El Orquídea Emponzoñada
Su prisión se encontraba en la cubierta inferior del Orquídea Emponzoñada, que, irónicamente, era la más alta de todo el buque, con más de tres metros desde el suelo hasta el techo. Pero los barriles y sacos encerados que atestaban el lugar, por otra parte tan oscuro como el interior de un ataúd, apenas les permitían moverse a gatas por encima de aquel suelo tan desigual. Locke y Jean se sentaban en aquel incómodo montón de mercancías, y la cabeza les daba en el techo. La oscuridad apestaba a cuerdas de sentina mugrientas, a velas mohosas, a comida pasada y a conservantes alquímicos que debían de estar caducados.
Técnicamente, estaban en la bodega de proa; el pantoque en sí se encontraba detrás del mamparo de tres metros, a su izquierda. Enfrente, a menos de seis metros, la curvada proa del buque recibía los embates del agua y del viento. Las suaves olas que escuchaban lamían los costados del buque a poco más de un metro por encima de sus cabezas.
—No hay nada mejor que la gente tan amistosa y los elegantísimos acomodos del Mar de Bronce —comentó Locke.
—Al menos la oscuridad no hace que me sienta en desventaja —dijo Jean—, porque perdí las malditas gafas cuando me pegué esa caída en el agua.
—Hasta ahora hemos perdido un barco, una pequeña fortuna y tus hachas; a lo que hay que sumar tus gafas.
—Es un alivio que los contratiempos parezcan disminuir progresivamente —Jean chasqueó los nudillos; aquel sonido resonó de un modo muy raro en la oscuridad—. ¿Cuánto tiempo crees que llevamos aquí abajo?
—Quizá una hora —Locke suspiró, se apartó del mamparo de estribor y comenzó el laborioso proceso de encontrar algún nicho lo relativamente confortable para meterse dentro de él, entre pilas de toneles y sacos llenos de objetos duros y aborujados. Si terminaba por aburrirse, al menos podría hacerlo dentro de él—. Me sorprendería que nos sacaran de aquí para algo bueno. Creo que nos están… marinando, en espera de lo que tenga que pasar.
—¿Te estás buscando un buen acomodo?
—Hago todo lo que puedo —Locke apartó un saco y encontró el espacio suficiente para echarse—. Ahora está mejor.
Pocos segundos después, el sonido de la pisadas de varios pares de pies sobre el maderamen llegó a sus oídos justo delante de ellos, seguido por un ruido de algo que rozaba. La escotilla superior (que habían cubierto con una tela encerada para que estuvieran a oscuras) acababa de abrirse. Una luz macilenta se insinuó en la oscuridad, y Locke apartó la mirada.
—No es lo que parece —murmuró.
—Inspección de la carga —dijo más arriba una voz familiar—. Estamos viendo si hay algo mal puesto. Ustedes dos.
Jean gateó hacia el pálido cuadrado de luz y miró hacia arriba.
—¿Teniente Ezri?
—Delmastro —dijo ella—. Ezri Delmastro, en este buque teniente Delmastro.
—Lo siento, teniente Delmastro.
—Así está mejor. ¿Les gusta su cabina?
—He olido peores aromas —dijo Locke—, pero creo que tardaré varios días en orinarme encima de todo lo que hay aquí.
—Si siguen vivos hasta que nuestros suministros comiencen a disminuir —dijo Delmastro—, beberán cosas que les harán echar de menos este pestazo. Hubiera debido traer una escalera, pero la que tenemos sólo tiene un metro. Supongo que podrán bajar. Háganlo despacio. A la capitana Drakasha le ha entrado un súbito interés por charlar con ustedes.
—¿La oferta incluye una cena?
—Tiene suerte, porque incluye la ropa, Ravelle. Bajen. Primero el más pequeño.
Locke echó a andar a gatas y dejó atrás a Jean mientras subía por la escotilla y respiraba el aire relativamente menos bochornoso de la cubierta inmediatamente superior. La teniente Delmastro los aguardaba con ocho miembros de la tripulación, todos ellos con armas y armaduras. A Locke lo agarró por detrás una mujer fornida que lo subió hasta el pasillo. Momentos después, Jean era sacado por tres marineros.
—Muy bien —Delmastro cogió las muñecas de Jean y les colocó unas esposas de acero pavonado. Luego le tocó el turno a Locke; ajustó las frías esposas y las cerró sin ninguna consideración. Locke las observó como el profesional que era. Bien engrasadas y sin óxido, estaban demasiado prietas para poder quitárselas, aun disponiendo del tiempo suficiente para hacer ciertos ajustes dolorosos en sus pulgares.
—La capitana pudo hablar finalmente con algunos de los miembros de su antigua tripulación —dijo Delmastro—. Y yo diría que muestra una gran curiosidad por ustedes.
—Ah, eso es maravilloso —dijo Locke—. Una oportunidad que ni pintada para explicarme ante alguien. No sabe cuánto me gusta tener que explicarme.
Su prudente escolta los llevó por el pasillo, de suerte que salieron a la cubierta cuando el atardecer daba paso a la noche. El sol acababa de sumergirse en el horizonte oeste, un ojo tan rojo como la sangre que miraba indolente bajo unos párpados formados por nubes carmesíes. Locke aspiró profunda y agradecidamente el aire fresco y volvió a sentirse impresionado por lo numerosa que era la tripulación del Orquídea Emponzoñada. El navío estaba atestado de gente, tanto hombres como mujeres, que armaban bullicio abajo o trabajaban en cubierta a la luz de las linternas alquímicas, cada vez más numerosas.
Habían llegado al centro del navío. Algo cloqueaba y revoloteaba dentro de una caja negra dispuesta delante del mástil principal. Un gallo… uno por lo menos, que, muy agitado, picoteaba la caja.
—Me cae simpático —susurró Locke.
La gente del Orquídea le llevó hasta la proa, unos pasos por delante de Jean. En el alcázar, justo encima de la escalera que conducía a las cabinas de popa, un grupo de marineros agarró a Jean nada más ver la señal que les hacía Delmastro.
—La invitación sólo es para Ravelle —dijo—. El señor Valora puede esperar aquí hasta que veamos cómo se desarrolla todo.
—Ah —dijo Locke—. ¿Te sentirás bien aquí, Jerome?
—«Unas paredes frías no constituyen cárcel alguna —recitó Jean con una sonrisa—, ni los grilletes convierten en esclavo al hombre que los lleva».
La teniente Delmastro le miró de una manera extraña y dijo segundos después:
—«Las palabras atrevidas de las bocas de los recién encadenados volarán… como chispas de pedernal, tan cálidas como ellas por el resto de la vida».
—Veo que conoce Los Diez Chaqueteros Honrados —dijo Jean.
—Tanto como usted. Muy interesante. Y… completamente fuera de lugar —empujó despacio a Locke hacia las escaleras que bajaban al pasillo de las cabinas—. Quédese aquí, Valora. Mueva un solo dedo de manera sospechosa y morirá ahí mismo.
—Mis dedos se comportarán de la manera más educada que sepan.
