Capítulo 11

Toda la verdad y nada más que la verdad

1

—Traiga a los prisioneros.

Era completamente de noche en la cubierta del Orquídea Emponzoñada, que permanecía anclado bajo un cielo tachonado de estrellas. Aún no habían salido las lunas. Drakasha se apoyaba en la barandilla del alcázar, iluminada por la luz de los faroles alquímicos y cubierta con una tela encerada a modo de capa. Su cabellera estaba oculta por una ridícula peluca de lana que se parecía vagamente al tocado ceremonial de un magistrado verrarí. Toda la tripulación atestaba el buque de proa a popa, dejando en medio un pequeño espacio libre para los prisioneros.

Diecinueve hombres del Mensajero Rojo habían sobrevivido a la carnicería. Los mismos que en ese momento se encontraban de pie, maniatados y visiblemente preocupados en el combés del buque. Locke se metió entre Jean y Jabril.

—Oficial del tribunal —dijo Drakasha—, este grupo de gente que acaba de traerme es lamentable.

—Ciertamente lamentable, su señoría —la teniente Delmastro estaba al lado de la capitana, con un rollo de pergamino en la mano y una peluca ridícula confeccionada por ella misma.

—El grupo más triste de chusma callejera, disoluta y pollifloja que jamás haya visto. A pesar de ello, creo que debemos juzgarlos.

—Así es, señora.

—¿De qué se les acusa?

—De toda una letanía de crímenes capaces de convertir la sangre en jamón —Delmastro desplegó el rollo y alzó la voz mientras leía—: Negativa premeditada a aceptar la amable hospitalidad del Arconte de Tal Verrar. Fuga deliberada de las excelentes y bien acomodadas instalaciones con que el Arconte les había obsequiado en la Roca de Barlovento. Robo de un buque de guerra con la declarada intención de dedicarlo a una vida de piratería.

—Penosísimo.

—Así es, su señoría. Los siguientes cargos son algo confusos. A unos se les acusa de motín y a otros de incompetencia.

—¿A unos de una cosa y a otros de otra? Oficial del tribunal, no podemos consentir tanto desorden. Limítese a acusarlos a todos de todo lo que se le ocurra.

—Entendido. Los amotinados ahora son incompetentes y los incompetentes también son amotinados.

—Excelente. Excelentísimo y también magistral. Estoy segura de que hablarán de mí en los libros.

—En los libros importantes, señora.

—¿Y de cuáles otros cargos deben responder estos despojos?

—De asalto y latrocinio bajo la bandera roja, señoría. De practicar la piratería por el Mar de Bronce en el vigésimo primer instante del mes de Festal, este mismo año.

—Vil, grotesco y despreciable —la voz de Drakasha era como un trueno—. Anoten que estoy a punto de desmayarme. Dígame, ¿hay alguien que pueda hablar en defensa de los prisioneros?

—Nadie, señora, pues los prisioneros no tienen ni una centira.

—Ah. Entonces, ¿bajo cuáles leyes reclaman derecho y protección?

—Bajo ninguna, señora. Ningún poder terrestre les defenderá y ayudará.

—Patético, aunque previsible. Mas, sin la firme guía de sus valedores, quizá estos roedores hayan evitado la virtud como si de una enfermedad contagiosa se tratara. Quizá podamos ofrecerles una pequeña muestra de clemencia.

—No lo creo, señora.

—Queda un pequeño asunto que podría dar testimonio de su auténtico carácter. Oficial del tribunal, ¿puede describir la naturaleza de sus socios y de quienes los acompañan?

—Creo que con todo lujo de detalles, señoría. Quienes los acompañan son los oficiales y la tripulación del Orquídea Emponzoñada.

—¡Dioses del cielo! —exclamó Drakasha—. ¿Ha dicho el Orquídea Emponzoñada?

—En efecto, señora.

—¡Son culpables! ¡Culpables de todos los cargos! ¡Culpables con todas las agravantes, culpables de todo lo que pueda ser culpable un ser humano! —Drakasha se quitó la peluca, la arrojó al puente y la pisoteó.

—Excelente veredicto, su señoría.

—El juicio de este tribunal —dijo Drakasha—, solemne en su autoridad e inapelable en su decisión, viene a ser que, a causa de los crímenes cometidos en la mar, sean devueltos a ella. ¡Arrojadlos por la borda! Y que los dioses no se apresuren en otorgar la paz a sus almas.

La tripulación salió por todas partes y dando vítores rodeó a los prisioneros. Locke fue empujado, cuando no arrastrado, por toda aquella muchedumbre hasta el puerto de entrada de babor, donde se encontraba una red de carga que tenía una lona debajo. Ambas estaban atadas entre sí. Los ex Mensajeros fueron metidos a empujones dentro de la red mientras varias docenas de marineros bajo la dirección de Delmastro se dirigían hacia el cabrestante.

—Dispónganse a ejecutar la sentencia —dijo Drakasha.

—¡Arriba! —exclamó Delmastro.

Una compleja red de poleas y cables había sido desplegada entre las dos vergas más bajas del palo mayor y el trinquete; mientras los marineros manejaban el cabrestante, los extremos de la red comenzaron a subir, y los Orquídeas que vigilaban a los prisioneros retrocedieron. A los pocos segundos, los ex Mensajeros estaban fuera del puente, apretujados los unos contra los otros como animales atrapados. Locke se agarró a la red para evitar caer en el centro de aquella confusión de piernas y cuerpos. Cuando la red sobrepasó la barandilla y se quedó colgando a cinco metros por encima del agua, los pataleos y las palabrotas de los que se encontraban dentro de ella llegaron al límite.

—Oficial del tribunal, ejecute a los prisioneros —dijo Drakasha.

—¡A la orden! ¡Soltadlos!

No lo harán, pensó Locke un instante antes de que, en efecto, lo hicieran.

La red llena de prisioneros cayó al agua, arrancando gritos y gañidos involuntarios de las gargantas de quienes antes, en el Rey Pescador, habían combatido ferozmente en relativo silencio. Cuando la red tocó el agua, los extremos que la habían mantenido en tensión se aflojaron, de modo que al menos tuvieron más espacio para moverse dentro de ella después de rebotar en la superficie… aunque lo mejor hubiera sido decir que la extraña barrera formada por la red y la lona acababa de actuar como un cojín al caer al agua.

Por espacio de uno o dos segundos se convirtieron en una masa que gritaba y se revolvía mientras los extremos de la red se asentaban encima de las olas, antes de que la cálida agua del mar comenzara a rodearlos. Locke sintió un momento de auténtico pánico (no tanto como si las ligaduras de sus manos y pies hubieran sido auténticas); pocos segundos después, los extremos de aquella red convertida en prisión comenzaron a levantarse, hasta que todos ellos volvieron a estar por encima del agua. Aunque a Locke aún le llegaba a la cintura, la lona acababa de formar una especie de piscina en la que podían quedarse sentados.

—¿Estáis bien? —era la voz de Jean; Locke vio que se agarraba al extremo de la red que estaba justo enfrente de él. Entre ambos había una docena de hombres que chapoteaban y se empujaban unos a otros. Locke frunció el ceño al darse cuenta de que Jean parecía contento.

—Menudo cachondeo —murmuró Streva mientras intentaba mantenerse vertical, agarrándose con un brazo. El otro lo llevaba sujeto al pecho con una especie de cabestrillo improvisado. Aunque varios de los ex Mensajeros tuvieran algún hueso roto y todos ellos hubieran sufrido cortes y magulladuras, se habían visto obligados a cumplir con aquel ritual.

—¡Señoría! —Locke levantó la mirada al oír la voz de Delmastro. La teniente los miraba desde el puerto de entrada de babor, ayudándose con la luz del farol que tenía en una mano; la red estaba encima del agua, a poco más de un metro del oscuro casco del Orquídea—. ¡Señoría, no se ahogan!

—¿Qué? —Drakasha apareció al lado de Delmastro con la peluca más ladeada que antes—. ¡Malditos bastardos desconsiderados! ¿Cómo os atrevéis a hacerle perder tiempo al tribunal con esta ridícula negativa a ser ejecutados? ¡Oficial, ayúdeles a ahogarse!

—¡Sí, señora, asistencia urgente en el ahogamiento! ¡Bombas al puente! ¡Bombas a cubierta!

Un par de marineros aparecieron en cubierta con una manguera de lona. Locke se dio la vuelta justo cuando el chorro de agua salada comenzó a empaparlos a todos. No está tan mal, pensó antes de que algo más consistente que el agua golpeara su nuca con un sonido blando.

El vigoroso bombardeo con aquella nueva indignidad (estopa engrasada) era tan profuso que nadie escapaba a él, observó Locke. La tripulación se había puesto en la barandilla y bombardeaba a los que estaban dentro de la red: una auténtica lluvia de trozos de tela y de cuerda que tenían el pestazo tan familiar de la porquería con la había estado pintando los mástiles durante varias mañanas. Aquel asalto prosiguió durante varios minutos hasta que Locke ya no supo dónde terminaba la grasa y comenzaban sus ropas, mientras que el agua de su pequeño encierro se llenaba con una capa de aquella porquería resbaladiza.

—¡Increíble! —exclamó Delmastro—. ¡Señoría, aún resisten!

—¿No se han ahogado? —Zamira volvió a mostrarse en la barandilla y se quitó solemnemente la peluca—. Condenación. El mar se niega a reclamarlos. Tendremos que subirlos de nuevo a bordo.

Instantes después las cuerdas que sostenían su pequeña prisión de lona y de red se tensionaron hasta que comenzó a elevarse por encima del agua. Pero aquel momento pareció eterno, porque Locke sintió que algo grande y con mucha fuerza golpeaba la barrera que había bajo sus pies. A los pocos segundos todos estaban encima de las olas y se dirigían hacia el buque entre el ruidoso roce de las cuerdas.

Pero su castigo aún no había terminado; siguieron colgados a oscuras cuando la red pasó por encima de la barandilla y no los descargaron en la cubierta.

—¡Soltad la polea! —exclamó Delmastro.

Locke vislumbró una mujer bajita al otro lado del lío de cables que estaba delante. Tiró de una clavija dispuesta en la gran polea de madera que sujetaba la red. Locke reconoció la pieza circular de metal que formaba parte de la polea; bien engrasada, permitía mover ágilmente los cargamentos pesados. Los cargamentos como ellos.

La tripulación se alineó con la barandilla y comenzó a tirar de la red; a los pocos momentos, los prisioneros giraban a una velocidad que les provocaba náuseas y el mundo que los rodeaba aparecía como simples destellos… aguas oscuras… faroles en la cubierta… aguas oscuras… faroles en la cubierta…

—Oh, dioses —dijo alguien antes de echarse a trepar por la red. Luego, aquel pobre diablo se soltó de ella y Locke se agarró aún con más fuerza, intentando ignorar la masa de hombres que por debajo de él pataleaban, se estremecían y daban vueltas.

—¡Lavadlos! —exclamó Delmastro—. ¡Bombas en marcha!

