Capítulo 7

Soltando amarras

1

En la isla solitaria había un centinela que recorría a pie el embarcadero situado en su base. Su linterna tiñó de suave luz amarilla las ondulaciones de las negras aguas de las cercanías cuando Locke le lanzó una soga desde su pequeño bote. Pero antes de atarla a un amarre, apuntó aquella linterna hacia Locke, Jean y Caldris, y dijo:

—Este embarcadero está estrictamente… oh, dioses. Lo lamento, señor.

Locke hizo una mueca, sintiendo que la autoridad que le confería aquel uniforme verrarí de capitán era tan agradable como el calorcillo de una manta. Se cogió de un pilote y subió por sí mismo al embarcadero, mientras el centinela le saludaba de un modo desmañado al cruzar sobre su pecho la mano que aún no había soltado la linterna.

—Los dioses protejan al Arconte de Tal Verrar —dijo Locke—. Continúe. Su trabajo, soldado, consiste en investigar las embarcaciones extrañas que se acercan de noche.

Mientras el soldado ataba el bote a un pilote, Locke se agachó y ayudó a Jean a subir. Moviéndose con mucha soltura por estar muy familiarizado con aquel uniforme, Locke se acercó por detrás al centinela, desplegó la capucha de piel rizada que acaba de extraer de su casaca, la dejó caer de golpe sobre la cabeza del soldado y tiró con fuerza del cordel que la cerraba.

—Bien saben los dioses que jamás verás a nadie que te parezca más extraño que nosotros.

Jean mantuvo agarrado por los brazos al soldado mientras las drogas del interior de la capucha cumplían su función. Y puesto que no era tan fuerte como el último hombre a quien Locke había intentado dejar inconsciente con una de aquellas capuchas, se derrumbó a los pocos segundos de debatirse en silencio. Ya dormía de la manera más apacible cuando Locke y Jean le dejaron bien atado al poste que se encontraba en el extremo más alejado del embarcadero después de meterle un trapo en la boca.

Caldris salió a gatas del bote, cogió la linterna del centinela y echó a andar con ella.

Locke alzó la vista hacia la torre de piedra que constituía su objetivo: con una altura de siete pisos, sus almenas se hallaban iluminadas por la luz anaranjada proveniente de las balizas alquímicas de navegación que alejaban a las embarcaciones de aquel lugar. Se notaba la mano de Stragos, porque lo normal hubiera sido que también hubiese centinelas en ellas para vigilar las aguas y el embarcadero. Nada se movía en lo alto de la torre.

—Adelante —dijo Locke a Jean con un susurro—. Entremos dentro y reclutemos a unos cuantos hombres.

2

—Se la llama la Roca de Barlovento —dijo Stragos. Señalaba la torre de piedra que emergía sobre la pequeña isla, situada aproximadamente a un tiro de flecha de la ruidosa línea de espuma blanca que marcaba el fin de la barrera externa de arrecifes de cristal con que se protegía Tal Verrar. El ancla descansaba a veintitrés metros de profundidad y a la distancia de una milla al oeste de la dársena de Plata. El cálido sol matutino, que acababa de despuntar por encima de la ciudad que los rodeaba, convertía los estratos de claridad brumosa en peldaños de plácida luz.

Haciendo honor a lo anunciado por Merrain, Stragos había llegado al amanecer a bordo de una lancha de diez metros, la cual, construida con madera negra pulimentada, disponía en la popa de asientos de piel muy confortables e incrustaciones de oro a todo lo largo de su superficie. Mientras Merrain estaba sentada en la proa, Locke y Jean habían aparejado las velas por su cuenta, sin apenas necesitar la supervisión de Caldris. Locke se preguntaba si ella no se sentiría cómoda en cualquier sitio.

Salieron con rumbo norte, luego contornearon la dársena de Plata y giraron al oeste, persiguiendo los últimos resquicios de sombras azuladas que aún se escondían en el cielo nocturno, muy hacia el horizonte.

Ya llevaban navegando un buen rato cuando Merrain tocó el silbato para llamar la atención de todos y señaló hacia su izquierda, al otro lado de la parte de estribor de la proa. A lo lejos se divisaba una estructura alta y oscura que se levantaba por encima de las olas. Unas luces anaranjadas relucían en su extremo superior.

Poco después echaban el ancla para mirar aquella torre lejana. Aunque Stragos no hubiera alabado la manera con que Locke y Jean manejaban el bote, lo cierto es que tampoco les había hecho ningún reproche al respecto.

—La Roca de Barlovento —dijo Jean—. He oído hablar de ella. Es una especie de fortaleza.

—Una prisión, maese de Ferra.

—¿Vamos a visitarla ahora, por la mañana?

—No —dijo Stragos—. Ahora volverán a la base y desembarcarán en ella. Por ahora sólo quería que la vieran… para contarles una historia. Se refiere a cierto capitán que se encuentra a mi servicio y del que me debería fiar muy poco, pues hasta ahora ha hecho un trabajo espléndido ocultando sus defectos.

—Las palabras no pueden expresar lo profundamente dolido que me siento al oír eso —comentó Locke.

—Va a traicionarme —prosiguió Stragos—. Los planes que ha estado preparando durante meses han acabado por conducirle a la que será su traición final, por otra parte, grandiosa. Me robará algo muy valioso que empleará contra mí, haciendo que todo el mundo se entere de ello.

—Hubiera debido vigilarle mucho mejor —murmuró Locke.

—Lo he hecho —dijo Stragos—. Y ya lo he arreglado todo, pues el capitán de quien estoy hablando es… usted.

3

La Roca de Barlovento sólo tiene una puerta de entrada, forrada de hierro y de cuatro metros de altura, que se abre y se vigila desde dentro. Cuando Locke y Jean se acercaron a ella, se abrió una pequeña mirilla dispuesta en la pared contigua por la que apareció una cabeza iluminada desde detrás por la luz de una lámpara. La voz de la mujer de guardia era muy seria cuando preguntó:

—¿Quién vive?

—Un oficial del Arconte y del Consejo —contestó Locke con la formalidad que exigía el ritual—. Este hombre que me acompaña es mi contramaestre. Aquí tiene mis órdenes y acreditaciones.

Y le pasó un cilindro que contenía los documentos. Cuando la mujer corrió la mirilla, Locke y Jean permanecieron inmóviles y en silencio durante varios minutos, escuchando el ruido de las olas al golpear los arrecifes cercanos. Las dos lunas que acababan de salir bañaban de plata el horizonte meridional, y las estrellas brillaban en el cielo sin nubes como el azúcar con el que un confitero hubiese espolvoreado un paño negro.

Finalmente se escuchó un ruido metálico, tras el cual los goznes de las pesadas jambas de la puerta rechinaron mientras éstas se abrían. La mujer de guardia fue a su encuentro y saludó, pero sin devolverle a Locke sus papeles.

—Mis disculpas por la espera, capitán Ravelle. Bienvenido a la Roca de Barlovento.

Locke y Jean la siguieron y entraron en el recibidor de la torre, que estaba dividido en dos secciones por la pared de barrotes de hierro que cubría toda su anchura y que llegaba desde el suelo hasta el techo. A la izquierda de dichos barrotes, un hombre sentado en un escritorio cuidaba del mecanismo que controlaba las puertas… las cuales se cerraron tras Locke y Jean a los pocos segundos.

Tanto el hombre como la mujer llevaban el uniforme azul del Arconte por debajo de una armadura de cuero endurecido muy ajustada, compuesta por brazales, peto y protector de la nuca. El hombre, recién afeitado y de rostro agradable, aguardaba al otro lado de los barrotes a que la mujer le entregara la documentación de Locke.

—Capitán Orrin Ravelle —dijo ella—. Y su contramaestre. Traen órdenes del Arconte.

El hombre estudió los papeles de Locke durante un buen rato antes de asentir y de dejarles pasar.

—Por supuesto. Buenas noches, capitán Ravelle. ¿Este hombre, Jerome Valora, es su contramaestre?

—En efecto, teniente.

—¿Ha venido a visitar a los presos de la segunda bóveda? ¿A alguien en particular?

—Sólo es una simple visita, teniente.

—Como quiera —el hombre tomó la llave que llevaba alrededor del cuello, abrió la única puerta existente en la pared de barrotes de hierro y se acercó a ellos sonriendo—: Nos complace ayudar al Protector en lo que sea, señor.

—Lo dudo mucho —dijo Locke, en cuya mano izquierda acababa de caer el estilete que llevaba oculto en la manga. Se acercó a la mujer y le hizo un corte detrás de la oreja derecha, en la piel al descubierto que se hallaba entre el protector de la nuca y su espesa cabellera. Ella gritó, se volvió y desenfundó en un instante su sable de acero pavonado.

Antes de que su hoja quedara desenvainada por completo, Jean agarró al teniente, que musitó un sonido ahogado de sorpresa cuando le lanzó contra los barrotes y le propinó un golpe muy preciso en el cuello con el filo de su mano derecha. El peto de cuero eliminó cualquier posibilidad de daño sin disminuir la conmoción debida al impacto. Jean le cogió por detrás los brazos y le hizo una férrea presa que a punto estuvo de ahogarlo.

Mientras la mujer le lanzaba un tajo, Locke se apartó rápidamente del alcance de su hoja. Su primer ataque había sido muy rápido; el segundo no lo fue tanto, por lo que Locke pudo evitarlo. Cuando intentó el tercero perdió el equilibrio al tropezar con sus propios pies. Dominada por la confusión, casi no podía hablar.

—Cabrón —murmuró—. Ve… ve… neno.

Locke hizo una mueca cuando la mujer cayó al suelo boca abajo; aunque intentó cogerla, no lo consiguió, pues la sustancia de la hoja le había hecho efecto más deprisa de lo que esperaba.

—Bastardo —dijo el teniente, medio ahogándose e intentando librarse de la presa de Jean—. ¡La has matado!

—Claro que no, sesos de mosquito. Lo cierto es que en cuanto veis a cualquiera con una espada desenvainada, suponéis que ha matado a alguien —Locke se acercó a él y le mostró el estilete—. El filo está mojado con una sustancia llamada «congela-entendimiento». Te hace dormir toda la noche como un tronco y te despiertas a mediodía. Entonces te sientes fatal. Lo lamento. ¿Dónde la quieres? ¿En el cuello o en la palma de la mano?

—¡Mal… dito traidor!

—Pues en el cuello —Locke le dio un pequeño corte detrás de la oreja izquierda y contó hasta ocho antes de que se quedara colgado de los brazos de Jean, más flojo que la seda mojada. Jean depositó suavemente al teniente en el suelo y le quitó del cinto un pequeño manojo de llaves.

