicieran picadillo. Su bóveda es jodidamente impenetrable, cariño. Jamás quise acercarme a ella.
Locke miró a su alrededor como si viera aquella habitación por primera vez.
—Requin tiene un montón de cuadros muy caros entre estas cuatro paredes, ¿verdad?
Con una mueca que le pareció mayor de lo que era, Locke se aproximó al cuadro que estaba más cerca de él y comenzó a separar cuidadosamente el lienzo de su marco.
Diez minutos más tarde, Locke y Jean bajaban desde el balcón de Requin, después de sujetar en la barandilla con unos perfectos nudos corredizos las cuerdas que acababan de pasar por sus cinturones de cuero. Aunque no había espacio suficiente en la habitación para emplear cuerdas de seguridad, no les importó, pues siempre hay que correr algún riesgo en esta vida.
Locke gritaba mientras se deslizaban rápidamente hacia abajo en medio del aire nocturno, dejando atrás una balconada tras otra, una ventana tras otra ocupada por jugadores aburridos, satisfechos, saciados o nada curiosos. Él y Jean estuvieron bajando durante veinte segundos, empleando los pasadores de hierro para no caer a plomo, y durante esos veinte segundos todo marchó bien, gracias al Guardián Avieso. Diez de las pinturas más caras de Requin (cuidadosamente extraídas de sus marcos, enrolladas y guardadas en unos tubos de tela encerada) las llevaban a la espalda. Habían tenido que dejar dos por falta de tubos, ya que el espacio disponible en las sillas era muy limitado.
En cuanto Locke concibió la idea de ir a por la conocidísima colección de arte de Requin, husmeó entre los anticuarios de varias ciudades, así como entre los comerciantes de artículos que tenían que ver con el ocio, para encontrar un posible comprador. El precio que hipotéticamente le ofrecieron por la, asimismo hipotética, venta de aquellos «objetos de arte», fue cuanto menos gratificante.
Su recorrido acababa de terminar encima de los adoquines del patio de Requin junto con sus cuerdas, que se habían quedado a menos de diez centímetros del suelo. Su aterrizaje distrajo a varias parejas de borrachos que hacían eses por el perímetro del patio. Apenas acababan de quitarse las cuerdas y los arneses, cuando escucharon el ruido de botas pesadas y el estruendo de herrería de armas y armaduras. Un pelotón de ocho Ojos corría hacia ellos desde la acera de la calle que daba a la Aguja del Pecado.
—Quietos donde están —dijo el Ojo que iba en cabeza—. En mi condición de guardia del Arconte y del Consejo, les arresto por crímenes cometidos contra Tal Verrar. Levanten las manos y no ofrezcan resistencia o de lo contrario no recibirán cuartel.
Cuando el bote, largo y de muy poco calado, se detuvo ante el embarcadero privado del Arconte, Locke sintió que el corazón le martillaba con fuerza. Ahora llegaba esa parte complicada que siempre es tan delicada.
Él y Jean fueron sacados del bote por los Ojos que los rodeaban. Les habían atado las manos por detrás y quitado las pinturas, que llevaba con mucho cuidado el último de los Ojos en abandonar el bote.
El guardia a cargo de su detención se acercó hasta el Ojo que mandaba el embarcadero y le saludó.
—Prefecto de la Espada, tenemos que llevar inmediatamente a los prisioneros a presencia del Protector.
—Ya lo sé —dijo el oficial del embarcadero con una inconfundible nota de satisfacción en la voz—. Bien hecho, sargento.
—Gracias, señor. ¿Está en los jardines?
—Sí.
Locke y Jean recorrieron la Mon Magisteria a través de avenidas vacías y de salas de baile en silencio, entre los olores del aceite para engrasar armas y el olor a polvo de los rincones. Hasta que finalmente fueron a parar a los jardines del Arconte.
Sus pies aplastaron la gravilla del camino mientras se abrían paso entre los profundos aromas de la noche, dejando atrás el tenue fulgor plateado de cosas que se arrastraban y la luminiscencia intermitente de las luciérnagas.
Maxilan Stragos los esperaba cerca de la caseta de los botes, sentado en una silla que alguien había llevado para la ocasión. Junto a él estaban Merrain y —oh, qué deprisa latió el corazón de Locke al verlo— el alquimista calvo, así como otros dos Ojos. Los Ojos que los habían arrestado, conducidos por su sargento, saludaron al Arconte.
—De rodillas —dijo Stragos con indiferencia, y Locke y Jean fueron obligados a arrodillarse en la gravilla que había delante de él. Locke se estremeció de dolor mientras intentaba captar todos los detalles de aquella escena. Merrain llevaba una camisa de manga larga y una falda oscura; desde donde estaba, Locke observó que no llevaba zapatos de fiesta sino unas botas negras de campaña de suela baja, aptas para correr y combatir. Interesante. El alquimista de Stragos asía un cartapacio gris bastante ancho y parecía nervioso. A Locke se le aceleró nuevamente el pulso cuando pensó en lo que podía contener.
—Vaya, Stragos —dijo Locke sin querer saber con exactitud lo que le rondaba al Arconte por la mente—, ¿otra fiesta en los jardines? Sus borricos acorazados podrían quitarnos las ligaduras; dudo que haya agentes del Priori encaramados en los árboles.
—Me he preguntado en ocasiones —dijo Stragos— qué debería hacer para humillarle —e hizo una seña al Ojo que estaba un poco adelantado a su derecha—. Y saqué la lamentable conclusión de que quizá no debía hacer nada.
