Capítulo 13

Puntos de decisión

1

Una milla de playa desierta separa Puerto Pródigo de las ruinas de su centinela de piedra caído: Castana Voressa, Fuerte Glorioso.

Erigido para dominar la parte norte de la bahía de Puerto Glorioso antes de que un revés de la fortuna hiciera que la ciudad se cambiara el nombre, el fuerte, expuesto con sus simples fuerzas a las hojas y flechas de una fuerza hostil, no servía para contener un ataque.

Decir que fue construido con materiales baratos sería ofender a los maestros canteros, pues varios cargamentos de bloques de granito verrarí fueron desviados hacia el mercado de la construcción civil a cambio de un dinero que ciertos oficiales aburridos se gastaron en bebida por hallarse muy lejos de sus casas. Los grandes proyectos que se habían hecho para construir muros y torres se quedaron en grandes proyectos para un muro y, después, en un proyecto muy modesto para construir un muro más pequeño y unas cuantas barracas, y el cabrestante que debía servir para construir las barracas de la guarnición se perdió durante una tormenta de finales del verano.

La única parte del fuerte que aún sirve para algo es un pabellón redondo de piedra situado a unos cincuenta metros de la costa, que lleva hasta las ruinas principales a través de una amplia calzada de piedra. Se suponía que debía albergar las catapultas que no llegaron. En la actualidad, cuando los capitanes piratas de Puerto Pródigo convocan el consejo en el transcurso del cual discutirán sus asuntos, se reúnen en aquel pabellón que siempre está en penumbra. En él discuten negocios en privado, de pie sobre las piedras de un imperio verrarí que nunca fue, símbolo de las frustradas ambiciones de una ciudad-estado que, no obstante, supo frustrar las ambiciones de ellos siete años antes.

2

Comenzó del mismo modo que todas las reuniones que Zamira recordaba, bajo el cielo rojo púrpura del atardecer, con faroles dispuestos en lo alto de las viejas piedras, con el aire húmedo tan espeso como el aliento de un animal y los insectos picando a placer.

Cuando el consejo de capitanes era convocado no había en él vino ni comida ni sillas. La incomodidad desnudaba los sentimientos de las palabras que cada uno pronunciaba y los conducía rápidamente al centro de los problemas que debían tratarse.

Para sorpresa de Zamira, ella y Ezri fueron las últimas en llegar. Zamira recorrió con la mirada a sus compañeros capitanes, saludándolos cordialmente con un asentimiento de cabeza a medida que sus ojos se detenían en ellos.

Rodanov fue el primero; había acudido armado en compañía de su primera oficial Ydrena Koros, una mujer rubia apenas más alta que Ezri. Tenía el aspecto de una duelista profesional y una excelente reputación con la cimitarra de hoja ancha usada en Jeresh.

A su lado se encontraba Piero Strozzi, un calvo de aspecto amable que sobrepasaba la cincuentena, junto con su lugarteniente, apodado Jack Cortaorejas porque se complacía en cortárselas a los enemigos caídos. Se decía que las curtía para hacer con ellas unos collares muy elaborados que guardaba dentro de su cabina.

También estaba Rance, con Valterro cubriéndole las espaldas, como siempre. La parte derecha de la mandíbula de Rance presentaba varias sombras grises y verdes que debían de dolerle, aunque ella estaba de pie como si nada, teniendo además la cortesía de no devolverle la mirada a Zamira mientras ésta la miraba.

La última de los presentes, aunque no la menos importante, era Jacquelaine Colvard, llamada la «Vieja de las Islas del Viento Fantasma», aún elegante con sus sesenta y pico años, con la cabellera gris y el rostro tan curtido por el sol como el cuero viejo. A su lado se encontraba su protegida de siempre, y también amante, Maressa Vicente, cuyas cualidades en la vela y en el combate no eran muy conocidas, que digamos. Pero aquella mujer joven debía de ser bastante hábil en otros menesteres.

Cuando el último entró en el pabellón, el mundo y sus asuntos quedaron aparte. Varias cuadrillas de sus respectivas tripulaciones, a media docena de hombres por cada uno de los buques, se juntaban algo inquietas al extremo de la calzada. Ninguno de ellos podía hablar hasta que no hubiera terminado la reunión.

No sé cómo acabará todo esto, pensó Zamira.

—Zamira —dijo Rodanov—, tú eres quien ha convocado este consejo. Permítenos saber lo que ronda por tu mente.

Listos para el combate.

—Jaffrim, no se trata tanto de lo que ronda por mi mente como de lo que ronda por encima de nuestras cabezas. Tengo pruebas de que una vez más el Arconte de Tal Verrar ha hecho planes para nosotros que no nos convienen.

—¿Otra vez? —Rodanov cerró las manos—. Fue Bonaire quien preparó esos planes tan poco convenientes, Zamira; era lógico suponer que Stragos nos haría lo que nosotros hubiéramos hecho en su lugar…

—Jaffrim, no he olvidado ni un solo día de esa guerra —a pesar de que había decidido ser paciente, Zamira sintió que comenzaba a perder los estribos—. Sabes muy bien que siempre dije que fue un error.

—La Causa Perdida —dijo Rodanov con burla—. Vaya ocurrencia de los cojones. ¡Me hubiera gustado por entonces que hubieras dicho que era una locura!

—Y a mí que, por entonces, hubieras hecho algo más que hablar —dijo Strozzi con voz tranquila—. Hablar y salir pitando en cuanto la flota del Arconte oscureció el horizonte.

—Jamás me uní a vuestra maldita Armada, Piero. Me ofrecí para alejar parte de sus buques en una maniobra de distracción, y creo que con eso bastó. Sin mi ayuda, hubierais perdido la posibilidad de barloventear, siendo flanqueados por el norte. Chavon y yo seríamos ahora los únicos capitanes en encontrarnos en este sitio…

—¡Ya basta! —exclamó Zamira—. Yo he convocado el consejo y tengo más cosas que contar. No os he hecho venir hasta aquí para echar sal encima de las viejas heridas.

—Habla —dijo Strozzi.

—Hace un mes, un bergantín salió de Tal Verrar. Su capitán acababa de robarlo de la dársena de la Espada.

Hubo una explosión general de murmullos y de asentimientos con la cabeza. Zamira sonrió antes de proseguir:

—Para conseguir una tripulación, aquel capitán se deslizó por la Roca de Barlovento y vació una cripta que estaba llena de prisioneros. Su intención, y la de ellos, era poner rumbo al sur y unirse a nosotros en Puerto Pródigo. Unirse a la bandera roja.

—¿Quién puede robar uno de los buques del Arconte de un puerto bajo vigilancia? —Rodanov hablaba como si apenas admitiera aquella posibilidad—. Me gustaría conocerlo.

—Ya lo has conocido —dijo Zamira—. Se llama Orrin Ravelle.

Valterro, que hasta entonces se había mantenido callado detrás de la capitana Rance, saltó.

—¡Ese cabrón bajito…!

—Tranquilo —dijo Zamira—. Te robó la bolsa anoche, ¿no? Ravelle tiene manos rápidas. Manos rápidas, mente ágil, cierto talento para mandar y para abrirse camino con la espada. Se ganó un puesto en mi tripulación al matar él solito a cuatro Redentores de Jerem —Zamira se divertía al hablar de Kosta con las mismas verdades a medias que él había empleado para engañarla.

—Has dicho que mandaba un buque —dijo Rodanov.

—En efecto, el Mensajero Rojo, que acabo de vender esta misma tarde al Revientabuques. Piero, creo que lo viste cerca del Alcance Ardiente hace unos días, ¿no?

—Ciertamente.

—Pues yo estaba en el Mar de Bronce, buscando inocentemente presas por aquí y por allá —dijo Zamira—, cuando me encontré con el Mensajero de Ravelle. Resumiendo, frustré sus planes. Descubrí los fallos de su historia hasta que se lo saqué todo, más o menos.

—¿De qué historia hablas? —aunque la voz de Rance sonaba como si su dueña tuviera una buena colección de piedrecillas dentro de la boca, todavía se podía entender lo que decía.

—Piensa, Rance. ¿Qué es Ravelle? Un ladrón, evidentemente. Acostumbrado a hacer muchas cosas fuera de lo corriente. ¿Pero cómo un solo hombre podría sacar un bergantín por las compuertas de la dársena de la Espada? ¿Cómo podría un solo hombre quebrantar la seguridad de la Roca de Barlovento, liberar a todos los cautivos de una cripta y meterlos a todos en un buque convenientemente robado aquella misma noche?

—Uh —dijo Rance—, casi con toda posibilidad…

—No lo hizo solo —Colvard tomaba la palabra por primera vez, y aunque hablara con calma, sus ojos escrutaban los de todos aquellos que se encontraban en el pabellón—. Stragos tuvo que dejarle escapar.

—Precisamente —dijo Zamira—. Stragos le dejó escapar. Stragos le proporcionó una tripulación de presos que estaban deseando conseguir la libertad. Stragos le entregó un buque. Y dispuso todo eso sabiendo que Ravelle se dirigiría al sur. Para unirse a nosotros.

—Quería que un agente suyo se infiltrara entre nosotros —dijo Strozzi, más excitado de lo que era usual en él.

—Sí. Pero también hay algo más —Zamira echó una mirada al círculo de piratas, asegurándose de que estaban pendientes de ella antes de proseguir—. Ese agente suyo ya se ha infiltrado entre nosotros. En mi buque. Orrin Ravelle y su compañero Jerome Valora siguen al servicio del Arconte.

Ezri volvió la cabeza para mirar fijamente a Zamira, y tenía la boca abierta. Zamira le dio un ligero pellizco en el brazo.

—Matémoslos —dijo Colvard.

—La situación es más complicada y más grave que todo eso —repuso Zamira.

—Sobre todo es grave para esos dos hombres que mencionas. Creo que lo más conveniente es que sean cadáveres para evitarnos complicaciones.

—Si hubiera descubierto que me estaban engañando, ya lo serían. Pero Ravelle me confesó todo lo que os he contado. Él y Valora no quieren seguir trabajando para Stragos, porque les administró un veneno latente para que dependieran del antídoto que sólo él puede darles. Dentro de un mes tienen que recibir la siguiente dosis.

—Entonces les haríamos un favor matándolos —murmuró Rance—. Ese bastardo sólo les dejará que sean sus marionetas…

Rodanov hizo señas con una mano para reclamar la atención de Zamira.

—¿Te dijo Ravelle cuál era su misión? ¿Espiarnos?

—No, Jaffrim —Zamira se llevó las manos a la espalda y comenzó a pasear despacio por el centro del pabellón—. Stragos quería que nosotros le hiciéramos el favor de ondear la bandera roja cerca de Tal Verrar.

—No tiene sentido —dijo Strozzi.

—Lo tiene si piensas en las necesidades del Arconte —dijo Colvard.

—¿Y cuáles pueden ser? —dijeron Rance y Strozzi al unísono.

—He oído que las cosas están tirantes entre el Arconte y el Priori —dijo Colvard—. Si ocurriera algo capaz de asustar a los elegantes ciudadanos de Tal Verrar, su estima por el ejército y la marina subiría.

—Stragos necesita un enemigo fuera de Tal Verrar —dijo Zamira—. Lo necesita cuanto antes para estar seguro de que sus fuerzas estarán dispuestas para atacarlo con la mayor convicción posible —abrió los brazos mientras miraba a sus compañeros capitanes y a sus segundos—. Entonces será como si lleváramos una diana pintada encima.

—No hay ningún provecho —comenzó a decir Strozzi— en comenzar una lucha…

—Si te refieres a ese tipo de provechos que se mide en dinero, por supuesto que no. Pero eso lo es todo para Stragos. Ha apostado un buque, una tripulación de presos y su reputación al contarle todo a Ravelle. ¿No os parece que va en serio? Si ha permitido que se rían de él por el hecho de que un «pirata» se haya escapado de su puerto más seguro, no dudéis de que piensa redimirse aplastándonos —Zamira juntó los puños—. Ahí entra Ravelle para convencernos, engañarnos, encantusarnos, sobornarnos. Si hubiéramos seguido sus planes, él se habría encargado de hacerlos realidad a bordo del Mensajero.

—Entonces es evidente lo que tenemos que hacer —dijo Rodanov—. No vamos a hacer nada por Stragos. No bailaremos en el extremo del lazo que nos lanza. Nos mantendremos a quinientas millas de Tal Verrar, como hemos hecho desde la guerra. Si es necesario, nos comportaremos bien durante unos cuantos meses —se acercó a Strozzi y le dio una palmada amistosa en la barriga—. Podremos vivir con nuestras reservas de grasa.

—Si es que hacemos eso que dices —dijo Ydrena Koros—; le pido perdón, capitana, pero esa evidencia que aduce… la palabra de esos dos hombres no parece nada consistente…

—No es sólo su palabra —dijo Zamira—. Piensa, Koros. Disponían del Mensajero Rojo. No se puede negar que su tripulación, cuyos sobrevivientes ahora forman parte de la mía, abandonó la Roca de Barlovento. Es evidente que el Arconte los envió.

