Entre hermanos
—¿Sabe Jerome lo que me acaba de pedir?
—No.
Locke estaba sentado en la barandilla de babor al lado de Drakasha, acurrucado junto a ella para que ambos pudieran conversar en privado. Eran aproximadamente las siete de la mañana, y el sol comenzaba a ascender en la cazuela invertida y sin nubes que era el cielo azul. El viento llegaba del este para tocarles en la amura de estribor, y las olas jugueteaban con el casco.
—¿Y usted cree que…?
—Sí, creo que puedo hablar por los dos —dijo Locke—. No existe otra opción. No volveremos a ver a Stragos a menos que usted haga lo que él quiere. Y, seamos francos, si usted hace lo que quiere, creo que dejaremos de serle útiles. Tendremos una posibilidad más de llegar físicamente hasta él. Ya es hora de enseñarle a ese cabrón cómo solucionamos las cosas en Camorr.
—Creía que usted estaba especializado en deshonestidades elegantes.
—También mantengo un comercio activo en todo lo referente a gritar a la gente y a ponerle un cuchillo en la garganta —puntualizó Locke.
—Pero, si le pide una nueva audiencia después de haber hundido unos cuantos buques como él quiere, ¿no cree que se imaginará alguna traición y estará sobre aviso? Sobre todo en un palacio atestado de soldados…
—Sólo tengo que acercarme a él —dijo Locke—. Aunque no podría abrirme camino a través de un muro de guardias, a quince centímetros y con un buen estilete soy la mismísima mano de Aza Guilla.
—¿Cogerle de rehén, entonces?
—Simple. Directo. Esperanzadoramente efectivo. Si puedo escamotearle el antídoto o cerrar un trato con su alquimista, quizá le deje medio muerto del susto.
—Y, sinceramente, ¿cree que podrá conseguirlo?
—Capitana Drakasha, apenas he podido dormir los últimos días a causa de todas las vueltas que he estado dándole a ese plan. ¿Por qué cree que volví?
—Bueno…
—¡Capitana! —el vigía del palo mayor llamaba al puente—. ¡Algo se prepara a popa!
—¿A qué te refieres?
—Posible vela a tres puntos por la amura de babor, en el horizonte. Acaba de despuntar por él. Llega del oeste y se dirige hacia nosotros.
—Buena vista —dijo Drakasha—. Mantenme informada. ¡Utgar!
—¿Sí, capitana?
—Dobla la guardia en cada mástil. ¡Ah del puente! ¡Dispuestos para cambiar el rumbo! ¡Listos para virar a mi orden!
—¿Algún problema importante, capitana?
—Quizá no —dijo Drakasha—. Aunque es posible que Stragos haya cambiado de opinión y decidido darnos caza, porque ningún buque de guerra verrarí puede llegar desde esa dirección.
—Eso es esperanzador.
—Sí. Por eso vamos a cambiar de rumbo en cuanto podamos. Si el cambio de rumbo de ellos nada tenía que ver con nosotros, quedarán detrás de nuestra estela —se aclaró la garganta—. ¡Timón al noroeste por el norte, ahora! ¡Utgar, vergas para recoger el viento por estribor!
—¡Sí, capitana!
El Orquídea Emponzoñada se escoró lentamente hacia babor hasta tomar rumbo noroeste. La fuerte brisa azotaba el alcázar como si intentara alcanzarle a Locke en el rostro. Le pareció ver por el sur lo que podían ser unas velas minúsculas, aunque desde el puente aquel bajel seguía con su casco oculto por las olas.
Varios minutos después volvió a oírse el grito del vigía:
—¡Capitana, estamos a cinco o seis puntos de su amura de babor! ¡Ha vuelto a por nosotros!
—No nos ofrece su amura de estribor —comentó Drakasha—. Intenta acercarse. Pero eso no tiene sentido —chasqueó los dedos—. Un momento, quizá se trate de un corsario.
—¿Y cómo pueden saber quiénes somos?
—Quizá obtuvieran una descripción del Orquídea de la tripulación del queche que usted fue a visitar. Vaya, era imposible mantener disfrazada a mi chica[4] durante tanto tiempo. Esas preciosas planchas suyas de álamo negro son inconfundibles.
—De acuerdo, pero… ¿supone mucho problema?
—Depende de todo lo deprisa que pueda ir. Si se trata de un buque corsario, combatir no servirá de nada. Estará lleno de gente peligrosa y no supondrá ningún botín para nosotros. Pero, si nosotros somos más rápidos, entonces les enseñaremos nuestro trasero y les saludaremos con la mano para decirles adiós.
—¿Y si no lo somos?
—Pues será un combate que no nos reportará beneficio alguno.
—¡Capitana! —era uno de los vigías subidos a los mástiles—. ¡Tiene tres palos!
—La cosa parece ir cada vez mejor —dijo Drakasha—. Subid a despertar a Ezri y a Jerome para que bajen.
—Mala suerte —dijo Delmastro—. Una suerte de perros.
—Pero sólo para ellos, siempre que pueda hacer lo que estoy pensando —replicó Zamira.
La capitana y su lugarteniente estaban en la barandilla de popa, mirando fijamente el pequeño cuadrado blanco que delataba encima del horizonte la posición del buque que los perseguía. Locke y Jean se habían apartado varios pasos y se apoyaban en la barandilla de estribor. Drakasha había llevado su buque varios puntos hacia el sur, de suerte que viajaban con rumbo oeste-noroeste tras recibir el viento por la amura de estribor, que, según ella, era el mejor lugar para que el Orquídea lo transformase en el empuje que necesitaban sus velas. Locke sabía que la operación era arriesgada, porque, si su contrario era más rápido, podía elaborar una trayectoria de interceptación en vez de perseguirlos por la popa. El problema consistía en que yendo hacia el norte el mar se acabaría muy pronto, y sólo podrían mantenerse en mar abierto dirigiéndose hacia el oeste.
—No me parece que les estemos ganando ventaja, capitana —dijo Delmastro después de unos cuantos minutos de silencio.
—A mí tampoco me lo parece. La culpa la tiene esta maldita mar picada. Si ese buque tiene tres mástiles, su mayor peso le ayudará a cortar las olas y así mejorará su velocidad.
—¡Capitana! —el grito del vigía subido en lo alto del mástil parecía más apremiante que de costumbre—. ¡Capitana, sigue tras nosotros sin desfallecer y…, capitana, discúlpeme, pero mejor sería que subiera y lo viera por usted misma!
—¿Ver el qué?
—¡A menos que me haya vuelto loco, ya he visto antes ese buque! —exclamó el vigía—. ¡Aunque podría jurarlo, me vendrían bien otros dos ojos!
—Echaré un vistazo —dijo Delmastro—. ¿Me permite su catalejo favorito?
—Déjalo caer y tu cabina pasará a ser de Paolo y de Cosetta.
Varios minutos más tarde, Locke observó cómo Delmastro subía al palo mayor armada con aquel objeto, el orgullo y la alegría de Zamira, una obra maestra de la óptica verrarí que estaba embutida en un cuero tratado alquímicamente. Minutos después, Delmastro exclamaba para que la oyeran desde el puente:
—¡Capitana, es el Soberano Temor!
—¿Qué? Del, ¿estás completamente segura?
—¡Sí, lo he visto muchas veces!
—¡Un momento, que ya subo!
Locke y Jean se miraron cuando Zamira saltó hacia los obenques del palo mayor. Los tripulantes que ocupaban la cubierta se explayaron en una sarta de murmullos y juramentos. Una docena de ellos dejó sus tareas y se dirigió a popa, estirando el cuello para poder vislumbrar algo de la vela que quedaba al sur. Se apartaron muy alarmados cuando Drakasha y Delmastro regresaron al alcázar con el rostro sombrío.
—¿Así que es él? —preguntó Locke.
—En efecto —dijo Drakasha—. Y si lleva buscándonos durante algún tiempo, eso quiere decir que tuvo que partir muy poco después de que nosotros lo hiciéramos.
—Entonces… quizá quiera entregarnos algún mensaje o algo parecido, ¿no cree?
—No —Drakasha se quitó el sombrero y pasó la otra mano por sus trenzas, como si estuviera nerviosa—. Se opuso a este plan más que cualquier otro de los que forman el consejo de capitanes. No se molestaría en recorrer la tremenda distancia que nosotros hemos hecho ni a arriesgar su buque tan cerca de Tal Verrar para entregar un simple mensaje. Me temo, Ravelle, que tendremos que posponer para otro momento la conversación de antes. El tema queda en suspenso hasta que sepamos si este buque sigue o no a flote cuando termine el día.
Locke miraba fijamente por encima de las crestas de las olas al Soberano Temor, que para entonces se perfilaba claramente en el horizonte y enfilaba en su dirección con la misma decisión con que una aguja tira de la hebra que la sujeta hacia el imán que la solicita. Eran las diez de la mañana, y el progreso que Rodanov hacía a expensas de ellos era innegable.