El Ojo propinó a Locke una patada en el pecho que le hizo caer hacia atrás. La gravilla se deslizó bajo él mientras se retorcía; el Ojo se agachó y le hizo ponerse de rodillas.
—¿Conoce a mi alquimista? ¿No me había pedido que estuviera conmigo? —preguntó Stragos.
—Sí —dijo Locke.
—Pues aquí lo tiene. Será todo lo que obtenga de él. He cumplido mi palabra. Disfrute con su vista aunque de bien poco le sirva.
—Stragos, bastardo, aún nos queda trabajo por hacer…
—No lo creo —dijo el Arconte—. Más bien creo que su trabajo ya está hecho. Al fin y al cabo, creo que ya comprendo por qué agravió tanto a los magos de la Liga que le dejaron a mi cuidado.
—Stragos, si no volvemos al Orquídea Emponzoñada…
—Mis rastreadores me han informado de que un barco que responde a su descripción está fondeado al norte de la ciudad. Saldré a buscarlo dentro de muy poco con la mitad de las galeras de mi flota. Y entonces tendré otra pirata que exhibiré por las calles y otra tripulación, a cuyos miembros arrojaré uno a uno por la Sima de la Colina mientras toda Tal Verrar me vitorea.
—Pero nosotros…
—Ustedes me han dado lo que necesitaba —dijo Stragos—, aunque no de la manera que usted había supuesto. Sargento, ¿tuvo algún problema para traer a estos prisioneros desde la Aguja del Pecado?
—Requin se negó a dejarnos entrar en el edificio, Protector.
—Requin se negó a dejarles entrar en el edificio —repitió Stragos, paladeando con ganas cada una de aquellas palabras—. Veo que se apoya en una tradición informal, pretendiendo que ésta tiene más valor que mi autoridad legal. Muy bien, así me proporciona la excusa para que mande contra él mucha tropa y que ésta haga lo que los agentes de policía comprados nunca hicieron… meter a ese bastardo en una jaula hasta que revele los manejos de sus amiguitos del Priori. Ya tengo la oportunidad que estaba buscando. Ya no les necesito a los dos para que causen más violencia en mis aguas.
—Stragos, eres un hijoputa…
—De hecho, ya no les necesito a los dos para nada.
—¡Teníamos un trato!
—¡Y yo lo hubiera mantenido si no se hubiesen burlado de mí en la única materia en la que no soporto desobediencias! —Stragos se levantó de la silla; estaba tan enfadado que se estremecía—. ¡Mis instrucciones eran dejar vivos a los hombres y mujeres de la Roca de Barlovento! ¡Vivos!
—Pero si nosotros… —comenzó a decir Locke, completamente atónito— empleamos el congela-entendimiento, y cuando nos fuimos los dejamos…
—Degollados —dijo Stragos—. Sólo dejaron con vida a los dos que estaban arriba; supongo que no les apeteció molestarse en subir hasta donde se encontraban y eliminarlos.
—Nosotros no…
—¿Y quién más entró aquella noche en mi isla, Kosta? No es exactamente un refugio de peregrinos. Si ustedes no lo hicieron, entonces permitieron que lo hicieran los fugados. Da lo mismo, son igualmente responsables.
—Stragos, sinceramente no sé a dónde quiere llegar.
—Eso no me devolverá a los cuatro hombres y mujeres muertos, todos ellos excelentes —Stragos se llevó las manos a la espalda—. Bueno, pues ya hemos terminado. El sonido de su voz, su tono arrogante, el completo descaro que posee esa lengua suya… cada vez que la oigo es piel de tiburón para mis tímpanos, maese Kosta, y, además, asesinaron a varios soldados de Tal Verrar completamente inocentes. No tendrán sacerdote, ni ceremonia ni tumba. Sargento, entrégueme su espada.
El sargento de los Ojos que los había arrestado dio un paso al frente y desenvainó su espada. Luego tendió su empuñadura al Arconte.
—Stragos —dijo Jean—, una última cosa.
Locke se volvió hacia Jean y vio que sonreía sutilmente.
—Creo que recordaré este momento durante el resto de mi condenada vida —dijo Jean.
—Yo… —Stragos nunca terminó, porque el sargento de los Ojos echó de repente hacia atrás la empuñadura de su espada y golpeó al Arconte en el rostro.
Todo había sucedido de la siguiente manera: los Ojos sacaron a Locke y a Jean del patio de la Aguja del Pecado y los metieron en un carruaje pesado que estaba protegido con barrotes de hierro. Tres de ellos entraron en el compartimiento con los presos, dos subieron al pescante para tirar de las riendas y los tres últimos se quedaron a ambos lados y detrás para vigilar.
Al final de la calle que se encuentra en la parte más alta de los Peldaños Dorados, donde el carruaje tenía que girar para tomar la rampa de desvío que debía conducirle al piso inferior, apareció súbitamente otro carruaje para cerrarle el paso. Los Ojos mascullaron maldiciones; el cochero del otro vehículo se disculpó profusamente y dijo a gritos que sus caballos eran más testarudos de lo usual.
Entonces comenzaron a cantar las ballestas y los dos Ojos que iban en el pescante y los que iban de escolta fueron derribados, atrapados de improviso en una tormenta de dardos. Varios pelotones de policías vestidos de uniforme aparecieron en ambas aceras de la calle y rodearon al carruaje, agitando garrotes y escudos.
—Muévanse —dijeron a gritos a los espectadores que quedaban, pues los más inteligentes se habían ido a toda prisa para ocultarse—. No hay nada que ver. Es un asunto del Arconte y del Consejo.
