Capítulo 14

Haciendo incursiones en el Mar de Bronce

1

Jaffrim Rodanov caminaba por los bajíos próximos al casco de un bote de pesca que había volcado, escuchando cómo las olas rompían contra las desvencijadas cuadernas para luego mojarle hasta más arriba de los tobillos. En aquella parte alejada de la ciudad, la arena y el agua de Bahía Pródiga estaban impolutas. Nada de capas de cieno que se hubieran depositado por la noche en el agua, nada de restos metálicos ni de cacharros rotos de cerámica que alteraran su fondo. Ni cadáveres flotando como siniestras almadías donde las aves se posaran para graznar.

El ocaso del séptimo día de Aurim. Drakasha se había ido una semana antes. A una distancia de mil millas, pensó Jaffrim, acababa de ponerse en marcha un desatino.

Ydrena tocó el silbato. Se apoyaba en el casco del bote abandonado, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de Rodanov, intentando dar testimonio con su presencia de que su capitán no estaba solo y que su tripulación sabía de aquel encuentro.

Jacquelaine Colvard llegaba en aquel preciso momento.

Dejó a su primer oficial con Ydrena, se quitó las botas y comenzó a caminar por el agua sin remangarse las calzas. La vieja e indómita Colvard, que ya asaltaba buques en aquellas aguas cuando él sólo era un chico que siempre tenía la nariz metida en rollos de pergamino polvoriento y que sólo conocía los buques por los dibujos que veía en ellos.

—Jaffrim —dijo ella—, gracias por tu amabilidad.

—Sólo hay una cosa de la que quisieras hablarme sin más preámbulos —dijo Rodanov.

—Sí. Y creo que ya sabes cuál es.

—Cometimos un error al darle nuestra palabra a Drakasha.

—¿Tú crees?

Rodanov metió los pulgares en el cinturón de la espada y miró el mar que comenzaba a oscurecerse y que arrastraba hacia sí las pálidas ondas que mojaban sus pies.

—Fui generoso cuando hubiera debido ser cínico.

—¿Crees que eres el único con el poder de arreglar las cosas?

—Hubiera podido negarme a darle mi palabra.

—Entonces hubiera sido cuatro contra uno, siendo tú ese «uno» —dijo Colvard—, y Drakasha hubiera partido al norte mirando todo el rato por encima de su hombro.

Rodanov notó una sensación de frío en las tripas.

—Estos últimos días me he enterado de unas cuantas cosas muy curiosas —prosiguió ella—. Tu tripulación ha estado muy poco tiempo en la ciudad. Habéis estado abasteciéndoos de agua. Y yo te he visto en el alcázar mientras verificabas los instrumentos. Comprobando los bastones-sextante.

Aquella sensación fue en aumento. Allí, solos los dos, ¿se enfrentaría con él o se pondría a su lado? ¿Sería lo suficientemente necia como para ponerse a su merced?

—Entonces ya lo sabes —dijo Rodanov finalmente.

—En efecto.

—¿Intentas que lo deje?

—Intento que se haga lo correcto.

—Ah.

—Tienes a alguien en el Orquídea Emponzoñada, ¿no es cierto?

Aunque acababan de pillarle, Rodanov no tuvo ganas de disimular.

—Si me dices cómo te has enterado —dijo—, no te insultaré negándolo.

—Era una suposición sin malicia. A fin de cuentas, en cierta ocasión intentaste meter a uno de los tuyos en mi buque.

—Ah —dijo él, sorbiendo aire entre las hendiduras de los dientes—. Así que, a fin de cuentas, Riela no murió en un bote que se accidentó.

—Sí y no —dijo Colvard—. Al menos, sí sucedió en un bote.

—¿Tú me…?

—¿Culparte? No. Eres un hombre precavido, Jaffrim, lo mismo que yo. Y justamente ambos estamos ahora en este lugar por ser tan precavidos.

—¿Quieres venir conmigo?

—No —respondió Colvard—. Pero mis razones son de carácter práctico. La primera es que el Soberano está listo para zarpar, mientras que el Dragoneril no lo está. La segunda, que, si ambos zarpáramos al mismo tiempo, eso… levantaría ciertas suspicacias cuando Drakasha no volviera.

—La gente sospechará de un modo u otro. Y luego se sabrá lo que ha pasado. Mi tripulación no se morderá la lengua para siempre.

—Pero puede suceder algo que nos obligue a ambos a zarpar a mar abierto —dijo Colvard—. Si los dos salimos juntos en guerrilla, la única especulación posible será que ambos estamos conchavados.

—Dime, ¿no será una coincidencia que, conociendo tú mis preparativos, el Dragoneril aún no esté listo para salir a la mar?

—Bueno…

—Ahórrame tus explicaciones, Jacquelaine. Ya estaba decidido a hacerlo antes de esta entrevista. Así que no vayas a suponer que por causa de alguna argucia tuya acabas de convencerme para que te haga el trabajo.

—Haya paz, Jaffrim. Si esta flecha alcanza el blanco, poco importará quién haya manejado la cuerda —se soltó la cabellera gris, que cayó sobre sus hombros y ondeó bajo la húmeda brisa—. ¿Qué intenciones tienes?

—Creo que son obvias. Encontrarla. Antes de que haya hecho el suficiente destrozo para darle a Stragos lo que busca.

—Y ¿qué harás para que se detenga? ¿Mensajes corteses de borda a borda?

—Un aviso. La posibilidad de que todo se detenga.

—¿Un ultimátum a Drakasha? —su ceño fruncido hizo que todas las arrugas de su rostro se dispusieran casi en vertical—. Jaffrim, la conoces lo suficiente para saber cómo reacciona ante las amenazas: como un tiburón cogido en una red. Si intentas acercarte a una criatura en esas condiciones, perderás una mano.

—Entonces habrá que luchar. Creo que ambos sabemos que se llegará a eso.

—¿Y cuál será el resultado de esa lucha?

—Mi buque es el más poderoso, y tengo más de ochenta almas de las que preocuparme. Aunque no sea justo, las matemáticas mandan.

—Así que el resultado es la muerte de Zamira.

—Eso es lo más probable que suceda.

—Suponiendo que tengas con ella la cortesía de matarla en combate.

—¿Tener con ella?

—Debes comprender —dijo Colvard— que, aunque su modo de hacer las cosas represente un peligro, su lógica es impecable en cierto aspecto.

—¿Cuál?

—Matarla a ella, junto con Ravelle y Valora sólo será como vendar una herida que ha comenzado a enconarse. El pus se meterá hacia dentro. Necesitamos sajar la ambición de Maxilan Stragos, no contenerla temporalmente.

—Estoy de acuerdo. Pero he comenzado a perder el gusto por las sutilezas a la misma velocidad con que mis recursos comienzan a menguar. A Drakasha le hablaré sin tapujos. Por eso te ruego que seas directa conmigo.

—Stragos no necesita una victoria para satisfacer su vanidad, sino para levantar a la gente de su ciudad. Pero si esa victoria merodea por las aguas que rodean Tal Verrar, si esa victoria es muy sonada, ¿para qué acercarse hasta aquí para molestarnos?

—O sea, que debemos preparar nosotros el sacrificio —susurró Rodanov—. Debemos subir a Zamira al altar de los sacrificios.

—Pero sólo después de que Zamira haya causado ciertos daños. Sólo después de que haya suscitado el suficiente pánico en la ciudad. Si la notoria pirata, la infame canalla Zamira Drakasha, con la recompensa de veinticinco mil solari que pende sobre su cabeza, se paseara encadenada por Tal Verrar… y fuese llevada a la justicia rápidamente después de haber desafiado una vez más a la ciudad con el mayor de los desatinos…

—Stragos saldría victorioso. Tal Verrar se uniría para admirarle —Rodanov suspiró—. Zamira colgando encima de la Sima de la Colina, metida en una jaula.