—Perfecto —dijo Locke—. Y ahora vayamos a visitar la segunda bóveda.

4

—Ravelle no existía hace un mes —decía Stragos—. No existía hasta que yo urdí toda una serie de mentiras respecto a él. Una docena de mis hombres y mujeres de confianza jurarán que es real, que compartieron con él comida y tareas y que hablaron con él de cosas del servicio y de frivolidades.

»Mis chupatintas han preparado órdenes, listas de tareas, facturas y otros documentos para luego sembrarlos en mis archivos. Varios hombres que se llamaban Ravelle alquilaron habitaciones, compraron mercancías y encargaron a los sastres varios uniformes que fueron entregados en la dársena de la Espada. Cuando tenga que aprovechar los resultados de su traición, Ravelle será una persona real.

—¿Los resultados? —preguntó Locke.

—Ravelle va a traicionarme de la misma manera que la capitana Bonaire, cuando hace siete años sacó mi Basilisco del puerto bajo la bandera roja. Ahora va a suceder lo mismo… dos veces al mismo Arconte. Durante algún tiempo se reirán de mí en ciertos barrios. Una pérdida temporal a cambio de una ganancia a largo plazo —hizo una mueca—. Maese Kosta, ¿no ha pensado en cómo reaccionará la gente ante lo que va a suceder? Yo sí.

—Por los dioses, Maxilan —dijo Locke mientras jugueteaba sin ser consciente de ello con uno de los nudos de las cuerdas que aseguraban la relativamente pequeña vela mayor—. Atrapado en medio del mar, fingiendo dominar un negocio en el que soy un absoluto incompetente, luchando para seguir vivo mientras su jodido veneno corre por mis venas, creo que tendré que hacer un esfuerzo para pedir en mis oraciones que todo le salga bien.

—Ravelle también es un asno —dijo el Arconte—, tal y como he dicho que escriban en su currículo. Y ahora hay algo que debe saber acerca de Tal Verrar: los policías del Priori guardan la Mazmorra de Alta Seguridad enclavada en la Castellana. En ella se encuentran la mayoría de los prisioneros de la ciudad. Pero la Roca de Barlovento es mía. Será más facil tratar con ella, porque los míos se encargan de su vigilancia y de su intendencia —y sonrió—. En ese lugar Ravelle llegará, justamente, al culmen de su felonía. En ese lugar, maese Kosta, usted se encontrará con su tripulación.

5

Tal y como les había advertido Stragos, debían desarmar a otro guardia más que vigilaba el primer piso de celdas situado bajo la entrada, junto a una gran escalera de hierro pavonado. La torre de piedra que se encontraba más arriba sólo estaba ocupada por los guardias y las luces alquímicas; el auténtico propósito de la Roca de Barlovento se centraba en las tres antiguas criptas de piedra excavadas muy por debajo del nivel del mar, en los propios cimientos de la isla.

El hombre que los vio llegar dio inmediatamente la alarma; que Locke y Jean caminaran sin escolta probaba fehacientemente que el protocolo de las visitas había sido vulnerado. Mientras subía a la carga por las escaleras, Jean le quitó la espada y le dio una patada en la cara y otra en el estómago que le hicieron retorcerse. Un mes de ejercicio sometido a los excéntricos cuidados de Caldris habían aumentado más que nunca la fuerza taurina de Jean, de suerte que Locke casi sintió pena por el pobre hombre que se debatía entre sus brazos; así que se llegó hasta ellos, le dio al hombre su dosis de congela-entendimiento y silbó con buen humor.

Y de ese modo neutralizaron a la guardia nocturna, una fuerza casi nominal, sin cocineros ni personal civil. Un guardia en el embarcadero, dos dentro de la entrada, uno en el primer piso de las celdas. Los otros dos que estaban en las almenas habían bebido té drogado, suministrado por orden directa de Stragos, quedándose dormidos con la tetera entre ambos. A la mañana siguiente tendrían una buena excusa para explicar su incompetencia… otro nuevo y extraño detalle que añadir a la lista de cosas extrañas que iban a rodear todo aquel asunto.

La Roca de Barlovento no disponía de ningún bote, para que los prisioneros (en el hipotético caso de que pudieran atravesar los barrotes de las celdas dispuestos en las húmedas paredes de las antiguas criptas y, después de dejar atrás la pared de barrotes de la entrada, salieran por la única puerta que precisamente estaba reforzada con hierro) tuvieran que nadar una milla (por lo menos) en mar abierto, bajo la atenta mirada de los numerosos seres de las profundidades, siempre ansiosos por conseguir algo de comida.

Locke y Jean ignoraron la puerta de hierro que llevaba hasta las celdas del primer piso y siguieron bajando por la escalera de caracol. El aire estaba cargado y olía a sal y a cuerpos en absoluto aseados. Al atravesar la puerta de hierro del segundo piso se encontraron dentro de una cripta dividida en cuatro enormes celdas, largas y de techos muy bajos, dos a cada lado, con un pasillo de cinco metros en el centro.

Sólo una de aquellas celdas estaba ocupada; varias docenas de hombres dormían bajo la pálida luz verdosa de unos cuantos globos alquímicos dispuestos en las paredes y protegidos con barrotes. El aire del lugar era innegablemente rancio, denso por los olores de las camas sin asear, de los desechos corporales y de la comida podrida. Unos tenues rizos de bruma se enroscaban en los presos. Varios pares de ojos siguieron a Locke y a Jean cuando éstos ascendieron por los peldaños que morían ante la puerta de la celda.

Locke le hizo una seña a Jean y éste comenzó a golpear con el puño los barrotes de la puerta. Se levantó un clamor tan fuerte que hacía daño en los oídos al reverberar en las mojadas paredes de la bóveda. Los presos a quienes acababan de molestar se levantaron de sus catres llenos de mugre, jurando y gritando.

—¿Estáis cómodos aquí dentro? —exclamó Locke para que le oyeran entre tanta algarabía. Jean había dejado de dar golpes en los barrotes.

—Nos sentiríamos mucho más cómodos si dispusiéramos de un elegante y dulce capitán verrarí al que follarnos de atrás adelante —dijo un prisionero que estaba cerca de la puerta.

—No tengo paciencia para hablar de estupideces —dijo Locke, que, señalando a la puerta por la que él y Jean habían entrado, añadió—: Si salgo por ahí, ya no volveré a entrar.

—Pues vete y que te jodan, déjanos dormir —dijo un espantajo humano que se encontraba en uno de los rincones más alejados de la celda.

—Y si no vuelvo a entrar por ella —añadió Locke—, ninguno de vosotros, pobres bastardos, sabrá nunca por qué en las criptas uno y tres todas las celdas están llenas… mientras que en la dos sólo está ocupada esta celda.

Aquello consiguió captar su atención. Locke sonrió.

—Así está mejor. Soy Orrin Ravelle. Hasta hace muy pocos minutos era capitán de la marina de Tal Verrar. Y la razón de que todos vosotros estéis aquí se debe a que yo os escogí. A todos y a cada uno de vosotros. Yo os escogí y después falsifiqué las órdenes en las que a todos se os asignaba esta celda.

6

—En un primer momento escogí cuarenta y cuatro presos —dijo Stragos. Contemplaban la Roca de Barlovento a la luz del sol de la mañana. A lo lejos se acercaba un bote con soldados de casaca azul, posiblemente el relevo de la guarnición—. Dejé vacía la segunda bóveda de celdas para que entraran en ella. Aunque todas las órdenes firmadas por «Ravelle» parecen correctas, un posterior estudio de las mismas revelará su falsedad. Eso puedo usarlo después como excusa para arrestar a varios oficinistas que no poseen la… suficiente lealtad que estimo necesaria en mi servicio.

—Eficiente —comentó Locke.

—Sí —prosiguió Stragos—. Todos esos presos son marineros de primera que proceden de navíos embargados por diferentes motivos. Algunos llevan en custodia varios años. Muchos eran de la tripulación de su Mensajero Rojo, que tuvieron la suerte de no ser ejecutados junto con sus oficiales. Es posible que algunos de ellos incluso tengan un pasado de piratas.

—¿Por qué mantiene prisioneros en la Roca? —preguntó Jean—. No me refiero a éstos, sino en general.

—Carnaza para las galeras —contestó Caldris—. Algo que interesa tener a mano. Si hay guerra, se les ofrece el indulto a cambio de servir como remeros en las galeras mientras dure. La Roca podría abastecer de remeros a dos galeras durante todo el tiempo.

—Caldris tiene mucha razón —dijo Stragos—. Como iba diciendo, algunos de esos hombres llevan allí varios años, aunque ninguno pasó tantas penalidades como las que sufren desde hace un mes. Les he privado de casi todo, desde ropa de cama limpia hasta una alimentación regular. Los guardianes han sido crueles, pues los despiertan cuando duermen, haciendo ruido y arrojándoles cubos de agua fría. Me atrevo a decir que cualquiera de ellos odia la Roca de Barlovento, odia a Tal Verrar y me odia a mí. En persona.

Locke movió lentamente la cabeza para asentir.

—Por eso usted espera que acojan a Ravelle como su salvador.

7

—Entonces, maldito lameculos verrarí, ¿tú eres el único responsable de que nos hayan arrojado a patadas en este infierno?

Uno de los presos se acercó a los barrotes y se agarró a ellos; y como las privaciones de aquel encierro habían mermado la constitución física de todos ellos hasta lograr un espantoso parecido con la imaginería de los antiguos días heroicos, Locke supuso que no debía de llevar mucho tiempo en la celda: sus músculos parecían tallados en madera de álamo negro; su piel y cabellos eran tan negros que amortecían aún más la pálida luz verdosa de la cripta, como si quisieran burlarse de ella.

—Soy el único responsable de que os trasladaran a esta cripta —dijo Locke—. Pero no fui yo quien os metió en este sitio, ni quien dispuso el trato que os dan en él.

—Eso de trato es una palabra de coña para describir lo que nos hacen aquí dentro.

—¿Cómo te llamas?

—Jabril.

—¿Estás al mando?

—¿De qué? —dio la impresión de que la ira de algunos de aquellos hombres comenzaba a menguar, mudándose en una resignación dominada por el cansancio—. Nadie está al jodido mando detrás de unos barrotes de hierro, capitán Ravelle. Meamos y cagamos en el mismo sitio en que dormimos. Aquí ya no tenemos listas de tareas ni cambios de turno.

