El final del verano
Agua oscura cruzando la proa, agua a los lados, agua en el aire, todo cayendo como si fueran balas de plomo en el capote encerado de Locke. Era como si la lluvia llegara primero de un sitio y luego de otro, como si no le gustara caer derecha, mientras el Mensajero Rojo bailaba de atrás adelante en las manos grises de la galerna.
—¡Señor Valora! —Locke se agarraba a las cuerdas de seguridad atadas al mástil principal (que rodeaban la cubierta) y voceaba por la escotilla del puente de mando—. ¿Cuánta agua hay en la sentina?
La respuesta de Jean le llegó poco después:
—¡Algo más de medio metro!
—¡Muy bien, señor Valora!
Locke echó un vistazo a Bazucca el Calvo, que le miraba fijamente, y reprimió una sensación de malestar. Sabía que la tripulación consideraba la súbita muerte de Caldris acaecida durante la víspera como un presagio de mal agüero: murmuraban abiertamente de mujeres y de gatos, y el punto en que se focalizaba toda su inquina no era otro que la persona de un tal Orrin Ravelle, cuya situación como capitán y salvador había comenzado a deteriorarse muy rápidamente. Locke se volvió hacia el timonel y le encontró bizqueando ante la fuerte lluvia que caía, al parecer concentrado en su trabajo.
Dos marineros enfundados en sus capotes encerados atendían la segunda rueda, detrás de Bazucca; en medio de la mar revuelta era frecuente que la rueda lograra vencer el agarrón de un solo hombre. Sus rostros parecían sombras negras por debajo de sus capuchas; no tenían nada amistoso que decirle a Locke.
El viento rugía entre las cuerdas y las vergas delanteras, donde la mayoría de las velas habían sido recogidas. Seguían siendo arrastrados hacia el sudoeste bajo la presión de las gavias muy rizadas. Tanto se inclinaron a estribor que Mazucca y sus ayudantes tuvieron que agarrar bien fuerte las ruedas del timón. El mar, que parecía que fuera a aplastarlos, les obligaba a concentrarse constantemente para mantener nivelado el buque, aunque la marejada fuese en aumento.
Un torrente de agua verde-gris cubrió los pies de Locke, haciéndole dar un respingo; se había quitado las botas para poder caminar mejor. Locke observó que aquel rodillo de agua cruzaba la cubierta (era como el huésped al que nadie quiere y que sin embargo no deja de visitarnos una y otra vez) antes de perderse por los aliviaderos y de lamer los extremos de las lonas dispuestas para la tormenta que golpeteaban contra las escotillas. Y aunque el agua estuviera caliente, allí, a oscuras en medio del corazón de la tormenta, mientras el viento cortaba el aire como con mil cuchillos, la imaginación la convertía en fría.
—¡Capitán Ravelle!
Jabril se acercaba por la barandilla de babor, con una linterna sorda en una de sus negras manos.
—¡Creo que deberíamos haber arriado hace varias horas los malditos palos de los juanetes! —dijo a gritos.
Desde que Locke se había levantado aquella mañana, Jabril le había obsequiado con varias reprimendas y advertencias sin más. Locke miró hacia arriba, a los extremos del palo mayor y del trinquete que apenas podían verse entre los remolinos de vapor.
—Ya lo pensé, Jabril, pero no lo consideré necesario —según lo que había leído, incluso sin velas desplegadas en las vergas, los palos de los juanetes podían proporcionar la palanca no deseada a cualquier viento muy fuerte, o incluso cambiar el rumbo si el navío viraba y cabeceaba. Había estado muy atareado para acordarse de que debía arriarlos.
—¡Creo que es muy necesario, no vayan a caerse y a arrastrar consigo parte de los aparejos!
—Los arriaré en un instante, Jabril, si lo considero apropiado.
—¿Apropiado? —Jabril le miró boquiabierto—. ¿Ha perdido la maldita sesera, Ravelle? ¡Hace ya varias horas que debió arriar esos malditos bastardos; ahora nuestros hombres están atareados con otras cosas y el jodido tiempo está empeorando! ¡Maldita sea, el navío va a verse muy pronto en peligro! ¿De verdad que ya ha estado antes en esta latitud del Mar de Bronce, capitán?
—Claro que sí —Locke sudaba por dentro de su capote encerado. Si hubiera sabido que Jabril conocía tantas cosas del mar, hubiese podido encargarle que se preocupara de algunas, pero ya era tarde, y buena parte de su incompetencia estaba quedando al descubierto—. Discúlpame, Jabril. Caldris era un buen amigo. ¡Su pérdida me ha dejado un poco con el culo al aire!
—¡Muy cierto! ¡Pero si perdemos este puto barco, será algo un poquito peor que quedarnos con el culo al aire, señor! —Jabril se volvió y echó a andar, agarrándose de la barandilla de babor; pocos segundos después se volvió hacia Locke—. ¡Ambos sabemos que la puñetera verdad es que no hay ni un jodido gato a bordo, Ravelle!
Locke agachó la cabeza y se agarró al palo principal. Era demasiado suponer que Mazucca y los que estaban con él no lo hubieran oído. Aunque cuando los miró ni dijeron ni dieron a entender nada, pues seguían mirando fijamente a la tormenta, como si quisieran imaginarse que no estaba allí.
Estar debajo de las cubiertas era una pesadilla. Al menos en la cubierta principal, uno ve mástiles y el mar en toda su plenitud, lo cual le da cierta perspectiva de lo que ocurre. Pero allí abajo, en medio de tanto aire viciado por el olor a sudor, a orina y a vómito, era como si las mismísimas paredes estremecidas se inclinaran y se movieran con una mueca maliciosa.
Varios chorros de agua caían por planchas y escotillas, a pesar de que la tripulación había hecho todo lo posible para mantenerlas estancas. La cubierta principal resonaba con el apagado aullido del viento y el sonido metálico de las bombas subía desde la sentina que se encontraba más abajo.
Aquellas bombas eran una excelente muestra de la maquinaria verrarí, capaces de achicar el agua bastante deprisa, pero necesitaban que ocho hombres las manejaran en una situación como aquélla, y eso hacía que el trabajo no pudiera mantenerse al ritmo exigido. Incluso a una tripulación con buena salud le hubiera resultado un trabajo arduo; consideraban que era un signo de mal agüero que, apenas salir de la prisión, tuvieran que vérselas con algo que les exigía el máximo de energía.
—El agua está subiendo, capitán —dijo un marinero al que Locke no pudo reconocer en la penumbra. Sacaba la cabeza por la escotilla de la sentina—. Ya alcanza un metro. Aspel dice que hemos debido de romper alguna juntura; dice que necesita un equipo de reparaciones.
Aspel era lo que más se aproximaba al carpintero de un barco.
—Lo tendrá —dijo Locke, aunque no sabía de dónde podría sacarlo. Diez hombres trabajando en cubierta, ocho en las bombas… diablos, la hora de relevarlos estaba muy cercana. Le quedaban seis o siete hombres muy débiles que sólo podían servir para hacer de lastre. Un grupo con Jean en la bodega de carga, para cerrar los barriles de agua y comida, después de que tres se hubieran abierto, quedando inservibles. Ocho que dormían malamente en aquella cubierta a menos de un metro, después de haber estado levantados toda la noche. Dos con los huesos rotos, que intentaban mitigar el dolor con una ración no permitida de vino. Su rudimentario esquema de tareas no funcionaba ante las exigencias de la tormenta, por lo que Locke luchaba para evitar que la inconfundible garra del pánico hiciera mella en él.
—Ve a la bodega de carga y busca al señor Lamora —dijo finalmente—. Dile que él y sus hombres podrán volver después de echar una mano a Aspel.
