Capítulo 6

Balance final

1

—Quienquiera que situó a los asesinos en ese sitio sabía con certeza que pasábamos por allí para regresar a la Savrola —dijo Locke.

—Lo que no significa gran cosa, porque también hemos estado en los muelles. Cualquiera pudo habernos visto y apostarlos allí para esperarnos —Jean tomó un sorbo de café y pasó una mano indolente por la cubierta de piel bastante desgastada del librito que le acompañaba durante el desayuno—. Quizá estuvieran aguardándonos durante varias noches. Eso no requiere recursos fuera de lo corriente ni ninguna información especial.

Aquel Día del Trono, el Claustro Dorado estaba más tranquilo de lo acostumbrado a las siete de la mañana. La mayoría de los trasnochadores y de la gente de negocios que bajaban a desayunar a esa hora habían estado hasta tarde en los Peldaños Dorados y no se levantarían hasta muy entrado el día. Por propia iniciativa, el desayuno que Locke y Jean acababan de encargar aquella mañana serviría para tranquilizarles: filetes fríos de tiburón en escabeche al limón, pan negro y mantequilla, una variedad de pescado marrón asado a la parrilla con zumo de naranja, y café… servido en las tazas de cerámica más grandes que la camarera pudo encontrar. Los dos ladrones aún seguían teniendo problemas para acomodarse al horario normal.

—A menos que los magos de Karthain avisaran de nuestra presencia en Tal Verrar a otra gente —comentó Locke—. Incluso pudieron proporcionarles algún tipo de ayuda.

—Si los magos hubieran estado ayudando a esos dos que nos atacaron en los muelles, ¿crees, realmente, que habríamos salido con vida? Vamos. Los dos sabíamos casi con toda seguridad que nos perseguirían después de lo que le hicimos al halconero; si realmente hubieran querido matarnos, ahora seríamos fiambres. Stragos tiene razón en una cosa… quieren jugar con nosotros. Eso quiere decir que alguien se ha debido de sentir ofendido por algo que hicieron Kosta y De Ferra. Lo cual convierte a Durenna, a Corvaleur y al señor de Landreval en los mejores candidatos.

—Landreval se fue hace varios meses.

—Eso no le descarta del todo. Bueno, pues entonces las adorables damas.

—Yo… creo sinceramente que iban por nosotros, Lamora y Tannen. Durenna tiene una excelente reputación con la espada, y he oído que Corvaleur se ha batido en varios duelos. Quizá hubieran podido contratar a alguien que las ayudara, pero están escasas de recursos.

—¿No le haríamos trampas a alguien importante cuando jugamos a la Alianza Ciega? ¿O en algún otro juego mientras intentábamos subir de nivel? ¿No le pisaríamos a alguien el dedo gordo del pie? ¿No nos tiraríamos algún pedo estruendoso?

—No se me ocurre que hayamos podido enfadar a nadie tanto como para contratar a unos asesinos. Es cierto que a nadie le gusta perder a las cartas, pero no recuerdo que nadie se mostrara muy afectado por el hecho de perder.

Jean se encogió de hombros y bebió otro sorbo de café.

—Mientras no dispongamos de más información, estas especulaciones carecen de fundamento. Toda la gente de la ciudad es sospechosa. Diablos, toda la del mundo.

—Así pues —dijo Locke—, lo único que sabemos es que alguien quiere vernos muertos. No asustarnos, ni llevarnos a algún sitio para tener una pequeña charla. Lisa y llanamente, muertos. Es posible que si lo pensamos más detenidamente podamos quedarnos con unos cuantos…

Locke quedó en silencio al comprobar que la camarera se acercaba a ellos… sólo que, al mirarla más detenidamente, caía en la cuenta que no era la camarera de antes; la mujer que se vestía con el delantal de cuero y la gorra roja era Merrain.

—Ah —dijo Jean—. La cuenta, por favor.

Merrain asintió y entregó a Locke una tablilla de madera en la que había clavado dos pequeñas notas de papel. Una era la cuenta; en la otra, con una caligrafía bastante florida, aparecían varias palabras que ocupaban una sola línea, las cuales decían así:

¿Recuerdan el sitio donde los apresé la primera noche que nos conocimos? Pues apresúrense.

—Bien —dijo Locke mientras le pasaba la nota a Jean—, nos hubiera gustado quedarnos un poco más, pero la calidad del servicio ha decaído últimamente bastante. No espere una propina —contó varias monedas de cobre encima de la tablilla y luego las apiló—. En el viejo sitio de siempre, Jerome.

Merrain recogió la tablilla de madera y el dinero, les hizo una reverencia y desapareció hacia las cocinas.

—Espero que no se haya ofendido por lo de la propina —comentó Jean cuando ya habían salido a la calle. Locke miró en todas las direcciones y vio que Jean hacía lo mismo. El peso de los estiletes de Locke, que seguían en ambas mangas, le daba cierta seguridad, y no tenía duda de que Jean podría sacar las Hermanas Malvadas con sólo mover las muñecas.

—Dioses —murmuró Locke—. Deberíamos volvernos a la cama y pasar todo el día durmiendo. ¿Acaso hemos tenido menos control sobre nuestras vidas que el que tenemos ahora? No podemos librarnos del Arconte y de su veneno, y tampoco dejar por las buenas el juego de la Aguja del Pecado. Los dioses son testigos de que no sólo no sabemos si los magos mercenarios nos acechan, sino que de repente los asesinos comienzan a salirnos por el ojo del culo. No sabemos nada. Incluso me da la impresión de que, entre toda la gente que nos sigue y la que nos persigue, estamos dando trabajo a toda la ciudad. Toda la economía de Tal Verrar se basa ahora en la manera de jodernos.

El trayecto hasta la encrucijada que se encuentra al norte del Claustro Dorado fue breve, aunque dominado por los nervios. Los carros de mercancías traqueteaban estruendosamente al pisar los adoquines, mientras la gente se dirigía tranquilamente a sus trabajos. Por lo que Locke sabía, la Savrola era el barrio más tranquilo y mejor vigilado de la ciudad, un lugar donde el típico extranjero borracho era la única nota discordante que rompía aquella calma.

Locke y Jean giraron a la izquierda al llegar al cruce y luego se acercaron a la puerta de la primera tienda abandonada que se encontraba a su derecha. Mientras Jean vigilaba su retaguardia, Locke se acercó hasta su puerta y llamó en ella tres veces seguidas. Ésta se abrió al instante, y un hombre robusto con una casaca de cuero pardo les indicó por señas que entrasen.

—Apártense de la ventana —comentó después de cerrar la puerta tras de ellos y echar el cerrojo. Aunque la ventana estaba tapada con unas cortinas de tela de vela muy tupidas, Locke coincidió con él en que no debían tentar a la suerte. La única luz que iluminaba la estancia provenía del amanecer, que filtrándose con suaves tonos rosados por las cortinas permitió a Locke descubrir las dos parejas de hombres que aguardaban en la trastienda. Aunque cada una de ellas estuviera formada de modo desigual por un individuo bastante grande de hombros muy anchos y otro más pequeño, aquellos cuatro desconocidos parecían haberse puesto de acuerdo a la hora de vestir las mismas capas grises y de cubrirse con unos sombreros de ala ancha del mismo color.

—Pónganse esto —dijo el hombre con la casaca de cuero, señalando un montón de ropa dispuesto encima de una mesita. Poco después, Locke y Jean estaban convenientemente vestidos con capa y sombrero.

—¿Es la nueva moda de verano en Tal Verrar? —preguntó Locke.

—Sólo un juego para despistar a quienes puedan haberles seguido —contestó aquel hombre. Chasqueó los dedos y una de las parejas vestida de gris se desplazó hacia la puerta, permaneciendo delante de ella—. Nosotros saldremos primero. Ustedes se quedarán detrás de estos dos, los seguirán y luego entrarán en el tercer carruaje. ¿Comprendido?

—¿Qué carru…? —comenzó a decir Locke, interrumpiéndose de repente al escuchar sonido de cascos y traqueteo de ruedas por la calle. Pocos segundos después de que unas sombras pasaran por delante de la ventana, el hombre de la casaca parda descorrió el cerrojo.

—El tercer carruaje. Muévanse deprisa —añadió sin volverse hacia atrás; luego abrió la puerta al máximo y salió a la calle.

Justo al lado de la acera de la tienda abandonada acababan de alinearse tres carruajes. Todos eran de madera laqueada en negro y carecían de escudos y banderines que los identificaran; y todos ellos llevaban las ventanas cubiertas con unos gruesos paños y tenían un tiro de dos caballos negros. Incluso sus cocheros poseían un aire bastante parecido y llevaban el mismo uniforme anaranjado por debajo del guardapolvo de cuero.

La primera pareja de desconocidos vestidos de gris salieron por la puerta y se dirigieron al primero de los carruajes. Un segundo después, Locke y Jean dejaban la tienda abandonada e iban hacia el último carruaje. Locke vio con el rabillo del ojo que el último equipo de desconocidos vestidos de gris echaba a correr hacia la puerta del carruaje que se encontraba en el medio. Jean tomó el picaporte de la puerta de su carruaje, la abrió para que Locke pasara por ella y luego se deslizó en su interior.

—Bienvenidos a bordo, caballeros —Merrain estaba cómodamente echada en el rincón delantero derecho del compartimiento, ya sin las ropas de camarera. Se vestía como si fuera a montar a caballo al estilo de los hombres, con botas camperas, calzas negras, una camisa de seda roja y chaleco de cuero. Locke y Jean se acomodaron juntos delante de ella. Después de que Jean cerrara la puerta de golpe y de que la penumbra los acogiera, el carruaje se puso en marcha.

—¿Adónde diablos vamos? —preguntó Locke mientras intentaba quitarse la capa.

—Déjesela puesta, maese Kosta. La necesitará cuando salgamos. Antes de nada, vamos a dar una vuelta por la Savrola todos juntos. Luego nos separaremos… un carruaje irá a los Peldaños Dorados, otro al extremo norte de la Gran Galería, y nosotros iremos a los muelles para tomar un bote.

—¿Un bote adónde?

—No sea impaciente. Acomódese y disfrute del viaje.

Eso resultó bastante difícil, dada la angostura del compartimiento y el calor que hacía en él. Cuando Locke sintió que el sudor comenzaba a caerle por la frente refunfuñó y se quitó el sombrero, dejándolo encima de su regazo. Tanto él como Jean intentaron bombardear a Merrain con preguntas, pero desistieron cuando ella se limitó a contestarles con varios «Hummms» que no le comprometían a nada. Pasaron unos minutos llenos de aburrimiento. Locke sintió que el carruaje se estremecía al doblar varios recodos y que luego se inclinaba al tomar la rampa que bajaba desde las alturas de la Savrola hasta los muelles, situados al nivel del mar.

—Ya casi hemos llegado —anunció Merrain después de pasar varios minutos más en aquel silencio tan molesto—. Vuelvan a ponerse los sombreros. Cuando el carruaje se detenga, entren rápidamente en el bote. Siéntense detrás y, por el amor de los dioses, si ven algo que pueda suponer algún peligro, agáchense.

Tal y como acababa de anunciar, el carruaje se detuvo instantes después. Locke se encasquetó nuevamente el sombrero, giró el picaporte de la puerta y cerró los ojos cuando la brillante luz de la mañana le dio en el rostro.

—Afuera —dijo Merrain—. No pierdan el tiempo.

Se encontraban en la parte interior de los muelles, en el mismísimo extremo nororiental de la Savrola, delante de un singular muro de cristal antiguo de color negro y cerca de varias docenas de barcos anclados en el mar resplandeciente y un tanto picado que estaba ante ellos. Un bote se encontraba amarrado en el embarcadero más próximo; era una canoa reluciente, con más de diez metros de eslora y una toldilla cubierta en la popa. Dos filas de remeros, cinco por banda, ocupaban la mayor parte de su interior.

Locke bajó con un salto del carruaje y se dirigió hacia la canoa, dejando atrás a una pareja de individuos ataviados con capas tan gruesas como las suyas, completamente inapropiadas para aquella estación. No estaban pasando el rato sino vigilando, y Locke captó el brillo de una empuñadura apenas oculta por una de las capas.

Avanzó deprisa por la endeble pasarela que conducía hasta la canoa, saltó en ella y se instaló por su cuenta en el banco que estaba detrás de la toldilla. Afortunadamente, ésta sólo estaba cubierta por tres lados; una buena vista del pequeño viaje que le aguardaba sería mil veces mejor que otro momento más dentro de un espacio cerrado. Cuando Jean se sentó a su lado, Merrain dio media vuelta, cruzó el puente por encima de los remeros y se sentó a proa, en el asiento del timonel.

Los soldados del muelle recogieron rápidamente la pasarela, soltaron amarras y propinaron un buen empujón a la canoa sirviéndose de sus piernas.

—Avante —dijo Merrain, y los remeros entraron al unísono en acción. A los pocos instantes, la canoa vibraba por efecto de su rápido ritmo y cortaba las pequeñas olas del puerto de Tal Verrar.

Locke aprovechó la oportunidad para estudiar a los hombres y mujeres que estaban en los remos… Todos eran musculosos, pero sin grasa, y con los cabellos muy cortos; la mayoría tenían cicatrices apreciables a simple vista y su edad media andaba por la treintena. Tenían que ser soldados veteranos. Quizá incluso Ojos que se habían quitado las máscaras y las capas.

—Tengo que decir que la gente de Stragos ha hecho una buena representación —comentó Jean, que levantando la voz añadió—: ¡Eh, Merrain! ¿Podemos quitarnos de una vez estas ropas ridículas?

Ella volvió la cabeza sólo para asentir y siguió dedicando su atención a las aguas del puerto. Locke y Jean se quitaron con mucha vehemencia sombreros y capas y los amontonaron en la cubierta que estaba a sus pies.

Aquella cabalgada sobre las aguas les llevó unos veinte minutos, por lo que Locke pudo calcular. Le hubiera gustado tener la libertad de poder estudiar el puerto desde cualquier sitio, pero lo poco que vio desde la toldilla le reveló lo suficiente. Primeramente se dirigieron hacia el sudeste, contorneando la parte interior de los muelles y dejando atrás la Gran Galería y los Peldaños Dorados. Luego giraron hacia el sur, dejando el mar abierto a su derecha, y se dirigieron a toda velocidad hacia una enorme isla con forma de creciente que tenía el mismo tamaño que aquella donde se asentaba la Aguja del Pecado.

El creciente de Tal Verrar que estaba al sudoeste no tenía terrazas. Era más bien una especie de ladera irregular ocupada por gran número de torres de piedra y edificios. Los enormes muelles de piedra y los alargados embarcaderos de madera que se encontraban en su extremo noroeste formaban la dársena de Plata, a donde se llevaban los navíos comerciales para repararlos o mejorarlos. Pero detrás de ella, detrás de las ondeantes formas de los viejos galeones que aguardaban nuevos mástiles o nuevas velas, se alzaba una sucesión de altos muros grises que creaban pequeñas bahías. En los extremos superiores de las mismas podían verse unas torretas ocupadas por las sombrías siluetas de las catapultas, cerca de las cuales patrullaban varias tropas de soldados. Poco después, la proa de la canoa enfiló hacia el más cercano de aquellos enormes reductos de piedra.

—Por todos los diablos —dijo Jean—, me parece que nos están llevando a la dársena de la Espada.

2

Los vastos muros de piedra de la bahía artificial tenían una compuerta de madera. A medida que la canoa se fue acercando, las órdenes proferidas a gritos en lo alto de las almenas y el chirrido de unas cadenas pesadas resonaron por encima de la piedra y del agua. Entonces apareció una rendija en medio de la compuerta y los batientes de ésta se abrieron lentamente hacia dentro, precedidos por una pequeña ola. Mientras la canoa pasaba por ella, Locke intentó calcular el tamaño de todo lo que estaba viendo; la compuerta debía de tener una anchura próxima a los veinticinco metros, con un grosor similar al del torso de un hombre normal.

Merrain dio instrucciones a los remeros para que aminoraran la velocidad, lo que, en efecto, hicieron hasta que la canoa se detuvo tranquilamente en el pequeño embarcadero de madera donde les aguardaba un hombre. La embarcación formaba un ángulo con el embarcadero, de suerte que el extremo del mismo quedaba entre los remeros y la toldilla de popa.

—Ya hemos llegado, caballeros —dijo Merrain—. Me temo que no hay tiempo para amarrar. Anden listos o se mojarán.

—En verdad, señora, que es usted la imagen misma de la amabilidad —comentó Locke—. Se me acaban de quitar todas las dudas que tenía respecto a dejarle una propina —abandonó la toldilla y se agarró a la borda que tenía a la derecha, donde el desconocido les aguardaba con la mano extendida para ayudarles. Locke saltó al embarcadero sin precisar la ayuda de aquel hombre y, junto con éste, ayudó a Jean a pisar tierra firme.

