Capítulo 10

Todas las almas en peligro

1

En el decimoséptimo día de Vestal, Jean llegó a temer el olor y la vista del vinagre del buque tanto como había llegado a apreciar las miradas que le echaba su teniente.

La tarea que le tocaba casi todas las mañanas era la de llevar un cubo lleno con aquella repugnante sustancia roja y otro con agua de mar para fregar con ambas el puente y los mamparos, junto con la cubierta principal y todo lo que pudiera. De proa a popa había varios compartimientos largos que eran los camarotes de la tripulación, uno de los cuales estaba ocupado permanentemente por cuatro o cinco docenas de personas que entraban y salían de ellos, cuyos ronquidos se mezclaban con los sonidos de las bestias enjauladas. Jean hubiera dado cualquier cosa por evitar la zona de los camarotes y lavar en su lugar los almacenes del buque (las «habitaciones delicadas», como las llamaba la tripulación a causa de las estanterías llenas de botellas de cristal, cerradas con una malla, que contenían), la bodega del puente principal, la armería y las literas desocupadas… aunque cada una de éstas albergara una mezcla de barricas, cajas y redecillas que había que recoger con mucho cuidado.

Después de que los vapores del vinagre disuelto en agua se hubieran mezclado cuidadosamente con los aromas apestosos a comida rancia, licor barato y suciedad que suelen concentrarse en las cubiertas inferiores, Jean bajó a las dos que estaban más abajo, la sentina y el pantoque, aunque precedido por una potente luz alquímica de color amarillo que disipaba los miasmas capaces de producir enfermedades. Drakasha se preocupaba muchísimo por la salud de su tripulación; la mayoría de los marineros se taladraban las orejas con cobre para evitar las cataratas y se echaban una pulgarada de arena blanca en la cerveza para fortalecer sus riñones contra las hernias. Las cubiertas inferiores eran iluminadas dos veces al día, para la diversión general de los gatos del buque. Desgraciadamente, aquello suponía tener que trepar, arrastrarse, gatear y abrirse paso para vencer cualquier tipo de obstáculos, incluyendo a la tripulación atareada. Jean siempre tenía la precaución de mostrarse educado y de asentir con la cabeza cuando pasaba por delante de alguien.

Aquella tripulación siempre estaba en movimiento; aquel buque siempre estaba vivo. A medida que Jean veía y aprendía más cosas del Orquídea Emponzoñada, se daba cuenta de que su actuación como primer oficial en el Mensajero Rojo había sido de lo más ingenua. Era evidente que Caldris se lo hubiera dicho si hubiese vivido durante más tiempo.

Según el parecer de la capitana Drakasha, las reparaciones de un barco en alta mar jamás podían darse por terminadas. Lo que una guardia comprobaba o inspeccionaba, otra guardia, y otra, y otra, volvían a comprobarlo e inspeccionarlo al día siguiente, y al otro, y al otro. Lo que podía ser reforzado era nuevamente reforzado, lo que podía ser arreglado era arreglado una y otra vez. Los mecanismos de la bomba y del cabrestante eran engrasados a diario con grasa extraída de los pucheros de la cocina; los mástiles eran «pringados» de arriba abajo con la misma sustancia parda de siempre, que debía protegerlos contra la intemperie. Los marineros recorrían el buque con cuadrillas que buscaban con mucha atención cualquier fallo e inspeccionaban cualquier grieta de las planchas o cualquier parte de vela enrollada en los aparejos que pudiera dar lugar a la fricción de una cuerda con otra.

La tripulación del Orquídea estaba dividida en dos guardias: la azul y la roja. Trabajaban en turnos de seis horas; mientras una cuidaba del buque, la otra descansaba. Por ejemplo, la roja trabajaba desde el mediodía hasta las seis de la tarde, y después cubriría el turno que iba desde la medianoche hasta las seis de la mañana. Los tripulantes de la guardia saliente podían hacer lo que les apeteciera a menos que el toque de «todas las manos» les convocara en el puente para hacer algo urgente o peligroso.

La guardia de fregonas no entraba en este esquema; la antigua tripulación del Mensajero Rojo trabajaba desde el alba hasta el ocaso y sólo comían al terminar el turno, no al mediodía, como la tripulación del Orquídea.

A pesar de que siempre estuvieran refunfuñando, a Jean no le parecía que los Orquídeas tuvieran manía a los recién llegados. De hecho, sospechaba que los ex Mensajeros estaban haciendo algunas de las tareas más desagradables con objeto de que los Orquídeas tuvieran más tiempo libre para dormir, preocuparse de sus asuntos, jugar o, incluso, follar sin un asomo de vergüenza en sus hamacas o debajo de las mantas. La falta de intimidad a bordo del buque era lo que más le sorprendía a Jean; pues, aunque no fuera ni virgen ni remilgado, su idea de un buen sitio siempre tenía que ver con paredes de piedra y una puerta bien cerrada por dentro.

Una cerradura no tenía sentido en un buque como aquél, donde cualquier ruido nunca era individual sino compartido. Había una pareja de hombres del turno azul a los que podía escucharse desde la barandilla de popa cuando se lo montaban en los camarotes de arriba, y a una mujer del turno rojo que chillaba las cosas más tremendas en vadraní, por lo general siempre que Jean se echaba a dormir en la cubierta que se encontraba justo encima de donde ella estaba. Como a él y a Locke les había extrañado el uso que hacía de la gramática, habían terminado por concluir que aquello no era vadraní. En ocasiones sus actuaciones se terminaban con aplausos.

Aparte de eso, daba la impresión de que a la tripulación le gustaba la disciplina. Jean no había visto riñas, apenas discusiones serias y a muy poca gente bebiendo en lugares inapropiados. El vino y la cerveza se bebían moderadamente en todas las comidas, y, por causa de alguna complicada razón que Jean aún estaba investigando, a cada uno de los miembros de la tripulación se le permitía una vez por semana ir a lo que todos llamaban la Guardia Feliz, una especie de guardia dentro de la guardia. La Guardia Feliz se cumplía en el puente principal, y en ella se permitía cierta libertad en el combés (sobre todo para vomitar). Podían beber todo lo que les aguantase el cuerpo y estaban exentos de acudir a la llamada de asamblea hasta que no se hubieran recuperado.

—Esto no es… exactamente lo que esperaba —confesó cierta mañana Jean a Ezri cuando se la encontró junto a la barandilla de babor. Ella disimulaba el hecho de estar observándole mientras retocaba con pintura gris el fondo del bote más pequeño del buque. Y le observaba todo el tiempo. ¿Se estaba imaginando alguna historia? ¿Acaso sería debido al hecho de que Jean hubiera mencionado a Lucarno? Cuando estaba con ella, Jean evitaba mencionar cualquier otro pasaje que le acudiera a la memoria, aunque viniera a cuento. Mejor ser un misterio que convertir en un refrán barato todo lo que a ella le llamara la atención.

Por los trece dioses, pensó con un escalofrío, ¿acaso se me está ocurriendo echarle un piropo? ¿Quizá ella…?

—¿Perdón? —dijo Ezri.

Jean sonrió. De algún modo sabía que ella no le permitiría abordarla sin haberle dado antes pie para ello.

—Su buque. No es exactamente lo que había esperado. Ni lo que había leído.

—¿Lo que había leído? —se echó a reír, cruzó los brazos y le miró con socarronería—. ¿Y qué ha leído?

—Déjeme pensar —hundió la brocha en aquella agua sucia de color oscuro mientras hacía como si pensara—. Siete años entre la galerna y la trinca.

—De Benedictus Montcalm —dijo ella—. Lo he leído. La mayor parte es pura bazofia. Creo que pagaba con bebida a los marineros de verdad para tener de qué escribir.

—Y, ¿qué tal la Historia Auténtica y Fidedigna de la Libertina Bandera Roja?

—¡De Suzette vela Ducasi! ¡La conozco!

—¿La conoce personalmente?

—No, sólo por referencias. Es una individua chiflada que merodea por Puerto Pródigo. Hace de amanuense por unos cobres y luego se bebe todo lo que ha ganado. Apenas sabe hablar therinés. Vagabundea por los barrios bajos, maldiciendo a sus antiguos editores.

—Pues ya le he mencionado todos los libros que puedo recordar —dijo Jean—. Me temo que no tengo muy buen gusto como lector. ¿De dónde saca tanto tiempo para leer?

—Ahhh —dijo ella, echando su cabellera hacia atrás con un movimiento del cuello. Jean pensó que no estaba delgada… a Ezri no se le notaban los huesos, sino unos músculos saludables y muchas curvas. Tenía la salud suficiente para zurrarle si le tomaba por sorpresa, tal y como había sucedido anteriormente—. Aquí, en alta mar, el pasado es moneda corriente, Jerome. A veces, lo único que vale la pena.

—Misteriosa.

—Sensible.

—Ya sabe un poquito de mí.

—No poco. Tal y como lo veo, yo soy la oficial de un buque y usted es un peligroso desconocido.

—Eso suena prometedor.

—Yo también lo creo —sonrió—. Y lo mejoraré aún más: yo soy la oficial de un buque y usted es de la guardia de fregonas. Un ser que aún no existe —juntó las manos para enmarcar su imagen y bizqueó—. Sólo es una especie de cosa brumosa en el horizonte.

—Bueno —dijo Jean; y luego, consciente de que parecería un bobalicón, repitió—: Bueno.

—Pero usted tenía curiosidad.

—¿Yo?

—Por el buque.

—Oh, claro que sí. Sólo me preguntaba… ahora que ya he visto bastante de él…

—¿Se preguntaba a cuento de qué venía tanto canturreo, tanto bailar en las vergas, tantos barriles de cerveza de proa a popa, tanto beber y tanto vomitar del alba al ocaso?

—Más o menos. Esto no se parece en nada a la marina, creo que me comprende.

—Drakasha perteneció antes a la marina de Syrune. No suele hablar mucho al respecto, pero ya no oculta su acento. Hubo una época en que sí lo hacía.

Syrune, pensó Jean, un imperio insular mucho más al este que Jerem y Jeresh; un pueblo insular de piel oscura, muy orgulloso, que cuidaba muchísimo de sus buques. Si Drakasha había nacido en él, entonces venía de una tradición de oficiales navales que, según algunos, era tan antigua como el Trono de Therin.

—Syrune —dijo—. Eso explica algunas cosas, como que el pasado sea una moneda de uso corriente.

—Ella le habría dejado moverse libremente —dijo Ezri—. Créame, si la historia fuera una moneda, ella estaría sentada encima de una fortuna enorme.

—Entonces, ¿hace que el buque se doblegue a sus antiguas tradiciones?

—Más de lo que a nosotros nos gustaría —Ezri le dio a entender con un gesto que siguiera pintando, y él le hizo caso—. Los capitanes del Mar de Hierro son especiales. Tienen sus privilegios dentro y fuera del agua. En Puerto Pródigo han creado un consejo. Pero a cada uno de los buques… la Hermandad los deja ir a su aire. Algunos capitanes salen elegidos. Sólo uno manda a la hora de empuñar las armas. En el caso de Drakasha… es la que manda porque todos sabemos que es la mejor elección. En todo. Jamás se hace nada contra Syrune.