—Sí, señor.
—¡Capitán Ravelle!
Mientras el marinero desaparecía, otro grito salía de abajo, obligando a Locke a asomarse para preguntar:
—¿Qué sucede?
—¡Señor, la hora del relevo con las bombas! No podremos mantener este maldito ritmo para siempre. Necesitamos un relevo. ¡Y comida!
—Tendréis ambas cosas —dijo Locke—, pero dentro de diez minutos —aunque, al igual que antes, no sabía cómo. Todos aquellos en los que pensaba estaban enfermos, heridos, agotados o comprometidos en otra tarea. Se volvió para subir a cubierta. Podía intercambiar los que hacían la guardia de cubierta con los que estaban en las bombas; aunque aquello no le haría gracia a ninguno de los que formaban ambos grupos, al menos serviría para que el buque lograra evitar el desastre durante unas pocas horas más, lo cual representaba un tiempo precioso.
—¿Qué quieres decir con eso de que no has dado la vuelta a las ampolletas?
—Capitán Ravelle, señor, le pido doblemente perdón, pero es que no hemos tenido tiempo de darle la vuelta a las ampolletas ni de pensar en la bitácora desde… diablos, no sé ni cuando. Mucho tiempo.
Mazucca el Calvo y su compañero daban la impresión de agarrar la rueda para salvar su vida antes que para guiar el buque. Dos equipos de dos hombres atendían las ruedas; el aire era un frenesí de vientos que aullaban y de lluvia que caía. El mar, con olas de más de siete metros, golpeaba el casco una y otra vez, dejando la cubierta de color blanco y llegando hasta los tobillos de Locke. Finalmente tuvieron que abandonar el rumbo sur que habían mantenido y fueron empujados hacia el este, siguiendo el recorrido de una tormenta lejana. Se deslizaban rápidamente a través de olas que eran tan grandes como casas.
El relámpago de luz amarilla que pasó rápidamente por la visión periférica de Locke se debía a una linterna sorda que acababa de soltarse y desaparecer por una de las bordas; seguro que sería una curiosidad para los peces que se encontraban más abajo.
Locke tuvo que hacer un gran esfuerzo para acercarse hasta la bitácora y leer las páginas empapadas de su cuaderno; la última anotación, escrita apresuradamente, decía así:
HORA 3ª DE LA TARDE 7 FESTAL 78 MORGANTE S/SO 8 NDS.
POR FAVOR, QUE IONO PERDONE A ESTAS ALMAS.
Locke no pudo recordar la última vez que había sentido que realmente fueran las tres de la tarde. Si la tormenta había logrado que en las primeras horas de la tarde todo estuviera tan oscuro como boca de tiburón, el restallido de los relámpagos confería una iluminación irreal a las que debían de ser las últimas horas del día. Todo era tan impreciso en el tiempo como lo era en el espacio.
—Al menos sabemos que estamos en algún lugar del Mar de Bronce —exclamó para sobreponerse al ruido de los elementos—. Dentro de poco habremos atravesado esta confusión y entonces haré algunos avistamientos para calcular nuestra latitud.
Como si eso fuera tan fácil de hacer como de decir. El miedo y la fatiga habían embotado los sentidos de Locke; desde que se había tomado la última comida fría encima de la barandilla de popa (sólo los dioses sabían cuando, quizá hacía varias horas), el mundo era gris y daba vueltas en todas las direcciones. Si un mago de Karthain se le hubiera aparecido en el puente en aquel preciso momento para ofrecerse a llevar mágicamente el buque a buen puerto, Locke le hubiera besado las botas.
Se escuchó un sonido espantoso cerca de la proa: algo que explotaba, seguido por el silbido de un cable que acababa de partirse y que azotaba el aire. Segundos después llegaba un ruido más fuerte de algo que se estrellaba, y después un snap-snap-snap parecido al sonido del látigo al morder la carne.
—Se ha debido de romper algún aparejo —la voz de Jabril llegaba de algún lugar situado hacia delante; Locke y el buque se tambalearon como un solo hombre al recibir otra ola demoledora. Locke salvó la vida al hecho de resbalarse. Una sombra pasó siseando por encima de su hombro izquierdo en el preciso momento en que se resbalaba en el suelo del puente que acababa de llenarse de agua. Escuchó el sonido que hacía algo al romperse, gritos y una negrura súbita cuando un material flexible y suave le rodeó como un sudario.
¡El velamen! Locke se debatió para liberarse. Unas fuertes manos le agarraron por los antebrazos y tiraron de él hasta que pudo ponerse de pie. Eran de Jean, que había llegado hasta allí agarrándose a la barandilla de estribor del alcázar. Locke estaba un metro a la derecha de la posición que ocupaba antes de la caída. Murmurando unas palabras de gratitud, se volvió para ver lo que había estado temiendo.
El palo principal de los juanetes se había partido. Sus estays debían de haber cedido a causa de alguna racha de viento o de las condiciones generales del buque. Había caído hacia delante y hacia abajo, soltando vela mientras caía, antes de que una confusión de aparejos enmarañados lo lanzara como un péndulo justo encima del puente. Tapaba las ruedas del timón; a los cuatro hombres que antes habían estado ante ellas no se les veía por ninguna parte. Locke y Jean se movieron al unísono, luchando con velas mojadas y sogas partidas, mientras otros restos más pequeños seguían cayéndoles encima. Locke sintió que el buque se movía bajo él como si estuviera enfermo. Había que levantar las ruedas y enderezar el timón cuanto antes.
—¡Todas las manos! —Locke gritaba con toda la convicción que le era posible— ¡Todas las manos al puente! ¡Todas las manos para salvar al buque!
Jean tiró del caído palo de juanetes, apoyándose contra el palo principal, y dejó escapar un aullido de agotamiento. Al caerse el maderamen y las velas, habían aplastado lo que se encontraba en el puente. Algunas de las manijas de las dos ruedas estaban hechas astillas, pero las propias ruedas seguían básicamente intactas. En ese momento, Locke descubría a Mazucca el Calvo, que se arrastraba lentamente a sus pies; uno de sus hombres yacía en el puente con la cabeza completamente aplastada.
—¡Empuñad la rueda! —exclamó Locke mientras miraba a su alrededor para ver si podía conseguir que alguien le ayudara—. ¡Empuñad la maldita rueda! —y entonces vio que Jabril estaba a su lado, enmarañado en los restos del accidente.
—¡Capitán! —Jabril le gritaba en la cara—. ¡Vamos a volcar!
Bien, pensó Locke, al menos sé lo que eso significa. Empujó a Jabril hacia las ruedas y agarró una de ellas, junto con Jean.
—Timón a babor —Locke tosió, esperando que saliera bien. Gimiendo por el esfuerzo, él y Jean intentaron mantener la rueda en la dirección correcta. El Mensajero Rojo salía del sotavento en ángulo para cortar las olas; en el momento en que las tomara de costado, todo se habría perdido. Una ola oscura de un tamaño imposible surgió por encima de la barandilla de estribor y los empapó a todos, como si fuera un adelanto de lo que les esperaba si fracasaban.
Pero la resistencia de la rueda disminuyó cuando Jabril se unió a ellos; segundos después apareció Mazucca junto a él y Locke sintió cómo, centímetro a centímetro, el timón del buque giraba a babor, hasta que la proa volvía a cortar las olas como un cuchillo. Habían ganado el tiempo suficiente para contemplar el desastre que el mástil acababa de causar en los aparejos.