—Estoy de acuerdo —dijo Colvard—, aunque también sigo estando de acuerdo con Jaffrim en que mantenernos alejado de cualquier provocación es lo más inteligente…

—Sería lo más inteligente —la interrumpió Zamira— si sólo se tratara de un capricho de Stragos. Pero se trata de la lucha por su vida. Su propia posición se halla comprometida. Nos necesita.

Volvió a recorrer a grandes pasos el centro del pabellón, recordando los «argumentos» empleados a lo largo de los años, cuando ejercía de «magistrada» durante las ceremonias de iniciación. ¿Sería más convincente con un poco de teatro? Por los dioses, esperaba que así fuera.

—Si apartamos a Ravelle y a Valora, si los ignoramos —dijo— o si nos alejamos vergonzosamente de Tal Verrar, Stragos intentará otro plan. Cualquier otro truco para obligarnos a luchar o para convencer a su pueblo de que vamos a luchar. Sólo que la próxima vez quizá los dioses no tengan la benevolencia de permitir que los instrumentos de ese plan caigan en nuestras manos. Trabajaremos a ciegas.

—En todo esto hay más hipótesis juntas —dijo Rodanov— que todas las que escuché cuando estaba en la Universidad.

—El Mensajero Rojo y los prisioneros ponen de manifiesto que Stragos ha hecho una jugada —dijo Colvard—. Y que haya hecho una jugada indica que no puede moverse abiertamente o con confianza. Sabiendo lo que sabemos de la situación de Tal Verrar… yo diría que la amenaza es real. Si Stragos necesita un enemigo, nosotros somos el único pretendiente en este baile que se ajusta a sus necesidades. ¿Qué otra cosa podría hacer? ¿Entrar en conflicto con Balinel? ¿Con Camorr? ¿Con Lashain? ¿Con Karthain? No lo creo.

—¿Qué quieres que hagamos, Zamira? —Rodanov se cruzó de brazos y frunció el ceño.

—Disponemos de los medios suficientes para devolver el golpe al Arconte.

—No podemos luchar contra la armada verrarí —dijo Rodanov—. Ni tomar por asalto la maldita ciudad, a menos que caigan rayos del cielo o que solicitemos educadamente de los dioses que dispongan de Stragos a nuestro favor. Por tanto, ¿a qué te refieres con eso de «devolver el golpe»? ¿A herir sus sentimientos con cartas lascivas?

—Se supone que Ravelle y Valora deben ir inmediatamente a verle para que les dé el antídoto.

—Pueden acercarse hasta él —dijo Colvard—. ¡Un asesinato!

—Por la infamia que les hizo, suponiendo que salieran con vida —sugirió Strozzi.

—Bien por ellos —dijo Rodanov—. Entonces, ¿te parece bien llevarlos hasta Tal Verrar y soltarlos allí? Creo que debes dejarlos libres. Me agradará prestarles un par de cuchillos.

—Pero, desde la perspectiva de Ravelle y de Valora sólo hay una pequeña complicación, pues ellos prefieren conseguir un antídoto permanente y después encargarse de Stragos.

—Vaya —dijo Rance—, son tan pocas las ocasiones en que uno consigue realizar sus deseos…

—Diles que nosotros tenemos un antídoto —dijo Colvard—. Convéncelos de que poseemos los medios necesarios para liberarlos de su condición. Y luego échaselos al Arconte… que sobrevivan o no a su asesinato no tendrá graves consecuencias.

Ezri abrió la boca para disentir, pero Zamira le lanzó la mirada más autoritaria de que disponía en su cuantioso arsenal.

—Maravillosamente tortuoso —dijo Zamira cuando estuvo segura de que Ezri ya estaba más tranquila—, pero poco conveniente. ¿De veras te crees que se lo tragarían?

—Mi cabeza comienza a dar vueltas —dijo Strozzi—. ¿Qué diablos piensas hacer, Zamira?

—Lo que quiero —respondió ella, midiendo muchísimo las palabras— es que ninguno de vosotros se alarme en caso de que yo no tenga más remedio que armar algo de ruido en las cercanías de Tal Verrar.

—¡Y de esa manera causar nuestra destrucción! —exclamó Rodanov—. ¿Quieres que Puerto Pródigo acabe siendo saqueado como Montierre? ¿Quieres que tengamos que dispersarnos por medio mundo y que las rutas comerciales, hasta ahora sin protección, se llenen con buques de guerra verraríes muy cabreados?

—Haga lo que haga —dijo Zamira—, la discreción sería…

—Imposible —Rodanov no daba su brazo a torcer—. Sólo servirá para que Stragos termine el trabajo que comenzó al aplastar a la Armada Libre. ¡Sólo servirá para acabar con nuestro modo de vida!

—O para mantenerlo —Zamira puso las manos en jarras—. Si Stragos ya ha decidido que debemos movernos, lo seguirá intentando, bailemos o no al son que toca. En mi buque tengo los medios, nuestros únicos medios, de poder luchar contra él. Si apartamos a Stragos, el Arcontado caerá con él. Y si el Priori gobierna Tal Verrar, saquearemos este mar con toda la tranquilidad que queramos hasta el día de nuestra muerte.

—Y —era Strozzi—, ¿por qué quieres seguirle la corriente al Arconte, aunque sea con… discreción?

—Ravelle y Valora no son ningunos santos —dijo Zamira—. No intentan perder la vida en beneficio nuestro. Quieren vivir, y para eso necesitan tiempo. Si Stragos cree que están trabajando duro para conseguir lo que él quiere, les garantizará las semanas o meses necesarios para dar con la solución. Y, mientras tanto, quizá llegue a contarles el resto de sus planes.

—Quizá esas semanas y meses sean lo único que necesita para que la ciudad se ponga de su parte —dijo Rodanov.

—Debéis confiar en que me comportaré delicadamente —dijo Zamira—, pues eso es lo que, finalmente, espero de vosotros como los hermanos y hermanas capitanes que sois. A pesar de lo que digan en Tal Verrar, confiad en mi buen juicio.

—Una petición importante —dijo Colvard—, ¿no quieres que ninguno de nosotros te ayude?

—No creo que haya nada tan contraproducente para nosotros como que una mañana nos vean juntos a todos cerca de Tal Verrar, ¿no os parece? El Arconte tendría montada su guerra en diez minutos. Así que dejádmelo a mí. El riesgo sólo afectará a mi propio buque.

—No, el riesgo nos afectará a todos —dijo Rodanov—. Lo que nos pides es que pongamos en tus manos nuestro destino y el de Puerto Pródigo. Y que lo arriesguemos todo a una carta.

—¿Y qué otra cosa hemos estado haciendo en los últimos siete años? —miró uno a uno a los capitanes presentes—. Todos hemos estado siempre a la merced de los demás. Cualquiera de nosotros podría haber hecho una incursión más al norte y atacar al buque que hubiese podido llevar al primo de algún rey, o asesinar a un número excesivo de marineros o, simplemente, haberse vuelto demasiado codicioso para evitarlo. Siempre hemos estado en peligro. Sólo os estoy haciendo la cortesía de decíroslo de una vez y para siempre.

—¿Y si fracasas? —preguntó Rance.

—Si fracaso —dijo Zamira—, podrás sentarte en mi sitio. Pues ya estaré muerta.

—Lo que nos pides —dijo Colvard— es el juramento de que no intervendremos, ¿no es eso? Que te prometamos no desenvainar nuestras espadas mientras tú tiras por los ventanales de tu popa la regla más importante de nuestra… asociación.

—Sin otra alternativa mejor —dijo Zamira—, sí. Eso es exactamente lo que os estoy pidiendo.

—¿Y si te dijéramos que no? —Rodanov hablaba muy despacio—. Si, estando uno a cuatro, ¿te lo prohibiéramos?

—Entonces habríamos llegado a la línea que siempre tuvimos miedo de cruzar —dijo Zamira, aguantando su mirada.

—Yo no voy a prohibírselo —dijo Rance—. Voy a jurar que mantendré mis manos lejos de ti, Zamira. Si tienes que sudar en mi beneficio, pues mejor que mejor. Y, si mueres en el proceso, no te echaré de menos.

—También yo voy a hacer el mismo juramento —dijo Colvard—. Zamira tiene razón. Nuestra seguridad colectiva siempre ha recaído en aquel de nosotros que cometía las acciones más alocadas. Si existe la posibilidad de derrocar a Maxilan de su pedestal, entonces rezaré para que así sea.

—Es evidente que Zamira Drakasha vota por Zamira Drakasha —dijo la propia Zamira mientras volvía la mirada hacia Rodanov y Strozzi.

—No me gusta nada de todo esto —dijo Strozzi—, pero si todo se va a la mierda, no hay ningún buque en este mar que pueda navegar más deprisa que mi Águila Pescadora —sonrió y chasqueó los nudillos—. Qué diablos. Mueve tus faldas cerca del Arconte y mira si le gusta. Yo estaré muy lejos.

—Al parecer —dijo Rodanov cuando todas las miradas se posaron en él—, se me ofrece la oportunidad de mostrarme… insociable —suspiró y se rascó la barba—. No creo que nada de todo esto sea inteligente… pero si me permitís que os prometa ser discreto y jurar que no interferiré… me daré por contento. Adelante con este plan de locos.

—Gracias —dijo Zamira, sintiendo un cálido arrebato de alivio de los pies a la cabeza—. ¿No ha sido más fácil que acabar despedazándonos unos a otros?

—Todo lo tratado debe quedar entre nosotros —dijo Colvard—. Y no estoy pidiendo un juramento, sino que lo exijo. Stragos puede tener en Puerto Pródigo más ojos y oídos. Si lo que hemos hablado llega a alguien que no estaba presente, no sólo habremos perdido miserablemente el tiempo, sino que la misión de Zamira estará comprometida.

—Es cierto —dijo Strozzi—. Silencio. Que los dioses sean nuestros testigos.

—Que los dioses sean nuestros testigos —repitieron los demás.

—¿Os iréis enseguida? —preguntó Colvard.

—Mi tripulación necesita pasar una noche en tierra. No puedo exigirles demasiado sin ese descanso. Los enviaré por tandas, mientras vendo el resto del botín lo más deprisa que puedo. Saldré del puerto en dos o tres días.

—Tres semanas para llegar a Tal Verrar —dijo Rodanov.

—Eso es —dijo Zamira—. Si alguno de nuestros dos amigos muriera durante el viaje, todo lo que hemos hablado carecería de sentido. Quiero llegar enseguida —se acercó a Rodanov, le puso una mano en la mejilla derecha y se puso de puntillas para besarle en la izquierda—. Jaffrim, ¿te he fallado alguna vez?

—Jamás desde que se terminó la guerra —dijo él—. Mierda. Incluso eso no tuvo importancia. No me hagas hablar, estando donde estamos, Zamira. No me jodas.

—Eh —dijo Colvard—, ¿podéis prestarme un poco de atención?

—Me siento generosa, pero mejor junta las manos si quieres que te las ate —sonrió, besó a Colvard en medio de su arrugada frente y le dio un abrazo. Pero con mucho cuidado, pues resultaba muy difícil encontrar sitio para ello con todas las espadas y dagas que llevaban entre las dos.

Siempre así, pensó Drakasha. Siempre así de difícil en esta vida.

3

Utgar era la única persona que se había quedado en el puerto de entrada para esperar a Zamira y a Ezri y echarles una mano. Eran las diez y media de la noche cuando ambas llegaban a uno de los costados del Orquídea Emponzoñada.

—Bienvenida a casa, capitana. ¿Cómo se encuentra?

—He estado todo el día discutiendo con el Revientabuques y con el consejo de capitanes —musitó Zamira—. Necesito a mis hijos y también un trago. Ezri…

—¿Sí?

—Con Ravelle y Valora a mi cabina, ahora mismo.

Ya en la cabina, Zamira se despojó de casaca, sables, cota de cristal antiguo y sombrero, tirándolo todo encima de su hamaca a medida que se lo iba quitando. Luego se sentó con un suspiro en su silla favorita y acogió a Paolo y a Cosetta en su regazo. Se abismó en el olor tan familiar de sus negras cabelleras rizadas y observó con la mayor de las satisfacciones aquellos pequeños dedos que cogía con sus manos ásperas. Cosetta, siempre tan menuda e imprevista… Paolo, que se iba haciendo más alto y diestro día a día. Por los dioses, estaban creciendo tan, tan deprisa…

Las cosas corrientes de que hablaron sirvieron para calmarla del todo; al parecer, Paolo había pasado la tarde combatiendo con unos monstruos instalados en uno de sus cofres, mientras que Cosetta había estado haciendo planes para convertirse en el rey de los Siete Compañeros. Zamira consideró durante unos instantes la necesidad de explicar la diferencia que existe entre rey y reina, pero desistió, porque el contradecir a Cos sólo le hubiera llevado a estar discutiendo con ella toda la tarde.

—¡Ser rey! ¡De los Siete Companieros! —dijo la niñita, y Zamira asintió solemnemente.