Locke tropezó en el pasillo, que estaba tan oscuro como el del Mensajero Rojo, aunque fuera mayor. Si había calculado correctamente, el Orquídea Emponzoñada era un cincuenta por ciento más largo que su anterior buque. Había dos cabinas a cada lado con una cortina por puerta, bastante pequeñas, junto a la cabina de popa, cuya puerta estaba construida con la sólida madera del álamo negro. Ezri echó a Locke a un lado y llamó a la puerta tres veces seguidas.
—Soy Ezri, con el punto de la interrogación[2] —dijo en voz alta.
Momentos después corrían el cerrojo desde dentro y Delmastro le indicaba a Locke que entrase antes que ella.
La cabina de la capitana Drakasha, en contraste con la de «Ravelle», mostraba claras evidencias de una estancia larga, pues se hallaba llena de comodidades. Ricamente iluminada por unas lámparas alquímicas con muchas facetas dispuestas en unos armazones de oro, su interior estaba ocupado por varias capas de tapices y de cojines de seda. Cuatro cofres aguantaban el peso de una mesa de madera laqueada cubierta con platos vacíos, cartas de navegación sin desplegar y varios instrumentos náuticos cuya calidad resultaba obvia. Locke sintió una punzada en el pecho al ver que su propio cofre estaba abierto al lado de la silla ocupada por Drakasha.
Las cortinillas de los ventanales de popa estaban corridas. Drakasha se sentaba delante de ellos, sin levita ni armadura y con una niñita de tres o cuatro años encima de las rodillas. Locke pudo ver el Mensajero a través de los ventanales, oscurecido por la negrura creciente, moviéndose al ritmo de las luces parpadeantes que debían de pertenecer a varios equipos de mantenimiento.
Locke miró hacia la izquierda para ver quién les había abierto la puerta, luego bajó la mirada y descubrió a un muchachito de cabellos rizados, poco mayor que la niña que Zamira tenía encima. Los dos críos tenían su mismo color de cabellos, tan negros como el carbón, y unos rasgos similares, aunque su piel era un poco más clara, como la arena del desierto en la penumbra. Ezri pasó una mano cariñosa por la cabeza del niño y obligó a Locke a entrar en la cabina, mientras el niño retrocedía como avergonzado.
—Ven aquí —dijo Zamira, aún ignorando a los recién llegados y señalando con el dedo hacia fuera de los ventanales de popa—. ¿Puedes ver eso, Cosetta? ¿Podrías decirme cómo se llama?
—Buque —dijo la niñita.
—Muy bien —Zamira sonrió… no, Locke rectificaba aquella impresión, acababa de hacer una mueca burlona—. El nuevo buque de mamá. Del que mamá ha sacado un buen montón de oro.
—Oro —dijo la niñita, aplaudiendo.
—Sí. Pero mira el buque, cariño. Mira el buque. ¿Puedes decirle a mamá cómo se llaman esas cosas altas? ¿Esas cosas altas que llegan hasta el cielo?
—Son… uh… ¡Ji, ji! ¡No!
—¿No, porque no lo sabes, o no, porque quieres amotinarte para no contestar?
—¡Motín a bordo!
—No en el buque de mamá, Cosetta. Mira de nuevo. Mamá ya te dijo antes cómo se llamaban. Llegan hasta el cielo y sirven para colgar las velas, y se llaman…
—Mástil —dijo la niña.
—Mástiles. Pero, acércate. ¿Cuántos ves ahí? ¿Cuántos mástiles tiene el nuevo buquecito de mamá? Cuéntalos para que mamá lo sepa.
—Dos.
—¡Qué lista eres! En efecto, el nuevo buque de mamá tiene dos mástiles —Zamira acercó su rostro al de su hija de suerte que casi se chocaron con la nariz, y Cosetta lanzó una risita ahogada—. Y ahora, mira a ver si encuentras algo por aquí cerca que sea dos.
—Um…
—En la cabina, Cosetta. Encuentra para mamá dos de algo.
—Um…
La niña echó un vistazo a su alrededor, metiéndose la mayor parte de la mano izquierda en la boca mientras lo hacía antes de tocar la pareja de sables que descansaban en sus vainas sobre la pared que se encontraba debajo de los ventanales.
—Espada —dijo Cosetta.
—¡Correcto! —Zamira le dio un beso en la mejilla—. Mamá tiene dos espadas. Al menos esas que ves ahí, cariño. Y ahora, ¿querrás ser una niña buena y salir arriba con Ezri? Mamá necesita hablar un poquitín con este hombre. Paolo se irá con vosotras.
Ezri atravesó la cabina para coger a Cosetta entre sus brazos y la niñita se agarró a ella, lo que le produjo gran placer. Paolo siguió a Ezri como si fuera su sombra, pero dejando que la teniente se interpusiera entre él y Locke, a quien no dejaba de mirar por entre las piernas de ella, pues no se atrevía a contemplarle abiertamente.
—¿Seguro que quiere quedarse a solas, capitana?
—Estaré bien, Del. Valora es el único por el que tendría que preocuparme.
—Está esposado, con ocho manos que lo vigilan.
—Me parece acertado. ¿Y los hombres del Mensajero Rojo?
—Todos debajo del castillo de proa. Treganne no les quita el ojo de encima.
—Magnífico. No tardaré en subir. Que Paolo y Cosetta no se acerquen a Gwillem y que se sienten en el alcázar. Pero lejos de la barandilla, no lo olvides.
—Sí.
—Y dile a Gwillem que, si intenta darles otra vez cerveza que no esté aguada, le sacaré el corazón y se lo llenaré con meados.
—Se lo repetiré palabra por palabra, capitana.
—Pues ahora largaos. Si molestáis a Ezri y a Gwillem, mamá se enfadará.
La teniente Delmastro salió de la cabina con los dos niños y cerró la puerta. Locke se preguntó cómo habría de abordar a la capitana. No conocía nada de Drakasha, ni puntos débiles que aprovechar ni prejuicios que fomentar. Intentar sacar algo en claro de los diversos niveles de decepción con los que se había enfrentado no sería nada positivo. Lo mejor sería actuar como Ravelle en cuanto se le presentase la ocasión.
La capitana Drakasha recogió los sables y miró a Locke, en quien no se había fijado hasta entonces. Locke decidió que sería el primero en hablar; así pues, dijo, con tono muy amistoso:
—¿Son sus hijos?
—Cuán pocas cosas escapan a la aguda vista de un veterano de la Inteligencia militar —extrajo uno de aquellos sables de su vaina con un siseo metálico y apuntó a Locke con él—. Siéntese.
Locke hizo lo que le ordenaba. La otra silla libre que quedaba en la cabina estaba al lado de la mesa, así que se sentó en ella y dobló las manos esposadas sobre su regazo. Zamira se acomodó en su silla para mirarle mejor y cruzó el sable encima de sus rodillas.
—En el lugar de donde vengo —dijo— tenemos una costumbre que tiene que ver con preguntas formuladas junto a una espada desenvainada —su acento, armonioso y diferente a todos los que Locke había escuchado, seguía siendo un misterio para él—. ¿La conoce?
—No —dijo Locke—, pero creo que su significado es evidente.
—Bien. Hay algo en su historia que no cuadra.
—Muy pocas cosas cuadran en mi historia, capitana Drakasha. Tenía un buque, una tripulación y un montón de dinero. Y ahora sólo tengo un enorme saco de patatas en una bodega que huele como el fondo de una jarra de cerveza mal fregada.