El potente chorro de agua salada volvió a incidir en aquella masa de gente, aumentando su velocidad de rotación. Locke recibía el chorro durante los breves segundos que la red, al girar, le dejaba delante de él. El vértigo que sentía fue en aumento a medida que pasaba el tiempo, y, aunque cada vez se sintiera más perdido, hizo acopio de toda la dignidad que le quedaba para no caerse.

Tan intenso fue su mareo y tan rápido el rescate de todos ellos que Locke sólo se dio cuenta de que acababan de depositarlos encima de la cubierta cuando la red a la que seguía agarrándose perdió su rigidez. Cayó en la maraña de red y de lona y sintió las duras y más que gratas planchas de la cubierta. Aunque la red había dejado de dar vueltas, el mundo tomaba su relevo, girando hacia seis o siete direcciones a la vez de un modo nada placentero. Y a pesar de que cerró los ojos no sintió ningún alivio. En aquella ceguera momentánea sólo sentía náuseas.

Los hombres se arrastraban hacia él, gimiendo y musitando palabrotas. Un par de hombres de la tripulación lo cogieron y le pusieron en pie; como su estómago estaba a punto de rendirse, tosió débilmente para vencer la náusea. La capitana Drakasha se acercó hasta él, ya sin la peluca y la capa de pega, para mirarlos a todos desde un ángulo que resultaba divertido.

—El mar no os quiere —dijo—. El agua se niega a tragaros. Aún no os ha llegado la hora de ahogaros, agradecédselo a Iono. ¡Agradecédselo a Ulcris!

Ulcris era el nombre con el que la gente de Jeresh llamaba al dios del mar, que apenas era conocido en los dominios terrestres o marítimos de Therin. Debe de haber a bordo más gente de las islas orientales de lo que me había imaginado, pensó Locke.

—El Señor de las Aguas Codiciosas nos protege —cantó a coro la tripulación.

—Así pues, habéis vuelto con nosotros a pesar de todo —dijo Drakasha—. La tierra no os quiere y el mar no os reclama. Como nosotros, habéis huido para refugiaros entre la madera y las velas. Esta cubierta es vuestro firmamento, estas velas vuestros cielos. He aquí todo vuestro mundo. Todo el mundo que necesitáis.

Y dio un paso adelante con un puñal en la mano.

—¿Me lameréis las botas a cambio de que os dé un sitio en él?

—¡NO! —exclamaron al unísono los ex Mensajeros. Les habían dicho lo que tenían que decir en aquella parte del ritual.

—¿Os arrodillaréis y besaréis mi sortija engastada con joyas a cambio de mi gracia?

—¡NO!

—¿Doblaréis la rodilla ante cualquier título rimbombante escrito en un trozo de papel?

—¡NO!

—¿Anhelaréis tierras, leyes y reyes y os inclinaréis ante estos últimos como lo haríais ante el pecho de vuestra madre?

—¡NO!

Se acercó a Locke y le entregó el puñal.

—Entonces, liberaos por vosotros mismos, hermanos.

Aún titubeante y agradecido a los que estaban detrás de él, Locke se sirvió de la hoja para cortar la soga que le mantenía maniatado y después la que le ataba los tobillos. Una vez hecho esto, se volvió y comprobó que la práctica totalidad de los ex Mensajeros estaban de pie, la mayoría de ellos sostenidos por uno o dos Orquídeas. Muy cerca pudo ver varios rostros conocidos, de Streva, de Jabril y de un tipo llamado Álvaro… y justo detrás de ellos el de Jean, que le vigilaba preocupado.

Locke dudó, luego miró a Jabril y le tendió el puñal.

—Libérate por ti mismo, hermano.

Jabril sonrió, aceptó el puñal y se quitó las ataduras en un instante. Jean miró a Locke, que cerró los ojos para no verle mientras escuchaba cómo el puñal pasaba de uno a otro.

—Libérate por ti mismo, hermano —se decían entre sí, de suerte que poco después todo había terminado.

—Al liberaros por vuestras propias manos habéis entrado a formar parte de la hermandad de los proscritos del Mar de Bronce —dijo la capitana Drakasha— y de la tripulación del Orquídea Emponzoñada.

2

Incluso un ladrón con experiencia tiene la posibilidad de aprender nuevos trucos si vive lo suficiente. Durante la mañana y la tarde de aquel día, Locke había aprendido la mejor manera de saquear un buque capturado.

Locke acabó su última vuelta por las cubiertas inferiores razonablemente seguro de que ya no quedaba en ellas nadie de la tripulación del Rey Pescador y subió a toda prisa la escalera que desembocaba en el alcázar. Los cadáveres de los Redentores habían sido apartados y dispuestos todos juntos al lado de la barandilla de popa; los de quienes habían servido en el Orquídea Emponzoñada se encontraban en el combés. Locke vio que algunos compañeros suyos los cubrían respetuosamente con velas.

Echó un rápido repaso al buque. Treinta o cuarenta Orquídeas habían subido a bordo para controlarlo. Mientras Jean y Delmastro atendían el timón, ellos habían ocupado la arboladura, vigilando las anclas y a los cuarenta supervivientes, más o menos, del Rey Pescador que se encontraban en el castillo de proa. Bajo la supervisión de Utgar, todos los heridos habían sido llevados al combés, cerca del puerto de entrada de estribor, por donde la capitana Drakasha y la erudita Treganne acababan de entrar a bordo. Locke se apresuró para llegar a donde ambas se encontraban.

—Es el brazo, erudita. Me duele de un modo espantoso —Streva empleaba el brazo bueno para sostener el malo, mientras cerraba los ojos y se lo enseñaba a Treganne—. Creo que lo tengo roto.

—Claro que se te ha roto, cretino —dijo ella, abriéndose paso para arrodillarse al lado de un tripulante del Rey Pescador que tenía la camisa completamente empapada en sangre—. Sigue moviéndolo así y se te partirá en dos. Siéntate.

—Pero…

—Siempre cuento lo peor para conseguir luego lo mejor —murmuró Treganne. Se arrodilló en el puente al lado del tripulante herido, usando el bastón para apoyarse hasta que sus rodillas llegaron al suelo. Entonces retorció el bastón; la empuñadura se separó del cuerpo general del bastón, revelando una hoja igual de grande que un puñal, que ella empleó para cortar la camisa del marinero—. Si quieres que te atienda enseguida, tendré que darte unos cuantos golpes en la cabeza. ¿Aún quieres que lo haga?

—Um… no.

—Ya lo suponía. Largo. Resistirás.

—Ah, Ravelle, está ahí —la capitana Drakasha se apartó de Treganne y del herido y agarró a Locke por el hombro—. Lo ha hecho muy bien.

—¿De veras?

—A la hora de mandar un barco es usted tan inútil como un culo sin ojete, pero no cuando se trata de pelear; acabo de oír unas cosas tremendas de usted.

—Seguro que sus fuentes exageran.

—Bueno, el buque es nuestro y usted nos entregó a su capitán. Ahora que hemos arrancado la flor, debemos recolectar el néctar antes de que el mal tiempo o cualquier otro buque nos lo impidan.

—¿Va a quedarse con el Rey Pescador?

—No. No me gusta tener más de dos tripulaciones prisioneras al tiempo. Le quitaremos todo lo que tenga de valor y el cargamento que nos interese.

—¿Y luego lo quemará o le hará algo parecido?

—Claro que no. Dejaremos a la tripulación las suficientes provisiones y mercancías para llegar a puerto y aguardar en él a que escampe el temporal. Parece perplejo.

—Nada que objetar, capitana, sólo que… no es la barbaridad que había esperado.

—Ravelle, siendo individuos amables como somos, ¿no cree que debemos respetar a los que se rinden? —Drakasha apretó los dientes—. Aunque no tengo mucho tiempo para explicárselo, le adelantaré algo. Si no hubiera sido por esos malditos Redentores, esa gente —saludó con una mano al tripulante herido del Rey Pescador que esperaba a que Treganne le atendiera— no nos hubiera hecho ni un arañazo, ni tampoco lo hubiera recibido de nosotros. A los cuatro o cinco buques, es un decir, que apresamos, si antes no han echado las redes antiabordaje ni han preparado los arcos, sólo los ocupamos. Saben que respetaremos sus vidas en cuanto hayamos acabado. Si los marineros corrientes no cobran ni una centira de comisión por el cargamento, ¿para qué van a arriesgarse esgrimiendo una espada o sacando un arco?

—Supongo que eso que dice tiene sentido.

—Lo tiene para mucha más gente que nosotros. Mire este desorden. ¿Redentores a cargo de la seguridad? Si esos maníacos no hubieran hecho gratis ese servicio, este buque no hubiera contado con ningún guardia. Puedo asegurárselo. No tiene ningún sentido para los armadores. Esos largos viajes que duran cuatro o cinco meses desde el lejano oriente hasta Tal Verrar, cargados con especias, metales raros, maderas… un armador puede perder dos de cada tres, y el que consigue llegar le resarce por los otros dos. Y aún le queda beneficio. Y si consiguen que el buque que les queda regrese, incluso sin cargamento, mucho mejor. Por eso no quemamos y hundimos como locos. Mientras nos refrenemos un poco y no nos acerquemos demasiado a la civilización, los tipos de las bolsas bien agarradas pensarán que nosotros somos un peligro natural, algo parecido al tiempo.

—Y respecto a eso de recolectar el néctar, ¿por dónde comenzamos?

—Lo que mejor tenemos a mano es la caja del buque —dijo Drakasha—. El capitán dispone de ella para los gastos. Flecos y cosas similares. Encontrarla es como sufrir un grano en el culo. Algunos la arrojan por la borda, otros la esconden en algún sitio húmedo e inverosímil. Es muy posible que al tal Nera tengamos que darle unas cuantas bofetadas antes de que comience a escupir la verdad.

—Condenación —detrás de ellos, Treganne dejó que su paciente se desplomara en el puente; acto seguido se limpió las manos llenas de sangre en las calzas de él—. Éste no está bien, capitana. Puedo verle los pulmones a través de la herida.

—¿Tienes la certeza de que va a morir?

—Por los cielos, no lo sé, sólo soy la maldita médica. Pero en cierta ocasión oí en un bar que la muerte suele ser lo usual cuando tus pulmones logran ver la luz del día —repuso Treganne.

—Sí, claro, creo haber oído lo mismo. Y dime, ¿hay alguien más a punto de morir si no le atiendes ahora mismo?

—Creo que no.

—Capitana Drakasha —dijo Locke—, el señor Nera parece tener un corazón tierno. ¿Me permite la libertad de sugerirle un plan…?

Momentos después, Locke regresaba al combés y agarraba a Antoro Nera por un brazo. Le habían atado las manos por detrás de la espalda. Locke le dio un buen empujón para que mirara a Zamira, que se mantenía de pie con un sable desenvainado. Detrás de ella, Treganne trabajaba febrilmente en el cadáver de un marinero que acababa de morir. Le habían quitado la camisa que tenía rota y manchada de sangre, de suerte que una nueva cubría su pecho. Sólo un pequeño punto rojo señalaba el sitio en que se encontraba la herida mortal, mientras Treganne hacía todo lo posible para sugerir que aquella forma inmóvil viviría o moriría cuando ella lo quisiera.