Los remeros de Merrain se hicieron a la mar inmediatamente; Locke vio cómo la canoa giraba de popa, se alineaba con la compuerta y abandonaba la pequeña bahía a gran velocidad. Las cadenas volvieron a chirriar y el agua a formar una ola cuando la compuerta se cerró nuevamente. Locke miró a su alrededor y comprobó que varios equipos de hombres movían unos cabrestantes enormes, situados a ambos lados de la compuerta del dique.

—Bienvenidos —dijo el hombre que les había ayudado en el embarcadero—. Bienvenidos a la aventura más diabólicamente disparatada que jamás se me hubiera ocurrido pensar, ni mucho menos desear para mí mismo. No puedo ni imaginarme, señores, lo cabreadas que deben de estar sus esposas por el hecho de que les hayan asignado esta misión suicida.

Aquel hombre hubiera podido tener cualquier edad comprendida entre los cincuenta y sesenta años; su tórax parecía un tocón de árbol y su barriga le colgaba por encima del cinturón, como si intentara pasar de contrabando un saco de trigo dentro de la camisa. Pero sus brazos y su cuello estaban casi descarnados por lo nervudos que eran, surcados por las venas protuberantes y las cicatrices que sólo otorga el vivir peligrosamente. Tenía una cara redonda, una barba blanca que parecía de algodón y una tira grasienta de cabello blanco que le caía como una cascada por detrás de la cabeza. Sus ojos negros se alojaban en unas cavidades rodeadas por las arrugas perennes que sólo confiere un ceño permanentemente fruncido.

—Podría resultar una diversión bastante grata —apuntó Jean— si pudiéramos saber a dónde tenemos que ir. Creo que no tenemos el placer de conocerle.

—Me llamo Caldris —dijo aquel hombre mayor—. Maestro de las velas sin velas. Ustedes tienen que ser los señores De Ferra y Kosta.

—Ésos somos nosotros.

—Permítanme que les muestre los alrededores —dijo Caldris—. Aunque ahora no hay mucho que ver, descubrirán bastantes cosas.

Les condujo por unas escaleras titubeantes hasta la parte trasera del dique que daba a una plaza de piedra situada a poco más de un metro por encima del agua. Locke comprobó que toda aquella bahía artificial tenía la forma de un cuadrado de cien metros de lado, rodeado de muros de piedra por tres lados y abierto por el otro a la escarpada ladera de cristal de la isla. Y pudo ver gran número de plataformas dispuestas en ella que debían de contener almacenes y depósitos de armas.

La reluciente extensión de agua que se encontraba al lado de la plaza, apartada de la del resto del puerto por la compuerta de madera, era lo suficientemente grande para albergar varios navíos de guerra, por lo que Locke se extrañó al ver que sólo uno flotaba en ella. Poco vistoso y provisto de un solo mástil, de apenas cinco metros de eslora, se mecía suavemente cerca de la plaza.

—Demasiada bahía para un barco tan chico —comentó.

—¿Cómo dice? Vaya, los ignorantes necesitan mucho espacio para arriesgar la vida sin molestar a nadie —dijo Caldris—. Eso que están viendo es nuestra charca privada para mear. Y no se preocupen por los soldados de las murallas; tampoco ellos se preocupan por nosotros. A menos que nos estemos ahogando. Y seguro que se echarían a reír.

—Lo que suponía —dijo Locke—, y usted, Caldris, ¿qué cree que hemos venido a hacer aquí?

—Tengo, más o menos, un mes para convertir a dos marineros de agua dulce, patitiesos y que se chupan el dedo, en algo que se parezca a dos oficiales navales de pacotilla. Los dioses son testigos, señores, de que sospecho que todo esto terminará en alaridos y ahogamientos.

—Quizá me hubieran ofendido sus palabras si no supiera lo ciertas que son —dijo Locke—. Nosotros mismos le dijimos a Stragos que no teníamos ni puñetera idea del arte de la vela.

—El Protector parece haberlo dispuesto todo para que ustedes dos se hagan a la mar sin más contemplaciones.

—¿Cuánto tiempo lleva en la Armada? —preguntó Jean.

—Unos cuarenta y cinco años. En la verrarí antes de que hubiera arcontes; en la Guerra de los Mil Días, en las antiguas guerras contra Jeresh, en la guerra contra la Armada de las Islas del Viento Fantasma… He visto mucha mierda, caballeros, pero logré limpiarla toda… Estuve al servicio de la marina de los arcontes durante veinte años. Buena paga. Y pensaba que me regalarían una casa. Pero ahora no pienso lo mismo después de esta putada. No se ofendan.

—No lo hacemos —dijo Locke—. ¿Es una especie de castigo?

—Oh, sí, es un castigo, Kosta. Un castigo en toda regla. Aunque no haya cometido ningún crimen para merecerlo. Es lo que hizo el Arconte para que me presentara voluntario. Joder, para eso me sirvió tanta lealtad. Eso y un trago del vino de Arconte, por el que no puedo abandonarles ni separarme del lado de ustedes. Vino envenenado. Con uno de esos venenos que tardan en hacer efecto. Así que si les llevo hasta el mar, a pesar de tanto despropósito, conseguiré el antídoto. Y quizá la casa, si tengo suerte.

—¿El Arconte le dio de beber vino envenenado? —preguntó Locke.

—Obviamente yo no sabía que lo estaba. ¿Qué otra cosa podía hacer? —Caldris escupió—. ¿No beberme el maldito vino?

—Claro que no —dijo Locke—. Amigo mío, los tres viajamos en el mismo barco. Sólo que a nosotros nos dio sidra. Teníamos una sed de mil diablos.

—Oh, vaya —Caldris se le quedó mirando—. ¡Ja! ¡Ésa sí que es una putada! Y yo que pensaba que era el tío más tonto del Mar de Bronce. Que era el viejo más ciego, inútil e idiota de… —entonces observó la mirada con que Locke y Jean acababan de obsequiarle al unísono y tosió aparatosamente—. Quería decir, señores, que a la miseria le gusta la compañía y que acabo de ver lo contentos que todos estamos con esta misión de hazlo-o-muere.

—De acuerdo. Y ahora, ah, díganos exactamente lo que se supone que vamos hacer —dijo Locke.

—Bueno, supongo que primero charlaremos y después nos haremos a la vela. Antes de que tentemos a los dioses hay algunas cosas que tengo que decirles, así que abran bien los oídos. Primero, se tarda cinco años en hacer de un hombre de tierra adentro un marinero medio decente. De diez a quince en convertirle en un oficial de barco medio decente. Y ahora presten atención: no intento convertirles en oficiales de barco medio decentes. Sólo les convertiré en farsantes. Les convertiré en farsantes que puedan hablar con soltura de sogas y de velas izadas delante de marineros de verdad. Y quizá, y sólo quizá, eso lo consiga en un mes. De esa manera, dará la impresión de que están dando órdenes cuando realmente yo soy quien se las da. Y las que les dé serán buenas.

—No está mal —dijo Locke—. En honor a la verdad, cuantas más nos dé, mejor nos sentiremos.

—Lo único que no quiero es que vayan a pensar que se han convertido en héroes capaces de entender todo este asunto y que comiencen a cambiar las velas, la orientación y el rumbo sin mi permiso. Si lo hacen, los tres moriremos, y más deprisa de lo que se tarda en echar un polvo de a centira en un burdel que sólo tiene una puta. Espero que les haya quedado claro.

—No improvisar —dijo Jean—; pero ¿dónde coños está ese barco en el que ni siquiera podremos atrevernos a hacer eso que acaba de prohibirnos?

—Está cerca de aquí —contestó Caldris—, sufriendo unos cuantos retoques en otro dique, los justos para que no se desencuaderne. A su debido tiempo será el único navío que podrán manejar —y señaló al bote—. Ahí es donde aprenderán lo que voy a enseñarles.

—¿Y qué tiene que ver esa birria con un barco de verdad? —preguntó Locke.

—En esa birria es donde yo aprendí, Kosta. En esa birria es donde comienza la vida de un auténtico oficial naval. Ahí es donde ustedes aprenderán lo básico: el casco, el viento y el agua. Si lo aprenden dentro de un bote, podrán aplicarlo a cualquier buque. Vamos, quítense las casacas, los chalecos y toda esa mierda de ropas de fantasía. Quítense todo lo que piensen que se les puede mojar. Si se les mojan las ropas, se les mojará el cerebro. Las botas también. Esto lo tienen que hacer descalzos.

En cuanto Locke y Jean se desvistieron, quedándose en calzas y camisa, Caldris les condujo hasta una cesta dispuesta encima de unas piedras cercanas al bote de marras. Levantó su tapa, hurgó dentro y sacó una gatita.

—Hola, pequeña y monstruosa necesidad.

—Mrrraauuuu —dijo la pequeña y monstruosa necesidad.

—Kosta —Caldris depositó la gatita, que había comenzado a desperezarse, en las manos de Locke—, cuide de ella durante unos minutos.

—Hum… ¿por qué guarda una gatita en esa cesta?

La gatita, sintiéndose incómoda entre los brazos de Locke, decidió echarle las zarpas al cuello y experimentar en él con sus garras.

—Cuando uno se hace a la mar y quiere tener buena suerte, hay dos cosas que debe tener en cuenta. La primera es que correrá un riesgo espantoso si no dispone de ningún oficial de sexo femenino. Así lo prescribe la ley del Señor de las Aguas Codiciosas y así lo ordena. Tiene una fijación por las hijas de la tierra; aplastará cualquier navío que se haga a la mar sin llevar a bordo por lo menos a una de ellas. Y además, está el buen sentido. Son excelentes oficiales. Son marineros pasables, pero mejores oficiales que ustedes y que yo. Así las hicieron los dioses.

»La segunda es que siempre se corre muy mala suerte si no se llevan gatos a bordo. No sólo matan a las ratas, sino que son las criaturas más soberbias en cualquier parte, ya sea seca o mojada. Iono admira a esos pequeños cabrones. Sal en un buque con mujeres y gatos a bordo, y gozarás de la mejor de las suertes. Y como nuestro pequeño bote es muy chico, creo que estaremos mejor sin ninguna mujer. No pasa nada, porque los pescadores y los botes del puerto lo hacen constantemente. Pero con ustedes dos a bordo, que me aspen si no meto dentro un gato. Y como nuestro bajel es muy pequeño, le irá bien un gato igual de pequeño.

—Y… ¿tendremos que cuidar de esta gatita cuando nuestras vidas corran peligro?

—Le arrojaría a usted por la borda, Kosta, antes de perderla —dijo Caldris riendo—. Si cree que estoy bromeando, póngame a prueba. Pero no se quite las calzas, pues vamos a llevárnosla junto con la cesta.

Y el hecho de mencionar la cesta le hizo acordarse de ella. Volvió a hurgar en su interior para sacar una pequeña hogaza de pan y un cuchillo de plata. Locke vio que las pequeñas marcas que presentaba la hogaza se correspondían con el tamaño del hocico de la criaturilla que intentaba escaparse de sus brazos. Pero aquello no pareció importarle gran cosa a Caldris.

—Maese de Ferra, deme su mano derecha y no se queje.

Cuando Jean extendió la mano derecha hacia Caldris, el viejo marinero pasó rápidamente la hoja del cuchillo por su palma. Como el grandullón no dijo nada, Caldris demostró con un gruñido lo agradablemente sorprendido que se sentía. Luego volvió hacia arriba aquella palma y mojó el pan con la sangre que goteaba de la herida.

—Ahora le toca a usted, maese Kosta. Mantenga alejada a la gatita. Si la hiriéramos accidentalmente, nos traería mala suerte. Además está armada de proa a popa.

Un instante después, Caldris practicaba un corte superficial, aunque doloroso, en la palma derecha de Locke y apretaba contra él la hogaza de pan como si quisiera detener la sangre. Cuando le pareció que Locke había sangrado bastante, sonrió y se dirigió al extremo de la plaza, mirando por encima del agua.

—Sé que los dos ya han viajado en barco como pasajeros —dijo—, pero ir de pasajero no tiene ninguna importancia. Los pasajeros no se comprometen. Y como ustedes dos van a encontrarse convenientemente comprometidos, lo mejor será hacer bien las cosas desde el principio.

Se aclaró la garganta, se puso de rodillas junto al agua y levantó los brazos. En una mano tenía la hogaza; en la otra el cuchillo de plata.

—¡Iono! ¡Iono, el Que Trae la Tormenta! ¡Señor de las Aguas Codiciosas! Tu siervo Caldris bal Comar te llama. Puesto que por largo tiempo te has complacido en mostrar tu gracia a tu siervo, ahora tu siervo se complace en mostrarte su devoción. A buen seguro que ya has visto en el horizonte el tremendo aprieto que le aguarda —arrojó al agua el cuchillo ensangrentado y añadió—: He aquí la sangre de los hombres de tierra adentro. Toda la sangre es agua. Toda la sangre es tuya. He aquí un cuchillo de plata, metal del cielo, del cielo que toca el agua. Tu siervo te entrega sangre y agua como muestra de su devoción —entonces tomó la hogaza de pan entre sus manos, la partió en dos mitades y luego las arrojó al agua—. He aquí el pan de los hombres de tierra adentro, ¡que los hombres de tierra adentro necesitan para vivir! En la mar, toda vida te pertenece. En la mar, la única piedad es la que viene de ti. Señor, concede a tu siervo fuertes vientos y aguas libres. Muéstrale tu piedad en el transcurso de su travesía. Muéstrale el poder de tu fuerza en el seno de las ondas y haz que regrese sano y salvo a su hogar. ¡Salve Iono! ¡Señor de las Aguas Codiciosas!

Caldris se levantó sofocado y se sacudió unas cuantas gotas de sangre de la camisa.

—Si esto no funciona, tendremos una suerte de perros —comentó.

—Discúlpeme —dijo Jean—, pero creo que también podría habernos mencionado…

—No se preocupe por eso, maese de Ferra. Si yo prospero, ustedes prosperarán. Si yo la cago, ustedes estarán jodidos. El hecho de rezar por mi bienestar sólo puede beneficiarles. Y ahora, Kosta, meta a la gatita en la cesta y vayámonos a cumplir con ciertos asuntos.

Pocos minutos después, Caldris había sentado a Locke y a Jean en la parte trasera del bote, que aún seguía amarrado firmemente a varias anillas de metal encajadas en la piedra de la plaza. La cesta, que estaba en el estrecho puente del bote justo a los pies de Locke, se agitaba de vez en cuando y emitía el ruido producido por los arañazos que le infligía su ocupante.

—Y bien —dijo Caldris—, en lo que concierne a lo más básico, un bote es exactamente un buque pequeño, y un buque es, recíprocamente, un bote grande. El casco descansa en el agua, el mástil apunta hacia el cielo.

—Por supuesto —dijo Locke, mientras Jean asentía vigorosamente con la cabeza.

—La nariz de su bote se llama proa, su trasero se llama popa. En la mar no hay derecha ni izquierda. La derecha es estribor, la izquierda babor. Si dicen derecha o izquierda se harán merecedores de un latigazo. Y recuerden, cuando estén dando órdenes, babor o estribor se referirán al buque y no a los costados de ustedes.

—Oiga, Caldris, aunque no sepamos casi nada, creo que todo eso lo sabemos —dijo Locke.

—Oh, lejos de mi intención corregir al joven capitán —dijo Caldris—, pero, puesto que esta aventura es un puro disparate de locos y nuestras vidas no parecen valer ni una centira, he querido suponer para comenzar que no sabrían distinguir el agua de mar de la meada de una comadreja. ¿Están de acuerdo conmigo, caballeros?

Locke abrió la boca para decir algún disparate, pero Caldris siguió hablando.

—Y ahora, tomen los remos y deslícenlos en sus apoyos. Kosta, usted es el remero de estribor. De Ferra, usted el de babor —Caldris soltó el bote de las anillas de hierro, lanzó las cuerdas al fondo del bote y saltó a este último, aterrizando al lado del mástil. Apoyó la espalda en él e hizo una mueca al observar el balanceo del bote—. He bloqueado el timón, así que ustedes dos tendrán que guiarnos, que los dioses nos ayuden.

»De Ferra, sáquenos del embarcadero. Bien. Con suavidad, muy bien. Las velas no se hincharán dentro del dique, necesitaremos un poco de mar abierto. No podemos emplearlas porque aquí dentro no sopla viento. Remen despacio. Estén atentos mientras me muevo… observen cómo hago que nos balanceemos. No les gusta, ¿verdad? Kosta, se está poniendo verde.

—Apenas —musitó Locke.