—Todos sois marineros —comentó Locke.

Éramos marineros —le corrigió Jabril.

—Sé que lo erais. No hubierais podido ser otra cosa. Pensad en esto: a los ladrones los sueltan. Para que se vayan a la Ciudadela Oeste y hagan los trabajos duros, para ser esclavos hasta que se rompan o los perdonen. Pero incluso ellos ven el cielo. Incluso sus celdas tienen ventanas. Los deudores tienen la libertad de poder irse cuando han pagado sus deudas. Los prisioneros de guerra regresan a sus casas cuando se acaba la guerra. Pero vosotros, pobres bastardos… vosotros estáis encerrados aquí contra toda razón. Sois ganado. Si hay guerra, os encadenarán a los remos, y si no la hay… bueno.

—Siempre hay alguna guerra —dijo Jabril.

—Han transcurrido siete años desde la última —dijo Locke. Se acercó aún más a los barrotes y se detuvo delante del rostro de Jabril, mirándole a los ojos—. Quizá pasen otros siete. Quizá nunca haya guerra. Jabril, ¿de veras quieres envejecer en esta celda?

—¿Y qué otra alternativa nos queda… capitán?

—Algunos de vosotros procedéis de un barco embargado recientemente —dijo Locke—. Vuestro capitán intentó meter de contrabando unas avispas-estilete.

—Sí, el Ventura Afortunada —dijo Jabril—. Nos prometieron grandes montones de oro por el trabajo.

—Esos bichos cabrones mataron a ocho durante el viaje —dijo otro prisionero—. Pensamos que repartirían su parte entre los demás.

—Al final tuvieron mejor suerte que nosotros —comentó Jabril—, al menos no tuvieron que compartir con nosotros este maldito lugar.

—El Ventura Afortunada se encuentra anclado en la dársena de la Espada —dijo Locke—. Aunque ahora se llama el Mensajero Rojo. Ha sido restaurado, reaprovisionado, fumigado y carenado. Está quedando muy bien. El Arconte intenta que se lo asignen. Yo estoy a su mando —aseguró Locke—. Está a mi disposición. Y también tengo las llaves.

—¿Qué cojones quiere hacer?

—Son las doce y media de la noche —dijo Locke, bajando la voz hasta conseguir un susurro teatral que reverberó dramáticamente en la pared del fondo de la celda—. El cambio de la guardia no será hasta dentro de seis horas. Todos los guardias de la Roca de Barlovento están… ahora… inconscientes.

Todos los que estaban dentro de la celda abrieron unos ojos como platos. Incluso abandonaron los camastros y se agarraron a los barrotes para formar una muchedumbre ingobernable, aunque atenta.

—Esta noche abandonaré Tal Verrar —dijo Locke—. Es la última vez que llevo este uniforme. Nada le debo al Arconte y a todo lo que representa. He pensado llevarme el Mensajero Rojo, pero para eso me hace falta una tripulación.

La masa de prisioneros se convirtió en un hervidero de empujones y parloteos. Cuando un montón de manos quisieron agarrar a Locke a través de los barrotes, éste retrocedió.

—¡Soy marinero de cofa! —exclamó uno de los prisioneros—. ¡Y muy bueno! ¡Lléveme con usted!

—Nueve años en el mar… ¡sé hacer de todo! —dijo otro.

Jean dio un paso y volvió a golpear los barrotes, exclamando con voz atronadora:

—¡SILEEENCIOO!

Locke mantuvo en alto el manojo de llaves que Jean había tomado del teniente que estaba en la entrada.

—Pondré velas al sur, al Mar de Bronce —dijo—. Me dirijo a Puerto Pródigo. Esto no está sujeto a voto o a negociación. Si venís conmigo, lo haréis bajo la bandera roja. Podréis dejarlo cuando lleguemos a las Islas del Viento Fantasma. Dinero y pillaje hasta entonces. No habrá sitio para los gandules. La consigna será «a partes iguales».

Aquellas últimas palabras eran para darles algo en qué pensar. Un capitán pirata solía llevarse del veinte al cuarenta por ciento de cualquier botín conseguido en la mar. La idea de un reparto equitativo serviría para calmar cualquier ansia de botín.

—Partes iguales —repitió para sobreponerse a la súbita explosión de comentarios que acababan de surgir tras sus palabras—. Pero tenéis que decidiros en este preciso momento. Puedo sacaros de esta roca y llevaros al Mensajero Rojo. Disponemos de las suficientes horas de oscuridad para dejar atrás el puerto y salir a mar abierto. Si no queréis venir, perfecto. Pero entonces no habrá ninguna cortesía por mi parte. Seguiréis en el mismo sitio al que llegasteis. Quizá al relevo de la guardia le impresione vuestra honradez… pero lo dudo. ¿Quién quiere quedarse?

Ninguno de los presos dijo nada.

—¿Quién quiere ser libre y unirse a mi tripulación?

Locke parpadeó al sentir la explosión de vítores y gritos, y luego se permitió una sonrisa burlona que no tuvo que fingir.

—¡Juradme obediencia ante los dioses con vuestros labios y vuestros corazones! —exclamó.

—La juramos —dijo Jabril, y quienes le rodeaban asintieron.

—Si no cumplís el juramento, que los dioses os causen la muerte para que aguardéis a la Señora del Largo Silencio en uno de los platillos de Su balanza.

—Que así sea —dijeron todos a coro.

Locke pasó el manojo de llaves a Jean. En un éxtasis de incredulidad, los presos vieron cómo buscaba la llave apropiada, la introducía en la cerradura y la giraba hacia la derecha.

8

—Hay un problema —dijo Stragos.

—¿Sólo uno? —Locke giró los ojos dentro de sus órbitas.

—Sólo quedan cuarenta de los cuarenta y cuatro que había seleccionado.

—¿Cómo afecta eso a las necesidades del buque?

—Hay comida y agua para cien días y una tripulación de sesenta personas —explicó Caldris—. El buque puede estar bien atendido con la mitad de ese número. Una vez que les hayamos asignado las tareas, contaremos con la gente suficiente.

—Como quiera —dijo Stragos—. Los cuatro que faltan son mujeres. Las había puesto en una celda separada. Una de ellas contrajo la fiebre carcelaria y se la contagió a las demás. No tuve más remedio que llevarlas a la costa; aún están demasiado débiles para levantar los brazos, no digamos para formar parte de esta expedición.

—Vamos a hacernos a la mar sin mujeres a bordo —observó Caldris—. ¿No querrá Merrain unirse a nosotros?

—Me temo —repuso ella con mucha dulzura— que alguien necesita mis talentos en otro lugar.

—¡Es una locura! —exclamó Caldris—. ¡Nos estamos mofando del Padre de las Tormentas!

—Seguro que podrá enrolar a varias mujeres cuando lleguen a Puerto Pródigo, quizá incluso algunas sean buenos oficiales —Stragos extendió las manos—. Seguro que no les pasará nada malo en un viaje tan corto.

—Me gustaría poder decir algo —dijo Caldris, con el miedo pintado en el rostro—. Maese Kosta, creo que comenzamos con mal pie. Necesitamos gatos. Una cesta llena de gatos para el Mensajero Rojo. Necesitamos toda la suerte que podamos conseguir. Los dioses son testigos de que no puede librarse de la obligación de llenar este buque con gatos antes de zarpar.

—No me libraré de ella —dijo Locke.

—Entonces, asunto arreglado —dijo Stragos—. Y ahora, Kosta, hablemos de cuán grande es… su decepción. Por si alberga algún recelo. Ninguno de los hombres que va a sacar de la Roca de Barlovento jamás sirvió en mi marina, así que apenas saben lo que se espera de uno de mis oficiales. Y como enseguida dejará de ser Ravelle el capitán de la armada, para convertirse en Ravelle el capitán pirata, podrá ir dando forma al personaje que mejor le cuadre y dejar de preocuparse por otros detalles más nimios.

—No está mal —confesó Locke—, porque incluso ahora esos detalles sin importancia me ocupan casi toda la cabeza.

—Tengo una condición final que exigirles —prosiguió Stragos—. Los hombres y mujeres que están de servicio en la Roca de Barlovento, incluso aquellos que no forman parte de este montaje, se cuentan entre los mejores y los más leales a mi persona. Les proporcionaré los medios necesarios para neutralizarlos sin que resulten heridos de importancia. De ninguna manera resultarán heridos por ustedes o por su tripulación, y que los dioses los protejan si dejan atrás algún muerto.

—Extraños sentimientos para un hombre que se jacta de estar acostumbrado a los riesgos.

—Kosta, no me importa enviarlos a luchar cuando sea necesario y que mueran si ése es su destino. Pero no deseo que nadie que se sienta orgulloso de llevar mis colores muera en este montaje; mi honor me obliga a garantizar su integridad. Se supone que ustedes dos son profesionales. Pues consideren esto como un modo de comprobar su grado de profesionalidad.

—No somos asesinos sanguinarios —repuso Locke—. Cuando matamos, lo hacemos por una buena razón.

—Es lo mejor —dijo Stragos—. Bueno, pues eso era todo. Disfruten lo que queda de día como más les guste. Mañana por la noche, justo antes de las doce, desembarcarán en la Roca de Barlovento para comenzar su aventura.

—Necesitamos el antídoto —dijo Locke. Jean y Caldris asintieron.

—Desde luego. Los tres tendrán sus viales justo antes de que se vayan. Después… espero su primer viaje de vuelta antes de dos meses. Y el informe de sus progresos.

9

Justamente en el vestíbulo de la entrada, Locke y Jean intentaron pasar revista (harapienta) a su nueva tripulación. Jean tuvo que demostrar su fuerza física a varios hombres que intentaron aliviar sus frustraciones en las personas de los guardias inconscientes.

—¡Ya os he dicho que tocarlos nos expondrá a un gran peligro! —exclamó Locke por tercera vez—. ¡Dejadlos en paz! Si sembramos nuestro paso de cadáveres, perderemos la simpatía de todos. Si viven, los verraríes se reirán de lo sucedido durante mucho tiempo. Y ahora —prosiguió— caminad despacio hasta el embarcadero. Tomáoslo con calma, estirad las piernas, echad un largo vistazo al mar y al cielo. Tengo que ir a por un bote antes de marcharnos. Así que, por el amor de los dioses, mantened la boca cerrada.

La mayor parte de ellos obedecieron aquellas órdenes y formaron pequeños grupos que hablaban en voz muy baja mientras salían de la torre. Locke observó que algunos de aquellos hombres se quedaban al otro lado de la puerta, apoyándose con las manos en las paredes de piedra como si tuvieran miedo de salir al aire libre. No podía culparles después de haber pasado meses o años dentro de aquella cripta.