Drakasha se acercó a Nera y apoyó la hoja del sable en la parte superior de su pecho.

—Mucho gusto en conocerle —dijo, deslizando la curvada hoja de su arma hacia el cuello desprotegido de Nera, que gimoteó—. Su buque necesita un reajuste de la carga. Demasiado oro. Tenemos que encontrar y cambiar de sitio la caja del capitán antes de que sea demasiado tarde.

—Yo, uh, no sé exactamente dónde está —repuso Nera.

—Correcto. Y yo sé cómo enseñarles a los peces a peer fuego en el agua —dijo Drakasha—. Le doy una nueva oportunidad, después de la cual comenzaré a arrojar por la borda a sus heridos.

—Pero… por favor, me dijeron…

—No sé quién pudo decirle lo que fuera, pero no fui yo.

—Yo… no puedo…

—Erudita —dijo Drakasha—, ¿puede hacer algo por el hombre al que está atendiendo?

—Aunque no creo que esté bailando dentro de poco —dijo Treganne—, conseguirá salir de ésta.

Drakasha apartó el sable y agarró a Nera por el cuello de la camisa con la mano que tenía libre. Avanzó dos pasos hacia la derecha y casi sin mirar hundió el sable en el cuello del marinero muerto. Treganne retrocedió para propinar un pequeño empujón a una de las rodillas del cadáver y así dar la impresión de que pataleaba. Nera tragó saliva.

—La medicina es un negocio tan incierto… —comentó Drakasha.

—Está en mi cabina —dijo Nera—, en un cajón oculto encima de mi cama, al lado de la brújula. Por favor… no mate a nadie más…

—Aún no he matado a nadie —dijo Drakasha. Extrajo el sable del cuello del muerto, lo secó en las calzas de Nera y le dio un fugaz beso en la mejilla—. Su hombre falleció hace pocos minutos. Mi médico me ha confirmado que el resto de sus heridos se salvará.

Obligó a que Nera girara alrededor de sus talones, cortó la soga que ataba sus manos y con una mueca le empujó hacia Locke.

—Que vuelva con los suyos, Ravelle, y luego tenga la amabilidad de aligerar ese compartimiento secreto de la carga que lo agobia.

—A la orden, capitana.

Y acto seguido comenzaron a desmontar el Rey Pescador con mayor avidez que la mostrada por los recién casados al quitarse la ropa de etiqueta en cuanto pueden. Locke sintió que su fatiga se disipaba ante lo que, por mucho que hubiera robado a lo largo de su vida, consideraba un robo a gran escala. Siempre rodeado por los tripulantes del Orquídea, que reían y hacían el pasayo con muy buen humor, desempeñó diversos trabajos, realizándolos todos ellos con presteza y precisión.

Primeramente se llevaron todo aquello que podían tomar fácilmente y que era de cierto valor: botellas de vino, los uniformes del señor Nera, sacas de café y de té de la cocina y varios arcos de la pequeña armería del Rey Pescador. La propia Drakasha tasó la colección de instrumentos de navegación y de relojes del buque, dejando a Nera lo imprescindible para que su navío llegara a buen puerto.

Acto seguido, Utgar y el contramaestre registraron la flauta de proa a popa, sirviéndose de los supervivientes de la guardia de fregonas como si fueran mulas para arrastrar repuestos y equipos de uso náutico: calafate alquímico, telas para hacer velas, barriles de brea y muchos rollos de sogas nuevas.

—Eh, un material cojonudo —comentó Utgar mientras cargaba a Locke con veintitantos kilos de sogas y una caja de cables metálicos—. Muy caro en Puerto Pródigo. Mejor conseguirlo con lo que llamamos el «descuento del abordaje».

Después se hicieron con el cargamento del Rey Pescador, que no por ser lo último era lo peor. Abrieron todas las rejillas y ojos de buey de la bodega principal y un laberinto de sogas y poleas quedó montado entre ambos buques. A mediodía, cajas, cubas y paquetes envueltos en tela encerada fueron llevados al Orquídea Emponzoñada. Era todo lo que Nera les había referido, y algo más: trementina, madera de álamo negro aceitada, sedas, cajas de excelente vino blanco envueltas en pieles de oveja e innumerables barriles de especias. Los olores del clavo, de la nuez moscada y del jengibre llenaron el aire; después de una o dos horas de estar trabajando con las poleas, el moreno de Locke se debía al lodo creado por el sudor y la canela en polvo.

A las cinco de la tarde, Drakasha ordenó detener la vigorosa transfusión de mercancías. El Orquídea Emponzoñada tenía baja la línea de flotación, al contrario que la flauta, vaciada como el insecto que termina entre las mandíbulas de la araña. Pero la tripulación de Drakasha no había dejado sin nada, ciertamente, a los del Rey Pescador, a quienes aún les quedaban los toneles de agua, la carne en salazón, la cerveza barata y el vino aguado con agua. Incluso les habían dejado algunas cajas y paquetes de mercancías valiosas que estaban demasiado tapadas o inconvenientemente almacenadas para el gusto de Drakasha. A pesar de todo ello, el saqueo podía darse por terminado. Cualquier comerciante de tierra adentro se hubiera sentido muy satisfecho al contemplar que su buque era descargado en el muelle con tanta celeridad.

Una ceremonia tuvo lugar en la barandilla de popa del Rey Pescador, en el transcurso de la cual, Zamira, en su condición de sacerdotisa de Iono, bendijo a los caídos de ambos bandos. Acto seguido, los cadáveres fueron llevados a una de las bordas, envueltos en velas viejas y atados con las armas de los Redentores para que pesaran y fueran al fondo. Los Redentores fueron lanzados sin más por la borda.

—No es un comportamiento irrespetuoso —dijo Utgar a Locke cuando éste le comentó en voz baja la suerte de aquellos últimos cadáveres—, pues, según sus creencias, son consagrados, bendecidos y todas esas zarandajas en el momento en que mueren. Así que no pasa nada si luego tiras a esos paganos por la borda. Es bueno saberlo a la hora de tener que acabar con ellos, ¿no te parece?

Finalmente, aquel largo día de trabajo llegó a su conclusión; el señor Nera y su tripulación fueron liberados para que atendieran a sus propios asuntos. Mientras los arqueros de Drakasha montaban guardia desde lo alto de las cofas, el tinglado de cuerdas y ganchos que mantenían juntos ambos buques quedó recogido. El Orquídea Emponzoñada izó sus botes y soltó las velas. A los pocos minutos hacía siete u ocho nudos con rumbo suroeste, dejando al Rey Pescador a su propia suerte.

Locke apenas había visto a Jean durante aquel día, ya que ambos daban la impresión de hacer todo lo posible para no estar cerca uno del otro. Mientras que Locke se había dedicado a trabajar con las manos, Locke había pasado el tiempo con Delmastro en el alcázar. No volvieron a estar lo suficientemente cerca para hablar hasta que el sol se hundió en el horizonte y la guardia de fregonas se congregó para recibir la iniciación.

3

Todos los nuevos iniciados y la mitad de la tripulación original del buque formaban parte de la Guardia Alegre, constantemente alimentada por los excelentes vinos orientales procedentes de las saqueadas bodegas del Rey Pescador. Locke reconoció varias etiquetas y algunas añadas. Unos vinos que no hubieran sido vendidos en Camorr por menos de veinte coronas la botella eran bebidos de un tirón como cerveza, o lanzados al aire para diversión de los hombres y mujeres presentes, o simplemente derramados por la cubierta. La tripulación del Orquídea se mezclaba sin reparos con la del Mensajero. Los juegos de dados, las apuestas sobre quién era más fuerte y los corrillos que se dedicaban a cantar acababan de surgir espontáneamente. Las citas, tanto preparadas con antelación como improvisadas sobre la marcha, dominaban la escena. Una hora antes, Jabril se había esfumado hacia las cubiertas inferiores en compañía de una mujer.

Locke pasaba el rato entre las sombras de estribor, justo debajo de la estructura superior del alcázar. Las escaleras de estribor no estaban a la misma altura que la barandilla, así que aún quedaba el suficiente espacio para que una persona se acomodara en el hueco. Mientras circulaba por el puente, «Ravelle» había recibido muchos y muy efusivos saludos; pero a partir del momento en que se había buscado un sitio bastante apañado, nadie parecía echarle de menos. Tenía en las manos una gran jarra de cuero llena de un vino azul que valía su peso en plata, y aún no había bebido de ella.

A través de la gran masa de marineros tan bebidos como risueños, Locke vio que Jean estaba en la barandilla de enfrente. Mientras le estaba mirando, una silueta de mujer mucho más baja que él llegó por detrás y se situó a su lado. Locke apartó la mirada.

El agua se deslizaba hacia la popa como si fuera una gelatina coronada por rizos de espuma fosforescente. Aquella noche el Orquídea se desplazaba con notable velocidad. Sobrecargado, consentía menos que antes el beso de las aguas y partía aquellas tímidas olas como si fueran de aire.

—Cuando era una teniente en prácticas —dijo la capitana Drakasha— y hacía mi primer viaje con la espada de oficial al cinto, engañé a mi capitana al robarle una botella de vino.

Hablaba con voz muy suave. Sobresaltado, Locke miró a su alrededor y comprobó que ella estaba de pie en la barandilla delantera del alcázar.

—No sólo yo —proseguía—, sino los ocho que estábamos en el camarote de los oficiales en prácticas. La tomamos prestada de la bodega privada de la capitana; deberíamos haber tenido la suficiente inteligencia para arrojar la botella por la borda después de bebérnosla.

—Eso fue… ¿en la armada de Syrune?

—En las Fuerzas Navales de Su Resplandeciente Majestad de la Eterna Syrune —la sonrisa de Drakasha era como una media luna blanca rodeada de oscuridad, casi tan blanca como la espuma que coronaba las olas—. La capitana pudo habernos azotado, degradado o incluso encadenado para que nos juzgaran formalmente en tierra. Pero nos hizo abatir la verga real del palo principal. Teníamos una de repuesto, desde luego. Luego nos hizo raspar el barniz de la que habíamos abatido… ya sabe que es como una lanza de madera de roble de tres metros de longitud y tan gruesa como una pierna. La capitana nos quitó los sables y nos dijo que sólo nos los devolvería si nos comíamos la verga real. Trozo a trozo, hasta la última astilla.

—Y ¿se la comieron?

—Tocábamos a poco más de treinta centímetros de duro roble —dijo Drakasha—. El cómo nos comiéramos la madera era asunto nuestro. Nos llevó un mes. Lo intentamos todo: en lonchas, en trozos, cocida, hecha pulpa. Conocíamos cien trucos para que entrara por el paladar y así nos la comimos, varias cucharadas al día o varios trocitos. Aunque la mayoría enfermamos, acabamos por comernos la verga.