Zamira cerró su catalejo de golpe y se apartó de la barandilla de babor desde donde había estado estudiando el avance de su perseguidor.
—Capitana —dijo Delmastro—, tiene que haber algo que podamos hacer… para mantenernos lejos de él hasta que se haga de noche…
—Deberíamos tener alguna opción, estoy de acuerdo, pero sólo si nos persiguiera por la popa, porque si seguimos avanzando más hacia el norte nos toparemos con la costa antes de anochecer. Además, ese buque ha sido carenado recientemente y el nuestro no. La pura verdad es que estamos a punto de perder esta carrera.
Drakasha y Delmastro permanecieron en silencio durante unos instantes hasta que la teniente se aclaró la garganta.
—Creo que lo mejor será hacer los preparativos cuanto antes, ¿no le parece?
—Sería lo mejor. Que los del turno rojo duerman mientras puedan, si es que alguno de ellos no se ha despertado ya.
Delmastro asintió, agarró a Jean por una de las mangas de la camisa y se lo llevó hacia la entrada de la bodega principal de carga.
—Veo que ha decidido luchar —dijo Locke.
—Luchar es la única opción que me queda. Y la que le queda a usted, si quiere vivir hasta la hora de cenar. Rodanov tiene casi el doble de efectivos que nosotros. Supongo que comprenderá el caos que nos espera.
—Y todo, más o menos, por mi culpa. Lo siento, capitana…
—Déjese de tonterías, Ravelle. Al ayudarle no sabía lo que podría sucedernos, así que no se culpe. La culpa es de Stragos, no de usted. De una u otra manera, sus planes tenían que acabar metiéndonos en algún aprieto.
—Se lo agradezco, capitana Drakasha. Y ahora… que ya sabemos, por la conversación que antaño tuvimos, hasta dónde llega mi destreza en el combate, pienso que la mayor parte de la tripulación sigue pensando que soy una especie de matahombres. O sea que… lo que creo que quiero decirle es que…
—¿Que le asigne un puesto en medio de la pelea?
—Sí.
—Suponía que me lo pediría. Así que ya había pensado en uno —dijo ella—. No crea que le resultará cómodo.
Se alejó un poco de él y exclamó:
—¡Utgar!
—¿Sí, capitana?
—Toma la sonda para aguas profundas y dame una lectura.
Cuando Locke enarcó las cejas a modo de pregunta, ella se limitó a decir:
—Tengo que saber la profundidad del agua que se encuentra bajo nosotros. Sólo así sabré cuánto tardará el ancla en caer.
—¿Por qué quiere arrojar el ancla?
—Bueno, respecto a eso, limítese a esperar y entonces se sorprenderá. Tengo la esperanza de que le suceda lo mismo a Rodanov… aunque quizá sea pedir demasiado.
—¡Capitana! —era la voz de Utgar varios minutos más tarde—. ¡Unas noventa brazas!
—Muy bien —dijo ella—. Ravelle, aunque usted estaba libre de servicio, fue lo suficientemente ingenuo para venir hasta aquí y llamar mi atención, así que coja a dos del turno azul y suba unos cuantos barriles de cerveza. No hagan mucho ruido, no vayan a despertar a los del turno rojo que aún duermen. Como dentro de una hora llamaré a todas las manos, no me parece prudente enviarlos a la algarada que nos aguarda con el gaznate reseco.
—Será un placer cumplir sus órdenes, capitana. ¿Dentro de una hora? ¿Y cuándo cree que…?
—Quiero entablar combate antes del mediodía. Cuando el que te persigue es más grande y rudo que tú, sólo hay una manera de vencer. Volverte de repente, darle un golpe en los dientes y esperar que los dioses te brinden su amistad.
—¡Todas las manos! —repetía Ezri a voz en cuello por última vez—. ¡Todas las manos al combés! ¡Los vagos y flojos hideputas al puente! ¡Si aún tenéis debajo a algún compañero, levantadlo vosotros mismos!
Jean estaba al frente de la multitud que atestaba la parte central de la cubierta esperando a que Drakasha les asignara sus respectivas misiones. Se apoyaba en la barandilla delante de Ezri, Nasreen, Utgar, Mumchance, Gwillem y Treganne. La erudita parecía tremendamente molesta por el hecho de que algo tan trivial como el duelo homicida entre dos buques pudiera sacarla de sus hábitos cotidianos.
—Escuchadme con atención —decía Drakasha a grito pelado—. El buque que se acerca a nosotros es el Soberano Temor. El capitán Rodanov está molesto por los asuntos que nos han traído hasta estas aguas y ha decidido acercarse hasta aquí para presentarnos combate.
—No podremos luchar contra tanta gente —dijo alguien de la tripulación.
—No nos queda otra opción. Vendrán a abordarnos, queramos o no —replicó Drakasha.
—¿Y si sólo la persigue a usted? —Jean no reconoció al que había hablado, que para dar crédito a sus palabras se había puesto al frente de la muchedumbre con objeto de que Drakasha y todos sus oficiales pudieran verlo—. A usted se la entregamos a él y nos libramos de un combate de mil diablos. No estamos en la Armada, así que tengo todo el derecho del mundo a cuidar de mi propia vida como…
Jabril se abrió paso entre el gentío y propinó a aquel marino un fuerte golpe en la base de la columna. El hombre cayó en la cubierta, retorciéndose.
—¡No estamos seguros de que, en efecto, sólo le interese Drakasha! —exclamó Jabril—. ¡En cuanto a mí, no pienso quedarme agarrado a la barandilla con los calzones bajados, esperando a que llegue alguien para besarme la polla! ¡Todos sabéis tan bien como yo que cuando un capitán lucha contra otro capitán no es conveniente que las dos versiones de lo sucedido lleguen a Puerto Pródigo!
—Suficiente, Jabril —dijo Zamira mientras bajaba por la escalera del alcázar, se inclinaba sobre el marinero pragmático y le ayudaba a incorporarse. Luego se quedó erguida ante su tripulación allí congregada y se acercó a la primera fila—. Basryn tiene razón en una cosa. Que no estamos en la Armada y que todos tenéis el derecho de cuidar vuestras propias vidas. Yo no soy vuestra maldita emperadora por derecho divino. Si alguien quiere capturarme para entregarme a Rodanov, pues aquí me tiene. Ésta es su oportunidad. ¿No hay nadie?
Cuando nadie dio un paso adelante para salir de la masa de tripulantes allí congregados, Drakasha ayudó a Basryn a ponerse en pie y le miró a los ojos.
—A partir de este momento puedes disponer del bote más pequeño —dijo ella—, será tuyo y de todos aquellos que quieran ir contigo. O puedes quedarte.
—Ah, diablos —dijo él, gimiendo—. Lo siento, capitana. Creo… que prefiero vivir como un cobarde antes que morir como un loco.
—Oscarl —dijo Drakasha—, cuando hayamos terminado, reúne una cuadrilla y arría acto seguido el bote pequeño. Será para todos los que se quieran ir con Basryn. Si Rodanov vence, tendréis lo que queréis. Pero si yo soy la que vence… sabed que estaremos a cincuenta millas por lo menos de la costa y que no os subiré a bordo.
El hombre asintió, y ahí terminó todo. Drakasha le soltó y él se acercó tropezando hacia el gentío, dándole la espalda e ignorando las miradas furibundas de quienes le rodeaban.
—Y ahora escuchadme —la voz de Drakasha retumbaba—. La mar no se comporta hoy como una amiga y ese hijo de puta cabecea menos en el agua que nosotros. Cualquier fuga que emprendamos en la dirección que sea apenas nos dará algunas horas de respiro. Si tenemos que terminar besándonos, al menos que sea yo quien decida cómo ha de ser el cortejo.
»Necesitamos que cada uno de nosotros acabe con dos de ellos, y que alguno de los nuestros quede en pie, así que tenemos que buscar un plan mejor. Si les cerramos el paso, de suerte que uno de nuestros costados quede contra su proa, podremos abordarlos por ella y sobrepasarles numéricamente en ese sitio. Su tripulación, que está demasiado sebosa, no valdrá una mierda a la hora de tener que acercarse a nuestros dientes.
»Así pues, todos al combés, donde os organizaré en filas como en las antiguas legiones del Trono de Therin. Las espadas y los escudos al frente, las lanzas y alabardas en retaguardia. No perdáis un tiempo que no tenemos. Si a alguien no lo podéis matar, arrojadlo al agua. ¡Apartadlos de la lucha!
»Del, escoge a diez de nuestros mejores arqueros y llévalos a la arboladura para hacer lo que es obvio. Cinco a cada mástil. Me gustaría disponer de más, pero voy a necesitar en el puente todas las espadas que pueda.