—Esto es importante. Les estoy hablando del equilibrio. El peso tiene que estar bien distribuido tanto en un bote como en un buque. Si me muevo a estribor, nos escoramos por el lado donde está Kosta. Si me muevo a babor, nos escoramos por el lado donde está De Ferra. Eso no puede ser. Por eso el arrumaje de la carga es tan importante en un navío. Tiene que estar equilibrada de proa a popa, de babor a estribor. No puede tener la proa en el aire o la popa más alta que el mástil. Parece una tontería, pero entonces te hundes y mueres. Eso era, fundamentalmente, a lo que me refería con lo del equilibrio. Ahora es el momento de enseñarles cómo se rema.

—Ya sabemos cómo se…

—Kosta, me importa un comino lo que usted suponga que sabe. Hasta nuevo aviso, supondremos que es tan tonto que no sabe ni contar hasta uno.

Más tarde, Locke echaría pestes por el hecho de haberse tirado dos o tres horas en aquella bahía artificial remando en círculo, mientras Caldris no dejaba de decirles a gritos: «¡Todo a babor! ¡Hacia popa! ¡Todo a estribor!», y una docena más de órdenes, todas ellas al azar. El maestro de las velas no dejaba de desplazar su peso a la derecha, a la izquierda, hacia delante, hacia el centro, para obligarles a equilibrar el bote, por mucho que les costase. Para hacer las cosas más interesantes, había una diferencia obvia entre la fuerza de las paladas que daba Jean y las que daba Locke, de suerte que todo el tiempo tenían que concentrarse para no virar a estribor. Llevaban tanto tiempo haciéndolo que Locke se sobresaltó, muy sorprendido, cuando Caldris les dijo que hicieran un alto.

—Buena remada, mis jodidos polluelos —dijo Caldris mientras se desperezaba y abría la boca en un bostezo. El sol se iba acercando al centro del cielo. Locke, a quien le dolían los brazos y tenía la camisa empapada en sudor, deseaba fervientemente haberse tomado menos café en el desayuno y más comida—. Ahora están mejor que hace dos horas, eso se lo concedo. Pero no mucho mejor. Acabarán conociendo todo lo que tiene que ver con babor y estribor, con proa y popa, con botes y remos, tan bien como los particulares de sus respectivas pollas. Nada tan aconsejable a la hora de tratar con una calma o con cualquier emergencia que pueda surgir en el mar.

El viejo marinero sacó el almuerzo de un saco de cuero que guardaba en la proa y ellos se lo tomaron tranquilamente mientras el bote flotaba en medio de la bahía artificial. Mientras los humanos compartían pan negro y queso curado, la gatita se despachó rápidamente el pastelillo que le habían puesto dentro de un cuenco de cerámica. El odre que Caldris les pasó estaba lleno de «agua rosada», agua de lluvia mezclada con la cantidad precisa de vino tinto barato para quitarle el sabor rancio a pellejo. Después de que Caldris sólo se tomara unos pocos sorbos, los dos ladrones lo dejaron vacío.

—Así que nuestro navío está por aquí cerca —comentó Locke después de aplacar temporalmente su sed—; y dígame, ¿adónde tendremos que ir para conseguir una tripulación?

—Buena pregunta, Kosta. Me gustaría conocer la respuesta. El Arconte sólo me dijo que se estaban haciendo los preparativos pertinentes, nada más.

—Sospechaba que me diría algo parecido.

—No tiene ningún sentido explayarse en lo que se encuentra fuera de nuestro alcance, al menos por ahora —dijo Caldris. El maestro de las velas levantó a la gatita, que se estaba lamiendo la nariz y las garras, y la devolvió a la cesta con una ternura sorprendente—. Y bien, ahora que ya han remado un poco, les diré a esos muchachos de ahí arriba que abran la compuerta; luego tomaré el timón y saldremos afuera, para ver si podemos encontrar la suficiente brisa para izar algo de vela. ¿Tenían algo de dinero en las ropas que dejaron en tierra?

—Un poco —dijo Locke—. Unos veinte volani. ¿Por qué?

—Porque les apuesto esos veinte volani a que, antes de que se ponga el sol, nos hacen volcar al menos una vez.

—Pensaba que usted estaba aquí para enseñarnos a hacer bien las cosas.

—Y lo estoy. ¡Y se las enseñaré condenadamente bien! Sólo que conozco de maravilla a los marineros novatos. Apuesten… su dinero es tan bueno como el mío. Diablos, si pierdo cubriré con un solari sus veinte monedas de plata.

—Por mí, vale —dijo Locke—. ¿Jerome?

—La gatita y una bendición de sangre cuentan a nuestro favor —dijo Jean—. Maestro de las velas, no se arriesgue por tenernos en tan poca estima.

3

Hasta aquel momento había sido bastante refrescante el trabajar con las calzas y la camisa completamente empapadas. Después de darle la vuelta al bote y de rescatar a la gatita, por supuesto.

La puesta de sol, que ya había comenzado por el oeste, y que circundaba con un halo dorado los oscuros contornos de los edificios y torres que coronaban la dársena de la Espada, unida a la suave brisa del puerto, hizo que Locke, a pesar de la persistente calidez del aire veraniego, comenzara a sentir cada vez más frío.

Él y Jean dirigían el bote hacia la abierta compuerta de su fondeadero privado; Caldris estaba alegre por los veinte volani que había ganado, aunque no lo suficiente para permitirles que volvieran a servirse de las velas.

—Buena remada —comentó cuando finalmente se dirigieron al borde de la plaza de piedra. Luego se encargó del amarre, mientras Locke recogía el remo y lanzaba un prolongado suspiro de alivio. Todos los músculos de su espalda se quejaban de dolor al rozarse los unos con los otros, como si alguien hubiera metido arenillas entre ellos. Le dolía la cabeza a causa del reflejo del sol en el agua, y la vieja herida de su hombro izquierdo comenzaba a decirle que se olvidara de los demás dolores y que pensara exclusivamente en ella.

Locke y Jean, muy sofocados, salieron a gatas del bote y se desperezaron, mientras Caldris, que no ocultaba su alegría, levantaba la tapadera de la cesta y sacaba de ella a la gatita, que estaba hecha un desastre.

—Vamos, ven aquí —dijo, acunándola entre sus brazos—. Los jóvenes amos no quisieron mojarte adrede. A ellos les pasó lo mismo que a ti.

—Mrrrrrrrrreeeu —dijo la gatita.

—Creo que eso quiere decir «que se jodan» —explicó Caldris—. Bueno, al menos estamos vivos. ¿Qué les ha parecido, señores? ¿Una jornada didáctica?

—Creo que, por lo menos, dimos muestras de cierta aptitud —rezongó Locke, que se masajeaba el nudo que sentía debajo de la espalda.

—Los pasos de un bebé, Kosta. Respecto a todo lo que les queda para convertirse en marineros, aún no saben ni mamar de la teta. Pero ahora son capaces de distinguir babor de estribor, y mi capital se ha incrementado en veinte volani.

—Muy cierto —dijo Locke con un suspiro mientras recogía del suelo casaca, chaleco, corbatas y zapatos. Lanzó una pequeña bolsa de cuero al capitán de barco, que la agitó delante de la gatita y arrulló como si fuera un niño.

Mientras se estaba poniendo la casaca encima de su camisa mojada, Locke miró sin querer a la compuerta y descubrió que la canoa de Merrain estaba entrando en la bahía artificial. Se sentaba en la proa como antes, como si hubieran transcurrido sólo diez minutos desde que se había marchado, y no diez horas.

—Caballeros, su medio de regresar a la civilización —Caldris levantó la bolsa de Locke a modo de saludo—. Mañana les veré a primera hora. Aquí las cosas sólo empeorarán, así que disfruten de sus confortables camas mientras puedan.

Mientras el grupo de diez soldados les llevaba de vuelta a los muelles que se hallan bajo la Savrola, Merrain no contestó a ninguna de las preguntas que le hicieron Jean y Locke, lo cual acentuó el mal humor de éste. Tanto él como Jean se quejaron de sus achaques y dolores mientras estaban echados lo mejor que podían en el estrecho espacio de la popa.

—Creo que podría dormir tres días seguidos de un tirón —dijo Locke.

—Lo primero que hay que hacer en cuanto lleguemos es encargar una buena cena y luego darnos un buen baño para quitarnos de encima estas contracturas. Después de eso, te retaré a una carrera para ver quién se duerme antes.

—Hazlo tú, yo no puedo —dijo Locke, suspirando—. Tengo que ver a Requin esta misma noche. Es posible que a estas alturas ya sepa que Stragos nos apresó días atrás. Debo hablar con él antes de que comience a preocuparse. Y debo entregarle las sillas. Y tengo que explicarle algo de lo que nos ha sucedido, para convencerle de que no nos estrangule con nuestros propios intestinos por ausentarnos durante unos meses.

—Dioses —dijo Jean—. Intentaba olvidarme de todo ese asunto. Después de haberle convencido de que nos habían encargado que vaciáramos la bóveda de la Aguja del Pecado, no sé qué más podrás contarle de nuestro viaje por mar que pueda parecerle convincente.

—No tengo ni idea —Locke se masajeó la parte del hombro donde había sido herido mucho tiempo atrás—. Espero que las sillas consigan ablandarle un poco. En caso contrario, la recogida de mis sesos y la limpieza de los adoquines de la plaza correrán a tu cargo.

Finalmente los remeros fondearon la canoa junto al embarcadero de la Savrola, donde les aguardaba un carruaje escoltado por varios guardias, Merrain dejó la proa y se dirigió a donde se encontraban Locke y Jean.

—Mañana, a las siete horas —dijo—, les estará esperando un carruaje en Villa Candessa. Por razones de seguridad, cambiaremos sus horarios durante varios días. No salgan esta noche de su posada.

—No puede ser —dijo Locke—. Esta noche debo resolver cierto asunto en los Peldaños Dorados.

—Cancélelo.

—Y un cuerno. ¿Cómo podrá impedírmelo?

—Se sorprendería —Merrian se masajeó las sienes, como si presintiera que le iba a sobrevenir una jaqueca, y suspiró—. ¿Está seguro de que no puede cancelarlo?

—Si esta noche cancelara el asunto del que le he hablado, ese-que-usted-sabe de la Aguja del Pecado, nos cancelaría a los dos —dijo Locke.

—Si quien les preocupa es Requin —dijo Merrian—, puedo prepararles un alojamiento en la dársena de la Espada. En ella no podrá llegar hasta ustedes, y estarán a salvo hasta que haya finalizado su entrenamiento.

—Jerome y yo hemos pasado dos años en esta maldita ciudad haciendo planes que tienen que ver con Requin —dijo Locke—. Y pretendemos acabarlos. Esta noche es crítica.

—Entonces cumpla con el asunto que tiene pendiente, pero por su cuenta y riesgo. Puedo enviarle un carruaje con unos cuantos de mis hombres. ¿Dispone de dos horas?

—Si eso es lo que tardan, por mi parte, bien —Locke sonrió—. Pero que sean dos. Uno para mí y otro para la mercancía.

—No abuse de su…

—Discúlpeme —replicó Locke—, pero no creo que los gastos corran de su cuenta. ¿Quiere protegerme, que sus agentes me rodeen? Magnífico… lo acepto. Pero mande dos carruajes. Me comportaré como un buen chico.

—Así será —dijo ella—. Dentro de dos horas. No antes.

4

El horizonte occidental acababa de tragarse el sol. En el cielo sin nubes, las dos lunas que habían salido parecían pintadas con un suave color rojo, como si fueran otras tantas monedas de plata sumergidas en vino. El cochero dio tres golpecitos en la puerta para anunciar que acababan de llegar a la Aguja del Pecado. Locke soltó la cortinilla que había desplazado ligeramente para mirar a escondidas desde una de las esquinas de la ventanilla del coche.

A aquel par de carruajes les había llevado bastante tiempo salir de la Savrola, cruzar la Gran Galería y soportar el bullicioso tráfico de los Peldaños Dorados. Locke había alternado los bostezos a los que le obligaba la escasa ventilación con los improperios, producto del traqueteo del carruaje en su recorrido. Su acompañante, una espadachina delgada que llevaba un estoque bastante gastado encima de las piernas y se sentaba en el asiento de enfrente, le había estado ignorando deliberadamente todo el tiempo.

En aquel momento en que el carruaje acababa de pararse, salía antes que él por la puerta, ocultando su arma bajo una larga casaca azul que le llegaba hasta las pantorrillas. Después de escrutar la noche en busca de problemas, hizo una seña a Locke para que la siguiera.

Según las instrucciones de Locke, el cochero había girado para tomar el sendero pavimentado que conducía a un patio trasero de la Aguja del Pecado. En dicho patio, un par de casas de piedra albergaban las cocinas principales de la torre y las zonas de almacenaje de los alimentos. Bajo la luz de los faroles rojos y dorados que pendían de unos cables ocultos por la noche, los empleados de la Aguja del Pecado iban y venían por escuadras, llevando platos con alimentos muy elaborados y regresando con platos vacíos. El aroma de la comida ricamente sazonada impregnaba el aire.

La guardaespaldas de Locke siguió mirando a su alrededor, al igual que los dos soldados subidos encima del carruaje, ambos vestidos con uniformes de cochero sin ningún blasón encima. El segundo carruaje, el que transportaba las sillas de Locke, se detuvo, renqueante, detrás del primero. Los caballos grises de su tiro estamparon los cascos en el suelo y bufaron, como si los olores que se escapaban de las cocinas no fueran de su agrado. Uno de los criados de la Aguja del Pecado, de fuerte complexión y cabellera rala, llegó corriendo al lado de Locke y le saludó con una reverencia.

—Maese Kosta —dijo—, mis disculpas, señor, pero se encuentra en el patio de servicio. Aquí no podremos recibirle según el estilo acostumbrado; las puertas principales serían más convenientes para…

—No me he confundido de lugar —Locke le puso una mano en el hombro y deslizó cinco volani de plata en uno de los bolsillos de su chaleco, dejando que las monedas chocaran entre sí a medida que iban cayendo de su mano—. Encuentre a Selendri lo más deprisa que pueda.

—Encontr… uh… bueno.

—A Selendri. Tiene que estar entre la gente. Vaya a buscarla.

—Uh… sí, señor. ¡Por supuesto!

Locke invirtió los cinco minutos siguientes en pasear delante de su carruaje, mientras la espadachina intentaba aparentar normalidad e incluso daba algunos pasos a su lado. Locke estaba seguro de que nadie cometería la locura de atacarle… con cinco personas a su servicio, y menos allí, en el mismísimo corazón de los dominios de Requin. A pesar de ello, se sintió aliviado al ver que Selendri salía por la puerta de servicio vestida con una falda para la velada, cuyo color, tan rojo como el de una llama, hacía que el bronce de su mano artificial pareciera en fusión al reflejarlo.

—Kosta —dijo—, ¿a qué debo achacar esta distracción de mis deberes?

—Quiero ver a Requin.

—Ah, ¿y piensa que Requin quiere verle a usted?

—Seguro que sí —dijo Locke—. Se lo ruego. Tengo que verle en persona. Y necesitaré a varios de sus empleados más robustos… Le traigo unos presentes que hay que transportar con sumo cuidado.

—¿Presentes?

Locke le mostró el segundo carruaje y abrió su puerta. Ella dedicó un vistazo rápido a la guardaespaldas de Locke y luego juntó fuertemente ambas manos, la mecánica y la de carne y hueso, mientras estudiaba el contenido de su compartimiento.

—¿Está completamente seguro de que un soborno tan evidente es la mejor solución a sus problemas, maese Kosta?

—No se trata de eso, Selendri. Más bien, es una larga historia. De hecho, me hará un favor si los acepta. Tiene que decorar su torre. Lo único que yo tengo es una suite alquilada y un guardamuebles.

—Interesante —cerró la puerta del segundo carruaje, se volvió y echó a andar hacia la torre—. Tengo que conocer esa historia cuanto antes. Usted vendrá conmigo. Por supuesto que su gente se quedará aquí.

La espadachina le miró como si fuera a protestar, pero Locke movió la cabeza en claro signo de asentimiento y señaló con cara de pocos amigos el primer carruaje. La mirada que devolvió a Locke le hizo agradecer que ella tuviera que cumplir las órdenes de protegerle.

Una vez dentro de la Aguja del Pecado, Selendri susurró unas cuantas instrucciones al criado que había atendido a Locke y luego condujo a éste por entre la usual muchedumbre abigarrada, hasta el área de servicio de la tercera planta. Poco después, a ambos les rodeaba la negrura del ascensor, que iba subiendo lentamente hacia la novena planta. Locke se sorprendió de que se volviera hacia él.

—Interesante guardaespaldas la que se ha buscado, maese Kosta. No sabía que hubiese contratado a uno de los Ojos del Arconte.