—Dioses.

—Cuando terminamos de comérnosla, la capitana dijo que lo había hecho para que fuéramos conscientes de que las mentiras entre quienes navegan en el mismo buque pueden ocasionar poco a poco su perdición, del mismo modo que nuestros mordiscos, poco a poco, terminaron con la verga.

—Ah —Locke suspiró y se decidió a tomar un sorbo de aquel vino tan reconfortante y exquisito—. Creo que debo tomarlo como el anuncio de que me espera una nueva disección, ¿no es así?

—Acompáñeme a la barandilla de popa.

Y Locke se levantó, sabiendo que aquellas palabras no eran un ruego.

4

—No sabía que administrar justicia fuera tan cansado —dijo Ezri cuando apareció por el codo derecho de Jean mientras éste miraba al mar desde la barandilla de babor del Orquídea. Una de las lunas acababa de asomarse por el sur, la mitad de una moneda de plata que husmeaba por encima del horizonte, como pensando si valía la pena salir del todo.

—El día ha sido muy largo para usted, teniente —Jean sonreía.

—Jerome —dijo ella, intentando poner una de sus manos encima del hombro de él—, si vuelves a llamarme «teniente» en el transcurso de esta noche, te mataré.

—Como desee, te… Bueno, cualquier nombre que no sea teniente, pero que comience con «te» no estaría mal… Además, esta tarde intentaste ajusticiarme. Las vueltas que da la vida.

—Para acabar del mejor modo —dijo ella apoyándose en la barandilla. No llevaba el acostumbrado peto de cuero, sólo una camisa liviana y un par de pantalones que le llegaban a las pantorrillas, sin medias ni zapatos. Se había soltado los cabellos, convertidos de tal suerte en un oleaje de rizos oscuros que se mecían al viento. Jean observó que cargaba la mayor parte de su peso en la barandilla, pero intentando que no se notara.

—Uh, creo que hoy te han pasado muy cerca bastantes espadas —comentó.

—Sí, muy cerca. Por cierto, ¿sabías que eres un luchador bastante bueno?

—Eso dic…

—Pero ¿cómo eres tan tonto? Pues claro que eres un magnífico luchador. Quería decir no sólo imaginativo, sino honrado.

—Pues ya está dicho —Jean se rascó la barba cuando sintió un agradable calorcillo en el estómago que, sin embargo, acababa de ponerle algo nervioso—. Creo que ambos lo somos. Y añadiría que todo se debe a los disparates imaginativos que estuve ensayando en los barriles de la bodega días atrás.

—¿Ensayando? Hmmm.

—Sí, bueno, Jabril es un individuo muy sofisticado, ¿no lo sabías? Sólo necesitas darle un poco de conversación para que se fije en ti. ¿No sabías que sólo me atraen los hombres? ¿Los hombres altos?

—Oooh, ya te di unas cuantas patadas cuando estabas en el puente, Valora, y ahora voy a …

—¡Ja! ¿En tu estado actual?

—Mi estado es lo único que mantiene tu vida a salvo, por el momento.

—No te atreverás a abusar de mí delante de toda la tripulación…

—Claro que me atreveré.

—Bueno, pues vale.

—Fíjate en esa barahúnda tan adorable. Si te prendiera fuego, no creo que nadie se enterase. Diablos, en la bodega principal hay varias parejas que están más apretadas que las lanzas en un armero. Si lo que esta noche buscas es paz y tranquilidad, el único lugar tranquilo que podrás encontrar estará a dos o trescientos metros de la proa o de la popa.

—No, gracias. No sé cómo se dice «deja de comerme» en tiburonés.

—Entonces no te moverás de este sitio y te quedarás con nosotros. Llevábamos mucho tiempo esperando a que dejaras de una vez la guardia de fregonas —dijo con una mueca—. Esta noche todos queremos conocernos los unos a los otros.

Jean se la quedó mirando con unos ojos como platos sin saber qué hacer ni qué decir. La mueca de ella acababa de convertirse en un ceño fruncido.

—Jerome, ¿estoy haciendo algo mal?

—¿Mal?

—Me parece que quieres irte. Y no lo expresas con el cuerpo, sino con el cuello. Tienes…

—Oh, diablos —Jean rió y le puso una mano en el hombro, sintiendo un ardor incontrolable cuando ella estiró la mano para tocar la suya—. Ezri, perdí mis anteojos cuando… tú nos hiciste nadar el día que subimos a bordo. Soy lo que podría llamarse un invidente de hecho. Supongo que, inconscientemente, he debido de estar todo el tiempo muy nervioso por intentar enfocar tu imagen.

—Oh, dioses —dijo ella—. Lo siento.

—No tienes por qué sentirlo. Mantenerte enfocada merece la pena.

—No me refería a…

—Lo sé —Jean sintió que la angustia que le había dominado el estómago comenzaba a emigrar hacia su pecho, así que respiró profundamente—. Mira, hoy han estado a punto de matarnos. A la mierda la diversión. ¿Quieres tomarte un trago conmigo?

5

—Observe —dijo Drakasha.

Locke estaba de pie en la barandilla, contemplando la estela fosforescente del buque a la luz de los dos faroles de la popa. Aquellos faroles eran orquídeas de cristal resplandeciente tan grandes como su cabeza, cuyos pétalos transparentes colgaban delicadamente hacia el agua.

—Por los dioses —dijo Locke, estremeciéndose.

Entre la estela y los faroles había la suficiente luz para distinguir una larga y oscura sombra que se deslizaba bajo el agua en pos del Orquídea Emponzoñada. Unos quince metros de algo siniestro y sinuoso que utilizaba la propia estela del buque para pasar desapercibido. La capitana Drakasha, que apoyaba una bota en la barandilla, parecía divertirse con aquello.

—¿Qué rayos es eso?

—Hay cinco o seis respuestas posibles a esa pregunta —dijo Drakasha—, aunque bien pudiera tratarse de una ballena-gusano o de un calamar gigante.

—¿Nos está siguiendo?

—Sí.

—¿Y es… um, peligroso?

—Bueno, si se le cayera por la barandilla lo que está tomando, no sería conveniente asomarse por ella para cogerlo.

—¿Cree que podría lanzarle unas cuantas flechas?

—Sí, pero sólo si supiera que no puede nadar más deprisa.

—Buena contestación.

—Ravelle, si disparara flechas a todas las cosas extrañas que están ahí fuera, se le agotarían enseguida —suspiró y echó una rápida mirada en redondo para asegurarse de que estaban relativamente solos. El tripulante más cercano manejaba la rueda del timón a unos ocho o nueve metros de distancia—. Hoy se ha convertido en una persona muy útil.

—Qué quiere que le diga, la alternativa no era gran cosa.

—Cuando le permití mandar los botes, creí que era una manera de legalizar su inminente suicidio.

—Y eso fue lo que estuvo a punto de suceder, capitana. Aquel combate… estuvo siempre a punto de fracasar. Apenas recuerdo la mitad de lo sucedido. Estoy agradecido a los dioses por el hecho de no haberme ensuciado encima. Supongo que sabe a qué me refiero.

—Lo sé. Y también sé que, en ocasiones, esas cosas no suceden por casualidad. Usted y el señor Valora han… dado pie a muchos comentarios respecto a todo lo que hicieron en combate. Su destreza en él parece un tanto fuera de lugar en el que antaño fuera maestro de pesos y medidas.

—El pesar y el medir son ocupaciones aburridas —dijo Locke—. Las personas necesitan trabajar en algo que les divierta.

—La gente del Arconte no le contrató por casualidad, ¿no es cierto?

—¿Cómo dice?

—Me refiero, Ravelle, a que cuando comencé a pelar esa extraña fruta en que se ha convertido la historia que me contó, la primera impresión que me dio no fue en absoluto favorable. Pero ha acabado por comportarse… mejor. Y ahora creo que sería capaz de mantener bien sujeta a su antigua tripulación a pesar de su desconocimiento de las cosas náuticas. Creo que posee un talento innato para la improvisación en todo lo que es deshonesto.

—Ya le he dicho que el pesar y el medir son materias muy, pero que muy, aburridas

—Qué casualidad. Usted tiene un trabajo sedentario y, de repente, muestra un extraño talento para el espionaje. Y para disfrazarse. Y para mandar. Por no mencionar su habilidad con las armas y la de su amigo Jerome, siempre tan cercano a usted y tan, inusualmente, bien educado.

—Nuestras madres estaban muy orgullosas de nosotros.

—El Arconte no les compró con intención de que dejaran de trabajar para el Priori. Ustedes eran agentes dobles. Agitadores puestos adrede para que el Arconte los contratara. No robó ese buque debido a ese insulto que mencionó; lo robó porque sus órdenes eran deteriorar la credibilidad del Arconte haciendo algo sonado.

—Uh…

—Por favor, Ravelle, es la única explicación plausible.

Dioses, menuda tentación, dijo Locke para sí. Una víctima que me invita a hacer realidad lo que piensa de mí. Se quedó mirando a la estela fosforescente, a la misteriosa cosa que nadaba por debajo de ella. ¿Qué iba a hacer? ¿Aprovechar la oportunidad y cimentar lo que, para Drakasha, eran esas nuevas identidades de Ravelle y de Valora que le ofrecía en bandeja? ¿O…? Las mejillas le ardían al recordar el anterior rechazo de Jean. Lo cierto era que éste no le había criticado desde un punto de vista metafísico, sino debido a su amistad con Delmastro. Era una cuestión de toma de contacto. ¿Cómo podría acercarse a Drakasha de la manera más efectiva?

¿Debía tratar a aquella mujer como a una víctima o como a una aliada?

El tiempo pasaba. Aquella conversación era algo decisivo: seguir sus instintos y jugar con ella, o seguir los consejos de Jean e… intentar ganarse su confianza. Los pensamientos daban vueltas en su mente. Sus propios instintos… ¿nunca le traicionaban? Los instintos de Jean (argumentos aparte)… ¿acaso Jean no había hecho siempre todo lo que podía para protegerle?

—Dígame algo —Locke hablaba muy despacio mientras sopesaba la respuesta que iba a darle.

—No sé.

—Es muy posible que algo que es tan grande como la mitad de este buque nos mire ahora, mientras hablamos.

—Lo es.

—¿Cómo puede estar tan tranquila?

—Cuando ves a menudo cosas parecidas a ésa, acabas cansándote…

—No creo que fueran como ésa de ahí fuera. Llevo en el mar seis o siete semanas, una enormidad para mí. ¿Y usted, cuánto?

Ella se le quedó mirando y no dijo nada.

—Quiere que le cuente algunas cosas sobre mí —dijo Locke—. Pero no voy a contárselas porque usted sea la capitana de este buque, ni porque pueda devolverme a la bodega, ni porque pueda arrojarme por la borda. Algunas cosas sobre mí… Antes quiero conocer algo de la persona con la que estoy hablando. Quiero hablar con Zamira, no con la capitana Drakasha.

Ella siguió callada.