La tripulación comenzó a salir por las escotillas, formas inhumanas bajo la oscilante luz de los faroles alquímicos. Los relámpagos desollaban la oscuridad que se cernía sobre sus cabezas. Las órdenes brotaron de las gargantas de Locke, de Jean y de Jabril, que ya se desentendía de la cadena de mando. Los minutos se convirtieron en horas, y las horas fueron como días. Todos lucharon juntos en la eternidad de un caos gris, helados, exhaustos y aterrorizados, contra los vientos que gritaban por encima de ellos y contra las aguas que los golpeaban por debajo como martillos.
—Un metro de agua en la sentina y manteniéndose, capitán.
Aspel entregaba aquel informe con una venda que le cubría la cabeza; la había hecho con la manga arrancada a toda prisa de una casaca.
—Muy bien —dijo Locke, apoyándose en el palo mayor como solía hacer Caldris. Todos sus músculos y articulaciones acusaban el cansancio; se sentía como si fuera una muñeca andrajosa llena de cristales rotos, y estaba calado hasta los huesos. Pero los demás supervivientes del Mensajero Rojo estaban igual que él. Como Cadenas había dicho en cierta ocasión, sentirte como si quisieras desesperadamente morirte era buena prueba de que ya lo habías intentado.
La tormenta de finales del verano se había convertido en una línea de negrura que comenzaba a desaparecer por el horizonte noroeste después de haber descargado sobre ellos pocas horas antes. Las olas habían bajado a un metro y los cielos seguían con el mismo color gris que las cenizas, pero aquello era la bonanza que sigue a la tempestad. La fúnebre luz que se filtraba desde lo alto le confirmaba a Locke que de alguna manera todos estaban viviendo el día de después.
Observaba los escombros caídos en la cubierta: cuerdas y otros restos de la arboladura se mezclaban por doquier. Trozos de vela que se agitaban al viento y marineros que tropezaban con los aparejos, lanzando palabrotas mientras caminaban. Era una tripulación de espectros, macilentos y agotados por la fatiga. Jean trabajaba en el alcázar para prepararles la primera comida caliente desde hacía mucho tiempo.
—Condenación —murmuró Locke. No se habían librado de pagar un alto precio: tres barridos por la borda; cuatro heridos graves; dos muertos, contando a Caldris. Mirlon, el cocinero, se encontraba en el timón cuando el palo de los juanetes había caído encima de él como si fuera alguna lanza enviada por los dioses y le había aplastado el cráneo.
—No, capitán —dijo Jabril, que se encontraba detrás de él—, si podemos rendirles los servicios apropiados.
—¿Cómo dices? —Locke se volvió, confuso… y entonces comprendió lo que el otro quería decirle—. Ah, claro.
—A los caídos, capitán —dijo Jabril como si estuviera hablando con un niño—. Pues los caídos merodearán por las cubiertas hasta que no les otorguemos el adiós que se merecen.
—Tienes razón —dijo Locke—. Dispón los preparativos pertinentes.
Caldris y Mirlon descansaban en el puerto de embarque de babor, envueltos con velas. Pálidos paquetes atados con sogas alquitranadas que aguardaban su viaje final. Locke y Jabril se arrodillaron a su lado.
—Diga las palabras, Ravelle —musitó Jabril—. Supondrán mucho para ellos. Devuelva sus almas al seno del Padre Que Trae la Tormenta y déles la paz.
Locke se quedó mirando a los dos cadáveres envueltos de aquella guisa y sintió una nueva punzada en el corazón. A punto de desmayarse de fatiga y de vergüenza, se sostuvo la cabeza entre las manos y pensó deprisa.
Según la tradición, los capitanes de barco podían ser nombrados sacerdotes de Iono en cualquiera de los templos del Señor de las Aguas Codiciosas con un mínimo de conocimientos al respecto. En la mar podían rezar para implorar su ayuda, realizar matrimonios e incluso bendecir a los muertos. Aunque Locke conociera algunos de los rituales practicados en los templos de Iono, no había sido consagrado a su servicio. Era un sacerdote del Guardián Avieso y se encontraba en la mar, a miles de millas dentro de los dominios de Iono, a bordo de un buque que estaba prácticamente condenado por haber seguido sus órdenes… ninguno de los poderes del cielo y del infierno podían otorgar a Locke la potestad de enviar a aquellos hombres al seno de Iono. Si quería salvar sus almas, sólo podría invocar el único poder que le había sido conferido.
—Guardián Avieso, Decimotercero Sin Nombre, tu siervo te llama. Posa tu mirada en el hombre que se dispone a realizar este tránsito, Caldris bal Comar, siervo de Iono, quien, por haber jurado bajo la bandera roja que robaría, se merece compartir contigo un rincón de tu reino…
—¿Qué está haciendo? —dijo Jabril entre dientes mientras le agarraba a Locke por el brazo. Locke le empujó hacia atrás.
—Lo único que puedo hacer —dijo Locke—. La única bendición decente que puedo darles a estos hombres, ¿no lo comprendes? No me jodas y quédate quieto —se acercó para tocar el cadáver de Caldris—. Entregamos este hombre, en cuerpo y en espíritu, al dominio de tu hermano Iono, poderoso dios de la mar —Locke añadió una pequeña improvisación que no desentonaba con aquello de lo que estaba tratando—. Dale tu ayuda. Y lleva su alma hasta Aquella que nos pesa a todos. Te lo pedimos con nuestros corazones llenos de esperanza.
Locke hizo una señal a Jabril para que le ayudara. Aquel hombre tan musculoso guardó silencio mientras ambos levantaban juntos el cadáver de Caldris y lo lanzaban por el puerto de carga. Antes de escuchar el ruido que hacía al caer al agua, Locke se inclinó sobre el otro cadáver envuelto con velas.
—Guardián Avieso, Que Velas Por los Ladrones, tu siervo te llama. Posa tu mirada en el hombre que se dispone a realizar este tránsito, Mirlon, siervo de Iono, quien, por haber jurado bajo la bandera roja que robaría, se merece compartir contigo un rincón de tu reino…
El motín tuvo lugar a la mañana siguiente, mientras Locke dormía en su hamaca sin enterarse de nada, aún vestido con las ropas mojadas que había llevado durante la tormenta.
Le despertó el ruido que hacía alguien que aporreaba su puerta y que quería echar abajo el cerrojo. Con los ojos pegados por las legañas y sobresaltado por la confusión, estuvo a punto de caerse de la hamaca y tuvo que pisar encima del cofre para levantarse.
—Ármate —dijo Jean, que acababa de entrar por la puerta con ambas hachas en las manos—. Tenemos problemas.
Aquello consiguió que Locke se despertara del todo. Se puso al cinto la espada a toda prisa mientras observaba con satisfacción que las gruesas cortinillas de los ventanales seguían echadas. La luz intentaba entrar por las rendijas, ¿ya sería de día? Dioses, había dormido de un tirón toda la noche.
—¿Se trata quizá de que, ah, algunos hombres están descontentos conmigo?
—No, más bien de que todos lo están.
—Seguro que están más descontentos conmigo que contigo. Aún podrías ponerte a su lado; podrías decir que te engañé tanto como a ellos. Entrégame. Aún podrás seguir con el montaje y conseguir el antídoto de Stragos.
—¿Te has vuelto loco? —Jean miró a Locke sin apartarse de la puerta.
—Eres un tipo extraño, hermano —Locke contemplaba su sable de oficial verrarí con desagrado; en sus manos seguiría siendo el mismo objeto de utilería que lo era metido en su vaina—. Antes querías castigarte por algo de lo que no tenías culpa y ahora no quieres que te saque del lío en el que te he metido.
—¿Quién coños te crees que eres para darme lecciones, Locke? Primero insistes en que me quede contigo a pesar del auténtico peligro que represento para ti, y ¿ahora me pides que te traicione para salir bien parado? Que te jodan. Eres como una jarra de cerveza de medio litro llena con cinco litros de locura.