—¿Te acordarás de tu pobre familia cuando estés en tu reino, querida?

Entonces se abrió la puerta y Ezri apareció en ella, acompañada por Kosta y Valora… ¿o era De Ferra? Malditos nombres falsos.

—Cierra la puerta —dijo Zamira—. Paolo, tráele a mamá cuatro vasos. Ezri, ¿puedes encargarte de una de esas botellas de vino azul de Lashain? Están detrás de ti.

Paolo, abrumado por la responsabilidad que le había caído encima, tomó cuatro pequeños vasos que estaban en la mesa dispuesta encima de los cofres. Kosta y De Ferra se sentaron encima de unos cojines mientras Ezri daba buena cuenta del corcho encerado que tapaba la botella. Un aroma a limones recién cortados impregnó la cabina cuando Ezri llenó los vasos hasta el borde con aquel vino que poseía el color de las profundidades marinas.

—Ay, no sé por qué brindar —dijo Zamira—. Hay ocasiones en que uno necesita un buen trago sin ningún motivo aparente, así que a tomárselo.

Y, sujetando a Cos con su brazo izquierdo, Zamira se tomó el vino de un golpe, saboreando el contraste de los sabores a especias y a cidros y sintiendo cómo unos pinchazos cálidos y fríos al mismo tiempo le bajaban por la garganta.

—Quiero —dijo Cosetta.

—Es una bebida para mamá, Cos, y a ti no te gustaría.

—¡Quiero!

—Ya te he dicho… bueno. Hasta que uno no se queme la punta de los dedos no sabrá lo que es tener miedo al fuego —sirvió una mínima expresión de vino azul en su vaso y se lo tendió muy despacio a Cos. La niña cogió el vaso con la mayor solemnidad que conocía, se echó su contenido al coleto y luego lo depositó sonoramente encima de la mesa.

—¡Sabe a PIS! —exclamó, moviendo la cabeza de un lado para otro.

—El hecho de que un niño se críe entre marineros —dijo Zamira mientras cogía el vaso antes de que se cayera de la mesa— presenta ciertos inconvenientes. Creo que yo misma soy quien más ha contribuido a ese vocabulario.

—¡PIIISSSS! —bramaba Cosetta mientras reía de contento. Zamira intentaba calmarla chistando.

—Voy a hacer un brindis —dijo Kosta, sonriendo con afectación mientras alzaba el vaso—. Por una percepción clara de las cosas. Pues sólo ahora, incluso después de todas estas semanas, he comprendido quién es la auténtica capitana de este buque.

De Ferra reprimió la risa mientras su vaso chocaba con el de Kosta. Pero Ezri no cogió su vaso de vino y bajó la mirada. Zamira decidió acabar cuanto antes: Ezri necesitaba urgentemente estar a solas con Jerome.

—Me gusta el brindis, Ravelle —dijo Zamira—. No sabía cómo defender su plan hasta que me encontré metida en él.

—Así que va a llevarnos…

—De vuelta a Tal Verrar. En efecto —se llenó nuevamente el vaso, aunque en aquella ocasión se limitó a tomar un sorbo—. He convencido a los del consejo para que no se asusten por las historias que les llegarán del norte después del zafarrancho que vamos a organizar.

—Gracias, capitana. Yo…

—No me lo agradezca con palabras, Ravelle —Zamira se tomó otro sorbo y dejó el vaso encima de la mesa—. Agradézcamelo cumpliendo su parte del trato. Descubra el modo de acabar con Maxilan Stragos.

—Sí.

—Permítame que les deje una cosa en claro —Zamira le dio la vuelta a Cosetta, aún en sus brazos, para que la mirada de la niña recayera directamente sobre Kosta, que estaba al otro lado de la mesa—. Todos los de este buque van a arriesgar la vida para que ustedes dos puedan cumplir el plan. Todos, hasta los más pequeños.

—Comprendo… a quiénes se refiere.

—Si no podemos arreglar a su debido tiempo lo que Stragos les hizo a los dos… porque supongo que, antes o después, ya no podrán acercarse a él… les aseguro que haré todo lo que esté en mi poder para ayudarles. Pero cuando ya no quede otra alternativa, cuando el tiempo siga pasando y no puedan hacer nada más, espero que se autoinmolen… y que no volvamos a vernos jamás, ¿entendido?

—Si tenemos que llegar a eso —dijo Kosta—, le llevaré hasta el juicio de los dioses con mis manos desnudas. Y ambos compareceremos juntos.

—Dioses —dijo Cosetta—. ¡Las manos desnudas!

—¡Pis! —exclamó Kosta, apuntando a Cosetta con su vaso y estando a punto de conseguir que la niña se descoyuntara de risa.

Gracias, Ravelle, por regalarle esa palabra a una niña, que, aunque ya la conociera, la estará repitiendo toda la noche.

—Lo siento, capitana. ¿Cuándo zarpamos?

—La mitad de la tripulación va a tierra esta noche y la otra mitad lo hará mañana. Los que se queden con nosotros tendrán mucho trabajo. Afortunadamente, creo que mañana nos habremos librado del botín. Así que dentro de dos días. O quizá dos y medio. Y luego ya verá lo deprisa que navega el Orquídea.

—Gracias, capitana.

—Pues eso era todo —dijo Zamira—. Ya es muy tarde para mis hijos, y yo voy a reclamar el privilegio de roncar todo lo fuerte que quiera en cuanto todos hayan salido de mi cabina.

Kosta fue el primero en acusar la indirecta, bebiéndose el contenido de su vaso y levantándose. Jerome le siguió, y ya estaba a punto de irse cuando Ezri le dijo con voz serena:

—Jerome, ¿puedes venir a verme a mi cabina? ¿Sólo unos minutos?

—¿Sólo unos minutos? —De Ferra apretó los dientes—. Vamos, Ezri, ¿desde cuándo eres tan pesimista?

—Desde este momento —dijo ella, borrando la sonrisa de su rostro. Triste de repente, Jerome la ayudó a levantarse.

Instantes después, la puerta de la cabina de Zamira se cerró con un sonido metálico, dejándola a solas con su familia en uno de esos interludios de tranquilidad que eran tan escasos. Cada noche, durante unos instantes, se imaginaba ella que su buque no huía de ningún peligro ni se encaminaba hacia algún destino incierto, y entonces se veía más como madre que como capitana, sólo preocupada por las necesidades corrientes que provenían de sus hijos…

—Mamá —dijo Paolo de improviso—. Quiero aprender a luchar con la espada.

Zamira no pudo contenerse; se le quedó mirando durante unos segundos y rompió a reír. ¿Necesidades corrientes? ¿Cómo podían ser corrientes las necesidades de cualquier niño nacido bajo aquellas circunstancias?

—¡Espada! —exclamó Cosetta, quizá el futuro rey de los Siete Compañeros—. ¡Espada! ¡Espada!

4

—Ezri, yo…

Vio la bofetada que le caía encima sin intentar hacer nada por evitarla. Como ella había concentrado toda la fuerza de sus músculos, que era bastante, las lágrimas ocultaron el campo visual de Jean.

—¿Por qué no me lo contaste?

—¿Contarte…?

Aunque ella sollozaba, su siguiente puñetazo le alcanzó con mucha fuerza en el brazo derecho.

—Uh —dijo él—. ¿Contarte qué?

¿Por qué no me lo contaste?

Aquella pregunta era más bien un grito; extendió las manos para evitar los golpes. Si uno de aquellos puñetazos le alcanzaba en las costillas o en el plexo solar, tendría dolor para rato.

—Ezri, por favor, ¿contarte qué? —se arrodilló en la estrecha tarima de su compartimiento y besó las puntas de sus dedos mientras ella intentaba echar las manos hacia atrás. Al final la liberó y se quedó de rodillas delante de ella, con los brazos caídos.

—Ezri, si tienes que pegarme, hazlo, por los dioses. Si eso es lo que necesitas, no me resistiré ni un segundo. En ningún momento. Pero antes dime qué te pasa.

Ella echó los puños hacia atrás y Jean se preparó para otro directo, aunque Ezri se puso de rodillas y le echó los brazos al cuello. Sus cálidas lágrimas le quemaban las mejillas.

—¿Cómo pudiste quedarte callado sin decírmelo? —susurró.

—Ahora te diré todo lo que quieras que te diga. Pero…

—Lo del veneno, Jean.

—Oh —dijo él con un gemido mientras se apartaba para recostarse en la pared trasera de la cabina. Ella siguió su movimiento—. Oh, mierda.

—Maldito bastardo egoísta, ¿cómo pudiste…?

—Drakasha habló de lo nuestro en el consejo de capitanes —dijo Jean como hablando para sí—. Y entonces te enteraste.

—¡Por ella, y no por ti! ¿Cómo pudiste hacerme una cosa así?

—Ezri, por favor, no es…

—Eres la única cosa —hablaba muy bajito mientras le abrazaba con mucha fuerza—, la única cosa de todo este maldito océano que es mía, Jean Tannen. Este buque no lo es. Diablos, tampoco esta cabina. No tengo un cochino tesoro enterrado en ningún sitio. Ya no tengo familia ni título. Y cuando, finalmente, creo haber recibido algo a cambio de no tener nada…

—Resulta que yo tengo… una tara importante.

—Haremos lo que sea —dijo ella—. Buscar a quien sea. Físicos, alquimistas…

—Ya lo intentamos, Ezri. Consultamos con alquimistas y envenenadores. Necesitamos el antídoto que nos da Stragos o una muestra de su veneno para reproducirlo.

—Y ¿yo no me merecía que me lo contaras? ¿Y si una noche te hubieras mu…?

—¿Muerto de repente? Ezri, ¿y si el Redentor me hubiera pasado su espada por el cráneo o si la tripulación me hubiera matado el mismo día en que nos conocimos?

—No —dijo ella—, tú no te puedes morir de esa manera, sé que no te puedes morir así…

—Ezri, has visto todas las cicatrices que tengo, sabes que no…

—Esto es diferente —dijo ella—. Esto es algo contra lo que no puedes luchar.

—Ezri, estoy luchando contra esto. Y llevo haciéndolo todos los días desde que el Arconte me metió dentro esa mierda. Leocanto y yo anotamos los días que van pasando, ¿no lo comprendes? Durante las primeras semanas me despertaba todas las noches, pues estaba seguro de que lo sentía porque me hacía algo por dentro —tragó aire mientras sentía cómo sus lágrimas, las suyas propias, le caían por el rostro—. Mira, cuando estoy aquí, no existe, ¿comprendes? Cuando estoy contigo, dejo de sentirlo. Ya ni me preocupa. Este lugar es… un mundo diferente. ¿Cómo iba a explicártelo? ¿Cómo podría estropear estos momentos?

—Me gustaría matarlo —susurró—. A Stragos. Dioses, si estuviera aquí mismo le cortaría su cochina garganta…

—Y yo te echaría una mano, te lo aseguro…

Ella le soltó los brazos del cuello y ambos se quedaron sentados en el suelo, mirándose mutuamente en la penumbra.

—Te quiero, Jean —susurró finalmente.

—Te quiero, Ezri —y al decir eso fue como si de repente la presión que oprimía su corazón desapareciera; fue como si saliera a la superficie para respirar después de haber pasado una eternidad debajo del agua—. No te pareces a nadie de las personas que he conocido.

—No puedo permitir que mueras —dijo ella.

—No puedes hacer nada.

—Puedo hacer lo que me dé la gana —dijo—. Puedo llevarte hasta Tal Verrar. Puedo conseguirte el tiempo que necesitas para acabar con Stragos. Puedo ayudarte a que le des una patada en el culo.

—Ezri —dijo Jean—, Drakasha tiene razón. Si no puedo conseguir que me dé lo que necesito… lo más importante será acabar con él…

—No digas eso.

—Lo haré —dijo él—. Es lo único que tiene sentido. Por los dioses, aunque no quiera hacerlo, me sacrificaré para acabar con él.

—Maldito seas —susurró ella, y antes de que Jean pudiera reaccionar se puso en pie de un salto, le agarró de la camisa y le lanzó contra el mamparo de estribor—. ¡No lo harás! No lo harás si conseguimos derrotarle, Jean Tannen. No lo harás si vencemos.

—Pero si no me queda otra opción…

—Pues busca otra opción, hijo de puta —le dejó inmóvil con un beso que era pura alquimia, y las manos de él se abrieron camino bajo la camisa de ella, bajo sus calzas, mientras desabrochaba el cinturón que sostenía sus armas y gozaba al descubrir las áreas que aquél siempre había mantenido veladas.

Ella le quitó el cinturón de las manos y lo arrojó contra una de las paredes de tela almidonada, donde se estrelló con ruido de herrería para luego caer al suelo.

—Y si no encuentras otro camino, invéntatelo, Jean Tannen. Los perdedores no pueden follar en esta cabina.