—Satisfacción en todos los barrios —dijo Colvard.

—Pero quizá no pueda capturarla con vida.

—El Arconte apreciará que se la entregues como sea. Cadáver o no, muerta o viva, tendrá el trofeo que busca, y los verraríes ocuparán las calles para verla. Supongo que lo mejor será entregarle también los restos del Orquídea Emponzoñada.

—Yo haré el trabajo sucio y él se pondrá los laureles del vencedor.

—Y las Islas del Viento Fantasma se salvarán.

Rodanov miró a lo lejos, por encima de las aguas de la bahía, antes de decir:

—Supongo. Pero no disponemos de ninguna opción mejor.

—¿Cuándo partirás?

—Mañana, pronto, con la marea.

—No te envidio la molestia de atravesar la Puerta del Comerciante con el Soberano

—Ni yo, porque tomaré el Paso de las Voces.

—¿Aunque sea de día, Jaffrim?

—El tiempo pasa. Me niego a seguir malgastándolo —volvió a la playa para recoger sus botas e irse—. Pero no servirá de nada si tú no llegas a tiempo de echarme una mano.

2

Sintiendo en los ojos el cálido aguijonazo de las lágrimas que habían brotado súbitamente de ellos, Locke apartó el dedo del gatillo de la ballesta y lentamente apuntó con ella hacia arriba.

—¿Vas a decirme, al menos, por qué? —preguntó.

—Más tarde lo sabrás —Jean no bajó su arma—. Ahora entrégame tu ballesta. Despacio. ¡Despacio!

A Locke le temblaba el brazo; sus movimientos eran espasmódicos por lo nervioso que estaba. Se concentró en controlar sus emociones y le pasó la ballesta a Jean.

—Bien —dijo Jean—. Y ahora levanta las manos. Eh, vosotros dos, ¿habréis traído alguna cuerda, no?

—Sí.

—Atadlo con ella mientras le apunto. Atadle manos y pies, y aseguraos de que no vaya a soltarse.

Uno de los emboscados apuntó su ballesta hacia arriba mientras buscaba una cuerda en uno de sus bolsillos. El otro bajó la suya y sacó un cuchillo. Apenas había dejado de mirar a Locke para ver lo que hacía su socio cuando Jean efectuó el primer movimiento.

Con su propia ballesta y la de Locke en ambas manos, se giró lentamente hasta apuntarlas a las respectivas cabezas de sus enemigos.

Aunque Locke escuchó el tañido doble de los resortes, aún necesitó varios segundos para comprender lo que estaba sucediendo, los mismos que tardó la imagen que contemplaba en llegar hasta su nuca. Y se quedó temblando, la barbilla caída, mientras los dos desconocidos escupían sangre, se desplomaban hacia un lado y morían. Uno de ellos llegó a mover con el dedo el gatillo de su ballesta, posiblemente de manera refleja. Con un tañido final que obligó a Locke a dar un salto, el dardo salió zumbando en medio de la oscuridad.

—Jean, tú…

—¿Tan difícil te resultaba el entregarme la jodida arma?

—Pero… dijiste…

—Dije… —Jean dejó caer las dos ballestas de callejón, agarró a Locke por las solapas y le zarandeó—. ¿A qué te refieres con eso de que «Yo dije», Locke? ¿Por qué estabas tan obsesionado por lo que decía?

—No ibas a…

—Por los dioses, estás temblando. ¿Creíste lo que decía? ¿Cómo es posible que lo creyeras? —Jean le soltó y se le quedó mirando, espeluznado—. ¡Yo pensé que me seguías el juego!

—Jean, ¡no me hiciste la señal con la mano! ¿Qué diablos querías que pensara?

—¿Que no te hice la señal con la mano? ¡Hice la señal que significa «mentira» tan clara como ese maldito buque que está ardiendo! ¡Cuando levanté la palma de la mano mientras hablaba con estos idiotas!

—No la hiciste…

—¡Claro que la hice! ¡Como si pudiera olvidarme! ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo pudiste suponer… de dónde pude sacar tiempo para hacer un trato con quien fuera? ¡Si llevamos juntos en el maldito buque dos meses!

—Jean, sin esa señal…

—¡La hice, sesos de mosquito! ¡La hice cuando di a entender que te traicionaba de un modo asqueroso, cuando dije: «En realidad, ¡yo sí se quién los envía!. ¿No te acuerdas?»

—Sí…

—¡Entonces hice la señal! La señal que decía: «Oh, fíjate, eso de que Jean Tannen esté traicionando al mejor amigo que tiene en este puto mundo para entregárselo a una pareja de degolladores verraríes es un cuento». ¿Acaso tenemos que practicar con esa señal un poco más? ¿Realmente consideras que puede ser necesario?

No vi la señal, Jean. Lo digo sinceramente ante todos los dioses.

—Pues te despistaste.

—¿Despistarme? Pues, si tú lo dices, entonces será verdad. Estaba oscuro, había ballestas por todas partes. Hubiera debido darme cuenta. Hubiera debido darme cuenta de que no hacía falta la señal. Lo siento.

Suspiró y bajó la mirada hacia los dos cadáveres y hacia los dos dardos empenachados que salían grotescamente de sus cabezas inertes.

—Creo que no nos hubiera venido mal interrogar a uno de estos bastardos, ¿no crees?

—Pues sí —dijo Jean.

—A pesar de todo, los disparos fueron cojonudos.

—Pues sí.

—¿Jean?

—¿Mm?

—Creo que deberíamos salir pitando ahora mismo.

—Oh, claro, vayámonos.

3

—¡Ah del buque! —exclamó Locke cuando el bote chocó ligeramente contra uno de los costados del Orquídea Emponzoñada. Luego soltó los remos con una sensación de alivio; Caldris se hubiera sentido muy contento por lo deprisa que habían salido de Tal Verrar, atravesando una flotilla compuesta por una representación de sacerdotes y de borrachos, dejando atrás el galeón en llamas y los cascos renegridos de los anteriores buques sacrificados, todo ello entre una neblina gris que era casi irrespirable.

—¡Dioses! —dijo Delmastro mientras les ayudaba a entrar en el puerto de embarque—, ¿qué os ha pasado? ¿Estáis heridos?

—Sólo en el amor propio —dijo Jean—, porque toda esta sangre que ves la hemos tomado prestada para la ocasión.

Locke echó un vistazo a sus elegantes ropajes, manchados con la sangre de sus atacantes. Tanto él como Jean tenían toda la pinta de unos carniceros aficionados que estuvieran borrachos.

—¿Conseguisteis lo que necesitabais? —preguntó Delmastro.

—¿Lo que necesitábamos? Sí. Pero no lo que hubiéramos podido saber de esos malditos atacantes que, ni por un momento, nos dejan tranquilos en esta ciudad.

—¿Y quién los envía?

—No tenemos ni idea —respondió Locke—. ¿Cómo sabían esos bastardos que estábamos aquí y quiénes éramos? ¡Ya han pasado dos meses! ¿Acaso hemos sido indiscretos en algún sitio?

—En la Aguja del Pecado —dijo Jean, un poco avergonzado.

—Entonces, ¿por qué nos aguardaban en los muelles? Eso demuestra una considerable eficiencia.

—¿Os han seguido hasta el buque? —preguntó Delmastro.