Cuando los cadáveres se estrellaron contra los adoquines, la puerta del carruaje se abrió, en un fútil intento de los que estaban dentro por ayudar a sus camaradas caídos. Dos pelotones más de policías, ayudados por cierto número de civiles que, curiosamente, parecieron reaccionar a la señal de aquéllos, cargaron contra los Ojos y los dominaron. Uno luchó con tanta energía que fue muerto accidentalmente; los otros dos fueron obligados a agacharse al lado del carruaje y entonces les quitaron las máscaras de bronce.
En aquel momento apareció Lyonis Cordo vestido con el uniforme de los Ojos, completo en todos sus detalles excepto por la máscara. Le seguían siete personas más con el mismo uniforme casi completo. Con ellos iba una mujer joven a la que Locke no reconoció. Se arrodilló delante de los dos Ojos capturados.
—A ti no te conozco —dijo al que estaba a su derecha. Antes de que aquel hombre comprendiera lo que sucedía, un policía le pasó un puñal por el cuello y le tiró al suelo. Otros policías habían comenzado a apartar rápidamente de la vista el resto de los cadáveres.
—A ti sí —dijo la mujer mientras miraba al único Ojo que había sobrevivido—. Lucius Caulus. A ti sí te conozco.
—Puedes matarme ahora mismo —dijo aquel hombre—. No te diré nada.
—Por supuesto —dijo la mujer—. Pero tienes madre. Y una hermana que trabaja en el Creciente de los Manos Negras. Y un cuñado que trabaja en un bote de pesca y dos sobrinos…
—Jódete —dijo Caulus—, no creo que puedas hacerles daño.
—Mientras tú miras. Claro que puedo hacérselo. Y se lo haré. A todos y cada uno de ellos, y tú estarás en la habitación en cada ocasión, y sabrán que habrías podido salvarlos a todos a cambio de decirme lo poco que quiero.
Caulus miró al suelo y se echó a llorar.
—Por favor —dijo—. Que esto quede entre nosotros…
—Tal Verrar perdura, Caulus. El Arconte no es Tal Verrar. Pero no tengo tiempo para jugar contigo. Responde a mis preguntas o buscaremos a tu familia.
—Que los dioses me perdonen —dijo Caulus mientras asentía.
—¿Empleáis algunas contraseñas o procedimientos cuando volvéis a la Mon Magisteria?
—N-no.
—¿Cuáles eran, exactamente, las órdenes que le dieron a tu sargento?
Después de que terminara el breve interrogatorio y de que Caulus fuera puesto a buen recaudo (bien aleccionado de las consecuencias que podrían sobrevenirle si escapaba) junto con los cadáveres, los falsos Ojos tomaron las armas y los arneses de los auténticos y se pusieron las máscaras de latón. Acto seguido, el carruaje se puso en marcha siguiendo rápidamente la ruta que tenía que llevarlo hasta la parte interior de los muelles donde le aguardaba el bote, por miedo a que alguno de los agentes de Stragos pudiera cruzar la bahía a tiempo de informar de lo que había visto.
—Nos ha salido tan bien como habíamos esperado —dijo Lyonis, que se sentaba dentro del carruaje a su lado.
—¿Qué tal son de buenos esos uniformes falsos? —preguntó Locke.
—¿Falsos? No se confunda. Los uniformes no son lo peor de nuestro plan; los simpatizantes que tenemos entre las fuerzas de Stragos nos los entregaron hace ya tiempo. Las máscaras son la parte más complicada. Sólo se hace una para cada Ojo; las guardan como si formaran parte de la herencia de la familia. Y se pasan tanto tiempo mirándolas que pueden distinguir si el duplicado es falso —Cordo se levantó la máscara e hizo una mueca—. Afortunadamente, supongo que después de esta noche no volveremos a ver estas malditas cosas. Y ahora, díganme qué diablos hay dentro de esos tubos encerados.
—Un regalo de Requin —dijo Locke—. Se trata de un asunto personal que nada tiene que ver con todo esto.
—¿Conocen bien a Requin?
—Digamos que compartimos con él cierto gusto por el arte del último período del Trono de Therin —dijo Locke sonriendo—. De hecho, nos hemos intercambiado recientemente unos cuantos objetos.
Mientras Lyonis conseguía que el Arconte cayera al suelo, los falsos Ojos se quitaban las máscaras y entraban en acción. Locke y Jean se quitaban los nudos simplemente decorativos que ataban sus muñecas en menos de un segundo.
Uno de los hombres de Lyonis había subestimado las habilidades del Ojo auténtico con el que se enfrentaba, así que terminó de rodillas con la mayor parte de su costado izquierdo partido en dos. Dos partidarios del Priori se le acercaron y lo acorralaron hasta que vencieron sus defensas, derribándolo y apuñalándolo luego varias veces seguidas. El otro intentó salir corriendo para pedir ayuda, pero fue muerto antes de dar cinco pasos.
Merrain y el alquimista miraron a su alrededor, el alquimista mucho más nervioso que Merrain, y dos de los hombres de Lyonis los apuntaron con sus espadas.
—Bueno, Stragos —dijo Lyonis mientras arrastraba al Arconte después de agarrarle por las rodillas—, con los mejores saludos de la Casa de Cordo —entonces levantó el brazo, dispuesto a golpear con la espada, y apretó los dientes.
Jean le agarró por detrás, tirándole al suelo e inclinándose sobre él; hervía de ira cuando dijo:
—¡El trato, Cordo!