La levantó, poniendo los brazos para que se sentara en ellos y la giró para que apoyara la espalda en el mamparo mientras se quedaba con los pies colgando. Le besó los pechos a través de la camisa e hizo una mueca al ver su reacción. Se detuvo para sepultar su cabeza en el pecho de ella, mientras sentía en su mejilla izquierda los rápidos latidos de su corazón.

—Debiera habértelo dicho —confesó—. De algún modo.

—Sí, de algún modo. «¡El hombre! La conversación le convierte en ratón» —dijo ella.

—Oh, ¿no te basta con el castigo que me das, que llamas en tu ayuda a Lucarno…?

—Jean —le interrumpió ella, apretando con más fuerza su cabeza contra él—. Quédate conmigo.

—¿Qué?

—Esta vida es buena —susurró—. Y vales para ella. Los dos valemos para ella. Después de que tratemos con Stragos… quédate conmigo.

—Me gusta estar aquí —dijo Jean—. En ocasiones pienso que podría quedarme para siempre. Pero hay… otros sitios que me gustaría enseñarte. Otras cosas que podríamos hacer.

—No estoy segura de que pudiera acostumbrarme a vivir en tierra…

—La tierra tiene los mismos piratas que el mar —susurró él entre besos—. Yo soy uno de ellos. Tú podrías…

—Pospongámoslo. No tenemos por qué decidirlo ahora. Sólo… piensa en lo que te he dicho. No te he traído hasta aquí para entablar negociaciones.

—Y entonces, ¿para qué me has traído?

—Para hacer ruido —susurró Ezri mientras comenzaba a quitarse la camisa—. Mucho, muchísimo ruido.

5

Justo antes del cambio de guardia, que tenía lugar a medianoche, Gwillem emergió de sus nuevos aposentos y entró en el estrecho pasillo que formaban las cuatro cabinas más pequeñas del buque. Con el ceño fruncido, vestido sólo con los calzones y una chaqueta echada por encima a toda prisa, se acercó a la puerta de su antiguo compartimiento. Unos trozos de tela de franela asomaban por sus oídos.

Aporreó a la puerta varias veces. Cuando no obtuvo ninguna respuesta, volvió a golpear en la puerta y exclamó con voz potente:

—¡Treganne, mala pécora! ¡Me las pagarás!

6

—Entonces, ¿ya han terminado prácticamente con los preparativos?

Los dos hombres se habían citado en las ruinas de una mansión de piedra que no tenía techo y que se encontraba al sur de la ciudad propiamente dicha, tan cerca de la linde de la singular jungla que ni los borrachos ni los adictos a la Mirada Fija se acercaban a aquellas ruinas para guarecerse. Era casi medianoche y caía una fuerte lluvia tan cálida como la saliva.

—Esta misma tarde hemos acabado de vender todas las baratijas. Hemos cargado agua y cerveza a lo bruto. Comida más que suficiente. Después de haber arreglado los últimos flecos, seguro que mañana nos iremos.

Jaffrim Rodanov asintió y miró por centésima vez la casa en ruinas y sus sombras. Suponía que nadie que estuviera lo suficientemente cerca para escuchar a través del ruido de la lluvia lo que decían sería capaz de acercarse a echar un vistazo.

—Drakasha dijo cosas muy… preocupantes cuando convocó el consejo. ¿Qué te ha contado respecto a lo que hará cuando esté mar adentro?

—Nada —dijo el otro hombre—. Es muy peculiar. Por lo general nos concede una semana para que se nos casque el cerebro y se nos seque la bolsa. Es como si tuviera un tizón debajo del trasero, siempre es un misterio para los demás.

—Por supuesto —dijo Rodanov—. No os contará nada hasta que no hayáis zarpado. Pero ¿no ha contado nada sobre el Arconte? ¿Nada sobre Tal Verrar?

—No. Entonces, ¿tú crees…?

—No creo, sé. Sé exactamente lo que se dispone a hacer. Sólo que no estoy convencido del todo de que sea lo más acertado —Rodanov suspiró—. Puede acabar consiguiendo que a todos los de las Islas del Viento Fantasma nos caiga la mierda encima.

—Entonces, tú ahora…

—Sí —Rodanov le pasó una bolsa, que antes agitó para que tintinearan las monedas que contenía—. Ya lo hemos hablado. Mantén los ojos bien abiertos. Anota todo lo que veas. Cuando vuelvas quiero que me lo cuentes todo.

—¿Y el otro asunto?

—Aquí está —dijo Rodanov, levantando un saquito de tela encerada que debía de contener algo pesado en su interior—. Asegúrate de que lo escondes en un lugar seguro…

—En mi cofre. Privilegio del rango. Tiene un fondo secreto.

—No está mal —Rodanov le pasó el saquito.

—Y si tengo que… usar esa cosa…

—También lo hemos hablado. Tres veces lo que te he pagado, y te esperaré cuando todo haya terminado.

—Quiero algo más —dijo aquel hombre—. Un puesto en el Soberano.

—Por supuesto —Rodanov extendió la mano y el otro hizo lo propio con la suya. Ambos cerraron el pacto a la típica manera de Vadran, estrechándose el uno al otro la mano y el antebrazo—. Sabes que siempre me sirvo de los hombres buenos.

—Como éste del que ahora te estás sirviendo, ¿no? Sólo quería asegurarme de tener un sitio adonde ir cuando todo esto se haya acabado. De una u otra manera.

La mueca de Utgar fue como un cuarto creciente de tenue color blanco que se recortara sobre las sombras.

7

Con rumbo norte por el este, en el Mar de Bronce y con el húmedo viento del sur sobre la amura de estribor, el Orquídea Emponzoñada se precipitaba por encima de las olas como una yegua de carreras que corriera a rienda suelta. Era el tercer día de Aurim.

Después de una jornada malgastada en atravesar afanosamente el paso serpenteante y lleno de rocas que venía a ser la Puerta del Comerciante, habían invertido otras dos más en rodear arrecifes e islas, hasta que la última cúpula de jungla y el postrero humo volcánico de las Islas del Viento Fantasma se sumieron en el horizonte.

—Nuestro juego acaba de comenzar —dijo Drakasha, dirigiéndose al grupo de personas que había convocado en el alcázar: Delmastro, Treganne, Gwillem, Utgar, Nasreen, Oscarl, los carpinteros, los que confeccionaban las velas y cualquier otro miembro de la tripulación con algo de responsabilidad en el buque. Mumchance escuchaba desde la rueda y Locke desde las escaleras del alcázar, junto con Jean y media docena de marineros que acababan de cumplir su turno de guardia. Aunque a estos últimos no se les hubiera invitado formalmente a escuchar las palabras de la capitana, tampoco se les había impedido su asistencia. No tenía ningún sentido, máxime cuando las noticias se extienden por cualquier buque más deprisa que el fuego.

—Nos dirigimos a Tal Verrar —prosiguió Drakasha—. Para ayudar a nuestros nuevos amigos Ravelle y Valora en cierto asunto retorcido que les requiere en ella.

—Gratificación —dijo Mumchance.

—Tiene razón —apuntó Gwillem—. Le ruego que me disculpe, capitana, pero si vamos a ser avistados desde Tal Verrar…

—Es cierto. Si el Orquídea Emponzoñada ancla en ella, el peligro será grande, pues ofrecen mucho dinero por mi cabeza. Pero con unos cuantos arreglos por aquí y por allá, unos cuantos cambios en la disposición de las velas, quitando los faroles de popa y cambiándolos por otros que no resalten tanto, y poniendo un nombre falso en la popa, mi precioso buque…

—¿Qué nombre le pondrá, capitana? —preguntó el carpintero.

—Siento debilidad por el de Quimera.

—Un tanto descarado —dijo Treganne—. Pero, Drakasha, ¿qué sacamos los demás con ese «asunto retorcido» que dices?

—Eso lo sabréis cuando todo haya acabado —dijo Drakasha—. Pero puedo aseguraros que será una buena tajada. Y no olvidéis que todo esto se hace con la bendición del consejo de capitanes.

—¿Por qué no nos echan una mano, entonces?

—Porque de todos esos capitanes sólo hay uno que puede echar toda la carne en el asador, esta capitana que os habla —Drakasha hizo una reverencia muy exagerada—. Y ahora, a trabajar o a descansar, según lo que cada uno tenga o no que hacer. Corred la voz.

Locke se fue a descansar poco después, echado a solas con sus pensamientos en la barandilla de babor, mientras Jean se ponía a su lado. El mar y el cielo se teñían con tonos de bronce alrededor del lugar en que el sol iba a ponerse, mientras el cálido aire del océano comenzó a refrescar cuando la cálida atmósfera de las Islas del Viento Fantasma comenzó a quedarse muy atrás.

—¿No tienes una sensación extraña? —preguntó Jean.

—¿A qué te refieres…? Ah, claro, el veneno. No podría decir si me siento mejor o peor que hace unos instantes. No te preocupes, ya te avisaré si comienzo a vomitar tritones o lo que sea. Suponiendo que puedas escuchar a alguien llamando a la puerta de cierta cabina…

—O, dioses, tú también. Ezri estuvo a punto de arrojar a Gwillem por la barandilla…

—Bueno, seamos sinceros, la gente suele enterarse de esa súbita barahúnda que suele acompañar al abordaje de un buque…

—Y estás a punto de sufrir un accidente también súbito…

—… cuando quienes lo realizan son Redentores jeremitas montados en caballos de guerra. ¿De dónde sacas tanta energía?

—Ella consigue que todo sea fácil —dijo Jean.

—Ah.

—Me pidió que me quedara con ella —dijo Jean, mirándose las manos.

—¿En el buque? ¿Después de que se terminara todo esto? ¿Si quedaba algo de nosotros?

—Estoy seguro de que también te desea lo mejor —dijo Jean, asintiendo.

—Oh, pues claro que sí —dijo Locke sin ocultar del todo el sarcasmo que le producían aquellas palabras—. Y tú, ¿qué le dijiste?

—Le dije… que podía venirse con nosotros.

—La amas —dijo Locke, casi para sus adentros—. Seguro que no has estado llevando la cuenta de estos días. Creo que te has caído por el precipicio, ¿no es así?

—Así es —susurró Jean.

—Es buena —dijo Locke—. Tiene inteligencia y coraje. Disfruta quitándole las cosas a la gente a punta de espada, lo cual merece todos mis respetos. Y al menos puedes confiar en ella para que te cubra las espaldas en una pelea…

—Yo siempre había confiado en ti…

—Claro, porque siempre estaba a tu espalda en una pelea. Pero en ella puedes confiar sin género de dudas. Fuisteis vosotros dos quienes realmente capturasteis el Rey Pescador, no yo. Y yo mismo vi todos los golpes que recibió… la mayoría de la gente se hubiera pasado varios días echada en la hamaca después de aquello. Es demasiado cabezona para detenerse. Realmente has conseguido una buena compañera.

—Eso es como si tuviera que escoger entre ella y tú…

—Claro que no. Pero las cosas cambian…

—Sí que cambian. Pero también mejoran. Y eso no quiere decir que todo vaya a terminarse.

—¿Quieres que venga con nosotros? ¿Tres contra el mundo? ¿Que todo comience de nuevo? ¿Rehacer la banda? ¿No hemos tenido ya antes esta conversación?

—Sí, y…

—Y casi siempre me comporté como un capullo borracho. Lo sé —Locke puso su mano izquierda en el hombro derecho de Jean—. Tienes razón. Las cosas pueden cambiar. Y mejorar. Ya hemos visto qué les ha sucedido a otras personas, quizá tengamos la suerte de que alguna vez nos suceda a nosotros. En cuanto hayamos terminado el juego de la Aguja del Pecado seremos endiabladamente ricos y ya no podremos alternar con la alta sociedad de Tal Verrar. Ella podría venirse con nosotros… o tú quedarte con ella…

—Aún no lo sé —dijo Jean—. Ninguno de los dos lo sabe. Ambos hemos decidido ignorar durante el viaje la respuesta a esa pregunta.

—Excelente idea.

—Pero yo quiero…

—Escucha. Cuando llegue el momento tomarás la decisión que necesites y no pensarás en mí, ¿me comprendes? Eso te pondrá a prueba. Quizá hagas lo que te resulte más conveniente —Locke hizo una mueca para que Jean supiera que no había ninguna necesidad de zurrarle hasta que se le salieran los sesos por los oídos—. Pero sé positivamente que ella no lo hará. Nunca lo hará —y, mientras hablaba, apretaba la mano de Jean—. Me siento muy contento de ti. Has conseguido algo con lo que olvidar lo que Stragos nos hizo. No lo pierdas.

Y como todo había sido dicho, siguieron escuchando los gritos de las gaviotas que volaban en círculo a su alrededor y observando cómo el sol se hundía en el horizonte, derramando su fuego en el mar como si fuera sangre. Entonces, en aquel preciso momento un fuerte ruido de pasos sonó en las escaleras del alcázar, justo detrás de ellos.

—Vaya —dijo Drakasha, apareciendo súbitamente y abrazándolos a ambos—, justo la parejita con la que quería hablar. Les he rebajado de la guardia de tarde junto con los demás del turno rojo.