—Eh… ni yo. Lo sospechaba, pero no lo sabía. ¿Cómo está tan segura?

—Por el tatuaje que tiene en el dorso de la mano izquierda. Un ojo sin párpado en el centro de una rosa. Posiblemente no está acostumbrada a vestirse de paisano; debería ponerse guantes.

—Tiene unos ojos muy agudos. Ojo, lo siento. Ya sabe lo que quiero decir. Yo también me fijé, pero no le concedí mucha importancia.

—La mayoría de la gente no está familiarizada con ese sello —se apartó de él—. Yo solía tener uno igual en la mano izquierda.

—Yo… Vaya. No tenía ni idea.

—Hay cosas que no sabe, maese Kosta. Cosas que, sencillamente, ignora

Maldita sea, pensó Locke. Estaba intentando ponerle nervioso, le estaba devolviendo el strat péti, pero a su manera, que había empleado con ella la última vez que ambos se habían encontrado en el ascensor, cuando él había intentado hacer lo posible para caerle simpático.

—Selendri —dijo, dando a su voz una entonación más seria para parecer un poco dolido—. Jamás deseé otra cosa que no fuera su amistad.

—¿La misma amistad que profesa a Jerome de Ferra?

—Si supiera lo que me hizo, lo comprendería. Pero mientras usted siga intentando pavonearse de algunos de sus secretos, yo seguiré manteniendo bien guardados algunos de los míos.

—Como quiera. Pero no olvide que, al final, la opinión que tengo de usted tendrá más importancia que la que usted tiene de mí.

En ese momento el ascensor se detuvo con un chasquido ante el iluminado despacho de Requin. El dueño de la Aguja del Pecado alzó la mirada desde su escritorio para ver cómo Selendri guiaba a Locke por la habitación; Requin debía de haber estado absorto en el estudio de un gran montón de pergaminos, porque había sujetado sus gafas en el cuello de su camisa negra.

—Ya era hora, Kosta —dijo—. Necesito que me dé alguna explicación.

—Ahora mismo le daré alguna —dijo Locke—. Mierda, pensó, espero que aún no sepa lo de los asesinos de los muelles. Tendría que inventarme alguna maldita historia. —¿Puedo sentarme?

—Tome una silla.

Locke escogió una que estaba apoyada en la pared y la acercó hasta que quedó enfrente del escritorio de Requin. Al tomar asiento, se secó disimuladamente en las calzas el sudor de las manos. Selendri se inclinó sobre Requin y estuvo hablándole un buen rato al oído. Él asintió y luego se quedó mirando a Locke.

—Ha tomado un poco el sol —dijo.

—Hoy mismo —dijo Locke—. Jerome y yo nos fuimos al puerto, a navegar.

—¿Algún ejercicio placentero?

—No demasiado.

—Lástima. Pero, al parecer, estuvieron hace varias noches en el puerto. Los vieron cuando regresaban de la Mon Magisteria. ¿Por qué ha esperado tanto tiempo para venir a contarme los detalles de esa visita?

—Ah —Locke sintió una oleada de alivio. Quizá Requin pensaba que la relación existente entre Jean, él mismo y los dos asesinos muertos no era relevante. Lo que Locke necesitaba en aquel momento era la presunción de que Requin no estaba al tanto de todo lo que había sucedido, por eso sonrió—. Suponía que, en caso de que usted quisiera conocerlos enseguida, enviara a alguna de sus bandas para que nos trajera hasta aquí y así poder contárselos.

—Kosta, debería hacer una pequeña lista titulada La gente contra la que puedo luchar sin consecuencias para mí. Y ya le advierto de que mi nombre no estará en ella.

—Lo siento. No lo hice completamente a propósito; los últimos días Jerome y yo tuvimos que irnos pronto a la cama para levantarnos al salir el sol. La razón de tal comportamiento tiene algo que ver con los planes de Stragos.

En aquel momento, uno de los empleados de la Aguja del Pecado apareció en el descansillo de las escaleras que subían desde la octava planta. Hizo una profunda reverencia y se aclaró la garganta.

—Señor, señora, les pido perdón. La señora mandó que subiéramos las sillas que maese Kosta había dejado en el patio.

—Tráiganlas hasta aquí —dijo Requin—. Selendri me habló de ellas. ¿Qué es todo esto?

—Ya sé que parece más complicado de lo que es en realidad —respondió Locke—, pero me haría un favor, y se lo digo sinceramente, si se quedara con ellas.

—¿Quedarme con ellas? Oh, vaya.

Un fornido empleado de la Aguja del Pecado subió por las escaleras, llevando ante sí, y con gran precaución, una de las sillas. Requin se levantó de la suya y se quedó mirándola, atónito.

—Barroco de Talathri —dijo—. Me parece que es barroco de Talathri… Usted, póngalas en el centro de la habitación. Sí, muy bien. Pueden irse.

Cuatro empleados dejaron en el centro de la estancia de Requin las otras tantas sillas que acababan de subir y luego de hacer una reverencia bajaron por las escaleras. Requin apenas les hizo caso, pues acababa de dejar atrás el escritorio y examinaba la silla que tenía más cerca, pasando uno de sus dedos enguantados por encima de su superficie laqueada.

—Es una imitación… —dijo muy despacio— evidente… pero absolutamente magnífica —y entonces reparó en Locke—. No sabía que estuviera al tanto de los estilos que colecciono.

—Y no lo estoy —repuso Locke—. Jamás había oído hablar del Nosequé de Talathri antes de ahora. Hace varios meses jugué a las cartas con un lashainí que estaba bebido. Como su crédito estaba bastante… restringido, acepté que me pagara en especias. Y así obtuve cuatro sillas muy caras. Las tenía en un guardamuebles, pues en realidad no sabía qué hacer con ellas, hasta que vi lo que usted guardaba en este despacho, y entonces pensé que podrían interesarle. Me encanta que le gusten. Y como le decía, me hará un favor si se las queda.

—Sorprendente —dijo Requin—, siempre he querido tener un conjunto de muebles tallados en este mismo estilo. Me gusta mucho el Último Florecimiento. Es algo de lo que no me desprendería.

—Para mí son un despilfarro, Requin. Una silla de lujo no es más que una silla de lujo, al menos en lo que a mí concierne. Tiene que tener cuidado con ella, pues, por alguna razón, están talladas en madera cortada longitudinalmente. Aunque soportan el peso, no conviene abusar.

—Es algo… completamente inesperado, maese Kosta. Las acepto. Gracias —con evidente desgana, Requin volvió a sentarse al lado del escritorio—. Pero este regalo no puede eximirle del hecho de que, según los términos de nuestro acuerdo, debe mantenerme informado. Así que prosiga con lo que me estaba explicando —su sonrisa se atenuó, borrándose de la expresión de sus ojos.

—Claro que no me exime. Pero, volviendo a lo de los planes de Stragos, creo que está sentado encima de un barril de aceite ardiente. Quiere enviarnos fuera a Jerome y a mí para que gestionemos cierto asunto suyo.

—¿Fuera? —la cortesía de que había dado muestras hasta entonces acababa de esfumarse; Requin acababa de pronunciar aquella palabra como un susurro amenazante.

Ya llega. Guardián Avieso, lanza un buen hueso a este perro tuyo.

—A un crucero por mar —respondió Locke—. A las Islas del Viento Fantasma. A Puerto Pródigo. En una misión de búsqueda.

—Me parece extraño. No recuerdo haberme llevado la bóveda a Puerto Pródigo.

—Creo que tiene que ver con eso. ¿Y cómo? Estamos buscando… algo. Mierda. Esto no sirve de nada. A alguien, en realidad. ¿Nunca, ah… nunca…?

—¿Nunca el qué?

—¿Nunca ha oído hablar de… un hombre llamado… Calo… Callas?

—No. ¿Por qué?

—Él, ah, bueno… toda esta cuestión… me siento como un tonto hablando de ella. Pensaba que quizá usted habría oído hablar de él. No sé si siquiera existe. Quizá no sea más que un cuento. ¿Seguro que nunca ha oído ese nombre?

—Seguro. ¿Selendri?

—Ese nombre no me dice nada —comentó ella.

—¿Y quién se supone que es? —Requin entrelazó con fuerza los dedos de sus manos enguantadas.

—Pues… ¿Qué voy a decir? ¿Qué podría sacarnos de este lugar si hubiéramos entrado en él para abrir la bóveda? Oh… Guardián Avieso, ¡eso es!… un violador de cajas fuertes. Los espías de Stragos tienen un informe de él. Se supone que es el mejor, o lo fue en su tiempo. Un artista con la ganzúa, una especie de prodigio de la mecánica. Se supone que Jerome y yo tenemos que seducirle para que abandone su retiro y se dedique al asunto de su bóveda.

—¿Y qué hace un hombre de su categoría en Puerto Pródigo?

—Ocultarse, supongo —Locke sintió que las comisuras de su boca comenzaban a curvarse hacia arriba, por eso reprimió la sonrisa burlona que tan familiar era en él: en cuanto una Mentira Gorda anda suelta por el mundo, crece y crece por sí misma sin que haya que hacer nada para mantenerla viva—. Stragos dice que los artífices ya han intentado matarle en varias ocasiones. Es su antítesis. Si de veras existe, entonces tiene que ser el auténtico antiartífice.

—Me resulta muy extraño que jamás haya oído hablar de él —dijo Requin— ni que nadie me encargara jamás que lo buscara y acabara con él.

—Póngase en el lugar de los artífices —dijo Locke—, ¿cree que iban a comentar las capacidades que parece poseer para que alguien importante pudiese aprovecharse de ellas?

—Hmmm.

—Diablos —Locke se rascó la barbilla como si estuviera pensando—. A lo mejor alguien le encargó a usted que lo buscara y acabara con él. Por supuesto que no bajo ese nombre y sin mencionar su destreza, ¿no le parece?

—Pero ¿por qué ustedes dos, de entre todos los agentes del Arconte…?

—¿Qué garantías tenemos de seguir con vida si antes no morimos en el intento?

—Ah, claro, el hipotético veneno.

—Tenemos dos meses, quizá tres —dijo Locke con un suspiro—. Stragos nos advirtió de que no nos la jugáramos. Si para entonces no hemos vuelto, descubriremos lo eficiente que es su alquimista de cabecera.

—Servir al Arconte parece que le complica a uno la vida, Leocanto.

—No me diga. Me caía mejor cuando sólo era el patrón desconocido que nos pagaba —Locke se encogió de hombros, sintiendo la protesta de algunos de los músculos de su espalda cansada—. Nos iremos este mismo mes, lo que significa que el día de nuestra partida no está lejos. Saldremos con la tripulación de un mercante independiente después de recibir un poco de entrenamiento, para no parecer los patanes de tierra firme que somos en realidad. Hasta que regresemos, para nosotros se acabó el trasnochar y el jugar.

—¿Cree que tendrán éxito?

—No, pero sí sé que regresaré como sea. Incluso es posible que Jerome sufra un «accidente» durante el viaje. De cualquier modo, dejaremos todas nuestras ropas en Villa Candessa. Y hasta la última centira del dinero que Jerome y yo tenemos en esta casa. Como gajes de que volveremos.

—Pero si vuelve —dijo Selendri—, lo hará con el hombre que posibilitará en gran manera los planes del Arconte.

—Si se encuentra allí —dijo Locke—, lo traeré antes a este lugar. Espero que quiera discutir abiertamente con él la saludable ventaja que puede reportarle el aceptar una contraoferta.

—Ciertamente —confirmó Requin.

—Quizá el tal Callas —Locke imprimió a su voz un tono de creciente excitación— sea la clave para, de una vez por todas, darle una buena lección a Stragos. Incluso es posible que sea más chaquetero que yo.

—Vamos, maese Kosta —dijo Selendri—, dudo mucho que haya alguien que demuestre más entusiasmo en el chaqueteo que usted.

—Ya saben de sobra lo entusiasmado que me siento —dijo Locke—. Pero es lo que hay. Stragos no nos ha dicho nada que me haga sentirme tan bien. Lo único que quería era librarme de esas malditas sillas e informarles de que estaríamos fuera durante una breve temporada. Se lo aseguro, volveré. Si, a fin de cuentas está en mi mano, volveré.

—Demasiadas garantías —dijo un pensativo Requin—. Demasiadas prendas.

—Si hubiera querido dejarlo y salir corriendo —repuso Locke—, ya lo habría hecho. ¿Por qué iba a venir hasta aquí para decírselo?

—Es evidente —dijo Requin, sonriendo educadamente—. Porque si fuera una artimaña, contaría con una ventaja de dos meses en los que yo no haría nada para buscarle.

—Ah, sería una idea excelente —dijo Locke— si no fuera porque, con ventaja o sin ella, para entonces comenzaría a morir de un modo terrible.

—Eso es lo que usted dice.

—Mire. Estoy engañando al Arconte de Tal Verrar a favor suyo. Estoy engañando al maldito Jerome de Ferra. Necesito aliados para poder salir de toda esta mierda; no me importa si me cree o no, porque yo tengo que confiar en usted. Le estoy enseñando mi mano. No es un farol. Y ahora, dígame una vez más cómo he de proceder.

Como quien no quiere la cosa, Requin pasó los dedos por los bordes de los pergaminos que atestaban su mesa de escritorio y luego miró a Locke cara a cara.

—Espero conocer enseguida los planes que el Arconte le tiene reservados. Sin retrasos. Si vuelvo a tener que preguntarme dónde anda usted, mandaré a buscarle. Y será la última vez.

—Entendido —Locke convirtió en todo un espectáculo el tragar saliva y el retorcerse las manos—. Estoy seguro de que volveremos a ver al Arconte antes de irnos. Estaré aquí una noche después de cada uno de los encuentros, no más tarde.

—Bien —Requin señaló con el dedo el ascensor—. Emprenda el viaje. Encuéntreme al tal Calo Callas, si es que existe, y tráigamelo. Pero no quiero que Jerome se caiga por una barandilla mientras están en el mar. ¿Entendido? Hasta que Stragos no esté a tiro, me reservo el privilegio de impedírselo.

—Yo…

—Maese de Ferra no sufrirá ningún «accidente». Usted se encuentra al límite de mi tolerancia. Ése es el trato.

—Si lo presenta de esa manera, por supuesto que estoy de acuerdo.

—Stragos tiene el antídoto prometido —Requin tomó una pluma de ave y volvió a los pergaminos—. Y yo quiero estar seguro de que usted regresa a mi hermosa ciudad con el mismo entusiasmo que ahora muestra. Usted quiere matar a su amiguito, pero antes tendrá que cuidar de él durante unos meses. Cuide muy bien de él.

—Desde… luego.

—Selendri le mostrará la salida.

5

—Realmente, podría haber ido mucho peor —comentó Jean mientras él y Locke tiraban de remo a la mañana del día siguiente. Habían salido al puerto principal y cabalgaban las plácidas olas cerca del Creciente de los Mercaderes. Aunque el sol aún no estaba tan alto como a mediodía, hacía más calor que la víspera. Los dos ladrones estaban empapados de sudor.

—Una muerte rápida y miserable hubiera sido mucho peor —dijo Locke sofocando un gemido; el ejercicio que realizaba aquel día no sólo le producía dolor en hombros y espalda, sino en las viejas heridas que cubrían buena parte de su brazo izquierdo—; pero creo que hemos apurado las últimas heces de la paciencia de Requin. Más cosas extrañas, más complicaciones… y todo se habrá terminado para nosotros. Lo que le conté era tan inverosímil como los planes de Stragos.

—¡No creo que puedan mover el bote con el aire que se les escapa por la boca! —exclamó Caldris.

—A menos que nos encadene a los remos y toque un tambor —dijo Locke—, hablaremos cuando queramos. Y, a menos que quiera que nos desmayemos de hambre, debería considerar la posibilidad de un almuerzo a primera hora.

—¡Caramba! ¿Acaso el elegante y joven caballero no disfruta con la vida del trabajador? —Caldris se sentaba a proa con las piernas estiradas en dirección al mástil. La gatita se acurrucaba encima de su estómago, dormida y hecha una bola negra de plácido contentamiento—. Mi primer oficial quiere que le recuerde que a la mar, adonde vamos a ir, le importa un bledo si disfruta con ella o no. Quizá esté veinte horas de pie. O cuarenta. Quizá en el puente. O achicando agua. Cuando llega el momento de hacer lo que hay que hacer, se hace hasta que uno cae agotado. Así que a partir de ahora van a remar hasta que sus expectativas sean las que tienen que ser. Y hoy almorzaremos a última hora, no a primera. ¡Todo a babor!