—¿Por eso mantienen guardias como en la Armada, y beben como maridos nerviosos y adoptan sus maneras?

—¿No lo aprueba?

—Por la sangre de los dioses, claro que sí. Sólo que resulta más disciplinado de lo que me hubiera imaginado, eso es todo.

—No debería referirse constantemente a la «Armada», como si usted hubiera servido realmente en un buque de guerra. La mayoría de los nuestros sí sirvieron en ella y créame si le digo que lo nuestro es un paraíso de vagos comparado con ella. Mantenemos los hábitos porque la mayoría de nosotros también hemos servido en otros buques piratas. Y visto las goteras que se van haciendo mayores día a día. Y observado cómo las partes metálicas se van oxidando. Y visto cómo los aparejos comienzan a deshilacharse. ¿Qué tiene de bueno que el buque se caiga a trozos mientras estás durmiendo?

—O sea, que forman un grupo de gente prudente.

—En efecto. No olvide que la mar te mata si no eres prudente. Los oficiales de Drakasha realizan un juramento. Juramos que este buque sólo se irá a pique porque resulte dañado en medio de la batalla o porque lo quieran los dioses. Y no por culpa de la inacción, de las velas o del cordaje. Es un juramento sagrado —Ezri se desperezó—. Ni por culpa de la pintura. Déle otra capa y ya verá qué bien queda.

Oficiales. Mientras trabajaba, Jean pasó revista a los oficiales del Orquídea para tener la mente alejada de Ezri. Entre ellos estaba Drakasha, obviamente. Aunque no hacía guardias, aparecía cuando lo creía conveniente. Estaba en el puente durante medio día, por lo menos, para después materializarse como por arte de magia siempre que sucedía algo interesante. A sus órdenes directas se encontraba Ezri… diantre, nada de pensar en Ezri. Al menos por ahora.

Mumchance, el maestro de las velas, y su pequeña tripulación de manos acostumbradas a la rueda, todos ellos de confianza. Cuando hacía buen tiempo, Drakasha solía encomendar a la marinería ordinaria el manejo del timón; pero cuando se trataba de algo que necesitara pericia, eran Mum y su equipo o nadie. Con el mismo rango que Mum se encontraban Gwillem, el intendente (que había sido destinado al Mensajero Rojo), y la médica, Treganne, que apenas hubiera admitido como su igual a nadie que no tuviera un templo erigido a su nombre. Drakasha tenía para sí la cabina más grande, naturalmente, y a los cuatro oficiales de mayor rango se les había asignado unas pequeñas habitaciones en el pasillo de las cabinas, unas cosas delimitadas con velas como su antigua cabina.

Después estaban el carpintero, el sastre de las velas y el contramaestre. El único privilegio de ser un oficial subalterno parecía consistir en mangonear a los demás tripulantes de vez en cuando. También había un par de… subtenientes, o eso creía Jean. Ezri les llamaba los jefes de las guardias, porque hacían las funciones de Ezri cuando ésta no estaba. Utgar mandaba la guardia azul, y una mujer llamada Nasreen la roja, pero Jean no había vuelto a verla desde que a ella se le había confiado la tripulación del Mensajero.

Daba la impresión que todos los trabajos domésticos y molestos que le tocaban a Jean (también al resto de la guardia de fregonas) le permitían ir aprendiendo poco a poco la escala jerárquica del buque, junto con su disposición. Así que supuso que no era casualidad.

El tiempo se había mantenido estable desde que los capturaran. Unas brisas constantes que llegaban del noreste, nubes que iban y venían como el favor de una bailarina de taberna, interminables olas bajas que hacían que el mar resplandeciera como un zafiro de un millón de facetas. El sol los achicharraba con su calor durante el día y la estrechez de su confinamiento los ahogaba durante la noche, pero Jean ya se había acostumbrado a sus nuevas condiciones de trabajo. Ya se había puesto tan moreno como Paolo y Cosetta. También Locke estaba haciendo las cosas lo mejor que podía. Por primera vez, moreno, barbudo y puro nervio, había dejado de parecer delgado. Su estatura y su jactancia por lo ágil que era le habían merecido la tarea de pringar cada mañana los mástiles, el trinquete y el principal.

La comida seguía siendo cena, pues se la tomaban al terminar la larga jornada de trabajo, y, aunque apenas creativa, siempre era más que abundante. Para entonces les daban también una ración completa de licor. Aunque a Jean no le gustara admitirlo, todo aquello no le preocupaba demasiado. Podía trabajar y dormir teniendo la seguridad de que la gente que mandaba en el buque conocía su oficio; tanto él como Locke ya no necesitaban recurrir a la improvisación y a las plegarias. Si no hubiera sido por el maldito cuaderno de bitácora, con su implacable registro de los días que se sucedían precipitadamente, pues el efecto del antídoto también se iba desvaneciendo un día tras otro, aquel tiempo les hubiera parecido más que agradable. Un paréntesis interesante en el que no hubiera corrido el tiempo, con la teniente Delmastro como un interesante acertijo por resolver.

Pero ni él ni Locke habían dejado de contar los días.

2

El decimoctavo día de Vestal, Mazucca el Calvo perdió los estribos.

Todo fue de improviso; aunque cada noche se iba malhumorado bajo el castillo, era uno de tantos hombres cansados y con poco temperamento que habían dejado de meterse con la gente, ya fueran de la tripulación o de la guardia de fregonas.

Estaba oscuro, ya habían pasado dos o tres horas del turno de la guardia azul y los faroles cruzaban el navío. Jean se sentaba con Locke junto a las jaulas de las gallinas, sacando de unas cuerdas viejas los hilos que las conformaban. Locke iba haciendo con ellas un montón pardo de fibras bastas. Una vez embreadas se convertirían en estopa para calafatear, que se emplearía en cualquier cosa, desde tapar cuadernas hasta rellenar almohadas. Aunque era un trabajo miserable y aburrido, el sol casi se había puesto del todo y el final de la jornada estaba al alcance de su mano.

En algún lugar bajo el castillo sonó un ruido metálico, seguido de palabrotas y risas. Mazucca el Calvo apareció con una fregona y un cubo, seguido por un miembro de la tripulación al que Jean no reconoció. Aquel hombre dijo algo que Jean no escuchó y entonces sucedió todo. Mazucca se volvió y le atizó en la cabeza con el cubo. El marinero cayó de costado, casi inconsciente.

—¡Que los dioses te maldigan! —exclamó Mazucca—. ¿Acaso te habías creído que yo era un puto crío?

El marinero buscó torpemente el arma que llevaba al cinto… una porra, según pudo apreciar Jean. Pero Mazucca seguía con la sangre caliente y el marinero intentaba recuperarse del golpe sufrido. En un momento, Mazucca le dio una patada en el pecho y agarró la porra. La levantó por encima de la cabeza y ahí acabó todo, pues otros tres o cuatro miembros de la tripulación cayeron sobre él y le dejaron tendido en el puente, arrebatándole luego la porra.

Unas fuertes pisadas se escucharon desde el alcázar hasta el combés. La capitana Drakasha acababa de aparecer sin que nadie la hubiera llamado.

Mientras pasaba a su lado, Jean (el trabajo que estaba haciendo con la cuerda quedaba olvidado) sintió que se le encogía el estómago. La tenía. La llevaba a su alrededor como si fuera un manto. La misma aura que antaño había visto en Capa Barsavi, algo que dormía en el interior hasta que la ira o la necesidad la despertaban, algo que aparecía de súbito y que era terrible. La propia muerte se abría paso entre las planchas del buque.

La tripulación de Drakasha cogía a Mazucca por los brazos. El hombre al que había golpeado con el cubo recogía su porra y se masajeaba la cabeza. Zamira se detuvo y le señaló con el dedo.

—Explícate, Tomas.

—Yo… yo… lo siento, capitana. Sólo quería divertirme un rato.

—Ha estado ladrándome toda la maldita tarde —dijo Mazucca, ya con menos humos y casi tranquilo—. No ha dado un palo al agua. Sólo se movía a mi alrededor, dando pataditas al cubo, cogiéndome los trastos, revolviéndolo todo y obligándome a ponerlo todo nuevamente en orden.

—¿Es eso cierto, Tomas?

—Yo… sólo era una broma, capitana. Tomarles el pelo a los de la guardia de fregonas. Sólo eso. Dejaré de hacerlo.

Drakasha se movió tan deprisa que Tomas no pudo apartarse y cayó nuevamente al puente, en aquella ocasión con la nariz rota. Pero Jean sí llegó a ver el elegante gancho lanzado con una mano y el preciso uso que hacía de su palma… él había recibido ese mismo golpe en dos ocasiones. Tomas, por muy borrico y lerdo que fuera, contaba con su simpatía.

—¡Agggh! —dijo Tomas, escupiendo sangre.

—Los miembros de la guardia de fregonas son como herramientas —dijo Drakasha—, por eso siempre espero que estén en buen estado. Y que se vele por su conservación. Si buscabas diversión, haber encontrado una que tuviera que ver con la responsabilidad. Acabo de dividir por dos la parte que te toca del botín del Mensajero y la que te tocará cuando lo vendamos —hizo una seña a las mujeres que estaban detrás de ella—. Vosotras dos. Cargad con él y llevadlo a popa. Buscad a la erudita Treganne.

Mientras Tomas era llevado hacia el alcázar para ir a hacer una visita por sorpresa a la médica del buque, Drakasha se volvió hacia Mazucca.

—Conocías mis reglas desde la primera noche que llegaste a esta nave.

—Cierto. Lo siento, capitana Drakasha, él sólo…

—Escuchaste lo que dije entonces. Escuchaste lo que dije y lo comprendiste.

—Sí, pero estaba furioso y…

—La muerte para el que tocase un arma. Eso quedó tan claro como un cielo sin nubes, y, sin embargo, tú la cogiste.

—Mire…

—Ya no me eres útil —dijo ella, y su brazo derecho salió disparado para agarrar a Mazucca por el cuello. Y aunque se soltó de los tripulantes que le tenían cogido, de nada le valió el aferrarse al antebrazo de Drakasha, porque ella no le soltó. La capitana comenzó a arrastrarle hacia la barandilla de estribor—. Has perdido el juicio, lo que implica que puedes perderlo de nuevo y sólo los dioses saben la estupidez que podrás cometer entonces, confundiéndote y haciéndonos naufragar. Si, sabiendo a lo que te arriesgas, no puedes aguantarte el mal genio, sólo eres puro lastre.

Pataleando y dando arcadas, Mazucca intentó soltarse, pero Drakasha le arrastró inexorablemente hacia la cubierta de barlovento. A dos metros de la barandilla apretó los dientes, echó hacia atrás su brazo derecho y lanzó a Mazucca hacia delante, cargando todo el empuje sobre caderas y hombros. Él se golpeó con la barandilla, intentó recobrar el equilibrio y cayó por ella de espaldas. Un segundo después se escuchaba un chapoteo en el agua.

—Este buque llevaba demasiado lastre.

La tripulación y la guardia de fregonas corrieron como un solo hombre hacia la barandilla de estribor. Jean se unió a ellos después de echarle una rápida mirada a Locke. Drakasha ni se inmutó, los brazos en jarras, su súbita rabia desvanecida. También es eso se parecía a Barsavi. Jean se preguntó si las horas de noche que quedaban las pasaría malhumorada y melancólica, incluso bebiendo.