—¿Es eso pedir demasiado?

—Tengo treinta y nueve años —dijo finalmente, muy despacio—. La primera vez que me hice a la mar tenía once.

—O sea, que casi treinta años. Pues como le decía, yo llevo muy pocas semanas. Y en ese tiempo he experimentado y visto tormentas, motines, el mal del mar, combates, luces espectrales… cosas malditas y hambrientas que merodean en espera de que alguien meta el simple dedo de un pie en el agua. No le diré que no haya disfrutado en algún momento, porque mentiría. He aprendido algunas cosas. Pero… ¿treinta años? Y, además, con niños. ¿No le parece un tanto… arriesgado?

—¿Tiene hijos, Orrin?

—No.

—En el momento en que crea que me da lecciones sobre cómo comportarme, esta conversación se terminará con usted saltando por la barandilla y yendo al encuentro de lo que sea que está ahí abajo.

—No es eso lo que quiero. Sólo…

—¿Acaso la gente de tierra adentro ha descubierto el secreto de la inmortalidad? ¿Han logrado evitar los accidentes? ¿Han dejado de tener mal tiempo en mi ausencia?

—Claro que no.

—¿Cuánto más cree usted que mis hijos están expuestos a los peligros, si los compara con esos pobres bastardos obligados a luchar en las guerras de sus correspondientes duques? ¿O con los de esas familias sin un cobre que mueren por culpa de la cuarentena impuesta por una plaga, o porque sus edificios son quemados hasta los cimientos? Guerras, enfermedades, impuestos. Cabezas que se humillan y botas que se lamen. En tierra hay muchas cosas malditas y hambrientas, Orrin. Sólo que a las que hay en la mar jamás se les pasó por la cabeza llevar una corona.

—Ah…

—¿Acaso su vida era un paraíso antes de embarcarse para el Mar de Bronce?

—No.

—Claro que no. Escúcheme con atención. Pensaba haber creado una jerarquía en donde la simple competencia y la lealtad bastaran para asegurarle a uno cierta posición —dijo casi susurrando—. Hice un juramento para servir, pensando que ese juramento obligaba a las dos partes a las que se refería. Fui una estúpida. Y tuve que matar a un enorme número de hombres y de mujeres para librarme de las consecuencias de esa estupidez. ¿De verdad quiere que deposite mi confianza, y la esperanza puesta en Paolo y Cosetta, en la misma mierda por la que estuve a punto de morir? Orrin, ¿ante cuál sistema legal habría de doblegarme? ¿A cuál rey, duque o emperatriz debería dar mi confianza de madre? ¿Cuál de ellos podría ser más digno que yo a la hora de juzgar todo lo que he hecho? ¿Podría presentarme a alguno, escribirme una carta de presentación para ellos?

—Zamira —dijo Locke—, le ruego que no me convierta en una especie de abogado de causas que no siento; creo que toda mi vida la he pasado despreciando eso de lo que habla. ¿Acaso me ve como una especie de individuo de ley-y-orden?

—Decididamente, no.

—Sólo siento curiosidad, eso es todo. Me gusta ser curioso. Y ahora cuénteme algo de la Armada Libre, de la, así llamada por ustedes, Guerra por el Reconocimiento. Cuénteme por qué siente tanto odio por… las leyes, los impuestos y todas esas medidas coercitivas, y si luchó en aquella guerra para acabar con ellas.

—Ah —Zamira suspiró, se despojó de su sombrero de cuatro picos y se pasó los dedos por la cabellera que se movía bajo la brisa—. Nuestra infame Causa Perdida. Nuestra contribución personal a la gloriosa historia de Tal Verrar.

—¿Por qué la comenzaron?

—Por una mala apreciación de las cosas. Todos esperábamos… bueno, la capitana Bonaire era persuasiva. Teníamos un líder, un plan. La explotación minera en nuevas islas, explotar algunos de sus bosques para extraer madera y resina. Saquear todo lo que quisiéramos hasta que las potencias del Mar de Bronce llegaran a la mesa de negociaciones retorciéndose las manos y entonces conseguir que autorizaran el comercio que nosotros queríamos. Nos imaginábamos un dominio comercial sin tarifas. Montierre y Puerto Pródigo llenas de comerciantes que hubieran llevado hasta ellas toda su fortuna.

—Ambicioso.

—Idiota.

—Yo acababa de librarme de una pleitesía que me agobiaba y me metí de patitas en otra. Creímos a Bonaire cuando afirmó que Stragos no tendría los redaños suficientes para llegar hasta nosotros y combatirnos de un modo efectivo.

—Oh, diablos.

—Nos encontraron en alta mar. La mayor confrontación que jamás hubiera visto, y enseguida perdimos. Stragos situó a cientos de soldados verraríes junto a los marineros; jamás tuvimos ni la más mínima posibilidad en un ataque cuerpo a cuerpo. En cuanto capturaron al Basilisco, dejaron de hacer prisioneros. Abordaban un buque, lo barrenaban y pasaban al siguiente. Sus arqueros lanzaban flechas a cualquiera que estuviera en el agua, al menos hasta que llegaban los calamares gigantes.

»Necesité toda mi argucia para poder escapar con el Orquídea. Unos pocos conseguimos llegar a Puerto Pródigo, pero no antes de que los verraríes borraran del mapa a Montierre. Quinientos muertos en una mañana. Después de aquello, regresaron a Tal Verrar y supongo que se dedicarían a bailar, a follar y a comentar lo sucedido.

—Creo —dijo Locke— que ustedes podrían tomar una ciudad de la envergadura de Tal Verrar… y que podrían amenazar las cuerdas de sus bolsas o su orgullo, e incluso arrebatarles una de ambas cosas. Pero no las dos.

—Tiene razón. Quizá Stragos no tenía ninguna fuerza cuando Bonaire desertó de la ciudad; pero consiguió unir los intereses de Tal Verrar bajo su mando. Nosotros le invocamos como a uno de esos demonios que salen en los cuentos —cruzó los brazos sobre el pecho, poniendo el sombrero encima de él y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la barandilla—, de esa manera nos convertimos en proscritos. Las Islas del Viento Salvaje no florecieron a causa del comercio. Puerto Pródigo jamás conoció su glorioso destino. Ahora nuestro mundo se reduce a este buque, que sólo va a tierra cuando la barriga le pesa demasiado para navegar.

»¿Me he expresado con claridad, Orrin? No lamento el modo como he vivido estos últimos años. Voy a donde quiero. No hay citas. No vigilo ninguna frontera. ¿Qué rey, constreñido por la tierra que gobierna, posee la libertad de un capitán de barco? El Mar de Bronce nos provee de todo. Cuando tengo prisa, me concede viento. Cuando necesito dinero, me entrega galeones.

Los ladrones prosperan, pensó Locke. Los ricos recuerdan.

Ya había decidido lo que iba a hacer, así que se agarró a la barandilla para parecer más sereno.

—Sólo los idiotas que han sido maldecidos por los dioses mueren por unas líneas pintadas en los mapas —dijo Zamira—, pero nadie puede dibujarlas alrededor de mi buque. Y si alguien lo intenta, sólo tengo que largar más vela y salir pitando.

—Sí —dijo Locke—. Pero… Zamira, ¿y si yo le dijera que quizá podría dejar de preocuparse por eso?

6

—Jerome, ¿es cierto que estuviste entrenándote con los barriles?

Habían tomado una botella de brandy de granada negra de una de las cajas abiertas para la juerga general y se la habían llevado a su escondrijo cerca de la barandilla.

—Sí, con los barriles —Jean tomó un trago de aquel líquido, que era tan negro como si en él hubieran destilado una parte de la noche, y observó que por debajo de su sabor dulce era tan pungente como una ortiga. Le pasó a ella la botella—. Jamás ríen, jamás te ridiculizan ni te distraen.

—¿No distraen?

—Los barriles no tienen pechos.

—Ah. ¿Y qué les decías a esos barriles?

—Esta botella de brandy está demasiado llena para contártelo sin que me produzca cierto embarazo —dijo Jean.

—Entonces, imagínate que yo soy un barril.

—Los barriles no tienen pe…

—Eso dicen. Vamos, Valora, anímate.

—Así que quieres que piense que eres un barril para que te diga lo que yo les decía a los barriles cuando pensaba que tú eras uno de ellos.

—Justamente.

—Bueno —se echó otro trago de la botella de brandy—. Tienes unos… aros como jamás había visto en ningún barril, unos aros tan brillantes y tan bien hechos…

—Jerome…

—¡Y esas duelas! —ya era tiempo de echarse otro trago—. Tus duelas… tan bien diseñadas, tan bien encajadas. Eres el barril más bonito que jamás haya visto, un barrilito precioso. Por no hablar de tu tapón…

—Vaya. ¿No le vas a decir ningún requiebro a tu cariñito?

—No. Soy tremendamente contumaz en mi cobardía.

—«¡El hombre! La conversación le convierte en ratón» —Ezri declamaba—. «¡Se burla de los dioses, se atreve a batallar y, sin embargo, se acobarda por el rechazo de una doncella! La sencilla risa de la chica más sencilla es como una puñalada, pues al igual que ésta intenta alojarse en su corazón. Convierte su sangre en leche aguada y su coraje en débil recuerdo».

—¡Ohhhhh! Lucarno, ¿no? —Jean se acarició la barba, pensativo—. «Mujer, tu corazón es como un laberinto sin mapa. Podría embotellar la confusión que me produce para beber de ella durante mil años si no me confundiera tanto lo que haces entre el despertar y la comida. Creciste con tantos desvíos que hasta las sierpes aplaudirían tu paso si los dioses les hubiesen dado manos».

—Me gusta —dijo ella—. El Imperio de los Sietes Días, ¿no es así?

—Así es. Ezri, perdóname por preguntártelo, pero ¿cómo diablos…?

—Que conozca esos pasajes no resulta más extraño en mí que en ti —le arrebató la botella, la echó hacia atrás para tomarse un largo trago y luego levantó la mano que tenía libre—. Lo sé. Te haré una indirecta. «De uno a otro meridiano he tenido el mundo entre mis manos y he hecho con él lo que he querido. He obtenido las confesiones de los emperadores, la sabiduría de los magos, los lamentos de los generales».

—¿Tenías una biblioteca? ¿Tienes una biblioteca?

—La tenía —dijo—. Era la última de seis hermanas. Supongo que la novedad se terminó enseguida. Como mi madre y mi padre sólo disponían de amigos de verdad para las cinco primeras, los míos fueron todos aquellos personajes que salían en los libros de mi madre —se echó un nuevo trago y terminó el contenido de la botella, que arrojó por la borda con una mueca—. ¿Cuál fue tu excusa?

—Mi educación fue, ah, ecléctica. Cuando eras pequeña, ¿no tendrías un juguete hecho con partes de madera, todas con formas diferentes, que había que introducir en los correspondientes agujeros de un armazón de madera?

—Sí que lo tuve —dijo ella—. Se lo cogí a mis hermanas cuando se cansaron de él.