—No espere hacer una amistad duradera con las patatas. Sólo quería tenerle apartado mientras hablaba con parte de la tripulación del Mensajero.
—Ah. Y ¿cómo está mi tripulación?
—Ambos sabemos que no es su tripulación, Ravelle.
—Ah. ¿Cómo está la tripulación?
—Relativamente bien, quizá gracias a usted. Perdieron el ardor guerrero en cuanto vieron que éramos muchos. Como la mayoría de ellos quisieron rendirse enseguida, capturamos el Mensajero con apenas unos arañazos y unos cuantos moratones.
—Se lo agradezco.
—No habíamos pensado salvarle, Ravelle. De hecho tuvo la buenísima suerte de que aún estuviéramos cerca. Me gusta recorrer la estela de las tormentas de finales del verano. Suelen escupir jugosos bocados que, dado el mal estado en que se encuentran, aceptan gustosos nuestra hospitalidad.
Drakasha se agachó al lado del cofre de Locke, rebuscó entre su contenido y extrajo un pequeño paquete de documentos.
—Y ahora quiero saber —dijo— quiénes son Leocanto Kosta y Jerome de Ferra.
—Son identidades falsas —dijo Locke—, caras falsas utilizadas en los trabajos encubiertos que realizamos en Tal Verrar.
—¿Al servicio del Arconte?
—Sí.
—Casi todo lo de este cofre lleva la firma de «Kosta». Cartas de crédito y de referencia, de poco valor… un albarán por el pago de varias sillas… un recibo por las prendas consignadas en un guardarropa. El único documento que lleva el nombre de «Ravelle» es el de un nombramiento como oficial naval de Tal Verrar. ¿Cómo debo llamarle, Orrin o Leocanto? ¿Cuál es el falso?
—Puede llamarme Ravelle —dijo Locke—. He estado en el escalafón durante varios años. Así es como me gano la vida.
—¿Es verrarí de nacimiento?
—Nací en el continente. En un pueblo llamado Vo Sarmara.
—¿Qué hizo antes de entrar al servicio del Arconte?
—Era lo que usted llamaría un hombre paciente.
—¿Ahora es eso una profesión?
—Quería decir que era maestro de pesas y balanzas para un sindicato de mercaderes. Era el hombre paciente porque lo sopesaba todo, ¿me comprende?
—Curioso. ¿Un sindicato de Tal Verrar?
—Sí.
—¿No sería el Priori?
—Eso fue parte del, ah, incentivo original que motivó a la gente de Stragos para meterme en su madriguera. Después de que mi trabajo como agente del sindicato tocara fondo, me encontré ante nuevos desafíos.
—Mmm. Hablé largo y tendido con Jabril. Lo suficiente para pensar seriamente que su nombramiento como oficial naval era un fraude. ¿Tiene alguna experiencia al servicio de las armas?
—No he tenido ningún entrenamiento formal al respecto, si se refiere a eso.
—Es curioso —dijo Drakasha— que poseyera la autoridad de mandar un buque de guerra, aunque fuera uno pequeño.
—Cuando nos movemos con la suficiente destreza para no levantar sospechas, los capitanes de Inteligencia poseemos grandes dotes de mando. O, al menos, las poseíamos. Supongo que al resto de mis compañeros les someterán a cierta vigilancia por lo que he hecho.
—Trágico. Pero… aún me sigue extrañando que cuando estaba a mis pies tuviera que preguntarme cómo me llamaba. Suponía que mi identidad sería sobradamente conocida por cualquiera que se encontrara al servicio de Stragos. ¿Cuánto tiempo estuvo a sus órdenes?
—Cinco años.
—O sea, después de que la Armada Libre fuera derrotada. No obstante, como verrarí…
—Yo tenía una vaga descripción de usted —dijo Locke—. Apenas su nombre y el de su nave. Si el Arconte nos hubiera entregado algún retrato suyo para que conociéramos su descripción, puedo asegurarle que a ninguno de los del Servicio se nos hubiera pasado por alto.
—Está en buena forma. Pero puede considerarme inmune a la lisonja.
—Qué pena. Soy tan bueno practicándola.
—Aún se me ocurre otra cosa curiosa, la tercera, si mal no recuerdo: parecía realmente sorprendido al ver a mis hijos a bordo.
—Ah, sí. Es que me pareció extraño que los tuviera consigo. En alta mar. Expuestos a las vicisitudes de… esta vida.
—¿Y en qué otro sitio hubiera podido vigilarlos? —Zamira tocó la empuñadura del sable—. Paolo tiene cuatro años. Cosetta, tres. ¿Realmente su Inteligencia está tan poco actualizada que ni siquiera conocían su existencia?
—Oiga, mi trabajo consistía en operaciones dentro de la ciudad contra el Priori y otros disidentes. No prestaba mucha atención a los asuntos navales excepto a la hora de cobrar el sueldo.
—Hay una recompensa de cinco mil solari por mi cabeza. Por la mía y por la de cualquiera de los capitanes que sobrevivieron a la Guerra por el Reconocimiento. Sé que una descripción detallada de mí y de mi familia circuló el año pasado por Tal Verrar… yo misma tuve el panfleto entre mis manos. ¿Quiere hacerme creer que alguien de su posición puede ser tan ignorante?
—Odio tener que herir sus sentimientos, capitana Drakasha, pero yo era un hombre de tierra adentro…
—Lo sigue siendo.
—… lo soy y lo era, pero mis ojos estaban puestos en la ciudad. Apenas tuve tiempo de estudiar lo más básico de la supervivencia cuando me sentí preparado para robar el Mensajero.
—Y entonces, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué robar un buque y echarse a la mar? ¿Por qué hacer algo que era tan diferente de lo que había conocido durante tantos años? Si tenía puestos los ojos en la tierra y en la ciudad, ¿por qué no preparó algo que tuviera que ver con la tierra o la ciudad?
Locke se humedeció los labios, que se le habían quedado desagradablemente secos. Aunque hubiera retenido en la memoria mucha información sobre Orrin Ravelle, el personaje jamás había sido diseñado para sufrir un interrogatorio desde aquella perspectiva.
—Podrá parecerle extraño —dijo Locke—, pero era lo único que podía hacer. Vistas las cosas, mi falso nombramiento de oficial naval me daba mayores posibilidades de fastidiar al Arconte. Robar un buque era un gesto más grandioso que robar, digamos, un carruaje.
—¿Y qué hizo Stragos para ser merecedor de ese gesto tan grandioso?
—Juré no volver a mencionar ese asunto.
—Muy conveniente.
—Justo lo contrario —dijo Locke—, porque me gustaría tranquilizarla.
—¿Tranquilizarme? ¿Y cómo voy a tranquilizarme con todo lo que me ha contado? Usted miente y añade florituras a las mentiras que ya me ha contado, negándose a discutir los motivos que le llevaron a embarcarse en una aventura tan loca. Si no me ofrece ninguna respuesta, me veré obligada a considerar que usted es un peligro para esta nave y que me arriesgo a ofender a Maxilan Stragos llevándole en ella. No me puedo permitir las consecuencias. Creo que es hora de devolverle al lugar donde me lo encontré.
—¿La bodega?
—Alta mar.