—Es una gozada —dijo Jabril, que caminaba al lado de Locke mientras ambos se acercaban al lugar en que Caldris seguía paseándose con la linterna—. Es una gozada acojonante. Y fundamentalmente lo es por el hecho de no tener que estar respirando continuamente los olores de los demás.

—Dentro de muy poco vais a estar igual de amontonados que antes —dijo Locke.

—Sí, pero no es lo mismo.

—Jabril —dijo Locke, alzando la voz—, cuando nos vayamos conociendo los unos a los otros, votaremos a los oficiales que nos sean necesarios. Por ahora, yo te nombro oficial adjunto.

—¿Oficial de qué?

—De lo que quieras —Locke hizo una mueca y le dio una palmada en el hombro—. Ya no pertenezco a la marina, ¿no lo recuerdas? Responderás ante Jerome. Encárgate de la disciplina de los hombres. Recoge las armas de ese soldado atado al embarcadero, por si esta noche hay que desenfundar algo más de acero. Aunque no espero que haya que luchar, debemos estar preparados.

—Buenas noches, capitán Ravelle —dijo Caldris—, veo que ha conseguido traerlos a todos hasta aquí, tal y como había planeado.

—En efecto —dijo Locke—. Jabril, te presento a Caldris, nuestro maestro de las velas. Caldris, Jabril será el oficial adjunto a las órdenes de Jerome. ¡Escuchadme! —Locke levantó la voz sin gritar, no fuera a ser que reverberase sobre las aguas y llegara a oídos no deseados—. He llegado hasta aquí en un bote de seis plazas. Pero tengo otro en el que caben cuarenta. Necesito dos remeros. Regresaré en media hora y entonces nos iremos de aquí.

Dos presos jóvenes dieron un paso adelante, deseosos de encontrar algo con lo que quitarse de encima el aburrimiento por el que habían pasado.

—Muy bien —dijo Locke mientras entraba en el bote, después de Caldris y de los dos marineros—. Jerome, Jabril, que todo siga tranquilo y en silencio. Apartad a quienes puedan comenzar a trabajar de aquellos que necesitan algunos días para recobrar las fuerzas.

Anclada a media milla de la Roca de Barlovento se encontraba una lancha bastante larga, invisible bajo la luz de la luna hasta que la linterna de Caldris la descubrió a una distancia de cincuenta metros. Locke y Caldris se dieron prisa en montar la pequeña vela de que disponía; después, lentamente pero con seguridad, regresaron a la Roca, mientras los dos ex prisioneros los seguían en el bote. Nervioso, Locke echó una mirada a su alrededor, llegando a descubrir una o dos velas que relucían débilmente en lontananza, pero nada que se encontrara más cerca.

—Escuchad —dijo cuando la lancha estuvo amarrada al embarcadero y estuvo rodeado por su futura tripulación. Se sentía gratamente sorprendido por lo deprisa que se habían adaptado a su nueva situación. Por supuesto que era lógico… eran las tripulaciones de buques embargados, no individuos a los que se hubiese encerrado por cometer algún crimen con sus propias manos. Aunque no quería convertirlos en santos, era agradable comprobar que, al menos por una vez, algo imprevisto trabajaba a su favor.

—Los que tengan fuerza en las manos, que empuñen los remos. Los que aún no la tengáis, no os preocupéis; sentaos, simplemente en el centro de la lancha. Ya os recuperaréis en el viaje. Tenemos mucha comida.

Aquellas palabras lograron suscitar algunos vítores. Locke sabía que cuando estuvieran en mar abierto sus raciones se irían pareciendo poco a poco a las gachas de la prisión que se disponían a dejar atrás; lo bueno era que, al menos durante los primeros días, podrían disponer de una buena provisión de comida fresca y de verduras.

Los prisioneros comenzaron a entrar en buen orden en la lancha; las bordas no tardaron en estar ocupadas por quienes aducían hallarse en buena condición física, y los remos en alojarse en sus respectivos apoyos. Jabril se fue a proa y les hizo una seña a Locke y a Caldris cuando todo estuvo dispuesto.

—Bien —dijo Locke—. El Mensajero se halla anclado al sur de la dársena de la Espada, al lado que mira al mar, en espera de la tripulación que lo ocupe. Un guardia lo vigila de noche, así que yo hablaré con él. Sólo tendréis que seguirnos y ocuparlo cuando haya solventado el problema; las redes han sido echadas por una de las bordas y las defensas arrumadas.

Locke se quedó en la proa del bote y adoptó lo que consideraba una postura regia acorde con la situación. Jean y Caldris tomaron los remos y los dos prisioneros que quedaban se sentaron en la popa, uno de ellos con la linterna de Caldris entre las manos.

—Despedíos de la Roca de Barlovento, muchachos —dijo Locke—, y hacedle una higa al Arconte de Tal Verrar. Zarparemos dentro de poco.

10

Una sombra oculta entre las sombras observó la partida de las dos embarcaciones.

Merrain abandonó su posición al lado de la torre movió ligeramente una mano mientras las sombras grises y bajas disminuían por el sur. Aflojó el pañuelo negro de seda con el que se había cubierto la parte inferior de su rostro y echó hacia atrás la capucha de su chaqueta negra; llevaba entre las sombras que rodeaban la torre cerca de dos horas, aguardando pacientemente a que Kosta y De Ferra terminaran lo que estaban haciendo. Su bote estaba amarrado bajo un saliente rocoso de la parte este de la isla, apenas era más que un cascarón de cuero tratado que cubría un armazón de madera. Incluso bajo la luz de la luna, no se distinguía del agua.

Caminó despacio hacia la entrada de la prisión y descubrió que los dos guardias dormían en el suelo tal y como había esperado, aún bajo los efectos del congela-entendimiento. Según el deseo del Arconte, Kosta y De Ferra no habían permitido que les hicieran daño.

—Cuánto lo siento —susurró mientras se arrodillaba al lado del teniente y pasaba un dedo enguantado por encima de sus mejillas—. Eres tan guapo.

Suspiró, desenvainó el puñal que guardaba dentro de su chaqueta y le cortó la garganta de un solo tajo. Echándose hacia atrás para no pisar el charco de sangre que crecía, limpió la hoja en las calzas del guardia y contempló a la mujer que estaba echada en la entrada.

Los dos que se encontraban más arriba seguirían con vida; no era lógico que alguien se molestara en subir por las escaleras para matarlos. Pero sí que mataran al que estaba en el embarcadero, a los que se encontraban en aquel lugar y al que se suponía que debía estar más abajo.

Con eso bastaría, se dijo. Aunque no deseaba realmente que Kosta y De Ferra fallaran, si regresaban con éxito de su misión ¿qué le impediría a Stragos asignarles otra nueva misión? El veneno los convertía en sus juguetes para siempre. Pero si regresaban victoriosos… bueno, si no podía poner dos hombres como ellos al servicio de los intereses que defendía, lo mejor sería acabar con ellos.

Así que se decidió a terminar el trabajo. El pensamiento de que no causaría ningún dolor le sirvió de ayuda mientras lo concluía.

11

—¡Capitán Ravelle!

El soldado era uno de los escogidos personalmente por el Arconte para tomar parte en el montaje. Se hizo el sorprendido cuando Locke apareció en el puente del Mensajero Rojo seguido por Jean, Caldris y los dos ex prisioneros. La lancha llena de hombres estaba dando cabezadas contra el lado de estribor del buque.

—No esperaba que volviera a estas horas, señor… ¿Qué sucede?

—He tomado una decisión —dijo Locke mientras se acercaba al soldado—. Este buque es demasiado bueno para que el Arconte se lo quede. Así que he decidido evitarle las molestias y botarlo yo.

—Por favor, señor, deténgase… deténgase, esto no tiene gracia.

—Depende de cómo lo mire —dijo Locke. Se acercó aún más al soldado y le soltó un puñetazo de mentira en el estómago—. Depende del lugar desde donde lo mire —tal y como había sido acordado, el hombre dio a entender que había recibido un golpe tremendo y cayó de espaldas en el puente, retorciéndose. Locke hizo una mueca. Que sus nuevos tripulantes cuchichearan acerca de lo sucedido.

Aquellos nuevos tripulantes habían comenzado a subir por las redes de embarque que colgaban de estribor. Locke despojó al soldado de espada, escudo y puñales y fue al encuentro de Jean y de Caldris para echar una mano a los hombres desde la barandilla.

—¿Qué hacemos con la lancha, capitán? —le preguntó Jabril cuando estuvo a su lado.

—Esa cabrona es demasiado grande para llevárnosla —contestó Locke. Luego movió un pulgar por encima del hombro, señalando vagamente al guardia «desarmado»—. Le meteremos dentro de ella. ¡Jerome!

—Sí, señor —dijo Jean.

—Cuando todos hayan subido, páseles revista en el combés. ¡Señor Caldris! Conoce este buque mejor que nadie; denos un poco de luz.

Caldris sacó varias lámparas alquímicas de un armario cerrado con llave que estaba cerca de la rueda del timón y las colgó por todo el puente con ayuda de Locke, hasta que hubo la suficiente luz dorada para poder trabajar. Jean extrajo su silbato y emitió tres pitidos breves. A los pocos instantes toda la tripulación se reunía en medio del combés, delante del palo mayor. Allí mismo, delante de todos, Locke se quitó su casaca de oficial verrarí y la arrojó por la borda. Todos aplaudieron.

—Debemos apresurarnos y no cometer ningún descuido —dijo—. Los que crean que no pueden trabajar por ahora, que levanten la mano. No os avergoncéis, muchachos.

Locke contó nueve manos. La mayor parte de los hombres a quienes pertenecían eran demasiado viejos o estaban demasiado delgados para encontrarse con buena salud, por lo que Locke asintió.

—Vuestra honradez no puede movernos a resentimiento. Ya trabajaréis cuando podáis hacerlo bien. Por ahora, buscaos un sitio debajo de la cubierta o del castillo de proa. En la bodega principal hay esteras y cañamazo. Podéis dormir o ver cómo los demás se divierten. Una cosa más, ¿no habrá entre vosotros alguien parecido a un cocinero?

Uno de los hombres que se encontraban al lado de Jabril levantó una mano.

—Bien. Cuando levemos el ancla, baja y échale un vistazo a la bodega. En el castillo de proa tenemos un fogón de ladrillos, una piedra alquímica y un caldero. En cuanto hayamos dejado atrás los arrecifes de cristal quiero un montón de comida, así que muéstrame un poco de iniciativa. Y ponle la espita a uno de los barriles de cerveza.