»Ravelle, Valora, les entregaré a unos cuantos tripulantes para que formen con ellos nuestra compañía móvil. Su misión es vigilar los botes del Soberano. Intentarán abordarnos por todas las direcciones de la rosa de los vientos una vez que estemos comprometidos en el combés, así que tendrán que atacarlos. Una persona que esté en el puente podrá dar buena cuenta de cinco de los que lleguen desde los botes, siempre que se dé la suficiente prisa.
»Nasreen, tú escogerás a tres y te quedarás junto al ancla de estribor a la espera de mi señal. En cuanto la recibas, guardarás la proa de cualquier ataque proveniente de los botes, para que el equipo de Ravelle combata donde lo necesite.
»Utgar, tú te quedarás conmigo para cargar las ballestas. Por ahora, disfrutad de la cerveza que hemos dispuesto en el castillo de proa, pues quiero que dejéis seco el barril antes de comenzar el combate. Bebed y buscad vuestras armaduras. Si tenéis cotas de malla o pieles que sirvan, ponéoslas por encima. Y que no os preocupe sudar, pues jamás las necesitaréis tanto como hoy.
Drakasha despidió a la tripulación mediante el simple expediente de darse media vuelta y dirigirse hacia las escaleras del alcázar. En medio de la cubierta explotó el pandemonio: los tripulantes echaron a correr repentinamente por todas las direcciones, unos para encontrar armas y armaduras, otros en busca de lo que podía ser su último trago en la presente vida.
Ezri saltó por encima de la barandilla del alcázar y exclamó mientras se dirigía a grandes pasos hacia aquel caos:
—¡Que el retén contra incendios tenga sacos dobles de arena! ¡Preparad la red antiabordaje de babor y tendedla! ¡Jerome, sube tu cansado trasero hasta el alcázar! ¡Que el grupo de ataque forme en él!
Jean ondeó una mano y siguió a Drakasha hasta la popa del buque, donde Utgar les aguardaba, visiblemente nervioso. En ese momento, Treganne bajaba por las escaleras próximas a la barandilla de babor, murmurando algo acerca de las «tasas de carga».
De repente, una silueta oscura y no muy alta salió por ellas y se dirigió hacia Drakasha. Ésta miró hacia abajo en respuesta al súbito tirón que acababa de sentir en sus calzas y descubrió que Paolo se agarraba de ellas en un acto reflejo.
—¡Mami, el ruido!
Zamira sonrió y le levantó del puente, acunándolo contra las solapas de su casaca. Se puso a favor del viento y dejó que éste le revolviera el cabello. Jean pudo observar que la mirada de Paolo estaba puesta en el Soberano Temor, que cabeceaba y se agitaba bajo el cielo sin nubes mientras devoraba implacable la distancia que le separaba de ellos.
—Paolo, amor, mami necesita que la ayudes a meteros a ti y a tu hermana en la bodega inferior donde se guardan las sogas, ¿lo harás?
El muchachito asintió y Zamira le besó en la frente, cerrando los ojos y enterrando la nariz en la maraña de negros rizos de su hijo.
—Entonces, magnífico —dijo ella instantes después—, porque así mami podrá ir a buscar su armadura y sus sables. Y luego tendrá que abordar el buque de ese hijoputa mentiroso y hundirlo como si fuera una piedra.
Jaffrim Rodanov estaba en la proa de su buque, enfocando al Orquídea Emponzoñada con su catalejo, cuando éste viró repentinamente hacia babor y apuntó hacia él como si fuera la flecha de un arco imaginario. Sus velas mayores se estremecieron y comenzaron a cambiar mientras la tripulación de Drakasha las izaba para la batalla.
—Ah —dijo—. Ya veo, Zamira, que por fin haces algo con sentido.
Rodanov se había vestido para el combate como de costumbre, con una casaca de cuero reforzada con malla de hierro en las solapas y en la espalda. Las partes desgastadas y deformadas de aquella casaca tan baqueteada siempre le producían una sensación de familiaridad muy confortable: un recordatorio de toda la gente que había intentado matarle durante los últimos años sin conseguirlo.
Se cubría las manos con sus armas favoritas, unos guanteletes articulados que estaban hechos con varios segmentos de acero pavonado. En la confusión del cuerpo a cuerpo podían manejar espadas y aplastar cráneos con el mismo aplomo. Para el trabajo menos personal de abrirse camino hasta el Orquídea disponía de una maza forrada con hierro que le llegaba a la cintura. Plegó cuidadosamente su catalejo y lo guardó en un bolsillo, decidiendo que lo devolvería a la bitácora antes de que comenzara la lucha. Y no como la vez anterior.
—¿Órdenes, capitán?
Ydrena aguardaba en las escaleras del castillo de proa, con la espada curvada metida en la vaina que llevaba a la espalda y la mayoría de la tripulación detrás de ella.
—Viene hacia nosotros —dijo Rodanov con voz atronadora—. Ya sé que esto no resulta nada fácil, pero Drakasha está realizando sus incursiones en las aguas verraríes. Hará que nuestra vida sea un infierno… a menos que la detengamos ahora mismo.
»Formad en estribor, como planeamos. Escudos al frente. Ballestas detrás. Recordad, una descarga de dardos y lo dejáis todo en el puente y sacáis los aceros. Las tripulaciones de los botes, todos a estribor en cuanto hayamos aferrado al Orquídea. Hierros de abordaje dispuestos en el combés y en la proa. ¡Timonel! Ya sabes cuáles son tus órdenes… cúmplelas a la perfección o desearás haber muerto en la refriega.
»¡Éste será un día dominado por el color rojo! Aunque Drakasha sea una enemiga importante, ¿qué somos nosotros, sobre los vientos y las aguas del Mar de Bronce?
—¡SOBERANOS! —exclamaron todos a una los miembros de su tripulación.
—¿Quiénes somos nosotros, jamás abordados y nunca vencidos?
—¡LOS DEL SOBERANO!
—¿Qué gritan nuestros enemigos cuando mencionan el nombre de la perdición que va a llevarlos ante el juicio de los dioses?
—¡EL SOBERANO!
—¡Ése es nuestro navío y ésos somos nosotros! —agitó su maza por encima de la cabeza—. ¡Y por eso aún tenemos algunas sorpresas guardadas para Zamira Drakasha! ¡Acercad las jaulas!
Tres equipos de a seis marineros cada uno llevaron unas jaulas cubiertas con partes de velas hasta el puente del castillo de proa. Aquellas jaulas estaban provistas de unas empuñaduras de madera que sobresalían de las mallas de acero que cubrían sus caras laterales. Tenían unos dos metros de largo por uno de alto y otro de ancho.
—No han comido nada desde ayer, creo.
—No —dijo Ydrena.
—Bien —Rodanov comprobó por dos veces las partes de la barandilla de estribor que su carpintero había debilitado para que un buen empujón las lanzara a más de tres metros. Un agravio para su bienamado Soberano que podría ser reparado más tarde—. Apoyadlas aquí encima. Y dadles unas cuantas patadas. A ver si se enfadan las que están dentro.
Ambos buques avanzaban el uno hacia el otro aplastando las olas mientras Locke Lamora comprendía por segunda vez que no iba a tardar en verse involucrado en un combate acaecido en alta mar.
—Rápido, Mum —dijo Drakasha, que seguía mirando desde la barandilla de babor del alcázar. Locke y Jean aguardaban cerca de ella, armados con hachas y sables. Jean también tenía un par de brazales de cuero que antes habían pertenecido a Basryn, a quien nadie había vuelto a ver desde que se marchara en el pequeño bote. Mi bote, pensó Locke, no sin cierta amargura.
En su grupo de defensa, o «compañía móvil», Locke y Jean contaban con Malakasthi, Jabril y Streva, así como con Gwillem. Todos, excepto este último, llevaban escudo y lanza; el intendente de aspecto tímido vestía un mandil de cuero lleno con las pesadas y plúmbeas balas de la honda que llevaba en la mano izquierda.
La mayoría de la tripulación aguardaba en medio del buque, en orden cerrado tal y como había ordenado Drakasha; los que llevaban escudos largos y espadas que herían de punta se encontraban al frente, los que llevaban alabardas iban detrás. Las velas principales habían sido desplegadas, los baldes para los incendios estaban preparados, el puerto de carga de babor protegido por lo que Delmastro llamaba la «red de despellejar», mientras el Orquídea Emponzoñada corría hacia los brazos del Soberano Temor como si fuera al encuentro de una amante a la que no viera desde hacía muchísimo tiempo.
Delmastro apareció entre la muchedumbre que ocupaba el combés. A Locke le recordó la primera vez que la había visto, con su armadura de cuero y su cabellera recogida para la acción. Sin preocuparse por las armas que colgaban de su cinturón, saltó al lado de Jean y se enroscó en él con brazos y piernas. Cuando él puso sus brazos detrás de la espalda de ella, ambos se besaron hasta que Locke hizo un ruido característico con la boca. Aquello no era lo típico que hubiera esperado ver antes del comienzo de una batalla, pensó para sus adentros.