Aunque el buque se movía con una velocidad constante de cuatro o cinco nudos, Mazucca no tenía las trazas de ser buen nadador. Ya estaba a seis o siete metros del costado del buque y a quince o veinte por detrás del alcázar. Su cabeza y sus brazos se agitaban en medio de la oscuridad creciente de las olas mientras gritaba pidiendo socorro.

La llegada de la oscuridad. Jean se estremeció. El momento en que el mar abierto siente hambre. La fuerte luz del día mantiene muchas cosas a buen recaudo bajo las olas, logrando que las aguas sean casi seguras. Pero todo eso cambia con el crepúsculo.

—¿Qué tal si lo pescamos, capitana? —uno de los hombres de la tripulación se había acercado a ella, hablándole con voz tan baja que sólo los que estaban cerca lograban enterarse de lo que decía.

—No —dijo Drakasha. Luego se volvió y echó a andar despacio hacia popa—. Démonos a la vela. No falta mucho para que algo vaya a por él.

3

El día decimonoveno, a mitad de la tarde, Drakasha llamó a gritos a Locke para que fuera a visitarla a su cabina. Locke se dirigió a la popa corriendo lo más deprisa que podía, porque las imágenes de Tomas y de Mazucca estaban muy recientes en su mente.

—Ravelle, ¿qué es esta maldita cosa tan repugnante?

Locke se tomó unos segundos de tiempo para comprender lo que sucedía. Paolo y Cosetta se sentaban uno enfrente del otro, mirando fijamente a Locke y separados por las cartas de uno de los mazos, que estaban desparramadas encima de la mesa. En el centro de la mesa habían volcado una copa… una copa que era demasiado grande para unas manos tan pequeñas. Locke sintió un espasmo de ansiedad en lo más profundo del estómago y se acercó a la mesa.

Tal y como había sospechado, una pequeña cantidad del líquido marrón claro de la copa se había extendido por la mesa y mojado una de las cartas, convirtiéndola en un charco gris de materia pastosa.

—Sacaron las cartas de mi cofre —dijo—. Eran las que estaban dentro de un paquete de papel encerado por los dos lados.

—En efecto.

—Y usted tomaba un licor bastante fuerte con la comida. Uno de sus hijos volcó la copa que lo contenía.

—Brandy al caramelo, y la copa la volqué yo —sacó una daga y tocó con ella la sustancia gris. Aunque tenía aspecto líquido, era dura y sólida, por lo que la punta de la daga rebotó como si acabara de chocar contra el granito—. ¿Qué diablos es esto? Parece… cemento alquímico.

—Es cemento alquímico. ¿No observó que las cartas tenían un olor raro?

—¿Y para qué rayos iba a oler yo unas cartas? —frunció el entrecejo—. Niños, no toquéis nada. Vamos, echaos en la cama hasta que mamá os lave las manos.

—No es peligroso —dijo Locke.

—No me importa que no lo sea —le replicó—. Paolo, Cosetta, poneos las manos en el regazo y esperad a mamá.

—Realmente no son cartas —explicó Locke—, sino obleas de resina alquímica. Tan delgadas y flexibles como el papel. Tienen pintados encima los dibujos que les hacen parecer cartas. No puede ni imaginarse lo caras que son.

—Eso es algo que no me preocupa. ¿Para qué diablos las tiene?

—¿No es evidente? Si una de ellas se moja con un licor de alta graduación, se disuelve en segundos. Y entonces se obtiene una pequeña cantidad de cemento alquímico. Pueden mojarse tantas cartas como se quiera. Esa sustancia se seca en un minuto, y es tan dura como el acero.

—¿Tan dura como el acero? —echó un vistazo a la salpicadura gris que manchaba la parte superior de su elegante mesa laqueada—. ¿Y cómo se quita?

—No se quita. No hay ningún disolvente para ella. Al menos, ninguno que pueda preparar un alquimista.

—¿Cómo? Maldito sea, Ravelle…

—Capitana, esto no es justo. No creo haberle pedido que sacara esas cartas y que se pusiera a jugar con ellas. Ni que les echara encima ningún licor.

—Tiene toda la razón —dijo Drakasha mientras suspiraba. A Locke le dio la impresión de que estaba cansada. Las tenues arrugas de las comisuras de su boca le hicieron pensar que acababa de hacer algún ejercicio físico—. Coja todas esas cosas y arrójelas por la borda.

—Por favor, capitana. Se lo ruego —Locke extendió las manos hacia ella—. Estas cartas no sólo son muy caras, sino… muy difíciles de conseguir. Me llevaría meses. Permítame que vuelva a empaquetarlas con su papel encerado para guardarlas en el cofre. Por favor, piense que son parte de mis documentos.

—¿Para qué las usa?

—Sólo son otro más de los trucos propios de mi profesión —dijo Locke—. De hecho el único del que ahora dispongo, el último que me queda. Le juro que no suponen ninguna amenaza para su buque… ya ha visto que aunque las moje con algo alcohólico sólo son una molestia. Mire, si no las tira y me consigue varios cuchillos tan afilados como escalpelos, dedicaré todo mi tiempo a eliminar de su mesa esa asquerosidad. Intentaré quitarla desde los lados. Aunque tarde una semana. Por favor.

Cuando terminó de quitar el cemento habían pasado diez horas. Subido en el castillo de proa, rascó la mancha con infinito cuidado, como si estuviera practicando la cirugía. Trabajó sin descanso, primero a la luz del sol y después bajo la luz de muchos faroles, hasta que aquella cosa diabólica desapareció de encima de la laca y ni siquiera quedó un contorno que pudiera revelar dónde había estado.

Cuando finalmente reclamó el minúsculo espacio del que disponía para dormir, supo que manos y antebrazos le dolerían una barbaridad al día siguiente.

Pero estaba muy orgulloso, igual que lo había estado mientras trabajaba, pues había conseguido mantener incólume aquel mazo de cartas.

4

El rumbo este que llevaban cambió al vigésimo día y el buque puso proa hacia el oeste por el norte, tomando el viento por estribor. El tiempo seguía siendo bueno; se cocían durante el día y sudaban por la noche, mientras el buque avanzaba bajo unas hilachas de niebla que aparecían por encima del agua y que creaban una especie de arcadas espectrales de luz verdosa.

El comienzo del día vigésimo primero, cuando la promesa de la aurora comenzaba a teñir de gris la parte oriental del cielo, iba a ponerles a prueba para que demostraran su valía.

La patada que acababa de recibir en las costillas sacó a Locke de un sueño demasiado corto. Todo era confusión: los hombres de la guardia de fregonas se movían de un lado para otro, tropezándose y murmurando a su alrededor.

—Vela avistada —dijo Jean.

—Hace un minuto lo han dicho desde la cofa —dijo alguien que estaba cerca de la puerta—. A dos cuartas por estribor. Eso sitúa el casco al este y un poco al norte de nosotros.

—No está mal —dijo Jabril con un bostezo—. Ya veo la aurora.

—¿La aurora? —como seguía oscuro, Locke se frotó los ojos, aún adormilado—. ¿La aurora? Aunque ya no intento dar la impresión de saber de lo que estoy hablando, permíteme que te pregunte cómo has podido ver la aurora si aún es de noche.

—¿No ves que el sol comienza a salir por el horizonte? —parecía que Jabril aprovechase la ocasión para darle una clase a Locke—. Allá a lo lejos, al este. Nosotros aún seguimos cubiertos por la oscuridad, al oeste de ellos. Aunque no creo que nos vean, yo tengo buen ojo para verlos, sobre todo con esa débil luz detrás de sus mástiles, ¿lo entiendes?

—Sí —dijo Locke—, parece muy lógico.

—Vamos a por ellos —dijo Aspel—. Avanzaremos hacia el buque y lo capturaremos. Nuestra tripulación es muy numerosa, y Drakasha es una zorra sanguinaria.

—Si hay que luchar —dijo Streva—, iremos los primeros.

—Sí, para ponernos a prueba —dijo Aspel—. Demostraremos lo que valemos y así se acabará esta mierda de guardia de fregonas.

—No empieces a ponerte galones de plata en la polla, aún no —dijo Jabril—. No conocemos su rumbo, ni su velocidad, ni su velamen. Podría ser un buque de guerra. Incluso formar parte de una flotilla.

—Que te jodan, Jabbi —dijo alguien sin ganas de fastidiar—. ¿No quieres dejar de una vez la guardia de fregonas?

—Eh, cuando llegue el momento de abordarlo, me meteré desnudo en el bote y atacaré a esos bastardos sólo con mi cara de mala leche. Lo único que os digo es que habrá que esperar a que se nos ponga a tiro.

En el puente todo era ruido, confusión y órdenes. Los hombres que estaban a la entrada empujaban para salir y enterarse de todo.

—Delmastro ha enviado varios hombres a las cuerdas —dijo uno de ellos—. Creo que vamos a dirigirnos varios puntos al norte. Todo va muy rápido.

—Nada es más sospechoso que un cambio súbito en los aparejos cuando a uno lo están viendo —dijo Jabril—. Quiere estar cerca de ellos antes de que nos descubran, lo cual es lógico.

Pasaron los minutos; Locke abrió y cerró los ojos antes de recostarse en el mamparo que ya le era tan familiar. Si la acción no iba a ser inminente, aún podría aprovechar unos cuantos minutos de sueño. Pero, a juzgar por el bullicio y los gritos que le rodeaban, debía de ser el único que pensaba de esa manera.

Se despertó unos minutos después (la parte de cielo que podía ver por la escotilla de ventilación era un poco más gris), a tiempo de escuchar la voz de la teniente Delmastro que se filtraba por la entrada de la parte inferior del castillo:

—… donde os encontráis ahora. Manteneos en silencio y fuera de la vista. Faltan cinco minutos para el cambio de guardia, pero vamos a suspenderlo por si entramos en combate. Los hombres de la saliente, la roja, irán abajo, pero en pequeños grupos y poco a poco, mientras que la mitad de los hombres de la entrante, la azul, subirán para reemplazarlos. Queremos parecer un bergantín dedicado al comercio, no un merodeador atestado de gente.

Locke estiró el cuello para distinguir las siluetas de sombra que le rodeaban. Justo detrás de Delmastro, en la oscuridad que precede a la aurora, vio que los tripulantes que ocupaban el combés se peleaban con varios barriles de gran tamaño mientras intentaban llevarlos hacia la barandilla de babor.

—Barriles de humo en la cubierta —dijo una mujer.

—¡Nada de llamas en la cubierta! —exclamó Ezri—. Nada de fumar. Sólo luces alquímicas. Corre la voz.

Pasaron los minutos y la claridad de la aurora se hizo más evidente. Pero Locke seguía sintiendo cómo se le cerraban los párpados. Suspiró aliviado, y…

—Ah, del puente —la voz provenía de la parte más alta del trinquete—, decid a la capitana que tiene tres mástiles y que lleva rumbo noreste por el oeste. Y gavias.

—¡Entendido, tres mástiles, noreste por el oeste, gavias! —exclamó Ezri—. ¿Cómo se comporta?

—Con el viento por estribor, popa a un punto, quizá.