—Creemos que no —dijo Jean—, pero no hemos sido tan tontos como para quedarnos a esperarlos.

Delmastro asintió, sacó su silbato y emitió con él las tres notas que ya les eran sobradamente conocidas:

—¡Al combés! ¡Las barras del cabrestante! ¡Dispuestos a aguantar el peso del ancla! ¡Cuadrilla del contramaestre, listos para izar el bote! —y luego, cuando el buque fue un torbellino de gente que iba y venía, dijo, dirigiéndose a Locke y a Jean—: Parecéis preocupados.

—¿Y por qué no íbamos a estarlo? —Locke se masajeó el estómago, aún sintiendo un dolor difuso en el lugar donde le había golpeado el gorila de la Aguja del Pecado—. Aunque hayamos escapado, alguien debe de estar preparando una buena para cuando regresemos.

—¿Sabes lo que me gusta hacer cuando estoy deprimida? —dijo Ezri con mucha dulzura—. Saquear buques —estiró un dedo y, luego de moverlo hacia cubierta y de dejar a un lado a la atareada tripulación, apuntó con él hacia otro buque que estaba a la vista y que, sólo iluminado por las luces de popa, se recortaba contra la oscuridad del horizonte meridional—. ¡Oh, mira, ahí hay uno!

Instantes después llamaban a la puerta de la cabina de Drakasha.

—No podrían seguir de pie si toda esa sangre fuese suya —dijo mientras les invitaba a pasar—. ¿Sería demasiado suponer que es de Stragos?

—Me temo que sí —dijo Locke.

—Qué pena. Bueno, al menos han vuelto los dos. Es reconfortante.

Paolo y Cosetta estaban echados en una cama pequeña, hechos un ovillo y roncando como unos angelitos. Drakasha dio a entender que no necesitaban hablar en voz baja. Locke sonrió al recordar que también él, cuando era pequeño, había aprendido a dormir a pesar de ciertas pequeñas cosas desagradables que rondaban cerca.

—¿Han logrado algo interesante? —preguntó Drakasha.

—Sólo un poco más de tiempo —dijo Locke—. Y poder salir de la ciudad, lo cual era un tanto comprometido.

—Capitana —dijo Delmastro—, nos estábamos preguntando si no podríamos dejar para un poquito más tarde la segunda fase del plan.

—¿Quieren charlar un poco y hacer algo de vida social?

—Dos millas al sur, por el este, hay un pretendiente bastante atractivo al que creo que le gustaría bailar. Lejos de la ciudad, fuera de los arrecifes…

—Y en estos momentos la ciudad está un poquito absorta en la Festa —añadió Locke.

—Sólo será una visita rápida, como las que nos gusta hacer —dijo Ezri—. Despertarlos, hacer que se meen en los calzones, quitarles la caja y lo que podamos llevar, arrojar las cosas por la borda, cortar algunas cadenas y fastidiarles el velamen…

—Supongo que tendremos que comenzar por algún sitio —comentó Drakasha—. Del, manda a Utgar abajo para que coja algunas sedas y cojines. Quiero que improvisen una cama para mis hijos en el armario de las cuerdas. Si tengo que despertarlos para que se metan dentro, que al menos se encuentren a gusto.

—Hecho —dijo Delmastro.

—¿Qué viento tenemos?

—Del noreste.

—Pongámonos al sur para recibirlo por la amura de babor. Que arricen las gavias, despacio pero seguro. Dile a Oscarl que baje los botes por detrás de nuestro casco, para que nuestro amigo no pueda verlos en el agua.

—Sí, capitana —Delmastro se quitó el capote, lo dejó encima de la mesa de Drakasha y salió de la cabina. Pocos segundos después Locke escuchaba voces en el puente. Oscarl decía a gritos que sólo les había dicho que bajaran el bote, y Delmastro le respondía algo que tenía que ver con haraganes atontados y manos de masa.

—Tienen una pinta espantosa —dijo Zamira—; creo que voy a tener un nuevo baúl para separar las ropas elegantes que estén nuevas de las que ustedes dos llenan de sangre. La próxima vez se las daré de color marrón y rojo.

—Vaya, capitana —dijo Locke, mirando las mangas de su casaca que estaban manchadas de sangre—, acaba de darme una idea. Realmente, una idea que me parece muy divertida

4

Exactamente después de las dos de la madrugada, cuando finalmente Tal Verrar acababa de caer en la somnolencia propia de los borrachos y los fuegos de la Festa se habían extinguido, el Orquídea Emponzoñada, aún disfrazado como el Quimera, se acercó sigilosamente al Arenque Feliz. Se acercó al pequeño y baqueteado queche a una distancia de doscientos metros sin enviarle ningún saludo y con el mínimo número de luces de posición. Aquel proceder no era en absoluto inusual en aguas que no habían contemplado ningún acto de piratería en los últimos siete años.

En la oscuridad reinante era imposible distinguir que no había ningún bote en el puente del Orquídea.

Aquellos botes salieron lentamente del costado de babor del Orquídea, que no podía verse desde el queche, y a una señal silenciosa sus remeros entraron súbitamente en acción. Lo apresurado de su paso hizo que las oscuras aguas se volvieran blancas. Tres tenues líneas de espuma que nacían en el Orquídea murieron en el Arenque, de suerte que cuando el solitario vigía que montaba guardia en la popa del queche pudo ver algo, ya era demasiado tarde.

—¡Ravelle! —exclamó Jean, que había sido el primero en subir al queche—. ¡Ravelle! —aún vestido con las ropas elegantes manchadas de sangre, se había puesto un pañuelo rojo alrededor de la cabeza, y tomado un garrote forrado con hierro del armero del Orquídea. Los tripulantes del Orquídea se apelotonaban tras él… Jabril y Malakasthi, Streva y Rask. Llevaban mazas y picos, pues sus espadas aún seguían enfundadas en sus vainas.

Los tres botes llenos de piratas abordaron el queche por tres sitios diferentes; la escasa tripulación del buque fue empujada hacia el combés por unos lunáticos que agitaban sus mazas mientras pronunciaban a gritos un nombre que jamás habían oído, hasta que finalmente fueron vencidos y el jefe de quienes los atormentaban subió a bordo para gozarse de su victoria.

—¡Me llamo Ravelle!

Locke se paseaba por cubierta delante de los trece tripulantes y de un extraño pasajero vestido de azul, todos sentados. Al igual que Jean, Locke no se había quitado sus finos ropajes manchados de sangre, que había complementado con un pañuelo rojo ceñido a la cintura, otro que le cubría la cabellera y una selección de las joyas de Zamira para darle más empaque.

—¡Orrin Ravelle! ¡Y he venido a presentarle mis respetos a Tal Verrar!

—No nos mate, señor —imploró el capitán de la pequeña embarcación, un hombre muy delgado de unos treinta años con el bronceado de toda una vida en el mar—. No somos de Tal Verrar, si consulta nuestro cuaderno de bitácora lo comprobará…

—Están interrumpiendo unos experimentos hidrográficos muy importantes —dijo el hombre vestido de azul mientras intentaba levantarse. Un pelotón de gente del Orquídea que sonreía con mirada maligna le obligó a seguir echado—. ¡Esa información es vital para la seguridad de toda la gente del mar! ¡Está tirando piedras contra su propio tejado!

—Anciano, ¿qué puñetas es un experimento hidrográfico muy importante?

—Al examinar la composición del lecho marino…

—¿La composición del lecho marino? ¿Me la puedo comer? ¿O gastar? ¿Puedo llevármela a mi cabina y follármela de un lado para otro?