—Um… es muy generosa —dijo Locke.

—En absoluto. A partir de ahora, dependerán del carpintero por la tarde. Puesto que nos deslizamos sigilosamente hacia Tal Verrar en beneficio de ustedes dos, la mayoría de los retoques del Orquídea serán responsabilidad suya. Pintar, tallar, falsear… los dos van a estar muy ocupados.

—Diantre —dijo Locke—, me parece una manera absolutamente magnífica de pasar el tiempo.

Pero no tenía nada de magnífica.

8

—¡Tierra! —exclamó el vigía a primeras horas de la noche—. ¡Tierra y fuego a un punto por estribor de la proa!

—¿Fuego? —Locke apartó la vista de la mano de cartas que le había tocado en suerte mientras jugaba en el castillo interior—. ¡Mierda! —las dejó caer al suelo, perdiendo los siete solari que había empeñado en la jugada. Casi un año de la paga de un honrado trabajador de Tal Verrar; la apuesta corriente en los juegos que habían comenzado después del reparto del botín. En cuanto zarparon a toda prisa de Puerto Pródigo el dinero corrió a raudales por el buque.

Al salir del castillo inferior por poco no se tropieza con Delmastro.

—Teniente, ¿es Tal Verrar?

—Debe serlo.

—¿Y el fuego? ¿No se habrá confundido? El fuego sólo puede significar que ha sucedido algún desastre en la ciudad, incluso que ha estallado la guerra civil. El caos. Quizá Stragos esté muerto o bajo asedio; quizá haya vencido. Nada de todo eso nos beneficia a Jean y a mí.

—Estamos a veintiuno, Ravelle.

—Ya sé en qué día estamos; sólo que… oh, joder… oh. ¡Oh!

El veintiuno de Aurim: la Festa Iono, la gran celebración del Señor de las Aguas Codiciosas. Locke suspiró aliviado. Alejado del ritmo de la ciudad como estaba, se había olvidado de la fiesta. En la Festa Iono los verraríes celebran el modo en que Iono contribuye a las riquezas de la ciudad quemando ceremonialmente varios buques viejos, mientras miles de borrachos se agolpan en los muelles. Locke sólo había contemplado aquel ritual una vez, desde los balcones de la Aguja del Pecado, pero entonces era un tiempo de alegría. Diablos, aquello les permitiría entrar en la ciudad con mayor facilidad, porque la Guardia ciudadana estaría entretenida con mil cosas.

—¡Todas las manos! —la voz llegaba desde la popa—. ¡Todas las manos al combés! ¡La capitana quiere hablaros!

Locke hizo una mueca. Si la llamada a «todas las manos» sucedía mientras jugaban a las cartas, el juego debía detenerse, y devolverse el dinero del pozo a quienes habían contribuido en él. Sus siete solari no tardarían en volver a estar en su bolsillo.

Los tripulantes del Orquídea se reunieron en el combés, y tanto era el ruido que hacían que Drakasha tuvo que agitar una mano para que se callaran. La capitana puso un barril vacío al lado del palo mayor y la teniente Delmastro se subió de un salto encima de él, vestida con una excelente levita procedente del almacén en el que se guardaban las ropas elegantes.

—¡Durante lo que queda de noche somos el Quimera! —exclamó—. ¡Y jamás hemos oído hablar del Orquídea Emponzoñada! ¡Yo soy su capitana! ¡Estaré paseándome por el alcázar por si alguien necesita lo que sea, y Drakasha permanecerá dentro de su cabina a menos que todo se vaya al diablo!

»Si otro buque nos saluda, yo seré la única persona que le devolverá el saludo. Los demás tenéis que dar a entender que no sabéis hablar en therinés. Nuestro trabajo consiste en desembarcar a nuestros dos amigos para que hagan un trabajo que será muy importante para todos. Ravelle, Valora… los enviaremos en el mismo bote que donaron para nuestra causa hace tantas semanas —Ezri hizo una pausa para que cesaran los comentarios—. Vamos a echar el ancla en las próximas dos horas. Si no han vuelto al amanecer, el buque partirá… y jamás volverá a estar a menos de quinientas millas de esta ciudad.

—Lo sabemos —dijo Locke.

—Una vez que hayamos anclado —prosiguió Delmastro—, quiero guardias dobles en la arboladura. Redes antiabordaje por babor y estribor que se puedan izar enseguida. Alabardas en ambos costados, apoyadas contra las barandillas, y sables en ambos mástiles. Si un bote de aduaneros o de quienes lleven uniforme decide hacernos una visita, los invitaremos a subir a bordo y los detendremos durante toda la noche. Y si alguien más quiere molestarnos, rechazaremos a quienes quieran abordarnos, largaremos velas y zarparemos a toda prisa.

Un murmullo generalizado indicó que aquella idea les parecía buena.

—Pues eso es todo. Mumchance, llévanos a Tal Verrar, a una milla de las Galerías Esmeralda. Y que la enseña gris de Ashmere ondee en la popa.

Aunque Ashmere no poseía marina mercante ni de guerra, realizaba un espléndido negocio al permitir que contrabandistas, corsarios en busca de botín y mercantes que eludían los impuestos matricularan sus buques en ella. Nadie los miraba dos veces al ver aquella enseña y, lo que es más importante, nadie se les acercaba por el simple hecho de charlar un poco con aquellos conciudadanos suyos que se hallaban tan lejos de su tierra. Locke asintió. Además, el hecho de anclar en las aguas que se encontraban al sudeste de la ciudad los dejaba cerca de la Castellana, de suerte que podrían caer sobre Stragos sin tener que acercarse demasiado a las dársenas atestadas de gente o al puerto principal.

—Eh, vosotros dos —dijo Utgar, dando una palmada en el hombro a Locke y a Jean—, ¿dónde diablos os vais a meter? ¿Necesitáis un guardaespaldas?

—Ravelle es el único guardaespaldas que necesito —dijo Jean con una sonrisa.

—No está mal, en eso estoy de acuerdo. Pero ¿en qué vais a meter la nariz? ¿En algo peligroso?

—No lo creo —dijo Locke—. Mira, Drakasha os contará todo el asunto quizá antes de lo que piensas. Por esta noche, digamos que somos simples turistas.

—Vamos a ver a la abuela y a decirle «Hola» —dijo Jean—. A pagar algunas deudas de juego. A coger tres hogazas de pan y unas cuantas arrobas de cebollas en el Mercado Nocturno.

—Vale, vale. Guardad vuestros secretos. Los demás nos quedaremos aquí aunque nos aburramos, ¿de acuerdo?

—No del todo —dijo Locke—. Este buque está lleno de sorpresas, ¿no te parece?

—Muy cierto —dijo Utgar con una sonrisa—. Muy cierto. Tened cuidado. Que los dioses pongan sus ojos en vosotros y todo eso.

—Gracias —Locke se rascó la barba y luego chasqueó los dedos—. Diablos. Me he olvidado de algo. Jerome, Utgar, ahora os veo.

Y salió corriendo hacia la popa, esquivando a las cuadrillas de trabajo de la guardia azul y a los aburridos tripulantes de la guardia roja que ayudaban a sacar las armas de los armeros. Subió las escaleras del alcázar con dos ágiles saltos, bajó por las barandillas y llamó sonoramente a la puerta de la cabina de Drakasha.

—Está abierto —dijo ella en voz alta.

—Capitana —dijo Locke después de cerrar la puerta tras de sí—. Necesito que me preste el dinero que tiene en mi cofre.

Drakasha estaba repantigada en su hamaca con Paolo y Cosetta, leyéndoles algo de un mamotreto que se parecía terriblemente al Lexicón Práctico del Marinero Avisado.

—Técnicamente, ese dinero se dividió en partes —dijo ella—, pero puedo darle su equivalente de la caja del buque. ¿Lo quiere todo?

—Doscientos cincuenta solari bastarán. Oh, por cierto, no lo traeré de vuelta.

—Fascinante —dijo Drakasha—. Esa definición suya de «prestado» no hace, precisamente, que me entren ganas de levantarme de esta hamaca. Su manera de…

—Capitana, Stragos sólo es uno de los asuntos que me conciernen esta noche. Necesito que Requin ronronee tanto como él. Tiene el poder suficiente para acabar con los planes de Stragos en caso de que yo no lo consiga. Además… ahora que lo pienso, aunque pierda el dinero para engañarle, podré quitarle algo que será mucho más importante.

—Así que necesita un soborno.

—Entre amigos solemos llamarlo «ciertas consideraciones». Vamos, Drakasha, piense que se trata de una inversión para obtener el beneficio que todos estamos buscando.

—Lo acepto por el bien de mi paz y mi tranquilidad. Tendré el dinero para usted antes de que abandone el buque.

—Es demasiado…

—Ni remotamente soy demasiado amable. Váyase.

9

Las siete semanas que habían estado fuera les parecían toda una vida.

De pie en la barandilla de babor, Locke sintió que la ansiedad y la melancolía se mezclaban en él como si fueran licores sólo con echar una simple mirada a las islas y torres de Tal Verrar. Sobre la ciudad veía unas nubes bajas y oscuras que reflejaban la luz anaranjada de los incendios del festival que acontecía en el puerto principal.

—¿Preparado? —preguntó Jean.

—Preparado y sudando muchísimo —contestó Locke.

Se habían vestido con las ropas elegantes del almacén, completando sus atavíos con unas gorras y capas de lino. Aunque la capa daba demasiado calor, no era raro verla por las calles de muchos arrabales, porque significaba que quien la usaba podía llevar debajo alguna arma escondida. Además, las gorras servirían para impedir que cualquiera pudiese reconocerlos.

—Soltad —exclamó Oscarl, que mandaba la cuadrilla encargada de botar su embarcación. Con un chasquido de cuerdas y poleas el pequeño esquife osciló en la oscuridad y cayó al agua. Utgar se deslizó por la red de embarque para desatar las cuerdas y preparar los remos. Cuando Locke dio un paso hacia el puerto de embarque para bajar, Delmastro le cogió del brazo.

—Pase lo que pase —susurró—, tráelo de vuelta.

—No fallaré —dijo Locke—, y él tampoco.

—Zamira me ha dicho que te entregue esto —Delmastro le pasó una pesada bolsa de cuero que estaba llena a reventar de monedas. Locke asintió para expresarle su gratitud y la deslizó en uno de los bolsillos interiores de su capa.

Mientras Locke bajaba gateando hasta el bote se cruzó con Utgar, que le saludó cordialmente y luego subió hacia cubierta. Locke tocó el bote con los pies, pero siguió agarrado a la red de embarque hasta que pudo enderezarse. Cuando miró hacia arriba, vio que Jean y Ezri se despedían con un beso bajo la luz de los faroles del buque. Ella le susurró algo y ambos se separaron.

—Esto es infinitamente mejor que la última vez que tú y yo compartimos este bote —dijo Jean mientras ambos se sentaban en los bancos y metían los remos en sus alojamientos.

—Le dijiste cuál era tu auténtico nombre, ¿verdad?

—¿Cómo? —Jean abrió unos ojos como platos y después frunció el ceño—. ¿Es una suposición?

—Aunque no sepa leer los labios, la última palabra que te dijo tenía una sílaba, y no dos.

—Oh —dijo Jean—, eres un pequeño bastardo muy astuto.

—Estoy de acuerdo en los tres piropos.

—Pues sí, se lo dije, y no me arrepiento…

—Por los dioses, Jean, no estoy enfadado, sino haciéndome el tipo listo —y comenzaron a remar al mismo tiempo con fuerza, llevando el bote por aquella agua oscura y picada hacia el canal que separaba el distrito Galezzo de las Galerías Esmeralda.

Pasaron varios minutos sin mayor conversación; los remos crujían, el agua salpicaba y el Orquídea Emponzoñada se iba alejando por la popa, la blancura de sus velas plegadas desvaneciéndose en la oscuridad hasta que lo único que quedó de él fue la constelación que formaban sus luces de posición.

—El alquimista —dijo Locke de sopetón.

—¿Uh?

—El alquimista de Stragos. Es la clave de todo este embrollo.

—Si por «clave» quieres decir «causa»…

—No, escucha. ¿Supones que Stragos va a permitirnos, ni siquiera por un descuido, que nos llevemos los viales que contienen el antídoto? ¿Crees que una dosis se le va a caer del bolsillo?

—La respuesta es fácil —dijo Jean—. Rotundamente, no.

—Correcto. Así pues, no tiene ningún sentido que intentemos hacerle ninguna jugarreta… tenemos que contactar con ese alquimista.

—Pertenece al séquito privado del Arconte —dijo Jean—, quizá sea la persona más importante que se encuentra al servicio de Stragos, pues, por lo que se ve, éste tiene la costumbre de envenenar a la gente con frecuencia. Dudo que tenga una bonita casa convenientemente apartada para que vayamos a hacerle una visita. Seguro que vive en la Mon Magisteria.

—Pero supongo que podremos hacer algo —dijo Locke—. Ese individuo debe de tener un precio. Piensa en todo lo que hemos conseguido en la Aguja del Pecado o en lo que podemos conseguir con la ayuda de Drakasha.