—Eso se aplica tanto a mí como a ti, Jean —Locke sonrió a su pesar; volver a enfrentarse a los peligros que se había buscado era algo refrescante si se comparaba con el mal gratuito que suponía la tormenta—. Aunque tú antes eres una garrafa que una jarra. Sabía que no te lo tragarías.
—Me conoces demasiado bien.
—Me gustaría ver la cara que hubiera puesto Stragos cuando le hubiéramos hecho todo lo que dijimos que le íbamos a hacer —dijo Locke—. Y me gustaría saber qué pasará cuando llegue el momento crucial.
—Bueno —dijo Jean—, pues ya que estamos hablando de deseos, a mí me hubiera gustado tener un millón de solari y un loro que hablase el idioma de la Casa de Therin. Oye, me parece que no se deciden a venir, ¿escuchas lo que te digo?
—Quizá sea porque esos tipos que forman parte del plan de Stragos aún se encuentran muy jodidos.
—Vamos, Locke —Jean suspiró y su voz se hizo menos ruda—, quizá antes quieran hablar. Y si lo que quieren es hablar contigo, aún tendremos una posibilidad, siempre, claro, que no hayas perdido tu agudeza.
—Sin lugar a dudas, eres la única persona de este barco que aún muestra alguna confianza por todo lo que hago —dijo Locke, suspirando.
—¡RAVELLE! —el grito provenía del otro lado de la puerta.
—Jean, ¿no te habrás cargado a alguno de ellos?
—No, aún no.
—¡RAVELLE, SÉ QUE ESTÁS AHÍ Y QUE PUEDES OÍRME!
Locke se acercó a la puerta y exclamó:
—¡Magníficamente bien, Jabril! Ya veo que me has seguido la pista hasta la cabina donde he pasado toda la noche durmiendo de un tirón. ¿Qué quieres decirme?
—Nos hemos hecho con todos los arcos, Ravelle.
—Muy bien —repuso Locke—. Entonces es que habéis saqueado los armeros. Suponía que no tardaríamos de disfrutar de uno de esos motines en el que todos bailan, o, si no, de esos otros en los que la gente canta y juega a las cartas, ¿qué te parece?
—¡Ravelle, aún quedamos treinta dos! Los dos estáis metidos ahí dentro, sin comida ni agua… el buque es nuestro. ¿Cuánto tiempo crees que resistiréis?
—Es un sitio agradable —dijo Locke—. Tenemos una hamaca, una mesa, una agradable vista desde la ventana de popa… una gruesa puerta entre nosotros y vosotros…
—Que podemos echar abajo en cualquier momento, y lo sabes —Jabril bajó la voz; el crujido de las escaleras le informó a Locke de que acababa de llegar al otro lado de la puerta—. Tienes mucha labia, Ravelle, pero de nada te servirá contra diez arcos y veinte espadas.
—No estoy solo aquí dentro, Jabril.
—Ya lo sé. Y créeme, a ninguno de nosotros nos gustaría enfrentarnos con el señor Valora, ni siquiera en una proporción de uno a cuatro. Pero nuestras probabilidades han mejorado; como te decía, tenemos todos los arcos. Si queréis enfrentaros a nosotros, haremos lo que haya que hacer.
Locke se mordió la mejilla por dentro mientras pensaba.
—Me jurasteis lealtad, Jabril. ¡Me jurasteis lealtad como capitán! Y después os devolví la vida que os habían arrebatado.
—Sí, lo juramos, y queríamos cumplir el juramento, pero no eres lo que dijiste ser. No eres un oficial naval. Caldris sí que lo era, que los dioses le concedan el descanso eterno, pero yo no sé quién coños eres. Al engañarnos, ese juramento quedó sin efecto.
—Ya entiendo —Locke sopesó la situación, chasqueó los dedos y añadió—: ¿Habríais mantenido el juramento si yo hubiera sido… lo que decía ser?
—Sí, Ravelle. Lo hubiéramos cumplido a rajatabla.
—Te creo —dijo Locke—. No creo que tú, Jabril, seas un perjuro, así que voy a hacerte una proposición. Jerome y yo vamos a salir tranquilamente de la cabina. Subiremos al puente y hablaremos. Estaremos complacidos de escuchar vuestras quejas, de la primera a la última. Y no empuñaremos arma alguna siempre que nos jures que no nos pasará nada. Un salvoconducto para llegar al puente y para hablar libremente. Los dos.
—Nada de eso de «escuchar nuestras quejas». Sólo queremos deciros lo que pasa.
—Lo que tú digas —dijo Locke—, llámalo como quieras. Dame tu palabra de que podremos salir a salvo por esta puerta, y saldremos.
Locke esperó varios segundos para escuchar la respuesta. Finalmente le llegaba la voz de Jabril:
—Salid sin empuñar las armas, y no hagáis movimientos extraños, sobre todo Valora. Hacedlo así y yo os juro por los dioses que llegaréis sanos y salvos al puente. Y allí hablaremos.
—Bien —susurró Jean—, ya es bastante, dada nuestra situación.
—Sí. Aunque quizá sólo suponga la posibilidad de morir a la luz del día y no en la penumbra —pensó cambiarse de ropa antes de subir al puente, pero decidió que no—. Qué diablos. ¡Jabril!
—¿Sí?
—Vamos a abrir la puerta.
El mundo que se contemplaba desde el puente estaba dominado por un espléndido cielo azul y una luz radiante; un mundo que Locke desconocía a causa de lo sucedido los días anteriores. Y le agradó muchísimo, aunque Jabril les condujera hacia el combés bajo la mirada de treinta hombres con espadas desenvainadas y arcos que les apuntaban con sus flechas. Aunque el horizonte estuviera cubierto por unas líneas blancas de espuma, las olas chocaban indolentes contra el Mensajero Rojo, y la brisa era una delicia cálida al rozar la piel de Locke.
—Maldición —susurró— hemos vuelto al verano.
—Es evidente que conseguimos mantener rumbo sur a pesar de la tormenta —dijo Jean—. Hemos debido de dejar atrás el primer paralelo. Latitud cero.
El buque seguía siendo un desastre; Locke observó por todas partes remiendos y reparaciones para salir del paso. Mazucca, que era el único en encontrarse desarmado, empuñaba la rueda con parsimonia. El buque avanzaba sólo con la gavia principal. Si querían que el palo mayor pudiera soportar una vela en condiciones, tendrían que cortar la maraña de velas y aparejos que lo cubría. El mástil de los juanetes que se había caído ya no estaba.
Locke y Jean se detuvieron ante el palo mayor, esperando. Varios hombres con arcos los miraban desde el alcázar. Afortunadamente, ninguno de ellos había tensado la cuerda del suyo… estaban tan nerviosos que Locke no supo en qué confiar, si en su buen juicio o en su falta de tono muscular. Jabril apoyó la espalda en el bote de salvamento y apuntó a Locke.
—¡Nos engañaste como a idiotas, Ravelle!
La tripulación gritó y le vitoreó, agitando sus armas y profiriendo insultos. Locke levantó una mano para hablar, pero Jabril se le adelantó
—Me lo dijiste ahí abajo. Quiero que ahora lo admitas en voz alta. No eres un oficial naval.
—Es cierto —dijo Locke—. No soy un oficial de la Armada. Creo que, a estas alturas, es algo evidente para todos.
—Entonces, ¿quién diablos eres? —Jabril y el resto de la tripulación parecían realmente confusos—. Llevabas un uniforme verrarí. Entraste y saliste de la Roca de Barlovento. El Arconte cogió este buque y tú se lo cogiste a él. ¿De qué va este maldito juego?