—¡No, no y ciertamente no!

—De acuerdo —dijo Locke—. Arrojad a este cabrón por la borda.

—¡Bastardos ignorantes! ¡Monos hipócritas! ¡Alejaos… alejaos de mí!

Locke se divirtió al comprobar que Jean se encargaba de sacar del puente al erudito vestido de azul; no sólo se trataba de darle un susto, sino de que no saliera herido, algo para lo que Jean valía mucho.

—Oh, se lo ruego, señor, no lo haga —dijo el capitán del Arenque—. Maese Donatti es inofensivo, señor, se lo ruego…

—Eh —dijo Locke—, ¿acaso todos los de esta bañera queréis haceros los tontos? ¿Por qué iba yo a mancharme las suelas de las botas viniendo a este sitio a menos que tuvierais algo interesante?

—¿Los, hum, experimentos hidrográficos?

—¡DINERO! —Locke le agarró de la camisa y le levantó del suelo—. ¡Quiero todo lo que pueda venderse, beberse y comerse en este bote salvavidas de gran tamaño, o, de lo contrario, veréis cómo se ahoga ese viejo bastardo! ¿Crees que servirá como experimento hidrográfico?

5

No fue poco el botín que obtuvieron de aquel pequeño buque; era evidente que Donatti había pagado bien para disponer de las comodidades de casa mientras durasen sus experimentos. Un bote cargado con licores, tabaco de calidad, almohadas de seda, libros, instrumentos de artífice, drogas alquímicas y sacas de monedas de plata fue enviado rápidamente al Orquídea, mientras los piratas de «Ravelle» terminaban de sabotear el queche.

—Las cuerdas del timón, sueltas, señor —dijo Jean después de media hora de que lo abordaran.

—Cordajes cortados, riostras cortadas —dijo Delmastro, que se divertía haciéndose pasar por una simple bucanera. Se paseaba por la barandilla de babor con un hacha, cortando todo lo que le venía en gana—. ¡No sé-qué-diablos cortado, señor!

—Señor, por favor —imploraba el capitán—, nos llevará un siglo arreglar todo eso, ya se han llevado todo lo que era de valor…

—No quiero que mueran en este lugar —dijo Locke, bostezando como si las súplicas del capitán le aburrieran—. Sólo quiero tener unas pocas horas de tranquilidad antes de que las noticias lleguen a Tal Verrar.

—Oh, señor, haremos lo que nos diga. Lo que quiera; no contaremos a nadie…

—Por favor —dijo Locke—, compórtese con dignidad, señor Arenque. Quiero que lo cuente. En todos los sitios. Empléelo para conseguir los favores de las putas. Quizá para conseguir unos cuantos tragos gratis en las tabernas. Y, lo más importante, repita mi nombre: Orrin Ravelle.

—O-orrin Ravelle, señor.

—Capitán Orrin Ravelle —dijo Locke, sacando un puñal y poniéndoselo al capitán en la garganta—. Del excelente navío ¡Tal Verrar está jodida! ¡Quédese en casa y deje que todo el mundo sepa que estoy rondando cerca de Tal Verrar!

—Así, uh, lo haré, señor.

—Bien —Locke dejó caer en la cubierta a aquel hombre y guardó el puñal—. Entonces hemos quedado en paz. Ahora vuelve a estar al mando de su pequeño barquito.

Locke y Jean se encontraron brevemente en la popa antes de abordar el último bote que regresaba al Orquídea.

—Por los dioses —dijo Jean—, seguro que le va a encantar al Arconte.

—Bueno, al menos no le mentimos. Le prometimos ataques piráticos en todos los puntos de la rosa de los vientos. Lo que no le dijimos fue que Zamira sería la estrella de todos ellos —Locke lanzó un beso a la ciudad, que se extendía por la parte norte del horizonte—. Feliz Festa, Protector.

6

—No creo que en los años que me quedan —decía Locke— vuelva a quedarme colgado en el vacío mientras pinto el maldito trasero de un buque.

A las tres de la tarde del día siguiente, Locke y Jean colgaban de unas sogas atadas a la barandilla de popa del Orquídea Emponzoñada. Después de que la noche anterior hubieran quitado para siempre la capa de pintura que lo había convertido en el Quimera, ambos estaban bautizando el buque con un nuevo nombre, Delicia. Sus manos y camisas estaban manchadas con gruesas pellas de color plateado.

Ya habían acabado de pintar Deli cuando Paolo y Cosetta comenzaron a hacerles cucamonas desde los ventanales de popa de la cabina de Zamira.

—Yo creo que esto de la piratería es como emborracharse —dijo Jean—. Si lo haces durante toda la noche, lo acusarás al día siguiente.

El Orquídea había virado al norte durante la mañana, de suerte que ya se encontraba a unas cuarenta o cincuenta millas de la ciudad, lo cual les daba a todos cierta sensación de alivio; después de su encuentro con el Arenque, Drakasha había abandonado la zona para dedicar la tarde a despojar a su vieja amiga de madera de su antiguo disfraz y a vestirla con el nuevo. O, más apropiadamente, a confiar aquella tarea a los cuidados de Locke y de Jean.

Cuando finalmente el Deli se convirtió en Delicia, ya eran las cuatro. Sedientos y cocidos por el sol, fueron izados hasta el alcázar por Delmastro, Drakasha y Nasreen. Después de echarse al coleto las jarras de agua rosada que les ofrecieron, Drakasha les indicó que la siguieran a su cabina.

—Buen trabajo el de anoche —dijo—. Bien realizado y en completo orden. No dudo de que el Arconte se sentirá bastante humillado.

—Daría cualquier cosa por poder convertirme en una mosca y así posarme en las paredes de las tabernas durante los próximos días.

—Y también me sirvió para tener una idea de cuál debe ser la estrategia que debemos adoptar.

—¿La cual es…?

—Ustedes me dijeron que el capitán y la tripulación del queche no eran verraríes… eso hará que su historia pierda algo del impacto que buscábamos. Habrá preguntas sobre su fiabilidad. Rumores y cotilleos acerca de su credibilidad.

—Sí…

—Así que lo que hemos hecho no será de gran ayuda —dijo Zamira—. Dará lugar a comentarios, especulaciones y la situación de Stragos se agravará, pero no causará pánico, ni tampoco los verraríes se manifestarán en las calles pidiendo su ayuda. En cierto modo, nuestro primer amago pirático para ayudar a Stragos ha sido una chapuza.

—Eso que dice ofende nuestro orgullo profesional —dijo Jean.

—¡Y el mío! Pero piensen en que… quizá nos convendría llevar a cabo unas cuantas chapuzas más del mismo tipo.

—Me da la impresión de que nos lo va a explicar con mucho detalle —dijo Locke.

—Del me ha dicho esta misma tarde que ustedes dos creen que la solución de su problema radica en el alquimista de cabecera de Stragos y que quizá puedan conseguir su ayuda a cambio de una oferta hecha en privado.

—Es cierto —dijo Locke—, era una de las partes de nuestra visita durante la pasada noche a la Mon Magisteria que no salió nada bien.

—Entonces lo que tenemos que hacer —dijo Drakasha— es darles otra oportunidad para que se entrevisten con ese alquimista. Una razón más para visitar la Mon Magisteria cuanto antes. Como buenos criados aplicados que están ansiosos de conocer lo que su amo opina respecto a los progresos que hacen en su misión.

—Ahhh —dijo Locke—. Y si él nos espera para gritarnos, al menos podremos decir algo.