—Bueno —dijo Lyonis, que seguía sonriendo pese a estar tirado en el suelo—. Bueno, así veo yo las cosas. Ustedes nos han hecho un buen servicio, pero yo no me siento a gusto dejando cabos sueltos. Ahora estamos siete contra dos…
—Malditos chanchulleros aficionados —dijo Locke—. Hacéis que nos sintamos más que profesionales. Siempre pensando que sois astutos de cojones. Pues habéis de saber que os vi llegar a varios kilómetros de distancia y por eso acepté el ofrecimiento de un amigo mutuo.
Locke llevó una mano a una de sus botas y sacó de ella media hoja de pergamino un tanto arrugada y aceptablemente manchada de sudor, que había doblado previamente en cuatro partes. Locke se la pasó a Lyonis y sonrió, sabiendo, mientras el del Priori la desplegaba, que decía lo siguiente:
Tomaría como una afrenta personal que los portadores de esta nota fueran molestados u obstaculizados del modo que fuera, comprometidos como lo están en una misión de recíproco beneficio. El alcance de cualquier cortesía que se les haga será tenido en cuenta y devuelto con la misma cortesía por mí mismo. Ellos tienen mi confianza más completa y absoluta.
R
Todo aquello estaba escrito, por supuesto, encima del sello personal de Requin.
—No ignoro que a usted no le gusta esa casa de azar —dijo Locke—. Pero admitirá que sus preferencias no son compartidas unánimemente por los miembros del Priori y que muchos de sus pares guardan gran cantidad de dinero en su bóveda…
—Ya basta. Comparto su perspectiva —Cordo se levantó y devolvió la carta a Locke—. ¿Qué desea?
—Sólo dos cosas —dijo Locke—. El Arconte y su alquimista. Lo que usted haga con esta maldita ciudad sólo es asunto suyo.
—El Arconte debe…
—Quería destriparlo como si fuera un pez. Ahora es asunto mío. Y debe saber que lo que le suceda a él supondrá un inconveniente para usted.
Un griterío acababa de nacer al otro lado de los jardines. No, Locke se corrigió a sí mismo, al otro lado de la fortaleza.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó.
—Nuestros simpatizantes están ante la puerta de la Mon Magisteria —explicó Cordo—. Estamos reuniendo a la gente para impedir que nadie la abandone. Supongo que ahora se están haciendo notar.
—Si intenta entrar al asalto…
—No vamos a asaltar la Mon Magisteria. Sólo queremos que siga cerrada. En cuanto las tropas que están dentro comprendan la nueva situación, aceptarán la nueva autoridad del Consejo, o eso esperamos.
—Mejor deberían confiar en que la aceptase toda Tal Verrar —dijo Locke—. Pero ya basta de toda esta mierda. Eh, Stragos, levántate para que podamos charlar con este alquimista tuyo que tienes de mascota.
Jean puso de pie al Arconte (que aún seguía inconsciente) y lo llevó a tirones hasta donde unos guardias vigilaban a Merrain y al alquimista.
—Tú —dijo Jean, apuntando al calvo—, si sabes lo que te conviene, comienza a soltar la lengua.
El alquimista denegó con la cabeza.
—Oh, pero si yo…
—Presta mucha atención —dijo Locke—. Esto es el fin del Arcontado, ¿lo entiendes? Esta noche, toda la institución va a hundirse en el puerto de una vez por todas. Después, Maxilan Stragos no podrá ni comprarse una taza de pis caliente por todo el dinero de Tal Verrar. Eso te deja a ti sin nadie para arrastrarte mientras pasas el resto de tu corta y miserable vida respondiendo a las preguntas de los dos hombres a quienes envenenaste como un cabrón. ¿Tienes un antídoto permanente?
—Sí, siempre llevo los antídotos de todos los venenos empleados al servicio del Arconte. Precisamente en ese cartapacio.
—Xandrin, no lo hagas… —dijo Stragos. Jean le dio un golpe en el estómago.
—Oh, sí. Hazlo, Xandrin, hazlo —dijo Locke.
El hombre calvo echó mano a su cartapacio y sacó de él un vial lleno de líquido transparente.
—Sólo llevo una dosis. Es suficiente para una persona… no puede usarse para dos. Esto limpiará toda la sustancia de los humores y canales del cuerpo.
Cuando Locke cogió el vial le temblaba la mano.
—Y ¿le sería muy difícil a otro alquimista preparar más cantidad?
—Eso sería imposible —dijo Xandrin—. Yo mismo diseñé el antídoto para que no se pudiera analizar. Cualquier muestra que sea sometida a un escrutinio alquímico quedará inservible. El veneno y su antídoto son de mi propiedad…
—Apuntes —dijo Locke—. Fórmulas, cualquier cosa que sirva para fabricarlo.
—Todo en mi cabeza —comentó Xandrin—. El papel no es bueno a la hora de guardar los secretos.
—Muy bien —zanjó Locke—, pues hasta que nos prepare otra dosis, creo que tendrá que joderse y quedarse con nosotros. ¿Le gusta el mar?
Entonces Merrain se decidió. Si el antídoto no podía ser duplicado y ella conseguía que el vial se hiciera añicos contra el suelo… aquellas anomalías tan importunas llamadas Kosta y De Ferra estarían prácticamente muertas. Eso sólo dejaba con vida a Stragos y a Xandrin.
Si recibían el tratamiento apropiado, todos los que sabían de primera mano que sus órdenes no provenían de Tal Verrar ya habrían sido silenciados.
Movió despacio el brazo derecho, dejando que la empuñadura de su puñal envenenado cayera en su mano, y respiró profundamente.
