Capítulo 12

Puerto Pródigo

1

El Orquídea Emponzoñada siguió hacia el oeste por el sur en medio del aire húmedo y del mar en relativa calma, y los días continuaron su curso mientras Locke seguía ocupándose de un sinfín de trabajos.

A él y a Jean los habían transferido a la Guardia Roja, que se encontraba al mando de la teniente Delmastro debido a la ausencia de Nasreen. Las grandes ceremonias de iniciación no habían saciado el apetito que el buque sentía por todo aquello que tenía que ver con el mantenimiento; había que seguir embadurnando los mástiles, que comprobar una y otra vez las cuadernas, que barrer los puentes, que ajustar los aparejos. Locke aceitaba los sables que estaban en los armeros, apoyándose en el cabrestante de carga para trabajar mejor; servía cerveza durante la cena que todos tomaban a media tarde y llevaba trozos de soga para embrearlos hasta que los dedos se le quedaban rojos.

Drakasha saludaba a Locke con un asentimiento de cabeza, aunque sin dirigirle la palabra y sin llamarlo para charlar en privado con él.

Al pertenecer por pleno derecho a la tripulación, los antaño marineros del Mensajero tenían derecho a dormir donde, más o menos, les apeteciera. Algunos optaban por la bodega principal, sobre todo los que reclamaban la prerrogativa de compartir la hamaca con quienes siempre habían tripulado el Orquídea; pero Locke se sentía a gusto bajo el castillo, que ya había sido adecentado convenientemente. Tenía una capa liviana ganada a los dados que usaba a modo de almohada, un lujo después de tantos días tirado en el puente. Al finalizar la guardia de noche, apenas antes de que llegara la rosada claridad de la aurora, se iba a descansar, quedándose tan dormido como una estatua de piedra.

Era evidente que Jean se iba a dormir a otro sitio después de terminar su guardia.

No hubo ningún avistamiento hasta el vigésimo quinto día del mes, cuando se levantó un fuerte viento procedente del sur. Locke se había ido al amanecer para dormir en su sitio acostumbrado junto al mamparo de babor de una cubierta inferior; sintiéndose más que a gusto, llevaba roncando varias horas cuando se despertó sobresaltado sin saber por qué: Regio estaba acurrucado encima de su cuello.

—Ahh —dijo, y como si aquello fuera una señal, el gatito apoyó sus garras delanteras en las mejillas de Locke y comenzó a frotar su naricilla húmeda con la de él. Locke cogió al animalito, se incorporó y abrió unos ojos llenos de legañas. Era como si tuviera la cabeza llena de telarañas: algo le había despertado antes de tiempo.

—¿Has sido tú? —murmuró, acariciando la frente de Regio con dos dedos—. Chico, tenemos que dejar de encontrarnos de esta manera. No quiero aficionarme a ti.

—¡Tierra! —decía el débil grito proveniente de lo alto—. ¡A tres cuartos por la popa, a babor! —Locke depositó a Regio en el suelo, le dio un empujón para que fuera al lado de otro durmiente que roncaba y salió tambaleándose hacia la luz del día.

La actividad en cubierta parecía normal; nadie corría apresurado por ella ni entregaba mensajes urgentes a Drakasha, ni siquiera la barandilla estaba atestada de gente deseosa de divisar la tierra cada vez más cercana. Alguien le dio una palmada en la espalda. Al volverse, comprobó que se trataba de Utgar, que llevaba un rollo de soga colgado de los hombros. El vadraní le saludó amistosamente con un asentimiento de cabeza.

—Pareces confuso, guardia roja.

—Es que… cuando escuché ese grito, supuse que habría más animación. ¿Es Puerto Pródigo?

—Que va. Ni siquiera las Islas del Viento Fantasma, pero nos aproximamos a ellas. Son unos lugares míseros. Isla del Áspid, Roca Bastarda, Arenas de Ópalo. No queremos atracar en ninguno de esos sitios. Aún nos quedan dos días para llegar a Puerto Pródigo, aunque con estos vientos las cosas no irán a nuestro gusto.

—¿A qué te refieres?

—Ya lo verás —Utgar enseñó los dientes, como guardándose algo para sí—. Seguro que lo verás. Sigue durmiendo un rato, pues te toca subir a los mástiles dentro de dos horas.

2

Las Islas del Viento Fantasma fueron creciendo alrededor del Orquídea como si fueran una pandilla de salteadores que disfrutara al acercarse lentamente hacia su presa. El horizonte, antes limpio, aparecía salpicado de islas cubiertas por una espesa jungla coronada de niebla. Unos picos tan altos como negros retumbaban de manera intermitente, lanzando hebras de vapor y de humo hacia un cielo de color gris oscuro. La lluvia formaba cortinas de agua al caer, nada que ver con las despiadadas tormentas de alta mar, sino más bien con el indolente calor húmedo de los trópicos, tan tibio como la sangre y apenas disipado por la brisa de la jungla.

A medida que se dirigían hacia el oeste, las aguas se aclararon, pasando del cobalto de las profundidades al azul cielo y al color traslúcido propio de la aguamarina. El lugar hervía de vida; las aves volaban por encima de ellos, los peces saltaban como dardos en los bajíos formando nubes plateadas, mientras unas formas sinuosas, mayores que las de los seres humanos, proyectaban su sombra sobre ellas. Acechaban con languidez desde la estela del Orquídea: tiburones-guadaña, viudos azules, escolleras de la mala suerte, aletas-daga. La más irreal de todos era la variante local del tiburón-lobo, cuyo lomo le permitía camuflarse en la confusa neblina que reinaba bajo el buque. A la hora de querer verlo era imprescindible gozar de buena vista, ya que servía tanto para descubrir las espectrales incongruencias de color que delataban su presencia, como para evitar su proximidad, pues aquel tiburón tenía la desconcertante costumbre de nadar en círculo por debajo de las barandillas de alivio.

Locke agradeció a los dioses que no supiera saltar.

Siguieron a la vela durante un día y medio, girando eventualmente para esquivar el arrecife de turno o las islas muy pequeñas. Drakasha y Delmastro parecían conocer la zona de memoria y sólo consultaban las cartas de Drakasha en raras ocasiones. Locke comenzó a descubrir restos de presencia humana entre los bajíos y las rocas: aquí un mástil erosionado; allá, hundido en el fondo arenoso, el esqueleto de una quilla. En el transcurso de una de sus guardias nocturnas, distinguió cientos de criaturas parecidas a los cangrejos, pero tan grandes como un perro, congregándose en el volcado casco de un buque. Cuando el Orquídea pasó por delante de ellas, las criaturas abandonaron en masa aquel arrecife artificial y se lanzaron al agua, que espumeó blanca. A los pocos instantes habían desaparecido por completo.

Locke terminó la guardia pocas horas después, consciente de que la tripulación que le rodeaba estaba cada vez más nerviosa. Algo había cambiado. Drakasha recorría el alcázar de un lado para otro, ordenando que subieran más vigías a los mástiles y hablando en voz baja con Delmastro y con Mumchance.

—No creo que vaya a contarme lo que pasa —dijo Jean después de que Locke dejara caer con sutileza lo que estaba pensando—. Ahora es más la teniente Delmastro que Ezri.

—Eso quiere decir algo —comentó Locke—, que debemos refrenar la alegría que sentimos.

Drakasha llamó a toda la tripulación en el cambio de guardia vespertino. Una enorme, sudorosa y ansiosa muchedumbre de hombres y mujeres miraba la barandilla del alcázar mientras aguardaba las palabras de la capitana. El sol era un disco de cobre fundido que remataba las alturas de las junglas situadas por delante de ellos; los colores de aquel fuego se iban extendiendo poco a poco entre las nubes, mientras a su alrededor las islas comenzaban a sumirse en la oscuridad.

—Y bien —dijo Drakasha—, la situación es la siguiente. Estos últimos días los vientos nos han llevado muy deprisa, apartándonos de nuestro rumbo hacia el sur. Esta noche podemos anclar en Puerto Pródigo, pero sin pasar por la Puerta del Comerciante.

Un murmullo general se alzó de todo aquel gentío. La teniente Delmastro dio un paso para situarse al lado de la capitana; luego apoyó una mano en el cinturón, que como siempre llevaba atestado de armas, y exclamó:

—¡Silencio! ¡Por los meados de Perelandro, ya hemos pasado antes por esta situación!

—Es cierto —dijo Drakasha—. Animaos, Orquídeas. Haremos lo que siempre hemos hecho. Que la guardia roja descanse un poco. Os llamaré dentro de unas horas. Después nadie dormirá, ni beberá, ni echará un polvo hasta que estemos a salvo. Guardia azul, entráis en servicio. Del, atiende a la guardia entrante. Que todos bajen corriendo.

—¿Bajar corriendo adónde? —Locke miró a su alrededor haciendo casi la pregunta al aire, pues la tripulación había comenzado a dispersarse.

—Hay dos maneras de llegar a Puerto Pródigo —dijo Jabril—. La primera es franquear la Puerta del Comerciante. Tiene una longitud de doce millas. Hay que virar todo el rato, pues está llena de bajíos. Hay que avanzar muy despacio. Durante la mayor parte del trayecto hay que ir muy despacio, pero si el viento del sur es muy fuerte no es posible atravesarla. Tardaríamos días.

—Entonces, ¿qué puñetas vamos a hacer?

—La segunda es llegar desde el oeste. La mitad de larga. Aunque llena de virajes, no es tan mala como la primera. Sobre todo con este viento. Pero jamás se sigue si puede tomarse la otra opción. La llamamos el Paso de las Voces.

—¿Por qué?

—Porque hay algo en él —dijo la teniente Delmastro mientras se abría camino entre los ya escasos tripulantes, todos ellos provenientes del Mensajero, que se habían congregado alrededor de Jabril. Jean observó que Ezri le daba un ligero apretón en el brazo antes de proseguir—. Algo… que vive allí… y se escuchan cosas.

—¿Algo? —Locke no pudo evitar que su voz sonara ligeramente enfadada—. ¿Peligra el buque?

—No —respondió Delmastro.

—Entonces sea más específica. ¿Peligramos los que estamos a bordo de él?

—No lo sé —dijo Delmastro, mirando un instante a Jabril—. ¿Algo abordará al buque? No, positivamente no. ¿Tendréis ganas de… abandonar el buque? Eso no lo sé. Dependerá de vuestro temperamento.

—No creo que me agrade mirar de cerca eso que nada por aquellas aguas, sea lo que sea —dijo Locke.

—Bien. Entonces, lo más probable es que no tenga que preocuparse por nada —Delmastro suspiró—. Pensad en lo que ha dicho la capitana. Lo mejor es que descanséis un poco. Os llamaremos cuando hayáis cumplido la mitad del descanso que os hubiera tocado en una guardia normal, así que aprovechad el tiempo —se acercó hasta Jean y le susurró algo al oído (Locke escuchó que le decía: «Como voy a hacer yo»)—. Ah, te veré más tarde, Jerome.

Locke sonrió a su pesar.

—¿No va a echar una cabezada?

—Diablos, no. Quiero mover deprisa los pulgares y despejarme cuanto antes hasta que nos llamen. A lo mejor encuentro a alguien que quiera echar una partida de cartas conmigo…

—Lo dudo —dijo Delmastro—, su reputación…

—Sufro una persecución injusta por culpa de mi buena fortuna —dijo Locke.

—Bueno, quizá sólo sea que da mala suerte a los que juegan con usted. Para el inteligente —y le lanzó un besito en broma—. O lo que usted sea, Ravelle.

—Oh, llévese a Jerome y hágale todas las maldades que quiera —Locke cruzó los brazos y apretó los dientes. El hecho de que Delmastro hubiera comenzado a mostrarse más amistosa con él en los últimos días era de agradecer—. Y juzgaré su actuación en la medida en que Treganne se encuentre más o menos fastidiada la próxima vez que la vea. Diablos, así es como me divierto. Y estoy por apostar por la manera en que dos fieras como ustedes consiguen que la erudita…

—No hará nada de eso —dijo Delmastro— a menos que quiera que le encadene a un ancla por sus preciadas partes y le pasee por encima de un arrecife.

—No, mejor —dijo Jean— apuesto con él y luego hago trampa.

—¡Valora, este buque tiene dos anclas!

3

Cuando Jean y Ezri subieron al alcázar ya había comenzado a anochecer. Drakasha estaba cerca de la barandilla, acunando a Cosetta en su brazo izquierdo y echando algo en una copa de plata con la mano derecha.

—Debes tomártelo, cariño. Es una bebida muy especial que las princesas piratas tienen que tomarse por la noche.

—No —musitó Cosetta.

—¿No eres una princesa pirata?

—¡No!