—Ah —Locke frunció el ceño y luego se mordió la mejilla derecha por dentro para evitar la risa—. Ah, capitana Drakasha, magnífico intento. Con cierto toque de aficionado, pero muy creativo. Alguien sin mi historial hubiera caído en él.
—Maldición —Drakasha hizo lo posible para no sonreír—. Debería haber echado las cortinillas de los ventanales de popa.
—Sí. Veo que los suyos se amontonan encima del Mensajero mientras hablamos. Supongo que su excelente tripulación está arreglando la arboladura para que pueda ir un poco más deprisa. Si el hecho de ofender al Arconte le resultara más preciado que una mancha de caca de rata, hundiría ese buque en vez de repararlo para venderlo.
—Tiene razón —dijo Drakasha.
—Lo que significa…
—Lo que significa que aún me quedan varias preguntas por hacerle, Ravelle. Hábleme de su cómplice, el señor Valora. ¿Es amigo suyo?
—Es un antiguo socio. Me ayudó en Tal Verrar a hacer… cierto trabajo de moralidad discutible.
—¿Sólo un socio?
—Sí, le pago bien y le confío todo lo que tiene que ver con mi negocio.
—Tiene una buena educación —Zamira señaló hacia el techo de la cabina; una claraboya estrecha estaba ligeramente entreabierta para dejar pasar el aire desde el alcázar—. Hace unos minutos escuché cómo él y Ezri se recitaban unos pasajes de Lucarno.
—La Tragedia de los Diez Chaqueteros Honrados —dijo Locke—. A Jerome… le gusta muchísimo.
—Sabe leer. Según Jabril no es un hombre de mar, pero sabe hacer operaciones complicadas. Habla vadraní. Emplea términos comerciales y sabe andar por la bodega. Por eso sospecho que procede de una familia de comerciantes prósperos.
Locke guardó silencio.
—¿Estaba con usted antes de que entrara al servicio del Arconte, verdad?
—Sí, trabajaba para el Priori —al parecer, hacer que Jean se ajustara a las hipótesis de Drakasha no era tan difícil como había supuesto—. Me lo llevé conmigo cuando abracé la causa del Arconte.
—Pero no como amigo.
—Sólo como un buen agente.
—Vaya con mi querido espía, siempre tan oportunamente amoral —dijo Drakasha. Entonces se levantó y se acercó a la claraboya, para luego alzar la voz—. ¡Ah del puente!
—¿Sí, capitana? —era la voz de Ezri.
—Del, baja a Valora hasta aquí.
Pocos momentos después se abría la puerta de la cabina y Jean entraba por ella, seguido por la teniente Delmastro. La capitana Drakasha acaba de desenvainar rápidamente el segundo sable. Las vainas vacías suscitaron un ruido de herrería al caer al suelo; una de las hojas apuntaba directamente a Locke.
—En el instante en que se levante de la silla —dijo— morirá.
—¿Qué va a…?
—Tranquilo. Ezri, quiero hablar con Valora.
—A la orden, capitana.
Antes de que Jean pudiera hacer algo, Ezri le propinó una patada en los gemelos de la rodilla derecha con tanta rapidez y tanta precisión que Locke se quedó atónito. Luego le propinó un fuerte empujón que le hizo caer al suelo, obligándole a extender las manos hacia delante para no hacerse daño.
—Aún puede serme de alguna utilidad, Ravelle. No así su agente —Drakasha dio un paso hacia Jean mientras levantaba el sable que tenía en la mano derecha.
Locke saltó de la silla sin pensárselo dos veces y se lanzó contra ella, intentando que sus manos se enredasen entre las suyas, sujetas con las esposas.
—¡NO! —exclamó. La cabina giró rápidamente a su alrededor y se encontró tirado en el suelo con un dolor atroz en la mandíbula. Su mente, que trabajaba con un desfase de uno o dos segundos respecto a los acontecimientos, le informó poco a poco de que Drakasha le había golpeado en la mandíbula con la guarda de uno de sus sables. Estaba echado de espaldas mientras aquel sable se cernía sobre su cuello. Drakasha parecía medir más de tres metros.
—Por favor —Locke apenas articulaba las palabras—. No mate a Jerome. No es necesario.
—Ya lo sé —dijo Drakasha—. ¿Ezri?
—Me parece que le debo diez solari, capitana.
—Me imaginaba lo que iba a suceder —dijo Drakasha con una mueca—. Ya escuchaste lo que Jabril nos contó de estos dos.
—Sí, lo escuché —Ezri se arrodilló al lado de Jean con una expresión de auténtica preocupación en el rostro—. Sólo que no creía que Ravelle se atreviera.
—Esas cosas raramente suceden como uno piensa.
—También hubiera debido saber eso.
Locke levantó las manos y apartó la hoja de Drakasha. Ella consintió. Rodó hacia un lado, se puso en pie, aún tambaleándose, y agarró a Jean por un brazo, ignorando el dolor de la mandíbula, que era como si latiera. Sabía que no se la había roto, lo cual ya era bastante.
—¿Estás bien, Jerome?
—Sí —dijo Jean—. Sólo unas rozaduras en las manos.
—Lo siento —dijo Ezri.
—No lo sienta —dijo Jean—. Fue un buen golpe. De otra manera no hubiera conseguido derribar a alguien de mi tamaño —tropezó con sus propios pies y tuvo que ser ayudado por Locke y Ezri—. Excepto con un puñetazo en los riñones.
Ezri le enseñó los nudillos de hierro que aún llevaba en la mano derecha.
—Era el plan de emergencia.
—Diantre, no sabe cuánto le agradezco que no lo pusiera en práctica. Pero… hubiera podido caerme hacia atrás si usted no me hubiese empujado hacia delante. Con una patada de gancho en la espinilla desde atrás…
—Lo tendré en cuenta. O un buen codazo en alguna parte sensible de la axila…
—Sí, y luego retorcer el brazo. Eso hubiera…
—Pero no creo que sirviera con alguien tan grande; la palanca es inefectiva a menos que…
Drakasha carraspeó con fuerza y entonces Jean y Ezri se callaron, casi avergonzados.
—Me mintió acerca de Jerome, Ravelle —tomó su cinturón y deslizó los sables en sus vainas con un par de clacks muy sonoros—. No es ningún agente contratado. Es un amigo. De esos que no le permiten a uno meterse solo en un buque. De esos a los que uno intenta proteger aunque le hayan dicho que hacerlo significará la muerte.
—Muy astuta —dijo Locke, sintiendo que un leve rubor subía por sus mejillas—. Así que se trataba de eso.
—Más o menos. Necesitaba saber qué tipo de hombre era antes de decidir qué voy a hacer con usted.
—¿Y qué ha decidido?
—Es imprudente, fatuo y demasiado listo —dijo—. Alucina al pensar que sus prevaricaciones son encantadoras. Y está tan dispuesto como Jerome a morir estúpidamente por defender a un amigo.
—Sí —dijo—, bueno… quizá con los años le he ido tomando afecto a este morcón tan feo. ¿Eso significa que nos devuelve a la bodega… o al mar?
—A ninguno de esos sitios —dijo Drakasha—. Irán al castillo de proa, donde comerán y dormirán con el resto de la tripulación del Mensajero Rojo. Allí, una tras otra, iré desmontando con mayor facilidad todas sus mentiras. Por ahora me satisface que se preocupara por Jerome, pues eso demuestra que es una persona sensible.