Merrain se movió tan deprisa que el falso Ojo que estaba a su lado no pudo levantar la espada. La puñalada que lanzó hacia un lado, no precedida por ninguna mirada ni ademán de aviso, le tomó por sorpresa, de suerte que alcanzó su cuello. Mientras se apartaba, movió con fuerza la hoja hacia un lado, por si el veneno tardaba en actuar más de lo que debía.
En cuanto la primera víctima de Merrain boqueó asombrada, ella se movió nuevamente, tajando la parte posterior del cuello de Xandrin con el cuchillo que había salido de la nada. Locke se quedó inmóvil durante una fracción de segundo, viéndolo todo sin saber qué hacer; luego se echó a un lado, aunque consciente de que si ella ya había contado con matarle no podría librarse.
Mientras Xandrin gritaba y caía hacia delante, Merrain propinó una patada a Locke, su ataque era más rápido que contundente. Al coger del brazo a Locke, el vial se le escurrió a éste de los dedos, sin darle tiempo a gritar «¡Mierda!», antes de lanzarse al suelo para recogerlo, despreocupándose de la gravilla que iba a desollarle de nuevo la piel y lo que Merrain fuera a hacerle. Recogió del suelo el vial aún intacto, murmuró agradecido y entonces cayó hacia un lado cuando Jean se abalanzó hacia delante con los brazos como molinos.
Cuando cayó al suelo con el vial protegido por su regazo, Locke vio que Merrain se preparaba para lanzar su puñal a Stragos; Jean la golpeó en el momento del lanzamiento, de suerte que en vez de clavárselo a Stragos en el cuello o en el pecho, como quería, su hoja fue a parar a la gravilla que estaba a los pies del Arconte, quien no obstante se apartó del arma.
De un modo increíble, Merrain se defendía bastante bien del ataque de Jean; sin que nadie pudiera explicárselo, liberó un brazo de su presa y le atizó un codazo en las costillas. Gracias a su elasticidad y sin duda a la feroz desesperación que la embargaba, le dio un pisotón en el pie izquierdo, se libró de la presa que él le había hecho e intentó hacerle caer al suelo. Jean pudo agarrarla de la camisa con la suficiente fuerza para arrancarle la manga izquierda, de suerte que ella cayó al suelo al perder el equilibrio.
Durante un breve instante Locke percibió un tatuaje negro muy elaborado en la pálida piel del brazo de Merrain, algo parecido a una vid enroscada en una espada. Entonces ella salió corriendo tan deprisa como un dardo de ballesta, sumiéndose en la noche, alejándose de Jean y de los falsos Ojos que la persiguieron en vano durante doce pasos hasta que, con una retahíla de palabrotas, se dieron por vencidos.
—Bueno, pero qué… oh, diablos —dijo Locke, cayendo en la cuenta de que el falso Ojo al que Merrain había apuñalado, y también Xandrin, se retorcían en el suelo mientras unos riachuelos de espumilla de saliva les salían por las comisuras de la boca—. ¡Oh, mierda, mierda, condenación! —exclamó Locke, inclinándose impotente sobre el alquimista moribundo. Las convulsiones cesaron pocos segundos después, y entonces Locke se quedó mirando el vial de antídoto que tenía entre las manos, el único que había en todo el universo, con una sensación de náusea en el fondo del estómago.
—No —decía Jean detrás de él—. Oh, dioses, ¿por qué lo haría?
—No lo sé —dijo Locke.
—¿Por qué diablos hacemos nosotros lo que hacemos?
—Nosotros… mierda. Creo que tampoco lo sé.
—Deberías…
—Nadie va a hacer nada —dijo Locke—. Voy a mantener esto a salvo. Y cuando todo haya acabado nos sentaremos delante del vial, cenaremos y hablaremos de él. Seguro que se nos ocurre algo.
—Podrías…
—Hay que irse —dijo Locke con toda la rotundidad que podía—. Recojamos aquello por lo que llegamos a este sitio y larguémonos antes de que las cosas se compliquen. Antes de que las tropas leales al Arconte caigan en la cuenta de que está teniendo una mala noche. Antes de que Lyonis descubra que Requin está dándonos caza mientras hablamos. Antes de que cualquier otra maldita sorpresa llegue hasta nosotros reptando por la gravilla y nos muerda en el culo.
—¡Cordo! —exclamó—, ¿y ese saco que nos prometió?
Lyonis hizo una señal a uno de los falsos Ojos que le quedaban y éste, que era una mujer, pasó a Locke un pesado saco de harpillera. Locke lo agitó… era más ancho de lo que había supuesto y tenía casi un metro ochenta de largo.
—Bueno, Maxilan —dijo él—. Te ofrecí la oportunidad de olvidar todo esto, de que permitieras que nos fuéramos y de que te quedaras con lo que tenías, pero tenías que ser un maldito capullo… ¿lo recuerdas?
—Kosta —dijo Stragos, volviendo a hablar de nuevo—, puedo darle…
—No me puedes dar ni una mierda —como daba la impresión de que Stragos intentaba coger el puñal de Merrain, Locke le propinó una fuerte patada. Resbaló en la gravilla y cayó en medio de la oscuridad que cubría los jardines—. Los de nuestra profesión, que tratamos con el Guardián Avieso, tenemos una tradición, una nadería, que siempre seguimos cuando muere alguien que nos es cercano. En este caso, alguien que resultó muerto por culpa de tu maldito plan.
—Kosta, no rechace la oferta que puedo hacerle…
—Lo llamamos una ofrenda de muerte —dijo Locke—, y consiste en que robamos algo que vale tanto como esa vida que perdimos. Y, aunque en el presente caso, no creo que haya nada en este mundo que pueda valer tanto, haremos lo que podamos.