—Yo creo que sí. Sé buena.

—¡No quiero!

Jean regresó a los momentos transcurridos en Camorr, recordando el trato que el padre Cadenas daba a cualquiera de los jóvenes Caballeros Bastardos que le desafiase. Aunque entonces ellos eran mucho mayores que Cos, los niños sólo eran niños, y eso hacía que Drakasha pareciera dolida.

—Vaya, vaya —dijo en voz alta, acercándose a las dos Drakasha para que Cosetta se fijara en él—. Eso tiene muy buena pinta, capitana Drakasha.

—La tiene —dijo ella— y sabe mejor de lo que parece.

—Bah —dijo Cosetta—. ¡Ahhhhh! ¡No!

Tienes que tomártelo —dijo su madre.

—Capitana —dijo Jean como si estuviera encaprichado de la copa de plata—. Tiene un aspecto tan bueno… Si Cosetta no se lo toma, démelo a mí.

Drakasha le miró y sonrió.

—Bueno —dijo como si estuviera enfadada—, si Cosetta no lo quiere, tendré que dárselo a usted —así que apartó despacio la copa del lado de Cosetta y la acercó a donde se encontraba Jean, mientras la niñita abría unos ojos como platos.

—¡No! —exclamó—. ¡No!

—Si tú no te lo bebes —dijo Drakasha con aires de haber tomado una decisión—, será para Jerome. Así son las cosas, Cosetta.

—Mmmm —dijo Jean—. Creo que me lo tomaré de un trago.

—¡No! —Cosetta agarró la copa—. ¡No, no, no!

—Cosetta —dijo Drakasha con mucha seriedad—, si quieres esa copa, tendrás que beberte lo que tiene dentro. ¿Me has entendido?

La niñita asintió mientras hacía pucheros y alargaba los dedos para hacerse con aquel premio que, de repente, le parecía de valor incalculable. Zamira llevó la copa de plata a los labios de Cosetta y ésta se bebió su contenido con enorme ansia.

—Muy bien —dijo Drakasha, besando a su hija en la frente—, muy, pero que muy bien. Ahora voy a llevaros abajo a ti y a Paolo para que durmáis —deslizó la copa vacía en uno de los bolsillos de su casaca, bajó a Cosetta hasta su pecho y saludó con la cabeza a Jean—. Gracias, Valora. El puente es tuyo, Del. Pero sólo durante unos minutos.

—No le gusta nada tener que hacer eso —dijo Ezri en voz baja cuando Drakasha hubo desaparecido por las escaleras.

—¿Alimentar a Cos por la noche?

—Es leche de adormideras. Quiere que sus hijos estén dormidos mientras atravesamos… el Paso de las Voces. Por nada del mundo querría que estuvieran despiertos cuando pasemos por él.

—¿Y qué diablos va…?

—No resulta fácil explicarlo —dijo Ezri—. Y es mejor no saberlo. Pero tú estarás bien, pues sé que tienes mucha fuerza de voluntad —le pasó una mano por la espalda—. Has logrado sobrevivir a mis malos humores.

—Ah —dijo Jean—, de eso nada: cuando una mujer tiene tu corazón, ya no tiene malos humores… Sólo humores interesantes… incluso humores muy interesantes.

—Donde yo nací, a los aduladores desmesurados los meten en una jaula de hierro para que se sequen como la mojama.

—Ya sé por qué te escapaste. Inspiras tanta adulación que cualquier hombre que hubiera hablado contigo habría acabado en esa jaula…

—¡Eres más que desmesurado!

—Tengo que hacer algo para mantener la mente alejada de lo que está por llegar…

—¿Acaso lo que hemos estado haciendo abajo no te servido de nada?

—Bueno, creo que podríamos volver a bajar y…

—Es una pena que la zorra más grande de este buque no sea ni Drakasha ni yo, sino el deber —y besó a Jean en la mejilla—. Si quieres algo que te mantenga ocupado, puedes hacer los preparativos para entrar en el Paso. Vete al armario de proa y tráeme las luces alquímicas.

—¿Cuántas?

—Todas las que haya —dijo ella—. Hasta la última que puedas encontrar.

4

Las diez de la noche. La oscuridad cubría como una capa las Islas del Viento Fantasma mientras el Orquídea Emponzoñada, sólo con las gavias, acometía el Paso de las Voces bañado por unas luces ambarinas y blancas. Cien faroles alquímicos habían sido devueltos a la vida y dispuestos alrededor de todo el casco del buque, algunos entre los aparejos, pero la mayoría por debajo de las barandillas, creando falsos reflejos de fuego ondulante en las negras aguas que se encontraban bajo ellas.

—Marca seis —decía uno de los marineros que Drakasha había situado en los costados, desde donde manipulaban sus plomadas para comprobar la altura del agua que había entre el casco del buque y el fondo del mar; seis brazas, otros tantos metros. El Orquídea podía deslizarse por fondos aún más bajos.

Por lo general, los sondeos se tomaban de vez en cuando, y el hombre que manejaba la plomada se bastaba para hacerlos. Pero en aquellos momentos, dos de los marineros más viejos y experimentados se encargaban de ellos, soltando las plomadas y cantando las mediciones constantemente. Por si fuera poco, cada uno tenía a su lado un pequeño grupo de… hombres atentos (la expresión era de Jean, la primera que se le había ocurrido): marineros bien armados y vestidos con armadura.

El buque había adoptado todo tipo de medidas, algunas de ellas extrañísimas. Los escasos tripulantes de elite que vigilaban en lo alto de las velas se habían atado cuerdas de seguridad en la cintura; en caso de caerse, oscilarían como péndulos, pero saldrían con vida. No habían encendido ningún fuego, puesto que el humo estaba estrictamente prohibido. Los hijos de Drakasha dormían en su cabina, con las persianas echadas y una guardia en las escaleras. La propia Drakasha se había puesto su armadura de láminas de cristal antiguo, y las empuñaduras de sus sables asomaban, bien dispuestas, en sus vainas.

—Seis menos un cuarto —decía uno de los que sondeaban.

—Se está levantando niebla —dijo Jean. Él y Locke se encontraban en la barandilla de estribor del alcázar. Cerca de ellos, Drakasha se movía de un lado para otro, Mumchance atendía la rueda y Delmastro estaba al lado de la bitácora con un pequeño anaquel de relojes de arena.

—Así comienza —dijo Mumchance.

El Orquídea acababa de entrar en un canal de media milla de anchura sembrado de escollos que alcanzaban la mitad de la altura del buque y que estaban coronados por una jungla oscura que aparecía y desaparecía en la negrura. En aquella jungla había débiles sonidos de cosas invisibles: chirridos, roces, chasquidos. Los arcos de luz que formaban los faroles del buque iluminaban las aguas en un radio de quince a veinte metros; en los bordes de aquel círculo de luz, Jean observó que unos hilillos de bruma gris comenzaban a arremolinarse por encima del agua.

—Cinco y medio —decía el marino que medía por estribor.

—Capitana Drakasha —Utgar estaba en la barandilla, cogiendo la cuerda de la sonda entre sus dedos—, cuatro nudos.

—Entendido —dijo Drakasha—. Cuatro nudos y la popa todavía no ha entrado por el Paso. —Avísame dentro de diez minutos, Del.

Delmastro asintió, colocó uno de sus relojes encima de la mesa y observó cómo caía la arena. Drakasha se dirigió a la barandilla delantera del alcázar.

—Escuchadme —se dirigía a la tripulación que trabajaba en cubierta o vigilaba desde ella—. Si comenzáis a sentiros extraños, apartaos de las barandillas. Si no queréis quedaros en cubierta, id abajo. Hay un trabajo que debemos cumplir como en tantas otras ocasiones. Nada os hará daño mientras sigáis en el buque. Aferraos a ese pensamiento. No abandonéis el buque.

La bruma se estaba levantando, haciéndose cada vez más espesa. Las sombrías siluetas de los arrecifes y junglas que los rodeaban comenzaron a desvanecerse rápidamente. A su alrededor sólo había negrura.

—Los diez minutos, capitana —anunció Delmastro cuando hubo transcurrido ese tiempo.

—Marca cinco —decía uno de los hombres de las sondas.

—Mum, timón abajo —Drakasha se sirvió de un bastón de carboncillo para garrapatear una nota rápida en un pergamino doblado—. Dos radios a sotavento.

—Sí, capitana, timón a sotavento por dos.

Después de que el maestro de las velas ajustase ligeramente el timón, el buque se inclinó hacia babor. Los marinos que estaban en la arboladura efectuaron unos ligeros ajustes en las velas y en los aparejos según las instrucciones que Drakasha les había proporcionado antes de entrar en el Paso.

—Avísame dentro de doce minutos, Del.

—Sí, capitana, en doce.

Mientras transcurrían aquellos doce minutos la niebla se hizo más espesa, como si fuese humo salido de un fuego que alguien hubiese encendido. Los rodeaba por todos los lados, un muro inmaterial de color gris que parecía encerrar dentro de una burbuja los sonidos y la luz del buque para aislarlos de cualquier contacto con el mundo exterior. Los crujidos de las cuadernas y de los aparejos, el chapoteo del agua contra el casco, el parloteo de las voces… todo aquello sonaba como con sordina, y los sonidos propios de la jungla habían desaparecido. La niebla fue invadiéndolos poco a poco hasta cruzar la efímera línea de agua iluminada por los faroles. La visibilidad en todas las direcciones se había reducido a trece metros.

—Doce, capitana —dijo Delmastro.

—Mum, timón arriba —dijo Drakasha, mirando fijamente la rosa de los vientos de la bitácora—. Timón a barlovento. Llévanos al noroeste por el oeste —y dijo a gritos a la tripulación que estaba en el combés—: ¡Preparados para bracear las vergas! ¡Noroeste por el oeste, viento hacia babor!

Hubo varios minutos de actividad mientras el buque se adaptaba lentamente a su nuevo rumbo y la tripulación posicionaba las vergas. Mientras tanto, Jean estaba cada vez más convencido de que no se estaba imaginando que aquella niebla amortiguara los sonidos. El sonido de todo lo que hacían simplemente moría al tocar aquel sudario intangible. De hecho, la única evidencia de que existía un mundo al otro lado de la niebla se debía al olor a tierra mojada de la jungla que era arrastrado por la cálida brisa que recorría el puente.

—Marca siete —dijo uno de los encargados de la sonda.

—Veintidós minutos, Del.

—Sí —dijo Delmastro, volcando sus relojes como si fuera una autómata.

Los siguientes veintidós minutos transcurrieron en un silencio claustrofóbico, sólo aliviado por el ocasional ondear de las velas y los gritos de los hombres de las sondas. La tensión fue en aumento a medida que los minutos fueron pasando, hasta que…

—Tiempo, capitana.

—Gracias, Del. Mum, baja el timón. Llévanos al sudoeste por el oeste —levantó la voz—: ¡Ahora, con energía! ¡Amuras y escotas! ¡A la amura de babor, sudoeste por el oeste!

Las velas se estremecieron y la tripulación recorrió el buque sudando y tirando de las sogas mientras el buque se escoraba hacia la amura de babor. Giraron en medio de la niebla mientras la brisa impregnada con los olores de la jungla les seguía como un boxeador que diera vueltas alrededor de un contrario, hasta que Jean pudo sentirla de nuevo en su mejilla izquierda.

—Mantente firme, Mum —dijo Drakasha—. Ezri, quince minutos.

—Sí, quince.

—Ahora viene lo jodido —murmuró Mumchance.

—Déjate de chorradas —dijo Drakasha—. Los únicos realmente peligrosos en este sitio somos nosotros.

Jean sintió una picazón en la piel de la frente. Levantó una mano para enjugarse el sudor que comenzaba a acumularse en ella.

—Cinco menos un cuarto —dijo uno de los sondeadores.

Jean, susurró una voz muy débil.

—¿Qué quieres, Orrin?

—¿Eh? —Locke se agarraba a la barandilla con las dos manos y apenas había escuchado a Jean.

—¿Qué querías?

—Si no he dicho nada.

—¿No me has…?

Jean Tannen.

—Oh, por los dioses —dijo Locke.

—¿También lo escuchas? —Jean se le quedó mirando—. Una voz…

—No llega por el aire —susurró Locke—. Más bien se parece… ya sabes a qué. Como en Camorr.

—¿Y por qué está diciendo mi…?

—No lo está diciendo —dijo Drakasha con voz muy baja y llena de urgencia—. Nos ha hablado a todos. Todos hemos escuchado nuestros auténticos nombres. Resistid.