—Exactamente. O sea, necesitamos algo que dé colorido a la cosa. Algo impactante, algo que suponga una prueba innegable de lo que nos estamos esforzando por Stragos. Pero… que no amenace directamente Tal Verrar. Para que Stragos no piense que es un adelanto de lo que quiere.

—Hmmm —dijo Jean—. Impactante, colorista, que no suponga una amenaza. No estoy muy seguro de que todos esos conceptos cuadren con lo que se supone que es la vida de los piratas.

—Kosta —dijo Drakasha—, me está mirando de una manera muy rara. ¿Se le ha ocurrido alguna idea o es que le ha cogido el sol demasiado?

—Impactante, colorista y que no amenace directamente a Tal Verrar —susurró Locke—. ¡Por los dioses! Capitana Drakasha, ¿me haría el honor de una humilde sugerencia…?

7

El monte Azar estaba tranquilo aquella mañana, la del vigésimo quinto día de Aurim, y el cielo que cubría Salón Corbeau era tan azul como las aguas de un río profundo, en absoluto teñidas por el humo gris del volcán. Era uno de tantos inviernos suaves que suelen darse en la costa norte del Mar de Bronce, cuyo clima es más seguro que un mecanismo verrarí.

—Ya llega el oleaje —dijo Zoran, que era el jefe de muelles de la Guardia durante el turno de la mañana.

—Pues yo no veo más olas que las que hay —Giatti, su contrapartida más joven, escrutaba el mar al otro lado del puerto.

—No me refiero a las olas, idiota, sino al oleaje[3] de la gente bien. La gente que tiene tierras y que está forrada —Zoran se ajustó el tabardo de color gris-oliva y se pasó la mano por él para limpiárselo, deseando no tener que llevar puesto el maldito sombrero de fieltro prescrito por la noble Saljesca. Aunque le hacía parecer más alto, el calor que generaba hacía que el sudor le cayera en los ojos.

Más allá de las paredes naturales de roca que formaban el puerto de Salón Corbeau, un majestuoso bergantín de dos palos y un casco de madera de álamo negro, acababa de juntarse con dos falúas de Lashain recientemente ancladas en mar abierto. El recién llegado acababa de lanzar un bote al agua. Era uno de los cuatro o cinco mejores que había visto, y se desplazaba con ayuda de una docena de remeros vigorosos.

Cuando aquel bote largo y estrecho se colocó en paralelo al muelle, Giatti se agachó y comenzó a desenrollar la soga atada a uno de los pilotes. Al quedar amarrado por la proa, Zoran se acercó a su lado, se inclinó y tendió una mano a la pasajera para que pudiera levantarse de su asiento.

—Bienvenida a Salón Corbeau —dijo—. ¿Cuál es su título, y cómo desea que la anunciemos?

Aquella mujer joven, bastante bajita y curiosamente musculosa para alguien de su estatura, sonrió de un modo agradable y aceptó la mano de Zoran. Vestía una casaca verde-bosque encima de una camisa del mismo color con volantes; aquel color iba muy bien con sus rizos castaños. Llevaba encima menos joyas y maquillaje de lo que era usual. ¿Alguien de la familia del dueño del buque, aunque no tan rica como él?

—Discúlpeme, señora, pero necesito saber a quién debo anunciar —ella dio un paso hacia la seguridad que le brindaba el embarcadero y él intentó soltar su mano, pero para sorpresa suya ella no soltó la de él, sino que, con un movimiento lleno de gracia, apoyó un puñal de negro acero en su entrepierna. El guardia tragó saliva.

—A una partida de noventa y ocho piratas, todos fuertemente armados —dijo la mujer—. Grite o intente luchar y de repente se habrá convertido en eunuco.

8

—Esté tranquilo —dijo Delmastro, mientras Locke ayudaba a Jean, Streva, Jabril y a Konar el Grande a subir hasta el embarcadero—. No somos enemigos. Sólo una familia con dinero que viene a visitar su encantador pueblecito. O ciudad. O lo que sea —mantuvo su puñal entre ella y el viejo guardia portuario para que nadie pudiera verlo a menos que se encontrara a escasos metros. Konar se hizo con el guardia más joven y le echó un brazo por el hombro, como si ambos fueran viejos conocidos, mientras le decía algo al oído que tuvo el efecto de dejarle tan pálido como un muerto.

Lenta y cuidadosamente, los tripulantes del Orquídea progresaron por el embarcadero. Y ningún ruido salió del grupo que formaban, a pesar de que sus finos ropajes ocultaran un arsenal de armas que debían de tintinear bajo las capas y las camisas. De otro modo, los sables y las hachas de los remeros no hubieran pasado desapercibidos a los guardias.

—Pues ya estamos aquí —dijo Locke.

—A primera vista, parece un sitio bonito —comentó Jean.

—A primera vista todo lo es. Sólo nos queda esperar a la capitana para que comience el espectáculo.

9

—Disculpe, señor; disculpe.

Zamira Drakasha, que iba sola en el bote más pequeño del Orquídea, levantó la vista hacia el guardia de aspecto cansado que la miraba desde la ornamentada borda del yate que se encontraba más cerca de su buque. Aquel yate, de unos quince metros de eslora, tenía un solo mástil y bancos para cuatro remeros a cada lado. Los bancos se encontraban hacia arriba, como las alas de un ave a la que acabaran de montar, dejándola saciada. Detrás del mástil, a la manera de una tienda, podía verse un pabellón de paredes de seda que ondeaban débilmente al viento. Aquella tienda se encontraba entre el guardia y la tierra firme.

El guardia la miró y bizqueó. Zamira llevaba unas ropas de color amarillo muy tupidas que velaban su silueta. Se había dejado el sombrero en la cabina, así como las pulseras que cubrían sus muñecas y las tiras con las que se adornaba los cabellos.

—¿Qué quieres?

—Mi señora me ha encargado que haga unas cuantas cosas en su buque mientras ella va a tierra para divertirse —dijo Zamira—. Me preguntaba si podría ayudarme a mover unas cuantas cosas que pesan mucho.

—¿Quieres que suba a ese barco y que me comporte como si fuera una bestia de carga?

—Sería muy amable por su parte.

—Ah, ¿y qué estás dispuesta a darme a cambio?

—A cambio de su bondad, yo le daría a los dioses las gracias más sentidas —dijo Zamira—, a menos que quiera que le prepare un poco de té.

—¿Tienes una cabina para ti sola?

—Sí, mi señora es muy amable…

—A cambio de estar a solas una pizca de tiempo contigo y con esa boca tuya, tendré el gusto de mover todo lo que tú quieras.

—Oh… ¡que improcedente! Mi señora…

—¿Y quién es tu señora?

—La futura señora Ezriane de la Mastron, de Nicora…

—¿Nicora? ¡Ja! Menuda mierda. Anda, lárgate —el guardia se dio la vuelta, guaseándose.

—Ah —dijo Zamira—. Como quiera. Sé lo que debo hacer cuando no me quiere nadie.

Se inclinó hacia delante y movió la tela alquitranada de color oscuro que estaba delante de sus pies, la cual ocultaba la ballesta más grande del arsenal del Orquídea Emponzoñada, cuyo emplumado dardo de acero era más largo que un antebrazo humano.

—Pero no me importa.

Es posible que el guardia se sintiera perplejo al ver dos segundos después la punta del dardo de ballesta que le salía por el esternón. Zamira se preguntó si antes de caer al suelo con la columna vertebral rota habría tenido tiempo de preguntarse dónde se encontraba el resto del dardo.