—Creo que es la mejor idea —dijo Jean—, aunque no sea gran cosa.

—Ojo avizor, oreja tiesa y esperanza en el Guardián Avieso —musitó Locke.

Por aquella parte de la ciudad, el puerto interior de Tal Verrar estaba a rebosar de botes de placer, barcazas y góndolas alquiladas. La gente adinerada (y la que no lo era tanto y a la que no le importaba si se despertaba al día siguiente con una centira en el bolsillo o sin ninguna) se encontraba en medio de la gran migración que acababa de comenzar en los crecientes de las distintas profesiones y que debía finalizarse en los bares y cafeterías de las Galerías Esmeralda. Locke y Jean se vieron arrastrados por aquella corriente y tuvieron que remar para no terminar donde no querían, girando para evitar barcos más grandes e intercambiando insultos soeces con algunos de los ocupantes de aquéllos, que por lo general vociferaban, tiraban las botellas que acababan de tomarse y los miraban con sorna.

Habiendo devuelto más abusos que los que habían recibido, finalmente se deslizaron entre el Creciente de los Artífices y el Creciente de los Alquimistas, admirando las bolas de fuego de vívidos tonos azules y verdes que los alquimistas habían comenzado a lanzar a quince metros de altura desde sus muelles privados, presumiblemente para realzar la Festa (aunque podía ser por cualquier otra razón). Y como el viento soplaba en la dirección de Locke y de Jean, ambos tuvieron que remar deprisa para evitar la lluvia de chispas que olían a azufre y los trozos de papel quemado que los perseguían.

Buscaban algo fácil de encontrar, el extremo noroeste de la Castellana, donde se encontraba la entrada a las cavernas de cristal antiguo por las que habían salido con Merrain la primera noche en que ésta les secuestrara por orden del Arconte.

Las medidas de seguridad se habían incrementado en el fondeadero privado del Arconte. Cuando Locke y Jean giraron en el recodo final que conducía a la oquedad del cilindro de cristal antiguo, una docena de Ojos aprestaron sus ballestas y se arrodillaron, poniéndose detrás de unos escudos curvos de hierro, y de un metro sesenta de altura, que apoyaban en el suelo para protegerse mejor. A su espalda, una escuadra de soldados del ejército regular de Tal Verrar manejaba una balista, un pequeño adminículo utilizado para el asedio que podía destrozar el bote con su dardo de cinco kilos. Uno de los oficiales de los Ojos tiró de una cadena que salía de una abertura practicada en la piedra, presumiblemente para dar la alarma más arriba.

—¡Está prohibido desembarcar en este sitio! —exclamó el oficial.

—Le ruego que me escuche con mucha atención —dijo Locke. El fuerte rugido de la catarata que caía al otro lado de las paredes resonaba de continuo en la caverna, así que no cabía ningún margen para el error—. Traemos un mensaje para la dama de honor.

Su bote rebotó contra el extremo del embarcadero. Locke pensó que resultaba un tanto desconcertante que tantas ballestas, la grande y las pequeñas, fueran empleadas con el simple propósito de intimidarlos. Pero el oficial de los Ojos se acercó hasta ellos y se arrodilló en el bote. Su voz resonó con sonido metálico a través de los agujeros de su máscara sin rasgos cuando preguntó:

—¿Cumplen alguna misión al servicio de la dama de honor?

—Somos —dijo Locke—… mejor dígale esto palabra por palabra: «Se encendieron dos chispas que ahora regresan convertidas en dos fuegos brillantes».

—Se lo diré —dijo el oficial—. Mientras tanto…

Después de bajar sus ballestas con sumo cuidado, media docena de Ojos salió de detrás de sus escudos para sacar a Locke y a Jean del bote. Fueron inmovilizados y cacheados; les confiscaron los puñales que llevaban metidos en las botas y la bolsa de oro que tenía Locke. Un Ojo la examinó y se la pasó al oficial.

—Solari, señor. ¿La confiscamos?

—No —dijo el oficial—. Llévenlos a la habitación de la dama de honor y devuélvansela. Si el dinero pudiera matar al Protector, el Priori ya habría acabado con él, ¿no cree?

10

—¿Que al Mensajero Rojo le ha sucedido qué?

Maxilan Stragos estaba colorado por el vino, el agotamiento y la sorpresa. El Arconte se vestía con mayor boato que nunca, con una capa de seda verde marino de rayas verticales, alternadas con bandas doradas, que cubría una casaca y unas calzas de color amarillo oro. En sus diez dedos llevaba sortijas con rubíes y zafiros, análogamente dispuestas de manera alternante para recordar los colores de Tal Verrar. Se encontraba de pie ante Locke y Jean en una habitación de la primera planta de la Mon Magisteria cubierta con tapices y vigilada por una pareja de Ojos. Aunque a Locke y a Jean no les hubieran ofrecido ninguna silla, tampoco les habían atado las manos. O llevado a la cámara del sofoco.

—Bueno, lo empleamos para entablar un contacto fructífero con los piratas.

—Mejor sería decir que para entregárselo a ellos.

—Sí, en una palabra.

—Y ¿Caldris está muerto?

—Desde hace bastante tiempo.

—Dígame, Lamora, ¿cuál suponía que sería mi reacción al enterarme de estas noticias que me cuenta?

—Bueno, un buen infarto no hubiera estado mal, pero creo que puede esperar mientras le cuento un poquito más.

—Sí —dijo el Arconte—. Adelante.

—Cuando el Mensajero fue capturado por los piratas, todos los de a bordo fuimos hechos prisioneros —Locke acababa de decidir sobre la marcha que los detalles de los insultos, de la guardia de fregonas y otros similares bien podían quedar al margen de aquella narración.

—¿Por quién?

—Por Drakasha.

—Así que Zamira sigue viva. ¿Aún tiene el viejo Orquídea Emponzoñada?

—Sí —dijo Locke—. Se conserva muy bien y, hum, ahora está anclado a dos millas… —y señaló con el dedo lo que suponía que era el sur—… por ahí.

—¿Y cómo es que se arriesga tanto?

—Practica una técnica de ocultamiento denominada «disfraz», Stragos.

—¿Ahora… forman parte de su tripulación?

—Sí. A quienes estábamos en el Mensajero se nos ofreció la posibilidad de poner a prueba nuestras intenciones en el siguiente buque que fueran a abordar. Por cierto, no volverá a ver el Mensajero, pues se lo acaba de vender a una especie de, hum, barón de los buques accidentados. Pero al menos ahora podemos darle lo que quería.

—No me diga —en un instante la expresión de Stragos acababa de pasar del aburrimiento a la más feroz de las avaricias—. No sabe lo… refrescante que será para mí escuchar un informe de su boca en lugar de sus quejas y sus vulgaridades.

—Las quejas y las vulgaridades son mi especialidad. Pero escuche lo que voy a decirle… Drakasha ha consentido en fomentar la agitación que usted estaba buscando. Si esta noche nos da el antídoto, a finales de la próxima semana recibirá informes de incursiones efectuadas en todos los puntos de la rosa de los vientos. Será como dejar caer un tiburón en una piscina pública.

—¿A qué se refiere, exactamente, con eso de que «Drakasha ha consentido»?

Improvisar un móvil que achacar a Zamira era muy sencillo; Locke era capaz de inventárselo incluso dormido, así que dijo:

—Le conté la verdad. Lo demás resultó muy fácil. Es evidente que cuando hayamos terminado el trabajo, usted sólo tendrá que enviar su flota hacia el sur para zurrar a cualquier pirata de las Islas del Viento Fantasma que se cruce en su camino. Excepto al que va a comenzar todo este jaleo, que, de manera muy conveniente, se irá a cazar muy lejos durante los próximos meses. Y una vez que usted haya cosechado ese título guerrero que anda buscando, ella regresará a casa para encontrarse con que sus rivales de antes están en el fondo del océano. Qué pena.

—Comprendo —dijo Stragos—. Pero me hubiera gustado que no la hubiese puesto al tanto de mis actuales intenciones…

—Si en las Islas del Viento Fantasma queda algún superviviente —dijo Locke—, no creo que ella quiera hablarle del papel que desempeñó en la acción, ¿no le parece? Y si no queda ningún superviviente… no podrá contarle nada a nadie.

—Muy cierto —musitó Stragos.

—Sin embargo —era el turno de Jean—, si los dos no regresamos enseguida, el Orquídea saldrá a mar abierto y entonces habrá perdido la oportunidad de que ella trabaje para usted.

—Y entonces habré perdido el Mensajero, malogrado mi reputación y aguantado la compañía de ustedes dos para nada. Sí, Tannen, le aseguro que también conozco todas las perspectivas de lo que, sin duda, para usted debe ser un argumento terriblemente inteligente.

—Entonces, ¿nos dará el antídoto?

—Aún no se han ganado la cura final, sino una dilación de sus consecuencias.

Stragos hizo una seña a uno de los Ojos, que asintió y salió de la habitación. Poco después volvía, dejando la puerta abierta para que pasaran por ella dos personas. La primera era el alquimista de cabecera de Stragos, que llevaba una bandeja de plata cubierta con su característica tapadera en forma de cúpula. La segunda era Merrain.

—Nuestros dos brillantes fuegos han regresado —dijo ella. Se vestía con un vestido de mangas muy largas del mismo color verde marino que la capa de Stragos, y su cintura, de por sí estrecha, lo parecía aún más a causa del fajín tejido con hilo de oro que la ceñía. Una diadema de capullos de rosa, rojos y azules, estaba prendida en sus cabellos.

—Querido, Kosta y De Ferra se han ganado por el momento otro sorbo más de vida —Stragos alargó un brazo y ella se rozó con él, tocando su codo de esa manera amistosa que es más propia de una dama de compañía que de una amante.

—¿Usted cree?

—Ya se lo diré cuando volvamos a los jardines.

—¿Alguna pequeña Festa Iono, Stragos? Jamás hubiera pensado que fuera de esa gente que celebra las cosas —dijo Locke.

—Es para agradar a mis oficiales —repuso Stragos—. Si hago fiestas para ellos, el Priori hace correr el rumor de que soy un libertino. Y si no las hago, susurran que soy austero y de corazón duro. Pero mis oficiales sufren más en sociedad, porque no pueden excluir a sus celosos rivales de lo que hacen en público. Por eso aprovecho mis jardines y se los ofrezco exclusivamente a ellos, nada más.

—Voy a echarme a llorar una vez más por lo mal que le trata la vida —dijo Locke—. Forzado por las crueles circunstancias a preparar fiestas en sus jardines.

Stragos mostró un asomo de sonrisa e hizo un gesto a su alquimista. Aquel hombre levantó la tapa de la fuente, revelando de tal suerte dos copas de cristal que contenían el líquido de color ambarino pálido que les era familiar, las cuales estaban escarchadas por el frío.

—Esta noche, el antídoto ha sido diluido en sidra de pera —dijo el Arconte—. Por los viejos tiempos.

—Oh, qué divertido, viejo bastardo —Locke pasó una copa a Jean, vació la suya en varios tragos y después la lanzó al aire.

—¡Por los cielos! Se me ha escurrido.

Pero la copa de cristal no estalló en una infinidad de fragmentos al caer al suelo, sino que rebotó y rodó hasta un rincón, quedándose quieta en él.

—Un pequeño obsequio del Maestro de los alquimistas —Stragos parecía realmente divertido—. Sólo posee la pequeña cantidad de cristal antiguo imprescindible para frustrar las pequeñas venganzas de los invitados zafios.

Cuando Jean se terminó la sidra, depositó su vaso en la fuente que aún sostenía el calvo. Uno de los Ojos recogió el otro vaso, de suerte que, cuando ambos volvieron a quedar cubiertos con la tapadera, Stragos despidió a su alquimista con la mano.

—Yo… hum —dijo Locke, pero aquel hombre acababa de salir por la puerta.

—Pues ya hemos terminado con el asunto de esta noche —dijo Stragos—. Merrain y yo tenemos una gala a la que debemos volver. Kosta, De Ferra, aún les queda por cumplir la parte más importante de su misión. Cúmplanla bien… y haré que no se arrepientan por ello. —Luego condujo a Merrain hasta la puerta, volviéndose sólo para decirle a uno de los Ojos—: Manténganlos aquí durante diez minutos. Pasado ese tiempo, escóltenlos hasta su bote. Devuélvanles sus cosas y vean que regresan por donde llegaron. Y sin entretenerse.

—Pero… ¡maldición! —exclamó Locke cuando la puerta se hubo cerrado por detrás de los dos Ojos.

—El antídoto —dijo Jean— es lo único que debe preocuparnos por ahora. El antídoto.

—Eso creo yo también —Locke apoyó la cabeza en una de las paredes de piedra de la habitación—. Por los dioses, espero que la visita que vamos a hacer a Requin nos salga mejor que ésta.

11

—¡Ésta es la entrada de servicio, bastardo ignorante!