Al oír aquello, la tripulación comenzó a lanzar vivas, obligando a Jean a emplear el silbato para que se callaran.

—¡Vamos! —Locke señalaba la oscura isla de cristal antiguo que se encontraba a sus espaldas— ¡La dársena de la Espada está al otro lado de esa isla, y aún no la hemos dejado atrás! ¡Jerome! Prepare el cabrestante y dispóngase a alzar el ancla ¡Jabril! Que Caldris le dé una cuerda; luego ayúdeme a atar a este individuo.

Locke y Jabril pusieron de pie al soldado «incapacitado». Con la cuerda que les había dado Caldris, Locke le ató las manos con un nudo muy poco apretado que sin embargo parecía muy convincente; en cuanto se hubieran ido, aquel hombre podría desatarse en tres minutos.

—No me mate, capitán, se lo ruego —murmuró el soldado.

—No le mataré —dijo Locke—, porque necesito que entregue al Arconte un mensaje de mi parte. Dígale que puede besarle el culo a Orrin Ravelle, que le devuelvo el puesto, y que la única bandera que a partir de ahora ondeará en este bonito buque será roja.

Locke y Jean empujaron al soldado desde lo alto de la borda y él recorrió los tres metros que le separaban del fondo de la lancha. Y aunque lanzó un gañido (sin duda, auténtico) de dolor y se revolcó, no parecía encontrarse mal.

—¡Repítale las palabras que le he dicho al pie de la letra! —exclamó Locke, y Jabril rió—. Y ahora, señor Caldris, ¡llévenos a alta mar!

—Muy bien, capitán Ravelle —Caldris cogió por el cuello a los cuatro hombres que estaban más cerca de él y los condujo hasta abajo. Bajo su guía, recogerían el cable del ancla hasta que se alojara en el puente inferior.

—Jerome —dijo Locke—, ¡hay que tirar del cabrestante para levar el ancla!

Locke y Jabril se reunieron con todos los miembros de la tripulación que podían trabajar junto al cabrestante, cuyas últimas barras de madera acababan de alojarse en su sitio.

—¡El ancla levad! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Con fuerza levad! ¡Para que suba arriba, empujad! —Jean cantaba a grito pelado para ayudarles a empujar con más fuerza. Y aunque los hombres estaban muy cansados, pues la mayoría de ellos se encontraban más débiles de lo que querían reconocer, el mecanismo comenzó a girar y el olor a cable mojado impregnó el aire.

—¡Arriba y tirad! ¡Arriba y tirad! ¡Si ahora el ancla cae, a todos nos joderá!

Cuando al poco tiempo consiguieron sacar el ancla del agua, Jean envió a varios de ellos hasta la parte de estribor de la proa para evitar que cayera. La mayor parte de la tripulación se alejó del cabrestante luego de gruñir y desperezarse, lo que hizo sonreír a Locke. Incluso sus antiguas heridas le dolían menos después del ejercicio.

—Y ahora —dijo a voz en grito—, ¿quiénes de vosotros se encargaban de las velas a bordo del Ventura Afortunada? Que den un paso al frente.

Catorce hombres, entre los que se contaba Jabril, se apartaron de los demás.

—¿Y quiénes eran buenos marineros de cofa?

Hubo siete manos en alto, lo que no estaba nada mal para comenzar.

—¿Y quiénes de los restantes, aunque no estén familiarizados con este buque, se sentirían tranquilos ahí arriba?

Otros cuatro dieron un paso al frente, y Locke asintió.

—Buenos chicos. Creo que ya sabéis dónde tenéis que estar —agarró por el hombro a uno de los que no se habían movido y le llevó hacia la proa—. Guardia de proa. Quiero saber si algo molesto aparece de repente por delante de nosotros —cogió a otro hombre y señaló el palo mayor—. Pídele un catalejo a Caldris, acaba de tocarte guardia de mástil. No me mires así… y no vayas a fastidiar los aparejos. Quédate sentado en silencio y no te duermas.

»¡Señor Caldris! —exclamó, observando que el maestro de las velas había regresado al puente—, sudeste por el este a través de ese paso entre los arrecifes que se llama Bajo el Cristal.

—Sí, señor, Bajo el Cristal. Sé dónde está —como puede suponerse, Caldris había planificado anteriormente el rumbo a seguir para atravesar los arrecifes de cristal y le había proporcionado a Locke las órdenes que éste tendría que dar hasta que Tal Verrar desapareciera en el horizonte—. Sudeste por el este.

Jean hizo un gesto a los once hombres que se habían ofrecido voluntarios para subir a las vergas; las velas que, recogidas, esperaban en ellas, colgaban a la luz de la luna como si fueran los capullos de algún insecto enorme.

—¡Manos a la arboladura para soltar gavias y juanetes! ¡A mi voz, no lo olvidéis!

—¡Señor Caldris! —exclamó Locke, incapaz de contener su alegría—, ¡ahora veremos si es cierto que conoce bien su oficio!

El Mensajero Rojo se puso en marcha hacia el sur bajo gavias y juanetes, haciendo un excelente uso de la recia brisa del oeste que llegaba desde el continente. Su proa cortaba suavemente las aguas tranquilas y oscuras mientras la cubierta se escoraba ligeramente hacia estribor. Locke pensó que era un buen comienzo… el buen comienzo de una aventura que era una locura. Después de haber adjudicado puestos provisionales a la mayor parte de su tripulación, se concedió unos pocos minutos en la barandilla de popa para observar los reflejos de las dos lunas en la suave ondulación de la estela del buque.

—Está disfrutando como un enano, capitán Ravelle —Jean acababa de subir hasta la barandilla de popa. Ambos ladrones se estrecharon la mano y se hicieron muecas el uno al otro.

—Supongo que sí —dijo Locke con un susurro—. Supongo que ésta es la mayor locura de todas las que hemos cometido, porque además tenemos permiso para disfrutar de ella.

—La tripulación parece haberse tragado nuestra actuación.

—Bueno, aún están recién salidos de la cripta. Cansados, mal alimentados, excitados. Ya veremos la agudeza que muestran después de varios días de comida y de ejercicios. Dioses, al menos no me he confundido con ningún nombre.

—Me resulta muy difícil creer que estemos haciendo esto de verdad.

—Ya lo sé. Incluso no suena nada real. Capitán Ravelle. Primer oficial Valora. Diablos, no es difícil. Tendré que acostumbrarme a que la gente me llame «Orrin». Tú, en cambio, sigues llamándote «Jerome».

—No le veía mucho sentido al hecho de complicar aún más las cosas. Ya te cogeré por todas las cosas que me haces.

—Cuidado. Puedo ordenar que te azoten atado a la barandilla.

—¡Ja! Quizá si fueras capitán de la marina. Pero el primer oficial de un barco pirata no lo consentiría —Jean suspiró—. ¿Crees que volveremos a ver tierra firme?

—Eso intento con todas mis fuerzas —dijo Locke—. Tenemos que convencer a unos piratas, preparar un regreso feliz, humillar a Stragos, encontrar unos antídotos y engañar a Requin sin que se dé cuenta. Cuando llevemos dos meses en el mar, seguro que ya se me habrá ocurrido el cómo.

Se quedaron viendo durante un rato cómo Tal Verrar se iba quedando detrás poco a poco, y cómo el aura de los Peldaños Dorados y el resplandor casi de antorcha de la Aguja del Pecado se desvanecían lentamente, cubiertos por la masa más oscura del creciente suroeste de la ciudad. Después atravesaron el canal excavado en los arrecifes de cristal y salieron al Mar de Bronce, al peligro y a la piratería. Para encontrar la guerra y llevársela al Arconte, que bien sabría qué hacer con ella.

12

—¡Vela! ¡Vela a dos puntos a babor por la proa!

Llevaban tres días de viaje con rumbo sur y era por la mañana. Locke estaba sentado en su cabina, observando su reflejo apenas nítido en el espejito mellado que guardaba en su cofre. Como antes de zarpar había empleado un poco de la alquimia que guardaba en su maletín de disfraces para devolver el color natural a sus cabellos, una fina pelusa manchada con aquel color cubría sus mejillas. Cuando estaba pensando si debía o no afeitársela, el grito del vigía decidió por él. En un instante ya estaba fuera de la cabina y ascendía los incómodos peldaños que conducían a la lumbrera y de ésta a la brillante luz matutina del alcázar.

Una calina de nubes blancas velaba a bastante altura el cielo azul como si aquéllas fueran avispas de humo de tabaco que hubieran salido volando de las pipas de sus progenitores. El viento les llegaba por la amura de babor desde que habían salido a alta mar, y el Mensajero Rojo se inclinaba ligeramente por estribor. El constante oscilar, crujir e inclinarse del puente resultaban completamente desconocidos para Locke, que, por hallarse enfermo, su último (y único) viaje lo había pasado encerrado en su cabina. Y aunque se hubiera ufanado de que la agilidad y el entrenamiento del ladrón le servirían para fingir que sus piernas estaban adaptadas al mar, lo cierto es que no lo lograba mucho que dijéramos. Pero al menos parecía ser inmune al mareo, y por eso le daba las más fervientes gracias al Guardián Avieso. Muchos de los de a bordo no eran tan afortunados.

—¿Qué sucede, señor Caldris?

—Con mis cumplidos, capitán, es una bonita mañana, y el vigía del mástil dice que acaba de ver velas blancas a dos puntos a babor por la proa.

Aquella mañana, Caldris se había asignado la rueda del timón y lanzaba pequeñas bocanadas de humo del cigarro barato que se estaba fumando, el cual apestaba a azufre. Locke frunció la nariz.

Quejándose para sus adentros y moviéndose con el mayor cuidado que podía, Locke sacó su catalejo y salió a toda prisa, llegando al alcázar y apoyándose en la barandilla de babor. En efecto, allí estaba… el casco abajo y una diminuta mota de blanco, apenas visible al recortarse sobre el azul oscuro del horizonte muy lejano. Jabril y otros marineros más le esperaban para conocer su veredicto.

—¿Qué tal si vamos a echarle un ojo, capitán? —aunque Jabril sólo parecía estar expectante, los que tenía detrás estaban más que ansiosos.

—¿Intentando ver a qué puede saber eso de «a partes iguales», eh? —Locke intentó dar a entender que sabía lo que pensaban y entonces se volvió hacia Caldris para ver que el maestro de las velas le hacía la señal que quería decir «no». Eso era lo mismo que había pensado… o sea que era capaz de descubrir lo correcto sin apuntador.