Jean dio un paso hacia él y chasqueó los nudillos.
—Ezri Delmastro —dijo muy despacio—, te entrego al Arconte de Tal Verrar.
Golpeó tan fuerte a Stragos que sus pies abandonaron la gravilla. En un instante metía dentro del saco de harpillera a aquel hombre que estaba inconsciente. Otro instante más y ya se había colgado el saco del hombro como si estuviera lleno de patatas.
—Bueno, Lyonis —dijo Locke—, le deseo la mayor de las suertes con su revolución, o lo que sea. Vamos a escaquearnos de este sitio antes de que las cosas se pongan más interesantes para nosotros.
—Y Stragos…
—Jamás volverá a verlo —aseguró Locke.
—Entonces, bien. ¿Abandonan la ciudad?
—Ni la mitad de deprisa que nos gustaría.
Jean dejó violentamente el saco en el alcázar bajo la mirada de Zamira y de la tripulación que había sobrevivido. El viaje de regreso había sido duro: sacar las mochilas del pequeño bote de Cordo, dirigirse a toda prisa al bote de Drakasha y luego llegar remando hasta el mar… pero había valido la pena. Todo lo sucedido aquella noche lo había valido, pensó Locke, y lo mejor de todo ello era la cara que había puesto Stragos al ver la de Zamira encima de la suya.
—Dr… r… akasha —murmuró, y luego escupió un diente en el puente. La sangre se escapaba en hilillos de su boca y le manchaba la barbilla.
—Maxilan Stragos, antes Arconte de Tal Verrar —dijo ella—. El último Arconte de Tal Verrar. La última vez que te vi tenía una perspectiva algo diferente.
—Lo mismo… digo —suspiró—. ¿Qué va a pasarme?
—Hay tantas cuentas pendientes sobre tu carcasa que no podrías pagarlas todas ni aunque murieras —dijo Zamira—. Hemos estado discutiendo tu caso largo y tendido. Así que decidimos que lo mejor sería que te quedaras con nosotros todo el tiempo que pudiéramos.
Chasqueó los dedos y Jabril se adelantó con un montón de cadenas y grilletes en los brazos, todos ellos muy robustos y apenas manchados de óxido. Los dejó caer al lado de Stragos y rió cuando aquel hombre mayor se apartó de un salto. Las manos de los demás tripulantes lo agarraron mientras él rompía en sollozos al sentir aprisionados sus brazos y piernas, mientras las cadenas lo vestían de hierro al rodearlo.
—Irás a la cubierta inferior, Stragos. Irás a la oscuridad. Y nosotros te concederemos el privilegio especial de acompañarnos a donde vayamos. Harás un largo viaje con nosotros. Tú y tus grilletes. Y cuando se te haya caído la ropa a trozos, aún los llevarás. Te lo garantizo.
—Drakasha, te lo ruego…
—Metedlo lo más abajo que podáis —dijo ella, y media docena de tripulantes lo condujeron hasta una de las escotillas del puente principal—. Encadenadlo al mamparo. Que esté cómodo.
—¡Drakasha! —exclamó—. ¡No puedes! ¡No puedes hacerme esto! ¡Me volveré loco!
—Lo sé —dijo ella—. Y también sé que gritarás. Dioses, no sabes cómo gemirás ahí abajo. Pero no me importa. Siempre podremos tocar algo de música cuando estemos en alta mar.
Y entonces Stragos abandonó la cubierta del Orquídea Emponzoñada para el resto de su vida.
—Y bien —dijo Drakasha dirigiéndose a Locke y a Jean—. Los dos sois libres. Que me condene, ya tenéis lo que queríais.
—No, capitana —la corrigió Jean—. Sólo conseguimos aquello que buscábamos, bueno, casi todo. Pero no lo que queríamos. La suerte no nos acompañó.
—Lo siento, Jerome —dijo ella.
—Espero que nadie vuelva a llamarme jamás por ese nombre —dijo Jean—. Me llamo Jean.
—Locke y Jean —Drakasha sonrió—. De acuerdo. ¿Puedo llevaros a algún sitio?
—A Vel Virazzo, si no te importa —dijo Locke—. Tenemos que hacer ciertas transacciones.
—Entonces, ¿seréis ricos?
—En dinero, sí. Deberíamos darte algo por tus…
—No —dijo ella—. El robo de Tal Verrar lo hicisteis vosotros dos. Quedaos con lo que os den por él. El botín de Salón Corbeau fue muy jugoso y, entre los pocos que quedamos, tocaremos a mucho. Estaremos muy bien. Pero decidme, ¿qué haréis después?
—Teníamos un plan —dijo Locke—. ¿Recuerdas lo que me dijiste en la barandilla aquella noche? ¿Que si alguien intenta acercarse a tu buque, lo mejor es largar velas?
Drakasha asintió.
—Supongo que querías decir que siempre hay que darse una oportunidad.
—Bien, ¿necesitáis algo más?
—Bueno —dijo Locke—, para estar bien seguros, dada nuestra historia pasada, ¿no podrías prestarnos un saco pequeño y también algo que es muy pequeño, pero muy importante para nosotros?
Por iniciativa de Requin, la entrevista tuvo lugar al día siguiente en lo que venían a ser las ruinas de su despacho. La puerta principal había sido arrancada de sus goznes, las sillas destrozadas seguían tiradas por el suelo y, cómo no, de la mayoría de los cuadros que antes estaban en las paredes sólo quedaban sus marcos. Requin parecía disfrutar de un modo un tanto perverso sentando a los siete miembros del Priori en otras tantas sillas dispuestas en medio de aquel caos y pretendiendo que todo estaba perfectamente normal. Selendri paseaba por la habitación a espaldas de los invitados.