—Guardián Avieso, no temeré a la oscuridad pues la noche es tuya —murmuró Locke mientras apuntaba con los dedos pulgar e índice de su mano izquierda hacia la negrura, la Daga del Decimotercero, una señal que los ladrones suelen hacer para protegerse del mal—. Tu noche es mi manto, mi escudo, mi salvación de los que van de caza para alimentar la soga de los ahorcados. No temeré el mal, pues has hecho de la noche mi amiga.

—El Benefactor sea bendito —dijo Jean, apretándose contra el antebrazo izquierdo de Locke—. Paz y provecho para sus hijos.

Jean… Estevan… Tannen.

Sintió la voz, comprendiendo que el sonido que le parecía escuchar no era tal, sino el eco de algo que no hacía ningún sonido. Sentía la invasión de su conciencia de un modo tan claro como si unos insectos estuvieran frotándose las patas en su piel. Volvió a secarse la frente y observó que sudaba demasiado, incluso más de lo que hubiera sido usual en una noche tan cálida como aquélla.

Más hacia la proa, alguien comenzó a sollozar de un modo estruendoso.

—Doce —Jean acababa de escuchar las palabras de Ezri, apenas unos susurros—. Doce minutos más.

El agua está fría, Jean Tannen. Tú… estás sudando. Las ropas te pican. La piel… te escuece. Pero el agua está fría.

Drakasha irguió el pecho y bajó corriendo las escaleras del alcázar, dirigiéndose al combés. Miró al marinero que sollozaba, lo levantó con sumo cuidado y le dio una palmada en la espalda.

—Barbilla arriba, tripulantes del Orquídea. Aquí no hay nada peligroso. Esto no es una lucha a mar abierto. Manteneos firmes.

Parecía bastante decidida. Jean se preguntó cuántos miembros de la tripulación sabían o se imaginaban que ella había drogado a sus hijos para no hacerles pasar por aquello.

¿Era la imaginación de Jean, o la niebla se estaba aclarando por la proa? La calina no se había hecho más tenue, sino que había perdido parte de su oscuridad… cobrando cierta luminiscencia enfermiza. El siseo del agua se convirtió en un latido constante que mantenía cierto ritmo. Las olas se rompían sobre los bajíos. El agua oscura se ondulaba en el contorno del pequeño círculo de luz que los protegía.

—El arrecife —musitó Mumchance.

—Cuatro de profundidad —dijo uno de los marinos a cargo de la sonda.

Algo se desperezó en la niebla como si se moviera. Jean escrutó la tiniebla que giraba para intentar verlo mejor. Se rascó el pecho, precisamente en el lugar en que la camisa empapada de sudor le irritaba la piel.

Ven al agua, Jean Tannen. Está muy fría. Ven. Quítate la camisa, líbrate del sudor, líbrate del escozor. Trae… a la mujer. Tráetela al agua. Ven.

—Por los dioses —susurró Locke—, eso que está ahí fuera conoce mi verdadero nombre.

—También el mío —dijo Jean.

—Quiero decir que no me está llamando Locke. Sabe cómo me llamo realmente.

—Oh, mierda.

Jean se quedó mirando aquella agua oscura, escuchando el sonido que hacía al romperse contra el arrecife que nadie lograba ver. No podía estar fría, pues todo lo de aquel maldito lugar estaba demasiado cálido. Pero el sonido… el sonido de las olas no era desagradable. Aguzó el oído, sin estar pendiente de nada más durante varios segundos; después levantó la cabeza como adormilado y miró fijamente a la niebla.

Y vio algo durante un instante muy breve. Una forma oscura que se recortaba contra las cortinas que formaba la niebla. Del tamaño de un hombre. Alta, delgada e inmóvil. Al acecho encima del arrecife.

Jean se estremeció y la forma desapareció. Parpadeó como si se despertara de una ensoñación. La niebla había vuelto a ser tan oscura y sólida como antes, la luz percibida en su imaginación ya no estaba, y el siseo del agua sobre los bajíos en absoluto le parecía algo agradable. El sudor le cayó por cuello y brazos, formando torrentes que escocían. Entonces, agradeciendo que sus pensamientos habían vuelto a centrarse en la realidad, se rascó con furia.

—Profundidad cuatro… no, cuatro y una cuarta —murmuró uno de los de la sonda.

—Ya han pasado —dijo Ezri como si acabara de despertarse—. ¡Tiempo! ¡Tiempo!

—Seguro que no —murmuró Locke—. Apenas han transcurrido unos minutos.

—Miré al reloj y la arena ya había caído. ¡No sé qué ha sucedido! —y alzó la voz con gran premura—. ¡Capitana, tiempo!

—¡Despertad, despertad! —Drakasha gritaba como si el buque estuviera siendo atacado—. ¡Amuras y escotas! ¡Al oeste por el norte! ¡Viento hacia babor, bracear las vergas!

—Al oeste por el norte —dijo Mumchance.

—No lo entiendo —dijo Ezri, mirando sus relojes de arena. Aunque tuviera manchada de sudor la camisa azul y los cabellos se le hubieran pegado por el calor, su rostro no había abandonado la expresión preocupada de antes—. Estaba mirando los relojes. Fue como si al parpadear… el tiempo pasara de repente.

El puente estaba dominado por la conmoción. Volvía a soplar la brisa, y la niebla a arremolinarse a su alrededor mientras Mumchance ajustaba el nuevo rumbo con los toques precisos y casi delicados que sabía imprimir a la rueda del timón.

—Por los dioses —dijo Ezri—, esta vez ha sido peor.

—Jamás había visto nada igual —añadió Mumchance.

—¿Nos queda para mucho? —preguntó Jean, sin avergonzarse por parecer ansioso.

—Es el último turno —dijo Ezri—. Suponiendo que nos hayamos desplazado demasiado al sur y que en los próximos minutos no nos quedemos varados, manteniéndonos hacia el oeste por el norte llegaremos a Puerto Pródigo de un tirón.

Se deslizaron por las oscuras aguas y poco a poco la extraña sensación que Jean había tenido en la piel desapareció. La niebla también lo hizo, primero abriendo un claro de oscuridad delante de la proa y luego desenmarañándose en la popa. La luz de los faroles comenzó a derramarse libremente en la oscuridad de la noche y después volvieron los tranquilizadores sonidos de la jungla a ambos lados del canal.

—Profundidad ocho —decía uno de los marineros que se encargaban de la sonda.

—Estamos en el canal principal —dijo Drakasha mientras subía a lo alto del alcázar—. Todos lo habéis hecho muy bien —se volvió para mirar por encima del combés—. Quitad la mayoría de los faroles, dejando los necesarios para la navegación, no vayamos a llamar la atención al entrar en el puerto. Seguid tomando la profundidad —y abrazó a Ezri y a Mumchance—. Aunque dije que nada de bebida, lo que hemos pasado se merece un trago —y miró a Locke y a Jean—. Creo que voy a encomendarles una tarea. Abran un barril de cerveza y que todos se lo beban al lado del palo mayor —y levantó la voz—. Media jarra para todo el que la quiera.

Mientras Jean salía a toda prisa con Locke en sus talones, descubrió que la tensión de muy poco antes acababa de esfumarse. La tripulación había dejado atrás sus caras preocupadas y todos charlaban y reían entre sí. Incluso unos pocos que se mantenían alejados, con los brazos cruzados y la mirada baja, parecían aliviados. Lo único extraño de toda aquella escena, se dijo Jean, es que la mayoría de los que estaban en ella intentaban centrarse en el buque y en la gente que los rodeaba.

Tuvo que transcurrir más de una hora para que la mayoría de ellos se atreviera a mirar al agua.

5

Si aquella noche hubierais podido permanecer cernidos en el aire a trescientos metros por encima de Puerto Pródigo, seguro que hubieseis visto un débil jirón de luz que parecía una joya encastrada en medio de la ilimitada negrura de los trópicos. Las nubes velaban las lunas y las estrellas. Incluso las tenues líneas rojas de lava que en ocasiones incendiaban los lejanos horizontes habían desaparecido; aquella noche, esas montañas oscuras a las que me refiero eran como brasas que ardieran sin fuego.

Puerto Pródigo es una larga playa situada en la costa norte de una gran isla llena de colinas. A su espalda se encuentran muchas millas de antiguo bosque pluvioso; en aquella extensión siniestra ni siquiera llega a verse el menor asomo de luz.

El amplio puerto encajonado entre colinas recibe con una cordialidad desusada a los buques que llegan hasta él por los arduos pasajes abiertos en la mar. En el fondo de arenas blancas de su bahía no hay arrecifes ni islotes ni, mucho menos, los peligros propios de la navegación. En el extremo este de la ciudad los bajíos permiten caminar con el agua hasta la cintura, mientras que en el que se halla al oeste cualquier buque de gran calado jamás llegará a besar la costa, pues siempre encontrará ocho o nueve brazas de agua salada bajo su quilla.

Una floresta de mástiles se mece tranquilamente por encima de las aguas, una mezcolanza flotante de diques secos, botes, buques y cascos en diferentes estados de reparación. En Puerto Pródigo existen dos fondeaderos claramente diferenciados. Uno de ellos es el Cementerio, donde flotan los cientos de cascos y de pecios que jamás volverán a mar abierto. El otro, al este del primero, que se jacta de poseer los diques más nuevos y más grandes, es el Hospital: recibe este nombre porque sus pacientes aún están vivos.

6

En cuanto el Orquídea Emponzoñada salió del Paso de las Voces comenzó a oírse el tañido de una campana, que propagó sus lentas cadencias metálicas sobre la superficie del agua.

En la barandilla de babor del buque, Locke contempló las luces de la ciudad, así como los ondulantes reflejos que suscitaban en la bahía.

—La guardia del puerto seguirá tocando esa maldita cosa hasta que no echemos el ancla —Jabril había tomado buena nota de la curiosidad que mostraba Locke y se había acercado a él—. Así todos sabrán que hacen su trabajo y que se merecen el licor que toman.

—Jabril, ¿pasaste mucho tiempo en este sitio?

—Yo nací aquí. Mi condición de prisionero de Tal Verrar es lo único que conseguí en cuanto quise visitar otros mares.

La operación de fondear en Puerto Pródigo carecía de las usuales ceremonias que Locke había visto en otras tierras: nada de prácticos del puerto ni de oficiales de aduanas, ni siquiera un pescador curioso. Además, para su sorpresa, Drakasha no quiso entrar en el puerto. Se quedó a media milla de la costa, recogió las velas y dejó encendidos los faroles.

—Bajad un bote a babor —ordenó Drakasha, mirando la ciudad y sus fondeaderos a través de su catalejo—. Echad la red antiabordaje por estribor. Dejad encendidos los faroles. Relevad a la guardia azul, pero mantened unos cuantos sables listos en los mástiles. Del, coge a Malakasthi, a Dantierre, a Konar el Grande y a Rask.

—A la orden, capitana.

Después de ayudar a varios marineros en la maniobra de arriar uno de los botes grandes del buque desde la borda, Locke fue al lado de Drakasha, que estaba en el alcázar, y vio que seguía mirando la ciudad con el catalejo.

—¿Tiene algún motivo para ser precavida, capitana?

—Hemos estado fuera durante varias semanas —dijo Drakasha—, y las cosas cambian. Tengo una tripulación numerosa y un buque bastante grande, pero aquí no significan nada, porque en el puerto hay buques mayores con mucha más tripulación.

—¿Ha visto algo que le preocupe?

—No preocupada. Curiosa. Da la impresión de que todos nos hayamos reunido por primera vez. ¿Ve esa hilera de buques en los diques del este, muy cerca de nosotros? Cuatro de los capitanes del Consejo están en la ciudad. Cinco, ahora que he vuelto —bajó el catalejo y le echó una mirada de soslayo—. Más dos o tres comerciantes independientes, por lo que puedo ver.

—Espero sinceramente que no pase nada —dijo Locke con mucha calma.

En aquel momento, la teniente Delmastro regresaba al alcázar, armada y con armadura, junto con los cuatro marineros que le habían ordenado.

Malakasthi, una mujer delgada con más tatuajes en el cuerpo que palabras del vocabulario que conocía, gozaba en el buque de cierta reputación en el manejo del cuchillo. Dantierre era un verrarí calvo y barbudo que había hecho jirones las sedas de un aristócrata; luego se había convertido en proscrito después de una larga carrera como duelista profesional. Konar el Grande, que hacía honor a su nombre, era el montón de carne humana más grande a bordo de Orquídea. Y Rask… Locke lo había reconocido al instante, un asesino de asesinos. Drakasha, tal y como hubieran hecho muchos garristas de Camorr, lo mantenía atado en corto, empleando sus servicios sólo cuando necesitaba que la sangre salpicase las paredes. Que salpicase muchísimo las paredes.