—No lo pierdas de vista. ¿El casco sigue estando bajo?

—Sí.

—En el momento en que despunte sobre el horizonte, dinos cómo tiene el casco —Ezri regresó al castillo inferior y aporreó el mamparo con fuerza—. Guardia de fregonas, en pie. Estirad las piernas, usad las barandillas de alivio y bajad luego hasta aquí. No os entretengáis. Enseguida sabremos si tenemos que atacar o salir huyendo. Lo mejor será que tengáis las entrañas en orden.

Moverse dentro de tanta gente es algo parecido a sentirse aplastado dentro de una cañería. Cuando Locke fue empujado hacia la cubierta, no tuvo más remedio que agachar la cabeza y desperezarse. Jean hizo lo propio y luego fue a ver a Delmastro. Locke enarcó una ceja; la pequeña teniente parecía tolerar tanto la conversación con Jean como el desdén con el que le obsequiaba. Supuso que aquello duraría todo lo que Jean tardara en obtener alguna información de ella.

—¿De veras piensa que tendremos que huir? —preguntó Jean.

—Preferiría que no tuviéramos que hacerlo —Delmastro se apoyó en la barandilla y aguzó la mirada, aunque, tal y como Locke sabía, el buque avistado no pudiera verse desde allí.

—Como ya debe saber —comentó Jean—, es imposible ver ese buque desde el lugar en que se encuentra. Debería subirse a mis hombros.

—Esa broma no tiene gracia —dijo Delmastro—. Aunque sea muy original. Jamás la había escuchado antes. Debe saber que soy la más alta de todas mis hermanas.

—Así que tiene hermanas —dijo Jean—. Interesante. Me ha ofrecido un dato de su pasado a cambio de nada.

—Mierda —dijo ella, frunciendo el ceño—. Déjeme sola, Valora. Esta mañana va a ser muy ajetreada.

Los hombres comenzaban a volver de las barandillas de alivio. En aquellos momentos en que la urgencia había disminuido, Locke subía por las escaleras para atender sus propias necesidades. Ya tenía la experiencia suficiente (muchas cosas desafortunadas pueden sucederles a quienes se agarran a las barandillas de alivio sin fijarse en el tiempo que hace) para abrirse paso hacia el pequeño arco de madera que cruza el bauprés a uno o dos metros del extremo de la proa. Tenía unas barandillas que colgaban de él como un penol en miniatura, en las que Locke apoyó los pies mientras se bajaba los calzones. Las olas se convertían en espuma blanca al chocar contra la proa y le mojaban las piernas por detrás.

—Por los dioses —dijo—, jamás hubiera creído que mear fuera toda una aventura.

—Ah del puente —decía la voz del vigía instantes después—. Es una flauta. Redonda y rolliza. Mantiene el rumbo y el velamen igual que antes.

—¿Qué pabellón?

—No veo ninguno, teniente.

Una flauta. Locke sabía qué significaba ese término: un buque mercante de popa redondeada con una fea proa curva. Aunque era muy manejable para ser un buque mercante, cualquier bergantín como el Orquídea podría bailar alrededor de él todo lo que quisiera. Ninguna expedición pirata ni militar emplearía un bajel de aquel tipo. En cuanto se le acercaran lo suficiente, comenzaría el combate.

—Ja —murmuró—, y yo aquí, con los calzones bajados.

5

El sol salió por detrás de su presa con su fulgor de oro en fusión, circundando aquella silueta baja y negra con un semicírculo carmesí. Locke estaba de rodillas junto a la barandilla de estribor del castillo de proa, intentando no molestar. Entornó los ojos y se los cubrió con una mano a modo de visera, para evitar el reflejo del sol. El cielo oriental era una hoguera de rojo y rosa; el mar un rubí líquido que se iba extendiendo como una mancha a medida que el sol subía hacia lo alto.

Una mancha negra de humo subía a pocos metros por la parte a sotavento del combés del Orquídea Emponzoñada, una intrusión de mal agüero en el límpido aire de la aurora. La teniente Delmastro se ocupaba personalmente de los barriles de humo. El Orquídea avanzaba con las gavias, habiendo plegado las principales y las anteriores; aquello servía tanto para aprovechar la brisa como para evitar que se quemaran si el buque se incendiaba.

—Vamos, miserables papanatas —decía Jean, que estaba sentado a su lado—. Mirad hacia la izquierda, por el amor de Perelandro.

—Quizá ya nos estén viendo —dijo Locke—. Y quizá les importemos una mierda.

—No han cambiado el velamen —dijo Jean—, porque ya nos lo habrían dicho los vigías. Deben de ser los tipos menos curiosos y más miopes y atontados que jamás hayan puesto velas en los mástiles.

—¡Ah del puente! —el vigía del palo principal parecía excitado—. ¡Informad al capitán de que está virando a babor!

—¿A qué distancia está? —Dalmastro se apartó de los barriles de humo—. ¿Se dirige de frente hacia nosotros?

—No, ahora está a unos tres cuartos.

—Quieren vernos de cerca —dijo Jean—, pero no creo que vayan a ponerse a tiro tan pronto.

En ese momento se escuchó una orden procedente del alcázar y Delmastro tocó tres veces seguidas su silbato.

—¡Guardia de fregonas! ¡Guardia de fregonas al alcázar!

Entonces ambos echaron a correr hacia la popa, dejando atrás a varios tripulantes que sacaban unos arcos bien cuidados de debajo de sus protecciones de tela y los encordaban. Tal y como Delmastro había ordenado, la mitad de la guardia usual estaba en el puente; los que se encargaban de preparar las armas estaban agachados u ocultos detrás de los mástiles y de las jaulas de las gallinas. Drakasha los esperaba en la barandilla del alcázar, esperando a que llegaran para hablarles.

—Aún tienen el tiempo y el espacio suficientes para virar en redondo. Es una flauta, por lo que dudo de que puedan escapársenos cualesquiera que sean las condiciones meteorológicas; pero pueden hacernos sudar para alcanzarlos. Aunque mi estimación es de seis o siete horas, ¿quién podría resistir tantas horas de aburrimiento? Así que vamos a hacer lo posible para parecer un bergantín incendiado y tentarles para que se comporten como personas sociables.

»Os ofrecí la posibilidad de demostrar vuestra valía, así que vais a convertiros en los dientes de esta trampa. Seréis los primeros en atacar. Pero si no queréis pelear, os devolveremos al castillo inferior para que sigáis perteneciendo a la guardia de fregonas hasta que nos cansemos de vosotros.

»En cuanto a mí, debo confesaros que esta mañana me he levantado con mucha hambre. Eso quiere decir que me apetece apresar ese buque tan rollizo. ¿Quién de entre vosotros quiere luchar a cambio de conseguir un puesto en mi nave?

Locke y Jean levantaron los brazos al aire, junto con todos los que les rodeaban. Locke echó un rápido vistazo a su alrededor y comprobó que nadie había querido perderse aquella oportunidad.

—Bien —dijo Drakasha—. Tenemos tres botes en los que caben treinta hombres. Os los daré. En un principio, vuestra misión será la de parecer unos pobrecitos y quedaros cerca del Orquídea. Luego, a mi señal, bogaréis como un rayo y atacaréis desde el sur.

—Capitana —dijo Jabril—, ¿qué pasará si no podemos tomar el buque con nuestras propias fuerzas?

—Si el número o las circunstancias juegan en contra vuestra, ocupad y defended toda la cubierta que podáis. Yo acercaré el Orquídea hasta una de sus bordas y me aferraré a él. Nada de lo que haya en ese buque podrá resistir el abordaje de cien nuevos hombres.

Será de gran ayuda para los que hayamos muerto o estemos a punto de morir, pensó Locke. Por si no acababa de comprender el sentido de lo que estaban a punto de acometer, la punzada de ansiedad que sentía en el estómago se lo recordaba.

—¡Capitana! —un vigía gritaba desde lo alto del palo mayor—. ¡Acaban de enarbolar el pabellón de Talisham!

—Puede ser una trampa —murmuró Jabril—. Un engaño plausible. A la hora de enarbolar un pabellón falso, saca el de Talisham, porque tiene una pequeña flota. Y no está en guerra con nadie.

—No tan plausible, creo yo —dijo Jean—. Si contara con alguna escolta, ¿por qué no iba a llevarlo todo el tiempo? Sólo quienes ocultan algo se preocupan de esconder su pabellón.

—En efecto. Y también los piratas —Jabril hizo una mueca.

La voz de la capitana Drakasha se impuso a los comentarios de todos los presentes:

—¡Del! Pon uno de tus barriles de humo junto a la borda de estribor. Delante de las escaleras del alcázar.

—¿Quiere humo en el puente de barlovento, capitana?

—Una buena mancha de humo que cubra el alcázar —dijo Drakasha—. Si deciden comunicarse mediante señales, necesitamos una excusa para seguir callados.

El flacucho maestro de las velas, que empuñaba la rueda del timón a menos de un metro por detrás de donde estaba Drakasha, carraspeó con fuerza. Ella sonrió, como si acabara de ocurrírsele una idea. Volviéndose al marinero que tenía a la izquierda, dijo:

—Saca tres banderines de señales del cofre de las banderas y que ondeen en la popa. Amarillo sobre amarillo y sobre amarillo.

—Todas las almas en peligro —comentó Jean—. Es una señal para que se acerquen, y muy seria.

—Pensaba que era la señal de andar en apuros —dijo Locke.

—Deberías haberte leído el libro más despacio. Tres banderines amarillos dicen que estamos tan mal que les permitimos que se lo lleven todo excepto lo que tengamos encima. La ley dice que podrán quedarse con todo lo que puedan salvar.

Delmastro y su tripulación acercaron un barril de humo a la barandilla de estribor y lo encendieron con una mecha alquímica. Unos zarcillos de humo gris comenzaron a enroscarse en el alcázar, expulsando la nube negra que antes había dominado la parte de sotavento. En la barandilla de popa, un par de marineros estaba izando los tres banderines amarillos que revoloteaban al viento.

—Más vigías a la arboladura y a las barandillas para ayudar a Mumchance —dijo Drakasha—. Los arqueros se levantarán a la vez. Mantened vuestras armas en el suelo de las cofas; escondeos si podéis y pareced tranquilos hasta que dé la señal.

—¡Capitana! —los vigías del palo mayor gritaban una vez más—. ¡Acaba de virar para cerrarnos el paso y está izando más velas!

—¡Es muy divertido ver cómo se les ha ablandado el corazón nada más ver la señal! —dijo Drakasha—. ¡Utgar!

Un joven vadraní de aspecto muy agradable, cuya cabeza afeitada contrastaba por lo colorada con la barba negra que llevaba, apareció al momento al lado de la teniente Delmastro.

—Esconde a Paolo y a Cosetta en la cubierta inferior —dijo Zamira—. Vamos a tener una conversación.

—Sí —dijo, y salió corriendo hacia las escaleras que subían del castillo.

—En cuanto a vosotros —dijo Drakasha, dirigiéndose a la guardia de fregonas—, las hachas y los sables han sido dispuestos junto al trinquete. Coged lo que os plazca y esperad para echar una mano con los botes.

—¡Capitana Drakasha!

—¿Qué sucede, Ravelle?