—Este día es nuestro —dijo ella cuando por fin se separaron.
—Intenta no matar a nadie hasta que yo no esté cerca, ¿de acuerdo? —dijo Jean con una mueca, y ella le entregó algo metido en una pequeña bolsa de seda.
—¿Qué es esto?
—Unos mechones de cabellos, de mis cabellos —dijo ella—. Quise dártelos hace unos días, pero me fue imposible en medio de los ataques a tantos buques. Ya sabes. Piratería. Vida agitada.
—Gracias, amor mío —dijo él.
—Ahora, si te encuentras en algún apuro, podrás esgrimir esta bolsita ante quienes te estén fastidiando y decirles: «No tenéis ni idea de a quién estáis jodiendo. Me encuentro bajo la protección de la dama que me entregó esta muestra de su favor».
—Y ¿se supone que hará que se detengan?
—Mierda, no, sólo servirá para confundirles. Entonces tú los matarás mientras ellos miran cómo te diviertes.
Ambos volvieron a darse otro achuchón, y entonces Drakasha carraspeó.
—Del, si no te supone un gran problema, te recuerdo que estamos intentando atacar a ese buque de ahí enfrente, así que, si no te importa…
—Oh, claro, luchamos por nuestras vidas. Creo que podré ayudarla durante unos cuantos minutos, capitana.
—Suerte, Del.
—Suerte, Zamira.
—Capitana —dijo Mumchance—, ahora…
—¡Nasreen! —Drakasha levantó la voz todo lo que podía, que era mucho—. ¡Adelante con el ancla de estribor!
—¡Aviso de colisión! —exclamó Delmastro instantes después—. ¡Todas las manos a bracear! ¡Ah de la arboladura! ¡Agarraos a los mástiles y a las cuerdas!
Alguien comenzó a tocar la campana del palo mayor de un modo frenético. Los dos buques se acercaban el uno al otro a una velocidad sorprendente. Locke y Jean se pegaron a las escaleras de babor del alcázar, agarrándose con fuerza a la barandilla interior. Locke levantó la vista hacia Drakasha y vio que contaba en voz baja para sí. Cuando intentó descubrir qué números pronunciaba, descubrió que, curiosamente, ella no estaba empleando el therinés.
—Capitana —dijo Mumchance con la misma calma con que hubiera pedido un café—, el otro buque…
—¡Todo a babor! —exclamó Drakasha. Mumchance y su ayudante comenzaron a mover la rueda del timón hacia la izquierda. De repente se escuchó un crujido, y un ruido como de algo que acababa de partirse en dos subió desde la proa; el buque se estremeció de proa a popa y fue lanzado hacia estribor como si una galerna acabara de atraparlo entre sus dientes. Locke sintió que su estómago protestaba y se agarró a la barandilla con todas sus fuerzas.
—¡Cuadrilla del ancla! —exclamó, más bien rugió, Drakasha—. ¡Cortad el cable!
Locke tenía una vista excelente del Soberano Temor que se les echaba encima a menos de cien metros. Tragó saliva al pensar en el bauprés de aquel buque tan pesado clavándose como una lanza en el Orquídea y pasando por en medio de su apiñada tripulación. Pero mientras miraba, el buque de tres mástiles zozobró hacia babor después de hacer un viraje.
Rodanov acababa de evitar una colisión frontal y Locke adivinó que aquello era intencional; aunque hubiera podido causar serios daños al Orquídea, su buque habría quedado en una posición óptima para que Zamira pudiera resistirse a un abordaje, por no hablar de que ambos navíos hubieran acabado por hundirse antes o después.
Lo que sucedió fue completamente espectacular a ojos de Locke: el mar que se encontraba entre ambos buques se llenó de espuma blanca cuando las olas sisearon como el vapor que brota furioso de las brasas ardientes apagadas con agua. Como ni el Soberano ni el Orquídea pudieron aminorar sus respectivos momentos cinéticos, se deslizaron el uno al lado del otro, comprimiendo sobre sus respectivos costados a punto de entrar en contacto un cojín de agua que rodó sobre ambos. El orbe entero pareció estremecerse cuando ambos se encontraron; las cuadernas crujieron, los mástiles se estremecieron y una tripulante del Orquídea cayó desde la altura donde se encontraba. Golpeó la cubierta del Soberano y se convirtió en la primera víctima de la batalla.
—¡La cangreja! ¡La cangreja! —exclamó Zamira, y todos los del alcázar levantaron la mirada al mismo tiempo hacia la vela cangreja del Orquídea, que había sido desplegada con la mayor de las impericias por el pequeño grupo de marineros que estaban a su cargo. Colgando completamente, fue braceada hasta su posición correcta con la velocidad que da la desesperación. Aunque, por lo general, las velas jamás se sitúan a favor del viento, en aquella ocasión la fuerte brisa que llegaba del este se había encargado de hacer lo contrario, logrando que la proa del Orquídea se apartara del Soberano Temor. Mumchance giró la rueda a estribor, intentando hacer lo correcto.
Hubo una serie de chirridos y de chasquidos que procedían de la proa; el bauprés del Soberano Temor estaba rompiendo o estropeando gran parte del cordaje de aquella parte, pero el plan de Drakasha parecía funcionar. Aquel bauprés no había hecho ningún agujero en el casco, y la borda de estribor era la única parte del buque de Rodanov que estaba en contacto con la borda de babor del de Drakasha. Locke pensó que, en sus lejanas alturas, los dioses habían debido imaginarse que aquellos dos navíos eran como espadachines borrachos que cruzaran sus baupreses, pero sin hacerse mutuamente gran daño mientras proseguían con su esgrima.
Unas cosas invisibles surcaron el aire con el siseo de la serpiente, y entonces Locke supo que las flechas llovían a su alrededor. La batalla había comenzado, y de qué manera.
—Astuta zorra de Syrune —murmuró Rodanov, y se agachó para prevenir la colisión. Drakasha acababa de emplear la vela cangreja como palanca para impedir el contacto entre las bordas de los dos buques. Que así fuera, pues estaba a punto de aprovecharse de la ventaja imprevista con la que contaba.
»¡Soltadlas! —exclamó.
Un marinero que se encontraba detrás de las bases de las jaulas (convenientemente flanqueado por otros más que llevaban escudos) tiró de la cuerda que las abría. Aquellas puertas habían estado a muy pocos centímetros de las partes más débiles de la barandilla, que, convenientemente, habían caído durante el choque entre ambos buques.
Un trío de valcona adultas (famélicas, conmocionadas y enfadadas de un modo desmesurado) abandonaron su encierro como en una explosión, chillando como no-muertos en busca de venganza. Lo primero que vieron sus ojos fue el grupo de Orquídeas en orden cerrado que les cerraban el paso. Aunque estuvieran fuertemente armados y acorazados, los de Zamira habían esperado que sus primeros contendientes fueran humanos.
Las tres aves de combate saltaron por el aire y aterrizaron entre escudos y alabardas, atacando con sus picos y sus garras como dagas. Los Orquídeas gritaron, se empujaron unos a otros y crearon un caos atroz en sus desesperados intentos para evitar las feroces bestias o huir de ellas.
Rodanov apretó los dientes con furia. Valían el precio que había pagado por ellas… aunque le hubieran costado mucho al comprarlas en Puerto Pródigo, aunque hubieran apestado la bodega, aunque dentro de muy poco acabaran por matarlas. Pues cada uno de los Orquídeas a quienes ellas mutilaban era uno menos de aquellos a los que deberían enfrentarse los suyos, y porque conseguir que tu enemigo se cague en los calzones es siempre algo que no tiene precio.
—¡Botes al agua! —exclamó—. ¡Seguidme, Soberanos!
Los gritos que llegaban de proa eran inhumanos; Locke escaló gateando con manos y pies las escaleras del alcázar para ver qué estaba pasando. Unas formas pardas se debatían entre las compactas masas de las «legiones» de Zamira que se encontraban a babor. ¿Qué diablos era aquello? La propia Drakasha se abría camino hacia el lugar donde reinaba el mayor caos, con ambos sables en las manos.
Varios de los marineros de Rodanov lanzaron garfios de abordaje por el hueco que separaba ambos navíos. Un equipo de los hombres de Drakasha, apostado de antemano, salió corriendo hacia la barandilla de babor para cortar las cuerdas con sus hachas. Uno de ellos se encontró con una flecha que se le clavó en la garganta; los demás cortaron todas las cuerdas, al menos por lo que Locke alcanzó a ver.