Locke comprendió que una contestación desafortunada traería consecuencias desastrosas; todos aquellos detalles aumentaban tanto el misterio que sería imposible poder eliminarlos de un plumazo. Se rascó la barbilla y levantó las manos.
—De acuerdo, atended. Sólo os he mentido en parte. En realidad, ah, soy uno de los oficiales al servicio del Arconte, aunque no un oficial naval. Era uno de los capitanes de su Inteligencia.
—¿Inteligencia? —preguntó Aspel, que estaba encima del alcázar con un arco—. ¿Eso que tiene que ver con espías y cosas parecidas?
—Exactamente —dijo Locke—. Espías. Y cosas parecidas. Odio al Arconte. Estaba cansado de servirle. Supuse… supuse que con una tripulación y un buque podría abandonarle y fastidiarle al mismo tiempo. Caldris haría todo el trabajo mientras yo aprendía.
—Sí —dijo Jabril—, pero las cosas no salieron bien. No hubieras debido mentirnos respecto a lo que eras —dio la espalda a Locke y a Jean para dirigirse a la tripulación—. ¡Nos llevó al mar sin ninguna mujer a bordo!
Ceños fruncidos, cuchufletas, gestos de muy mal gusto y dedos puestos a la manera de los dos cuernos para alejar el mal. Era evidente que a la tripulación no le gustaba que le recordaran aquella metedura de pata.
—Tranquilizaos —dijo Locke—. Había decidido que hubiera varias mujeres; de hecho tenía a cuatro apuntadas en mi lista. ¿No las visteis en la Roca de Barlovento? ¿No visteis a varias prisioneras? Todas enfermaron de fiebre. Tuvieron que sacarlas de allí, ¿no lo comprendéis?
—Si tú tuviste que ver con todo eso —Jalil bramaba—, ¿qué hiciste después para arreglarlo?
—El Arconte se llevó a las malditas prisioneras —dijo Locke—, así que tuve que apechugar con lo que me quedaba. ¡Tú, entre otros más!
—Puedo entenderlo —dijo Jabril—, pero luego tuviste la maldita ocurrencia de traernos hasta aquí ¡sin un puñetero gato!
—Caldris me dijo que cogiera unos cuantos —dijo Locke—. Pero me los dejé. Creo haber dicho que no soy marino, ¿verdad? Pues estaba tan atareado pensando en el modo de salir a escondidas de Tal Verrar que me los dejé. ¡No me di cuenta!
—Es evidente —dijo Jabril— que ahora no te encontrarías aquí si hubieras cumplido con esos dos preceptos. ¡El buque está maldito por tu culpa! Los que conseguimos escapar hemos tenido la suerte de seguir vivos. ¡Cinco hombres han pagado por tu pecado! ¡Por tu pecado al ignorar lo que Iono, el Que Trae la Tormenta, exige a quienes navegan por sus aguas!
—¡El Señor de las Aguas Codiciosas es nuestro escudo! —exclamó un marinero.
—Tú eres el causante de nuestro infortunio —prosiguió Jabril—. Admites tus mentiras y tu ignorancia. ¡Yo digo que este buque no estará libre de él hasta que no te arrojemos por la borda! ¿Vosotros qué decís?
El coro de gritos que entonces se produjo fue tan inmediato y estruendoso como unánime; los marineros señalaron con sus armas a Locke y a Jean mientras vitoreaban a Jabril.
—Eso es todo —dijo Jabril—, dejad vuestras armas encima de la cubierta.
—Aguarda —repuso Locke—, dijiste que podríamos hablar, ¡y yo aún no he acabado!
—Os he llevado sanos y salvos hasta el puente y hemos hablado. La charla ha terminado y yo he cumplido mi palabra —Jabril se cruzó de brazos—. ¡Dejad las armas!
—Ahora…
—¡Arqueros! —aulló Jabril. Los hombres del alcázar apuntaron a Locke y a Jean.
—¿Podemos elegir? —Locke estaba muy enfadado—. ¿Qué nos pasará si no las dejamos?
—Si no dejáis las armas, derramaréis vuestra sangre en este puente —dijo Jabril—. Pero si las dejáis, permitiremos que os alejéis nadando y que Iono os juzgue.
—Rápido y doloroso, o lento y doloroso. De acuerdo —Locke se desabrochó el cinturón que sostenía su espada y lo dejó caer en el puente—. El señor Valora no tomó parte en mis montajes. ¡A él le engañé tanto como a vosotros!
—Eh, diablos, aguarda un momento… —dijo Jean mientras dejaba las Hermanas Malvadas muy despacio a sus pies.
—¿Qué dice, Valora? —Jabril echó un vistazo en redondo para descubrir alguna posible objeción y no vio ninguna—. Ravelle es el mentiroso. Ravelle admite ser el culpable; adelante con él, y que la maldición desaparezca. Será bienvenido a bordo.
—Si él tiene que nadar, yo haré lo mismo —rezongó Jean.
—¿Tanto respeto le merece?
—No tengo por qué cojones darte ninguna explicación.
—Que así sea. Respeto su decisión —dijo Jabril—. Hay que irse.
—¡No! —exclamó Locke cuando algunos marineros avanzaron espada en mano—. ¡No! Antes quiero decir una cosa.
—Puedes decirla. El Padre de la Tormenta juzgará si conviene o no.
—Cuando os encontré —dijo Locke—, estabais dentro de una cripta. Debajo de una jodida roca. ¡Sólo veíais la roca y los barrotes de vuestro encierro! Debíais escoger entre morir o tirar del remo para disfrute del Arconte. ¡Todos, hasta el último de vosotros, miserables, hubierais acabado por morir allí y pudriros!
—Ya había oído eso antes —dijo Jabril.
—Quizá no sea un oficial naval —dijo Locke—. Quizá me merezca esto; quizá estéis haciendo lo correcto al castigar al hombre que os ha conducido al presente infortunio. Pero también soy el hombre que os liberó. Soy el hombre que os dio la vida que ahora tenéis. ¡Al hacerme esto a mí, escupís a los dioses por el regalo que os hicieron!
—¿Qué está diciendo, que quiere las flechas? —dijo Aspel, y los hombres que le rodeaban rieron.
—No —dijo Jabril, levantando las manos—. No. Eso es importante. Este barco no agrada a los dioses, de eso estoy completamente seguro. Nuestra suerte se ha acabado aunque nos libremos de él. Debe morir por los crímenes que cometió, por sus mentiras, por su ignorancia, y por los hombres que jamás volverán a ver tierra. Pero él nos liberó —Jabril echó una mirada en redondo y se mordió los labios antes de proseguir—. Por eso estamos en deuda con él. Digo que lo metamos en el bote.
—Necesitamos ese bote —rezongó Mazucca.
—Hay muchos botes en Puerto Pródigo —dijo Streva—. Quizá consigamos uno cuando saqueemos algún buque mientras nos dirigimos allá.
—Sí, y también gatos —dijo otro marinero.
—Sólo el bote —dijo Jabril—, sin agua ni comida. Que se vayan con lo puesto. Que Iono los tome cuando y como quiera. ¿Qué decís vosotros?
Los otros estallaron en una barahúnda de afirmaciones entusiásticas. Incluso Mazucca asintió.
—A fin de cuentas, un largo trecho en el agua —dijo Locke.
—Bueno —susurró Jean—, al menos pudiste decir lo que querías.
El bote fue desamarrado, arriado y botado a estribor sobre las aguas azul-oscuras del Mar de Bronce.
—Jabril, ¿les dejamos los remos? —el marinero al que habían asignado la tarea de sacar del bote la barrica de agua y las raciones de comida, acababa de quitar también los remos.