6

—Excelente trabajo, maese Kosta. Fascinante, aunque endiabladamente heterodoxo. Así que cree que nos encontramos en algún lugar situado en una latitud próxima a la del Reino de los Siete Compañeros. ¿Cerca de la cálida costa de Ventila?

Cuando Locke dejó que el bastón-sextante, un palo de más de un metro de longitud que tenía una singular disposición de mirillas y de ruedas calibradas, se le cayera del hombro, suspiró.

—¿No ve la sombra del sol por la mirilla del horizonte?

—Sí, pero…

—Lo admito, este aparato no es tan preciso como un tiro de flecha, pero incluso un tonto de tierra adentro podría hacerlo mejor. Inténtelo de nuevo como le he enseñado. Y dé gracias por emplear un cuadrante verrarí; los antiguos bastones de cruz le obligarían a mirar directamente al sol, en lugar de ver su sombra.

—Discúlpeme —dijo Jean—, pero tenía entendido que a este aparato se le llamaba el cuadrante camorrí…

—Sandeces —dijo Caldris—. Es un cuadrante verrarí. Los verraríes lo inventaron hace veinte años.

—Esa reivindicación —dijo Locke— no es más que la inquina por todo lo que les zurraron durante la Guerra de los Mil Días, ¿a que sí?

—¿Está a favor de los camorríes, Kosta? —Caldris empuñó el bastón. Locke se sobresaltó al comprender que su ira no era fingida—. Pensaba que era de Talisham. ¿Tiene algún motivo para defender a la jodida gente de Camorr?

—No, sólo quería…

—¿Qué quería?

—Discúlpeme —Locke comprendió su error—. No había caído en la cuenta. Para usted no es una simple cuestión de historia.

—Todos esos mil días y algunos más —dijo Caldris— estuve allí.

—Mis disculpas. Supongo que perdería a muchos amigos.

—Supone pero que muy bien —Caldris lanzó un bufido—. Perdí un buque que estaba bajo mi mando. Tuve la suerte de no convertirme en pasto para los calamares gigantes. Fueron malos tiempos —apartó la mano del bastón de Locke y recobró el aplomo—. Kosta, sé que no quería molestarme. Yo también debo disculparme. Los que luchamos en aquella guerra no nos dimos cuenta de que perdíamos hasta que el Priori ordenó a nuestras fuerzas que se rindieran. Eso explica que confiáramos tanto en el primer Arconte.

—Leocanto y yo no tenemos ningún motivo para sentir amor por Camorr —dijo Jean.

—Magnífico —Caldris dio a Locke una palmada en la espalda y se relajó—. Magnífico. Siga así. Y bien, puesto que ahora nos hemos perdido en medio de la mar, ¡maese Kosta, busque la latitud!

Era el cuarto día de su entrenamiento con el maestro de las velas verrarí; después de la acostumbrada sesión matutina de tortura con los remos, Caldris les había llevado a la costa de la dársena de Plata. A unos quinientos metros de la isla de cristal, pero en las aguas tranquilas que se beneficiaban de los arrecifes en círculo que rodeaban la ciudad, había una plataforma de piedra cubierta con un tejado plano que se erguía unos quince metros por encima de las transparentes aguas verde-azuladas. Caldris lo llamaba el Castillo de los Marineros de Agua Dulce; era una plataforma de entrenamiento para los futuros marinos verraríes, tanto de su armada como de la marina mercante.

El bote había quedado amarrado a uno de los lados de la plataforma, que alcanzaba una longitud de unos diez metros. Repartidos entre las piedras que había a sus pies se encontraba todo un ejército de instrumentos de navegación: bastones de hombro, bastones de cruz, relojes de arena, cartas y brújulas, una caja resolutora y un juego de cajas con clavijas de aspecto indescifrable que según Caldris servían para predecir trayectorias. La gatita se había quedado dormida encima de un astrolabio y tapaba los símbolos grabados al aguafuerte en su superficie de latón.

—El amigo Jerome es bastante bueno en esto —dijo Caldris—, aunque usted, y no él, será el capitán.

—Y yo que pensaba que usted tendría que encargarse de todas las tareas importantes so pena de una muerte horrible, como nos ha recordado más de cien veces.

—Y me encargaré de ellas. Tiene que estar loco para suponer que será de otra manera. Pero necesito que sepa lo suficiente para no pifiarla, no sea que cuando yo le ordene tal o cual cosa se limite a pasarse el dedo gordo por el culo. Sólo saber qué cabo de soga tiene que agarrar y poder calcular una latitud para no apartarnos medio mundo de nuestro destino.

—La sombra del sol y el horizonte —murmuró Locke.

—Ciertamente. A última hora de la noche emplearemos el antiguo modelo de bastón para calcular lo único que aún hace bien… la latitud mediante las estrellas.

—¡Pero si acaban de dar las doce del mediodía!

—Exacto —dijo Caldris—. Aún nos queda mucho por hacer. Libros, cartas, un poco de matemáticas, más remar, más navegar a vela, luego más libros y cartas. Y luego, a la cama. Después de pasar el día en el Castillo de los Marineros de Agua Dulce, le parecerá más blanda —Caldris lanzó un escupitajo encima de las piedras—. ¡Y ahora calcule esa puñetera latitud!

7

—¿Y si nos cocemos? —preguntó Jean.

Eran las últimas horas del noveno día que habían pasado con Caldris, y Jean se estaba dando un remojón dentro de una enorme bañera de latón. A pesar del calor que hacía dentro de su suite de Villa Candessa, había pedido agua caliente, que después de tres cuartos de hora aún despedía volutas de vapor. Encima de la mesita que estaba al lado de la bañera descansaban una botella sin tapón de brandy Austershalin (de la variedad 554, la más barata, que podía conseguirse en cualquier sitio) y las dos Hermanas Malvadas.

Las contraventanas y cortinas de las ventanas de la suite estaban echadas; la puerta, cerrada con pestillo y protegida con una silla apoyada por debajo de su picaporte. Tantas precauciones podrían darles varios segundos de ventaja en el caso de que alguien quisiera entrar por la fuerza. Locke estaba echado en la cama, intentando que los dos vasos de brandy que se había tomado le quitaran los nudos que tenía en los músculos. Sus estiletes descansaban en la mesita de noche, a menos de un metro de sus manos.

—Ah, dioses —dijo—, lo sé. ¿Es… malo?

—Ir al encuentro de vientos y mares —dijo Jean— de lado, en vez de embestirlos de frente con la proa.

—Y eso es malo.

—Muy malo —Jean pasaba las páginas de un ejemplar manoseado del Lexicón Práctico del Marinero Avisado, Con Numerosos Ejemplos Esclarecedores que Proceden de Una Visión Imparcial de la Historia, escrito por Indrovo Lencallis—. Vamos, tú eres el capitán. Yo sólo soy tu revientacráneos.

—Vale. Otra pregunta —el ejemplar de Locke estaba debajo de sus cuchillos y de la botella de brandy.

—Hmmm —Jean pasó rápidamente las páginas—. Caldris dice que nos pongamos al alcance del viento. ¿De qué puñetas está hablando?

—De que maniobremos para que el viento llegue perpendicularmente a la quilla —murmuró Locke—. De que nos golpee de lado.

—Ahora quiere que nos pongamos en un alcance repartido.

—Bien —Locke hizo una pausa para saborear el brandy—. El viento no nos da por detrás ni de lado. Llega por los cuarteles de popa, con un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto a la quilla.

—No está mal —Jean volvió a pasar deprisa las páginas—. Y ahora, a la rosa de los vientos. ¿Por dónde cae la cuarta sexta?

—Muy hacia el este. Por los dioses, es como cuando cenábamos en casa con Cadenas.

—Ambos comentarios son correctos. Una cuarta al sur.

—Hum, sureste.

—Correcto. Otra cuarta al sur.

—¿Sureste por el este?

—Y otra cuarta más.

—Ah, dioses —Locke se tomó de un trago todo el brandy que le quedaba—. Sureste-jódete-por el este. Ya basta por esta noche.

—Pero…

—Soy el capitán del puto barco —dijo Locke, dándose una vuelta en la cama—. Mis órdenes son que te bebas el brandy y que te metas en la cama —estiró un brazo, se puso una almohada encima de la cabeza y se quedó dormido al instante. Incluso mientras soñaba, siguió haciendo nudos, aparejando velas y calculando latitudes.

8

—No tenía ni idea —decía Locke la mañana siguiente— de que me había enrolado en su marina. Suponía que se trataba, precisamente, de lo contrario.

—Sólo es un medio para conseguir un fin, maese Kosta.

El Arconte les aguardaba en la bahía privada que tenía en la dársena de la Espada. Uno de sus botes personales (Locke recordaba haberlo visto en las cavernas de cristal que se encontraban por debajo de la Mon Magisteria) estaba amarrado detrás del suyo. Merrain y media docena de Ojos estaban con él. En aquellos momentos, ayudado por Merrain, Locke se ponía el uniforme de oficial de la marina de Tal Verrar.

La camisa y las calzas eran del mismo azul oscuro que los jubones que llevaban los Ojos. La casaca, sin embargo, era de color rojo pardo, con unas costuras rígidas de cuero negro en la parte de los antebrazos que se acercaban al codo. El cuello era azul oscuro, y unos distintivos de latón pulido con la forma de dos rosas dispuestas encima de dos espadas cruzadas estaban cosidos a sus antebrazos, justo debajo de los hombros.

—No tengo a mi servicio muchos oficiales rubios —dijo Stragos—, pero creo que el uniforme le sienta bien. Cuando termine esta semana dispondré de dos más —Stragos se acercó a Locke y corrigió algunos defectos… como enderezar el cuello de su casaca y la vaina sin espada que llevaba al cinto—. A partir de ahora se lo pondrá a diario durante varias horas. Acostúmbrese a llevarlo. Uno de mis Ojos le dirá cómo llevarlo bien puesto, así como los saludos y cortesías acostumbrados.

—Sigo sin comprender por qué…

—Lo sé —Stragos se volvió hacia Caldris, que en presencia de su jefe había dejado a un lado las maneras endiabladamente vulgares a las que estaba acostumbrado—. ¿Cómo va su entrenamiento, maestro de las velas?

—El Protector ya ha sido debidamente informado —dijo Caldris, arrastrando las palabras— de mi opinión en lo concerniente a esta misión.

—No le he preguntado eso.

—Progresan mejor de lo que habíamos supuesto, Protector. Pero sólo un poquito mejor.

—Si es así, lo conseguirán. Aún le quedan tres semanas para moldearlos. Me atrevería a decir que parecen más acostumbrados que antes a trabajar a pleno sol.

—¿Dónde está nuestro buque, Stragos? —preguntó Locke.

—Esperando.

—¿Y nuestra tripulación?

—Aquí cerca.

—¿Y por qué diablos llevo este uniforme?

—Porque me complace que sea capitán de mi armada. Eso es lo que significan las rosas encima de las espadas. Pero sólo lo será durante una noche. Aprenda a sentirse bien dentro del uniforme. Aprenda a esperar pacientemente las órdenes.

Locke se encogió de hombros y puso su mano derecha encima de la vaina para, acto seguido, situar su brazo izquierdo con el puño cerrado a la altura de su pecho. Luego inclinó la cintura en el mismo ángulo que en varias ocasiones había visto adoptar a los Ojos.

—Los dioses protejan al Arconte de Tal Verrar.

—Muy bien —dijo Stragos—, pero usted es oficial y no un soldado o marinero sin rango. El ángulo en el que debe doblar la cintura ha de ser menor.

Se volvió y regresó a su bote. Los Ojos formaron en fila y marcharon tras él, mientras Merrain despojaba a Locke de su uniforme a toda prisa.

—Caballeros, les devuelvo a la atención de Caldris —dijo el Arconte mientras entraba en el bote—. Aprovechen bien el tiempo.

—En el nombre de los dioses, ¿cuándo sabremos que ya estamos suficientemente preparados?

—Lo sabrán a su debido tiempo, Kosta.

9

Dos días después, por la mañana, cuando las compuertas se abrieron para que el bote de Merrain pudiera entrar en la bahía privada de la dársena de la Espada, Locke y Jean se sorprendieron al descubrir que un buque de verdad había ido por la noche a hacer compañía a su bote.

Caía una lluvia fina y bastante cálida, no el típico chubasco que suele llegar desde el Mar de Bronce, sino más bien un aguacero procedente de tierra adentro. Caldris les aguardaba en la plaza de piedra cubierto con un fino capote encerado, mientras unos arroyuelos de agua le caían por el cabello y la barba que llevaba desprotegidos. Hizo una mueca cuando el bote le entregó a un Locke y a un Jean que llevaban encima muy poca ropa y no se habían puesto botas.

—¡Fíjense en él! —exclamó Caldris—. Ya está aquí. ¡El buque donde moriremos los tres! —dio una palmada en el hombro de Locke y rió—. Se llama Mensajero Rojo.

—¿Es nuestro barco? —el navío estaba inmóvil y silencioso, las velas recogidas, las lámparas apagadas. Locke pensó que cualquier barco en aquellas condiciones despedía un aura indescriptible de melancolía—. Será uno de los barcos del Arconte, ¿verdad?

—No. Al parecer, los dioses decidieron que el Protector tendría en esta misión cierta suerte de tipo financiero. ¿Sabe lo que es una avispa-estilete?

—Bastante bien.

—Hace poco, un idiota quiso entrar en el puerto con una colmena metida en la bodega. Sólo los dioses saben lo que quería hacer con ella. Así que lo ejecutaron y el buque pasó directamente al Arcontado. El enjambre de esos pequeños monstruos fue quemado.

—Oh —dijo Locke, riéndose con disimulo—, seguro que eso fue lo que pasó. Los elegantes oficiales de Tal Verrar, siempre tan minuciosos e incorruptibles.

—El Arconte lo carenó —prosiguió Caldris—. Necesitaba velas nuevas, revisar el maderamen, un poco de calafate. Todo el interior fue fumigado con azufre, y luego se le cambió el nombre. No salió muy caro, si lo comparamos con lo que hubiera costado hacer uno nuevo.

—¿Cuántos años tiene?

—Veinte, por lo que sé. Pero aunque el buque parezca bastante trabajado, aún le quedan unos cuantos más, suponiendo que lo traigamos de vuelta. Y ahora veamos lo que han aprendido. ¿De qué tipo es?

Locke estudió el navío, que tenía dos mástiles, un puente de popa ligeramente elevado y un bote en el combés al que le habían dado la vuelta.

—¿Es una goleta?

—No —dijo Cauldris—, es más bien una corbeta, aunque para usted también sería un bergantín pequeño. Ya sé por qué lo ha llamado goleta. Por eso mismo, permítame que le indique por qué le han confundido sus características.

Y entonces se enzarzó en una larga serie de explicaciones de carácter técnico, hablando de bracear a sotavento y de las velas del segundo mástil, que Locke apenas entendió, como suele sucederle a quien visita una ciudad del extranjero y se pierde al escuchar cómo uno de sus habitantes le dice muy deprisa la dirección de la calle por la que pregunta.

—… tiene unos treinta metros de proa a popa, sin contar el bauprés, por supuesto —terminaba de decir Caldris.

—Por los dioses —dijo Locke—, acabo de darme cuenta de que voy a ser el capitán de este barco.

—¡Ja! De eso nada. Hará como si fuera el capitán de este barco. Y no me quitará el ojo de encima. Lo único que tiene que hacer es repetir a la tripulación las órdenes que yo le dé a usted. Y ahora subamos a bordo sin más dilación.

Caldris les condujo hasta una rampa y entraron en el Mensajero Rojo. Y mientras Locke miraba a su alrededor, fijándose en el más mínimo detalle, una molestia creciente comenzó a roerle el estómago. Aunque en el anterior viaje que había hecho en barco (el único, donde no había salido de la cama) había pasado por alto todas las minucias de la vida en alta mar, todo lo que veía en aquellos momentos, los nudos, los pernos, los aparejos, las jarcias, los obenques, las cuerdas, las clavijas, los mecanismos, podía salvarle la vida… o frustrar con amargas consecuencias el personaje que debía representar.

—Maldición —dijo en voz baja, dirigiéndose a Jean—. Quizá con diez años menos hubiera sido lo suficientemente lerdo para creer que esto estaba chupado.

—Lo malo es que no sólo no está chupado —dijo Jean, dándole a Locke un apretón en su hombro sano—, sino que no tenemos tiempo de aprendérnoslo todo.

Recorrieron toda la longitud del buque bajo la cálida llovizna, mientras Caldris alternaba las explicaciones sobre los detalles más interesantes con las difíciles preguntas que les hacía sobre lo que fuera. Cuando llegaron al combés del Mensajero Rojo y dieron la visita por terminada, Caldris apoyó la espalda en el bote para descansar.