Un grupo bastante bestial, ninguno de ellos joven, ni ninguno ajeno a las órdenes de Drakasha. Locke lo pensó mientras toda la tripulación se agolpaba en el combés.

—Utgar queda al mando —anunció Drakasha—. Esta noche estaremos fuera. Me llevo a Del y a un pequeño grupo para sondear la ciudad. Si todo va bien… tendremos unos días muy ajetreados… y mañana por la tarde yo misma estaré repartiendo los beneficios. Intentad no ganárselos en el juego a vuestros compañeros antes de tenerlos en el bolsillo, ¿de acuerdo?

»Mientras tanto, la guardia roja tripulará el buque. Las redes antiabordaje seguirán a estribor hasta que regresemos. Apostad vigías en todos los mástiles y no perdáis de vista la línea de flotación. Que aquellos de la guardia azul que quieran, duerman cerca de los armeros. Y los que no quieran, que tengan al alcance de la mano puñales y mazas —y luego añadió, ya con más calma y mirando a Utgar—: Doble guardia ante la puerta de mi cabina toda la noche.

—Sí, capitana.

Drakasha entró unos instantes en su cabina; cuando salió aún llevaba puesta encima aquella cota suya hecha con diminutas láminas de cristal antiguo, pero sus sables estaban enfundados en unas hermosas vainas enjoyadas, sus orejas llevaban unas resplandecientes esmeraldas y los guantes de piel con los que se cubría las manos estaban llenos de sortijas de oro, puestas por encima. Locke y Jean se dirigieron a ella con la mayor gentileza que les fue posible.

—Ravelle, no tengo tiempo…

—Capitana —dijo Locke—, creo que acaba de formar una cuadrilla de matones para asustar a quien quiera meterse con usted. Si es tan estúpido para darse por aludido, usted necesitará gente capaz de arreglar la situación rápidamente. Por tanto, le sugiero encarecidamente que nos lleve a Jerome y a mí, porque somos tan capaces de hacer lo primero como lo segundo.

—Hummm —se quedó mirando a Jean, como si en aquel momento acabara de darse cuenta de lo ancho de hombros que era—. Podría darle el toque final. Muy bien, Valora, ¿le apetece salir a dar una vuelta?

—Claro —dijo Jean—. Pero trabajo mejor en equipo. Orrin es el hombre que…

—Y como los dos son bastante astutos… —dijo Drakasha.

—Eso creemos —dijo Jean, interrumpiéndola—. Le ruego que me disculpe, pero ya sabe de lo que es capaz. Ya se ha cubierto las espaldas con un montón de tipos duros; llévelo consigo por si sucede algo… inesperado.

—Creo que el asunto puede ser delicado —dijo Drakasha—. Dar un paso en falso en Puerto Pródigo después de medianoche es como molestar a una serpiente enfadada. Lo que yo necesito…

—Ejem —dijo Locke—. Creo que ignora que ambos somos de Camorr.

—Oh, en el bote dentro de cinco minutos —dijo Drakasha.

7

Drakasha ocupó la proa, Delmastro la popa y los demás empuñaron los remos. Poco después surcaban a buen ritmo las tranquilas aguas de la bahía.

—Al menos esos borricos ya han dejado tranquila la campana —rezongó Jean. Se había sentado detrás, en el último banco que estaba al lado de Konar el Grande, para poder charlar con Ezri mientras ésta dejaba que el agua le acariciara la mano.

—¿No es un poco arriesgado hacer eso?

—¿El qué? ¿Acariciar el agua? —Ezri hizo una higa y apuntó por encima del hombro hacia la dirección en que se encontraba el Paso de las Voces—. Aunque no puedas verlas de noche, hay varias hileras de enormes piedras blancas dispuestas en el fondo de los accesos a la bahía.

—Piedras de cristal antiguo —murmuró Konar.

—No nos molestarán —dijo Ezri—, pero nada pasará entre ellas. Ningún animal vive en esta bahía; puedes nadar en la oscuridad sangrando por cualquier herida y nada entrará para perseguirte.

—Mientras no te acerques demasiado a los muelles. Qué pena —dijo Konar casi disculpándose.

—Vaya —dijo Jean—. Eso suena bastante bien.

—Claro que sí —dijo Ezri—. Hace que la pesca sea algo tan incómodo como tener un grano en el culo. Los pequeños botes ocupan la entrada a la Puerta del Comerciante y manchan los cascos con más porquería de la que es usual. Y hablando de manchar los cascos…

—¿Mmm?

—No veo al Mensajero Rojo.

—Ah.

—Supongo que será porque, como va a paso de tortuga, aún no ha llegado —dijo—. Pero veo que tendremos una compañía muy interesante.

—¿Cómo cuál?

—¿Ves esa primera hilera de buques? De estribor a babor son Águila Pescadora, el lugre de Piero Strozzi. Su tripulación es tan escasa como su ambición, pero sería capaz de conseguir que un barril con una vela dentro atravesara un huracán. El que está a continuación es Fulana Regia, de la capitana Chavon Rance. Rance también es como un grano en el culo, porque tiene un temperamento muy fuerte. El siguiente es Dragoneril, el bergantín de Jacquelaine Colvard. Se puede tratar con ella, aunque, por otra parte, haya estado más tiempo fuera que nadie.

»Ese otro enorme de tres mástiles que está en el extremo es Soberano Temor, de Jaffrim Rodanov. Es un buque feísimo. La última vez estaba en la playa, donde le estaban colocando la carena. Ahora parece a punto de salir a la mar.

Con seis personas a los remos el viaje fue muy corto. En pocos minutos llegaron hasta un malecón de piedra medio derruido. Mientras Jean guardaba su remo, vio el cadáver de un hombre que se mecía en las olas.

—Ah —dijo Ezri—, pobre bastardo. Ahí tienes una prueba de lo movidas que son las noches en este lugar.

La cuadrilla de Drakasha amarró el bote en el mismísimo extremo del malecón y subió a él como si se tratara de un bajel enemigo, con el corazón lleno de pesar y las manos cerca de las armas.

—¡Dioses santísimos! —exclamó en medio del malecón un borracho casi desdentado que mecía entre sus brazos un pellejo de vino—. ¿Es Drakasha, verdad?

—Sí. ¿Y quién es usted?

—Banjital Vo.

—Bien, Banjital Vo —dijo Drakasha—, le hago responsable de la seguridad de este bote que terminamos de amarrar.

—Pero yo…

—Si aún sigue aquí cuando volvamos, le entregaré una moneda de plata verrarí. Pero si le sucede algo, le buscaré a usted y, cuando le encuentre, le sacaré sus malditos ojos.

—Yo… lo cuidaré como si fuera mi propio hijo.

—No —dijo Drakasha—, lo cuidará como si fuera el mío.

Ella les condujo fuera del malecón, hasta un camino de arena algo inclinado, bordeado por tiendas de lona, cabañas de madera sin techo y edificios de piedra parcialmente hundidos. Jean pudo escuchar ronquidos de la gente que dormía dentro de aquellas estructuras decrépitas, débiles balidos de cabras, ladridos de perros callejeros y el revoloteo de varias gallinas agitadas. En aquella parte de la ciudad vio las cenizas de varios fuegos ya apagados, pero ningún farol ni cualquier otra luz de origen alquímico.

El desagradable riachuelo de orines y de porquerías nocturnas que corría por la parte derecha del camino obligó a Jean a pisar con cuidado; el riachuelo apenas era contenido por el cadáver desmadejado que hacía de embalse a unos cincuenta metros del malecón. Los escasos borrachos medio lúcidos y los individuos que habían salido a fumarse una pipa los miraban desde sus escondrijos en la sombra, sin dirigirles la palabra hasta que subieron hasta una pequeña elevación del terreno y volvieron a pisar un suelo de piedra.

—¡Drakasha! —exclamó entonces un individuo corpulento que tenía unos botones negros de hierro—. ¡Bienvenida a la civilización! —llevaba un farol que apenas daba luz en una mano y una maza con refuerzos de bronce en la otra. A su espalda se encontraba otro tipo más alto, desaliñado y barrigudo, armado con una larga vara de roble.

—Marcus el Bello —dijo Drakasha—. Dioses, cada vez que vuelvo te encuentro más feo. Como si alguien estuviera esculpiendo lentamente un culo en tu rostro. ¿Quién es ese nuevo ladrón tan encantador?

—Guthrin. Un chico listo que decidió embarcarse para venir aquí y unirse al resto de nosotros, tíos cojonudos, y así gozar de nuestra vida llena de encantos.

—¿De veras? Vaya —dijo Drakasha, cerrando una de sus manos y moviéndola para que las monedas que acababa de meter dentro sonaran al chocar unas con otras—, me las he encontrado por el camino, ¿no serán tuyas?

—Seguro que les encuentro un buen sitio para que descansen. Fíjate, Guthrin, así hay que hacer las cosas. Le haces un cumplido a esta dama y ella te lo devuelve. ¿Un viaje provechoso, capitana?

—Llenamos tanto la barriga que ya no podíamos nadar, Marcus.

—Me alegro por usted, capitana. ¿Quiere que le cuente algo del Revientabuques?

—Nadie quiere que le cuenten nada de ese maldito capullo, pero si se aviene a abrir la bolsa y a humillarse, podrá añadir a su colección algo hecho con tela y madera.

—Correré la voz. ¿Pasará aquí la noche?

—No, Marcus. Sólo he venido a ondear la bandera.

—Excelente idea —echó un rápido vistazo a su alrededor y entonces habló más en serio—. Chavon Rance está en la mesa alta del Carmesí. Sólo tiene que mirar despacio cuando entre por la puerta.

—Agradecida.

Cuando los dos hombres hubieron tomado el accidentado camino que acababa de llevar a la cuadrilla de Drakasha hasta aquel sitio, Jean se volvió hacia Ezri y le preguntó:

—¿Son algún tipo de guardias?

—Son mantenedores —respondió ella—. Lo más parecido a una banda. Hay sesenta o setenta de ellos y representan el orden en este lugar. Los capitanes les pagan un pequeño porcentaje del cargamento que traen y ellos vigilan para que el resto de sus beneficios no sufra ningún percance. Podrás hacer lo que quieras siempre que ocultes los cadáveres y no incendies nada ni despiertes a media ciudad. En caso contrario, los mantenedores aparecerán de repente y harán un poco de «mantenimiento».

—¿Y qué quiere decir, exactamente, «ondear la bandera»?

—Es una especie de juego —dijo Ezri—. Consiste en que todos los de Puerto Pródigo vean a Zamira, que sepan que ha conseguido un buen botín y que puede pisarles la cabeza con los ojos cerrados, sobre todo a los capitanes y capitanas que son sus hermanos en piraterías.

—Ah, me parece bien.

Entraron en la ciudad propiamente dicha; o, al menos, en el cúmulo de casas cuyas luces habían visto desde la bahía, procedentes de todas las ventanas y puertas abiertas. Aunque aquellas casas y tiendas hubieran sido construidas con materiales resistentes, el tiempo y el infortunio habían marcado sus fachadas. Las ventanas rotas estaban tapadas con planchas de madera y telas parcheadas de vela procedentes de los buques. Muchas de aquellas casas tenían remiendos de madera que no parecían muy seguros excepto para sus moradores; en otras, nuevas plantas pintarrajeadas con colores chillones se habían superpuesto a sus tejados originales como si fueran setas.

Jean sintió una punzada de nostalgia a su pesar. Los borrachos dormían tirados en los callejones. Algunos niños entregados al latrocinio observaban su avance desde las sombras. Varios mantenedores ataviados con largas casacas de cuero aporreaban a algún pobre bastardo detrás de la caja de un carro sin ruedas. Los sonidos de las discusiones, las palabrotas, las risas y las borracheras brotaban por puertas y ventanas… si aquel lugar no era hermano de Camorr, al menos sí que era su primo hermano.

—¡Orquídeas! —alguien los llamaba desde la ventana de un segundo piso—. ¡Orquídeas!

Zamira saludó los gritos del borracho con un movimiento de la mano y giró hacia la derecha, hacia una encrucijada llena de barro. Un hombre que sólo llevaba encima unas calzas manchadas y que parecía muy colocado salió tropezándose por la entrada de un callejón. Sus ojos tenían el color vidrioso y la pupila dilatada de quienes fuman los polvos de Jerem, y el cuchillo dentado que llevaba en la mano derecha era tan largo y tan grueso como uno de los antebrazos de Jean.