—Más bien, no —dijo Jabril—. Si Iono quiere que se muevan, ya los moverá Él. Abandonarles a las aguas es lo que dijimos.
Varios grupos de marineros armados recorrieron el buque de proa a popa para empujar a Locke y a Jean hacia el puerto de entrada. Jabril los siguió de cerca. Cuando llegaron al borde, Locke vio que el bote estaba sujeto con una cuerda de nudos por la que podían bajar hasta él.
—Ravelle —dijo Jabril en voz baja—. ¿De verdad tienes buenas relaciones con el Decimotercero? ¿Eres, de verdad, uno de sus sacerdotes?
—Sí —dijo Locke—. Su bendición era la única que podía implorar por la salvación de sus almas.
—Supongo que tiene sentido. Espías y cosas parecidas —Jabril deslizó algo frío bajo la camisa de Locke, justo en la parte en que su espalda perdía su honroso nombre, que quedaba sujeto de un modo muy precario en el extremo de sus calzones. Locke sintió en la cintura el peso de uno de sus estiletes.
—Quizá el Padre de la Tormenta quiere que todo vaya muy rápido —susurró Jabril—, o quizá os permita seguir a flote. Será un tiempo de espera tremendamente largo. A menos que no queráis esperar más… ¿me comprendes?
—Jabril… —dijo Locke—. Gracias. Ah, me hubiera gustado ser mejor capitán.
—Y a mí me hubiera gustado que simplemente hubieras sido capitán. Ahora saltad por este lado y marchaos.
Y así fue como Locke y Jean, en medio del suave balanceo del bote, vieron cómo el Mensajero Rojo zarpó, muy despacio a causa de su maltrecho velamen, con rumbo sudoeste por el oeste, dejándolos en medio de la nada bajo un sol de media tarde por el que Locke hubiera dado diez mil solari uno o dos días antes.
Cien metros, doscientos, trescientos… el que había sido su barco cruzaba lentamente la mar rizada; y, aunque al principio la mitad de su tripulación se congregó en la popa para ver cómo se alejaban, poco a poco perdieron el interés por verlos y regresaron a la tarea de evitar que su preciado y pequeño mundo de madera sucumbiera a sus heridas.
Locke se preguntó quién heredaría la cabina de popa, las hachas de Jean, los extraños aditamentos que empleaban para disfrazarse y los quinientos solari escondidos en el fondo de su cofre personal… procedentes del último dinero que les quedaba y del que les había entregado Stragos.
Los ladrones prosperan, pensó.
—Bien, espléndido —dijo, estirando las piernas todo lo que podía. Él y Jean se miraban cara a cara desde dos bancos de remo de los seis de que disponía el bote—. Una vez más hemos logrado escapar brillantemente de un peligro inmediato, robando de paso algo valioso. Este bote debe de costar unos dos solari.
—Sólo espero que el que se quede con las Hermanas Malvadas se ahogue —dijo Jean.
—¿Cómo? ¿Con las hachas?
—No, con lo que sea. Lo que sea más apropiado. Por los dioses, hubiera debido arrojarlas por la ventana de la cabina antes de permitir que alguien las cogiera.
—Fíjate, Jabril me metió un estilete cuando nos íbamos.
Durante un momento, Jean sopesó las implicaciones de lo sucedido y luego se encogió de hombros.
—Tener un arma a bordo nos permitirá, al menos, abordar un bote más pequeño y llevárnoslo con nosotros cuando lo avistemos, claro.
—¿Te sientes ahora mismo a gusto en la cabina de popa?
—Muy a gusto —dijo Jean. Se quitó del banco, se echó a un lado y se empotró en la popa, apoyando la espalda en la borda de estribor—. Un poco apretado, pero los accesorios son todo un lujo.
—Eso es bueno —dijo Locke mientras señalaba con el dedo el centro del bote—. Espero que nos quede algo de espacio libre cuando instale ahí mismo el jardín colgante y la biblioteca.
—Ya lo había tenido en cuenta —Jean echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos—. El jardín colgante podría ir encima de mi caseta de baño.
—Que también podría hacer las funciones de templo —dijo Locke.
—¿Crees que es necesario?
—Sí —dijo Locke—. Me atrevo a pensar que los dos tendremos que rezar bastante.
Flotaron en silencio durante varios minutos. Locke, que también había cerrado los ojos, respiraba profundamente el aire salado y escuchaba el tenue susurro de las olas. El sol era una presencia cálida y bienvenida en su coronilla, y más arriba todo parecía conspirar para mantener el estado adormilado en que se encontraba. Intentó buscar en su interior cualquier angustia que pudiera sentir, pero sólo halló una embotada placidez; era como si el colapso total de todos los planes que había hecho le proporcionara una extraña calma. Nadie a quien engañar, ningún secreto que guardar, ningún deber que cumplir mientras iban a la deriva, simplemente dejándose llevar hasta que los caprichosos dioses dieran a conocer lo que les deparaban.
Después de que pasara un tiempo imposible de determinar, la voz de Jean le devolvió a la realidad, haciéndole parpadear al abrir los ojos y sentir el brillo del sol que se reflejaba en el agua.
—Locke —dijo Jean, repitiendo lo que antes debía de haber dicho—, ¡vela a tres cuartos por la proa, a babor!
—Ja, ja, Jean. Será el Mensajero Rojo, que se aleja de nosotros para siempre. Seguro que lo recuerdas.
—No —dijo Jean con insistencia—. ¡Vela nueva, a tres cuartos por la proa, a babor!
Locke echó un vistazo por encima de su hombro izquierdo, entornando los ojos. El Mensajero Rojo aún era visible a unos tres cuartos de milla de distancia. Pero a la izquierda del buque que había sido suyo, en principio muy difícil de distinguir por el modo en que los fulgores del mar y del sol se confundían entre sí… una vela cuadrada que parecía cubierta de polvo se recortaba en el horizonte.
—No me fastidies —dijo Locke—. Me da la impresión de que nuestros chicos van a tener la primera ocasión de conseguir algo de botín.
—¡Podría haber tenido la cortesía de aparecer ayer!
—Me temo que hubiéramos fastidiado aún más las cosas. Pero… ¿te imaginas a esos pobres bastardos echándole los hierros a su presa, saltando a las velas, espada en mano, y gritando: «¡Vuestros gatos! ¡Entregadnos todos vuestros malditos gatos!»?
Jean rió.
—Buen lío el que hemos armado. Al menos nos hemos entretenido un poco. No les será fácil con el Mensajero Rojo en tan mal estado. Quizá vuelvan a por nosotros para que les echemos una mano.
—Quizá vuelvan a por ti —dijo Locke.
Mientras Locke seguía mirando, el velamen del Mensajero volvió a la vida, un cuadrado blanco completamente desplegado. Esforzando la vista, consiguió distinguir unas figuras diminutas que recorrían el puente y los aparejos. Su anterior buque dio un viraje y puso la proa a babor para recibir el viento por estribor.
—Salta como un caballo con un tobillo roto —dijo Jean—. Fíjate, no se fían del velamen del palo mayor. No se lo reprocho —Jean siguió observando la escena durante varios minutos más—. Me parece que su nuevo amigo llega por el norte-noroeste. Si nuestros chicos viran hacia el oeste y lo resisten, quizá… De otro modo, el nuevo buque tendrá sitio para escaparse hacia el oeste o el sur. Si está en buenas condiciones, el Mensajero jamás lo atrapará.
—Jean… —dijo Locke muy despacio, como si no confiara en sus conocimientos de la mar—. Creo… que la huida no entra en sus planes. Mira. Se dirige derecho hacia el Mensajero.