Zamira se pasó por la cabeza el vestido amarillo que llevaba y lo dejó tirado en la popa del bote. Debajo llevaba su cota de cristal antiguo, una camisa de poco abrigo y calzas, botas y un par de brazales de cuero muy estrechos. En su cinturón no había armas; buscó debajo de su asiento, sacó los sables y los deslizó en sus respectivas vainas. Remó para que el bote se pusiera al lado de uno de los costados del yate e hizo una señal con la mano a Nasreen, que seguía en la proa del Orquídea. Dos de sus tripulantes subieron por la barandilla de aquel lado y se arrojaron al agua.

Los nadadores estuvieron a su lado un minuto después. Zamira les ayudó a salir del agua y les indicó que manejaran los remos. Después tiró de los pernos para soltar las cadenas del ancla; no tenía ningún sentido que se entretuvieran en izarla. Con aquellos dos marineros a los remos y Zamira al timón, a los pocos minutos el yate se encontraba detrás del Orquídea Emponzoñada.

Los miembros de su tripulación, cubiertos con armaduras y bien pertrechados, incongruentes con las frágiles molduras del yate, comenzaron a subir sigilosamente a aquella embarcación. Zamira contó cuarenta y dos de ellos antes de comprender que ya no cabía ninguno más: se aplastaban contra su puente, se apelotonaban en la cabina y manejaban todos los remos. Lo haría de la siguiente manera: dos tercios de la tripulación llevarían el ataque principal en la costa y el otro tercio permanecería en el Orquídea para encargarse de las embarcaciones del puerto.

Hizo una señal a Utgar, que estaría al mando de la segunda parte del operativo. Él hizo una mueca y dejó el puerto de entrada para comenzar los preparativos.

Los remeros de Zamira rodearon el Orquídea y después de girar a babor dejaron atrás la popa y se dirigieron hacia la playa. Por detrás de ella podían ver las edificaciones y los jardines en terraza del rico valle, dispuestos ante ellos como la comida de un banquete.

—¿Quién quiere dar el toque final? —preguntó Zamira.

Uno de los hombres de su tripulación desplegó una bandera roja de seda y comenzó a asegurarla a la driza que colgaba del mástil del yate.

—Muy bien —Zamira se puso de rodillas en la proa y se ajustó el cinturón de las armas, como siempre solía hacer—. ¡Remad con ganas! ¡Llevadnos hasta esa playa!

Mientras el yate salía disparado por encima de las aguas de la bahía, por entonces en calma, Zamira observó que unas pequeñas siluetas situadas encima de los acantilados circundantes comenzaban a dar signos de alarma. Una o dos echaban a correr hacia la ciudad; calculó que llegarían cuando ella comenzara a sentir la arena de la playa bajo sus botas.

—¡Muy bien! —exclamó—. ¡Izad la bandera para que comience el espectáculo!

Cuando la bandera escarlata subió por la driza y ondeó al viento, todos los miembros del Orquídea que atestaban el yate lanzaron un aullido salvaje que llegó hasta el puerto, de suerte que quienes se encontraban en el embarcadero comenzaron a esgrimir sus armas: toda la gente que estaba en los acantilados huyó hacia la ciudad, y los sables de Zamira refulgieron bajo la luz del sol cuando ella los desenvainó, preparándose para la acción.

Era la mismísima definición de lo que viene a ser una hermosa mañana.

10

—¿Era absolutamente necesario saquear Salón Corbeau de una manera tan atroz? —preguntó Stragos.

Locke y Jean estaban sentados en el despacho del Arconte, rodeados por los débiles arrullos de las alas siempre en penumbra de sus mil insectos mecánicos. Aunque quizá pudiera tratarse de un engaño producido por la escasa luz de la habitación, a Locke le pareció que las arrugas del rostro de Stragos se habían hecho más profundas desde la última vez que ambos habían hablado.

—Fue muy divertido. ¿Tenía algún interés especial en ese sitio?

—No personalmente, Lamora… pero creía haberle dejado bien claro que deberían centrar sus actividades en atacar a los buques que estuvieran cerca de Tal Verrar.

—Se supone que Salón Corbeau se encuentra cerca de…

—Pero ¿es un buque, Lamora?

—Tenía bastantes buques en el puerto…

—Mis agentes ya me han dado un informe de los destrozos —dijo Stragos, mientras clavaba dos dedos en un pergamino—: Dos falúas hundidas. Cuarenta y seis yates, barcazas de recreo y pequeñas embarcaciones quemados o hundidos. Ciento dieciocho esclavos robados. Diecinueve miembros de la guardia personal de la condesa Saljesca muertos, dieciséis heridos. La enorme mayoría de las residencias y salones para invitados de Salón Corbeau quemados, los jardines prácticamente destruidos. Su estadio de imitación, destrozado. Otros daños y pérdidas que sobrepasan la cantidad de noventa y cinco mil solari en una primera aproximación. ¡Lo único que se dejaron por destruir fueron unas cuantas tiendas y la propia residencia de la condesa!

Locke hizo una mueca burlona. Lo último a lo que se refería Stragos no se debía al azar; después de que los invitados más importantes de Saljesca huyeran hasta su residencia, que era como una fortaleza, y se hicieran fuertes en su interior junto con los pocos soldados que le quedaban a ella, no tenía ningún sentido atacar la fortaleza; la gente del Orquídea se hubiera hecho matar al asaltar sus muros. Habiendo metido a sus oponentes en la bolsa que suponía la parte más alta del valle, la tripulación de Drakasha pudo correr a sus anchas durante más de hora y media, saqueando y quemando el valle a su gusto. Sólo cuatro marineros habían muerto durante el ataque.

Y en lo que se refería a las tiendas… Locke había pedido especialmente que se respetara a la zona que rodeaba el establecimiento familiar de los Baumondain.

—No tuvimos tiempo de arrasarlo todo —dijo—. Y ahora que Salón Corbeau se encuentra más o menos en ruinas, supongo que algunos de los artesanos que trabajaban en él querrán asentarse en Tal Verrar. Más a salvo que allí, con usted y todos sus militares a su alrededor, ¿no le parece?

—¿Cómo es posible que malgaste el tiempo en ejecutar una incursión tan poco relevante de una manera tan eficiente, en vez de cumplir sus objetivos auténticamente importantes?

—No estoy de acuerdo…

—Un ataque a cargo de Orrin Ravelle (por cierto, muchas gracias por el detalle) durante la noche de la Festa contra un queche de Iridan que había alquilado un chiflado excéntrico. Dos ataques más confirmados, ambos en las cercanías de Salón Corbeau, uno dirigido por Ravelle y otro por una tal «Capitana de la Mastron» a la que nadie conoce. ¿Acaso Drakasha tiene miedo de que sepan lo que hace?

—Queríamos que pensaran que había muchos piratas atacando…

—Lo que algunos deberían pensar es que mi paciencia se está acabando. No han robado cargamentos de importancia ni quemado ningún buque, ni siquiera asesinado a ninguna tripulación. Se contentan con el dinero y lo que pueden llevarse, humillan y asustan a sus prisioneros, apenas hacen algo más que destrozar un poco sus buques y luego desaparecen.

—No podemos llevar mucha carga en exceso, porque tenemos que abarcar una gran extensión de mar.

—Me parece que lo que deberían hacer es una gran extensión de muertos —dijo Stragos—. Ahora la ciudad está más entretenida que preocupada; y no sólo es que yo siga siendo el hazmerreír de la ciudad por culpa del asunto Ravelle, sino que no creo que esta explosión de… gamberrismo afecte en absoluto al comercio de Tal Verrar.