—Moneda o mamada —dijo aquel hombre mientras las babas le resbalaban por la barbilla—. O lo uno o lo otro. Necesito ambas cosas. Daos una…

Aunque no parecía darse cuenta de que se enfrentaba a ocho oponentes, sí que se enteró de que Rask acababa de tirar su cuchillo y de que le empujaba hacia el callejón agarrándole por el cuello. Lo siguiente apenas duró unos segundos; Jean escuchó un gorgoteo húmedo; un instante después Rask estaba nuevamente en la calle, limpiando uno de sus cuchillos con un trapo. Luego tiró aquel trapo en el callejón que quedaba a su espalda, envainó el cuchillo y metió los pulgares de ambas manos en su cinturón como si no hubiera pasado nada. Ezri y Drakasha no hicieron comentario alguno sobre el incidente y siguieron caminando, tan tranquilas como quienes se dirigen al templo el Día de Penitencia.

—Ya hemos llegado —dijo Ezri mientras llegaba a la cima de otro repecho. Desde allí pudieron ver una plaza bastante grande y medio pavimentada, cuya parte embarrada se hallaba surcada por unas huellas de carretas que se cruzaban unas con otras; aquella plaza se hallaba dominada por un edificio rechoncho de dos plantas cuyo portal aprovechaba parte de la popa de un buque. Aunque el paso del tiempo, los rigores del clima y, cómo no, incontables pendencias hubieran estropeado sus elaborados adornos, había mucha gente bebiendo y armando jarana detrás de las ventanas de la segunda planta, donde debía de haberse encontrado la cabina. Donde antes había estado el timón podía verse una pesada puerta de doble batiente flanqueada por faroles alquímicos (de los esféricos y gruesos, que resisten cualquier golpe) que querían hacerse pasar por luces de popa.

—El Carmesí Hecho Jirones —seguía diciendo Ezri— es, según desde donde se mire, una de dos, o el corazón de Puerto Pródigo o su ojo del culo.

A la izquierda de la entrada había un bote bastante largo, asegurado a la pared con gruesos puntales de madera y cadenas de hierro. Varios brazos y piernas de seres humanos salían de su interior. Mientras Jean miraba, los batientes del Carmesí Hecho Jirones se abrieron hacia fuera y un par de tipos bestias salieron por ellos, llevando consigo a un hombre cojo muy entrado en años. Sin más miramientos lo arrojaron al bote, donde su llegada causó varios gritos incoherentes y algún que otro meneo de piernas.

—Vigila tus pasos —dijo Ezri con una mueca—. Si estás demasiado borracho para seguir en pie terminarás en el bote. Algunas noches se llena con veinte o treinta personas.

Instantes después Jean seguía a los tipos bestias y se adentraba en los familiares olores de una taberna más proclive a darle los buenos días a la aurora que a servir una cena a su hora acostumbrada. Sudor, comida recalentada, vómito, sangre, humo y una docena de marcas baratas de cerveza y de vino: los exquisitos aromas de la vida nocturna que es patrimonio de la civilización.

Daba la impresión de que aquel lugar hubiera sido construido para una clientela que no quería hacer la guerra a los demás sino a la despensa y a las bebidas. El bar propiamente dicho, situado en el otro extremo de la sala, estaba fortificado desde la barra hasta el techo con unos paneles de hierro que sólo dejaban tres ventanas estrechas parecidas a saeteras, por las que se servía la bebida y los alimentos.

Las mesas estaban a ras del suelo, a la manera de Jeresh: unas tablas muy bajas alrededor de las cuales los hombres y las mujeres se sentaban, se arrodillaban o descansaban encima de cojines desgastados. En la viciada atmósfera de aquella sala poco iluminada jugaban a los dados y a las cartas, fumaban, bebían, se echaban pulsos, discutían y tomaban a risa lo atentos que estaban los gorilas para descubrir a los candidatos al bote.

Las conversaciones decayeron cuando la cuadrilla de Drakasha hizo su entrada; entonces se escucharon los gritos de «¡Orquídeas!», y «¡Zamira ha vuelto!». Drakasha saludó con la cabeza a todo el establecimiento en pleno y volvió la mirada lentamente hacia el piso de arriba.

La planta de calle tenía unas escaleras por las que se subía al piso superior; aunque apenas fuera por los lados más que una galería, por encima del bar y de la entrada se convertía en unas balconadas bastante amplias, ocupadas por varias sillas y mesas en el estilo de Therin. Jean supuso que la «mesa alta» era la que había visto desde fuera. Instantes después Drakasha comenzó a avanzar hacia las escaleras que llevaban hasta ella.

Entonces una expectación súbita dominó la sala; la mayoría de las conversaciones quedaron en suspenso, la mayoría de las miradas siguieron a los que subían. Jean chasqueó los nudillos, preparándose para lo que se prometía interesante.

Encima de aquellas escaleras se encontraba una alcoba rodeada por unas barandillas que dominaban la sala de abajo. Unos estandartes rojos colgaban de varios nichos que por detrás estaban iluminados con globos alquímicos, de suerte que conferían al lugar una tenue iluminación rojiza que parecía de mal agüero. Habían juntado dos mesas para acomodar a un grupo de doce personas, todos marineros y tipos duros como ellos, pensó Jean, que comenzaba a divertirse.

—Zamira Drakasha —dijo la mujer que presidía la reunión, levantándose de su asiento. Era joven, apenas de la edad de Jean, con la piel tostada por el sol y unas leves arrugas en las comisuras de los ojos que hablaban de largos años pasados en la mar. Su cabellera del color de la arena se la echaba hacia atrás en tres trenzas; aunque fuera más baja que Zamira daba la impresión de pesar doce kilos más que ella. Pendenciera y autoritaria, la cazoleta muy elaborada de su sable sobresalía de su cinturón.

—Rance —dijo Drakasha—. Chay. Ha sido una larga noche, cariño, y me gustaría sentarme en mi mesa, que, como bien sabes, es esa que ocupas.

—El asunto es delicado, porque está llena de bebidas y porque hemos metido nuestros culos en estas sillas. Si crees que es tuya, deberías llevártela contigo cada vez que te vayas de la ciudad.

—Cada vez que salga a trabajar, querrás decir. Para combatir con mi buque, para ondear la bandera roja. ¿Sabes donde está el mar? Has visto a otros capitanes yendo y viniendo por él…

—No me apetece partirme la espalda un mes sí y otro no, Drakasha. Sólo doy caza a los mejores cargamentos.

—No me estás escuchando, Chay. No me molesta que la perra me quite el sitio para roer los huesos cuando estoy fuera —dijo Drakasha—, sino que no quiera meterse debajo de la mesa cuando vuelvo, porque ése es el lugar que le corresponde.

La gente de Rance se levantó violentamente de sus asientos y Chay levantó una mano, enseñando los dientes con ira.

—Desenvaina, coño empolvado, para que pueda matarte en presencia de testigos. Luego los mantenedores llevarán tu cuadrilla de regreso a los muelles por armar follón y Ezri podrá ver cómo tus mocosos prueban a qué saben sus tetas…

—Enseña tus cartas, Rance. ¿Crees que puedes aguantar el tipo?

—Dime a qué quieres que juguemos y te dejaré llorando cuando me levante.

—Creo que van a soltarnos los gorilas —susurró Jean a Ezri.

—No —dijo ella, moviendo una mano para que se callara—. Una disputa no es como una pelea ordinaria, sobre todo entre capitanes.

—Esta mesa —dijo con fuerte voz Drakasha mientras se apoderaba de una botella medio llena—, nos la jugaremos bebiendo; todos los del Carmesí son testigos. La primera que se caiga de culo se llevará a su lamentable tripulación y saldrá por la puerta.

—Esperaba algo que durase más de diez minutos —dijo Rance—, pero acepto. Te invito a tomarte esa botella.

Zamira echó un vistazo a su alrededor y tomó dos de las pequeñas copas de arcilla que habían usando los de Rance. Vació su contenido encima de la mesa y volvió a llenarlas con el líquido de la botella. Jean vio que era brandy blanco de Kodar, tan fuerte como la trementina, que quemaba la boca al beberlo. Mientras la cuadrilla de Rance se apoyaba en las ventanas, la propia Rance se acercó a la mesa y se quedó al lado de Zamira. Luego tomó una de las copas.

—Una cosa —dijo Zamira—. Quiero que te bebas la primera copa al modo de Syrune.

—¿Qué diablos quieres decir?

—Que te la tienes que beber con los puñeteros ojos —el brazo izquierdo se convirtió en un borrón cuando tomó una de las dos copas de la mesa y arrojó su contenido sobre el rostro de Rance. Antes de que ésta gritara, el brazo derecho de Drakasha salió disparado. Su puño enguantado, junto con las sortijas y todo lo demás, golpeó la mandíbula de Rance con un sonido de trallazo, y la mujer más joven cayó al suelo con tanta fuerza que hasta las copas que estaban sobre la mesa se agitaron.

—¿Con qué has golpeado el suelo, cariño, con el trasero o con la cabeza? ¿Le importa a alguien? —Drakasha se quedó mirando a Rance y trasegó lentamente el contenido de la segunda copa a su garganta. Se lo tragó sin parpadear y luego arrojó la copa vacía por encima de su hombro.

—Dijiste que sería…

Antes de que el airado marinero de Rance, quizá su primer oficial, terminara de protestar, Locke se acercó hasta él con la mano levantada.

—Zamira ha mantenido las condiciones. La prueba consistía en beber y no caerse de culo.

—Pero…

—Tu capitana hubiera debido darse cuenta de que las condiciones eran demasiado imprecisas —dijo Locke—. Por eso ha perdido. ¿Vas a retractarte por ella de la palabra dada?

El hombre agarró a Locke de la camisa. Mientras los dos discutían, Jean salió disparado para ayudar a Locke, pero antes de que todo se fuera al infierno, los marineros de Rance sujetaron con firmeza al que era de los suyos y le hicieron retroceder.

—¿Quién coños eres? —preguntó.

—Orrin Ravelle —respondió Locke.

—En mi puñetera vida había oído hablar de ti.

—Ni yo, supongo que me acordaría —Locke agitó una pequeña bolsa de cuero delante de aquel hombre—. Ven a recoger tu bolsa, poca polla.

—¡Hijopu…!

Locke imprimió a la bolsa un fuerte impulso hacia atrás que la hizo aterrizar entre el centenar, más o menos, de parroquianos que observaban lo sucedido en la balconada con la boca abierta y los ojos como platos.

—Vaya —dijo Locke—, seguro que toda esa gente cuidará bien de tu bolsa hasta que vayas a recogerla.

—¡Ya es suficiente! —Zamira se agachó, agarró a Rance por el cuello de la ropa y la levantó para que se sentara—. Tu capitana aceptó el desafío y tu capitana perdió. ¿Aún sigue siendo tu capitana?

—Sí —dijo el hombre, frunciendo el ceño.

—Entonces debes cumplir la promesa que hizo —Zamira arrastró a Rance hasta donde terminaban las escaleras y se sentó enfrente de ella—. A fin de cuentas no eres una fulana tan regia, ¿eh, Chay?

Rance intentó lanzar un escupitajo sanguinolento al rostro de Drakasha, pero el empujón que ésta le dio fue más rápido y el lapo cruzó las escaleras.

—Dos cosas —dijo Zamira—. La primera es que voy a convocar el consejo para mañana. Espero verte en él a la hora que se acuerde. Asiente con esa cabeza tuya tan atontada.

Rance asintió muy despacio.

—La segunda es que yo no tengo mocosos, sino una hija y un hijo. Y si vuelves a olvidarlo, convertiré tus jodidos huesos en juguetes para ellos.

Y dicho aquello, empujó a Rance por las escaleras. Mientras bajaba hasta abajo en completo desorden, su apenada tripulación corrió tras ella bajo las triunfantes miradas de la cuadrilla de Drakasha.

—Vigila a tu alrededor… Orrin Ravelle —dijo el marinero que se había quedado sin bolsa.

—Valterro —dijo Zamira muy seria—, sólo son negocios; no lo conviertas en algo personal.

El hombre no dijo nada y, muy dolido, se marchó con los demás de la cuadrilla de Rance.

—Esa parte sobre sus hijos quedó muy personal —susurró Jean.

—Soy una hipócrita —musitó Drakasha—, así que no proteste o le haré tomar una copa de vino a la manera de Syrune —Zamira se acercó a la barandilla que dominaba la entrada principal y alzó la voz—. ¡Zacorin! ¿Te has escondido?

—Esconderse es lo mejor —decía una voz por detrás de las ventanas del bar acorazado—. ¿Ya terminó la guerra?

—Si tienes una barrica de algo que no sepa a sudor de cerdo, tráenosla. Y algo de comida. Y la factura de Rance. A la pobre hay que darle toda la ayuda que sea posible.

Hubo una risotada en la planta de calle. Aquello no pareció hacerle gracia a los hombres de Rance, que se la estaban llevando cogida por brazos y piernas.