—Así pues, podría decirse que me entrené para convertirme en un profesional de meter partes cuadradas en un agujero redondo.

—No me digas, ¿perteneces a algún gremio?

—He estado trabajando durante años para conseguir unas buenas credenciales.

—¿También tenías una biblioteca?

—En cierta manera. En ocasiones tomábamos prestados libros de la gente sin su permiso ni su conocimiento. Es una larga historia. Pero hay otro motivo. Te recitaré un verso de los tuyos para que lo adivines: «Al anochecer, a un asno que tiene una audiencia de uno se le llama marido; a un asno que tiene una audiencia de doscientos se le llama éxito».

—Has pisado… un escenario —dijo—. ¡Eras actor! ¿Profesional?

—Sólo de vez en cuando —explicó Jean—. Muy de vez en cuando. Yo era… bueno… nosotros… —miró hacia la popa y lo lamentó al instante.

—Ravelle —dijo Ezri, y entonces miró de un modo extraño a Jean—. Los dos… habéis tenido alguna discusión, ¿o no?

—Si no te importa, no quiero hablar de él —Jean, nervioso y excitado al mismo tiempo, le puso una mano en el brazo—. Esta noche no quiero ni que exista.

—Pues no hablaremos de él —dijo ella, desplazándose un poco para que la mayor parte de su peso recayera en el pecho de él y no en la barandilla—. Esta noche —dijo— sólo existimos nosotros.

Jean se la quedó mirando, repentinamente consciente de los latidos de su propio corazón. El reflejo de la luz de las lunas en sus ojos, la sensación cálida de su cuerpo apoyado en el suyo, el olor a brandy, a sudor y a agua de mar que la definían… y la única cosa que pudo decir fue:

—Uhhhhh…

—Jerome Valora —dijo ella—, magnífico idiota, ¿tendré que hacerte un croquis?

—Claro que…

—Llévame a mi cabina —dijo mientras cogía parte de la tela de su camisa y la metía en uno de sus puños—. Tengo el privilegio de tener cuatro paredes, así que pienso aprovecharlo… por largo tiempo.

—Ezri —susurró Jean— ni en cien, ni en mil años te diría que no, pero hoy te han hecho mil cortes y apenas puedes tenerte de pie…

—Lo sé —dijo ella—. Por eso estoy segura de no poder romperte.

—Oh, sólo por decirme eso voy a…

—Espero ciertamente que lo hagas… —y abrió los brazos—. Pero antes llévame hasta allí.

La levantó con facilidad. La puso entre sus brazos y ella colgó los suyos de su cuello. Mientras Jean abandonaba la barandilla y se encaminaba hacia las escaleras del alcázar, se encontró ante el corro que formaban treinta o cuarenta participantes en la Guardia Alegre. Todos levantaron los brazos y vitorearon como salvajes.

—¡Apuntad vuestros nombres en una lista —exclamó Ezri— para poder mataros mañana a primera hora! —luego sonrió y volvió a mirar a Jean—. Aunque quizá tenga que esperar hasta la tarde.

7

—Sólo le pido que me escuche —decía Locke— sin ninguna idea preconcebida.

—Lo intentaré.

—La deducción que ha hecho al respecto de Jean y de mí mismo es encomiable. Tiene bastante sentido, aunque sólo para todo aquello que le he estado escondiendo hasta ahora. Comenzaré por mí. No he recibido ningún entrenamiento como luchador. Soy un luchador más que mediocre. Aunque siempre intenté lo contrario, todo acababa en comedia o en tragedia antes de que llegara a parpadear, los dioses sabrán por qué.

—Eso…

—Zamira. Escuche lo que voy a decirle. No maté a esos cuatro hombres empleando ninguna técnica de combate. Dejé caer un barril de cerveza encima de uno que estaba demasiado atontado para mirar hacia arriba. A otros dos que habían quedado conmocionados por la caída del barril les rebané el cuello. Lo mismo que al cuarto, después de que resbalara en la cerveza. Cuando los demás encontraron los cadáveres, les dejé que pensaran lo que quisieran.

—Pero sé que su carga contra los Redentores no fue ningún cuento…

—Eso sí es verdad. Pero la gente que está a punto de morir suele desquiciarse. Hubiera muerto a los diez segundos de empeñarme en aquel combate, Zamira. Jerome le dio la vuelta a todo. Jerome y sólo Jerome.

En aquel momento, un fuerte vítor se impuso al ruido de la carnavalada que acontecía en el combés. Locke y Zamira se volvieron al mismo tiempo, a tiempo de ver cómo Jean estaba en el extremo superior de las escaleras del alcázar con la teniente Delmastro entre sus brazos. Ninguno de los dos miró a Locke y a la capitana; pocos segundos después desaparecían por las escaleras.

—Y bien —dijo Zamira—, para vencer la voluntad de ese corazón, aunque sólo sea durante una noche, su amigo Jerome debe ser aún más extraordinario de lo que pensaba.

—Es extraordinario —dijo Locke con un susurro—, pues no deja de salvarme la vida una y otra vez, incluso aunque no lo merezca —volvió la mirada hacia la estela del Orquídea, siempre fosforescente y habitada por aquel monstruo al acecho—. Lo que suele ser casi siempre.

Zamira no dijo nada y al cabo de unos instantes comentó:

—Pero dirigió el ataque de los botes. Y subió el primero, sin saber lo que podía aguardarle arriba.

—Todo falso. Soy un artista de la falsedad, Zamira. Un individuo con varios rostros, un actor, un tipo capaz de asumir la personalidad de otros. No tenía ningún motivo noble cuando le pedí mandar los botes. Mi vida no valía nada a menos que intentara alguna locura para ganarme el respeto que había perdido. Durante esta mañana, todos los instantes en que hice gala de cierta compostura fueron fingidos.

—El hecho de que todo eso le parezca extraordinario me confirma que usted se enfrentó esta mañana con su primera batalla.

—Pero…

—Ravelle, todos los que estamos al mando fingimos sentirnos tranquilos cuando la muerte se halla cerca. Lo hacemos tanto por quienes nos rodean como por nosotros mismos. Lo hacemos porque la única alternativa que nos queda es la de morir hechos un ovillo. La diferencia entre un jefe experimentado y el que se enfrenta a ello por primera vez reside en que sólo el primerizo se siente extrañado al hacer lo que tiene que hacer.

—No lo creo —dijo Locke—. La primera vez que subí a bordo no logré impresionarla a usted lo suficiente para que me escupiera en la cara. Y ahora excusa mi comportamiento. Zamira, debe saber que Jean y yo jamás trabajamos para el Priori. Y que jamás nos encontramos con nadie del Priori a menos que pasara a nuestro lado. El hecho es que, incluso en este mismo momento, trabajamos a las órdenes de Maxilan Stragos.

¿Cómo dice?

—Jerome y yo somos ladrones. Ladrones profesionales que trabajan por libre. Llegamos a Tal Verrar para hacer cierto trabajo muy delicado que nos habíamos propuesto. La Inteligencia del Arconte descubrió quiénes y lo que éramos. Stragos nos envenenó con un veneno de efecto retardado cuyo antídoto sólo él conoce. A menos que nos hagamos con él o que descubramos otro remedio, somos sus marionetas.

—¿Con qué fin?

—Stragos nos proporcionó el Mensajero Rojo, permitiéndonos tripularlo con la gente que sacamos de la Roca de Barlovento y construyendo un pasado imaginario para un oficial disconforme llamado Orrin Ravelle. Nos proporcionó nuestro propio maestro de las velas (el mismo que sufrió un infarto poco antes de la tormenta) y nos envió a alta mar para que cumpliéramos una misión. Por eso estábamos en ese buque. Y por eso le dimos un pellizco a Stragos en la nariz. Todo había sido preparado por él.

—¿Qué quería que hicieran después? ¿Algo en Puerto Pródigo?

—Quería lo mismo que hace años, cuando usted y él se cruzaron en la mar. Todavía sigue en guerra con el Priori, pero ya acusa la edad que tiene. Si quiere recobrar algo de la popularidad que tenía antaño, ahora es la ocasión. Necesita un enemigo a las puertas para que el ejército y la armada se unan a él. Ese enemigo es usted, Zamira. Nada le convendría más a Stragos que el súbito resurgir de la piratería en los próximos meses.

—¡Por ese motivo los capitanes del Mar de Bronce han evitado acercarse a Tal Verrar durante los últimos siete años! Aprendimos una amarga lección. Si llega buscando pendencia, le esquivamos y huimos, en vez de comprometernos en combate.

—Lo sé. Y él también. Nuestro trabajo (nuestra misión) consiste en crear malestar sin miramientos. Conseguir que los suyos enarbolen la bandera roja lo suficientemente cerca de Tal Verrar para que la gente corriente la vea desde las letrinas públicas.

—¿Y cómo diablos pensaban cumplir ese trabajo?

—Se me había ocurrido la idea, quizá pensada con el culo, de difundir rumores, de ofrecer retazos de información falsa. Si usted no hubiera capturado el Mensajero, yo habría intentado crear un buen desbarajuste. Pero eso fue antes de que Jerome y yo comprobáramos la auténtica realidad de esta parte del mundo. Ahora necesitamos que nos ayude.

—¿Para qué?

—Para ganar tiempo. Para convencer a Stragos de que estamos teniendo éxito.

—Si acaso ha pensado durante un segundo que voy a mover un dedo para ayudar al Arconte…

—No lo he pensado —dijo Locke—, y si usted piensa, aunque sólo sea durante un segundo, que realmente quiero ayudarle, entonces es que no ha estado escuchándome. Se supone que el antídoto de Stragos es activo durante dos meses. Eso quiere decir que Jean y yo tenemos que estar en Tal Verrar dentro de cinco semanas para tomarnos otra dosis. Y si no le decimos que estamos haciendo progresos, entonces puede decidir que ya no le valemos como inversión.

—El hecho de que tengan que dejarnos para regresar a Tal Verrar es lamentable —dijo ella—. Pero podrá encontrar en Puerto Pródigo algún comerciante independiente. Sólo se retrasará unos días. Tenemos acuerdos con bastantes de ellos que llegan a Tal Verrar y a Vel Virazzo. Con la parte que les ha tocado, tendrán el dinero suficiente para comprarse el pasaje.

—Zamira, usted es más inteligente que todo eso. Escúcheme. He hablado personalmente con Stragos en varias ocasiones. Mejor debería decir que me ha dado clases. Y creí lo que me contó. Creo que es la última oportunidad que le queda para poner su bota encima del Priori y así hacerse con el control de Tal Verrar. Necesita un enemigo, Zamira. Necesita un enemigo al que pueda aplastar.

—Entonces sería una locura seguirle la corriente y provocarle.