Locke se aclaró la garganta mientras ofrecía una plegaria silenciosa al Decimotercero Sin Nombre por lo que iba a hacer. Era el momento de cumplir un buen gesto; si no hacía algo para devolverle a Ravelle parte del prestigio que había tenido, acabaría como uno más de la tripulación, postergado por el fracaso del pasado. Si quería terminar con aquella parte de la misión, necesitaba que le respetaran. Estaba obligado a cometer una gran locura.

—Yo tuve la culpa de que estos hombres estuvieran a punto de morir en el Mensajero. Eran mi tripulación, y hubiera debido cuidarlos mejor. Ahora se me ofrece la oportunidad de redimirme. Quiero… el asiento delantero del bote que vaya en cabeza.

—¿Quiere que le permita dirigir el ataque?

—No dirigirlo —dijo Locke—, sino ir delante. Si alguno de nosotros ha de ser herido, quiero ser el primero en derramar su propia sangre. Quizá así se salve el que esté a mi espalda.

—Eso también se aplica a mí —dijo Jean, poniendo una mano en el hombro de Locke—. A donde él va, yo le acompaño.

Que los dioses te bendigan, Jean, pensó Locke.

—Si lo que quieren es detener un tiro de ballesta —dijo Drakasha—, no les diré que no —no obstante, parecía un poco desconcertada y sólo aprobó con un asentimiento la petición de Locke cuando el gentío comenzó a romper filas para ir en busca de las armas.

—¡Capitana! —la teniente Delmastro dio un paso al frente, las manos y los antebrazos manchados de hollín por culpa de los barriles de humo. Echó una rápida mirada a Locke y a Jean y dijo—: ¿Quién traerá de vuelta los botes?

—No te preocupes, Del. Voy a enviar a un Orquídea en cada bote; lo que la guardia de fregonas haga después de subir por los costados del buque será asunto suyo.

—Quiero hacerme cargo de los botes.

Drakasha se la quedó mirando durante varios segundos y no dijo nada. De cintura para abajo estaba rodeada por el humo gris.

—No hice nada cuando capturamos al Mensajero, capitana —dijo Dalmastro muy deprisa—. De hecho, llevo varias semanas sin divertirme con la captura de un buque.

Drakasha apartó la mirada hacia Jean y frunció el ceño.

—Me estás pidiendo una recompensa.

—Sí. Pero una que valga la pena.

Drakasha suspiró.

—Ya tienes los botes, Del. Y recuerda que Ravelle también tiene lo que quería.

Traducción: Si tiene que parar la flecha dirigida a alguien, asegúrate de que sea la que iba para ti, pensó Locke.

—No se arrepentirá, capitana. ¡Guardia de fregonas! ¡Armaos y esperadme en el combés! —Delmastro subió corriendo por las escaleras del castillo y se cruzó con Utgar, que llevaba a los hijos de Drakasha bien cogidos con ambas manos.

—Eres un tipo atrevido y estúpido, Ravelle —dijo Jabril—. Por eso creo que vuelves a caerme bien.

—… Por lo menos puede luchar, pues eso sí lo hace bien —decía uno de aquellos hombres—. Teníais que haberlo visto la noche en que despachó al guardia, cuando nos llevamos el Mensajero. ¡Toma! Le dio un directo y el otro se dobló. Ya veréis cómo esta misma mañana nos enseña a todos una o dos cosas. Sólo tenéis que esperar.

Entonces Locke se sintió muy contento por haber fastidiado todo lo que tenía que fastidiar.

En el combés, una mujer de la tripulación ya mayor montaba guardia ante unos barriles pequeños llenos a rebosar con las hachas y sables prometidos. Jean tomó un par de hachas, las sopesó y arrugó el entrecejo al ver que Locke dudaba delante de los barriles.

—¿Tienes alguna idea de lo que vas a hacer? —susurró.

—Ni la más mínima —dijo Locke.

—Toma un sable e intenta sentirte cómodo con él.

Locke tomó un sable y lo miró como si se sintiera tremendamente satisfecho.

—Uno que tenga vaina y cinturón —le explicó Jean—; luego coge una segunda arma y póntela en él. Nunca se sabe si tú o alguien podréis necesitarla.

Mientras media docena de hombres seguían su consejo, se acercó cautelosamente a Locke y le susurró en el oído.

—Quédate a mi lado. Quédate a mi lado y no te menees. A lo mejor no tienen arcos.

La teniente Delmastro regresó con los hombres llevando su chaleco de cuero negro y los brazales, así como su cinturón lleno de diversas armas cortantes. Locke observó que las cazoletas de sus sables estaban formadas por un mosaico de laminillas de cristal antiguo.

—Aquí, Valora —lanzó a Jean un collar de cuero de los que se empleaban en el combate y levantó en alto su cola de caballo para dejar el cuello al descubierto—. Ayude a una chica.

Jean colocó el collar alrededor de su cuello y lo cerró de golpe por detrás. Ella movió la cabeza de un lado hacia otro, asintió y levantó los brazos.

—¡Escuchad! Hasta que no demos a entender lo contrario, todos somos unos pasajeros acaudalados y gente estirada de tierra adentro que se han metido en estos botes para salvar sus preciados pellejos.

Dos hombres de la tripulación hacían la ronda que le tocaba a la guardia de fregonas y cargaban con sombreros finos, casacas de brocado y otras cursilerías. Delmastro tomó una sombrilla de seda y se la puso a Locke entre las manos.

—Tome, Ravelle, quizá pueda protegerle algo.

Locke agitó la sombrilla por encima de la cabeza con exagerada beligerancia y obtuvo algunas risitas nerviosas.

—Como dijo la capitana, habrá un Orquídea por bote para asegurarnos de no quedarnos sin ellos por si nadie vuelve —dijo Delmastro—. Me llevo conmigo a Ravelle y a Valora en el pequeño bote del Mensajero que les disteis. Y tú y tú —señaló a Streva y a Jabril—. A menos que algo nos lo impida, seremos los primeros en atracar a su lado y en subir.

Oscarl, el contramaestre, apareció con un pequeño grupo de ayudantes que llevaban cuerdas y aparejos con los que bajar los botes hasta el agua.

—Una cosa más —dijo Delmastro—. Si piden cuartel, concedédselo. Si dejan caer las armas, respetadlos. Si no sueltan las armas, matadlos cuando estén completamente jodidos. Y si comenzáis a sentir pena por ellos, sólo recordad la señal que tuvimos que ondear para que se decidieran a ayudar a un buque en llamas.

6

Para Locke, el incendio del buque parecía auténtico desde el agua. Todos los barriles de humo se habían apagado; el buque arrastraba consigo una nube gris y negra que envolvía todo menos el alcázar. La figura de Zamira aparecía por aquí y por allá con su catalejo, que reflejaba fugazmente la luz del sol, antes de volver a sumirse en la negrura circundante. Una cuadrilla de tripulantes había subido hasta el centro del buque varias bombas y unas cuantas mangueras (pero cerca de la barandilla, donde mejor se veían) con las que echaban chorros de agua a la nube de humo, aunque lo único que hacían era lavar la cubierta.

Locke se sentaba en la proa del pequeño bote, sintiéndose un poco ridículo con la sombrilla en la mano y la casaca bordada en plata que se había echado sobre los hombros a modo de capa. Jean y Jabril ocupaban los remos delanteros, Streva y la teniente Delmastro los traseros, mientras que un tripulante muy bajito, llamado Vitorre (apenas era más que un niño) se acurrucaba en la popa para llevarse el bote después de que hubieran abordado la flauta.

Aquel buque, cuyo casco poseía unas formas tan curiosamente redondeadas, era visible a simple vista y se encontraba más hacia el norte, formando un ángulo con ellos. Locke estimó que interceptaría al Orquídea Emponzoñada en diez minutos, más o menos.

—Comencemos a remar para acercarnos —dijo Delmastro—. Ahora nos están esperando.

Su bote y los otros dos, que eran más grandes, habían estado varados a unos cien metros al sudeste del Orquídea. Cuando los cuatro remeros comenzaron a bogar hacia el norte, Locke vio que los demás hacían lo mismo y los seguían.

Se desplazaban por encima de las olas, que eran bastante bajas, y cabeceaban. El sol había comenzado a subir y a calentar; habían abandonado el buque a las siete y media de la mañana. Los remos rechinaban rítmicamente en sus soportes; en aquel momento se encontraban enfrente del Orquídea, y el recién llegado estaba a media milla al noreste de ellos. Si la flauta se olía la trampa e intentaba huir hacia el norte, el Orquídea tendría que soltar trapo para correr tras ella. Pero si intentaba huir hacia el sur, los botes lo interceptarían.

—Ravelle —dijo Delmastro—, las cizallas de cortar, ¿las ve?

Locke bajó la vista. Metido debajo de su asiento había una herramienta con unos goznes y un par de mangos que tenía una pinta tremenda. Aquellos mangos servían para mover una mandíbula de metal.

—Creo que sí.

—Los arcos no son lo peor que nos aguarda. Las redes antiabordaje son mucho peores, porque pueden cortarnos en rodajas cuando intentemos escalar el buque para llegar al puente. Si han echado las redes, tendrá que emplear las cizallas para abrirnos camino.

—Y no morir en el intento —dijo—. Creo que ya la entiendo.

—La buena noticia es que no creo que hayan puesto las redes, porque les saldría el tiro al revés. No van a ponerlas cuando esperan a los pasajeros que llegan en unos botes. Si nos acercamos lo suficiente antes de que descubran nuestra jugada, ya no tendrán tiempo de ponerlas.

—¿Y cuándo será el momento de descubrir nuestra jugada?

—Confíe en mí. Ya lo sabrá.

7

Zamira Drakasha estaba en la barandilla de estribor del alcázar tomándose un descanso del humo. Estudiaba con el catalejo la flauta cada vez más cercana; tenía una decoración muy elaborada en el extremo romo de la proa, y un símbolo fantástico pintado con oro y negro en los costados del casco. No estaba mal; si el buque estaba tan bien cuidado, podía llevar un cargamento respetable y algo de dinero.

Un par de oficiales se encontraban en el puente, estudiando el buque de ella con sus catalejos. Agitó la mano con lo que suponía que era un signo de amistad y no recibió respuesta.

—Bueno —murmuró—, pues no tardaréis mucho en devolverme el saludo.

Las pequeñas y oscuras siluetas de la tripulación se amontonaban en la cubierta de la flauta, justo a un cuarto de milla de distancia. Sus velas se estremecían, y su casco (demasiado largo para Zamira)… ¿aún se movía? No. Sólo era la inercia, que le hacía virar una o dos cuartas a estribor para quedarse cerca, pero no demasiado. Pudo ver en medio del buque un equipo de bombas y mangueras que arrojaban un chorro de agua para mojar con él la parte más baja del velamen de la flauta. Hay que tener mucho cuidado al acercarse a alguien que arde en el mar.

—Equipo de señales —dijo ella—, preparados.

—Sí, capitana —dijo un coro de voces desde la parte del alcázar cubierta por el humo.