—No podemos hacerlo, muchachos. Y lo sabéis. Aún no tenemos nuestro propio buque a punto. No tiene ningún sentido atacar a nadie. La cuarta parte de nosotros aún no puede trabajar ni mucho menos pelear. Tenemos comida fresca, un barco limpio y todo el tiempo del mundo. Ya tendremos mejores oportunidades. Mantenga el rumbo, señor Caldris.

—Sí, manteniendo rumbo.

Jabril lo aceptó; Locke había comenzado a descubrir que aquel hombre tenía un gran sentido de la responsabilidad y de casi todos los aspectos de la vida en barco, lo que le hacía superior a Locke al menos en eso. Era un magnífico marinero, otro pellizco de buena suerte por el que estar agradecido. Pero los que estaban a su lado… Locke supo instintivamente que tendría que asignarles alguna tarea para mitigar su desagrado.

—Streva —dijo al más joven—, tira de la corredera de popa. Mal, vigila la ampolleta-minutero. Informa al señor Caldris. ¿Jabril, sabes cómo se usa un arco curvo?

—Sí, capitán. Soy bastante bueno con los arcos, ya sean cortos, curvos o largos.

—Tengo unos diez guardados bajo llave en la bodega de popa. No te será difícil encontrarlos. Y coge doscientas flechas. Prepara unos blancos con cañamazo y paja. Móntalos en la proa para que nadie pueda llevarse una sorpresa desagradable en el trasero. Comienza por repartir a los muchachos en grupos y a practicar con ellos los días que el tiempo lo permita. Cuando llegue el momento de ir a hacerle una visita a otro barco, quiero buenos arqueros en las cofas.

—Muy buena idea, capitán.

Aquello sirvió al menos para que los marineros que aún seguían rezongando cerca del alcázar reavivaran la excitación que acababan de perder. La mayor parte de ellos siguieron a Jabril por la escalera que les conducía a cubierta. El interés mostrado por ellos le dio a Locke otra nueva idea.

—¡Señor Valora!

Jean estaba con Mirlon, el cocinero, mirando algo en el pequeño fogón de ladrillos que daba al alcázar. Movió la mano al escuchar la orden de Locke.

—Al atardecer quiero que todos los hombres de a bordo sepan dónde se guardan las armas. Asegúrese de ello.

Jean asintió y regresó a lo que estaba haciendo. Locke pensó que la idea del capitán Ravelle, de que todos los hombres se familiarizaran con las armas del buque (además de los arcos, había hachas, sables, porras y varias alabardas), sería mejor para la moral que mantenerlas guardadas u ocultas.

—Bien hecho —dijo Caldris en voz baja.

Cuando Mal vio cómo caían los últimos granos de la ampolleta-minutero, la cual estaba sujeta con unos pernos al palo mayor, regresó a la popa y exclamó:

—¡Sujetad la cuerda!

—¡Siete nudos y medio! —exclamó Streva instantes después.

—Siete y medio —dijo Caldris—. Muy bien. Llevamos más o menos la misma velocidad desde que salimos de Tal Verrar. Vamos a buena marcha.

Locke echó un vistazo a las clavijas de la tabla de navegación de Caldris y a la brújula inserta en la rosa de los vientos, que eran capaces de señalar la más mínima desviación del rumbo sur que habían tomado.

—Si se mantiene así —dijo Caldris dando vueltas a su cigarro—, nos llevará a las Islas del Viento Fantasma en dos semanas. No sé lo que pensará el capitán, pero llevar unos cuantos días de adelanto sobre el horario me hace sentirme tremendamente a gusto.

—¿Se mantendrá? —Locke había hecho la pregunta en el tono más bajo que podía sin susurrar en la oreja al maestro de las velas.

—Buena pregunta. A finales del verano, el tiempo se vuelve muy raro en el Mar de Bronce. Creo que tendremos alguna tormenta. Puedo sentirla en los huesos. Aunque ahora esté despejado, creo que llegará.

—Oh, espléndido.

—Lo conseguiremos, capitán —Caldris se quitó el cigarro de la boca, escupió algo pardo en el puente y volvió a metérselo en ella—. Lo cierto es que por ahora vamos muy bien, gracias al Señor de las Aguas Codiciosas.

13

—¡Mátalo, Jabril! ¡Clávaselo en su jodido corazón!

Jabril estaba en medio del buque, enfrentándose a una levita (que Locke había sacado de su baúl) sujeta en una madera bastante grande y apoyada en el palo principal, que se encontraba a diez metros. Tocaba con ambos pies una línea trazada toscamente con tiza en el puente. En la mano derecha empuñaba un cuchillo de lanzar y en la izquierda una botella llena de vino, pues así lo ordenaban las reglas del juego.

El marinero que había estado animándole eructó sonoramente y dio un pisotón en el alcázar. El círculo de hombres que rodeaban a Jabril lo repitió, creando un ritmo que les llevó a batir palmas y a cantar, lentamente al principio y luego cada vez más deprisa:

—¡No tires ni una gota! ¡No tires ni una gota! ¡No tires ni una gota! ¡No tires ni una gota! ¡No tires ni una gota!

Jabril se dobló para satisfacer al gentío, hizo una contorsión y lanzó el cuchillo. Alcanzó a la levita en el centro, consiguiendo un coro de vítores que al momento se convirtió en un abucheo. Jabril había vertido un poco del vino que contenía la botella.

—¡Maldición! —exclamó.

—Derrochador de vino —dijo uno de los hombres que le rodeaban, con el fervor de un sacerdote que quisiera desacreditar una tremenda blasfemia—. ¡Paga la multa y devuélvelo al lugar al que pertenece!

—Eh, al menos le di a la levita —dijo Jabril haciendo una mueca—. Tú por poco matas a alguien en el alcázar de un pisotón.

—¡Que pague! ¡Que pague! ¡Que pague! —coreó la muchedumbre.

Jabril se llevó la botella a los labios, se ladeó y comenzó a bebérsela de un tirón. El cántico aumentó en volumen y aceleró su ritmo a medida que bajaba el nivel del vino. Jabril tensionó poderosamente los músculos de su cuello y mandíbula y levantó hacia arriba la mano que le quedaba libre mientras la última gota de aquel líquido rojo oscuro pasaba a su boca.

Todos aplaudieron. Jabril apartó la botella de sus labios, bajó la cabeza y lanzó una lluvia de vino al hombre que estaba más cerca de él.

—¡Oh, no! —exclamó—. ¡He malgastado una gota! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

—Mi turno —dijo el marinero al que acababa de empapar—. Amigo, voy a perder a propósito y a malgastar otra gota.

Locke y Caldris vigilaban desde la barandilla de estribor del alcázar. Caldris había dejado por un momento el timón al ser relevado por Jean. Acababan de entrar en una zona de niebla pegajosa que era lo suficientemente tranquila para que Caldris se apartara media docena de pasos de su preciada rueda.

—Ha sido una buena idea —dijo Locke.

—Los pobres bastardos han estado tanto tiempo sojuzgados que se merecían algo de desenfreno —Caldris se fumaba una pipa de cerámica de color azul claro, la cosa más bonita y delicada que Locke jamás hubiera visto entre sus manos, y su rostro se veía iluminado por el suave resplandor de las brasas.

Por sugerencia de Caldris, Locke había subido a cubierta grandes cantidades de vino y de cerveza (el Mensajero Rojo poseía las suficientes provisiones de ambas bebidas para el doble de tripulación), que complementaban las gratificaciones voluntarias que todos podrían escoger. Para los que estuvieran sobrios o hicieran la guardia, ración doble de cerdo asado (cortesía del cerdo pequeño, aunque bien cebado, que habían subido al buque); y para los que ni estuvieran sobrios ni tuvieran que hacer nada, una fiesta de borrachos. Por supuesto que Caldris, Jean y Locke estaban sobrios, junto con los otros dos marineros que habían escogido cerdo.

—Cosas como ésta hacen que uno se sienta como en casa —dijo Caldris—. Te ayudan a olvidar lo aburrida que puede llegar a ser esta mierda de vida.

—No es tan mala —dijo Locke, un tanto melancólico.

—Así habló el capitán del jodido buque cierta noche regalada por los dioses —tragó un poco de humo y lo soltó por encima de la barandilla—. Bueno, si pudiéramos tener más noches como ésta, sería algo muy, pero que muy bueno. Fíjese en lo que le digo, los momentos de tranquilidad hacen mucho más por la disciplina que el látigo y los grilletes.

Locke miró por encima de las negras ondas y se sobresaltó al distinguir una forma pálida de color blanco-verdoso que brillaba como si fuera una linterna alquímica y que salía del agua para hundirse pocos segundos después. Cuando parpadeó, el arco que había formado su trayectoria aún persistía en su retina.

—Dioses —dijo—, ¿qué diablos era eso?

En aquel momento acababan de aparecer muchas más de aquellas cosas a cien metros del buque. Surgían una tras otra, apareciendo y desapareciendo silenciosamente en la superficie, arrojando su luz espectral sobre el agua oscura, que la reflejaba como si fuera un espejo.

—Cómo se nota que usted es nuevo en estas aguas —comentó Caldris—. Son fantasmas voladores, Kosta. Hay muchos al sur de Tal Verrar. En ocasiones se los ve formando grandes grupos, que crean como bóvedas al saltar fuera del agua. O por encima de los buques. Se sabe que los siguen. Pero sólo al anochecer, fíjese.

—¿Son algún tipo de pez?

—Nadie lo sabe —dijo Caldris—. No se puede capturar a los fantasmas voladores. Por lo que he oído, ni se les puede tocar. Atraviesan volando las redes como si fueran fantasmas. Quizá lo sean.

—Es algo inquietante.

—Se acostumbrará a ellos dentro de unos años —dijo Caldris. Aspiró el humo de su pipa y la incandescencia naranja creció por momentos—. El maldito Mar de Hierro es un lugar extraño, Kosta. Algunos dicen que fue encantado por los Antiguos. Aunque la mayoría de la gente dice que simplemente está encantado. He visto cosas. El Fuego de Santa Corella, que arde con tonos rojos y azules en los extremos de las vergas y espanta a los que hacen la guardia en lo alto de las velas. He navegado por mares que eran como el cristal y visto… una ciudad. Bajo las aguas, y no bromeo. Muros y torres de piedra blanca. Tan clara como si le diera la luz del día, y justo debajo de la quilla. En aguas que según nuestras cartas alcanzan una profundidad de mil brazas. Era tan real como mi nariz, y luego desapareció.