Un sonido muy nítido y grave, que sonó como tang, le avisó de que acababan de lanzar una flecha cerca; Jean le agarró por el cuello de la camisa y le arrastró hacia el alcázar. Su «compañía móvil» se ocultaba, agachada, detrás de sus pequeños escudos; Malakasthi empleaba el suyo para cubrir a Mumchance todo lo que podía, mientras éste manejaba agachado el timón. Alguien gritó mientras caía del cordaje del Soberano; un segundo después Jabril exclamó, ¡Ah!, mientras una flecha sacaba varias astillas de la barandilla de popa que estaba cerca de su cabeza.
Para sorpresa de Locke, Gwillen se levantó de repente en medio de aquel caos y con una mirada plácida en el rostro comenzó a dar vueltas a la bala que acababa de colocar en la badana de su honda. Una de las veces que subió el brazo soltó una de las cuerdas de la honda y, segundos después, uno de los arqueros apostados en el alcázar del Soberano cayó hacia atrás. Jean empujó a Gwillem hacia el puente cuando el vadraní comenzó a buscar otro proyectil.
—¡Botes! —rugió Streva—. ¡Varios botes se disponen a rodearnos!
Dos botes, con veinte marineros cada uno, acababan de salir a toda prisa por detrás del Soberano Temor, girando para acercarse a la proa del Orquídea. Locke deseó ardientemente que unas cuantas flechas les hicieran más agradable el viaje, pero los arqueros situados más arriba tenían la orden de ignorar a los botes. Éstos eran de la completa incumbencia del legendario héroe que se había servido de un barril de cerveza. Orrin Ravelle.
Pero él gozaba de una ventaja importante, que respondía al nombre de Jean Tannen. Apoyadas de una manera incongruente encima de las pulimentadas planchas del puente, todas ellas de madera de álamo negro, podía ver varias piedras grandes y redondas, recogidas trabajosamente del lastre del buque.
—Ya puedes hacer la barbaridad, Jerome —exclamó Locke.
Cuando el primer bote de los Soberanos se acercó a la barandilla inferior de la popa, un par de marineros armados con ballestas se pusieron de pie para abrir paso a una mujer provista con un gancho de abordaje. Gwillem dio un salto y lanzó hacia abajo uno de sus proyectiles, abriéndole la cabeza a un arquero, cuyo cuerpo cayó encima de los que querían abordarles. Momentos después, Jean subió hasta la barandilla, con una roca de cincuenta kilos que era tan grande como el torso de un hombre corriente por encima de la cabeza. Luego, sin decir una palabra, lanzó un alarido y la arrojó contra el bote, rompiendo las piernas de dos remeros y su maderamen. En cuanto el agua comenzó a borbotear por el agujero, el pánico se apoderó de los del bote.
Entonces llegaron los dardos lanzados desde el segundo bote. Streva, cogido por sorpresa mientras miraba el desastre acaecido al primero, recibió uno en las costillas y cayó de espaldas hacia Locke. Éste se deshizo del infortunado joven, sabiendo que nada podría hacer para ayudarle. La cubierta ya relucía roja por la sangre. Un momento después, Malakasthi boqueaba a causa de la flecha que acababa de clavarse en su espalda, lanzada desde la parte más alta del velamen del Soberano; se desplomó contra la barandilla y su escudo cayó hacia un lado.
Jabril apartó su lanza y, tirando de Malakasthi, hizo que se recostara en el puente. Locke pudo ver que la flecha le había perforado un pulmón, y que los estertores blandos que emitía para seguir respirando no tardarían en cesar. Jabril, con la angustia pintada en el rostro, intentó cubrirla con su propio cuerpo hasta que Locke le dijo a gritos:
—¡Están llegando más! ¡No pierdas la jodida cabeza!
Maldito hipócrita, se dijo mientras el corazón se le encabritaba en el pecho.
A bordo del bote que se hundía, otro marinero saltó hacia arriba para enganchar un garfio. Gwillem lanzó otro de sus proyectiles, rompiéndole el brazo, y Jean le secundó lanzando otra roca. De tal suerte, los Soberanos que quedaban se arrojaron por la borda del bote, que, lleno de cadáveres, había comenzado a hundirse. Aunque quizá volvieran a crearles problemas algunos minutos después, por el momento habían quedado fuera de combate.
A Locke le había costado la tercera parte de su «compañía». El segundo bote se acercó con la suficiente prudencia para no recibir ninguna piedra y no tener que retroceder. Rodeó la proa y se lanzó hacia estribor, como un tiburón ante una presa herida.
Zamira extrajo su sable del cadáver de la última valcona que había quedado en pie y gritó a los suyos desde babor:
—¡Cerrad filas! ¡Cerrad filas! ¡Llenad ese hueco de ahí!
¡Valcona! El maldito Rodanov era un bastardo muy astuto; al menos cinco de sus tripulantes habían muerto por culpa de aquellas malditas cosas, y sólo los dioses sabían cuántos más estaban heridos y conmocionados.
Él se había imaginado que Drakasha lanzaría un ataque desde su costado contra la proa; las bestias sólo lo estaban esperando como si fueran una trampa con el resorte listo para que lo pisaran.
Y allí estaba él… Era imposible no verlo, casi tan grande como dos hombres, con su casaca oscura y sus malditos guanteletes. Y una maza que debía de pesar diez kilos entre las manos. Los suyos se agolparon a su alrededor, vitoreándole, y luego cayeron como un diluvio contra la primera fila de la gente de Drakasha, precisamente por el hueco que Rodanov había creado gracias a lo que acababa de salir por su barandilla de estribor. Aquella confusión era lo que precisamente ella estaba esperando: lanzas que atacaban de frente, escudos empleados para golpear, combatientes que caían muertos mientras los que aún seguían vivos se encontraban demasiado oprimidos por la muchedumbre que los rodeaba por todos los lados para moverse excepto hacia abajo. Algunos intentaron pasar por el hueco siempre cambiante que se encontraba entre ambos buques, para caer por él y ahogarse o ser reducidos a una pulpa sanguinolenta cuando aquéllos volvieron a juntarse.
—¡Ballestas! —exclamó Drakasha—. ¡Ballestas!
Detrás de sus lanceros, todas las ballestas del buque estaban dispuestas y cargadas. Los Orquídeas que se encontraban en la retaguardia en espera de la orden las tomaron, disparándolas en una larga salva que pasó por delante de los contendientes; ocho o nueve de los hombres de Rodanov se desplomaron, aunque éste no fue alcanzado. Instantes después les llegaba una salva a modo de respuesta desde la cubierta del Soberano; a Rodanov se le había ocurrido lo mismo que a Drakasha. Varios de los tripulantes del Orquídea, tanto hombres como mujeres, gritaron y cayeron, los astiles empenachados con plumas saliéndoles por el pecho y la cabeza: todos eran imprescindibles para Drakasha.
La gente del Soberano intentó atajar una brecha surgida a la derecha del sitio que soportaba el peso del combate; algunos se agarraron tenazmente a la barandilla del Orquídea intentando subir por ella. Drakasha resolvió el problema por sí misma, acuchillando rostros y reventando cráneos con las empuñaduras de sus sables. Hacia ella se dirigían tres, cuatro… muchos más. Hacía esfuerzos para respirar. Ya no era la luchadora infatigable de antaño, pensó con amargura. Mientras las flechas mordían el aire que la rodeaba, la gente de Rodanov llegaba de un salto, agolpándose en la cubierta del Soberano Temor como si todos los malditos piratas del Mar de Bronce hicieran cola para atacar su buque.
La «compañía móvil» de Locke luchaba en la barandilla de estribor del alcázar; mientras Mumchance y uno de sus ayudantes manejaban unas lanzas para apartar a los nadadores que llegaban desde todas partes, Locke, Jean, Jabril y Gwillem intentaban rechazar el segundo bote.
Éste era más robusto que su predecesor; las dos rocas que le había lanzado Jean sólo habían matado o herido por lo menos a cinco personas, sin conseguir agujerear su maderamen. La gente de Rodanov intentaba herirles con sus bicheros; el duelo entre éstos y las lanzas de los Orquídeas era tremendo. Jabril gritó cuando uno de los bicheros le alcanzó en una pierna y devolvió el golpe clavándole su lanza en el cuello a uno de los Soberanos.
Gwillem se levantó y arrojó una bala contra el bote; aquel esfuerzo se vio recompensado por un grito estridente. Mientras intentaba sacar otra de su zurrón, una flecha asomó en su espalda como por arte de magia. Cayó desmadejado contra la barandilla de estribor y las balas de su honda rodaron por el puente y repiquetearon en él.
—¡Mierda! —exclamó Locke—. ¿Se nos han acabado las piedras grandes?
—Ya las he usado todas —le respondió Jean.
Una mujer con un puñal en los dientes dio un salto de acróbata hasta la barandilla, que hubiera logrado terminar si antes Jean no le hubiese quitado los humos con un escudo, golpeándola con él en el rostro. Aquella mujer cayó al agua.