—Zamira, todos ustedes acabarán por combatir a pesar de sus intenciones. Ustedes son lo único que le queda. El único enemigo que le viene como un guante. Ya ha sacrificado un buque, un veterano maestro de las velas, una tripulación de prisioneros capaz de manejar una galera, y una parte considerable de su propio prestigio al meternos a Jerome y a mí en este juego. Mientras sigamos aquí y usted nos ayude, podrá conocer sus planes, porque nosotros les daremos curso en este buque suyo. Pero si usted nos ignora, no sabremos cuál será su siguiente jugada. Lo único que sé es que preparará otros planes y que usted formará parte de ellos.

—¿Qué me queda entonces? —dijo Zamira— ¿Ser parte del juego de usted y provocar a Tal Verrar para que Stragos consiga lo que quiere? Hace siete años no pudimos acabar con su flota, y eso que poseíamos el doble de efectivos que ahora…

—Usted no es el arma para conseguirlo —dijo Locke—, sino Jerome y yo. Podemos llegar hasta Stragos. Sólo necesitamos saber el veneno utilizado y entonces atacaremos al muy hijo de puta como si fuéramos un escorpión que acabara de metérsele por la bragueta.

—¿Y para eso debo arriesgar mi navío, mi tripulación y mis hijos, poniéndome a tiro de un enemigo que es superior a mis fuerzas?

—Zamira, usted cree que el Mar de Bronce es algo así como un reino feérico en constante cambio, pero se siente atada a Puerto Pródigo y lo sabe. No dudo de que podría poner vela a cualquier puerto del mundo y sentirse a salvo en él, pero, y ahora viene la pregunta, ¿viviría igual que como vivía antes? ¿Vendería con la misma facilidad de antes las mercancías y los buques capturados? ¿Pagaría a su tripulación con la misma regularidad? ¿Conocería igual de bien las aguas y a sus amigos proscritos? ¿Acecharía las rutas comerciales como antes, estando expuesta a un poder naval mucho mayor?

—Esta conversación es la más extraña que he tenido en los últimos años —dijo Zamira, volviéndose a poner el sombrero en la cabeza—. Y, posiblemente, la petición más extraña que jamás me hayan hecho. No tengo ningún modo de saber si es cierto todo lo que me ha contado. Pero conozco este buque y lo rápido que puede navegar, incluso si fallara todo lo demás. Incluso si fallara Puerto Pródigo.

—Es una opción. Olvide lo que le he dicho. Aguarde hasta que Stragos descubra la manera de lograr su guerra o algo que se le parezca. Y entonces huya. A otro mar, a una vida más difícil. Usted misma dijo que no podría hacer daño a la armada del Arconte; que no podría vencerle con las armas. Por tanto, considere lo que le digo, pues cualquier otra elección que haga, antes o después se convertirá en retirada y fuga. Jerome y yo somos su único medio de ataque. Con su ayuda conseguiremos destruir el Arcontado para siempre.

—¿Cómo?

—Eso… aún está en ciernes.

—Creo que es lo menos esperanzador que podía decir…

—Considere el simple hecho —la interrumpió Locke— de que conocemos la existencia de fuerzas en Tal Verrar que equilibran el poder del Arconte. Jerome y yo podemos contactar con ellas, hacer que se involucren de algún modo. Si el Arcontado fuera abolido, el Priori tendría a Tal Verrar bien cogida por las bolsas… del dinero. Lo último que desean es complicarse en una guerra que acabaría por crear otro héroe militar muy popular.

—Encontrándose en este lugar, en la popa de mi nave, a varias semanas de Tal Verrar, ¿cómo puede hablar con tanta seguridad de lo que puede hacerse con los políticos y los comerciantes de esa ciudad?

—Creo que fue usted quien dijo que yo poseía un talento innato para la deshonestidad. Con mucha frecuencia pienso que es lo único de lo que puedo sentirme orgulloso.

—Pero…

—¡Drakasha, esto es intolerable!

Locke y Zamira volvieron a girarse al unísono para descubrir que la erudita Treganne estaba en la parte superior de la barandilla de popa. Se dirigía a su encuentro cojeando, pues se había dejado el bastón, con una cosa negra y quitinosa salida de una pesadilla que se retorcía entre sus brazos proyectados hacia delante, la cual tenía muchas patas que relucían bajo la luz del farol. Una araña del tamaño de un gato. La llevaba con la panza por delante, y sus fauces relucientes se agitaban como si la criatura estuviera muy enfadada.

—Dioses benditos, es una araña, lo es —dijo Locke.

—Treganne, ¿qué diablos hace Zekassis fuera de su jaula?

—Tu teniente ha comenzado el asalto de la vela que separa nuestras respectivas cabinas —dijo Treganne siseando—. ¡Un ruido y una conmoción intolerables! Ha tenido la suerte de aplastar sólo una caja al echarse encima de ella, y la suerte aún mayor de que yo estuviera allí para calmar a esta dama inocente…

—Un momento, ¿guarda esa cosa en su cabina? —Locke se sintió tranquilo al saber que aquella cosa no había estado recorriendo el buque, sino sólo una parte muy pequeña de él.

—¿De dónde cree que sale la seda para las vendas, Ravelle? Deje de temblar; Zekassis es una criatura tímida y delicada.

—Treganne —decía Drakasha—, en tu condición de médica deberías estar familiarizada con los ritos de cortejo de las hembras humanas adultas.

—Claro que sí, pero cuando se realizan a dos metros de mi cabeza los considero una intrusión insoportable…

—Treganne, en mi opinión, el hecho de haber interrumpido a Ezri en el transcurso de los mismos sí que hubiera sido una intrusión insoportable. El compartimiento del intendente, que está en el pasillo, se encuentra desocupado. Llama al carpintero para que le proporcione a Zek un acomodo temporal y cuelga tu hamaca en el espacio reservado para Gwillem.

—Jamás olvidaré esta indignidad, Drakasha…

—Sí, la recordarás durante unos diez minutos, hasta que una nueva afrenta reclame tu atención.

—Si Delmastro sufre alguna herida en el transcurso de sus afanes —dijo Treganne, muy estirada— que se busque a otro físico que atienda sus necesidades. Y, si se me permite el decirlo, que emplee su propio abdomen para tejer las vendas que necesite…

—Estoy segura de que el abdomen de Ezri se halla ocupado en otra parte, erudita. Por favor, encuentra a alguien que construya una casa para esa cosa, al menos por esta noche. No creo que te cueste mucho trabajo el convencerle de la urgencia de la situación.

Mientras Treganne salía de estampía, muy malhumorada y con su criatura tímida y delicada que movía las patas en signo de protesta, Locke se volvió hacia Zamira con una ceja enarcada.

—¿Dónde encontró a…?

—El castigo por el agravio realizado a uno de los miembros de la familia real de Nicora es atar al culpable en el suelo de una jaula de hierro hasta que muera de hambre. En cierta ocasión estuvimos haciendo contrabando en Nicora; Treganne estaba metida en una de esas jaulas y se moría poco a poco. La mayor parte de las veces no me arrepiento de haberla sacado de allí.

—Bien. ¿Y qué me dice respecto a mi…?

—¿Proposición descabellada?

—Zamira, no hace falta que usted entre en el puerto de Tal Verrar. Sólo que me dé algo para conseguir los favores de Stragos durante varios meses más. Saquee uno o dos buques que se encuentren cerca de Tal Verrar. Algo rápido y eficiente. Sabe que Jerome y yo seríamos los primeros en tirarnos por la borda para ayudarla. Sólo tiene que dejarles que huyan hasta la ciudad y que extiendan un poquito de pánico. Luego permítanos desembarcar con un bote para hacer nuestros asuntos y volver con una idea mejor de cómo se desenvuelve todo…

—¿Atacar a varios buques que lleven la bandera verrarí y después acercarnos hasta la ciudad lo suficiente para que los dos puedan llegar en bote? ¿Quedarme anclada, con una recompensa de cinco mil solari por mi cabeza?

—Ya sé que no es justo que se arriesgue, Zamira, pero no debe seguir sospechando de nosotros, pues si Jerome y yo sólo quisiéramos volver a Tal Verrar, ¿por qué hubiéramos arriesgado el cuello en el abordaje de esta mañana? Y si hubiéramos querido seguir engañándola o espiándola, ¿por qué no aprovechar esa hipótesis suya que nos convertía en agentes del Priori?

»Jerome y yo discutimos esta mañana. Si usted habló con Jabril antes de sacarme de la bodega, habrá descubierto que soy un sacerdote del Decimotercero, el Guardián Avieso. Ustedes son… de los nuestros, más o menos. Nuestra familia. Es una cuestión de decoro. Jerome insistió en que le contáramos la verdad, puesto que la necesitábamos como aliada y no como víctima. Me avergüenza confesar que yo estaba demasiado enfadado para dar mi brazo a torcer. Pero él tenía razón, y ahora no se trata de sentimentalismo estúpido sino de la pura verdad. Jerome y yo no podremos salir de ésta a menos que usted sepa toda la verdad de lo que queremos hacer y nos ayude. Y si no quiere o no puede ayudarnos, creo que un montón de problemas comenzarán a salir a su encuentro. A poco tardar.

Drakasha descansó la mano derecha encima de la empuñadura de uno de sus sables y cerró los ojos; parecía cansada y molesta.

—Antes que nada —dijo por fin— y aparte de cualesquiera otras consideraciones, tenemos que ir a Puerto Pródigo. Tengo un cargamento que vender, provisiones que comprar, un buque capturado del que tratar y una tripulación que instalar en él. Aún nos quedan varios días a bordo y otros pocos allí. Pensaré en todo lo que me ha dicho. De una manera u otra, le daré una respuesta antes de llegar a Puerto Pródigo.

—Gracias.

—Entonces, ¿realmente se llama Leocanto?

—Siga llamándome Ravelle —dijo Locke—. Resulta más fácil para todos.

—Por supuesto. Por cierto, sigue formando parte de la Guardia Alegre, así que no tendrá que incorporarse al servicio hasta mañana por la tarde. Le sugiero que haga buen uso de la noche.

—De acuerdo —Locke bajó la mirada hasta la copa de cuero llena con vino azul, pensando que quizá debía beber un poco más, y también que podía perderse durante unas horas jugando a los dados—. Espero que los dioses sean amables y que ya me haya sido provechosa. Buenas noches, capitana Drakasha.

Y la dejó sola en la barandilla, estudiando en silencio el monstruo que se ocultaba bajo la estela del Orquídea.

8

—¿Te duele? —susurró Ezri mientras pasaba un dedo por la piel de Jean que se encontraba encima de sus costillas.

—¿Que si me duele? Por los dioses del cielo, mujer, no, eso fue…

—No me refería a eso —le dio un cachete en la cicatriz que formaba un arco en su abdomen por debajo de la tetilla derecha—. Sino a esto.

—Oh, eso. No, fue maravilloso. Alguien iba a por mí con un par de Dientes del Ladrón. Fue como la cálida brisa de un magnífico día de primavera. Paladeé cada segundo de… ¡Uf!

—¡Burro!

—¿De dónde has sacado esos codos tan afilados? ¿Los apoyaste en una piedra de afilar o…? ¡Uf!