Sus botes estaban cortando las olas que separaban ambos buques. Ravelle iba en el de delante con su sombrilla, como si fuera una seta plateada y estrecha de capuchón blanco. Y Valora y Ezri… ¡qué diablos! La petición de Ezri no le había dejado más opción que decirle sí para no parecer una idiota delante de la guardia de fregonas. Tendría unas palabras con aquella mujer bajita… si los dioses querían lo suficiente a Zamira para devolverle viva a su teniente.

Estudió a los oficiales de la flauta, que se movían desde la proa a la barandilla de babor. Parecían unos tipos grandes, aunque quizá con demasiada ropa encima para aquella época del año. Sus ojos ya no eran los mismos que hacía veinticinco años… Mientras miraban ensimismados por sus catalejos, ¿se estaban dando codazos?

—¿Capitana? —preguntó uno de los miembros del equipo de señales.

—Aguantad —dijo—, aguantad… —cada segundo disminuía la distancia que separaba al Orquídea de su víctima. Aunque se desplazaban muy despacio y virando, la deriva los empujaba cada vez más cerca… más cerca. Uno de los oficiales de la flauta apuntó con el dedo, luego agarró al otro por el hombro y volvió a apuntar. Ambos miraron al unísono por sus catalejos.

—¡Ah! —exclamó Zamira. Ahora ya no tenían ninguna posibilidad de huir. Sintió que un nuevo vigor impulsaba sus pasos y le confería mayor seguridad; era como si acabaran de caérsele de encima de sus hombros la mitad de los años que tenía. Dioses, cuán dulce era el momento en que los otros comprendían lo jodidos que estaban.

Cerró el catalejo de golpe, agarró el megáfono del puente y vociferó para que la escucharan a todo lo largo de su buque:

—¡Arqueros, preparados en las cofas! ¡Todos al puente! ¡Todos al puente! ¡Ocupad la barandilla de estribor! ¡Tapad los barriles de humo!

El Orquídea Emponzoñada se estremeció; siete docenas de manos apoyaron las escalas, saliendo de las escotillas con armas y armaduras, gritando mientras llegaban. Los arqueros aparecieron por detrás de los mástiles, se arrodillaron en sus plataformas de combate y plantaron flechas en sus resplandecientes arcos.

Zamira no necesitaba el catalejo para ver las siluetas de los oficiales y de la tripulación corriendo como posesos por el puente de la flauta.

—¡Démosles algo para que se meen de verdad en los calzones! —exclamó sin necesitar el megáfono—. ¡IZAD LA CARMESÍ!

Los tres banderines amarillos que ondeaban encima del alcázar se estremecieron y acto seguido cayeron a plomo en la neblina gris. Como si naciera de la negrura en ebullición de los últimos humos que aún quedaban, una gran bandera roja ondeó al viento, tan brillante como el sol matutino que domina desde lo alto una tormenta.

8

—¡Sin miedo! —exclamó la teniente Delmastro—. ¡Sin miedo! —cuando la bandera de color rojo-sangre ondeó en toda su extensión por encima de la popa del Orquídea y la primera horda de tripulantes frenéticos se agolpó en su barandilla de estribor, los tres botes se abalanzaron por encima de las olas.

Locke se quitó la casaca y soltó la sombrilla, para arrojarlas acto seguido por la borda y sin caer en la cuenta de que representaban una buena suma de dinero. Tomó aire con profundas boqueadas y miró por encima del hombro mientras se acercaban al costado cada vez más próximo de la flauta, una escarpada superficie de madera que resultaba tan imponente como un castillo que flotara. Por los dioses a los que tanto quería, iba a entrar en combate. ¿Cómo diantre podía hacer tal cosa?

Se mordió las mejillas por dentro para concentrarse y se agarró a las bordas hasta que los nudillos se le quedaron blancos. Maldición, no era el gran gesto que había estado preparando. No podía permitírselo. Respiró profundamente para tranquilizarse.

Locke Lamora era bajito, pero la Espina de Camorr era algo grande. La Espina era invencible ante las espadas, los encantamientos y las burlas. Locke pensó en el halconero sangrando a sus pies. En el Rey Gris muerto por su hoja. En las fortunas que habían pasado por sus dedos, y entonces sonrió.

Lenta y cuidadosamente desenvainó el sable y lo agitó en el aire. Los tres botes ya casi estaban alineados, creando pequeños triángulos de espuma en el mar a menos de un minuto de su blanco. Al atacar a aquel buque, Locke había decidido mantener la mayor de las mentiras de toda su vida. Y aunque era muy posible que fuera a morir en los próximos minutos, por los dioses que lo haría como la Espina de Camorr. Para aquella gente era el jodido capitán Orrin Ravelle.

—¡Orquídeas! ¡Orquídeas! —allí, en la parte delantera del bote, era como un mascarón de proa, moviendo el sable como si pudiera embestir con él la flauta y abrir un boquete en su costado—. ¡Remad por el botín! ¡Remad por vuestra estima! ¡Seguidme, Orquídeas! ¡Más ricos y astutos que nadie!

El Orquídea Emponzoñada dejó atrás el poco humo que lo envolvía, arrastrando unas hilachas grises que salían del alcázar como si acabaran de librarse de la mano espectral con la que algún dios menor los hubiese aferrado. La numerosa tripulación que atestaba la barandilla volvió a lanzar vítores y luego enmudeció. Las velas del buque comenzaron a ondear. Drakasha estaba virando deprisa para acercar su buque por estribor. Si ejecutaba bien la maniobra, llegaría por la amura de estribor y se situaría en paralelo a la flauta, lo suficientemente cerca para abordarla.

El súbito silencio de los Orquídeas permitió a Locke escuchar por vez primera los sonidos que salían de la flauta: órdenes, pánico, discusiones, consternación. Y después, por encima de todos ellos, una voz tan aguda como desesperada que hablaba por un megáfono:

—¡Sálvennos! ¡Por el amor de los dioses, sálvennos… por favor, suban hasta aquí y sálvennos!

Locke no tuvo tiempo para pensar; acababan de llegar ante el casco de la flauta y de darse un buen golpe con el muro de planchas mojadas de su costado de sotavento. El buque se movía un poco, creando la ilusión de que iba a volcarse y a aplastarlos. Milagrosamente, unas lonas y una red de abordaje fueron al alcance de sus manos. Locke saltó hacia la red y levantó el brazo donde llevaba el sable.

—¡Orquídeas! —exclamó mientras escalaba aquella pared de cañamazo húmedo con la exultación que le confería el miedo—. ¡Orquídeas! ¡Seguidme!

El momento de la verdad: su mano izquierda acababa de tocar el extremo del puente que se encontraba por encima de la red de abordaje. Por si alguien le esperaba a otro lado, apretó los dientes y lanzó un sablazo furioso que resultó un tanto desmañado. Entonces franqueó la barandilla, se dejó caer al otro lado (el puerto de embarque estaba a pocos metros) y se puso en pie, tropezando y gritando como un loco.

La cubierta era un caos, y nadie se preocupó de él. No había redes antiabordaje ni arqueros, ni muros de alabardas ni espadas para recibir a los invasores. La tripulación y las mujeres corrían presas del pánico. Una manguera abandonada yacía en cubierta, cerca de los pies de Locke, como una serpiente oscura, ya muerta, que vomitase agua de mar en un charco cada vez mayor.

Uno de los hombres de la tripulación resbaló en aquel charco y salió disparado hacia él, golpeándole. Locke levantó el sable y el hombre se agachó, extendiendo las manos hacia él para que comprobara que estaba desarmado.

—Queríamos rendirnos —dijo, atragantándose—. ¡Eso queríamos! ¡Pero no nos dejaron! ¡Por los dioses, ayúdenos!

—¿Quiénes? ¿Quiénes no les dejaron que se rindieran?

El tripulante señaló con el dedo el alcázar y Locke se volvió para ver qué sucedía.

—Vaya, por todos los diablos —susurró.

Había al menos veinte de ellos, todos hombres, salidos del mismo molde. Morenos, fornidos, musculosos. Sus barbas estaban bien arregladas, la cabellera que les llegaba a los hombros, ensartada en cuentas que tintineaban al chocar entre sí. La cabeza la llevaban todos cubierta con unas telas de color verde brillante, y Locke supo por experiencias anteriores que las mangas oscuras que cubrían sus brazos no eran tal, sino versos sagrados tatuados en ellos con tintas negra y verde, pero con una escritura tan prieta que habían cubierto cualquier resquicio de piel que hubiese podido quedar debajo.

Redentores de Jerem. Maníacos religiosos que se creían la única esperanza de redención para los actos pecaminosos cometidos en su depravada isla. Ellos mismos sacrificaban su vida a los dioses de Jerem, recorriendo el mundo en grupos de exiliados, viviendo con el mismo recogimiento que los monjes hasta que alguien o algo los amenazaba.

Habían hecho un voto sagrado en virtud del cual debían matar o ser muertos cuando alguien les hiciera violencia; morir honorablemente por Jerem o exterminar de un modo implacable a quienquiera que levantase una mano contra ellos. Todos miraban a Locke con mucha, pero que mucha, atención.

—¡El pagano nos ofrece la ocasión de lavarnos con sangre! —el Redentor que se encontraba a la cabeza del grupo señaló a Locke y enarboló su maza de madera de álamo negro reforzada con bronce—. ¡Lavemos nuestras almas en la sangre pagana! ¡MATAD, POR LA SAGRADA JEREM!

Con las armas en alto, se precipitaron hacia las escaleras del alcázar y bajaron por ellas a toda prisa, dirigiéndose hacia Locke mientras daban una excelente demostración de cómo gritan realmente los locos. Un tripulante que intentó apartarse de su camino fue barrido, el cráneo partido como un melón por la maza del líder. Los demás pisotearon su cuerpo al cargar.

Locke ni siquiera podía hacer nada para evitar aquella situación. Y como la contemplación de aquella muerte tan demencial en el fragor del combate era completamente ajena para él, lanzó una risotada. Aunque estuviera aterrorizado hasta los tuétanos, comprendió que en aquellos momentos su libertad era absoluta. Así que levantó su sable, que de poco podría valerle, y cargó contra ellos, sintiéndose tan ligero como el polvo que arrastra la brisa y diciendo mientras corría:

—¡Vamos! ¡Venid! ¡Enfrentaos a Ravelle! ¡Los dioses os envían vuestra perdición, HIJOPUTAS!

Moriría pocos segundos después. Si Jean hubiera estado con él, seguro que hubiese podido hacer otros planes, como siempre.

El líder de los jeremitas cargó contra Locke, añadiendo al hecho de que pesaba el doble su criminal fanatismo, mientras la sangre y la luz del sol relucían en el bronce que tachonaba su maza. Entonces, donde había estado su rostro apareció un hacha, cuyo mango salía del aplastado agujero donde antes se encontraba un ojo. El impacto, no con la maza sino con el cadáver que acababa de aparecer, lanzó a Locke hacia el puente y vació el aire de sus pulmones. Una sangre caliente le salpicó en cuello y rostro, mientras luchaba denodadamente para salir de debajo de aquel cuerpo retorcido. La parte del puente donde se encontraba hervía con siluetas que pataleaban, tropezaban, gritaban y caían.