—Díganme, damas y caballeros, ¿les van mejor las cosas desde que amaneció? —preguntó Requin.
—Los combates ya han finalizado en la dársena de la Espada —dijo Jacantha Tiga, que era la más joven de los Siete del Interior—. La Armada está controlada.
—La Mon Magisteria es nuestra —dijo Lyonis Cordo, que representaba a su padre—. Todos los capitanes de Stragos se hallan bajo custodia, excepto dos de su Inteligencia…
—No podemos permitirnos otro incidente como el del jodido Ravelle —apuntó uno de los miembros del Priori de mediana edad.
—Tengo gente trabajando en ese asunto —dijo Requin—. No regresarán a la ciudad, eso puedo asegurárselo.
—Los embajadores de Talisham, de Espara y del Reino de los Siete Compañeros han expresado públicamente su confianza en el liderazgo del Consejo —dijo Tiga.
—Lo sé —dijo Requin, sonriendo—. La pasada noche les perdoné unas deudas bastante jugosas, sugiriéndoles de paso que podrían ser muy útiles al nuevo régimen. Y ahora, díganme, ¿qué ha pasado con los Ojos?
—La mitad de ellos, aproximadamente, están vivos y en custodia —dijo Cordo—. Los demás han muerto, excepto unos pocos que tienen la esperanza de organizar algún tipo de resistencia.
—No creo que lleguen muy lejos —dijo Tyga—, la lealtad al viejo Arcontado no sirve a la hora de comprar comida o cerveza. Espero que se presenten medio muertos y que la Policía se moleste después en interrogarlos.
—Dentro de muy pocos días los tendremos dominados —dijo Cordo.
—Ahora me pregunto —dijo Requin— si eso es realmente acertado. Los Ojos del Arconte suponen una importante reserva de gente muy entrenada y comprometida. Puedo asegurarles que sirven para muchas más cosas que para ocupar las tumbas que ustedes les reservan.
—Sólo eran leales al Arconte…
—Quizá también lo fueran a Tal Verrar, ¿por qué no se lo preguntan? —Requin puso una mano sobre su corazón—. Mi deber de patriota me obliga a insistir en este punto.
Cordo lanzó un bufido.
—Eran sus tropas de asalto, sus guardaespaldas, sus torturadores. No nos sirven aunque no fomenten la sedición de manera activa.
—Es muy posible que, a pesar de su cacareado conocimiento de todo lo militar, nuestro querido Arconte ya desaparecido empleara a los Ojos de una manera en absoluto eficiente —dijo Requin—. Quizá se excedió con eso de las máscaras sin rostro. En vez de aterrorizar a la gente para que cumplieran sus órdenes, le habrían hecho mejor servicio vistiéndose de paisano y reforzando su aparato de Inteligencia.
—Quizá eso hubiera sido mejor para ellos —dijo Tiga—. Si hubiese hecho eso que dice, ese aparato de Inteligencia hubiera descubierto la jugada que le hicimos ayer. Es evidente.
—De cualquier manera —dijo Cordo—, resulta muy difícil gobernar un reino cuando ya no existe un rey.
—Muy cierto —dijo Tiga—, todos estamos muy impresionados, Cordo. Mencione sutilmente su participación en los hechos si no le importa, por favor.
—Al menos yo…
—Y aún más difícil mantener un reino —les interrumpió Requin— cuando descartas por las buenas las excelentes herramientas que te legó el último rey.
—Discúlpenos por no ser muy agudos, Requin —dijo Saravelle Fioran, una mujer que era casi tan mayor como Marius Cordo—, pero ¿adónde quiere llegar?
—Pues a que los Ojos, luego de un buen repaso y de un entrenamiento apropiado, pueden convertirse en un activo importante para Tal Verrar, siempre que no sean empleados como tropas de asalto sino como… policía secreta.
—Dice el hombre que manda a la gente que se está encargando de perseguirlos —dijo Cordo a modo de burla.
—Joven Cordo —replicó Requin—, esa gente es la misma que apenas ha interferido en los asuntos de su familia gracias a mi mediación. Es la misma gente que ayer hizo posible nuestra victoria… llevando de aquí para allá los mensajes de usted, ocupando las calles para impedir los refuerzos de los militares, distrayendo a los oficiales que eran más leales a Stragos para permitirles a algunos de ustedes entrar en este complot, a pesar de parecer unos aficionados que juegan a la pelota en una pradera.
—Yo no… —dijo Cordo.
—No, usted no. Usted luchó. Pero esta sonrisa que ve en mi rostro no esconde mi hipocresía, Lyonis. No quiera pretender en este sitio donde gozamos de la mayor de las intimidades que su desdén pueda disculparle del hecho de tratar con gente como yo. No deseo que quiera imaginar una ciudad donde el crimen no esté controlado por la gente como yo. Y, en cuanto a los Ojos, no estoy haciendo un ruego, sino simplemente hablando. Los pocos que sigan fanáticamente a Stragos pueden ser convenientemente pasados por las armas, pero los demás son demasiado valiosos para prescindir de ellos.
—¿Bajo cuál supuesto se cree con derecho a darnos lecciones? —dijo Tiga.