Ezri estaba echada encima de Jean, pues ambos descansaban en la hamaca de quasiseda que ocupaba la mayor parte de su cabina. Apenas le permitía tumbarse con un brazo puesto encima de la cabeza (arañando el mamparo interno del costado de estribor del buque), ya que hubiera podido abarcar su anchura con los dos brazos extendidos. Un dije alquímico del tamaño de una moneda derramaba una débil luz plateada. Los rizos de Ezri, tan negros como el álamo de ese color, parecían iluminados por reflejos feéricos; algunas briznas de su cabello brillaban como telarañas de seda bajo la luz de las lunas. Cuando Jean pasó los dedos por aquella húmeda floresta de cabellos y masajeó el cuero cabelludo con sus uñas, ella aflojó los músculos con un gratificante quejido que indicaba lo relajada que estaba.

El aire inmóvil de la cabina estaba cargado con el sudor y el calor generados durante la primera hora de frenesí interminable que ambos habían pasado juntos. Jean acababa de darse cuenta de que la cabina estaba hecha un desastre. Sus ropas estaban tiradas por aquí y por allá en un completo caos. Las armas de Ezri y sus escasos objetos personales alfombraban el suelo mientras seguían los movimientos del buque. Una redecilla que contenía unos cuantos libros y rollos pendía del techo, inclinándose hacia la puerta para dar a entender que el buque se escoraba hacia babor.

—Ezri —murmuró, mientras miraba el tabique de tiesa lona que era la «pared» de la izquierda. Un par de pies grandes y otro par de pies pequeños en pleno trabajo lo habían deteriorado bastante—. Ezri, ¿de quién era la cabina que hemos estado pateando hace unos momentos?

—Oh, de la erudita Treganne. ¿Quién te ha dicho que dejes de hacerme eso en el pelo? Oh, mucho mejor.

—¿Se habrá enfadado?

—¿Más de lo que siempre está? —Ezri bostezó y se desperezó—. Que se busque un amante a su gusto y que nos devuelva las patadas si quiere. Tengo demasiadas preocupaciones para ser diplomática —besó a Jean en el cuello y el grandullón se estremeció—. Además, la noche aún es joven. Jerome, si encuentro el punto, creo que aún tendré tiempo de echar abajo a patadas esa cabina.

—Entonces, veamos si lo encuentras —dijo Jean, desplazando con suavidad su cuerpo hasta que ambos se pusieron de lado, cara a cara. Pasó las manos lo mejor que pudo por encima de las vendas de sus brazos, que era lo único que ella no podía quitarse. Desplazó las manos hacia sus mejillas y luego una vez más a su cabellera. Se besaron durante ese momento interminable que sólo se da entre los amantes cuyos respectivos labios aún no han sido explorados completamente por los del otro.

—Jerome —susurró.

—No. Te ruego que en privado jamás me llames por ese nombre.

—¿Por qué no?

—Porque debes llamarme por mi auténtico nombre —la besó en el cuello, llevó sus labios a una de sus orejas y musitó algo en ellas.

—Jean… —repitió ella.

—Sí, por los dioses. Dilo otra vez.

—Jean Estevan Tannen. Me gusta cómo suena.

—Tuyo y sólo tuyo —susurró Jean.

—Voy a darte algo a cambio —dijo ella—. Ezriane Dastiri de la Mastron. La noble Ezriane de la Casa de Mastron. En Nicora.

—¿De veras? ¿Posees una heredad o algo parecido?

—Lo dudo. Las hijas sobrantes que huyen de casa no suelen recibir bienes inmuebles —volvió a besarle y luego le peinó la barba con las uñas—. De hecho, después de la carta que dejé a mi padre y a mi madre, seguro que me desheredaron a toda prisa.

—Por los dioses. Lo siento.

—No tienes por qué —desplazó los dedos por el pecho de él—. Esas cosas suceden. De vez en cuando encuentras algo interesante que te hace olvidarlas.

—Pues hazlo —susurró Jean, y entonces los dos estuvieron demasiado ocupados para charlar.

9

Locke despertó de aquel matorral dominado por los sueños más vívidos a causa de varias cosas: el calor del día, que cada vez era mayor; el empuje de tres copas de vino en las entrañas; los gemidos de los hombres que le rodeaban, todos con resaca, y la inconfundible presión de las garras de la pequeña criatura que se había echado a dormir en su espalda.

Sobresaltado por el brumoso recuerdo de la araña de la erudita Treganne dio una boqueada de miedo y rodó hacia un lado, agarrando lo que fuera que se aferraba a él. Cuando parpadeó varias veces para apartar el velo de la modorra que cubría sus ojos, descubrió que lo que agarraba no era una araña, sino un gatito de cara estrecha y pelaje negro.

—¿Qué diablos? —murmuró.

—Miaou —le replicó el gatito, mirándole a su vez. Tenía esa expresión de tirano que suelen tener todos los gatos y que les sienta tan bien. Estaba muy a gusto, y tuviste el atrevimiento de moverte, decían aquellos ojos de jade. Por eso morirás. Pero cuando el gatito comprendió que con un kilo o kilo y medio de masa corporal no podría partirle el cuello a Locke de un zarpazo, puso sus garras encima de sus hombros y comenzó a tocarle los labios con su naricilla húmeda. Luego bufó.

—Te presento a Regio —dijo alguien que estaba a la izquierda de Locke.

—¿Regio? No, es ridículo —Locke ocultó el gatito debajo del brazo como si fuera algún aparato alquímico letal. Tenía el manto suave y sedoso, y acababa de ponerse a ronronear. Quien había hablado era Jabril; Locke enarcó las cejas al comprobar que estaba echado boca arriba en cueros vivos.

—El nombre se lo pusieron por esa mancha blanca que tiene encima de la garganta —explicó—. Y por esa nariz tan húmeda, supongo.

—No está mal.

—Regio. Ya has sido adoptado, Ravelle. ¿No es algo irónico?

—Ya se cumplió la ambición de mi vida —Locke echó un vistazo por el castillo inferior y vio que estaba medio vacío. Varios de los nuevos miembros de la tripulación del Orquídea roncaban sonoramente; uno o dos se arrastraban a gatas y alguno que otro dormía plácidamente encima de un charco de sus propios vómitos. O eso supuso Locke, que debían de ser suyos. A Jean no se le veía por ningún sitio.

—¿Cómo pasaste la velada, Ravelle? —Jabril se ayudó con ambos codos.

—Supongo que del modo más virtuoso posible.

—Mis condolencias —Jabril sonrió—. ¿Llegaste a ver a Malakasthi, del turno azul? ¿Una pelirroja que lleva unos puñales tatuados en los nudillos? Dioses, no creo que sea humana.

—Te fuiste pronto de la fiesta, al menos eso sí lo sé.

—Sí. Ella tenía ciertas exigencias. Y unos cuantos amigos —Jabril se masajeó las sienes con la mano derecha—. El contramaestre del turno rojo, un tipo sin dedos en la mano derecha. Ni se entera de las trampas que hacen esos malditos chicos de Ashmiri. Diantre.

—¿Chicos? No tenía ni idea de que te hubieras metido en esa discusión particular.

—Sí, bueno, creo que lo intentaré otra vez —Jabril hizo una mueca—. O seis, o siete, según vayan las cosas —se rascó la barriga y entonces fue consciente de su desnudez—. Diablos, creo recordar que ayer mismo iba con calzones…

Locke salió a la luz del sol varios minutos después, llevando a Regio acurrucado en uno de sus brazos. Cuando Locke se desperezó y bostezó, el gato hizo lo mismo, intentando escaparse de su abrazo y, presumiblemente, subírsele en la cabeza. Locke levantó en alto aquella cosa peluda y se la quedó mirando.

—No quiero prendarme de ti —dijo—. Busca a alguien que te aguante los arrumacos —y, sabiendo que cualquier movimiento brusco podía ocasionar que el gato se cayera, lo depositó cuidadosamente en el suelo y lo empujó con uno de sus pies desnudos.

—¿Estás seguro de que puedes darle órdenes a ese gato? —Locke se volvió y descubrió a Jean en la escalera que conducía al castillo de proa, donde se había detenido para ponerse la camisa—. Ten cuidado, porque podría formar parte de alguna de las guardias.

—En caso de tener algún rango, ocupará cualquier puesto de la escala comprendida entre Drakasha y los Doce —Locke se quedó mirando a Jean durante unos instantes—. Hola.

—Hola…

—Oye, si esto va a terminar en ese tipo de conversaciones aburridas en las que yo siempre digo, «que tonto fui», mejor lo dejamos, porque aún me siento bastante mal por culpa del vino azul…

—Lo siento —dijo Jean.

—No, eso lo digo yo siempre.

—Lo que quería decir es que siempre acabamos por sacarle punta a las cosas, ¿o no?

—Una batalla no comienza si una de las partes no lo desea, así que calmémonos. No te guardo rencor… por lo que me dijiste.

—Podemos pensar en algo —dijo Jean en tono conciliador, aunque también perentorio—. Los dos juntos. Ya sé que tú no… bueno, no quería insultarte.

—Ya lo he olvidado. Y tenías razón. Anoche estuve hablando con Drakasha.

—¿Sí?

—Se lo conté —Locke hizo una mueca y volvió a desperezarse para disimular las señas que había comenzado a hacer con las manos. Jean las vio y enarcó las cejas.

No le hablé de los magos mercenarios, ni de la Aguja del Pecado, ni de Camorr ni de cuáles eran nuestros auténticos nombres. Pero sí de todo lo demás.

—¿De veras? —dijo Jean.

—Sí —Locke miraba el suelo del puente—. Y le dije que tenías razón.

—¿Y cómo se lo…?

Locke hizo como si tirara unos dados imaginarios y se encogió de hombros.

—Estaremos enseguida en Puerto Pródigo —dijo—. Hay mucho que hacer. Y luego me dijo… que nos diría lo que había decidido.

—Comprendo. ¿Y entonces?

—¿Pasaste una buena noche?

—Sí, gracias.

—Magnífico. Y, ah, respecto a lo que dije ayer…

—No tienes necesidad de…

—Sí que la tengo. Fui más estúpido que todas las estupideces que te dije ayer. Fui muy estúpido y en absoluto amable. Sé que has tenido que aguantarme todo el tiempo que he llevado encima esa estupidez como si fuera una armadura. Así que no me va a dar envidia todo lo que puedas conseguir. Disfrútalo.

—Lo hago —dijo Jean—, créeme, lo hago.

—Magnífico. No soy precisamente una persona de quien quieras aprender.

—Uh, eso…

—Está bien, señor Valora —Locke sonrió, contento al sentir que las comisuras de su boca se curvaban hacia arriba sin que él tuviera que ordenárselo—. Pero ese vino que te comentaba…

—¿Vino? ¿Acaso te…?

—Las barandillas de alivio, Jerome. Necesito echar una meada antes de que se me revienten las entrañas. Bloqueas las escaleras.

—Ah —Jean se apartó y le dio una palmada en la espalda—. Mis disculpas. Libérate por ti mismo, hermano.