Los siguientes minutos lo confirmaron. Además, las velas del recién llegado les doblaban en tamaño, y Locke pudo ver la débil línea del casco bajo ellas. Fuera quien fuese, llevaba rumbo noroeste para cortarle el paso al Mensajero Rojo.
—Y es rápido —dijo Jean, ciertamente fascinado—. ¡Mira cómo se mueve! Me apostaría los hígados a que el Mensajero no llega a los cuatro nudos. Ése hace el doble o más.
—Quizá les importe un pito el Mensajero —dijo Locke—. Quizá lo único que quieran ver es si está maltrecho para después largarse.
—Eso de «bésame el culo y adiós, muy buenas» —dijo Jean—. Qué pena.
El recién llegado aumentó de tamaño rápidamente; la silueta antes apenas vista se convirtió en un casco negro muy estrecho; las ondeantes velas en delgadas líneas de mástiles.
—Dos mástiles —dijo Jean—. Un bergantín con todas las velas al viento.
Locke sintió un inesperado ataque de ansiedad; intentó refrenar su excitación mientras el Mensajero avanzaba a duras penas hacia el sudoeste y el recién llegado iba a por él. El bajel desconocido acababa de enseñarles su costado de estribor. Como Jean había dicho antes, tenía dos mástiles, un perfil muy bajo y un casco negro y reluciente.
Una mota oscura apareció en mitad del aire, por encima de su popa. Se desplazó hacia arriba, se desplegó y entonces se convirtió en una enorme bandera que ondeaba al viento… una bandera carmesí, tan chillona como la sangre recién derramada.
El recién llegado prosiguió su avance, logrando que el agua se convirtiera en vapor al cortarla con la proa y disminuyendo la distancia que le separaba del Mensajero Rojo a cada segundo. Detrás de él aparecieron unas siluetas blancas… botes llenos con unas manchas oscuras que eran sus marineros. Aquel buque giró en redondo hacia el Mensajero como si fuera una bestia hambrienta que cortara la retirada a su presa; mientras tanto, los botes cruzaron las aguas brillantes para atacar por barlovento. Aunque Jabril y los suyos intentaran librarse de aquella trampa, no lo conseguirían; una oleada tras otra de gritos y vítores beligerantes se propagaron débilmente por la superficie de las aguas; al poco rato, un enjambre de pequeñas motas oscuras cubría los costados del Mensajero.
—¡No! —Locke no era consciente de que se había levantado de un salto y de que Jean le obligaba a volver a su asiento—. ¡Malditos, miserables y cobardes bastardos! ¡No podéis capturar mi jodido barco…!
—Que ya había sido capturado —dijo Jean.
—¡He recorrido mil millas para estrechar vuestras malditas manos y aparecéis dos horas después de que nos hayan tirado por la borda! —exclamó Locke.
—Me parece que ni siquiera una hora —le corrigió Jean.
—¡Malditos piratas, jodidos, descerebrados, holgazanes y pichas flojas!
—Los ladrones prosperan —dijo Jean, mordiéndose los nudillos para no partirse de risa.
La batalla, si es que hubiera podido llamársela así, no duró ni cinco minutos. Alguien del alcázar hizo que el Mensajero virara en redondo orzando al viento, de suerte que perdió la poca velocidad que llevaba. Con todas las velas caídas, comenzó a moverse muy despacio, permitiendo que uno de los botes se aferrase a su casco. Otro bote avanzó hacia el buque del que había salido, el cual, con las velas menos hinchadas que cuando había perseguido al Mensajero, viró en redondo por la amura de estribor y puso rumbo a la dirección que habían tomado Locke y Jean… un monstruo de fea catadura que jugueteaba con la próxima presa diminuta que iba a devorar.
—Creo que podríamos estar en una de esas situaciones de «buenas noticias y malas noticias» —dijo Jean, chasqueándose los nudillos—. Debemos prepararnos para rechazar a quienes quieran abordarnos.
—¿Con qué? ¿Con un estilete y alguna que otra insinuación molesta respecto a sus madres? —Locke apretaba los puños; su angustia se había convertido en excitación—. Jean, si abordamos ese buque y conseguimos hablar con su tripulación, podremos proseguir con el juego, ¡por los dioses!
—Quizá sólo quieran matarnos y llevarse el bote.
—Ya veremos —dijo Locke—. Ya veremos. Primero el intercambio de saludos. Y luego pondremos en práctica alguna interacción de carácter diplomático.
El barco pirata se acercaba lentamente mientras el sol se hundía por el oeste y el cielo y el agua comenzaban a cobrar tintes más oscuros. Sin lugar a dudas, el color oscuro de su casco se debía a la madera de álamo negro con la que había sido construido… y a simple vista se apreciaba que era más largo que el Mensajero Rojo. Su tripulación atestaba vergas y barandillas. Locke sintió una punzada de envidia al ver a tantos hombres demostrar tanta actividad. Se deslizó majestuosamente sobre el agua y orzó al recibir las órdenes emitidas desde el alcázar. Las velas fueron arrizadas con movimientos rápidos y precisos; disminuyó la velocidad, ocultó de su vista el Mensajero Rojo y les enseñó su costado de babor, deteniéndose a una distancia de veinte brazas.
—¡Ah del bote! —exclamó una mujer desde la barandilla. Locke pudo ver que era bajita: cabellera negra, con partes de una armadura, rodeada por una docena de marineros armados que los miraban con mucho interés. Locke sintió que se le ponía carne de gallina a causa de aquel escrutinio y por eso decidió ponerse la máscara del gracioso.
—¡Ah del bergantín! —exclamó—. Un tiempo magnífico, ¿no les parece?
—¿Qué tienen que decir de ustedes dos?
Locke consideró rápidamente las potenciales ventajas que le ofrecían las diferentes maneras de entablar contacto: suplicar, mostrarse desconfiado o parecer altivo, y decidió que la altivez sería lo más indicado para causar una impresión inolvidable.
—¡Alto! —exclamó, levantándose e izando el estilete por encima de la cabeza—. ¡Supongo que se darán cuenta de que el viento está a nuestro favor y de que ustedes están al pairo sin posibilidad de escapar! ¡Su buque es nuestro y ustedes son nuestros prisioneros! ¡Estamos dispuestos a ser clementes, pero no nos pongan a pueba!
Cuando una carcajada general recorrió el puente del buque, Locke comprendió que sus esperanzas acababan de aumentar. La risa era algo bueno; por lo que él sabía, una risa como aquella muy raramente solía ser el preludio de cualquier escabechina.
—¡Creo que estoy hablando con el capitán Ravelle! —exclamó aquella mujer— ¿Estoy en lo cierto?
—¡Vaya! ¡Veo que mi reputación me precede!
—¡Los hombres de ese barco que usted capitaneó me han hablado de usted!
—Mierda —dijo Locke en voz baja.
—¿Quieren que los rescatemos?
—Claro que sí —dijo Locke—. Sería un acto de evidente cortesía.
—Muy bien. Pues dígale a su amigo que se levante. Y quítense la ropa los dos.
—¿Qué?
Una flecha silbó en el aire a un metro por encima de sus cabezas; Locke se acobardó.
—¡Ropas fuera! ¡Si quiere caridad, antes tendrá que entretenernos! ¡Dígale al gordo de su amigo que se levante, y luego desnúdense los dos!
—No me lo puedo creer —dijo Jean mientras se ponía de pie.
—¡Eh! —exclamó Locke mientras se quitaba la camisa—, ¿las dejamos caer en el fondo del bote o quiere que las tiremos por la borda?
—¡No! —dijo la mujer—. ¡Nos las llevaremos junto con el bote, aunque no les llevemos a ustedes! ¡Calzones fuera, caballeros! ¡Así se hace!