El gorila de la Aguja del Pecado salió de la nada. Dejó doblado a Locke con un golpe de rodilla, luego le sacó el aire de los pulmones con un puñetazo cruel y le lanzó sobre la gravilla del patio que se encontraba detrás de la torre, apenas iluminado por un farol. Locke ni siquiera había entrado dentro, pues simplemente se había acercado a la entrada después de no encontrar a nadie que pudiera llamar a Selendri.

—Uf —dijo cuando el suelo le dio la bienvenida.

Jean, guiado más por el reflejo de la lealtad que por el buen sentido, se sintió obligado a tomar parte cuando el gorila se acercó a Locke para seguir castigándole. El gorila gruñó y lanzó a Jean un puñetazo mal calculado que él paró con la mano derecha mientras que con el filo de la izquierda le rompía al gorila varias costillas. Antes de que Locke pudiera decir algo, Jean le propinó una patada en la ingle y apartó de sí sus piernas desmadejadas.

—Urrrrg-agh —dijo el gorila cuando el suelo lo acogió.

El siguiente criado que salió por la puerta llevaba un cuchillo; Jean le rompió el puño y le lanzó contra la pared de la Aguja del Pecado, donde rebotó como una pelota de frontón. Pero los siguientes seis o siete criados que los rodearon tenían, por desgracia, espadas cortas y ballestas.

—No tenéis ni idea de a quién queréis joder —dijo uno de ellos.

—Me parece que sí la tienen —dijo una voz ronca de mujer desde la entrada de servicio.

Selendri vestía un traje de noche de seda azul y roja que debía de valer tanto como un carruaje de maderas sobredoradas. Su brazo destrozado estaba cubierto por una manga que llegaba hasta su mano de bronce, pero los finos músculos y la suave piel del otro se hallaban al aire, realzados por varios brazaletes de oro y de cristal antiguo.

—Los vimos en la entrada de servicio, intentando entrar para robar —dijo uno de los criados.

—Di que nos visteis cerca de la entrada de servicio, bastardo obtuso —Locke sólo se podía poner de rodillas—. Selendri, tenemos que…

—Estoy segura de que los visteis —dijo ella—. Dejad que se vayan. Yo hablaré con ellos. Actuad como si no hubiera pasado nada.

—Pero ése… por los dioses, creo que me ha roto las costillas —el primero de los hombres con los que había tratado Jean resollaba. El otro seguía inconsciente.

—Si convienes conmigo en que no ha pasado nada —dijo Selendri—, te llevaré a un físico. ¿Ha pasado algo?

—Unnnh… no. No, señora, no ha pasado nada.

—Bien.

Cuando ella se volvió para entrar por la puerta de servicio, Locke, aún muy tembloroso, se puso de pie mientras se agarraba el estómago e intentaba apoyarse en el hombro de ella. La mujer se giró hacia él.

—Selendri —susurró—. No pueden vernos en los salones de juego. Hay…

—¿Ciertas personas muy poderosas que se sienten molestas por el hecho de que aún no les hayan concedido la revancha? —apartó su mano de un manotazo.

—Perdóneme, pero eso es exactamente lo que pasa.

—Durenna y Corvaleur están en la quinta planta. Usted y yo podemos tomar el ascensor en la tercera.

—¿Y Jerome?

—Valora, quédese aquí, en la zona de servicio —los empujó a ambos hacia la entrada de servicio para que los criados que iban y venían con bandejas, los cuales ignoraban deliberadamente a los hombres heridos que seguían en el suelo, pudieran seguir ganándose las propinas que la gente con menos inhibiciones de la ciudad soltaba aquella noche de festival.

—Gracias —dijo Jean, ocultándose a medias detrás de unos estantes de madera llenos de platos sin fregar.

—Daré instrucciones para que le ignoren a usted —dijo Selendri—, siempre que usted los ignore a ellos.

—Seré un santo —dijo Jean.

Selendri agarró a uno de los camareros que pasaban sin llevar ningún plato y, hablándole a la oreja, le susurró unas instrucciones muy claras al respecto. Locke pudo escuchar varias palabras, como «matasanos» y «recortar la paga». Después siguió a Selendri por entre la multitud que atestaba la segunda planta, mientras sacaba una joroba al encogerse bajo la capa y se bajaba la gorra y rezaba para que la única persona que le reconociera fuese Requin.

12

—Siete semanas —decía el dueño de la Aguja del Pecado—. Selendri estaba segura de que no volveríamos a verle.

—Son tres semanas de ida y otras tres de vuelta —dijo Locke—. Apenas he estado una semana en Puerto Pródigo.

—Tiene todo el aspecto de haber pasado algún tiempo en cubierta. ¿Quizá trabajando para pagarse el alojamiento?

—Los marineros corrientes llaman menos la atención que los viajeros de pago.

—Supongo. ¿Ése es su color de cabello natural?

—Creo que sí. Cuando lo cambio, a menudo suelen perder mi pista.

Las amplias puertas que daban a la balconada de la parte este del despacho de Requin estaban abiertas, aunque veladas por una fina redecilla que servía para que no entraran los insectos. A través de ellas Locke podía ver las piras que formaban dos buques ardiendo en el puerto, rodeadas por cientos de puntos de luz que debían de ser los faroles de las embarcaciones más pequeñas llenas de espectadores.

—Este año están quemando cuatro buques —dijo Requin, observando que el espectáculo acaparaba la atención de Locke—. Uno por cada estación del año. Creo que ahora van por la tercera. La cuarta no tardará en llegar, y entonces todo habrá acabado bien. Poca gente por las calles y mucha más en los salones de juego.

Locke asintió y se volvió para admirar el destino que Requin había dado al conjunto de sillas que había mandado hacer para él. Intentó apartar la sonrisa de satisfacción que estaba a punto de iluminar su rostro por otra que, simplemente, quería reflejar interés. Las cuatro sillas estaban colocadas alrededor de una mesa con patas muy delgadas, construida en su mismo estilo, que tenía encima varias botellas de vino y unos cuantos arreglos florales.

—¿La mesa también es…?

—¿Una réplica? Me temo que sí. Su regalo me llevó a encargar una.

—Hablando de ese regalo —Locke metió una mano por debajo de su capa, sacó la bolsa y la depositó encima del escritorio de Requin.

—¿Qué es eso?

—Un detalle —dijo Locke—. En Puerto Pródigo son legión los marineros con más dinero que destreza en las cartas.

Requin abrió la bolsa y fisgó en su interior, enarcando una ceja.

—Hermoso —dijo—. ¿No estará intentando liarme, eh?

—Sólo quiero el trabajo que me ofreció —dijo Locke—. Nada más.

—Hablemos de ello entonces. ¿Aún sigue vivo Calo Callas?

—Sí —dijo Locke—. Y donde siempre, en Puerto Pródigo.

—¿Por qué diablos no lo ha traído consigo?

—Porque está como una puta cabra —dijo Locke.

—Entonces no me sirve…

—No, sí que puede servirle. Se siente perseguido, Requin. Se ha creado un mundo imaginario. Cree que el Priori y el gremio de los Artífices tienen agentes en todos los rincones de Puerto Pródigo, en todos los buques, en todas las tabernas. Apenas abandona su casa —Locke se complacía sobremanera en lo deprisa que se estaba inventando la vida imaginaria de un hombre que no existía—. Pero no puede ni imaginarse los cientos de cerraduras con que protege su puerta. Y dentro tiene aparatos de relojería, una forja sólo para él, fuelles. Trabaja con mayor energía que nunca. Eso es todo su mundo.

—¿Y cómo es posible que ese desecho humano pueda jugar un papel tan importante? —preguntó Selendri. Estaba de pie entre dos de los cuadros más exquisitos de Requin, apoyada en la pared con los brazos cruzados.

—Yo mismo experimenté con mil tipos de cosas cuando pensaba que podría contravenir las defensas de esta torre. Ácidos, aceites, abrasivos, diferentes tipos de piquetas y de herramientas. Puedo juzgar bastante bien los mecanismos y las cerraduras. Y las cosas que puede hacer ese bastardo, las cosas que construye e inventa, incluso con una mente enferma… —Locke abrió los brazos y se encogió de hombros de un modo muy teatral—. ¡Ni los dioses se lo imaginan!

—¿Qué necesitaría para que volviera con usted?

—Quiere protección —dijo Locke—. No le importa salir de Puerto Pródigo. Diablos, más bien lo está deseando. Pero se imagina que la muerte vigila todos sus pasos. Necesita sentir que alguien poderoso se acercará hasta él para ponerle bajo su protección.

—O quizá que alguien como usted le dé un golpe en la cabeza y se lo traiga hasta aquí, encadenado —apuntó Selendri.

—¿Y arriesgarnos a perder para siempre que pueda cooperar con nosotros? O peor… ¿tratar con él cuando despierte de un viaje que ha durado tres semanas? Su mente es tan delicada como el cristal, Selendri. Yo no recomendaría que lo dejaran inconsciente.

Locke chasqueó los nudillos. Era la hora del reclamo.

—Atienda, quiere que ese hombre venga a Tal Verrar. Es posible que le dé muchos quebraderos de cabeza (quizá le obligue a contratar a alguna enfermera que trate su locura, aunque, ciertamente, tendrá que esconderlo de los artífices), pero las cosas que puede lograr lo convierten en una persona cien veces más valiosa. Es el mejor violador de cajas fuertes que jamás haya conocido. Sólo tiene que creer que yo le represento realmente a usted.

—¿Qué me sugiere?

—En su libro de cuentas y en sus cartas de crédito siempre aparece un sello de cera. Lo he visto al hacer los depósitos. Bueno, pues ponga ese sello en una hoja de pergamino…

—¿Para incriminarme? —dijo Requin—. En absoluto.

—Ya he pensado en eso —dijo Locke—. No tiene que escribir ningún nombre en él. Ni ninguna fecha, ni siquiera añadir la usual «R».. Sólo tiene que escribir algo agradable que no le comprometa a nada, como «Anímese a venir para gozar de comodidades y hospitalidad», o «Espere la debida consideración».

—Cualquier majadería trillada, ya le comprendo —dijo Requin. Sacó una hoja de pergamino de uno de los cajones de su escritorio, tomó una pluma de ave y garrapateó en ella unas cuantas frases. Después de espolvorearla con un polvo alquímico para que se secara la tinta, miró a Locke—. ¿Y cree que esta bobada para niños bastará?

—Sí, en lo que concierne a sus miedos —dijo Locke—. Callas es como un niño. Se agarrará a este trozo de pergamino como el bebé a la teta.

—O como el hombre ya crecidito —musitó Selendri.

Requin sonrió. Siempre con las manos enguantadas, quitó el cilindro de cristal de la lámpara que estaba encima de su escritorio y puso al descubierto una vela. Con ella calentó una barra de cera negra que al fundirse cayó sobre el pergamino. Finalmente, extrajo de uno de los bolsillos de su casaca una pesada sortija en la que había sido grabado un sello y oprimió con ella la cera aún caliente.

—Su cebo, maese Kosta —y le pasó la hoja de pergamino—. El hecho de que acechara por la puerta de servicio y que intentara ocultarse bajo esa capa sugiere que no piensa permanecer mucho tiempo en la ciudad.

—Regresaré al sur dentro de uno o dos días, en cuanto mis camaradas del buque hayan descargado el, ah, cargamento que adquirimos con todos los requisitos legales en Puerto Pródigo —era una mentira imposible de verificar, pues con docenas de buques que atracaban a diario en la ciudad era evidente que varios de ellos tenían que transportar mercancías obtenidas de manera ilícita.

—Y entonces traerá de vuelta a Callas.

—En efecto.

—Si el sello no bastase, puede prometerle cualquier otra cosa que sea razonable. Dinero, drogas, bebida, mujeres. Hombres. Los unos y las otras. Pero si no fuera suficiente con todo ello, entonces acepte la sugerencia de Selendri y deje que yo me preocupe por el estado mental que luego tenga. No regrese con las manos vacías.

—Como quiera.

—¿Qué pasará, entonces, con el Arconte? Teniendo a Callas, supongo que usted podría volver a plantear el viejo plan de abrir mi cripta.

—No lo sé —dijo Locke—. Tardaré al menos seis o siete semanas en volver con Callas. Mientras tanto, ¿por qué no piensa en lo que puede resultar más conveniente para usted? ¿En cualquier plan que le parezca interesante? Si quiere que regrese al lado del Arconte como agente doble, pues bien… No sé qué decirle. Me duele la cabeza. Usted es el único que tiene una perspectiva amplia de las cosas. Esperaré nuevas órdenes.

—Si mantiene todo esto dentro de sus cauces —dijo Requin, sopesando la bolsa—, me trae a Callas y continúa sintiéndose a gusto haciendo la parte que le toca… es posible que tenga cierto futuro a mi servicio.

—Me gusta.

—Y ahora váyase. Selendri le indicará la salida. Aún le queda una noche atareada en la que poner en práctica todas sus argucias mientras espera mis órdenes.