—Uff —Locke sonreía—. Es usted muy bueno. No juegue conmigo, Caldris.

—No juego con usted, Kosta —Caldris frunció el entrecejo y su rostro adquirió una expresión siniestra bajo el resplandor de su pipa—. Le estoy contando lo que le espera. Los fantasmas voladores sólo son el comienzo. Diablos, si los fantasmas voladores son prácticamente amistosos. Hay cosas ahí fuera en las que no quiero creer. Y lugares a los que ningún capitán de barco con dos dedos de frente iría jamás. Lugares… inapropiados, diría yo. Lugares que te están esperando.

—Ah —dijo Locke, recordando la desesperación de los años de juventud, que había pasado entre los antiguos lugares en ruinas de Camorr y mil edificios destruidos que se cernían en medio de las tinieblas, como si quisieran devorar a los niños pequeños—. Creo que ahora capto lo que quiere decirme.

—Las Islas del Viento Fantasma —prosiguió Caldris— son lo peor de todo. De hecho, sólo son ocho o nueve las islas en las que los seres humanos han puesto el pie encima y han vuelto para contarlo. Sólo los dioses saben cuántas más se ocultan allí, bajo la niebla, y qué cojones pasa en ellas —hizo una pausa antes de proseguir—. ¿Ha oído hablar de los tres asentamientos que levantaron en ellas?

—Creo que no —dijo Locke.

—Bueno —Caldris echó otra larga calada de su pipa—. En un principio fueron tres. Los colonos de Tal Verrar llegaron a ellas hace cien años. Fundaron Puerto Pródigo, Montierre y Esperanza de Plata. Puerto Pródigo sigue allí, por supuesto. Es el único que queda. Montierre no lo pasó mal hasta la guerra contra la Armada Libre. Puerto Pródigo poseía una buena posición defensiva; pero Montierre no. Después de lo que le pasó a su flota, les hicimos una visita. Les quemamos los barcos de pesca, envenenamos sus fuentes, hundimos sus muelles. Incendiamos todo lo que permanecía en pie y luego incendiamos las propias cenizas. Hubiéramos podido borrar el nombre «Montierre» del mapa. El lugar no volvió a repoblarse.

—¿Y Esperanza de Plata?

—Esperanza de Plata —Caldris bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro—. Hace cincuenta años, Esperanza de Plata era más populosa que Puerto Pródigo. Situada en otra isla mucho más hacia el oeste. Prosperaba. Lo de la plata no era un simple anhelo. Albergaba trescientas familias, más o menos. Lo que le sucedió tuvo lugar en el transcurso de una noche. Aquellas trescientas familias… se esfumaron.

—¿Se esfumaron?

—Se esfumaron. Desaparecieron. No quedó de ellas ni un hueso para que lo picotearan las aves. Algo bajó de aquellas colinas, de la niebla que cubría la jungla, algo que sólo saben los dioses, y se los llevó a todos.

—Qué espanto.

—Aún peor —dijo Caldris—. Uno o dos buques se dieron una vuelta por el lugar después de lo que sucedió. Encontraron un buque de Esperanza de Plata que abandonaba el asentamiento a toda prisa. Al subir a él, encontraron los únicos cuerpos que quedaban de todo aquel desbarajuste. Unos pocos marineros. Todos en lo alto de los mástiles. En las mismísimas cofas —Caldris suspiró—. Se habían atado a ellas para escapar de algo que habían visto… y allí se mataron con sus propias armas. Fuera lo que fuese, prefirieron quitarse la vida antes que enfrentarse a lo que iba a por ellos.

»Y ahora, maese Kosta, no olvide estas palabras —Caldris señaló el corro de marineros relajados y bromistas que bebían y lanzaban cuchillos bajo la luz de los globos alquímicos—: Cuando uno navega por un mar donde suceden cosas tan terribles, que su buque sea lo más parecido al hogar es algo que no tiene precio.

14

—Tenemos que hablar, capitán Ravelle.

Había pasado un día. El aire aún estaba cálido y el sol hacía sentir su poder cuando no se ocultaba entre las nubes, pero la mar estaba picada y el viento soplaba cada vez con más intensidad. El Mensajero Rojo no tenía la suficiente masa para cortar las turbulentas olas sin estremecerse, de suerte que el puente que pisaba Locke cada vez le parecía menos cómodo.

Jabril (que acababa de recuperarse de la estrecha amistad hecha el día anterior con una botella de vino) y una pareja de marineros mayores se acababan de acercar a Locke cuando éste se encontraba en la barandilla de estribor a últimas horas de la tarde. Locke recordó que los dos marineros mayores se encontraban entre los que no eran aptos para trabajar; varios días de descanso y raciones más grandes de comida les habían sentado bien. Debido a las malas condiciones físicas de la tripulación, Locke acababa de autorizar raciones extra de comida, medida que había sido bien recibida.

—¿Qué necesita, Jabril?

—Gatos, capitán.

Locke sintió que el estómago se le desplomaba. Con un esfuerzo heroico, intentó parecer simplemente sorprendido.

—¿Qué pasa con ellos?

—Hemos bajado al puente inferior —dijo uno de los marineros mayores—, sobre todo para dormir. Y allí no hemos visto gatos. Por lo general, esos animalitos merodean por él, emboscándose e intentando enroscarse a nuestro lado.

—He estado preguntando —dijo Jabril— y nadie ha visto ninguno. Ni en el puente inferior, ni aquí, ni en la sentina. Ni siquiera en los pantoques. ¿No los guardará usted en su cabina?

—No —dijo Locke, viendo con perfecta claridad la imagen de ocho gatos (incluida la gatita de Caldris) repantigados de contento. Pero dentro de la pequeña armería vacía que se encontraba más arriba de la bahía privada dispuesta para ellos en la dársena de la Espada. Ocho gatos que se peleaban y jugueteaban entre cuencos de leche y platos de pollo frío.

Ocho gatos que, indudablemente, aún seguían en aquella caseta, donde se los había dejado olvidados la noche del afortunado asalto a la Roca de Barlovento. A cinco días y setecientas millas más atrás.

—Gatitos —dijo enseguida—. Tengo una manada de gatitos en el barco, Jabril. Supuse que al darle un nuevo nombre al buque tendría que proveerle de nuevos gatos. Pero son muy vergonzosos… no he vuelto a verlos desde que yo mismo los dejé en el puente inferior. Espero que se acostumbren pronto a nosotros. Seguro que no tardamos en verlos.

—Sí, señor —Locke se sorprendió al ver la cara de alivio que ponían aquellos hombres—. Es una buena noticia. Ya es una cosa bastante mala no tener ninguna mujer hasta llegar a las Islas del Viento Fantasma; estar sin gatos sería algo terrible.

—Y no podríamos tolerar esa ofensa —susurró uno de los marineros mayores.

—Les pondremos un poco de comida por la noche —dijo Jabril—. Y los buscaremos por los puentes. Ya le avisaremos cuando veamos alguno.

El mareo producido por el mar no tuvo nada que ver con las ganas de salir corriendo hasta la borda para vomitar que le entraron en cuanto se fueron los marineros.

15

Al atardecer del quinto día que llevaban fuera de Tal Verrar, Caldris se sentó en la cabina de Locke para mantener con él una conversación a puerta cerrada.

—Lo estamos haciendo bien —dijo el maestro de las velas, aunque Locke podía ver unas ojeras enormes debajo de sus párpados. Aquel hombre mayor apenas había dormido cuatro horas diarias desde que habían salido a mar abierto para evitar que Locke y Jean llevaran por sí solos la rueda del timón. Finalmente había acabado por entrenar a un hombre muy responsable para que fuera su segundo, un hombre llamado Mazucca el Calvo, que desconocía casi todo y al que apenas Caldris podía dedicarle un poco de tiempo diario, teniendo su atención tan repartida.

Siguieron hablando de lo bien que se comportaba la tripulación, lo cual venía a ser una bendición. Los hombres aún seguían aceptando con gran entusiasmo cualquier tarea que se les encomendase, contentos por haber salido de la cárcel. Habían descubierto a un carpintero medianamente aceptable y a un maestro de las velas bastante bueno, y uno de los amigos de Jabril había sido elegido intendente por unanimidad, el cual habría de encargarse de contar y repartir los productos del saqueo en cuanto éste se produjera. Los enfermos estaban mejorando muy deprisa, y algunos de ellos incluso se habían apuntado a las guardias. Finalmente, los hombres ya habían dejado de mirar con nerviosismo la estela del buque para descubrir cualquier asomo de persecución que pudieran sufrir. Era como si pensaran que se habían librado de la justicia de Stragos… y que ninguno de ellos volvería a sufrirla nunca más.

—Todo esto se lo debemos a usted —dijo Locke mientras le daba a Caldris una palmadita en el hombro. No había querido pensar deliberadamente en la tensión que el viaje podía causar a aquel hombre mayor. Mazucca tenía que aprender más deprisa, porque tanto él como Jean podrían precisar cualquier ayuda que pudiera darles, aunque no fuera tan buena como la de Caldris—. Aunque las aguas hubieran sido tan tersas como el cristal, y el viento como una suave brisa, bien saben los diablos que no lo hubiéramos conseguido sin usted.

—Creo que se avecina mal tiempo —dijo Caldris—. Un mal tiempo que nos pondrá a prueba. A finales del verano, como le dije, hace un viento tan fuerte que puede hacerte correr medio mundo. Podemos pasarnos varios días sin velas, vomitando hasta que no quede ni un sitio seco en las bodegas —el maestro de las velas suspiró y miró a Locke de una manera muy rara—. Y hablando de las bodegas, hace unos días escuché una cosa de lo más desagradable.

—¿Oh? —Locke intentaba parecer despreocupado.

—Nadie ha visto un solo gato en ninguna de las cubiertas. Ninguno ha subido desde donde estén para tomar cerveza, leche, huevos o carne —la sospecha se insinuó en el ceño que acababa de fruncir—. Esos gatos que siguen ahí abajo… ¿están bien?

—Ah —la simpatía que antes había sentido por Caldris le pesaba como una losa en el corazón. Por una vez no podía mentir, así que se masajeó los ojos con los dedos cuando dijo—: Ah, no. Los gatos están vivitos y coleando en la caseta de la dársena de la Espada donde los dejé. Lo siento.

—Es una maldita broma —dijo Caldris con voz desmayada—. Vamos, no me gaste ese tipo de bromas.