—Pues así están las cosas —dijo Zamira, sentándose en la silla que Rance acababa de dejar libre—. Poneos cómodos. Bienvenidos a la mesa alta del Carmesí Hecho Jirones.

—Y bien —dijo Jean mientras se sentaba entre Locke y Ezri—, ¿las cosas salieron como esperaba?

—Claro que sí —Ezri sonrió a Drakasha con cierta afectación—. Sí, yo diría que hemos ondeado muy bien nuestra bandera.

8

Hicieron todo lo que podían para parecer relajados y divertidos durante casi una hora, dándose ánimos con la mediocre cerveza negra del Carmesí y los licores, un poco mejores, que la cuadrilla de Rance había abandonado. Y puesto que el menú de la noche consistía en pato cubierto de grasa, la mayor parte de ellos lo trataron como si fuera parte de la decoración; no así Rask y Konar, que se lo comieron con un ansia devoradora hasta no dejar más que un montón de huesos.

—Y ahora, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Locke.

—Los cuervos de siempre ya se habrán enterado de que hemos vuelto —dijo Drakasha—. Así que démosles uno o dos días para que comiencen a cortejarnos. El licor y las raciones de comida serán lo primero, porque es lo más fácil de vender. Los recambios y suministros de carácter náutico nos los quedaremos. Y en lo que respecta a las sedas y a las cosas elegantes, acudiremos a los vendedores independientes que viven en los diques del Hospital, porque son amigos nuestros. Intentarán quitarnos el quince o veinte por ciento de su valor de mercado, pero no deberá importarnos, porque luego tendrán que echárselo todo a las espaldas y transportarlo por el mar para venderlo a su precio real con una sonrisa de inocencia.

—¿Qué hay del Mensajero?

—Cuando llegue, el Revientabuques nos hará una visita. Cuando quiera mear en una taza de arcilla nosotros le diremos que lo haga en una jarra de madera. Y luego el Mensajero será problema suyo. Si tuviera la arboladura intacta, valdría seis mil solari; pero ya puedo darme con un canto en los dientes si lo vendo por dos mil. Quienes lo tripulen pondrán vela al este y se lo venderán por unos cuatro mil a algún comerciante impaciente, evitando que llegue a convertirse en un competidor y, al mismo tiempo, obteniendo un pingüe beneficio.

—Diablos —dijo la teniente Delmastro—, algunos buques del Mar de Bronce han sido capturados y luego vendidos tres o cuatro veces.

—El nombre del tal Revientabuques —dijo Locke, sintiendo que comenzaba a tener un plan— supongo que ilustra tanto sus dotes comerciales como lo que le pasa a sus competidores.

—En efecto —dijo Delmastro—, todos mueren. A la antigua, fea e instructiva usanza.

—Capitana —dijo Locke—, ¿cuánto nos llevará todo esto? Ya casi ha pasado un mes y…

—Soy plenamente consciente del día en que estamos, Ravelle. Nos llevará lo que tenga que llevarnos. Quizá tres días, siempre que no sean siete u ocho. Mientras estemos en este lugar, todos los de la tripulación disfrutarán al menos de un día entero en dique seco.

—Yo…

—No he olvidado la cuestión que les concierne a los dos —añadió Drakasha—. La plantearé en el consejo. Luego ya veremos.

—¿Cuestión? —Delmastro estaba auténticamente perpleja. Locke supuso que Jean ya se lo habría contado para entonces, pero, al parecer, tanto ella como él habían aprovechado su tiempo libre de un modo más inteligente y divertido.

—Te veré mañana, Del. A fin de cuentas, vendrás conmigo al consejo. No quiero oír nada más al respecto, Ravelle.

—De acuerdo —Locke se echó un trago de cerveza y levantó un dedo—. Sólo una cosa más. Permítame hacerle unas cuantas sugerencias en privado antes de que llegue el tal Revientabuques. Quizá puedan conseguir que ese individuo le haga una oferta mejor.

—No es un individuo —dijo Drakasha—. Es tan resbaladizo como un grano lleno de pus y casi tan agradable.

—Mucho mejor. Acuérdese del señor Nera. Déjeme intentarlo, por lo menos.

—No le prometo nada —dijo Zamira—. Más tarde oiré lo que tenga que decirme.

—Orquídeas —retumbó una profunda voz masculina mientras su dueño aparecía en el extremo superior de la escalera—. ¡Capitana Drakasha! ¿No sabes que aún están recogiendo los dientes de Rance de las escaleras?

—Rance cayó enferma a causa de un súbito acceso de descortesía —dijo Zamira—. Y luego, simplemente, se cayó. Hola, capitán Rodanov.

Rodanov era uno de los hombres más altos que jamás hubiera visto Locke; incluso debía de sentirse raro por medir dos metros diez. Debía de tener la edad de Zamira, aunque mucha más tripa. Pero sus largos músculos, tan gruesos como sogas, le daban cierta apariencia de estrangulador de osos, y el hecho de que no llevara encima ninguna arma lo decía todo de él. Su rostro era largo y con unas mandíbulas muy grandes, su cabello claro se le estaba cayendo y sus ojos brillaban con esa alegría que da la satisfacción de sentirse a la par con el mundo. Locke ya había visto antes aquel tipo físico entre los mejores garristas de Camorr, pero jamás tan crecido; incluso Konar el Grande sólo le sobrepasaba en lo ancho de la cintura.

De una manera un tanto incongruente llevaba en ambas manos sendas botellas muy bonitas, hechas con vidrio de color zafiro y unas etiquetas plateadas debajo del corcho.

—Hace unos meses saqué de un galeón cien botellas de la última cosecha de vino azul lashainí. Me quedé con unas cuantas porque sabía lo que te gusta. Bienvenida a casa.

—Bienvenido a esta mesa, capitán —a una señal de Drakasha, Ezri, Jean, Locke y Konar se movieron un sitio hacia la izquierda para dejar libre la silla que estaba al lado de Zamira. Cuando ésta le ofreció su mano derecha, él la besó y luego se relamió.

—Mmm —dijo—. Siempre me he preguntado si Chavon sabrá igual —mientras Zamira reía, tomó una copa vacía—. ¿Quién está más cerca de la barrica de cerveza?

—Permítame —dijo Locke.

—Ya conozco a la mayoría —dijo Rodanov—. A Rask, por supuesto, a quien me extraña muchísimo ver aún con vida. Dantierre, Konar, me alegro de veros. Malakasthi, cariño, ¿qué tiene Zamira que yo no tenga? Un momento, no estoy muy seguro de querer conocer la respuesta. Y tú —pasó un brazo alrededor de la teniente Delmastro y la pellizcó—. No sabía que Zamira aún dejara a los niños andar sueltos por cubierta. ¿Cuándo vas a crecer de una vez?

—Crezco en todas las direcciones —dijo ella con una mueca, y le lanzó un puñetazo en broma al estómago—. Creo que ya sabe que la gente piensa que su navío tiene tres mástiles porque siempre está de pie en el alcázar.

—Y si me quitara los calzones —dijo Rodanov—, seguro que pensarían que tiene cuatro.

—Hemos visto tantos vadraníes desnudos que ya sabemos de qué pie cojean —dijo Drakasha.

—Bueno, creo que no debo avergonzar a la vieja patria —dijo Rodanov mientras Locke le pasaba una copa llena de cerveza—. Veo que has estado haciendo nuevos reclutas.

—Por aquí y por allá. Orrin Ravelle, Jerome Valora. Les presento a Jaffrim Rodanov, capitán del Soberano Temor.

—Salud y buena fortuna —dijo Rodanov mientras alzaba la copa—. Que sus enemigos se queden sin armas y su cerveza sin menoscabo.

—Que los mercaderes enloquecidos y los vientos primorosos les den caza —dijo Zamira, alzando una de las elegantes botellas que le habían regalado.

—¿Has pillado algo bueno esta vez?

—Las bodegas están llenas a reventar —dijo Drakasha—. Y traemos con nosotros un pequeño bergantín de treinta metros de eslora. En este momento ya debería haber llegado.

—¿El Mensajero Rojo?

—¿Cómo lo…?

—Strozzi llegó ayer mismo. Dijo que se lanzó hacia un bergantín que renqueaba y que estaba a punto de agarrarlo cuando vio que uno de tus mejores marineros le saludaba con una mano. Eso fue a unas sesenta millas al norte de la Puerta del Comerciante, justo fuera del Alcance Ardiente. Eh, quizá ahora, mientras hablamos, se encuentren atravesando la Puerta del Comerciante.

—Mejor para ellos, entonces. Nosotros vinimos por el Paso de las Voces.

—No es bueno —dijo Rodanov, pareciendo repentinamente molesto—. Recientemente, he escuchado cosas extrañas sobre ese Paso. Su Eminencia el Bastardo Gordo…

—El Revientabuques —Konar tradujo entre susurros para Locke.

—… envió un lugre hacia el este el mes pasado, y dijo que se había perdido en medio de una tormenta. Pero yo sé de buena fuente que no consiguió salir del Paso.

—Creía que la velocidad era lo más importante a la hora de llegar hasta aquí —dijo Drakasha—, pero la próxima vez iré por la Puerta aunque tarde una semana. Puedes correr la voz.

—Yo pienso lo mismo. Por cierto, he oído que vas a convocar al consejo para mañana.

—Cinco de nosotros están en la ciudad. Tengo que contaros… un asunto curioso que tiene que ver con Tal Verrar. Y quiero una sesión a puerta cerrada.

—Sólo un capitán y un primero por buque —comentó Rodanov—. No está mal. Mañana pasaré la voz a Strozzi y a Colvard. ¿Puedo suponer que Rance ya lo sabe?

—Sí.

—Quizá no pueda hablar.

—Ni falta que hace —dijo Drakasha—. Yo seré la única que hable, porque conozco la historia que quiero contaros.

—Así sea —dijo Rodanov—. «Que nuestras manos hablen por nosotros, que nuestros labios se conviertan en el libro hablado de nuestros designios, y busquemos algún lugar donde sólo los dioses y las ratas nos oigan hablar en voz alta».

Locke se quedó mirando a Rodanov; aquella cita debía ser de Lucarno, de…

La Boda del Asesino —dijo Delmastro.

—Sí, era fácil —dijo Rodanov con una mueca—. No me salía ninguna cita más complicada.

—Qué afición tan curiosa por el teatro tienen ustedes, los piratas del Mar de Bronce —dijo Jean—. Sabía que a Ezri le gustaba…

—Sólo menciono a Lucarno porque sé que le encanta —dijo Rodanov—. A mí no me gusta el muy bastardo. Un tanto empalagoso, bastante autocomplaciente y demasiados juegos de palabras sobre la jodienda, y sólo para que los individuos más inteligentes del Trono de Therin pudieran decir picardías en público. Mientras tanto, los magos de la Liga y mis antepasados se jugaban a los dados quién era el primero en prender fuego al Imperio.

—A Jerome y a mí nos gusta mucho Lucarno —dijo Delmastro.

—Pero sólo porque no conocéis nada mejor —dijo Rodanov—. Y eso se debe a que los cabezas huecas han puesto a buen recaudo las obras de los antiguos poetas del Trono de Therin, mientras que las más vomitivas de Lucarno han sido exaltadas por los que tienen el dinero suficiente para gastárselo en copistas y en encuadernadores. Sus obras no han sido preservadas, sino perpetradas. Mercallor Mentezzo…

—Mentezzo no está mal —dijo Jean—. Su verso es bonito, aunque emplee el coro a modo de muletilla y saque siempre a los dioses para resolver los problemas de todos sus personajes…

—Mentezzo y todos sus contemporáneos construyeron el drama del Trono de Therin a partir del modelo espadrí —dijo Rodanov—, revigorizando los rituales aburridos que se practicaban en los templos con temas políticos de mayor relevancia. Podemos disculpar las limitaciones de su estructura; por comparación, Lucarno levantó sobre ellos toda su obra, añadiendo a la mezcla resultante lo que sólo puede considerarse un melodrama de lo más cursi…

—Aunque lo añadiera no puede ignorarse el hecho de que, cuatrocientos años después del incendio de Therim Pel, Lucarno sea el único dramaturgo bajo el patronazgo formal de Talathri cuya obra aún se mantenga viva en su conjunto, merced a las periódicas ediciones críticas de la misma…

—¡Una referencia a las preferencias de los fundadores no es lo mismo que un análisis filosófico y concienzudo de sus obras! Lucestra de Nicora habló en sus cartas de…

—Les pido perdón —dijo Konar el Grande—, pero creo que no resulta muy educado hablar de cosas de las que algunos no tenemos ni puñetera idea.

—Debo admitir que Konar tiene razón —intervenía Drakasha—. No estoy segura de si los dos vais a tirar de espada o a descubrir un nuevo culto secreto.