—¿En condición de qué? ¿De esclavos?
—Aquí, en este buque, nadie hace esclavos —dijo Drakasha con un tono peligroso en la voz—. No obstante, ejecutamos a una pequeña parte de quienes se comportan como culos inquietos.
—Pensaba que era un prevaricador encantador.
—No olvide lo que voy a decirle —dijo Drakasha—, su mundo se reducirá a los pocos centímetros de cubierta vacía en los que le permitiré vivir, y no sabe la tremenda fortuna que ello supone para usted. Ezri y yo se lo explicaremos todo en el alcázar.
—¿Y nuestras cosas? Me refiero a los documentos, a nuestros documentos personales. Quédese con el oro, pero…
—¿Que me lo quede? ¿Sabe realmente lo que dice? Ezri, qué hombre tan encantador —Drakasha empleó la bota derecha para cerrar de golpe el cofre de Locke—. Digamos que sus documentos son los gajes de su buen comportamiento. Tengo gran escasez de pergaminos en blanco y dos hijos pequeños que acaban de descubrir la alegría que da el llenarlos de tinta.
—Observación anotada.
—Ezri, súbelos al puente y quítales las esposas. Hagamos como si fuéramos unas personas importantes.
Al llegar al puente se encontraron con una mujer inquietante de mediana edad, baja y gruesa, cuya cabellera blanca, de un dedo de larga, enmarcaba esas arrugas de la cara que suelen hacerse al mirar el mundo con el ceño fruncido. Sus ojos depredadores, que abría como platos, estaban en constante movimiento, como un búho que no supiera si estaba aburrido o hambriento.
—A ver si te fijas mejor a la hora de capturar un lote tan miserable —dijo de sopetón.
—Y tú a ver si te das cuenta de una vez de que esto no es un mercado de esclavos —Zamira soportó los malos modos de aquella mujer con la tranquilidad propia de quien la conocía desde hacía mucho tiempo.
—Bueno, pues si quieres encargar una cuerda con hilos desgastados y que luego se rompa, no te quejes del que aceptó el encargo.
—No me quejaré, erudita, pues sé hasta dónde conduce esa cuerda. A muchas semanas de privaciones. ¿Cuántos son exactamente?
—Hay veintiocho en el castillo de proa —contestó—. Ocho que hay que dejar por imposibles. En cualquier caso, huesos rotos. No se les puede mover.
—¿Resistirán hasta Puerto Pródigo?
—Siempre que lo haga su buque. Siempre que hagan lo que les dije, lo cual es una dura…
—Te aseguro que es lo mejor que podemos hacer por ellos. ¿En qué condición se encuentran los veintiocho?
—Estoy segura de que me oíste decir «miserable», que deriva de un estado de miseria, el cual, a su vez, es causado por el hecho de ser miserable. Podría emplear muchos otros términos extremadamente técnicos, aunque algunos de ellos serían completamente imaginarios…
—Treganne, mi paciencia se desvaneció por el tiempo en que lo hizo tu buena presencia.
—La mayor parte de ellos acusan una larga privación de libertad. Alimentación deficiente, poco ejercicio y agotamiento nervioso. Aunque comenzaron a comer bien después de salir de Tal Verrar, están agotados y llenos de magulladuras. Un puñado de ellos posee lo que parece ser buena salud. Otro puñado es incapaz de hacer ningún trabajo hasta nueva orden. Yo no me preocuparía mucho por ellos, capitana.
—Se me olvidó preguntarte si tienen alguna enfermedad.
—Ninguna, es un milagro, si te refieres a fiebres y a cualquier cosa que pueda contagiarse. Y también a las que procedan de un contacto sexual. No han visto una mujer desde hace meses, y la mayor parte de ellos son del este de Therin. Poco amigos de estar unos con otros, ya sabes.
—Ellos se lo pierden. Si tengo necesidad de ti…
—Estaré en mi cabina, obviamente. Pero vigila a tus hijos. Creo que están manejando el timón.
Locke se quedó mirando a la mujer cuando salió de estampía. Uno de sus pies hacía un sonido hueco y muy ruidoso, como si fuera de madera, mientras ella se apoyaba en un extraño bastón hecho con unos cilindros blancos que estaban unos encima de otros. ¿Marfil? No, la columna vertebral de alguna criatura desafortunada, cuyas vértebras habían sido unidas entre sí con un reluciente pegamento metálico.
Drakasha y Delmastro se dirigieron hacia la rueda del timón, que, al igual que la del Mensajero, era doble y estaba siendo manejada por un joven inusualmente alto que tenía unos rasgos muy marcados. A cada uno de sus costados se encontraban Paolo y Cosetta, que no tocaban el timón, pues sólo imitaban los movimientos del joven, riéndose como bobalicones.
—Mumchance —dijo Drakasha mientras daba un paso adelante y apartaba a Cosetta de la rueda—, ¿dónde está Gwillem?
—En las barandillas de alivio.
—Le dije que se hiciera cargo de los pequeños —dijo Ezri.
—Se suponía que debía vigilarlos —dijo Drakasha.
Mumchance parecía imperturbable.
—El hombre tenía que ir a hacer pis, capitana.
—Hacer pis —repitió Cosetta por lo bajo.
—Chitón —Zamira se asomó por detrás de Mumchance y apartó a Paolo de la rueda del timón—. Mum, creo que había quedado claro que no tocaran la rueda ni las barandillas.
—No estaban tocando la rueda, capitana.
—Ni que dieran vueltas alrededor de ti, ni que te agarraran de las piernas, ni que, del modo que fuese, te ayudaran a guiar este buque. ¿Ha quedado claro?
—Clarísimo.
—Paolo —dijo Drakasha— baja tu hermana a la cabina y espérame en ella.
—Sí —dijo el niño, con una vocecita tan débil como el sonido de una hoja de papel al deslizarse sobre otra. Tomó a Cosetta de una mano y comenzó a conducirla hacia la popa.
Drakasha volvió a caminar deprisa, dejando atrás varios corros de tripulantes que trabajaban y comían, los cuales acogieron respetuosamente su paso agitando las manos y asintiendo con la cabeza. Ezri colocó a Locke y a Jean en la estela de la capitana.
Al llegar cerca de las jaulas de las gallinas, Drakasha se cruzó con un vadraní fornido y ágil, que tenía unos pocos años más que ella. El hombre vestía una casaca negra muy elegante, llena de hebillas de latón pulido, y su cabellera de color rubio ceniza estaba peinada con una oscilante cola de caballo que le llegaba hasta el cinturón. Drakasha le agarró por la camisa con la mano izquierda.
—Gwillem, ¿qué parte de la orden «vigila a los niños durante unos minutos» que te dio Ezri no comprendiste?
—Los dejé con Mum, capitana…
—Ellos eran de tu incumbencia, no de la suya.
—Bueno, pues si le confió el timón del buque, ¿por qué no haberle confiado…?
—También te había confiado mis hijos, Gwillem. Tienes una manera muy peculiar de cumplir las órdenes que se te dan.
—Capitana —dijo Gwillem en voz baja—. Tenía que soltar algo marrón en el agua azul. Hubiera podido llevarlos hasta las barandillas de alivio, pero dudo que usted hubiera aprobado aquel espectáculo tan poco educativo…
—Déjalo, por el amor de Iono. Sólo dispongo de unos minutos. Listo para empaquetar tus pertenencias.