—Bajo el supuesto de que seis de las siete personas que se sientan en este sitio creyeron conveniente guardar bienes y dinero en la bóveda de la Aguja del Pecado. Bienes y dinero que, para ser francos, no deben figurar en lo que voy a proponerles.
»He invertido en esta ciudad tanto como ustedes. Y no me gustaría que una potencia extranjera interrumpiera mis negocios. Para ser honrados con Stragos, no creo que, manejando nosotros el Ejército y la Armada, logremos inspirar gran respeto a nuestros enemigos, si se piensa en lo que sucedió durante la última guerra, cuando el Priori estaba en el poder. Por eso creo que debemos apostar por la solución más eficaz.
—Supongo que todo esto podremos discutirlo dentro de unos días —dijo Lyonis.
—Creo que no. Los inconvenientes como el que representan los Ojos que han sobrevivido tienen la costumbre de desaparecer antes de que alguien pueda tenerlos en consideración, ¿no les parece? No hay tiempo que perder. Las consignas se pueden traspapelar o tergiversar, por eso tenemos que asegurar que todo lo que ocurra esté bajo control.
—¿Qué sugiere, entonces? —preguntó Fioran.
—Para comenzar, si van a situar la sede administrativa de nuestro flamante gobierno en la Mon Magisteria, habrá que contar con unas buenas oficinas. Bonitas y que den prestigio, antes de que todas las que ahora hay desaparezcan. Además, espero un estudio de los presupuestos, aunque sólo en borrador, antes del fin de semana; yo mismo puedo encargarme de todo el papeleo. Los salarios del año entrante. Y por cierto, hablando de este asunto, espero que al menos tres o cuatro puestos del organigrama de la nueva organización se hallen discretamente bajo mi mando. Los salarios anuales estarán comprendidos entre diez y quince solari.
—Para poder darles esos momios a varios de sus ladrones recién ascendidos —dijo Lyonis.
—En efecto, pues sólo así podré ayudarles en la transición que les llevará a convertirse en ciudadanos respetables que defiendan Tal Verrar —dijo Requin.
—¿Y usted también aprovechará esa transición para convertirse en un ciudadano respetable? —preguntó Tiga.
—Pensaba que ya lo era —contestó Requin—. No, por los dioses. No tengo intenciones de dejar a un lado mis actuales responsabilidades. Pero da la casualidad de que he pensado en una candidata ideal para dirigir la nueva organización. Alguien que comparte mi inquietud respecto al modo en que Stragos utilizaba a sus Ojos y que debe ser tomada en serio porque fue una de ellos.
Selendri no pudo evitar una sonrisa cuando los del Priori se volvieron para mirarla.
—Vamos, Requin, no hablará en serio… —dijo Cordo.
—No veo por qué no —dijo Requin—. No creo, amigos míos, que ustedes seis vayan a negarme este pequeño favor, por otra parte tan lleno de sentimiento patriótico.
Cordo echó una mirada a su alrededor, y Selendri vio que escrutaba los rostros de los demás miembros del Priori; si intentaba parar todo aquello, estaría solo y además no sólo debilitaría la posición privilegiada que gozaba su padre, sino sus propias perspectivas de futuro.
—Considero que la compensación que debe recibir para comenzar tendrá que ser interesante y, más que interesante, jugosa. Y, por supuesto, necesitará disponer de vehículos y embarcaciones oficiales. Y de una residencia oficial. Stragos tenía docenas de casas y mansiones a su disposición. Oh, y no olviden que la oficina que debe tener en la Mon Magisteria será la más bonita y prestigiosa de todas, ¿están de acuerdo?
Ambos se habían quedado solos en aquel despacho donde los miembros del Priori habían pasado por los sucesivos estados de contento, preocupación y enfado, y llevaban besándose un largo rato. Tal y como acostumbraba, Requin se había quitado sus guantes para tocar con sus manos renegridas y apergaminadas las de ella: la derecha, tan destrozada como las de Requin, y la izquierda, tersa y saludable.
—Pues ya lo has conseguido, querida mía —dijo él—. Sé lo incómoda que te has sentido en este sitio, subiendo y bajando los escalones de esta torre, buscando y saludando a borrachos con dinero.
—Aún lamento mi fallo por…
—Ese fallo lo comparto completamente contigo —dijo Requin—. De hecho, yo caí en las trampas de esos dos, Kosta y De Ferra, antes que tú. Si no nos hubieran engañado, tú les habrías arrojado por la ventana en el primer instante, ahorrándonos toda esta mierda, estoy seguro.
Ella sonrió.
—Y esos tipos tan afectados del Priori creen que al proporcionarte ese empleo ya no tendrán que deberme ningún favor —Requin se pasó los dedos por el pelo—. Por los dioses, que se sorprenderán. No veo el momento de que entres en acción. Voy a construir algo tan grande que dejará pequeña mi camarilla de felantozzi.
Selendri contempló el despacho en ruinas. Requin se rió.
—Creo —dijo— que debo admirar a esos mierdecillas tan audaces. ¡Invertir dos años en planear todo esto, el asunto de las sillas… y luego lo de mi sello! Diantre, a Lyonis le vinieron al pelo…
—Pensaba que estarías furioso —dijo Selendri.
—¿Furioso? Supongo que sí. Ese juego de sillas me gustaba muchísimo.
—Sé todo lo que peleaste para conseguir esos cuadros…
—Ah, sí, los cuadros —Requin hizo una mueca traviesa—. Bueno, respecto a eso… creo que las paredes se han quedado un poco desguarnecidas. ¿Te apetecería bajar a la bóveda conmigo para sacar los auténticos?
—¿A qué te refieres con eso de «auténticos»?