El mundo se disolvió en una serie de imágenes y de sensaciones inconexas. Locke apenas tuvo tiempo de catalogarlas a medida que aparecían y desaparecían ante su mirada…

Lanzas y espadas sólo significaban para él algo que poder clavar en el cuerpo del jefe de los jeremitas. Una estocada desesperada, practicada con su sable, y la confusión ocasionada al caer y golpear la parte interior de uno de los muslos desprotegidos de un jeremita. Jean arrastrándole por los pies. Jabril y Streva guiando a otros Orquídeas hasta el puente. La teniente Delmastro luchando codo a codo con Jean, que, con la cazoleta forrada con cristal antiguo de uno de sus sables, acababa de convertir en carne viva el rostro de un Redentor. Sombras, movimientos, sonidos discordantes.

Era imposible permanecer al lado de Jean; la presión de los Redentores era excesiva, el número de los golpes que lanzaban, enorme. Locke resultó golpeado por otro cadáver que se desplomaba y cayó hacia la izquierda, golpeando a ciegas y con frenesí mientras lo hacía. El puente y el cielo giraron a su alrededor hasta que se encontró dando vueltas en el aire.

La bodega principal tenía abierta la escotilla.

Lleno de desesperación, comprobó que no se había roto nada y regresó rápidamente a donde antes se encontraba. Un rápido vistazo a la bodega acababa de revelarle que la ocupaban tres jeremitas. Se puso en pie, tambaleándose, y fue atacado de inmediato por otro jeremita; parando una estocada tras otra, lo esquivó yéndose hacia la izquierda e intentando apartarse del borde de la escotilla de carga. Mala idea: acababa de aparecer un nuevo contrincante con la lanza empapada en sangre.

Locke sabía que no podría luchar con aquellos dos individuos ni eludirlos mientras siguiera teniendo detrás la escotilla. Así que pensó lo más deprisa que podía. Inmediatamente antes de que el ataque comenzara, la tripulación de la flauta intentó bajar el pesado barril que se encontraba en la bodega principal del puente. Aquel barril, de algo menos de metro y medio de diámetro, aún colgaba de una red dispuesta encima de la escotilla de la bodega.

Locke atacó salvajemente a sus oponentes para hacerles retroceder. Luego giró los talones y saltó con todas sus fuerzas. Después de chocar con el barril y casi quedarse atontado por el golpe, se agarró a la red y movió las piernas como quien intenta mantenerse a flote en el agua. Cuando el barril se movió como si fuera un péndulo, Locke se subió encima de él.

Desde allí arriba pudo ver bastante bien lo que sucedía. Más Orquídeas estaban entrando por babor en la refriega, de suerte que Delmastro y Jean acorralaban al grupo principal de Redentores hasta las escaleras del alcázar. La parte de la cubierta donde se encontraba Locke era una confusa maraña de luchadores: ropajes verdes y cabezas afeitadas por encima de toda suerte de armas.

Repentinamente, el jeremita armado con una lanza intentó clavársela, y su acero pavonado mordió la madera a pocos centímetros de una de sus piernas. Locke le devolvió el golpe con ayuda de su sable, comprendiendo que el hecho de estar colgado de la red no le proporcionaba tanta seguridad como había supuesto. También le atacaban desde abajo… los jeremitas de la bodega le habían visto y no querían dejarle escapar.

Tenía que ser el primero en acometer cualquier locura.

Saltó hacia arriba, agarrándose con fuerza a una de las cuerdas que sujetaban el barril a un aparejo situado por encima para así evitar más lanzazos. No era buena idea cortar todas aquellas cuerdas, porque emplearía en ello varios minutos. Intentó recordar todos los dispositivos de cuerdas y poleas que Caldris le había obligado a aprender. Sus ojos recorrieron la única cuerda tirante que partía desde el aparejo hasta una polea situada en una de las esquinas de la escotilla. En efecto… aquella cuerda recorría la cubierta, oculta bajo la masa de combatientes. Debía de llegar hasta algún cabrestante, de modo que si la cortaba…

Apretando los dientes, dio a aquella cuerda un fuerte golpe con la hoja de su sable y sintió cómo mordía el cáñamo. Un hacha arrojadiza silbó por encima de uno de sus hombros, no llegando a alcanzarle por el grosor de un dedo meñique. Volvió a golpear con el sable aquella cuerda una y otra vez, comunicando a la hoja toda la energía que le quedaba. Al cuarto intento, la cuerda se deshilachó con un tañido y el peso del barril la partió en dos. El barril cayó a la bodega mientras Locke apretaba con fuerza los ojos. Alguien gritó, evitándole la molestia de gritar él mismo. El barril se estrelló con un ruido atroz. El momento cinético de Locke le lanzó con fuerza contra su parte de arriba. Cuando su barbilla tocó la madera fue despedido hacia un lado, aterrizando de una manera poco digna en el suelo. Un líquido cálido y oloroso se derramó sobre él… cerveza. Salía a borbotones del barril.

Con un gemido, Locke se puso de pie. Uno de los Redentores no se había movido con la suficiente rapidez, siendo aplastado por el barril y muriendo al instante. Los otros dos, despedidos hacia un lado por el impacto, aún estaban aturdidos a pesar de que buscaran de un modo desmañado sus armas.

Se lanzó sobre ellos y les rebanó la garganta antes de que se dieran cuenta. No se trataba de combatir sino de hacer un trabajo propio de ladrones, de suerte que lo cumplió mecánicamente. Luego entornó la mirada y miró a su alrededor para ver si tenía que rematar a alguien más; un antiguo y lógico hábito de ladrón que era muy difícil de olvidar.

Una forma enorme y oscura chapoteó al pisar la cerveza, prácticamente a su lado. Uno de los jeremitas que le habían estado incordiando arriba acababa de saltar los dos metros que le separaban de la bodega. Pero la cerveza, que seguía derramándose, era traicionera; los pies del Redentor resbalaron en ella al caer y su dueño cayó de espaldas. Con fría resolución, Locke le clavó el sable en el pecho y arrebató la lanza de sus manos moribundas.

—Por culpa de la bebida —musitó.

La lucha proseguía arriba. Por el momento, estaba sólo en la bodega con su victoria de pacotilla.

Cuatro enemigos muertos a los que había vencido con ayuda de la suerte, la sorpresa y la más evidente trapacería para conseguir lo que hubiera sido imposible en una pelea decente. Aceptó aquella victoria porque ellos jamás habrían dado ni aceptado cuartel, pero el bestial abandono al que se había entregado poco antes comenzaba a desvanecerse. A fin de cuentas, Orrin Ravelle era un fraude; volvía a ser el Locke Lamora de siempre.

Se echó encima de un montón de velas y de redes y se sirvió de la lanza para mantenerse de pie hasta que se le pasaran las náuseas.

—¡Dioses del cielo!

Locke se limpió la boca cuando Jabril y dos Orquídeas se deslizaron por la escotilla, descolgándose por su borde más que tirándose por ella. No creyó que le hubieran visto vomitar.

—Cuatro, vaya —prosiguió Jabril. Su camisa presentaba un buen desgarrón más arriba del corte superficial que tenía en el pecho—. Joder, Ravelle, y yo que pensaba que Valora sería el único que podría zurrarme…

Locke respiró profundamente para serenarse.

—Jerome. ¿Está bien?

—Al menos lo estaba hace un minuto. Le vi con la teniente Delmastro mientras ambos peleaban en el alcázar.

Locke asintió y luego agitó la lanza.

—A la cabina de popa —dijo—. Seguidme. Acabemos con esto de una vez.

Y les condujo a todo lo largo del puente principal de la flauta mientras la tripulación de ésta, que carecía de armas, se agachaba temerosa y se apartaba ante su paso. La puerta blindada de la cabina estaba cerrada; detrás de ella podía escucharse el sonido de una actividad frenética. Llamó a la puerta.

—¡Sabemos que están dentro! —exclamó, y luego, mirando a Jabril con una mueca de cansancio, añadió—. Esto me parece espantosamente familiar, ¿no crees?

—No pueden entrar por esta puerta —dijo una voz apagada desde el interior.

—Arrimemos el hombro —dijo Jabril.

—Antes que nada, permítame explicarme de una manera inteligente —dijo Locke; y luego, alzando la voz, añadió—: Punto primero: aunque esta puerta esté blindada, las ventanas de su cabina son de vidrio. Punto segundo: si no abre esta jodida puerta a la de diez, todos los hombres y mujeres de la tripulación serán ejecutados en el castillo. Puede quedarse escuchando y haciendo ahí dentro lo que sea.

Una pausa; Locke abrió la boca para seguir con su perorata. Entonces, con el chasquido metálico de un mecanismo bastante pesado, la puerta se abrió y un hombre bajo y de mediana edad, vestido con una larga casaca negra, apareció en ella.

—No lo hagan, por favor —dijo—. Me rindo. Me hubiera gustado rendirme antes, pero los Redentores me lo impidieron. Me encerré aquí dentro después de que me quitaran el mando. Mátenme si lo desean, pero respeten a mi tripulación.

—No sea estúpido —dijo Locke—. Nosotros no matamos a los que no combaten. Pero me agrada saber que usted no es un completo tonto del culo. El capitán del barco, supongo.

—Antoro Nera a su servicio.

Locke le agarró por las solapas y comenzó a llevarlo a trompicones hacia la barandilla de popa.

—Subamos al puente, señor Nera. Creo que debemos tratar con sus Redentores. ¿Qué diablos estaban haciendo en este buque? ¿Eran pasajeros?

—Se encargaban de la seguridad —musitó Nera. Locke se paró en seco.

—¿Es usted tan jodidamente idiota que no sabe que sólo con ver que alguien pelea enfrente de sus narices les entra un frenesí guerrero?

—¡Yo no los quería a bordo! Pero los armadores insistieron. Los Redentores no cobran, sólo piden comida y pasaje. Los armadores pensaron… bueno, quizá sólo querían ahuyentar a los que quisieran crear problemas.

—Interesante teoría. Pero sólo funciona si la gente sabe que están a bordo. No conocíamos su existencia hasta que cargaron contra nosotros formando una puñetera falange.

Locke salió hasta la barandilla de popa con Nera tras él, seguido por Jabril y los demás, para recibir en el alcázar la radiante luz de la mañana. Uno de los hombres arriaba el pabellón de la flauta entre un montón de cadáveres.

Por lo menos doce. La mayoría Redentores, con sus tocados verdes que flotaban al viento y una expresión de insólita satisfacción en el rostro. Pero por aquí y por allá también descubría a algunos de la tripulación que no habían tenido suerte; encima de las escaleras podía ver un rostro familiar… Aspel, con el pecho convertido en una ruina sanguinolenta.

Locke miró frenético a su alrededor y lanzó un suspiro de alivio al divisar a Jean, al parecer indemne, agachado cerca de la barandilla de estribor. La teniente Delmastro estaba a su lado, el cabello suelto, la sangre que manaba de su brazo derecho. Mientras Locke miraba, Jean arrancó una tira de tela del bajo de su casaca y comenzó a vendarle una de sus heridas.

Locke sintió una punzada que era mitad alivio y mitad melancolía; por lo general, él era quien al final de una lucha recibía los cuidados de Jean por haberse llevado la peor parte. En el calor de la batalla se había tenido que alejar de Jean. Comprendió que se sentía extrañamente preocupado por el hecho de que Jean no le hubiera seguido, pues siempre estaba pegado a sus talones y se preocupaba por él.