»Incluso el saqueo de Salón Corbeau no ha creado ninguna ansiedad. Sus ataques recientes obligan a pensar que no se atreve a acercarse a la ciudad; que estas aguas siguen a salvo —Stragos le fulminó con la mirada antes de proseguir—. Aunque aún siga comprándole cosas a mi vendedor acostumbrado, es posible que deje de hacerlo si no tienen la calidad que busco en ellas.

—La diferencia entre usted y yo —dijo Locke— estriba en que, si yo estuviera probándome una casaca de encargo, no envenenaría al sastre hasta que no me hubiera dejado bien las mangas…

—Mi vida y mi fortuna están comprometidas —dijo Stragos, levantándose de la silla— al igual que las suyas, que dependen de su éxito. Quiero carniceros, no payasos. Capture buques cerca de mi ciudad, para que todos puedan verlo. Pase por la espada a sus tripulaciones. Llévese sus cargamentos o incéndielos… ya es hora de ser serio. Sólo de esa manera esta ciudad se estremecerá hasta sus cimientos.

»No vuelva —dijo, poniendo énfasis en cada palabra— hasta que estas aguas se hayan manchado de sangre. Hasta que usted se haya convertido en un azote.

—Que así sea —dijo Locke—. Otro sorbo de su antídoto…

—No.

—Si quiere que trabajemos con completa confianza…

—Seguirán comportándose como huevos encurtidos metidos dentro de un tarro —dijo Stragos—. Se tomaron la última dosis hace menos de dos semanas. No estarán en peligro hasta dentro de otras seis.

—Un momento, Arconte —Jean le interrumpió cuando vio que estaba a punto de levantarse—. Sólo una cosa más. Cuando regresamos a la ciudad la noche en que se celebraba la Festa, volvieron a atacarnos.

—¿Los mismos que antes? —Stragos entornó la mirada.

—Si se refiere a que seguimos con el mismo misterio que teníamos antes, la respuesta es sí —dijo Jean—. Alguien nos acechaba en los muelles después de ir a visitar a Requin. Si recibió un soplo de nuestra presencia en la ciudad, entonces tuvo que moverse muy deprisa.

—Y el único lugar al que fuimos —dijo Locke— antes de visitar los Peldaños Dorados fue éste.

—Mi gente no tiene nada que ver con eso —dijo Stragos—. Además, ésta es la primera vez que me entero del asunto.

—Dejamos cuatro muertos a nuestras espaldas —apuntó Jean.

—No tiene importancia. Cuando se acabó la Festa, la Policía encontró unos treinta cadáveres, dispersos por toda la ciudad; siempre habrá algún motivo y algún robo que puedan justificarlos —Stragos suspiró—. Es evidente que yo no tengo nada que ver en el asunto y por eso no seguiré hablando del tema. Presumo que se irán derechos a su buque en cuanto salgan de aquí.

—A toda velocidad —dijo Locke— y apartándonos de las islas todo lo que podamos.

—Todo esto debe ser a causa de alguna maldad que ustedes cometieron hace algún tiempo, que ahora viene a pasarles factura —dijo Stragos—. Ya pueden irse. Nada de antídoto y nada de consejos. La próxima vez sólo podrán alargar sus vidas si consiguen que los mercaderes asustados lleguen corriendo a mi puerta para pedir auxilio porque la muerte les aceche al otro lado de estos puertos. Váyanse y hagan su trabajo.

Se levantó y se fue sin decir nada más. Momentos después, un pelotón de Ojos entró por la puerta y los miraron expectantes.

—Vaya, maldición —dijo Jean entre dientes.

11

—Cogeremos al bastardo —decía Ezri aquella misma noche mientras yacía con Jean en su cabina. El Orquídea Emponzoñada, que para entonces había pasado a llamarse el Mercurial, atravesaba una zona de mar picada a veinte millas al sudoeste de Tal Verrar, lo que les obligaba a agarrarse el uno al otro entre los sucesivos vaivenes de la hamaca.

—No será fácil —dijo Jean—. No volveremos a verlo hasta que no hagamos algo que se acomode a sus planes… y entonces es posible que ya no nos necesite. Quizá recibamos un puñal en la espalda en lugar del antídoto. A menos que… si las cosas llegan hasta ese extremo, sea él quien reciba el puñal…

—No quiero oír nada más de ese asunto —dijo ella—. Cambiemos de tema.

—Es algo a lo que debemos enfrentarnos, cariño…

—No lo creo —dijo ella—. En absoluto. Siempre hay una manera diferente de emprender un ataque o una fuga. Y siempre podemos dar con ella —rodó por encima de él y le besó—. No te dije que abandonaras, Jean Tannen, sino que me gustaba hacer las cosas a mi manera.

—Por los dioses —murmuró Jean—. ¿Cómo he podido vivir todo este tiempo sin ti?

—De una manera triste, pobre y miserable —dijo ella—. Hago que todo sea mucho mejor. Por eso me trajeron los dioses hasta aquí. Ahora deja de lamentarte y dime algo agradable.

—¿Algo agradable?

—Sí, mermado, he oído que los amantes suelen decirse cosas agradables cuando están solos…

—Bueno, pero es que contigo uno se expone a la pena de muerte, ¿o no?

—Es posible. Por cierto, pásame el sable…

—Ezri —Jean se había puesto muy serio—. Oye… cuando todo esto haya terminado, lo de Stragos y lo demás, Leocanto y yo seremos… muy ricos. Si los demás asuntos que tenemos en Tal Verrar nos salen bien.

—Tu sintaxis es deficiente —apuntó ella—. «Cuando» y «salgan».

—Pues, cuando los demás asuntos que tenemos en Tal Verrar nos salgan bien, podrías venirte con nosotros. Leo y yo ya lo hemos comentado por encima. No se trata de que tengas que elegir entre una vida y otra, Ezri. Puedes tomarte… una especie de vacaciones. Es algo que todos podemos hacer.

—¿A qué te refieres?

—A comprar un yate —dijo Jean— en Vel Virazzo, en su dársena privada, donde todos los poderosos tienen sus botes y barcazas. Siempre hay unos cuantos a la venta que se pueden adquirir con varios cientos de solari en efectivo, que es lo que nosotros queremos hacer. De cualquier modo, tenemos que ir a Vel Virazzo para… terminar nuestros asuntos. Podemos tener listo un yate en dos días y… entonces salir a dar una vuelta. Largarnos. Disfrutar. Pretender, pero sólo durante unos pocos días, que sólo somos gente rica y despreocupada.

—¿Te refieres a que después volveríamos a las preocupaciones de siempre?

—A lo que quisieras —dijo Jean—. A lo que te apeteciese. Siempre te gusta hacer las cosas a tu manera, es lo que has dicho.

—¿Vivir en un yate contigo y con Leocanto durante algún tiempo? —comentó ella—. No te ofendas, Jean, tú eres bastante pasable para ser de tierra adentro, pero él, según sus propias palabras, no sería capaz de esquivar con uno de sus zapatos el charco de una meada…

—¿Por qué crees que queremos que vengas con nosotros, hmmm?

—Vaya, debiera haberme imaginado que tu proposición tenía que ver con esa cuestión —dijo ella, llevando estratégicamente las manos a un sitio mucho más interesante.

—Ah —dijo él—, claro que tiene que ver, pero también serías una especie de capitana honoraria…

—¿Podría ponerle nombre al yate?

—¡Cómo si fueras a dejar que otro se lo pusiera!

—Muy bien —susurró ella—. Si ese es el plan, pues adelante. Lo pondremos en práctica.

—¿Te refieres realmente a que…?