—Bueno —dijo— ustedes dos aprenden deprisa para ser unos marineros de agua dulce. Eso se lo concedo. A pesar de ello, he tenido cagadas con mayor visión de la mar que la que poseen los dos juntos.

—Cuando volvamos a tierra, espero tener la ocasión de poder enseñarle nuestra profesión, cara de chivo.

—¡Ja! Maese de Ferra, no le queda mal esa actitud. Aunque es posible que jamás sepa una mierda sobre lo que son las velas del estay, habrá adquirido los excelentes modales de un primer oficial. Y ahora, a las cuerdas. Esta misma mañana, mientras dura este tiempo tan excelente, vamos a visitar la cofa.

—¿La cofa? —Locke se quedó mirando el palo mayor, mermado por el color gris del cielo que le rodeaba, y bizqueó cuando la lluvia le dio directamente en la cara—. ¡Pero si está lloviendo a mares!

—Así es como llueve en la mar. ¿No se lo había dicho nadie? —Caldris pasó por encima de los obenques mayores de estribor; ellos pasaron justo por la parte opuesta del puente y se aseguraron con cuerdas al propio casco. Con un gruñido, el capitán subió a la barandilla e hizo una seña a Locke y a Jean para que le siguieran—. Los pobres bastardos de su tripulación tendrán que subir hasta aquí, haga el tiempo que haga. No les he sacado al mar para que se comporten como vírgenes atadas con cuerdas, ¡así que meneen el culo y síganme!

Siguieron a Caldris bajo la lluvia, pisando con cuidado encima de los palos que cruzaban los obenques para no caerse. Locke tuvo que admitir que aquellas dos semanas de duro ejercicio diario le habían dado más fuelle para realizar aquel tipo de tareas, de suerte que apenas sentía ya el dolor de las antiguas heridas. Fuera como fuese, la sensación tan extraña como pusilánime que le producía el contacto con la escala de cuerda le descorazonaba, de manera que sólo se animaba al percibir que una verga se perfilaba más arriba bajo la lluvia. Poco después, subía apresuradamente hasta una plataforma circular muy bien sujeta, para reunirse con Jean y con Caldris.

—Ya hemos subido dos terceras partes —dijo Caldris—. Esta verga soporta el recorrido principal —al escuchar aquellas palabras, Locke supo que no se refería a un plan de navegación, sino a la vela mayor del buque, que tenía forma cuadrada—. Más arriba, hasta las gavias y los juanetes. Por ahora no lo están haciendo mal. Por los dioses, si creen que hoy no es un buen día, imagínense subiendo hasta aquí arriba cuando el buque se menee de un lado para otro como un toro que aliviara sus deseos. ¡Ja!

—Lo peor de todo esto —Jean susurraba a Locke— es que algún jodido idiota pierda el equilibrio y aterrice encima de ti.

—¿Crees que subiremos hasta aquí arriba muy a menudo? —preguntó Locke.

—¿Acaso tienes una vista prodigiosamente aguda?

—Creo que no.

—Pues entonces no te preocupes. No creo que subamos. El puesto del capitán está en el puente. Si quieres ver las cosas de lejos entonces emplea un catalejo. Seguro que dispondrás de buenos vigías que te informen de lo que pasa desde lo alto del mástil.

Siguieron allí arriba durante varios minutos más, hasta que el trueno retumbó a lo lejos y la lluvia se hizo más fuerte.

—Creo que debemos bajar —Caldris se levantó y se dispuso a deslizarse por un lado—. Ahora y siempre, hacer esto es tentar a los dioses.

Locke y Jean llegaron al puente sin mayores problemas, pero cuando Caldris saltó desde los obenques, respiraba con dificultad. Gruñó y se masajeó el antebrazo izquierdo. —Maldición estoy demasiado viejo para subir a la cofa. Gracias a los dioses, el puesto del capitán está en el puente —un trueno resaltó aquellas palabras—. Vengan conmigo. Utilizaremos el camarote principal. Hoy nada de velas, sólo libros y cartas. Sé lo mucho que les gusta.

10

Hacia el final de la tercera semana con Caldris, Locke y Jean habían comenzado a alimentar la secreta esperanza de que la refriega con los dos asesinos a sueldo no volviera a repetirse. Aunque Merrain seguía escoltándolos por la mañana, al anochecer se les concedía cierta libertad, con tal de que pasearan armados y no franquearan los límites del distrito Arsenale. Las tabernas estaban llenas a rebosar con los soldados y marinos del Arconte, por lo que a cualquiera le hubiera resultado muy difícil emboscarse en ellas sin pasar desapercibido.

A la décima hora de la tarde del Día del Duque (que, tal y como Jean se había encargado de corregir a Locke, los verraríes llamaban el Día del Consejo), Jean se encontró con Locke en el Signo de los Mil Días. Locke miraba una botella de vino especiado que descansaba sobre su mesa. El lugar, muy espacioso, aunque saturado por las conversaciones de la gente adinerada que cerraba en él sus negocios, era muy agradable y estaba muy bien iluminado. Era un bar para militares de la Armada. Las mejores mesas, dispuestas debajo de otras tantas reproducciones de antiguas banderas de combate verraríes, estaban ocupadas por oficiales. No era necesario que vistieran uniforme para comprobar que eran de alto rango. Los marineros sin graduación bebían y jugaban en la penumbra de las mesas que rodeaban a los primeros, mientras que los escasos visitantes ajenos a aquel mundo se sentaban en las mesitas que se encontraban alrededor de la ocupada por Locke.

—Suponía que estarías en este sitio —dijo Jean mientras se sentaba enfrente de Locke—. ¿Qué se supone que estás haciendo?

—Trabajar. ¿No se nota? —Locke agarró la botella por el cuello y la esgrimió delante de Jean—. Éste es mi martillo —y entonces golpeó con los nudillos encima de la mesa de madera—. Y éste mi yunque. Estoy dándome golpes en los sesos para ver si mejoro su aspecto.

—¿A qué viene todo esto?

—Quería esperar hasta medianoche para ver si dejaba de ser el capitán de un jodido velero fantasma —la manera de hablar tan bajo, como en susurros, le indicó a Jean que aún no estaba ebrio, sino más bien poseído por las ganas de estarlo—. ¡Tengo la cabeza llena de barquitos que dan vueltas y más vueltas mientras invento nuevos nombres para las cosas que tienen en los puentes! —hizo una pausa para echarse un trago y luego le ofreció la botella a Jean, que denegó con la cabeza—. Suponía que te aplicabas al estudio de tu Lexicón.

—En parte —Jean giró su silla un poco hacia la pared, para poder ver directamente la mayor parte de la taberna—. También estaba escribiendo algunas mentiras educadas a la atención de Durenna y Corvaleur; han estado enviando cartas a Villa Candessa en las que nos preguntan cuándo regresaremos a las mesas de juego para darles la oportunidad de destrozarnos.

—Lamento tener que defraudar a las damas —dijo Locke—, pero esta noche voy a pasar de todo. Nada de Aguja, nada de Arconte, nada de Durenna, nada de Lexicón. Bebida más bebedor igual a borracho. Únete a mí. Sólo una hora o dos. Sabes que te vendría bien.

—Ya lo sé. Pero Caldris es más exigente a medida que pasan los días; creo que tener la cabeza despejada por el día nos vendrá mejor que tenerla nublada por la noche.

—Las lecciones de Caldris no nos despejan la cabeza. Más bien al contrario. Estamos aprendiendo en un mes lo que se supone que deberíamos aprender en cinco años. Todo me da vueltas en la cabeza. Fíjate, esta noche, antes de venir aquí, compré medio melón a la pimienta. La mujer de la tienda me preguntó cuál melón quería que cortara, el de la derecha o el de la izquierda. Y yo le contesté: «¡El de babor!». Mi propia garganta se ha hecho náutica y me traiciona.

—Es como ese lenguaje con el que los locos se hablan a sí mismos —Jean sacó sus gafas del bolsillo de la casaca y se las puso en el extremo de la nariz para examinar el grabado casi sin relieve de la botella de vino que bebía Locke. Era de una cosecha de Anscalán apenas relevante en el mundo de los vinos—, tan intrincado en sus circunloquios. Digamos que tienes una cuerda encima del puente. En el Día de Penitencia sigue siendo una cuerda; después de las tres de la tarde del Día Ocioso es otra cosa, algo que suena tan incoherente como los balbuceos de quien acaba de sufrir un infarto, y después, a las doce de la noche del Día del Trono, vuelve a ser una cuerda, pero sólo si no está lloviendo.

—Sí, siempre que no llueva, pues entonces tendrás que quitarte la ropa y bailar desnudo alrededor del palo de mesana. Por los dioses que es cierto. Te juro, Je… Jerome, que a la próxima persona que me diga algo parecido a «Ganchea a la derecha con una jarcia de estribor esa polla caída» le clavaré un cuchillo en la garganta. Aunque se trate de Caldris. Esta noche no quiero escuchar ni un puñetero término náutico más.

—Me da la impresión de que has lanzado tres escotas al viento.

—Acabas de firmar tu sentencia de muerte, cuatro ojos —Locke escrutó las profundidades de su botella como si fuera el halcón que acaba de divisar un ratón en un campo lejano—. Aún me queda bastante de esta morralla que meterme en el cuerpo. Toma una copa y únete a mí. Quiero armar cuanto antes una bien gorda.

Algo sucedió en la entrada, algo que hizo que las conversaciones de los parroquianos decayeran instantáneamente para ser sustituidas por un rumor que fue en aumento; algo que Jean, debido a su larga experiencia, tomó por un peligro inminente. Echó una mirada precavida y vio que un grupo de seis hombres acababa de entrar en la taberna. A dos de ellos se les veía bajo las capas varias de las prendas que emplean los policías, pero no las armas ni las armaduras que suelen llevar. Aunque los restantes iban vestidos de paisano, su complexión y sus maneras le confirmaron a Jean que eran excelentes representantes de esa criatura conocida por el nombre de «Guardia ciudadana».

Uno de ellos, bien porque desconociera el miedo o porque poseyera la sensibilidad de un pedrusco, se acercó hasta la barra y pidió algo. Sus compañeros, más inteligentes y posiblemente más nerviosos, comenzaron a susurrar. Todas las miradas se volvieron hacia ellos.

Hubo una especie de sonido áspero cuando una mujer de aspecto pendenciero que se sentaba en una de las mesas de los oficiales corrió su silla hacia atrás y se levantó despacio. En cuestión de segundos, todos los que la acompañaban, ya estuvieran o no de uniforme, se situaron detrás de ella. Aquel gesto recorrió la taberna como si fuera una ola, alcanzando primero a los demás oficiales y después a la marinería, que acababan de comprender que la proporción de ocho a uno contaba a su favor. Poco después cuatro docenas de hombres y de mujeres estaban en pie y, sin decir nada, miraban fijamente a los seis hombres que seguían junto a la puerta. Las pocas personas que rodeaban a Locke y a Jean se quedaron clavadas en sus asientos, pensando que mientras no los abandonaran seguirían estando lejos de la primera línea de la batalla que se avecinaba.

—Señores —dijo el tabernero de mayor edad, mientras sus dos compañeros más jóvenes se agachaban subrepticiamente por debajo del mostrador para buscar las armas—, han recorrido un largo viaje hasta aquí.

—¿A qué se refiere? —Jean pensó que si el policía no estaba fingiendo asombro, es que era más obtuso que el pábilo de una vela—. Venimos de los Peldaños Dorados, eso es todo. Hemos acabado nuestro turno. Tenemos sed y un buen puñado de monedas con qué apagarla.

—Quizá —replicó el tabernero— cualquier otra taberna les hubiera resultado más conveniente que ésta.

—¿Cómo dice? —el policía acababa de darse cuenta finalmente de que todas las miradas de los parroquianos se centraban en él. Pasaba lo de siempre, pensó Jean, que la Guardia ciudadana tiene dos tipos de personas: las que tienen ojos en la nuca para descubrir cualquier problema y las que tienen la sesera llena de aserrín.

—Le decía… —era evidente que el tabernero comenzaba a perder la paciencia.

—Un momento —dijo el policía, mientras levantaba las dos manos delante de los taberneros—. Comprendo. Ya he tenido suficiente por esta noche. Discúlpeme, no queríamos ofender a nadie. ¿No somos todos verraríes? Sólo queremos echar un trago, eso es todo.

—Pueden echarse un trago en mil sitios —dijo el tabernero—, en mil sitios más apropiados que éste.

—No queremos molestar a nadie.

—Y nosotros no queremos que nos moleste nadie —dijo un hombre fornido vestido con las calzas y la camisa de la marina. Sus compañeros de mesa compartían la misma mueca de pocos amigos—. Salga por esa jodida puerta.

—Perros del Consejo —murmuró otro oficial—. Renegados que sólo sirven para olfatear el dinero.

—Un momento —dijo el policía, quitándose de encima las zarpas de un compañero que intentaba llevarle hacia la puerta—. Un momento, ya les he dicho que no queríamos molestar a nadie. ¡Maldición! ¡Es cierto! Haya paz. Seguiremos nuestro camino. Invito a una ronda a todos los presentes. ¡A todos! —sacó una bolsa con manos temblorosas. Varias monedas de plata y de cobre tintinearon encima de la barra—. Tabernero, una ronda de buena cerveza oscura de Verrar para todo el que la quiera, y quédese con el cambio.

El tabernero apartó la mirada del atribulado policía y la posó en el fornido oficial naval que había hablado antes. Jean pensó que debía de ser uno de los oficiales de mayor graduación que se hallaban presentes y que el tabernero le miraba para obtener su permiso.

—Las maneras serviles os sientan bien —dijo el oficial con una mueca aviesa—. Aunque no beberemos contigo, nos encantará bebernos tu dinero en cuanto te hayas ido.

—Claro. Paz, amigos, ya dije que no queríamos ofender a nadie —aunque dio la impresión de que el policía quería decir algo, no llegó a hacerlo, porque dos de sus camaradas le agarraron de los brazos y lo sacaron por la puerta. Hubo una explosión generalizada de risas y aplausos cuando el último de los policías salió por la puerta y se desvaneció en la noche.

—¡Ya sabéis cómo la marina consigue engrosar su presupuesto! —comentó a voz en grito el fornido oficial. Mientras sus compañeros de mesa reían, él tomó su vaso y lo levantó para, luego de dirigirse a los parroquianos, exclamar—: ¡Por el Arconte! ¡Que la confusión alcance a sus enemigos de dentro y de fuera!

—¡Por el Arconte! —repitieron a coro los oficiales y marineros. Al poco tiempo todos habían recobrado el humor, mientras el tabernero más viejo contaba las monedas del policía y sus ayudantes colocaban varias filas de jarras de madera al lado de un barril de cerveza negra. Jean frunció el ceño y comenzó a hacer cálculos. Dar de beber a unas cincuenta personas, aunque sólo fuera cerveza negra de la más corriente, le supondría al policía un cuarto de su paga. Conocía a muchos hombres que se habrían arriesgado a recibir una paliza antes de soltar aquel dinero tan arduamente ganado.

—Pobre idiota borracho —dijo suspirando mientras miraba a Locke—. ¿Aún sigues queriendo armar cuanto antes una bien gorda? Me parece que se te han adelantado.

—Bueno, pues seguiré manteniendo el rumbo después de esta botella —dijo Locke.

—Mantener el rumbo es un término náu…

—Ya lo sé —dijo Locke—. Luego me suicidaré.

Los dos taberneros más jóvenes circulaban con unas bandejas enormes, sirviendo jarras de madera llenas de cerveza negra primero a los oficiales, que apenas acusaron recibo, y luego a la marinería, que las recibieron con entusiasmo. Uno de los taberneros tuvo la ocurrencia de acercarse a la esquina donde Locke y Jean se sentaban junto con el resto de civiles.

—¿Un trago de esta cosa amarga, señores? —dejó dos jarras al lado de Locke y de Jean y luego las roció con un poco de la sal procedente del salero que acababa de aparecer en sus manos como por arte de magia—. Cortesía del caballero con más oro que cerebro —Jean deslizó un cobre encima de la bandeja como signo de amabilidad y el tabernero asintió con la cabeza, aceptando aquella deferencia antes de dirigirse a la mesa de al lado—. ¿Un trago de esta cosa amarga, señora?

—Es evidente que tenemos que venir más a menudo a este sitio —comentó Locke, aunque ni él ni Jean hubieran tocado aquella cerveza caída del cielo. Al parecer, Locke se sentía a gusto con el vino que se estaba tomando, mientras que Jean, consumido por los pensamientos de lo que Caldris podría exigirles el día siguiente, no tenía muchas ganas de beber. Pasaron varios minutos charlando tranquilamente hasta que Locke reparó en su jarra de cerveza y suspiró.