—¿Quién diablos es usted? —preguntó Rodanov, mirando fijamente a Jean—. Llevaba años sin nadie con quien discutir de estas cosas.

—Tuve una infancia poco corriente —dijo Jean—. ¿Y usted?

—Ah, mi juventud estuvo dominada por la presunción de que algún día la Universidad de Therin necesitaría un profesor de lengua y retórica llamado Rodanov.

—¿Qué le pasó?

—Que apareció cierto profesor de retórica que conocía una manera infalible para escaquearnos de la Sala de la Reflexión Estudiosa. Peleas de gladiadores, carreras de traineras entre las distintas facultades, ese tipo de cosas. Se servía de sus estudiantes para hacer las apuestas y, puesto que el dinero servía para comprar cerveza, se convirtió en nuestro héroe. Pero cuando tuvo que abandonar la ciudad, su legado fueron latigazos y cárcel para el resto de nuestras vidas, así que tuve que aceptar un trabajo asqueroso a bordo de un galeón mercante…

—¿Cuándo sucedió eso? —le interrumpió Locke.

—Diablos, hace tanto tiempo que los dioses aún eran jóvenes. Hará unos veinticinco años.

—Ese profesor de retórica… ¿no se llamaría Barsavi? ¿Vencarlo Barsavi?

—Sí. ¿Cómo diablos puede saber eso?

—Creo que… me crucé con él hará pocos años —Locke hizo una mueca—. Viajó al este. Cerca de Camorr.

—Escuché rumores —dijo Rodanov—. Mencionaron su nombre una o dos veces, pero jamás asociado con Camorr. Así que Barsavi. ¿Sabe si aún sigue allí?

—No —dijo Jean—. Por lo que oí, murió hace un par de años.

—Qué pena —Rodanov suspiró—. Qué pena tan grande. Bueno, lo cierto es que no sé si les he aburrido hablando demasiado rato de gente que lleva varios siglos muerta. No me haga mucho caso, Valora. Ha sido un placer conocerle. Y también a usted, Ravelle.

—Me alegro de verte de nuevo, Jaffrim —dijo Zamira, mientras se levantaba de su asiento al mismo tiempo que él—. Entonces, ¿hasta mañana?

—Espero que sea un buen espectáculo —dijo él—. Hasta por la tarde.

—Es uno de los capitanes que están a nuestro lado —dijo Ezri mientras Rodanov bajaba por las escaleras—. Muy interesante. Por eso me parece extraño que no quisiera quedarse más tiempo con nosotros.

—El Soberano Temor es el buque más grande que jamás haya estado al mando de cualquiera de los capitanes de Puerto Pródigo —explicó Zamira muy despacio—. Y también el que tiene la tripulación más numerosa. Jaffrim no necesita entrar en los juegos de los demás.

Todos los presentes guardaron silencio durante unos minutos, hasta que Rask se aclaró repentinamente la garganta y dijo muy despacio con voz grave:

—Ahora recuerdo haber visto una obra de teatro. Trataba de un perro que le mordía a un tipo en las pelotas…

—Es verdad —dijo Malakasthi—, yo también la vi. Trataba de un hombre que alimentaba siempre a su perro con salchichas, y como el perro se aficionó tanto a ellas, cuando el hombre se quitó los calzones…

—Ya vale —dijo Drakasha—, el siguiente que mencione cualquier obra de esa calaña volverá nadando al Orquídea. Vayamos a ver si nuestro amigo Najital Vo se ha ganado su dinero.

9

Regio despertó a Locke al día siguiente, justo a tiempo para el cambio de guardia de mediodía. Locke se quitó el gatito de encima de la cabeza, miró fijamente sus ojos verdes y dijo:

—Quizá esto sea una sorpresa para ti, pero no conseguirás de ninguna manera que te tenga cariño, amenaza que araña mis sueños.

Locke bostezó, se desperezó y salió a cubierta para encontrarse con una llovizna cálida que caía de un cielo enmarañado por cataratas de nubes.

—Ahhh —dijo, poniéndose las calzas y dejando que la lluvia le quitara de la piel parte del olor del Carmesí Hecho Jirones. Reflexionó en lo extraño que le parecía haberse acostumbrado a la miríada de olores del Orquídea Emponzoñada, de modo que los aromas de aquellos lugares que había frecuentado durante años llegaban a molestarle.

Drakasha había colocado el Orquídea justo al lado de uno de los grandes pilotes de piedra del fondeadero del Hospital, de suerte que Locke podía ver la docena de pequeños botes dispuestos a su lado de babor. Mientras cinco o seis marineros de la guardia azul atendían el puerto de entrada, Utgar y Zamira negociaban animadamente con un hombre puesto de pie encima de una lancha llena con piñas del trópico.

Aquellas primeras horas de la tarde estaban dominadas por el ir y venir de todo tipo de botes; un surtido variopinto de las gentes de Puerto Pródigo había aparecido para venderles de todo, desde comida fresca a drogas alquímicas, mientras que varios representantes de los comerciantes independientes se habían presentado para enterarse de lo que tenían en la bodega y echarle un ojo bajo la siempre atenta mirada de Drakasha. El Orquídea acababa de convertirse temporalmente en un mercado flotante.

A eso de las dos de la tarde, cuando la lluvia había remitido y el sol comenzaba a quemar a través de las nubes que lo ocultaban, el Mensajero Rojo apareció en la ruta que provenía de la Puerta del Comerciante y echó el ancla al lado del Orquídea. Nasreen, Gwillem y los marineros de elite subieron a bordo, junto con varios tripulantes del buque original que se habían repuesto lo suficiente para tenerse en pie.

—¿Qué diablos hace ése aquí? —rugió uno de ellos al ver a Locke.

—Ven conmigo —dijo Jabril mientras le echaba un brazo por encima del hombro—. Yo te lo explicaré. Y, mientras tanto, te hablaré de un invento llamado la guardia de fregonas…

La erudita Treganne ordenó que botaran un bote para visitar el Mensajero y examinar a los heridos que se encontraban en él. Mientras Locke echaba una mano en la botadura, vio que Treganne se cruzaba con Gwillem en el puerto de entrada.

—Hemos cambiado de cabina —dijo ella con voz malhumorada—. Me he quedado con tu antiguo compartimiento, así que tú irás al mío.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué?

—No tardarás en averiguarlo.

Antes de que el vadraní pudiera hacerle más preguntas, Treganne se apartó a un lado para subir gateando y Zamira le agarró a él por un brazo.

—¿Cuál supones que será la oferta inicial del Revientabuques?

—Dos platas y una copa llena de roña de vaca.

—Vale, pero ¿qué crees que puede pedir por él?

—Mil cien o mil doscientos solari. Necesita dos mástiles de juanetes nuevos y reparar una vía de agua en la popa. No puede hacerse de nuevo a la mar. Vergas nuevas y también algunas velas. No se ha portado mal recientemente, lo cual ya es algo, pero en cuanto mire las cuadernas verá lo viejas que son. Sólo le quedan unos diez años de servicio, no más.

—Capitana Drakasha —dijo Locke, poniéndose al lado de Gwillem—. Si me permite el atrevimiento…

—¿Va a hablarme del plan al que antes se refirió, Ravelle?

—Estoy seguro de que puedo sacarle varios cientos de solari más.

—¿Ravelle? —Gwillem frunció el ceño—. ¿Ravelle, el antiguo capitán del Mensajero Rojo?

—Encantado de verle nuevamente —dijo Locke—; capitana, lo único que necesito es que me preste algo de ropa de buena calidad, unas cuantas sacas de piel y un montón de monedas.

—¿Cómo dice?

—Tranquilícese. No me las voy a gastar. Sólo las necesito para montar el espectáculo. Y también quiero que me preste a Jerome.

—Capitana —Gwillem era muy insistente—, ¿por qué Ravelle sigue aún vivo, y no sólo eso sino que es miembro de la tripulación y, además, le pide dinero?

—¡Del! —exclamó Drakasha.

—Aquí estoy —dijo ella, apareciendo instantes después.

—Del, llévate aparte a Gwillem y explícale por qué Ravelle sigue vivo y es miembro de la tripulación.

—Pero ¿por qué le está pidiendo dinero? —insistía Gwillem. Ezri le cogió del brazo y se lo llevó.

—Mi gente espera recibir el dinero del Mensajero —dijo Drakasha—. Tengo que estar completamente segura de que lo que piensa hacer no va a fastidiar la venta.

—Capitana, en este asunto pienso comportarme como un miembro de su tripulación… a menos que olvide que yo también recibiré una parte de lo que se saque por el Mensajero.

—Hmmm —ella echó una mirada a su alrededor y dio unos golpecitos con los dedos en la empuñadura de uno de sus sables—. ¿Ha dicho ropa de buena calidad?

10

Los agentes del Revientabuques, informados extraoficialmente por los rumores que habían corrido la noche anterior, se apresuraron a buscar cualquier vela que acabara de llegar a Puerto Pródigo. A las cinco de la tarde, una barca muy adornada, tripulada por varias filas de remeros, fondeó en paralelo con el Mensajero Rojo.

Drakasha salió al encuentro de los ocupantes de la barca, acompañada por Delmastro, Gwillem y dos docenas de tripulantes armados. A un lado había formado una escuadra de guardias, hombres y mujeres que sudaban dentro de sus armaduras de cuero cocido y de hierro. Cuando los recién llegados hubieron barrido el puente con la mirada, un equipo de esclavos subió a bordo para preparar unas cuerdas con las que izar una silla colgante desde la barca hasta el buque. Sudando copiosamente, se esforzaban en subir la silla y a su ocupante hasta el puerto de entrada.

El Revientabuques estaba exactamente igual que la última vez que Drakasha lo había visto: un therinés mayor, de piel como de papel y tan distendida por la grasa que parecía a punto de romperse, y cuya carne viscosa se derramaba por todas partes. Sus papadas terminaban en algún lugar incierto de su cuello, sus dedos eran como salchichas reventadas y sus barbas tenían tan poco soporte detrás de ellas que se le estremecían al hablar. Intentó levantarse de la silla con la ayuda de los dos esclavos que le rodeaban a ambos lados, pero se sintió tan incómodo que un tercer esclavo tuvo que traerle un enorme anaquel laqueado que parecía una mesa portátil. Cuando se puso encima de ella, asentó su enorme barriga con un gruñido de satisfacción.

—Un bergantín tullido —comentó sin dirigirse a nadie en particular—. Uno de los mástiles ha desaparecido y el otro sólo sirve para hacer astillas. Bastante viejo. Como una dama que quisiera ocultar sus encantos ya caducos bajo capas de pintura y de sobredorados. Oh, discúlpame, Zamira, no había visto que estabas de pie ahí mismo.

—Sentí que la rueda del timón se movía de un modo extraño en cuanto subiste a bordo —dijo Drakasha—. Este navío fue lo suficientemente duro para atravesar una tormenta de finales del verano, y eso en las manos de un incompetente. Sus bordas están bien definidas, sus mástiles de juanetes son sencillos y es mucho más fácil de pilotar que la mayoría de los troncos que envías al este.

—Esos leños me los consiguen los capitanes como tú. Ahora me gustaría levantarle los calzones y comprobar si tiene alguna tara de la que no me hayas hablado. Luego discutiremos la cuantía del favor que podré hacerte.

—Puja todo lo que quieras, anciano. Me han ofrecido un buen precio por un buen buque.

—Bueno sí es —dijo Leocanto Kosta (según Zamira, aquél era el auténtico nombre de Ravelle), que había estado aguardando hasta entonces para salir de las escaleras de los camarotes donde se encontraba y darse a conocer. El pequeño almacén de telas finas que poseía el Orquídea acababa de proporcionarle una apariencia de hombre acaudalado. Su casaca de color mostaza oscuro tenía hilos de plata en los puños, su camisa era de límpida seda, sus calzas pasables, y sus zapatos estaban muy limpios. Y aunque por pequeño que fuera, aquel almacén también hubiera podido surtir de excelentes ropajes a un hombre del tamaño de Jean, Kosta prefirió vestirlo con andrajos. No se puede tener todo.

Un estoque prestado colgaba de su cinturón y varias de las sortijas de Drakasha brillaban en sus dedos. Jerome le seguía de cerca, vestido como el solícito criado estándar, cargando tres pesadas sacas de piel sobre los hombros. La rapidez con que ambos asumieron sus respectivos papeles le hizo pensar a Drakasha que ya los habían interpretado anteriormente.

—Mi señor —dijo Drakasha—, ¿ya ha terminado su inspección?

—Sí y, como antes dije, es un buen buque. Aunque no excelente, tampoco es una trampa mortal. Con un poco de suerte creo que aún le quedan quince años.