—¿Mis pertenencias?
—Toma el último bote que sale para el Mensajero y quédate con la tripulación capturada.
—¿La tripulación capturada? Capitana, usted sabe que no soy muy bueno…
—Quiero ese buque registrado e inventariado, del bauprés a la barandilla de popa. Anota todo. Cuando regatee con el Revientabuques quiero saber exactamente cuánto me quiere sisar ese bastardo.
—Pero…
—Espero la lista por escrito cuando lleguemos a Puerto Pródigo. Ambos sabemos lo difícil que resulta sacar algo de beneficio en ese sitio. Ve allí y gánate tu parte.
—A la orden, capitana.
—Es mi intendente —dijo Zamira cuando Gwillem se hubo ido rezongando—. Realmente no es malo. Sólo que le gusta escaquearse siempre que puede.
El castillo de proa se encontraba en la proa del buque, que se levantaba a poco menos de metro y medio por encima de la cubierta, con unas amplias escaleras a cada lado. Entre ambas se abría una abertura bastante ancha que conducía a un área oscura situada debajo del castillo, ocupada por varios compartimientos y un pasillo. Según estimó Locke, debía tener entre dos metros y dos metros y medio de longitud.
El puente del castillo de proa y las escaleras estaban ocupadas por la mayor parte de la tripulación del Mensajero Rojo, la cual recibía la atenta mirada de media docena de guardias armados. Jabril, que junto con Aspel se sentaba delante de los suyos, pareció muy alegre por ver de nuevo a Locke y a Jean. Los hombres que estaban a su espalda comenzaron a murmurar.
—Cerrad el pico —dijo Ezri mientras se situaba entre Zamira y los recién llegados. Sin saber aún lo que tenía que hacer, Locke se apartó con Jean hacia un lado y permaneció a la espera de recibir instrucciones. Drakasha se aclaró la garganta.
—Aún no he hablado con algunos de vosotros. Soy Zamira Drakasha, capitana del Orquídea Emponzoñada. Prestad atención. Jabril me dijo que os embarcasteis en Tal Verrar pensando haceros piratas. ¿Alguien pensó lo contrario?
La mayoría de los tripulantes del Orquídea Emponzoñada movieron la cabeza o hablaron en voz baja para indicar «no».
—Bien. Pues yo soy lo que vuestro amigo Ravelle pretendía ser —dijo Drakasha, pasando uno de sus brazos por los hombros de Locke. Cuando ella sonrió con aire teatral, varios de los hombres del Mensajero, precisamente los que estaban menos agotados, la imitaron—. No tengo señores ni amos. Hago ondear la bandera roja cuando estoy enfadada y una bandera falsa cuando no lo estoy. Tengo una base donde descansar, Puerto Pródigo, en las Islas del Viento Fantasma. No voy a ningún otro lugar, pues ningún otro lugar es seguro. Si vivís encima de esta cubierta, compartiréis el peligro. Sé que algunos de vosotros no lo comprendéis. Pensad en el mundo. Pensad en todo lo que queráis del mundo, porque no lo encontraréis en este buque, que es como una maldita cagarruta llena de miseria metida en el culo del mundo más oscuro que podáis encontrar. Eso es a lo que deberéis renunciar. A todo. Cada uno de vosotros. Dondequiera que vayáis.
Soltó a Locke y observó complacida los rostros sombríos de la tripulación del Mensajero. Señaló a Ezri.
—Mi primera oficial, Ezri Delmastro. Nosotros la llamamos «teniente», y así la llamaréis vosotros. Lo que ella dice, yo lo apoyo. Nadie puede suponer lo contrario.
»Os visitará nuestro físico de a bordo. La erudita Treganne me ha dicho que podríais estar mejor, pero también peor. Quienes lo necesiten, descansarán. No me servís de nada si no estáis en condiciones de trabajar.
—¿Nos está invitando a que nos unamos a su tripulación, capitana Drakasha? —preguntó Jabril.
—Se os está ofreciendo una oportunidad —dijo Ezri—. Eso es todo. A partir de este momento, no sois prisioneros, pero tampoco hombres libres. Sois lo que llamamos la «guardia de fregonas». Dormiréis ahí, «bajo el castillo», como decimos. Es el peor lugar del buque, casi seguro. Si hay que hacer algún trabajo asqueroso os tocará a vosotros. Si estamos escasos de ropas o de mantas, pues os quedaréis sin ellas. A la hora de comer y de beber, seréis los últimos.
—Cualquiera de mi tripulación os podrá dar órdenes —dijo Drakasha cuando Ezri hubo terminado. Locke tuvo la impresión de que ambas repetían aquellas palabras con cierta frecuencia—. Y siempre se esperará que todos las cumpláis. No tenemos delitos corrientes; pasaos de listos o de vagos y alguien os dará una buena paliza. Armad un buen lío y yo os arrojaré por la borda. ¿Pensáis que estoy bromeando? Preguntad a alguno que lleve aquí bastante tiempo.
—¿Hasta cuándo tendremos que estar en la guardia de fregonas? —preguntó uno de los hombres más jóvenes que se sentaban detrás.
—Hasta que dejéis de merecerlo —dijo Drakasha—. Levamos anclas dentro de unos minutos para poner rumbo a Puerto Pródigo. El que quiera irse en cuanto lleguemos allí, podrá hacerlo. No os venderemos; éste no es un buque esclavista. Y no os daremos dinero, aunque sí bebida y varias raciones de comida. Recorreréis las calles con los bolsillos vacíos y acabaréis comprendiendo que la esclavitud quizá hubiera sido mejor, porque al final a nadie le importará una mierda que viváis o que muráis.
»Si nos cruzamos con otra vela mientras nos dirigimos a nuestro puerto —prosiguió— os permitiré que lo consideréis. Y si ondeamos una bandera roja, entonces habrá llegado la ocasión de redimiros. Iréis los primeros y abordaréis la presa antes que nosotros. Si hay fuego, arcos, redes cortantes o lo que los dioses quieran, lo probaréis los primeros y seréis los primeros en sangrar. Si sobrevivís, magnífico. Perteneceréis a mi tripulación. Si os negáis, me desharé de vosotros en Puerto Pródigo. Sólo suelo tener una guardia de fregonas si no tengo más remedio —y le hizo una seña afirmativa a Ezri.
—Por ahora —dijo la teniente— podréis disponer del castillo de proa y de la cubierta que llega hasta el palo principal. No bajéis más abajo ni toquéis ningún utensilio sin que os lo ordenen. Tocad un arma o intentad quitarle una a alguien de la tripulación y os garantizo que moriréis al instante. También somos muy susceptibles respecto a eso.
»Si queréis encontrar algún acomodo en alguien de la tripulación, o si alguien de ella os lo ofrece, podréis hacer lo que queráis mientras estéis fuera de servicio y os encontréis fuera de la parte que se os ha asignado. Fuera de esas áreas y momentos, nada de nada. Si intentáis tomar a alguien por la fuerza, rezad para que muráis en el intento, porque también somos muy susceptibles respecto a eso.
Zamira volvió a tomar la palabra y señaló a Locke y a Jean.