—La cerveza negra con sal no es precisamente lo mejor para tomar después de un vino peleón —comentó en voz alta. Momentos después, Jean vio que la mujer que se sentaba cerca de ellos se volvía y le daba una palmadita en el hombro.

—¿Le he oído bien, señor? —daba la impresión de ser unos pocos años más joven que Locke y que Jean; apenas bonita, llevaba unos tatuajes de color escarlata brillante en los antebrazos y un bronceado muy acusado que delataba su condición de trabajadora portuaria—. ¿No le gusta la cerveza negra con sal? No quisiera parecer atrevida, pero acabo de quedarme seca…

—Oh. ¡Oh! —Locke se volvió, sonriendo, y le pasó la jarra de cerveza—. Faltaría más, apúresela. Con mis mejores cumplidos.

—Y con los míos —dijo Jean, pasándole la suya—. Se merece a alguien capaz de apreciarla.

—Así será. Señores, muchas gracias por su amabilidad.

Locke y Jean volvieron a su conferencia de susurros.

—Una semana —dijo Locke—, quizá dos, y Stragos nos mandará fuera. Ya no se tratará de una locura hipotética. Estaremos viviendo ahí fuera, en ese maldito océano.

—Razón de más para sentirme contento porque no hayas seguido dándole esta noche a la botella.

—Estos días no nos ha venido mal un poco de autocompasión —dijo Locke—. Y me ha traído recuerdos de una época que casi había olvidado.

—No es necesario que te disculpes por… eso. Ni yo. Ninguno de nosotros dos.

—¿Tú crees? —Locke recorrió con el dedo uno de los lados de la botella medio llena—. Me parece que cuando hago amistad con la botella y me tomo más de dos copas (el Carrusel del Riesgo no cuenta) tus ojos me cuentan una historia diferente.

—Vamos, déjate de…

—No quería ser grosero —se apresuró a decir Locke—. Sólo es la verdad. Y no puedo decir que no tengas razón. Tú… ¿qué sucede?

Jean acababa de estirar el cuello hacia arriba, distraído por el zumbido que acababa de nacer al lado de Locke. La trabajadora portuaria intentaba levantarse de su asiento mientras se agarraba la garganta para respirar. Jean se levantó de un salto, rodeó a Locke y la tomó de los hombros.

—Tranquila, señora, tranquila. ¿Demasiada sal en la cerveza? —le dio la vuelta y le propinó varios golpes en la espalda con la muñeca de su mano derecha. Pero ella siguió tosiendo, lo que le alarmó… de hecho, intentaba respirar a cada boqueada que daba, pero sin conseguirlo. Se volvió y la agarró con la fuerza que da la desesperación; tenía las pupilas dilatadas por el terror, y el rubor muy subido de su rostro nada tenía que ver con el hecho de tomar el sol.

Jean bajó la mirada hacia las tres jarras vacías de cerveza que estaban en la mesa de la joven y entonces sintió un retortijón en las tripas al pensar en lo que podía haberles sucedido. Agarró a Locke con el brazo izqierdo y le sacó de su silla.

—Ponte de espaldas a la pared —susurró—. ¡Protégete! —luego alzó la voz y exclamó, para que le oyeran todos los de la taberna—: ¡Socorro! ¡Esta mujer necesita ayuda!

El tumulto fue general; oficiales y marineros se levantaron para ver lo sucedido. Abriéndose paso a codazos entre la masa de capitanes de barco y de sillas repentinamente vacías llegó una mujer mayor ataviada con una casaca negra; su cabellera del color de las nubes tormentosas la llevaba recogida en una larga cola sujeta con anillos de plata.

—¡Muévanse! ¡Soy médico de la marina!

Arrebató a la joven de los brazos de Jean y le propinó tres fuertes golpes en la espalda con la parte interior de una de sus muñecas.

—¡Eso ya se lo he hecho yo! —exclamó Jean. La mujer, que seguía ahogándose, se debatía entre los brazos de Jean y de la oficial, como si aquellas dos personas fueran la causa de su mal. Sus mejillas adquirieron el color púrpura del vino. La médica intentó pasar una mano alrededor del cuello de la joven para agarrarle la tráquea.

—Oh, dioses —dijo—, tiene la garganta tan dura como una piedra. Póngala encima de la mesa. ¡Sujétela lo más fuerte que pueda!

Jean tumbó a la joven encima de la mesa, tirando de paso las jarras vacías. Una muchedumbre acababa de formarse a su alrededor; Locke lo observaba todo con mucha intranquilidad mientras apoyaba la espalda en la pared como le había dicho Jean. Al mirar muy inquieto a su alrededor, Jean vio al tabernero más viejo y a uno de sus ayudantes… pero el otro, el que les había servido las cervezas, había desaparecido. ¿Adónde diablos se había ido?

—¡Un cuchillo! —la médica se dirigía a la muchedumbre—. ¡Un cuchillo bien afilado! ¡Ahora!

Locke sacó un estilete de su manga izquierda y se lo pasó. La médica lo miró y asintió… uno de sus filos estaba poco afilado, mientras que el otro, como Jean sabía por experiencia, era como el de un escalpelo. La médica lo tomó como hubiera hecho un esgrimidor y empleó la otra mano para echar hacia atrás la cabeza de la trabajadora portuaria.

—Empuje hacia abajo todo lo fuerte que pueda —dijo a Jean. Incluso con la ventaja añadida que le daban su masa y la fuerza de palanca que estaba haciendo, Jean peleó mucho para dominar los brazos de la joven, pues no dejaba de moverlos. Mientras que la cirujana se apoyaba encima de una de sus piernas, un marinero que acababa de hacer gala de una gran iniciativa salía de entre la muchedumbre para sujetar la otra pierna—. Cualquier movimiento brusco la matará.

Mientras Jean miraba con una fascinación cargada de terror, la oficial médico pasó el estilete por la garganta de la mujer. Los músculos de su cuello estaban tan duros como los de una estatua de piedra, y su tráquea era tan prominente como el tronco de un árbol. Con una suavidad que a Jean le dio mucho miedo, dada la situación, la cirujana practicó una incisión en la tráquea, justo encima del punto en que ésta desaparecía bajo los demás huesos del cuello. Un chorro de sangre roja brotó de la incisión y se derramó por ambos lados de su cuello. Puso los ojos en blanco y sus movimientos disminuyeron de un modo alarmante.

—¡Pergamino! —exclamó la oficial médico—. ¡Que alguien me dé un poco de pergamino!

Para consternación del tabernero, varios marineros comenzaron a saquear la barra en busca de algo que se pareciera al pergamino. Un oficial se abrió paso entre la multitud mientras se sacaba una carta de la casaca. La cirujana la rompió y enrolló una parte en forma de tubo muy fino, que acabó introduciendo por la incisión en la tráquea de la joven, a través de la sangre que no dejaba de manar. Jean apenas fue consciente de que contemplaba todo aquello boquiabierto.

Entonces la oficial médico comenzó a golpear el pecho de la joven mientras murmuraba una retahíla de palabrotas. Pero la joven seguía inmóvil; el color de su rostro recordaba al de la ciruela, y lo único que se movía en ella era la sangre que no dejaba de brotar por el tubito de pergamino. Poco después, la oficial médico se dio por vencida y se sentó en el borde de las mesas de Locke y de Jean, sollozando. Se secó las manos ensangrentadas en la pechera de la casaca.

—Imposible —dijo a la muchedumbre que se había quedado como muda—. Sus humores cálidos estaban completamente exhaustos. No he podido hacer nada.

—¿Qué dice? ¡Pero si la ha matado! —exclamó el tabernero más viejo—. ¡Le ha cortado la maldita garganta! ¡Todos lo hemos visto!

—Tenía la mandíbula y la garganta tan duros como el hierro —replicó la oficial médico mientras se levantaba furiosa—. ¡Hice lo único que podía ayudarla!

—Pero le cortó la…

El oficial fornido que Jean había visto antes acababa de llegar a la barra con un grupo de oficiales subalternos tras él. A pesar de la distancia, Jean pudo distinguir que las espadas que llevaban bajo las camisas y las casacas estaban a medio desenfundar.

—Jevaun —dijo—, ¿está cuestionando la competencia de la erudita Almaldi?

—No, pero usted mismo vio…

—¿Está cuestionando sus intenciones?

—Ah, señor, por favor…

—¿Está declarando que uno de los físicos del Arconte —la voz del jefe era implacable—, una oficial, una hermana nuestra, es una asesina? ¿Delante de testigos?

El color abandonó tan deprisa el rostro del tabernero que Jean estuvo a punto de mirar detrás de la barra para ver si se había escondido allí.

—No, señor —dijo, muy deprisa—. No he dicho nada de eso. Lo lamento.

—Eso no debe decírmelo a mí.

El tabernero se volvió hacia Almaldi y carraspeó.

—Le ruego que me conceda su más completo perdón, erudita —y se miró los pies—. No… he visto mucha sangre. Hablaba dominado por la más mísera ignorancia. Perdóneme.

—Por supuesto —dijo la oficial médico con frialdad mientras se encogía dentro de su casaca, quizá porque acababa de darse cuenta de lo manchada de sangre que estaba—. ¿Qué diablos estaba bebiendo esta mujer?

—Sólo cerveza negra —dijo Jean—, la típica cerveza negra con sal verrarí.

Que era para nosotros, pensó. Y sintió un retortijón en el estómago.

Sus palabras causaron un nuevo estallido de ira entre los asistentes, pues la mayoría de ellos habían bebido, ciertamente, la misma cerveza. Jevaun levantó los brazos y demandó silencio.

—¡La cerveza era buena, recién sacada de este barril! ¡Yo mismo la probé antes de tirarla y de servirla! ¡Hubiera podido dársela a mis nietos! —tomó una copa de madera vacía, la levantó delante de la muchedumbre y la llenó con la cerveza del barril—. ¡Esto sí que quiero declararlo delante de testigos! ¡Esta casa posee calidad y honradez! ¡Si alguien ha tramado algo malo, yo no he tenido nada que ver! —vació la copa de varios tragos seguidos y la mostró a la multitud. El murmullo continuó, aunque no el avance del gentío hacia la barra.

—Quizá tuvo una reacción —dijo Almaldi—. Algún tipo de alergia. Pero hubiera sido la primera de este tipo que veo en mi vida —y levantó la voz—: ¿Alguien se siente mal? ¿Dolor en el cuello? ¿Problemas al respirar?

Marineros y oficiales se miraron unos a otros y negaron con la cabeza. Jean rezó en silencio una oración de gracias por el hecho de que, al parecer, nadie hubiera reparado en que la trabajadora se había bebido las jarras de cerveza de Locke y de él.

—¿Dónde diablos está su otro ayudante? —preguntó Jean a Jevaun—. Tenía dos antes de servir la cerveza. Y ahora sólo queda uno.

El tabernero movió la cabeza de uno a otro lado, buscando entre el gentío. Luego, con una mirada de terror, se volvió hacia el ayudante que le quedaba.

—Seguro que Freyald se cagó de miedo por tanto alboroto y corrió a esconderse, ¿no crees? Ve a buscarlo. ¡Corre!

Las palabras de Jean tuvieron el efecto que deseaba: marinos y oficiales se desperdigaron por la sala y comenzaron a buscar al tabernero desaparecido. Fuera, en algún lugar, Jean alcanzó a oír los lejanos sonidos de los silbatos de la Guardia. No faltaba mucho para que los policías entraran en tromba en aquel local, fuera o no para marineros. Dio un codazo a Locke y le hizo un gesto, señalando la puerta trasera de la taberna, por la que varias personas acababan de salir para evitarse más complicaciones.

—Señores —dijo la erudita Almaldi a Locke y a Jean cuando éstos comenzaron a irse. Limpió el estilete de Locke en una de las mangas de su casaca ya prácticamente inservible y se lo devolvió. Él asintió al cogerlo.

—Erudita —dijo—, ha estado soberbia.

—Aunque no haya servido para nada —comentó, pasándose por la cabeza los dedos manchados de sangre, sin ser consciente de ello—. Me gustaría ver muerto al responsable de esto.

Seremos nosotros, si no salimos a tiempo de este sitio, pensó Jean. Albergaba la siniestra sospecha de que no se encontrarían seguros entre las manos de la Guardia ciudadana cuando ésta les hubiera atrapado.

Cuando Jean se decidió a emplear su corpachón como ariete para que él y Locke pudieran abrirse paso hasta la puerta trasera de la taberna, el local hervía de comentarios para todos los gustos. La puerta daba a un callejón a oscuras que salía a uno y otro lado. Las nubes que cruzaban el cielo oscuro velaban las lunas, por lo que Jean dejó caer una de las hachas en su mano derecha antes de atreverse a dar tres pasos en medio de la noche. Su entrenado sentido del oído le confirmó que los silbatos de los guardias sonaban por la manzana de casas que estaba al oeste y que se iban aproximando rápidamente.

—Freyald —dijo Locke mientras ambos se movían en la oscuridad—. Ese tabernero bastardo de una rata. La cerveza era para nosotros, por ser tan efectiva como un tiro de ballesta.

—Yo también lo había pensado —dijo Jean. Condujo a Locke a través de una calle estrecha y por encima de una pared de piedra áspera hasta llegar a un patio en silencio que contorneaba unos almacenes. Jean se acuclilló detrás de un cajón medio roto y acomodó la vista para ver que la forma oscura de Locke se confundía con la de un barril cercano.

—Las cosas están peor —comentó Locke—, peor de lo que suponíamos. ¿Qué probabilidad hay de que media docena de guardias no sepan cuáles son los bares más seguros para tomarse unas copas después de terminar el servicio? ¿Cuál la probabilidad de que entren, precisamente, en el único donde no tienen que entrar?

—¿Y cuál la de dejar media paga en un bar ocupado por la gente del Arconte? Estaban tramando algo. Quizá ni siquiera supieran de qué se trataba.

—Eso quiere decir —susurró Locke— que quienes van tras nosotros pueden tirar de las cuerdas de la Guardia ciudadana.

—Eso quiere decir que son gente del Priori —dijo Jean.

—O alguien que se encuentra muy cerca de ellos. Pero ¿por qué?

A sus espaldas se escuchó el sonido que hace el cuero al rozar la piedra; Locke y Jean se callaron al unísono. Jean se volvió a tiempo de ver que una forma larga y oscura acababa de saltar la pared que tenían detrás y de escuchar el ruido que hicieron los tacones de un hombre relativamente pesado al chocar contra los adoquines del suelo.

Jean se quitó la casaca muy despacio y la lanzó describiendo un largo arco antes de caer encima del torso del desconocido. Mientras la silueta oscura se peleaba con la casaca, Jean dio un salto y golpeó la coronilla de su oponente con el extremo romo de una de sus hachas. Luego le propinó un directo en el plexo solar que le hizo doblarse. Después fue un juego de niños conseguir con un empujón en la espalda que el hombre cayera al suelo con la cara por delante.

Locke agitó una lámpara alquímica apenas más grande que un dedo pulgar y aquélla cobró vida. Luego apantalló con su cuerpo aquella luz para que se dirigiera hacia una sola dirección, precisamente aquélla donde se encontraba el hombre que Jean acababa de dominar. Jean le dio media vuelta, descubriendo que se trataba de un individuo alto y musculoso que tenía la cabeza afeitada. Se vestía de un modo poco llamativo, a la manera de un cochero o de un criado, y se cubría el rostro con una mano enguantada mientras gemía de dolor. Jean colocó la hoja de su hacha debajo de la mandíbula del hombre.

—M… maese de Ferra, no, por favor —susurró—. Dioses benditos. Soy del equipo de Merrain. Les estaba… vigilando.

Locke agarró la mano izquierda de aquel hombre y le quitó el guante. Bajo la débil claridad de la lámpara, Jean vio el tatuaje que tenía en el dorso de la mano, un ojo abierto dispuesto en el centro de una rosa. Locke respiró profundamente y dijo con un susurro:

—Es un Ojo.

—Más bien un maldito necio —le corrigió Jean, que miró a su alrededor antes de bajar lentamente el hacha. Luego hizo que aquel hombre se incorporara—. Tranquilo, amigo. Le he dado un golpe en la cabeza, no en el estómago. Sólo tiene que quedarse quieto y respirar tranquilo durante unos minutos.

—Ya me han golpeado otras veces —dijo el desconocido entre resoplidos, y Jean pudo ver que unas lágrimas de dolor brillaban en sus mejillas—. Dioses, no sé cómo pueden decir que necesitan protección.

—Pues es cierto —dijo Locke—. ¿No estaba usted en el Signo de los Mil Días?

—Sí. Y vi cómo entregaban sus jarras de cerveza a esa pobre mujer. Oh, joder, es como si me fuera a explotar el estómago.

—Se le pasará —dijo Jean—. ¿No vería adónde fue el tabernero que falta?