Locke reflejó en su rostro parte del alivio que sentía. Aunque aquella maraña de mentiras se hubiera ido complicando por todas las nuevas ramas que brotaban de ella, y su estructura fuera tan delicada que hasta la simple ventosidad de una polilla podía romperla… las dos entrevistas en las que se había visto envuelto aquella noche les habían dado lo que él y Jean estaban buscando: Stragos otros dos meses de vida, y Requin otros dos meses de tolerancia. Lo único que les quedaba por el momento era regresar a su bote sin más complicaciones y remar hasta un lugar seguro.

13

—Nos están siguiendo —dijo Jean mientras cruzaban el patio de servicio de la Aguja del Pecado. Se encaminaban hacia el laberinto de callejones y de setos, de macizos de vegetación y de senderos de servicio de las casas de fortuna de menor importancia por donde antes habían pasado. Su bote estaba amarrado en la parte interior de los muelles de la Gran Galería; habían subido hasta el extremo superior de los Peldaños Dorados por unas escaleras desvencijadas, evitando los ascensores y las calles donde podría acecharles algún problema.

—¿Dónde están?

—Al otro lado de la calle. Vigilando este patio. Se mueven cuando lo hacemos nosotros, justo ahora mismo.

—Mierda —musitó Locke—. Me gustaría que toda la población de capullos al acecho que tiene esta ciudad pusiera juntas sus pelotas para que yo pudiera darles patadas hasta aburrirme.

—Echamos una carrera hasta el extremo del patio —dijo Jean— y luego nos ocultamos. El que llegue corriendo detrás de nosotros…

—Nos explicará unas cuantas cosas por las bravas.

En el extremo del patio había un seto el doble de alto que Locke. Una arcada, rodeada por cajones y barriles vacíos, daba a la parte trasera de los Peldaños Dorados, que apenas se empleaba por estar siempre a oscuras. A diez metros de aquella arcada Locke y Jean comenzaron a correr a toda prisa como si alguien les hubiera dado la señal de que lo hicieran.

Al entrar en el callejón sumido en la oscuridad que se encontraba al otro lado de la arcada, Locke supo que sólo disponían de un instante para esconderse. Tenían que estar lo suficientemente lejos de la Aguja del Pecado para evitar que cualquiera de sus criados viera la pelea que se avecinaba. Dejaron atrás jardines y setos de césped vallados, alejándose de aquellos edificios donde cientos de las personas más adineradas del mundo de Therin perdían dinero por simple diversión. Finalmente encontraron dos montones de barriles vacíos situados a ambos lados del callejón… aunque fuera el mejor sitio para una emboscada, era posible que sus contrarios no se dieran cuenta de ello, obsesionados en perseguirlos a toda prisa.

Jean acababa de ocultarse. Locke sacó el estilete de una de sus botas, sintiendo los martillazos que daba su corazón, y se agachó en el montón de barriles que estaba a su lado. Se tapó el rostro con uno de los brazos cubiertos por la capa, dejando sólo expuestos los ojos y la frente.

El rápido sonido de cuero sobre piedra y luego… dos formas oscuras que pasan al lado de los barriles. Deliberadamente, Locke contuvo su ataque medio segundo para que Jean fuera el primero. Cuando el segundo de los individuos que los perseguían se volvió, sobresaltado por el ruido que Jean había hecho al atacar a su compañero, Locke saltó hacia delante, el puñal en la mano, lleno de júbilo al pensar que finalmente podrían salir de dudas.

Agarró muy bien a su atacante; deslizó su brazo izquierdo alrededor del cuello del hombre mientras apoyaba la hoja del puñal que tenía en la mano derecha contra su papada.

—Si no sueltas el arma, morirás… —apenas pudo decir más antes de que aquel hombre hiciera lo único que no debía hacer: abalanzarse hacia delante, quizá de modo reflejo, para intentar liberarse de la presa de Locke, sin darse cuenta del ángulo que la hoja formaba con su cuello. Locke jamás sabría si aquello fue una muestra del mayor de los optimismos o de la locura más demencial, pues el hombre se cortó medio cuello y murió al instante en un torrente de sangre. El arma que abandonó sus dedos inertes rebotó en las piedras del suelo con ruido metálico.

Locke abrió las manos como si no creyera lo que había sucedido y soltó el cadáver, encontrándose cara a cara con Jean, que respiraba dificultosamente encima de la forma inmóvil de su oponente.

—Un momento —dijo Locke—, no me digas que…

—Ha sido un accidente —dijo Jean—. Le quité el cuchillo, luchamos un poco y él se lo clavó en la caja torácica.

—Maldita sea —murmuró Locke, dejando caer unas gotas de sangre de su mano derecha—. Intentas que un bastardo siga con vida y mira lo que sucede…

—Ballestas —dijo Jean. Señalaba al suelo donde Locke, tras acostumbrarse a la oscuridad, acababa de descubrir las oscuras siluetas de dos pequeñas ballestas de mano. Eran del tipo llamado «de callejón», que sólo son efectivas a una distancia de diez metros—. Cógelas. Es posible que aún haya más gente que nos pise los talones.

—Diablos —Locke agarró una de las ballestas y pasó la otra a Jean, pero con mucho cuidado, pues aquellas flechas tan pequeñas podían estar envenenadas; sólo el pensar que estaba tocando a oscuras un arma que alguien podía haber envenenado le puso la carne de gallina. Pero Jean tenía razón: tenían que contar con alguna ventaja por si aún les estaban persiguiendo.

—Siempre digo que la discreción está bien para los demás —dijo Locke—. Saquemos el culo cuanto antes de este lugar.

Emprendieron una carrera precipitada por los lugares poco frecuentados de los Peldaños Dorados en dirección al norte de la amplia terraza de cristal antiguo, desde donde bajaron descansillo tras descansillo de peldaños de madera que se movían bajo ellos de un modo muy desagradable, mirando frenéticamente hacia arriba y hacia abajo para ver si los perseguían y así evitar cualquier emboscada. Para Locke, que se encontraba en mitad de la escalera, el mundo era un borrón que daba vueltas y que poseía los surreales colores del fuego y del cristal antiguo. En el puerto, el cuarto y último buque del festival se consumía por el fuego, un sacrificio de madera, brea y velas efectuado ante cientos de embarcaciones pequeñas repletas de sacerdotes y de gente muy animada.

Después de bajar por las escaleras y de cruzar las plataformas de madera de la parte interior de los muelles, aún se cruzaron con borrachos y mendigos que huyeron de su paso al ser amenazados por los puñales y ballestas que esgrimían. Ante ellos se encontraba el malecón, largo y vacío, que sólo albergaba un montón de cajas vacías. Pero ni pobres ni borrachos. Su bote se mecía plácidamente entre las olas a unos cien metros de donde lo habían dejado, brillantemente iluminado por la luz del infierno desatado en el puerto.

Un montón de cajas, pensó Locke, y ya fue demasiado tarde.

Cuando él y Jean se acercaron al malecón, dos hombres salieron de las sombras en el mejor sitio para tender una emboscada.

Locke y Jean se giraron al mismo tiempo; sólo el hecho de que empuñaran las ballestas robadas les permitió seguir con vida. Cuatro armas esgrimidas, cuatro hombres, tan cerca de sus blancos que podían tocarlos con la mano. Cuatro dedos estremecidos, cada uno a menos distancia de su correspondiente gatillo que el diámetro de una gota de sudor.

Locke Lamora se encontraba de pie en el muelle de Tal Verrar, sintiendo en la espalda el cálido viento de un barco que ardía y, en el cuello, el frío contacto del dardo de una ballesta.

Hizo una mueca e intentó concentrarse para seguir apuntando con la ballesta al ojo izquierdo de su contrario; éste y Locke estaban tan cerca que podían matarse el uno al otro siempre que apretaran los respectivos gatillos al mismo tiempo.

—Sé razonable —dijo el hombre que tenía enfrente. Las gotas de sudor formaron unos surcos apreciables a simple vista al deslizarse por su frente y sus mejillas cubiertas de mugre—. Sopesa las desventajas de tu situación.

Locke lanzó un bufido.

—A menos que tus globos oculares sean de hierro, estamos a la par en desventajas. ¿Tú que crees, Jean?

Allí, en el muelle, ellos dos se enfrentaban con otros dos: Locke al lado de Jean, el contrario de éste junto al contrario de Locke. Mientras cada uno de ellos apuntaba su ballesta, Jean y su enemigo casi se tocaban los pies; cuatro fríos dardos de metal que miraban a las respectivas cabezas de otros tantos hombres, quienes, comprensiblemente, estaban nerviosos por encontrarse a muy pocos centímetros de ellos. Y aunque todos los dioses de arriba o de abajo hubieran querido decidir lo contrario, ninguno de los dardos hubiese podido fallar su blanco a aquella distancia.

—Lo que creo es que los cuatro estamos metidos en una ciénaga y con el agua hasta las pelotas —respondió Jean.

Sobre las aguas que se encontraban tras ellos, el viejo galeón gimió y crujió mientras las rugientes llamas lo consumían desde dentro. En un radio de varios cientos de metros, la noche se había convertido en día. El casco del buque se hallaba surcado por las líneas blanco-anaranjadas que marcaban las cuadernas, las cuales comenzaban a separarse unas de otras. El humo se escapaba por aquellas hendiduras infernales, formando pequeñas erupciones que se asemejaban a las boqueadas de una enorme bestia de madera agonizante. Los cuatro hombres seguían de pie en el muelle, singularmente solos en medio de la luz y del ruido que comenzaban a llamar la atención de toda la ciudad.

—Baje su arma, por el amor de los dioses —dijo el rival de Locke—. Tenemos instrucciones de no matarles a menos que sea necesario.

—Y yo estoy seguro de que hará todo lo posible para respetar esas instrucciones —contestó Locke, que no pudo por menos de sonreír—. Lo siento, pero siempre he tenido a gala no confiar en quien me apunta a la tráquea con un arma.

—Aún tardará unos instantes en apretar el gatillo después de que yo haya apretado el mío.

—En cuanto se me canse la mano la punta de este dardo se alojará en su nariz. ¿Quién les envía contra nosotros? ¿Cuánto les han pagado? Mire, no estamos faltos de dinero, así que aún podemos llegar a un acuerdo al gusto de todos.

—En realidad —dijo Jean— yo sí sé quién los envía.

—¿De veras? —Locke miró furtivamente a Jean para luego centrar la mirada en su adversario.

—Y hemos llegado a un acuerdo, aunque no me atrevería a decir que sea a gusto de todos.

—Ah… Jean, creo que no me has entendido.

—No —Jean levantó una mano con la palma por delante hacia el hombre que tenía enfrente. Luego giró lentamente su arma hacia la izquierda… hasta que la ballesta apuntó a la cabeza de Locke. El hombre al que antes había tenido en la mira bizqueó sorprendido—. Tú eres el que no me entiende.

—Jean —dijo Locke, y la mueca se desvaneció de su rostro—, esto no tiene gracia.

—Estoy de acuerdo. Entrégame tu arma.

—Jean…

—Entrégamela ahora. Enseguida. Tú, ¿acaso eres medio idiota?, aparta esa cosa de mi cara y apúntale a él con ella.

El individuo que hasta entonces había estado apuntando a Jean se pasó la lengua por los labios, muy nervioso, pero no se movió.

Jean rechinó los dientes.

—Atiende, mono portuario con cerebro de esponja, estoy haciéndote el trabajo. ¡Apunta con tu ballesta a este compañero mío dejado de la mano de los dioses, para que podamos largarnos de este muelle!

—Jean, creo que podríamos decir que este giro de los acontecimientos no es en absoluto satisfactorio —dijo Locke, y pareció que iba a explayarse en el comentario, pero el contrario de Jean aprovechó la circunstancia para seguir el consejo de éste.

Entonces Locke pensó que el sudor le caía por el rostro como si fuera una cascada, como si la humedad formada por la traición abandonase el hogar que antes había estado ocupando, a la espera de algo peor.

—Tres. Tres contra uno —Jean escupió en el suelo—. Antes de marcharnos no me dejaste otra opción que cerrar un trato con el patrón de estos caballeros… ¡Maldita sea, me obligaste! Lo siento. Pensaba que se pondrían en contacto conmigo antes de atacarnos. Ahora, entrégame tu arma.

—Jean, ¿qué diablos te crees que estás…?

—No, no digas ni pío. No intentes ninguna sutileza conmigo; te conozco demasiado bien para dejar que sigas hablando. Silencio, Locke. Aparta el dedo del gatillo y entrégamela.

Boquiabierto por la incredulidad, Locke se quedó mirando la acerada punta del dardo de Jean. Y fue como si el mundo que le rodeaba comenzara a encogerse para luego centrarse en aquel pequeño punto del muelle donde se reflejaba el fuego anaranjado del infierno que ardía a su espalda.

—¿Fue ella, verdad? —susurró—. No pudiste negarte.

—Te lo diré por última vez, Locke —Jean rechinó los dientes y siguió apuntando justo entre los ojos de Locke—. Aparta el dedo del gatillo y levanta tu maldita arma. Ahora.