—¿Quién cojones es usted? —el Revientabuques miraba a Kosta con los mismos ojos que debe de poner el ave que se dispone a coger un gusano y de repente descubre que el pico de un rival se lo disputa.

—Tavrin Callas —dijo Kosta—, de Lashain.

—¿Un noble? —preguntó el Revientabuques.

—De la Tercera. No deseo hacer valer mi título.

—Ni yo. ¿Por qué anda husmeando alrededor de este buque?

—El cráneo de usted debe de ser más blando que su barriga. Para ver si lo pesco antes de que la capitana Drakasha se lo venda a otro.

Yo soy el único que compra buques en Bahía Pródiga.

—¿Por decreto divino? Traigo dinero contante y sonante y eso vale en todas partes.

—Ese dinero no le ayudará a mantenerse a flote, muchacho…

—Ya basta —dijo Drakasha—. Hasta que uno de los dos me lo pague, no olviden que se encuentran en mi buque.

—Está muy lejos de su casa, cachorro, y acaba de cruzarse en…

—Si quieres este buque, habrás de pagarme en efectivo por él —zanjó Drakasha, que no fingía su enfado. El Revientabuques era tan poderoso como útil, pero, en cualquier disputa en que se empleara la fuerza bruta, cualquier capitán del Mar de Bronce hubiera podido aplastarlo con una de sus botas—. Si su señoría Callas me hace una oferta mejor que la tuya, la aceptaré. ¿Me he expresado con claridad?

—Estoy dispuesto a comprar este buque —dijo Kosta.

—Aguante un poco, capitana —le aconsejó Delmastro—. Sabemos que el Revientabuques pagará; pídale a su señoría que le enseñe el dinero.

—Del tiene razón —dijo Drakasha—. Mi señor Callas, en este buque solemos limpiarnos el culo con las cartas de crédito, así que espero encontrar algo pesado en esas sacas.

—Por supuesto —dijo Kosta, chasqueando los dedos. Jean dio un paso adelante y dejó caer una saca a los pies de Drakasha. Cuando aterrizó, lo hizo con un tintineo muy característico.

—Gwillem —dijo ella, indicándole que se moviera. Se agachó sobre la saca, desató las cuerdas que la cerraban y puso al descubierto un montón de monedas de oro (realmente el resultado de juntar la caja del Orquídea y el dinero en efectivo que Leocanto y Jerome habían metido en su primer buque). Gwillem tomó una moneda, la levantó para que reflejara la luz del sol, rascó en ella y la mordió. Luego asintió con la cabeza.

—Es auténtica, capitana. Un solari de Tal Verrar.

—Hay setecientos en esta saca —dijo Kosta, a cuyas palabras Jerome arrojó la segunda saca en el puente junto a la primera—. Setecientos más.

Gwillem abrió la segunda saca, permitiendo que el Revientabuques viera por sí mismo que, al menos aparentemente, también estaba llena de oro. Al menos había seis o siete capas de solari encima de una bolsa de seda llena de platas y cobres. La tercera saca era igual de falsa, aunque Zamira esperaba que Kosta no tuviera que abrirla.

—Y de ésta —dijo Leocanto— le daré mil para comenzar.

—A lo mejor esas monedas tienen los bordes afeitados —dijo el Revientabuques—. Esto es intolerable, Drakasha. Saca una balanza de tu buque para que las comprobemos.

—Esas monedas son nuevas —dijo Kosta, apretando los dientes—. Todas ellas. Capitana, sabiendo que las comprobaría, no iba a arriesgar mi vida dándoselas gastadas o falsas.

—Pero…

—Tu profunda preocupación por los negocios que hago ha quedado anotada, Revientabuques —dijo Drakasha—, pero el noble señor Callas se ha comportado correcta y sinceramente, y así lo creo. Me ofrece mil. ¿Deseas mejorar esa oferta?

—Se ha abierto la veda, anciano —dijo Leocanto—. ¿De veras que quiere participar en la caza?

—Mil diez —respondió el Revientabuques.

—Mil cien —dijo Kosta—. Dioses, me siento como si jugara a las cartas con mis mozos de cuadra.

—Mil ciento… cincuenta —siseó el Revientabuques.

—Mil doscientos.

—Debería examinar el maderamen…

—Entonces le arrastrarían fuera de la bahía a toda prisa. Mil doscientos, insisto.

—¡Mil trescientos!

—Ése es el espíritu —dijo Kosta—, pretender que podrá conmigo. Mil cuatrocientos.

—Mil quinientos —dijo el Revientabuques—. Se lo aviso, Callas, si puja más alto, aténgase a las consecuencias.

—Pobre cubo de tocino, obligado a obtener un beneficio ridículo en lugar de uno obscenamente provechoso. Mil seiscientos.

—¿En qué buque ha venido, Callas?

—En el carguero independiente que me vendió el billete.

—¿Cuál?

—En uno que no es de su maldita incumbencia. Estoy preparado para ofrecer mil seiscientos. ¿Qué son…?

Mil ochocientos —siseó el Revientabuques—. ¿Se está quedando sin dinero, comprador de Lashain?

—Mil novecientos —dijo Kosta, añadiendo por primera vez a su voz una nota de preocupación.

Dos mil solari.

Leocanto hizo un magnífico teatro al fingir que consultaba un instante a Jerome. Bajó la mirada, musitó un «Que te jodan, viejo» y luego hizo una seña a Jerome para que se llevara las sacas del puente.

—Adjudicado al Revientabuques —dijo Zamira intentando no sonreír—. Por dos mil.

—¡Ja! —el rostro del Revientabuques estaba tan distorsionado por el triunfo que casi parecía una mueca de dolor—. Siempre que sienta la necesidad de envainar la polla en algo inservible que me sea ajeno, podré comprar a diez como tú, cachorro.

—Bueno, me has vencido —dijo Leocanto—. Felicitaciones. Jamás me había sentido tan incómodo.

—Tienes buenas razones para sentirte así —dijo el Revientabuques— desde el momento en que acabas de descubrir que te encuentras encima de mi buque. Ahora me gustaría oírte decir que me perdonas por haberte puesto en una posición tan incómoda.

—Revientabuques —dijo Drakasha—, hasta que esos dos mil solari no estén en mi poder, este buque no será tuyo ni de coña.

—Ah —dijo el viejo—, eso sólo es un mero tecnicismo —batió palmas y sus esclavos devolvieron la silla a la barca, casi con toda seguridad para cargar el oro en ella.

—Capitana Drakasha —dijo Kosta—, gracias por su amabilidad, pero sé cuándo llega el momento de retirarse…

—Del —dijo Drakasha—, muestra al noble señor Callas y a su criado el bote que les llevará de vuelta. Mi señor Callas, quedaos, pues esta noche cenaréis conmigo en mi cabina. Después… os llevaremos a donde queráis ir.

—Estoy en deuda con usted, capitana —Locke hizo una reverencia más marcada de lo que exigía el protocolo y luego desapareció por el puerto de embarque en compañía de Delmastro y de Jerome.

—Destripa a ese capullo engreído —dijo el Revientabuques en voz alta— y quédate con su dinero.

—Me basta con el tuyo —dijo Zamira—; además, me gusta la idea de que un auténtico barón de Lashain crea que me debe la vida.

Los esclavos del Revientabuques llevaron una a una las bolsas de monedas de oro y de plata hasta la cubierta del Mensajero, de suerte que, una vez alcanzado el importe convenido, el montón que había a los pies de Zamira no era nada despreciable. Y aunque Gwillem insistió en contar su contenido, Zamira no lo permitió, segura como estaba de que las monedas eran perfectas. Las bolsas contendrían la cantidad exacta que «Tavrin Callas» había logrado reunir minutos antes. Aunque en su residencia fortificada, situada en uno de los extremos de la ciudad, el Revientabuques contara con una docena de mercenarios bien equipados, sabía que si engañaba a un capitán sus días estarían contados, pues habría de enfrentarse a cientos de piratas.

Drakasha dejó el Mensajero a los guardias y esclavos del Revientabuques y regresó al Orquídea en menos de media hora, tan contenta como siempre que vendía un buque capturado. Una complicación menos, puesto que su tripulación estaría junta otra vez; luego repartiría lo ganado y la caja del buque se habría incrementado notablemente. Los antiguos tripulantes del Mensajero que, por hallarse enfermos o heridos, no habían participado en la captura del Rey Pescador, suponían un pequeño problema; pero, ante la disyuntiva de ser abandonados en Puerto Príncipe a su suerte o de tomar parte en la relativa indignidad que suponía entrar en la guardia de fregonas, era casi seguro que la mayoría de ellos elegiría la segunda opción.

—Ravelle, Valora —dijo Drakasha cuando los vio en el castillo inferior, sentados en la penumbra mientras hablaban y hacían muecas con Delmastro y una docena de tripulantes—. Ha ido mejor de lo que me esperaba.

—Setecientos u ochocientos más de lo que hubiéramos sacado en condiciones normales —dijo Gwillem muy sorprendido.

—Y un pellizco más grande para cada uno de nosotros —dijo Valora.

—Hasta que el bastardo se gaste un poco de dinero en preguntar a los cargueros independientes —dijo Del, enarcando una ceja en una mezcla de admiración y de desconfianza— y descubra que ninguno de ellos trajo recientemente a ningún noble de Lashain…

—Por supuesto que descubrirá el engaño antes o después —Kosta movió una mano como para quitarle importancia—. Ahí reside la belleza de estas cosas. La verdad es que ese tirano agarrado, pagado de sí y liante parece como salido de una ópera. Ni en mil años le contará a nadie que le estafaron a la luz del día con un truco tan tonto. Y dado el margen de beneficios que obtiene con cada uno de los buques que usted le vende, estoy seguro de que todo quedará en unas cuantas palabras remilgadas.

—No podría atacarme ni aunque se le pasara por la cabeza —dijo Zamira—. Creo que lo hemos hecho muy bien. Aunque eso no quiere decir que vaya a dejarle a usted pasearse durante toda la tarde con esas ropas de fantasía. Devuélvalas al almacén.

—Por supuesto, capitana.

—Y dado que no sabemos si el Revientabuques se morderá o no la lengua, lo mejor será que ustedes dos permanezcan fuera de la vista mientras sigamos aquí. Ambos quedarán confinados en este buque.

—¿Eh? ¿Por qué?

—Porque creo —aunque el tono de voz de Drakasha fuera cordial también era firme— que no sería inteligente dejarles a los dos sueltos por ahí. Por el problema que pueda causarles les daré un extra de la caja del buque.

—Bueno, está bien —Kosta había comenzado a quitarse las partes más delicadas de sus elegantes ropajes—. Creo que no tengo prisa de que me corten el cuello en cualquier callejón.

—Chico listo —Zamira se volvió hacia Delmastro—. Del, confecciona una lista con la gente que esta noche entrará en la Guardia Divertida. Que vengan con nosotros cuando acudamos al consejo. Veamos… la mitad de la tripulación. Y luego pásala a limpio.

—Muy bien —dijo Del—. Y supongo que hasta que no hayamos vuelto de la reunión se quedarán en los botes, preparados para atajar cualquier problema, ¿no?

—Exacto —dijo Zamira—, al igual que las demás tripulaciones, supongo.

—Capitana —Del casi susurraba a Zamira en la oreja—, ¿de qué diablos va esa reunión?

—De asuntos desagradables, Ezri —echó una mirada a Leocanto y a Jerome, que sin darse cuenta de ello sonreían y hacían bromas entre sí—. Tanto si son ciertos como si no lo son.

Pasó un brazo por el hombro de Ezri, de aquella joven que había dado la espalda a la vida de aristócrata consentida que le aguardaba en Nicora; que había ascendido desde la guardia de fregonas hasta convertirse en su primera oficial; que había estado a punto de que la mataran una docena de veces en el transcurso de los años que llevaba intentando que el preciado Orquídea de Zamira siguiera a flote.

—Algunas de las cosas que escucharás esta noche tienen que ver con Valora. No sé de lo que habláis en privado… en esos escasos interludios que aprovecháis para hablar

Ezri se irguió, sonrió y ni siquiera se ruborizó.

—… pero es posible que lo que tengo que contar no te agrade.

—Si tenemos que arreglar algo entre los dos —dijo Ezri muy tranquila—, confío en que me lo dirá. Y no me asusta enterarme de lo que sea.

—Querida Ezri —dijo Zamira—. Bien, vistámonos para ir al encuentro de nuestros conocidos. Armadura y sables. Engrasa tus vainas y afila tus cuchillos. Podemos necesitar todas nuestras herramientas para proponer ciertos argumentos interesantes si la conversación se va al infierno.