—Vi que entraba en la cocina y ya dejé de mirarle. No tenía ninguna razón para hacerlo.

—Mierda —Locke frunció el ceño—. Conociendo a Merrain, ¿sabe si mantiene algún equipo cerca por si lo necesita?

—Tiene uno con cuatro efectivos cerca de un viejo almacén situado una manzana al sur —el Ojo tomó aire varias veces seguidas antes de proseguir—. Tenía que llevarles a ustedes con ellos en caso de necesidad.

—Pues la necesidad ya está aquí —dijo Locke—. Cuando pueda moverse, nos llevará hasta ellos. Tenemos que llegar de una pieza a la dársena de la Marina. Entonces le daremos un mensaje para Merrain. ¿Podrá entregárselo esta misma noche?

—Dentro de una hora —dijo el hombre mientras se masajeaba el estómago y levantaba la vista hacia el cielo estrellado.

—Dígale que nos gustaría aceptar su anterior ofrecimiento de… alojamiento y pensión completa.

Jean se rascó la barba pensativo y asintió.

—Enviaré una nota a Requin —dijo Locke—. Le diré que saldremos dentro de uno o dos días. Realmente, no creo que volvamos a pasearnos por ahí. Creo que no podemos ni salir a la calle. Pediremos una escolta para sacar mañana nuestras cosas de Villa Candessa, dejar nuestra suite y llevar la mayoría de la ropa a un almacén. Luego nos ocultaremos en la dársena de la Espada.

—Tenemos órdenes de preservar sus vidas —dijo el Ojo.

—Lo sé —repuso Locke—. De lo único de lo que estoy seguro en los tiempos que corren es que su patrón quiere utilizarnos, no matarnos. O sea, que podemos confiar en su hospitalidad —Locke devolvió el guante al soldado—. Por ahora.

11

Dos carruajes ocupados por varios Ojos que vestían de civil acompañaron a Locke y a Jean cuando, al día siguiente, fueron a Villa Candessa para empaquetar sus efectos personales.

—No sabe cuánto sentimos que se vayan —dijo el encargado de la recepción mientras Locke garrapateaba la firma de Leocanto Kosta en varias hojas de pergamino—. Han sido unos huéspedes magníficos; esperamos que nos tengan en cuenta la próxima vez que visiten Tal Verrar.

Locke no dudaba en absoluto de que la posada hubiera estado encantada con su visita; a cinco platas diarias durante año y medio, más el precio de los servicios adicionales, él y Jean habían dejado una pila de solari lo suficientemente alta para comprar una casa de tamaño decente e incluso para contratar un servicio completo de criados.

—Ciertos asuntos acuciantes reclaman nuestra presencia en otro lugar —murmuró Locke con frialdad. Y acto seguido lamentó haberlo dicho, pues el encargado de la recepción no tenía la culpa de que tuvieran que dejar atrás tanta comodidad, sino Stragos, los magos mercenarios y los asesinos desconocidos que querían matarlos—. Vea —dijo, pescando tres solari de su casaca y dejándolos en el mostrador— que se reparta equitativamente entre todos los miembros del servicio —luego puso la palma hacia arriba y, con un truco de prestidigitación, hizo aparecer en ella otra moneda de oro—. Y esto para usted, para expresarle nuestros cumplidos por su hospitalidad.

—Vuelvan siempre que quieran —dijo el encargado de la recepción con una reverencia muy marcada.

—Eso haremos —dijo Locke—; pero, antes de irnos, me gustaría que guardara aquí parte de nuestro guardarropa por tiempo indefinido. Puedo asegurarle que volveremos para recogerlo.

Mientras el encargado de la recepción garrapateaba las órdenes pertinentes en un pergamino, Locke tomó una de las tarjetas de Villa Candessa, que tenían el color azul pálido predominante en aquella ciudad, y escribió en ella lo siguiente:

Parto inmediatamente según lo anteriormente anunciado. Confíe en que regresaré. Me siento profundamente agradecido por la paciencia que me ha demostrado.

Locke aguardó a que el recepcionista la sellara con la cera negra de la casa y dijo:

—Procure que sea entregada sin falta al Maestro de la Aguja del Pecado. Si no puede ser en mano, que la reciba su mayordoma, Selendri. La están esperando con urgencia.

Locke reprimió una sonrisa al ver que el recepcionista abría unos ojos como platos. La referencia a que Requin tenía un interés personal en el contenido de la nota sólo serviría para que ésta llegara enseguida a sus manos. No obstante, Locke pensaba enviar más tarde otra nota similar por mediación de uno de los agentes de Stragos. No podía permitirse que se perdiera por el camino.

—Echaremos mucho de menos esas camas tan buenas —comentó Jean cuando llevaban dos baúles llenos con el resto de sus pertenencias hasta los carruajes que los aguardaban. Sólo contenían sus útiles para el latrocinio (ganzúas, pomadas alquímicas, disfraces) más varios cientos de solari en frío metal y varios juegos de calzas y de camisas para su futuro viaje por mar—. Adiós al dinero de Jerome de Ferra.

—Adiós a Durenna y a Corvaleur —añadió Locke con una mueca—. Adiós a tener que estar volviendo la cabeza todo el rato, porque lo cierto es que ahora vamos a meternos en una jaula. Pero sólo durante unos cuantos días.

—No —dijo Jean con aire pensativo mientras entraba por la puerta del carruaje que acababa de abrir uno de los guardaespaldas—. La jaula es mucho más que todo eso. Irá a donde nosotros vayamos.

12

Su entrenamiento con Caldris, que se reanudó aquella misma tarde, fue mucho más arduo. El maestro de las velas les hizo recorrer el buque de cabo a rabo, machacándolos con lo que tenía que ver con cualquier cosa, desde el cabrestante hasta el fogón. Con la ayuda de un par de Ojos, desamarraron el bote del buque, le dieron la vuelta y lo dejaron caer al agua. Luego tiraron de las verjas de las escotillas del puente principal de carga y subieron y bajaron varios barriles por él mediante poleas y jarcias. Fueran a donde fuesen, Caldris les obligaba a hacer todo tipo de nudos y a que le dijeran cómo se llamaban todos los instrumentos que encontraba, por poco usuales que fueran.

A Locke y a Jean se les adjudicó la cabina de popa del Mensajero Rojo para que vivieran en ella. Aunque, una vez hechos a la mar, el compartimiento de Jean se hallaría separado del de Locke por una delgada cortina de cañamazo (la «cabina» de Caldris, que tenía las mismas paredes igual de gruesas, estaba en la zona asignada a la tripulación), aún contaban con el tiempo suficiente para acomodar aquel espacio a sus necesidades de solteros. Y como el hecho de vivir en aquel espacio cerrado les hizo tomar conciencia de la seriedad de su situación, redoblaron sus esfuerzos para aprender cosas nuevas, lo cual hicieron con una rapidez a la que no habían estado acostumbrados desde que dejaran la tutela del padre Cadenas. Incluso Locke se quedó dormido casi todas las noches encima de su ejemplar del Lexicón, como si éste fuese su almohada.

Por la mañana salían con el bote hacia el oeste de la ciudad, atravesando los arrecifes de cristal con una confianza que sólo era eclipsada por su pericia. Por la tarde, ya en la cubierta del buque, Caldris mencionaba objetos y lugares para que cada uno de ellos saliera corriendo hacia donde se encontraban.

—¡Bitácora! —exclamó el maestro de las velas, y Locke y Jean echaron a correr hacia la pequeña caja de madera situada al lado del timón del buque que guardaba una rosa de los vientos y otros aditamentos útiles para la navegación. En cuanto la tocaron, Caldris exclamó: «¡Barandilla de popa!», que era muy fácil, pues se encontraba en uno de los extremos del buque. Acto seguido, Caldris dijo: «¡Barandillas de alivio!», y Locke y Jean pasaron al lado de la divertida gatita, que estaba echada en el alcázar lamiéndose las garras. Mientras corrían hacían gestos divertidos, pues las barandillas de alivio servían para que los marineros, después de apoyarse en el bauprés, se agarraran a ellas para soltar sus lastres corporales en las aguas circundantes. Los métodos más cómodos de cagar sólo estaban al alcance de los pasajeros ricos que viajaban en bajeles más grandes.

—¡Palo de mesana! —aulló Caldris, haciendo que Locke y Jean se pararan en seco, medio ahogados.

—Este maldito buque no tiene ninguno —dijo Locke—. Sólo trinquete y palo mayor.

—Oh, qué agudo. Maese Kosta, ha desbaratado mi sutil argucia. Póngase el jodido uniforme y pavonéese durante unas horas.

Durante aquellos días los tres trabajaron de común acuerdo para crear un código de señales verbales y gestuales a partir del que Locke y Jean habían empleado hasta entonces para comunicarse entre sí.

—La intimidad dentro de un buque que se ha hecho a la mar es algo tan real como los meados de las jodidas hadas —dijo Caldris cierta tarde con sus habituales bufidos—. Si hay gente delante que les mira y les vigila, es posible que no pueda darles claramente las instrucciones que precisan. Así que emplearemos codazos y susurros. Si ven que va a suceder algún problema, lo mejor será…

—¡Caldris, haga su trabajo! —Locke acababa de descubrir que el uniforme de la marina verrarí era de gran ayuda a la hora de hablar con autoridad.

—A eso me refería. O a algo por el estilo. Y si a uno de los marineros le entra la vena técnica y quiere su opinión sobre algo que usted desconoce…

—Vamos, marinero imaginario, ¿o es que voy a tener que deletreártelo como si fueras un niño?

—No está mal. Improvise.

—Que los dioses te maldigan, ¡conozco este buque como la palma de mi mano! —Locke miraba a Caldris por encima del hombro, lo cual sólo era debido a que sus botas de piel le daban una estatura extra de cuatro centímetros—. Y sé de lo que es capaz. Cumple mis órdenes o échate a nadar ahora mismo.

—Bien. Excelente trabajo, maese Kosta —el maestro de las velas guiñó un ojo a Locke y se rascó la barba—. ¿Qué hubiera hecho maese Kosta si le hubieran dicho eso mismo? ¿Cómo se gana exactamente la vida, Leocanto?

—Haciendo cosas parecidas a ésta, supongo. Soy farsante profesional. Actúo.

—¿En el escenario?

—En cierta ocasión sí que actué en un escenario, junto con Jean. Ahora supongo que este buque será nuestro escenario.

—Ni lo dude —Caldris se acercó al timón (realmente eran dos timones cuyos mecanismos se unían por debajo del puente, lo cual permitía que otros tantos marineros pudieran sumar su fuerza cuando hacía mal tiempo) y logró evitar el ataque relámpago que la gatita acababa de lanzar contra sus pies desnudos—. ¡Preparados!

Locke y Jean se acercaron al alcázar para quedarse cerca de Caldris, concentrándose en lo que éste podría pedirles con un susurro o una seña hechos de improviso.

—Imagínense que vamos de barlovento con la brisa que nos llega a babor de la proa —dijo Caldris. Tenían que imaginárselo, porque en aquella bahía cerrada no corría ni la menor brizna de viento—. Hay que virar. Y tendrán que ir marcando los distintos pasos a gritos. Necesito saber que lo están haciendo bien.

Locke se imaginó la operación dentro de su cabeza. Ningún buque, por bien aparejado que estuviese, podía atacar al viento de frente. Para desplazarse en una determinada dirección contra el viento había que poner las velas en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto a éste, y luego hacer virada tras virada para que el viento soplase de una manera alternada sobre babor y estribor de la proa. Había que efectuar una especie de zigzag, como si el buque caminase dificultosamente sobre las aguas, para desplazarse en la dirección deseada. Cada uno de los cambios de virada de babor a virada de estribor, o viceversa, era una operación delicada en la que uno se arriesgaba al desastre.

—Señor Caldris —dijo con voz muy alta—, cambio de rumbo. Tome el timón.

—Muy bien, señor.

—¡Señor de Ferra!

Jean lanzó tres pitidos cortos con el silbato que llevaba al cuello lo mismo que Locke.

—¡Todos listos! ¡Todos listos para cambiar de rumbo!

—Señor Caldris —dijo Locke—, no se adelante. Agarre fuerte la rueda. Timón abajo —esperó unos segundos para lograr un efecto dramático y luego exclamó—: ¡Timón a sotavento!

Caldris hizo como si girara la rueda del timón en la dirección de sotavento, en aquel caso estribor, lo que equivalía a llevar el timón al lado opuesto. Locke creó una vívida escena mental de lo que estaba sucediendo, el súbito empuje del agua contra el buque, que le obligaba a virar a babor. Iban a llegar al ojo del viento, a sentir toda su fuerza; un error en aquel momento podía «aherrojarlos», es decir, dejarles inmovilizados, quitarles toda la potencia del timón y de las velas. Estarían inermes durante varios minutos, incluso peor, pues con mal tiempo aquel error podía hacer que el buque diera un salto, algo que no estaba bien, pues los buques no son acróbatas.

—¡Marineros imaginarios, viradas y escotas! —Jean movía los brazos como las aspas de un molino mientras lanzaba a gritos aquellas órdenes hacia quienes debían de encontrarse en cubierta—. ¡Con ganas, perros holgazanes!

—Señor de Ferra —dijo Locke—, ese marinero imaginario no sabe lo que debe hacer.

—¡Más tarde te joderé vivo, cerebro de coliflor, violador de cerdos! ¡Agarra la cuerda y espera mis órdenes!

—¡Señor Caldris! —Locke se acercó al maestro de las velas, que bebía con gran despreocupación de un odre de agua rosada—. ¡Avante toda!

—Sí, señor —eructó y dejó el odre en el suelo del puente, cerca de sus pies—. Avante toda, como ordenó.

—¡Vela mayor arriba! —exclamó Locke.

—¡Bolinas fuera! ¡Riostras fuera! —Jean lanzó otro pitido con su silbato—. ¡Vergas a la redonda por la amura de estribor!

En la mente de Locke, la proa del barco se estaba inclinando por efecto del viento; la proa se pondría a sotavento por babor y el viento le llegaría por estribor. Las vergas serían rebraceadas rápidamente para aprovechar el nuevo curso del viento y Caldris giraría toda la rueda de un modo frenético. El Mensajero Rojo tenía que asentarse en el nuevo rumbo; pues si era empujado demasiado a babor, se encontrarían moviéndose en la dirección opuesta a la que querían, con las velas mal braceadas. Si todo quedaba en eso, serían demasiado afortunados.

—Avante toda —exclamó una vez más.

—Sí, señor —dijo Caldris—, ya había escuchado bien la orden del capitán.

—¡Cuerdas arriba! ¡Bracear! —Jean volvía a tocar el silbato—. ¡Izadlo todo, malditos gusanos!

—Ahora estamos sobre la amura de estribor, capitán —dijo Caldris—. Sorprendentemente, no hemos perdido los estays y seguiremos vivos durante una hora más.

—Sí, y no tenemos que agradecérselo a ese maldito perro de marinero imaginario —Locke hizo como si agarrara a un hombre y se lo llevara hasta el puente—. ¿Qué problema tienes, maldito gusano haragán de sentina?

—El primer oficial de Ferra me sacude de un modo cruel —dijo Jean con voz estridente—. ¡Es un tipo monstruosamente malo, que quiere que tome las órdenes sacerdotales y que no vuelva a poner un pie a bordo!

—¡Claro que es muy malo! Para eso le pago —Locke hizo como si desenvainara una espada—. ¡Por tus crímenes, te juro que morirás en este mismo puente si no contestas a estas dos jodidas preguntas! La primera… ¿dónde diablos se encuentra mi tripulación no imaginaria? Y la segunda, ¿por qué, en el nombre de los dioses, tengo que entrenarme con este puñetero uniforme encima?

El sonido de unos aplausos le sobresaltó, por lo que terminó aquella representación. Se volvió y vio que Merrain se encontraba justo al lado de la barandilla de babor; acababa de subir por la rampa en el más completo silencio.

—¡Oh, magnífico! —sonrió a los tres hombres que se encontraban en el puente, se agachó y levantó ligeramente a la gatita, que entró en acción al momento para atacar las elegantes botas de cuero de Merrain—. Muy convincente. Pero su pobre marinero invisible desconoce las respuestas que usted busca.

—¿Ha venido hasta aquí para decírmelas?

—El Arconte ha decidido que mañana, a primera hora —dijo—, se encargue de las velas de uno de sus botes personales. Desea ver una demostración de sus habilidades antes de entregarle las órdenes definitivas que le llevarán al mar. Él y yo seremos sus pasajeros. Si consigue que nuestras cabezas se mantengan por encima del agua, le dirá dónde se encuentra su tripulación. Y el motivo de que haya estado entrenándose con ese uniforme.