No seas animal, pensó. Jean tiene sus propios problemas.

—Jerome —dijo.

Jean giró rápidamente la cabeza; cuando estaba a punto de pronunciar la «L» con que comenzaba su falso nombre, se dio cuenta y rectificó:

—¡Orrin! ¡Estás hecho un desastre! ¡Dioses! ¿Estás bien?

¿Un desastre? Locke miró hacia abajo y descubrió que hasta la más mínima parte de sus ropas estaban empapadas en sangre. Se pasó una mano por la cara. Lo que había tomado por sudor o cerveza manchó su mano de rojo.

—No es mía —dijo—, creo.

—Estaba a punto de ir a buscarte —dijo Jean—. Ezri… la teniente Delmastro…

—Me pondré bien —dijo ella con un gemido—. Ese bastardo intentó atizarme con un palo de mesana. Pero sólo golpeó al aire.

Locke acababa de ver en la zona del puente más próxima una de aquellas enormes mazas forradas con bronce, y, justo detrás de ella, un Redentor muerto que tenía clavado en el cuello uno de los característicos sables de Delmastro.

—Teniente Delmastro —dijo Locke—, le traigo al capitán de este buque. Permítame que le presente a Antoro Nera.

Delmastro apartó las manos de Jean y reculó hacia atrás para ver mejor. Unos hilillos de sangre le corrían por la frente y los labios.

—Señor Nera, bienvenido. Represento el bando que aún sigue en pie, aunque parezca lo contrario —hizo una mueca y apartó la sangre que le caía en los ojos—. Seré la responsable de enmendar esta carnicería una vez que su buque esté seguro, así que no me engañe. Por cierto, ¿cuál es el nombre del buque?

—El Rey Pescador —dijo Nera.

—¿Cargamento y destino?

—Tal Verrar, especias, vino, trementina y maderas finas.

—Y, además, un cargamento extra de Redentores jeremitas. No, cierre el pico. Ya nos lo explicará más tarde. Dioses, por lo que veo, Ravelle, ha estado muy atareado.

—No sabe la razón tan cojonuda que tiene —dijo Jabril mientras le daba una palmada en la espalda—. Él mismo acabó con cuatro en la bodega. A uno le echó encima un barril de cerveza y luego se cargó a los otros tres —Jabril chasqueó los dedos—. Así de fácil.

Locke suspiró mientras se ruborizaba. Se desperezó y parte de la sangre que le cubría cayó al puente.

—Bueno —dijo Delmastro—. No sólo diré que no me sorprende, sino que me complace muchísimo. Aunque no creo que pueda mandar nada que abulte más que un bote de pesca, sé que puede dirigir cualquier tipo de abordaje. Y creo que acabamos de redimir a media Jerem.

—Es muy amable —dijo Locke.

—¿Puede poner orden por mí en este buque? ¿Sacar a toda su tripulación del puente y encerrarlos bajo guardia en el alcázar?

—Sí que puedo. Jerome, ¿estará bien cuidada?

—Tiene unos cuantos golpes y unas pocas heridas, pero…

—He estado peor —dijo ella—. He estado peor y me he recuperado. Váyase con Ravelle si quiere.

—Yo…

—No me obligue a pegarle. Estaré bien.

Jean se levantó y se puso al lado de Locke, que acababa de empujar suavemente a Nera hacia donde estaba Jabril.

—Jabril, ¿quieres escoltar a nuestro nuevo amigo al alcázar mientras Jerome y yo recogemos al resto de su tripulación?

—Sí, con mucho gusto.

Locke y Jean bajaron por las escaleras del alcázar y llegaron al amasijo de cuerpos que se hacinaban en mitad del buque. Más Redentores, más miembros de la tripulación… y cinco o seis de los hombres que él mismo había sacado de la Roca de Barlovento tres semanas antes. Se sentía incómodo al comprobar que todos los supervivientes le miraban. Consiguió captar algunas briznas de sus conversaciones:

—… Estaba riendo…

—Le vi cuando subió por el costado. Cargó contra ellos él solo…

—Jamás había visto nada parecido —era Streva, cuyo brazo izquierdo tenía todas las trazas de estar roto—. Reía y reía. Sin miedo, algo acojonante.

—… «Los dioses os envían vuestra perdición, hijoputas». Eso les dijo. Yo lo escuché…

—Sabes que tienen razón —susurró Jean—. Yo te he visto hacer cosas valientes y un tanto alocadas, pero eso… eso…

—Sólo fue locura y nada de valentía. Estaba fuera de mí, ¿sabes? Estaba tan cagado de miedo que no sabía lo que hacía.

—Pero en la bodega…

—A uno le tiré encima el barril —dijo Locke—. Y les corté el gaznate a otros dos mientras estaban inconscientes. El último tuvo la amabilidad de resbalarse en la cerveza para ponérmelo más fácil. Soy el mismo de siempre, Jean. No soy un guerrero sanguinario.

—Pues ahora creen que sí lo eres. Eso es lo que has conseguido.

Encontraron a Mal apoyado en el palo mayor, inmóvil. Sus manos se engarabitaban alrededor de la espada que tenía clavada en el estómago, como si intentara que nadie se la arrancara. Locke suspiró.

—Ahora mismo tengo lo que tú llamarías un conflicto de sentimientos —dijo.

Jean se arrodilló y cerró los párpados de Mal.

—Sé a qué te refieres —hizo una pausa como si sopesara las palabras que iba a decir—. Tenemos un serio problema.

—¿De veras? ¿Nosotros, un problema? No sé a qué puedes referirte…

—Esta gente es la nuestra. Esta gente son ladrones. Supongo que tú también lo ves así. No podemos entregárselos a Stragos.

—Pues entonces moriremos.

—Ambos sabemos que Stragos intentará matarnos de todas maneras.

—Cuanto más tiempo sigamos bailando al son que nos toca —dijo Locke— para cumplir alguna parte de la misión que nos encomendó, más cerca estaremos de conseguir ese antídoto. A medida que pasa el tiempo, esa posibilidad se desvanece… así que tenemos que hacer algo.

—Lo que tenemos que hacer es tomar partido por los que son como nosotros. Echa un vistazo a tu alrededor, por el amor de los dioses. Toda esta gente sólo vive para robar. Son como nosotros. Los preceptos por los que vivimos…

—¿Quieres darme una jodida clase acerca de lo que es vivir con dignidad?

—¿Por qué no? Pareces estar necesitándola…

—Cumplí mi obligación con la gente que sacamos de Tal Verrar, Jean, pero ellos y ahora todos los demás son desconocidos. Quiero hacer que Stragos pague por lo que ha hecho, y si para ello tengo que utilizarlos para conseguirlo, por los dioses que los utilizaré. Pero si tengo que hundir este buque y una docena de otros más, lo haré con un par de cojones.

—Por los dioses —Jean hablaba en voz baja—. Escucha lo que dices. Yo pensaba que era camorrí, pero tú eres la pura esencia de Camorr. Hace un momento te preocupaba la suerte de esa gente. ¡Ahora no te importaría que se fueran a pique con tal de cumplir tu venganza!

Nuestra venganza —dijo Locke—. Nuestras vidas.

—Tiene que haber otra manera.

—Entonces, ¿qué quieres proponerme? ¿Largarnos de aquí? ¿Que pasemos unas pocas semanas tranquilos en las Islas del Viento Fantasma y que luego nos muramos sin armar ningún revuelo?

—Sí, si resulta necesario.

El Orquídea Emponzoñada, con muy escaso velamen, se acercó por la popa al Rey Pescador, interponiéndose entre éste y el viento. Los hombres y mujeres que atestaban la barandilla del Orquídea lanzaron tres fuertes vítores, cada uno más fuerte que el anterior.

—¿Has oído eso? No están vitoreando a la guardia de fregonas —dijo Jean—, vitorean a los suyos. Eso es lo que ahora somos. Parte de todo esto.

—Son desc…

—No son desconocidos —dijo Jean.

—Bueno —Locke echó una mirada hacia popa, a la teniente Delmastro, que se había puesto de pie y manejaba la rueda del Rey Pescador—, es posible que alguno de ellos sea menos desconocido para ti que para mí.

—Eh, aguarda un mom…

—Haz lo que tengas que hacer para pasar el tiempo en este sitio —dijo Locke con sorna—, pero no olvides de dónde viene todo. Stragos es nuestra única preocupación. Cómo atacarle es lo único que nos debe preocupar.

—¿Pasar el tiempo? ¿Pasar el cochino tiempo? —Jean se ahogaba por lo enfadado que se sentía. Apretó los puños y durante un segundo dio la impresión de que iba a agarrar a Locke y a zarandearle—. Dioses, acabo de ver lo retorcido que eres. Atiende, ya deberías haber aceptado con resignación que la única mujer que te interesaba se marchó hace varios años; pero lo llevas tan mal que crees que el resto de la gente tiene que compartir tus hábitos.

Locke se sintió como si hubiese recibido una puñalada.

—Jean, tú ni siquiera…

—¿Por qué no? ¿Por qué no? Arrastramos nuestra miseria como si se tratara de una puta reliquia de los cojones. No hables de Sabetha Belacoros. No hables de los juegos. No hables de Jasmer ni de Espara, ni de los planes que hicimos. Yo viví con ella nueve años, lo mismo que tú, y me he visto obligado a pensar que no había existido para no molestarte. Bueno, pues no soy tú. No me agrada vivir con el celibato de un monje. Tengo una vida propia que se extiende más allá de tu maldita sombra.

Locke retrocedió un paso.

—Jean, yo no… no…

—Y deja de llamarme Jean de una puta vez.

—Por supuesto —dijo Locke con frialdad—. Por supuesto. Si seguimos con esto, acabaremos con nuestros personajes. Puedo buscar gente por mí mismo. Vuelve con Delmastro. Sigue agarrándose a esa rueda para mantenerse de pie.

—Pero…

Vete —dijo Locke.

—De acuerdo —Jean se dio la vuelta para irse, aún dudando—. Sabes que no puedo hacerlo. Te seguiré a donde sea, y lo sabes, pero no puedo fastidiar a esa gente, ni aun a costa de nuestra salvación. Y aunque tú creyeras que era, realmente, para salvar nuestras vidas… no dejaría que lo hicieras.

—¿Qué diablos quieres decir?

—Que quiero que te lo pienses —dijo Jean y salió de estampía.

Varios grupos de marineros del Orquídea comenzaban a abordar la flauta cargados con cuerdas y ganchos para mantener juntos ambos buques. Colorado por la excitación, Utgar, que mandaba uno de ellos, llegó corriendo hasta Locke.

—Por la bondad de los Compañeros, Ravelle, acabamos de enterarnos de los Redentores —dijo—. La teniente nos contó lo que hiciste. ¡Acojonante! ¡Increíble! ¡Buen trabajo!

Locke miró el cadáver de Mal, que aún seguía apoyado en el palo mayor, y la espalda de Jean, que se acercaba a Delmastro con los brazos por delante para levantarla. Sin importarle si alguien lo veía, lanzó el sable que aún empuñaba a las planchas del puente, donde se quedó clavado, oscilando de un lado hacia otro.

—Ah, sí —dijo—. Creo que he vuelto a ganar. Un hurra por la victoria.