—¡Maldición, echo de menos a mis Hermanas Malvadas! —exclamó Jean.
Jabril barrió frenéticamente con su lanza a cuatro o cinco Soberanos que acababan de poner sus manos en la barandilla, pero instantes después otros dos rodaban por el puente, sables en mano. Jabril rodó sobre su espalda y atravesó con su lanza el estómago de uno de ellos; Jean se hizo con la honda de Gwillem y la pasó por el cuello del otro, dándole garrote como antaño había hecho tantas veces en Camorr. Otro marinero asomó la cabeza y metió una ballesta por los barrotes de la barandilla, apuntando a Jean. Locke se metió en la piel del legendario héroe que se había servido de un barril de cerveza y le propinó una patada en la cara.
Los gritos que salían del agua revelaban que sucedía algo nuevo; con mucha precaución, Locke miró por la barandilla. Una masa gelatinosa y deslizante flotaba al lado del bote como si fuera una manta traslúcida, latiendo con una débil luminiscencia interior que incluso podía apreciarse a plena luz del día. Un nadador era arrastrado hacia ella mientras gritaba. En segundos, la sustancia pegajosa que rodeaba sus piernas se volvió roja, y el hombre comenzó a moverse espasmódicamente. Aquella cosa estaba chupándole la sangre por todos los poros de su cuerpo del mismo modo que los humanos sorben el jugo de una fruta rica en pulpa.
Una linterna de la muerte, atraída como siempre por aquellas aguas que olían a sangre. Una manera espantosa de morir, incluso para aquella gente a la que Locke estaba intentando matar con todas sus ganas. Seguro que aquella cosa y las que llegarían después darían buena cuenta de los nadadores. Los Soberanos habían dejado de escalar el costado del buque; los pocos que quedaban en el bote intentaban escapar frenéticamente de la cosa que estaba cerca de ellos. Locke dejó caer su lanza y tomó aire con profundas boqueadas, pues lo necesitaba muchísimo. Un segundo después, una flecha alcanzaba la barandilla situada a poco más de medio metro por encima de su cabeza; otra pasó de largo; una tercera se clavó en la rueda.
—¡A cubierto! —exclamó, buscando a toda prisa un escudo. Instantes después, Jean le agarraba y le empujaba hacia la derecha, protegiéndose con el cadáver de Gwillem. Jabril se arrastró por detrás de la bitácora, mientras Mumchance y su ayudante repetían el gesto de Jean y se protegían con el cadáver de Streva. Locke sintió el impacto de al menos una flecha en el cuerpo del intendente muerto.
—Es posible que después nos sintamos mal por emplear los cadáveres de esta manera —comentó Jean—, pero, diablos, lo cierto es que hay demasiados.
Ydrena Koros subió por encima de la barandilla y estuvo a punto de matar a Zamira con la primera cuchillada que le lanzó con su cimitarra. Mientras la hoja rebotaba en el cristal antiguo, Zamira se enfureció al pensar que había bajado la guardia. Le devolvió el golpe con sus dos sables, pero Yrena, que era más bajita y ágil, tenía todo el espacio que necesitaba para parar el primero y esquivar el segundo. Esquivaba con gran facilidad y rapidez… tanto que Zamira tuvo que apretar los dientes. Aunque las dos hojas de Zamira se enfrentaran sólo con una, Koros llenaba el aire que se interponía entre ambas luchadoras con una silueta plateada tan incierta como letal; Zamira perdió el sombrero y casi el cuello cuando paró la hoja en el último segundo. Otra cuchillada siseó en el aire al dirigirse a su chaleco y una segunda sacó una tajada de uno de sus brazales. Mierda… acababa de llegar cerca de donde estaba uno de los marineros del Soberano. No había nadie más en el puente.
Koros tenía un puñal curvo de hoja ancha en la mano izquierda, que empleó para hacer fintas mientras lanzaba su cimitarra hacia las rodillas de Zamira. Ésta soltó los sables y penetró la guardia de Koros, golpeándola con su pecho. Agarró los brazos de Yrena con los suyos, doblándolos hacia abajo con toda la fuerza de que disponía. Al menos en eso le llevaba ventaja. En eso y en otra cosa: luchando sucio se suele ganar a los que luchan según las reglas.
Zamira llevó su rodilla izquierda hasta el estómago de Yrena. La joven se derrumbó; Zamira la agarró del pelo y la golpeó en la barbilla. Los dientes de la mujer más bajita sonaron como bolas de billar que chocaran entre sí. Zamira la levantó y la lanzó directamente hacia la espada del tripulante del Soberano que estaba detrás de ella. Una breve mirada de sorpresa relampagueó en el rostro manchado de sangre de aquella mujer, para morir al instante con ella. Zamira sintió más alivio que triunfo.
Recogió los sables del lugar donde habían caído; mientras el marinero extraía su espada del cadáver de Yrena y lo dejaba caer, su pecho se encontró con una de las hojas de Zamira. En el transcurso de la batalla, ella siguió luchando de un modo mecánico… sus sables subían y bajaban contra la rugiente marea que era la gente de Rodanov, y las muertes que ocasionaban formaban una cacofonía de rojo. Las flechas volaban, la sangre lamía el puente que se encontraba bajo sus pies, y los dos buques se juntaban y se separaban sobre las aguas, añadiendo a todo la irreal inconsistencia propia de las pesadillas.
Después de haber pasado minutos o eras, jamás hubiera podido decirlo, descubrió que Ezri la cogía del brazo y la apartaba de la barandilla. La gente de Rodanov no conseguía retroceder para reagruparse; la cubierta estaba a rebosar de muertos y heridos; los supervivientes de su propia tripulación se apoyaban los unos en los otros, tropezando en ocasiones y arrastrando a los demás consigo.
—Del —susurró Zamira—, ¿estás herida?
—No —Ezri se hallaba llena de sangre; el cuero que la cubría estaba lleno de cuchilladas y llevaba el pelo caído hacia un lado, pero, por lo demás, parecía intacta.
—¿Y la compañía móvil?
—No tengo ni idea, capitana.
—¿Y Nasreen? ¿Y Utgar?
—Nasreen ha muerto. Y a Utgar no le veo desde que comenzó la batalla.
—Drakasha —dijo una voz que se sobreponía a los quejidos y murmullos de ambas partes. La voz de Rodanov—. ¡Drakasha! ¡Dejad de combatir! ¡Que todo el mundo cese el combate! ¡Drakasha, escúchame!
Rodanov miró la flecha que tenía clavada en el antebrazo derecho. Aunque le dolía, no sentía esa agonía tan dolorosa que te obliga a apretar los dientes y que revela que el hueso ha sido tocado. Hizo una mueca, empleó su mano izquierda para inmovilizar la punta de la flecha y entonces partió su astil con la derecha. Tragó saliva. Aquello le serviría para mantenerla a buen recaudo hasta que pudiera tratarla de una manera más apropiada. Levantó su maza y varias gotas de sangre cayeron al puente del Soberano.
Ydrena, que había sido su primer oficial durante cinco años (¡maldición!), yacía muerta en el puente cubierto de sangre. Había estado dando palos de ciego con su maza para encontrarla, hendiendo escudos y apartando lanzas. Aunque al menos había luchado contra media docena de Orquídeas a la vez, los había vencido. Se había librado limpiamente de Dantierre en un santiamén. Pero el espacio para luchar era muy estrecho, el movimiento de los buques impredecible y el número de los partidarios que le rodeaban muy escaso. Aunque los daños de Zamira eran muy grandes, al menos había acertado en el lugar donde se tocarían ambas naves. Que nadie luchara en la popa del Orquídea significaba que, posiblemente, la gente de sus botes había huido. Mierda. Por lo menos se habían ido la mitad de los suyos. Era el momento de sacar su segunda caja de sorpresas. Aquella llamada suya para que todos dejaran de luchar era la señal para que la abrieran. Era la última partida, la última mano, la última jugada de cartas.
—¡Zamira, no me obligues a destruir tu buque!
—¡Vete al infierno, maldito hijo de puta perjuro! ¡Ven e inténtalo de nuevo, si aún crees que los pocos que te quedan tienen prisa en morir!
Locke había dejado a Jabril, Mumchance y al ayudante de este último (junto con las linternas de la muerte, o eso pensaba) para defender la popa. Él y Jean habían echado a correr al sentir que curiosamente el aire había dejado de estar lleno de flechas, dejando atrás los muertos y heridos que se amontonaban. La erudita Treganne les salió al paso, cojeando y haciendo ruido con su pierna postiza al pisar sobre el puente, arrastrando al manco Rask consigo. En el combés, Utgar estaba de pie, sirviéndose de un gancho para levantar la escotilla de la bodega principal de carga. Un cartapacio de cuero descansaba a sus pies; Locke supuso que cumplía algún encargo de la capitana y lo ignoró.