—Ravelle y Valora se reunirán con vosotros —cuando algunos de aquellos hombres rezongaron, Zamira llevó las manos a las empuñaduras de sus sables—. Mejorad vuestras zafias costumbres. Los arrojasteis por la borda e implorasteis que Iono fuera su juez. Yo aparecí una hora después. Lo que quiere decir lo siguiente: el que crea saber más que el Señor de las Aguas Codiciosas, que salte ahora mismo por la borda y que se reúna con Él en persona.
—Cumplirán la guardia de fregonas con todos vosotros —precisó Ezri.
Pero como los hombres no parecían particularmente entusiasmados, Zamira carraspeó.
—En este buque se reparte el botín por partes iguales.
Aquello sí que captó su atención.
—El intendente del buque responde al nombre de Gwillem. Él lleva la cuenta. El treinta por ciento va al buque, para que no tengamos que lamentarnos de llevar cuerdas y velamen en mal estado. El resto se reparte entre todos, tantas partes como corazones sigan latiendo.
»No os tocará ni una centira de lo que saquemos por vuestro viejo buque. No tengo por qué disculparme. Pero si tenéis la suerte de llegar a Puerto Pródigo y ya pertenecéis a la tripulación cuando vendamos el Mensajero al corredor de buques, os tocará una parte que os vendrá muy bien. Pero sólo si pertenecéis a la tripulación.
Locke la admiró por aquellas palabras; era una política muy razonable que ella aplicaba en el momento preciso para evitar la disensión y el pesar. El Mensajero Rojo dejaría de ser un recuerdo infeliz que se desvanecía en el horizonte, tripulado por unos hombres capturados, para convertirse en un ansiado montón de plata.
Zamira se volvió y se dirigió a popa, dejando que Delmastro acabara la actuación. Cuando comenzaban a insinuarse unos murmullos, la pequeña teniente dijo:
—¡Cerrad el pico! Ya sabéis de qué va todo esto. Tendréis un poco de comida y media ración de cerveza para que descanséis un poco. Mañana seleccionaré a aquellos de vosotros que posean alguna habilidad especial y los pondré a trabajar en algo.
»Hay una última cosa que la capitana no mencionó —Ezri hizo una pausa de varios segundos para asegurarse de que todos le prestaran atención—. Los Drakasha más jóvenes. La capitana tiene un niño y una chica. La mayor parte del tiempo están en su cabina, pero a veces se dan una vuelta por el buque. Serán sagrados para vosotros. Me refiero a que serán más sagrados que cualquier otra cosa que os haya dicho esta noche. Decidles cualquier palabra maleducada y os clavaré por la polla en el trinquete hasta que muráis de sed. Para la tripulación son como de la familia. Si tenéis que partiros el cuello para salvarlos, entonces haréis todo lo posible para partíroslo.
Delmastro acogió el silencio de todos como una muestra evidente de que estaban debidamente impresionados, y entonces asintió. Momentos después, la voz de Drakasha llegaba desde el castillo de proa, amplificada por un altavoz:
—¡Levad anclas!
Dalmastro levantó el silbato que llevaba colgado al cuello con una cuerda de piel y lo tocó tres veces:
—¡Al combés! —exclamó con una voz tan fuerte que parecía imposible—. ¡A las barras del cabrestante! ¡A mi voz, levad el ancla! ¡Guardia de fregonas al combés, rápido!
Al escuchar aquellas órdenes, la mayoría de la tripulación que había pertenecido al Mensajero se levantó y echó a correr hacia el combés del Orquídea. Ya se había congregado un equipo bastante numeroso entre el trinquete y las jaulas de las gallinas para manejar las largas barras del cabrestante bajo la luz de los faroles. Una mujer estaba echando arena de un cubo en cubierta. Locke y Jean se toparon con Jabril, que sonreía burlón.
—Buenas noches, Ravelle. Te veo un poco… degradado.
—Me siento bastante feliz —dijo Locke—. Pero, en serio, Jabril, dejé el Mensajero en tus manos durante, ¿una hora? Y fíjate lo que sucedió.
—Es una mejoría cojonuda —dijo alguien que estaba detrás de Locke.
—Pues claro que sí —dijo Locke, que ya había decidido que los próximos días aquellos hombres se sentirían mejor si Ravelle se tragaba el orgullo que había mostrado durante su breve carrera de capitán—. Estoy de acuerdo, y os lo digo de todo corazón.
Ezri se abrió paso a través de la tripulación, que seguía amontonada, y se puso encima del cilindro del cabrestante; como era lo suficientemente ancho, se sentó en él con las piernas cruzadas. Tocó su silbato otras dos veces y preguntó a voz en cuello:
—¿Aparejo abajo?
—¡Aparejo abajo! —contestó una voz que salía por una escotilla.
—A vuestros puestos —dijo Ezri. Locke se puso al lado de Jean y empujó una de las largas barras de madera; el cabrestante era mayor que el del Mensajero, de suerte que veinte o más marineros podían manejarlo. Todos los sitios libres quedaron ocupados en cuestión de segundos.
—Muy bien —dijo Ezri—, y ahora, ¡empujad! ¡Primero despacio! ¡Con los pies y los hombros! Ahora más deprisa… ¡que este maldito trasto comience a dar vueltas! ¡Ya sabéis lo que queréis!
Locke empujó la barra que le había tocado, sintiendo que la arena se movía bajo sus pies mientras sus granos se hacían polvo y las partes de sus pies desnudos que soportaban el esfuerzo le dolían. Ezri seguía dando vueltas en lo alto del cabrestante; rechinando, el cable del ancla comenzaba a subir hasta él. Un equipo acababa de prepararse en la parte de babor de la proa para evitar que cayera de nuevo al mar. Después de varios minutos de esfuerzo, Ezri ordenó que se detuvieran con un toque de su silbato.
—¡Buen tirón! —exclamó—. ¡Asegurad el ancla a babor!
—Equilibrad por la amura de babor —dijo la voz de Drakasha que salía del megáfono—, gavias delanteras y centrales.
Más carreras, más silbidos, más conmoción. Ezri, aún encima del cabrestante, se puso en pie de un salto y lanzó una rápida sucesión de órdenes:
—¡Todos para soltar las gavias delanteras y centrales! ¡Bracear las vergas mayores por la amura de babor! ¡Vergas delanteras braceadas al punto!
Y aunque aún hubo más órdenes, Locke se despreocupó de ellas para comprender lo que estaba sucediendo. El Orquídea Emponzoñada había anclado en un mar tranquilo, con una suave brisa que llegaba del noreste, y se preparaba para zarpar después de que aquel viento se calmara. Lo poco que comprendía de las órdenes de Ezri le hacía suponer que el buque avanzaría de popa, viraría al este y tomaría el viento por babor.
—¡Al puente todas las guardias de proa a popa! ¡Vigías de las cofas, atentos! —Ezri bajó de un salto al puente. Unas siluetas oscuras comenzaban a subir por las cuerdas; jarcias y aparejos chirriaban en la oscuridad creciente mientras nuevos marineros salían por las escotillas para unirse al tumulto—. ¡Guardia de fregonas! ¡Guardia de fregonas, meteos debajo del castillo y no os asoméis! —Ezri agarró a Locke y a Jean cuando éstos acababan de ponerse en marcha junto con los demás hombres del Mensajero y señaló la popa—. Al armario de la limpieza, debajo de las escaleras al lado del palo mayor. Coged escobas, barred toda esta arena y volved a meterla en su cubo. Cuando hayáis terminado, desmontad las barras del cabrestante.