Momentos después, Locke y Jean se habían quedado completamente en cueros, manteniendo el equilibrio al balancearse precariamente al ritmo del bote y sintiendo que la brisa de la tarde acariciaba sus costados.
—¿Qué es eso, caballeros? —dijo aquella mujer a voz en grito—. ¡Esperaba unos sables y no esos estiletes que me muestran!
Los marineros que estaban detrás de ella se partían de risa. ¡Por el Guardián Avieso! Locke vio que muchos más comenzaban a llegar por la barandilla de babor. Los marineros que les miraban a él y a Jean, apuntándoles con el dedo y diciéndoles procacidades, eran muchos más que los que componían la tripulación del Mensajero Rojo.
—¿Qué les pasa, muchachos? ¿Es que la idea del rescate no les seduce lo suficiente? ¿Qué tal si les sacamos de ahí?
Locke respondió con un gesto que había aprendido de niño, un gesto que se hacía con las dos manos y que siempre daba lugar a alguna pelea en cualquiera de las ciudades-estado del mundo de Therin. La muchedumbre de piratas se lo devolvió con bastantes variaciones, ciertamente creativas.
—Entonces bien —dijo la mujer—. Apóyense en una sola pierna. ¡Los dos! ¡Con una!
—¿Qué? —Locke puso las manos en jarras—. ¿Con cuál?
—Con la que quiera, como hace su amigo —replicó ella.
Locke estiró la pierna izquierda por encima del asiento y extendió los brazos para equilibrarse, lo cual no le resultó nada fácil. Jean acababa de hacer lo mismo que él; Locke estaba absolutamente seguro de que debían de parecer un completo par de idiotas.
—Más arriba —dijo la mujer—. Resulta bastante penoso. ¡Seguro que pueden hacerlo mejor!
Locke levantó la pierna quince centímetros más, mirándola con cara de desafío. Podía sentir en su pierna derecha los temblores inducidos por la fatiga y los que procedían de la inestabilidad del bote. Él y Jean llevaban bastante tiempo cubriendo la vergüenza que sentían con nuevas vergüenzas.
—¡Buen trabajo! —exclamó aquella mujer—. ¡Y ahora que bailen!
Locke vio las negras siluetas de las flechas pasar por delante de sus ojos antes de escuchar el tañido de sus cuerdas al ser disparadas. Se desplazó hacia la derecha mientras aquéllas se clavaban en el centro del bote, comprendiendo medio segundo después que no iban en busca de su carne. El mar se lo tragó en un instante; como no se había preparado para saltar, cayó de espaldas, de suerte que cuando salió a la superficie pataleando, tosía y escupía al sentir en la nariz la desagradable sensación del agua salada.
Cuando salió a la superficie, Locke oyó, antes que verlo, que Jean, que acababa de subir por otro lado del bote, lanzaba un chorro de agua por la boca. Los piratas gritaban y reían como locos, a punto de caerse al suelo, y se agarraban los costados con las manos. La mujer dio una patada a algo y una cuerda de nudos cayó por el puerto de embarque del buque.
—Naden hasta aquí y traigan el bote consigo.
Agarrándose a las bordas con una mano e impulsándose desenfrenadamente con la otra, Locke y Jean consiguieron llevar el pequeño bote hasta el buque, quedándose en la sombra que aquél proyectaba. El extremo de la cuerda flotaba en ella, por lo que Jean dio un empujón a Locke para que la agarrara, temiendo que los de arriba tiraran de ella en cualquier momento.
Locke subió por la cuerda apoyándose en la madera negra del casco perfectamente cepillada, mojado, desnudo y echando pestes. Unas manos vigorosas le cogieron en la barandilla y le introdujeron a bordo. Se encontró delante de un par de botas de cuero desgastado y se incorporó.
—Espero que les resultara divertido —dijo—, porque voy a…
Una de aquellas botas le pisó en el pecho hasta que volvió a quedarse echado en el puente. Con una mueca de dolor, decidió que lo mejor sería quedarse quieto y estudiar al propietario de aquellas botas. Aquella mujer no era bajita… sino pequeña, incluso desde la perspectiva de quien se encontraba debajo de sus talones. Llevaba una camisa azul-cielo muy gastada debajo de un traje de cuero negro, acuchillado y poco ceñido, que más que ser el último grito de la moda parecía a punto de romperse. La negra cabellera, muy rizada, se la recogía por detrás del cuello, y en el cinturón llevaba un pequeño arsenal de sables y de cuchillos de combate. Sin lugar a dudas, era muy musculosa en hombros y brazos, tanto que a Locke se le bajaron los humos enseguida.
—¿Adónde va a ir?
—A quedarme aquí, tirado en el puente —dijo Locke— para disfrutar de este magnífico atardecer.
La mujer rió; un segundo después subieron a Jean y lo arrojaron al lado de Locke. Sus cabellos negros se le habían pegado al cráneo y chorreaba agua por los recios pelos de la barba.
—Vaya —dijo la mujer—. Uno grande y otro chico. Me parece que el grande debe de apañárselas bastante bien solito. Usted debe ser el señor Valora.
—Si usted lo dice, señora, supongo que así es.
—¿Señora? Señora es una palabra de tierra adentro. Aquí, si no le importa, deberá llamarme teniente.
—Entonces, ¿no es usted la capitana de este buque?
La mujer levantó la bota con la que hasta entonces había estado pisando el pecho de Locke, y éste se sentó en el puente.
—Me temo que no —dijo.
—Ezri es mi primer oficial —dijo una voz por detrás de Locke; éste se volvió, lentamente y con mucho cuidado, para mirar a quien había hablado.
Aquella mujer era más alta que la tal Ezri, y más ancha de hombros. Era morena, con la piel sólo un poco menos oscura que el casco de su buque, e impresionante, aunque en absoluto joven. Las arrugas que rodeaban sus ojos y su boca delataban que debía de tener unos cuarenta años. Sus ojos eran fríos y su boca en absoluto amable… Era evidente que no compartía la travesura que Ezri había cometido con aquellos dos prisioneros desnudos que estaban llenando su puente de agua.
Sus guedejas del color de la noche, trenzadas con cintas rojas y plateadas, le colgaban en melena bajo un sombrero de cuatro picos y, a pesar del calor, se vestía con una levita oscura, desgastada por la intemperie, forrada por dentro con una brillante seda dorada. Lo más extraño era ver que debajo de la levita llevaba una cota de cristal antiguo desabrochada. Aquella suerte de armadura apenas era llevada por quienes no pertenecían a la realeza (todas y cada una de las láminas de cristal antiguo que la formaban estaban encajadas en las correspondientes celdas de una redecilla metálica), ya que los humanos no conocían el arte de pegar el cristal. La cota brillaba al reflejar la luz del sol, pues su diseño era más intrincado que el de cualquier vitral… mil fragmentos de resplandeciente gloria del tamaño de una uña y enmarcados en plata.
—Orrin Ravelle —dijo ella—, jamás había oído hablar de usted.
—No hubiera debido oír hablar de mí —comentó Locke—. ¿Podemos tener el placer de conocer su nombre?
—Del —dijo ella, apartando la mirada de ellos para ponerla en Ezri—, iza el bote. Échales un vistazo a sus ropas, coge de ellas todo lo que sea interesante y devuélveselas para que se vistan con ellas.
—A sus órdenes, capitana —Ezri se volvió y comenzó a dar instrucciones a los marineros que la rodeaban.
—En cuanto a ustedes dos —dijo la capitana, volviendo a mirar a los dos ladrones empapados—, deben saber que me llamo Zamira Drakasha y que mi nave es el Orquídea Emponzoñada. En cuanto se hayan vestido, alguien vendrá para conducirlos abajo y arrojarlos a la bodega del pantoque.