—Diablos —dijo ella—, con toda la bebida que sacamos de Salón Corbeau los de la tripulación estarán borrachos durante meses en cuanto regresemos a las Islas del Viento Fantasma. Zamira no me echará de menos si me ausento unos pocos días —y le besó—. Medio año —y volvieron a besarse—. Quizá uno o dos años.

—Siempre hay una manera diferente de atacar —susurró Jean entre besos— y otra de huir.

—Por supuesto —murmuró ella—. Mantente firme y antes o después descubrirás lo que estabas buscando.

12

Bajo la luz naranja y plata que señalaba el principio de la mañana, Jaffrim Rodanov se paseaba por el alcázar del Soberano Temor. Avanzaba rumbo noroeste con viento sobre la amura de estribor, a unas cuarenta millas al sudoeste de Tal Verrar. El agua del mar se desplazaba unos dos metros más abajo.

Tal Verrar. Medio día de navegación hasta la ciudad que habían estado evitando durante aquellos últimos siete años como si fueran una colonia flotante de pieles caídas; a la sede de una marina de guerra que podía destruir incluso a un buque tan poderoso como su Soberano siempre que la ira la empujara a ello. En aquellas aguas no existía libertad, sólo una sensación un tanto imprecisa de libertad. Voluminosos buques mercantes a los que jamás podría ponerles la mano encima; una rica ciudad que nunca podría saquear. Pero podía vivir con todo eso. Siempre que la libertad y el saqueo que le proporcionaban los mares del sur no se terminaran, él seguiría sintiendo que su oficio era algo grandioso.

—Capitán —dijo Ydrena, apareciendo en el puente y llevando en una mano la usual jarra barata de cerámica, llena de té mezclado con brandy, que se tomaba a la hora del desayuno—. No quisiera estropearle una mañana tan espléndida…

—Si necesitara que mi culo recibiera más besos que velas mi buque, no serías mi segundo.

—Hemos invertido muy poco tiempo en llegar hasta aquí, capitán, pero llevamos una semana sin descubrir nada.

—Hemos avistado dos docenas de buques mercantes, lugres y galeras de placer en los últimos dos días —dijo Rodanov—, pero aún no hemos visto ninguna enseña naval. Todavía tenemos tiempo para encontrarla.

—No discutiré su lógica, capitán. La cuestión es que dar con ella…

—Es como un auténtico dolor en el trasero. Ya lo sé.

—No creo que esté dando vueltas por ahí anunciándose como Zamira Drakasha del Orquídea Emponzoñada —dijo Ydrena mientras tomaba un sorbo de té—. A fin de cuentas, y puesto que pertenecemos a esa gente infame de las Islas del Viento Fantasma que se dedica a hundir buques, ¿por qué no le hacemos una visita a una de esas embarcaciones?

—Podrá ponerle el nombre que quiera —dijo Rodanov—, pintar lo que quiera en su popa, alterar su velamen hasta que parezca un jabeque estreñido, pero no podrá alterar su casco. Un casco de madera de álamo negro. Que llevamos viendo desde hace años.

—Capitán, todos los cascos son negros a menos que uno los vea desde muy cerca.

—Ydrena, créeme, si tuviera una idea mejor la pondría en práctica —bostezó y se desperezó, sintiendo que los fuertes músculos de sus brazos se flexionaban de un modo muy agradable—. Lo único que sabemos es que ha atacado a unos cuantos buques y, recientemente, a Salón Corbeau. Se mueve en círculos por algún sitio, siempre hacia el oeste. Eso es lo que yo haría… cubrir una gran zona de mar.

—Sí —dijo Yrena—, una zona de mar demasiado grande.

—Ydrena —dijo él con voz extrañamente tranquila—, he recorrido un largo camino para romper un juramento y matar a una amiga. Llegaré hasta donde haya que llegar y seguiré su estela todo el tiempo que sea necesario. Registraremos este mar hasta que uno de nosotros dé con el otro.

—O hasta que la tripulación decida que ya han…

—Aún falta mucho para ese momento. Mientras tanto, duplica el número de vigías que hacen guardia de noche. Triplica el de los que la hacen de día. Si tengo que hacerlo, subiré a los mástiles a la mitad de la jodida tripulación.

—Vela a la vista —dijo una voz en lo alto del palo mayor. Mientras aquella voz llegaba de uno a otro lado del puente, Rodanov echó a correr, incapaz de aguantarse. Aunque había escuchado lo mismo cincuenta veces durante la última semana, no dejaba de pensar siempre que aquella vez era la definitiva.

—¿Por dónde?

—¡A tres puntos por la amura de estribor!

—¡Ydrena, más vela! —exclamó Rodanov—. ¡Derechos hacia el avistamiento! ¡Timonel, rumbo norte-noreste según la amura de estribor!

Aún sin saber de qué tipo de avistamiento se trataba, el Soberano Temor se sentía entre aquellas aguas y vientos como en su propia casa; su tamaño y su peso le permitían acometer olas que hubieran restado velocidad a buques más ligeros. Enseguida llegarían cerca de las velas avistadas.

Los minutos pasaron lentos e interminables. Mantenían su nuevo rumbo, capturando el poder del viento que les llegaba justo por la amura de estribor. Rodanov recorría el castillo de proa, esperando…

—¡Capitán Rodanov! ¡Tiene dos mástiles! ¡Repito, dos mástiles!

—¡Magnífico! —exclamó—. ¡Ydrena! ¡Primer oficial al castillo de proa!

Ella llegó en un minuto, su cabellera rubia-pálida flotando bajo la brisa. Vertió el té que le quedaba mientras llegaba.

—Llévate mi mejor catalejo al palo mayor —dijo—. Y avísame… en cuanto distingas algo.

—A la orden —replicó ella—. Por lo menos no estaré de brazos cruzados.

La mañana prosiguió con la lentitud de una tortura en medio de un cielo sin nubes, lo que era de agradecer. El sol se puso más alto y más brillante hasta que…

—¡Capitán! —era la voz de Ydrena—. ¡Casco de álamo negro! ¡Es un bergantín de dos palos con el casco de álamo negro!

Rodanov ya no podía aguantar la pasividad, así que exclamó:

—¡Ahora mismo subo!

Subió trabajosamente por entre las velas del palo mayor hasta llegar a la plataforma de observación que estaba en su parte más alta, un lugar que, hacía de aquello bastantes años, había reservado para los marineros más jóvenes. Ydrena se encaramaba en ella, junto con un tripulante que se apretujaba a su lado para dejarle sitio en la plataforma. Rodanov tomó el catalejo y observó el buque que se perfilaba en el horizonte, escrutándolo intensamente hasta que estuvo seguro de lo que veía.

—Es él —dijo—. Le han hecho algún arreglo fantasioso a las velas, pero es el Orquídea.

—¿Qué haremos ahora?

—Montar hasta el más pequeño trapo del velamen que podamos —repuso él—. Habrá que acercarse todo lo que podamos antes de que nos reconozcan.

—¿Quiere que hagamos señales? ¿Primero parlamentar y luego lanzarnos contra el buque?

—«Que nuestras manos hablen por nosotros, para que nuestros labios se conviertan en el libro hablado de nuestros designios» —dijo Rodanov.

—¿Más poesía de esa suya?

—Versos, no poesía. Y, respecto a lo otro, no. Ella nos reconocerá antes o después. Y, cuando lo haga, sabrá exactamente lo que queremos hacer.

Pasó el catalejo a Ydrena y se preparó para saltar hacia las velas y bajar por ellas.

—Derechos hacia el buque, capas fuera y armas dispuestas. Que el último combate que deba afrontar sea, al menos, memorable.