Encontraron a Drakasha y a Delmastro en la proa, junto con unos veinte Orquídeas supervivientes que contemplaban cómo un grupo de Soberanos que les doblaban en número les cerraban el paso. Ezri abrazó fuertemente a Jean; daba la impresión de haberse bañado en sangre durante la pelea sin perder nada de la suya. No parecía que el Orquídea tuviera cubierta sino sólo una superficie irregular formada por muertos y moribundos. La sangre caía a chorros por los costados del buque.
—No lo haré —dijo Rodanov.
—¡Eh! —exclamó Utgar, mirando el combés del Orquídea—. ¡Aquí, Drakasha!
Locke se volvió a tiempo de ver que Utgar tenía una esfera gris de unos veinte centímetros de diámetro cuya superficie era singularmente grasienta. La sostenía en la mano izquierda por encima de la abierta escotilla de la bodega, mientras que con la derecha agarraba algo que sobresalía de la parte superior de la esfera.
—Utgar —dijo Drakasha—, ¿qué diablos te crees que estás hac…?
—No hagas ni un puñetero movimiento, ¿de acuerdo? O ya sabes lo que haré con esta cosa.
—Dioses del cielo —susurró Ezri—. No me lo creo.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Locke.
—Malas noticias —dijo ella—. Unas noticias tremendamente malas. Es una esfera destrozabuques.
Jean escuchó la rápida explicación que ella comenzó a darles.
—Alquimia, alquimia negra, tremendamente cara. Hay que estar loco de remate para llevar una en alta mar, pues los capitanes las temen tanto como al aceite ardiente. Aún más. Esa cosa se pone al rojo blanco. No se puede tocar, ni siquiera acercarse a ella. Si se deja encima del puente, atravesará las entrañas del buque cuando arda, incendiándolo todo a su paso. Diablos, es posible que incluso pueda incendiar el agua. Por supuesto que no se apaga si se le echa agua encima.
—Utgar —dijo Drakasha—, traidor, hijoputa, ¿cómo has podido…?
—¿Traidor? En absoluto. Soy un hombre de Rodanov desde que entré a tu servicio. Buena idea la suya, ¿o no? Si te he hecho algún buen servicio, Drakasha, sólo ha sido en cumplimiento de mi deber.
—Puedo lanzarle una flecha —dijo Jean.
—Eso que tiene en la mano derecha es una mecha de torsión —dijo Ezri—. Si la mueve, o si le matamos y suelta esa cosa, se encenderá. Para eso se fabrican esos chismes. Con una de esas esferas cualquiera puede mantener a raya a cien prisioneros sólo con quedarse en el lugar apropiado.
—Utgar —dijo Drakasha—, Utgar, estamos ganando.
—Quizá estabais ganando. ¿Por qué te crees que he subido hasta aquí?
—Utgar, por favor, este buque está lleno de heridos. ¡Mis hijos están ahí abajo!
—Sí, lo sé. Así que mejor baja los brazos. Apóyalos en la barandilla de estribor. Que los arqueros bajen de los mástiles. Todo el mundo tranquilo… estoy seguro de que podremos llegar a un feliz acuerdo con todos vosotros, excepto con Drakasha.
—¡El cuello rajado y por la borda! —exclamó Treganne que acababa de aparecer en lo alto de la escalera del alcázar con una ballesta entre las manos—. En eso consiste el feliz acuerdo, ¿no es así, Utgar? —se apoyó cojeando en la barandilla y se llevó la ballesta al hombro—. Este buque está lleno de heridos que son responsabilidad mía, ¡bastardo!
—¡No, Treganne! —exclamó Drakasha.
Pero la erudita ya había hecho su trabajo; Utgar se estremeció y cayó cuando el dardo se hundió en la parte más baja de su espalda. La esfera gris brincó hacia delante y abandonó su mano izquierda; su mano derecha tiró de una cuerda delgada de color blanco. Cuando él cayó al puente, aquel artilugio desapareció de la vista al entrar por la escotilla.
—Oh, diablos —dijo Jean.
—No, no, no —musitó Ezri.
—Los niños —decía Jean sin ser consciente de que hablaba—. Puedo rescatarlos…
Ezri miró atónita la escotilla de carga. Luego le miró a él y después volvió a mirar a la escotilla.
—No se trata sólo de ellos —dijo—, sino del buque.
—Lo haré —dijo Jean.
Ella le agarró, le rodeó con sus brazos con tanta fuerza que apenas le dejó respirar y le susurró en el oído:
—Que los dioses te maldigan, Jean Tannen. Haces… haces que esto sea muy difícil.
Y entonces le golpeó en el estómago todo lo fuerte que pudo. Él cayó hacia atrás, doblándose por el dolor y comprendiendo sus intenciones cuando le soltó. Gritó por la rabia y por lo que ya no podía evitar, intentando agarrarla. Pero ella ya había echado a correr por la cubierta en dirección a la escotilla.
Locke supo lo que Ezri quería hacer en el instante en que vio cómo golpeaba a Jean, mientras que éste, con los reflejos embotados por el amor, la fatiga o ambos, apenas fue consciente de ello. Y antes de que Locke pudiera hacer nada, empujó a Jean hacia atrás, que cayó sobre su amigo. Locke alzó la mirada a tiempo de ver cómo Ezri entraba de un salto en la bodega de carga, donde una luminosidad anaranjada, en absoluto natural, se manifestaba en la oscuridad un segundo después.
—Oh, Guardián Avieso, todo se va a ir al infierno —susurró, y vio lo que sucedía como a cámara lenta.
Treganne seguía en la barandilla del alcázar, pasmada, sin saber aún las consecuencias de su hazaña.
Drakasha caminaba lentamente hacia delante empuñando sus sables, moviéndose demasiado despacio para detener a Ezri o para llegar a donde ella estaba.
Jean se arrastraba, incapaz de moverse, pero pidiendo a todos sus músculos la fuerza necesaria para seguirla y moviendo una mano inútil hacia la mujer que se acababa de ir.
Las tripulaciones de ambos buques miraban fijamente lo sucedido, apoyándose en sus armas y los unos en los otros, olvidando la lucha por un momento.
Utgar intentaba alcanzar el dardo que tenía en la espalda mientras se debatía sin fuerzas. Habían pasado cinco segundos desde que Ezri saltara a la bodega de carga. Al término de esos cinco segundos se reanudaron los gritos.
Ella salió por las escaleras del puente principal llevando la esfera en las manos. Locke comprendió horrorizado que había debido saber que las manos no le servirían de mucho. Así que la acunaba entre ellas sirviéndose de su cuerpo.
La esfera estaba incandescente, era un sol en miniatura que ardía con los vívidos colores de la plata y el oro en fusión. Locke sintió el calor en su propia piel, y eso que estaba a diez metros de ella, y se apartó de la luz que desprendía al sentir el extraño y pungente olor del metal ardiente. Ezri corría hacia la barandilla todo lo deprisa que podía; si al principio lo hizo de un modo regular, después sólo pudo dar una serie de tímidos saltitos llenos de desesperación. Ardía, gritaba y aún así seguía corriendo.
Llegó a la barandilla de babor con un último esfuerzo convulso, ayudándose con las piernas y lo que quedaba de sus brazos, y lanzó la esfera destrozabuques por encima del espacio vacío que separaba al Orquídea del Soberano Temor. La esfera se hizo más brillante mientras volaba, como si fuera una cometa de metal fundido, y la tripulación de Rodanov retrocedió cuando aterrizó en la cubierta de su buque.
«No se puede tocar», había dicho Ezri… Bueno, pues sí que se podía tocar. Y entonces supo que tocarla suponía una muerte segura. La flecha que le alcanzó a ella en el estómago un instante después no pudo detener su lanzamiento, pues llegaba demasiado tarde para impedírselo. Ezri cayó en la cubierta con una nube de humo, y entonces, por última vez en el transcurso de aquella jornada, se desató el infierno.
—¡Rodanov! —rugió Drakasha—. ¡Rodanov!
Hubo una erupción de luz y de fuego en el combés del Soberano Temor; el globo incandescente rodó de un sitio para otro hasta que, finalmente, explotó en una llamarada. La incandescencia al rojo blanco, producto de la alquimia, se derramó por las escotillas, prendió en las velas, anegó a la tripulación y ocupó la mitad del buque en cuestión de segundos.
—¡El Soberano está en llamas, todas las manos a tomar el Orquídea! —exclamó Rodanov.
—¡Contened a los que llegan! —exclamó Drakasha—. ¡Contened a los que llegan y repeled el abordaje! ¡Todo a babor, Mum, todo a babor!