—No bromeo —Locke extendió las manos y se encogió de hombros—. Sé que me dijo que era importante. Sólo que… aquella noche tenía muchas cosas en qué pensar. De veras que pensaba traerlos.

¿Importante? ¿Le dije que era importante? Le dije que era algo muy jodido, algo de vida o muerte, ¡eso es lo que le dije! —Caldris bajó la voz hasta convertirla en un susurro, pero era tan fuerte como el sonido del agua al hervir sobre brasas ardientes. Locke hizo una mueca—. Usted ha puesto en peligro nuestras almas, maese Kosta, nuestras malditas almas. No tenemos mujeres ni gatos ni un capitán de verdad, y, como le dije, nos persigue el mal tiempo.

—De veras que lo siento.

—Claro, de veras que lo siente. Fui un idiota al dejar que un marinero de agua dulce se encargara de los gatos. ¡Tenía que haberles encargado a los gatos que me trajeran a un marinero de agua dulce! ¡Seguro que no me habrían decepcionado!

—Vamos, seguro que cuando lleguemos a Puerto Pródigo…

—Eso de «cuando» es una presunción de lo más audaz, Leocanto, pues mucho antes la tripulación ya habrá comprendido que nuestros gatos no son vergonzosos sino imaginarios. Y si creen que los gatos han muerto, asumirán que estamos malditos y abandonarán la nave en cuanto toquemos tierra. Pero si la ausencia de cuerpecillos malolientes les lleva a deducir que su jodido capitán no tenía ninguno a bordo, entonces le colgarán de una verga.

—Uh.

—¿Cree que se trata de una broma? Se amotinarán. Si vemos cualquier vela en el horizonte, por donde sea, tendremos que perseguirla. Tendremos que entrar en combate. ¿Y sabe por qué? Pues para hacernos con algunos de sus puñeteros gatos. Antes de que sea demasiado tarde.

Caldris suspiró antes de proseguir, y entonces fue como si acabaran de caerle diez años encima.

—Si se nos está acercando una típica tormenta de finales del verano —prosiguió Caldris—, se moverá hacia el norte y el oeste más deprisa que lo que nos permiten nuestras velas. Tendremos que atravesarla, pues no podremos evitarla yendo hacia el este. Acabaría por cogernos cuando estuviéramos cansados. Yo haré lo que mejor pueda, mientras usted se queda rezando en su cabina toda la noche para que suceda un milagro.

—¿Qué milagro?

—Que los gatos lluevan del maldito cielo.

16

Es evidente que aquella noche no cayó ninguna lluvia de felinos maulladores. Más aún, cuando a la mañana siguiente Locke apareció en el alcázar, una calina bastante desagradable, por el color gris un tanto espectral que la dominaba, cubría el horizonte meridional como la sombra de algún dios airado. El brillante medallón del sol que ascendía por el claro cielo sólo servía para conseguir que por contraste pareciera más siniestra. La escora de la cubierta hacia estribor era tan pronunciada que caminar hacia babor era como subir por una pequeña colina. Las olas chocaban contra el casco y se convertían en vapor, llenando el aire con los relentes y el sabor a sal.

Jean enseñaba a un pequeño grupo de marineros el uso de la espada y la alabarda; Locke asintió con la cabeza, como si acabara de observar los progresos que hacían y los aprobase. Recorrió la cubierta del Mensajero Rojo saludando a los marineros por su nombre e intentando ignorar las penetrantes miradas que Caldris debía de estar dirigiéndole, tan ardientes que podían perforar la parte trasera de su camisa.

—Buenos días, capitán —musitó el maestro de las velas cuando Locke se acercó a la rueda del timón. Bajo la brillante luz del sol, Cauldris parecía un gul[1]: su cabellera y barba se habían vuelto más blancas y todas las arrugas de su rostro parecían modeladas de nuevo, como si algún dios lo hubiera reclamado para sí.

—¿Durmió bien la pasada noche, señor Caldris?

—Me sentí curiosamente incapacitado para conseguirlo, capitán.

—Debería descansar un poco.

—Sí, y seguro que también va a sugerirme que el buque se suba encima de las olas.

Locke suspiró, miró hacia la proa y estudió el cielo meridional que se iba oscureciendo.

—Una tormenta de finales del verano, o eso me parece. En mis tiempos tuve que aguantar demasiadas —dijo en voz alta, para que todos lo oyeran.

Después del mediodía, Locke comenzó a hacer recuento de las vituallas que había en la bodega de carga, con Mal que le hacía de amanuense. Ambos recorrieron a trompicones el bosque de sacos tratados que contenían comida en salazón y que colgaban de las vigas del techo, oscilando muy deprisa a medida que lo hacía el buque. La bodega apestaba bastante a causa de la constante ocupación a que la sometía la tripulación; los que habían decidido dormir en un espacio más abierto y se habían ido al castillo de proa, no habían tardado en regresar ante el mal tiempo que se avecinaba. Locke estaba seguro de haber olido a orines; alguien, muy vago o demasiado asustado para atreverse a salir a la intemperie, no había utilizado las barandillas de alivio. Aquello no pintaba bien.

A las cuatro de la tarde todo el cielo era una catarata de calina gris. Caldris, apoyado contra el mástil para aprovechar un breve descanso mientras Mazucca el Calvo y otro marinero se encargaban del timón, ordenó que reorientaran las velas y que pusieran a los faroles sus sujeciones para la tormenta que se avecinaba. Jean y Jabril enviaron varios equipos a las cubiertas inferiores para comprobar que la carga y el equipo estaban debidamente asegurados. Si cualquier armario de las armas se abría de repente o cualquier barril echaba a rodar, varios marineros irían al encuentro de los dioses.

Después de la cena, y debido a que Caldris no dejaba de insistir, Locke ordenó a los marinos que bajaban a fumar a donde se guardaba el tabaco, que se abstuvieran de hacerlo hasta nuevas órdenes. Nadie podría encender ningún fuego; las linternas alquímicas darían toda la luz necesaria, y todo el mundo tendría que usar la piedra alquímica del hogar o (mucho mejor) comer en frío. Locke prometió media ración extra de vino por la noche si era necesario.

Una oscuridad prematura cubría todo el cielo cuando Locke y Jean se sentaron en su cabina de popa para tomarse tranquilamente un trago. Cuando Locke echó las cortinillas de las ventanas, el compartimiento pareció más pequeño que nunca. Locke miró el dudoso acomodo que ofrecía el símbolo de la autoridad de Ravelle: una hamaca almohadillada que se apoyaba en el mamparo de babor, un par de taburetes, su espada y sus cuchillos sujetos en la pared con unas grapas a prueba de tormentas. Su «mesa» era una tabla de madera lisa apoyada encima de su cofre. Aunque pareciera bastante triste, era algo principesco si se comparaba con esa especie de armarios venidos a más que ocupaban Jean y Caldris, o con las mercancías y el cañamazo que los hombres de la tripulación echaban en las cubiertas para dormir encima.

—Lamento lo de los gatos —dijo Locke.

—Yo también tendría que haberme acordado de ellos —dijo Jean. Y quedó sobreentendido que, si no se había acordado de ellos, era porque confiaba demasiado en Locke. Y aunque Jean intentó ser educado, la culpa retorció aún más el estómago de Locke.

—No debes compartir mis responsabilidades —dijo Locke, tomando un trago de cerveza negra—, yo soy el capitán de este maldito barco.

—No te des tantos aires de grandeza —Jean se rascó la barriga, que había perdido gran parte de su dramática curvatura a causa de su reciente actividad—. Ya pensaremos en algo. Diablos, si nos tiramos unos cuantos días intentando salir de una tormenta, los hombres sólo tendrán tiempo para pensar cuánto falta para dejar de mearse en los calzones.

—Hmmm. La tormenta. Buena oportunidad para que uno de nosotros se equivoque y dé un paso en falso delante de los hombres. Peor para mí que para ti.

—Abandona tu melancolía —dijo Jean, apretando los dientes—. Caldris sabe lo que hace. Ya verás cómo nos saca de ésta.

Entonces sonó un fuerte impacto en la puerta de la cabina. Locke y Jean saltaron al unísono de sus taburetes, y Locke corrió a coger sus armas.

—¿Qué sucede? —exclamó Jean.

—Kosta —dijo una voz muy débil que fue seguida por una especie de roce, como si alguien intentara abrir el picaporte y no lo consiguiera.

Jean abrió la puerta cuando Locke acababa de abrocharse el cinto del que colgaba su espada. Caldris se encontraba abajo del toldo de la lumbrera, agarrándose al marco para no caerse, pues los pies no le respondían. La luz ambarina de la cabina de Locke reveló otros detalles inquietantes: Caldris tenía los ojos en blanco, pero inyectados en sangre, su boca pendía inerte y su piel como de cera estaba perlada de sudor.

—Ayúdeme, Kosta —susurró, resollando de una manera que daba pena.

Jean le agarró y le puso de pie.

—¡Maldición! —murmuró—. No se trata de cansancio, Leo… capitán. ¡Necesita urgentemente un físico!

—Ayúdeme… Kosta —decía entre gemidos el maestro de las velas. Se agarró el hombro izquierdo con la mano derecha y después la parte izquierda del pecho. Cerró con fuerza los ojos e hizo una mueca de dolor.

—¿Cómo puedo ayudarle? —Locke pasó una mano por debajo de la barbilla de Caldris; aquel hombre tenía el pulso muy rápido e irregular—. ¿Cómo quiere que le ayude?

—No —Caldris intentó concentrarse y boqueó profundamente a cada palabra que decía—. ¡Ayúdeme… Kosta!

—Ponle en la mesa —dijo Locke—. ¿Será el veneno? Yo no siento nada raro.

—Ni yo —dijo Jean—. Creo… creo que acaba de tener un infarto. Ya lo había visto en otras ocasiones. Mierda. Si conseguimos que se tranquilice, quizá podamos hacer que beba algo…

Pero Caldris gimió de nuevo, se apretó la parte izquierda del pecho con ambas manos casi sin fuerza, y se estremeció. Sus manos pendieron inertes. Una larga exhalación ahogada se escapó de su garganta mientras Locke, cada vez más asustado, le masajeaba la base del cuello con ambas manos.

—No tiene pulso —susurró.

Un suave repiqueteo en el techo de la cabina, suave al principio y después cada vez más rápido, les anunció que las primeras gotas de lluvia habían comenzado a caer sobre el barco. Los ojos de Caldris, que miraban inmóviles el techo, estaban tan vidriosos como el cristal.

—Oh, mierda —dijo Jean.