Y así lo hicieron, un trabajo aburrido a la luz de los parpadeantes faroles alquímicos que se vio interrumpido con frecuencia por marineros descorteses o que iban de un lado para otro. Locke estuvo con el ceño fruncido hasta que Ezri se puso en medio de él y de Jean y susurró:
—No se sientan molestos por esto. Servirá para que las cosas mejoren muchísimo con su antigua tripulación.
Lo más gracioso de aquella situación era que Ezri tenía razón; un poco de humillación extra para Ravelle y Valora quizá fuera lo que necesitaba su antigua tripulación para olvidar algo del resentimiento que aún sentían por ellos.
—Agradecido —susurró Locke.
—Conozco mi oficio —dijo Ezri con brusquedad—. Preocúpese de que todo vuelva al sitio de donde salió, y luego vayan debajo del castillo y no salgan de allí.
Y, dicho esto, se fue a supervisar las diferentes operaciones, todas ellas muy delicadas, que realizaban las cuadrillas de trabajo. Locke devolvió las escobas al armario de la limpieza y luego fue a donde le habían dicho, con Jean a su lado. Delante de ellos las velas se agitaban al viento o se plegaban, las cuerdas crujían mientras las estiraban o ajustaban, y los hombres y las mujeres se llamaban en voz baja mientras trabajaban a decenas de metros por encima de la cubierta.
El Orquídea Emponzoñada se deslizó lentamente por la amura de babor. Dejó por la popa el último halo moribundo del sol poniente y, como si saliera de algún portal espectral bañado por una luz dorada, se abrió paso bajo las primeras estrellas de la noche que cada vez se hacían más brillantes en el cielo del este, ya tan oscuro como una mancha de tinta.
Locke se sorprendió agradablemente al descubrir que Jabril había reservado un sitio para él y Jean; aunque no fuera uno de los mejores, esto es, cerca de la escalera que salía del castillo, estaba bastante oscuro, y en él podían apretujarse contra el mamparo de babor. Otros que disponían de espacios más cómodos no se apartaron para dejarles pasar y evitar que tropezaran. Uno o dos hombres les saludaron por lo bajo, mientras que otros, entre ellos Mazucca y Aspel, mantuvieron un silencio poco amistoso.
—Da la impresión de que acabáis de engrosar nuestras filas, las de los galeotes —dijo Jabril.
—Seríamos galeotes si Ravelle no nos hubiera sacado de la Roca de Barlovento —comentó alguien a quien Locke no reconoció—. Aunque sea un jodido idiota, deberíamos mostrarle cierto compañerismo sólo por eso.
Gracias por interceder por nosotros cuando querían tirarnos por la borda, estuvo a punto de decir Locke.
—Sí, estoy de acuerdo en eso de jodido idiota —dijo Mazucca.
—Y no deberíais olvidar eso del compañerismo —dijo Jean con aquella voz tranquila y muy educada que sólo empleaba al tratar con gente que no le caía bien—. Orrin no está solo, ¿lo habéis olvidado?
—En esta oscuridad —dijo Mazucca— estamos muchos, unos apretujados contra los otros. ¿Acaso crees que podrías moverte deprisa, Valora? ¿Cuánto tiempo crees que podrás mantenerte despierto? Somos veintiocho contra dos…
—Si estuviéramos los dos solos en el puente —dijo Jean—, te mearías en los calzones en cuanto chasqueara los nudillos.
—Jerome —dijo Locke—. Tranquilo. Todos podemos…
En medio de la oscuridad se escuchó un forcejeo y luego un golpe apagado. Mazucca lanzó un grito en sordina.
—Calvete, estúpido bastardo —dijo siseando una voz anónima—, si levantas una sola mano contra estos dos, Drakasha te matará, ¿entendido?
—Vas a conseguir que todo nos vaya peor —dijo Jabril—. ¿No has oído hablar de Zamira Drakasha? Haz que se enfade y ya no podremos ser de su tripulación. Si la fastidias, Mazucca, descubrirás lo que quiere decir veintiocho contra uno. Te lo prometo.
Hubo murmullos de asentimiento en la oscuridad y un jadeo cuando el que había tenido agarrado a Mazucca se decidió a soltarlo.
—Paz —dijo, medio ahogándose—. No quiero… no quiero fastidiar las cosas. De veras que no.
Puesto que la noche era cálida, el calor corporal de los treinta hombres que se hacinaban allí hizo que lo fuera aún más, a pesar del aire que pasaba por la rejilla situada en medio de la cubierta del castillo. Cuando la vista de Locke se acomodó a la negrura, pudo ver mejor las siluetas oscuras de quienes le rodeaban. Estaban echados o sentados unos junto a otros como ganado. El buque vibraba de actividad a su alrededor. El sonido de pasos sobre la cubierta del castillo de proa eran continuos, lo mismo que el ir y venir, entre risas, de la tripulación por el puente inferior, las órdenes que partían de la popa y el siseo de las olas abatidas por la proa.
Más tarde tomaron un plato bastante escaso de cerdo en salazón, así como media jarra de aguachirle maloliente que apenas se parecía a la cerveza. Cuando le pasaron a aquella gente tan apretujada la comida y la bebida, hubo una confusión de rodillas y codos, de frentes y estómagos, que sólo cesó cuando todos tuvieron su parte. Luego volvió a repetirse a la hora de pasarse los unos a los otros las jarras y los cuencos vacíos y cuando varios de aquellos hombres se arrastraron sobre los demás para dirigirse a las barandillas de alivio. Finalmente, Locke pudo acomodarse sobre la espalda de Jean, ambos en el hueco libre del que disponían; entonces le asaltó un súbito pensamiento.
—Jabril, ¿sabe alguien qué día es hoy?
—El duodécimo día de Festal —dijo Jabril—. Se lo pregunté a la teniente Delmastro cuando me subió a bordo.
—Doce días —murmuró Jean—. Esa maldita tormenta duró demasiado.
—En efecto —Locke suspiró. Doce días perdidos. Ni siquiera habían pasado dos semanas desde que habían salido, cuando todos los hombres que estaban allí hablaban de él y de Jean como si fueran héroes. Doce días para que el antídoto comenzara a perder efecto. Por los dioses, el Arconte… ¿cómo podría explicarle lo que le había sucedido al buque? ¿Emplearía para ello algún término náutico?
—Con un foque de estribor, ganchear como un cabrón la fregona a derechas —dijo en voz baja para sí—, cuando deberíamos haber empleado un foque de babor.
—¿Qué coño dices? —preguntaron Jean y Jabril al mismo tiempo.
—Nada.
Pero los antiguos instintos de quien había sido uno de los huérfanos del Fuego Encendido no tardaron en manifestarse. Locke dobló el brazo izquierdo hacia dentro para que le hiciera de almohada y cerró los ojos. Instantes después, el ruido, el calor, el bullicio de quienes le rodeaban y los mil sonidos del buque con el que no estaba familiarizado sólo fueron el telón de fondo del sueño ligero, aunque ininterrumpido, en el que se sumió.