Locke pudo sentir en la mejilla derecha el calor cada vez más intenso; el Soberano estaba condenado, y si el Orquídea no se apartaba de los obenques y del bauprés en los que se había enredado, el fuego también lo devoraría. Jean se arrastró lentamente hacia Ezri. Aunque Locke escuchó el ruido de la lucha que acababa de reanudarse y se preocupó durante unos instantes por ella, comprendió que si dejaba solo a Jean en aquel trance jamás podría perdonárselo. O merecer el perdón por su parte.
—Dioses queridos —susurró cuando la vio—, oh, no, dioses.
Jean gemía y sollozaba con las manos alzadas sobre el cuerpo de Ezri. Locke no supo si la había tocado o no. Quedaba tan poco de ella… la piel, las ropas y los cabellos se habían quemado al mismo tiempo y ofrecían un aspecto atroz. Pero, a pesar de ello, Ezri aún se movía e intentaba levantarse. Aún se esforzaba en conseguir algo que se parecía al respirar.
—Valora —dijo la erudita Treganne, que se dirigía cojeando hacia los dos amigos—. No, Valora, no la toque…
Jean golpeó la cubierta con los puños y gritó. Treganne se arrodilló al lado de lo que quedaba de Ezri y desenvainó el puñal que llevaba en su cinturón. Locke se quedó atónito al ver que las lágrimas perlaban sus mejillas.
—Valora —dijo ella—, cójalo. Ya está prácticamente muerta. Ella le necesita, por el amor de los dioses.
—No —gimió Jean—. No, no, no…
—Valora, mírela, maldita sea. No podemos ayudarla. Cada segundo que pasa es como una hora para ella y ahora le está pidiendo que le clave este puñal.
Jean arrebató el puñal de las manos de Treganne, se pasó una de las mangas de su camisa por los ojos y se estremeció. Aspirando con profundas boqueadas a pesar del terrible olor a quemado que dominaba a su alrededor, acercó el puñal a Ezri, titubeando en medio de sus sollozos como una persona aquejada de perlesía. Treganne puso sus manos sobre las suyas para guiarlas y Locke cerró los ojos.
Entonces acabó todo.
—Lo siento —dijo Treganne—. Perdóneme, Valora, no lo sabía… no sabía qué era esa cosa que Utgar tenía en la mano. Perdóneme.
Jean no dijo nada. Locke volvió a abrir los ojos y vio que Jean se despertaba como de un trance, ya sin sollozar, el puñal flojo en su mano. Como si no fuera consciente de la atroz batalla que se desarrollaba a su alrededor, comenzó a cruzar la cubierta hacia donde se encontraba Utgar.
Siguiendo las órdenes de Zamira, diez tripulantes del Orquídea saltaron a proa para salvar a los demás, empujando con todas sus fuerzas y con ayuda de lanzas, bicheros y alabardas, a la gente del Soberano. Empujaban para mantener libres el bauprés y el cordaje del Orquídea, mientras los hombres de Rodanov que habían sobrevivido luchaban como demonios para seguir viviendo. Finalmente, gracias a Mumchance, aquellos dos buques tan destrozados se apartaron el uno del otro.
—¡Todas las manos! —exclamó Zamira, aturdida por aquel esfuerzo súbito—, ¡todas las manos, virad y bracead! ¡Tomemos el viento! ¡Equipo de incendios a la bodega principal! ¡Los heridos a popa, para que los vea Treganne! Suponiendo que Treganne siga con vida, lo que es suponer… demasiado. Las penas para luego. Ahora preocupémonos del buque.
Rodanov no había tomado parte en la lucha final para apoderarse del Orquídea. Zamira le vio corriendo hacia la popa, abriéndose camino por el fuego para llegar a la rueda. Ya fuera un último y desesperado esfuerzo para salvar su buque o para destruir el de ella, no lo consiguió.
—Socorro —musitaba Utgar—, sacadla fuera, yo no puedo.
Sus movimientos eran lentos y sus ojos comenzaban a ponérsele cada vez más brillantes. Jean se arrodilló a su lado y le clavó el puñal en la espalda. Utgar se estremeció y boqueó; bajo la mirada de Locke, Jean siguió clavándole el puñal una y otra vez hasta que fue evidente que Utgar había muerto, hasta que su espalda estuvo llena de heridas, hasta que, finalmente, Locke se acercó hasta él y le agarró por la muñeca.
—Jean…
—No me sirve de consuelo —dijo Jean con voz llena de incredulidad—. Por los dioses, no me sirve de consuelo.
—Lo sé —dijo Locke—, lo sé.
—¿Por qué no la detuviste? —Jean se lanzó contra Locke y le clavó literalmente en la cubierta al agarrarle del cuello con una mano. Locke no dijo nada y no se le resistió, sabiendo que aquello le haría entrar en razón—. ¿Por qué no la detuviste?
—Lo intenté —dijo Locke—, pero ella te empujó para hacerme caer. Ella sabía que lo intentaría, Jean. Lo sabía. Por favor…
Jean le soltó y se calmó tan deprisa como le había atacado, sentándose. Se miró las manos y movió la cabeza.
—Oh, dioses, perdóname. Perdóname, Locke.
—No importa —dijo Locke—. Jean, lo siento muchísimo… Hubiera dado el mundo entero para que esto no hubiera sucedido. El mundo entero, ¿me oyes?
—Te oigo —dijo él, ya más tranquilo. Enterró el rostro entre sus manos y no dijo nada más.
Hacia el sudeste, el fuego que consumía al Soberano Temor teñía el mar de rojo mientras subía bramando hasta los mástiles y las velas, haciendo que los restos chamuscados de las velas cayeran sobre las olas como la lluvia de cenizas de un volcán; finalmente se convirtió en una ondeante montaña de humo y de vapor cuando el ennegrecido casco del Soberano, que acababa de ser devorado por él, se deslizó bajo las aguas.
—Ravelle —dijo Drakasha, apoyando una mano sobre los hombros de Locke e interrumpiendo su ensoñación—, si puedo hacer algo por usted, yo…
—Estoy bien —dijo Locke, poniéndose en pie—. Puedo ayudar en lo que sea. Sólo que… dejar solo a Jerome…
—Sí —repuso ella—. Ravelle, necesitamos…
—No, Zamira. Ya estoy harto de Ravelle esto, Kosta aquello. Está bien para el resto de la tripulación. Pero mis amigos me llaman Locke.
—Locke —dijo ella.
—Locke Lamora. Pero… ahhh, no creo que por ahora deba decirte nada más —alargó una mano hacia las suyas e, instantes después, ambos se abrazaron—. Lo siento —susurró—, Ezri, Nasreen, Malakasthi, Gwillem…
—¿Gwillem?
—Sí… uno de los arqueros de Rodanov. Lo siento.
—Dioses —dijo ella—. Gwillem estuvo con el Orquídea desde que lo capturé. Era el último que quedaba de la tripulación original. Ra… Locke, Mum tiene la rueda y estamos a salvo por el momento, así que… tengo que bajar para ver a mis hijos. Y necesito… que cuides de Ezri. Ellos no pueden verla en ese estado.
—Me ocuparé de todo —dijo—. Mira, baja a verlos. Me ocuparé de todo lo que concierne al puente. Llevaremos los heridos para que los vea Treganne. Cubriremos todos los cadáveres.
—Muy bien, entonces —dijo Zamira con mucha tranquilidad—. El puente es suyo, señor Lamora. Volveré enseguida.
El puente es mío, pensó Locke mientras miraba los restos de la batalla: cordajes a punto de romperse, velamen dañado, barandillas rotas, flechas clavadas por todas partes. Cadáveres por todos los rincones del combés y del castillo de proa; los supervivientes moviéndose por ellos como fantasmas, la mayor parte ayudándose con lanzas y arcos a modo de muletas improvisadas.
Dioses. Así que esto es el mando. Mirar fríamente lo sucedido y pretender que no te asusta.
—Jean —susurró, agachándose sobre el hombretón que seguía sentado en el puente—, Jean, quédate aquí todo el tiempo que quieras. Yo estaré cerca. Sólo tengo que ocuparme de todo esto, ¿de acuerdo?
Jean apenas asintió.
—Muy bien —dijo Locke echando un vistazo a su alrededor, mirando en aquella ocasión a los que no estaban heridos de gravedad—. ¡Konar! —exclamó—. ¡Konar el Grande! Coge la primera bomba con manguera que encuentres en buen estado. Echa un buen chorro a la escotilla de carga y riega todo lo que puedas el puente principal. No podemos permitirnos que quede algún rescoldo. ¡Oscarl! ¡Acércate! Busca tela y cuchillos. Tenemos que hacer algo con toda… con toda esta gente.
Se refería a todos los tripulantes que yacían muertos en cubierta. Tenemos que hacer algo por ellos, pensó Locke. Y luego yo me iré a Tal Verrar para hacer algo por ellos. De una vez y para siempre.