Con su propia cuerda
—¡Oh, es un lugar maravilloso para correr al encuentro de la propia muerte! —dijo Locke.
Habían pasado seis meses desde que regresara de Salón Corbeau; las cuatro sillas exquisitamente construidas seguían a salvo en un almacén privado de Villa Candessa. La versión verrarí de lo que eran los últimos días del invierno mantenía en aquella región unas temperaturas tan bajas que la gente que hacía trabajos manuales tenía que afanarse en ellos para comenzar a sudar.
Al norte de Tal Verrar, a una hora de ardua cabalgada, justo después de dejar atrás la aldea de Vo Sarmara y los campos que la rodean, un bosque achaparrado de nudosos álamos negros y espinos ámbar se levantaba junto a un valle rocoso y bastante amplio. Las paredes de aquel valle tenían el color grisáceo de la carne de los cadáveres, confiriendo al lugar el aspecto de un gigante que yaciera herido en tierra. La hierba, rala y de color oliváceo, dejaba de luchar por su existencia a tres metros del borde de los riscos que dominaban el valle, justo donde Locke y Jean acababan de detenerse para contemplar la caída a plomo de treinta metros que los separaba del suelo de grava que se encontraba más abajo.
—Supongo que deberíamos haber practicado un poco más con esto —dijo Jean, que ya había comenzado a desenrollar la media docena de rollos de cuerda que tenía entre su hombro izquierdo y su cadera derecha—. Pero, por lo que recuerdo, apenas tuvimos muchas oportunidades de hacerlo en los últimos años.
—En la mayor parte de los sitios de Camorr sólo teníamos que subir y bajar rápidamente —dijo Locke—. Creo que no estabas con nosotros la noche en que empleamos cuerdas para subir a la torre que la señora de Marre tenía en una antigua finca suya bastante horrible… A Calo, a Galdo y a mí por poco nos destrozan a picotazos unos pichones que trabajaban en ella. Fue hace cinco o seis años.
—Oh, pero si estaba con vosotros, ¿no lo recuerdas? En el suelo, vigilando. Observé el asunto de los pichones. Es difícil hacer de centinela cuando te estás meando de risa.
—Para los que estábamos arriba no era divertido en absoluto. ¡Esos pequeños bastardos picudos tenían muy mala uva!
—La Muerte de los Mil Picotazos —dijo Jean—. Os hubierais convertido en una leyenda al morir de esa manera tan horripilante. Yo habría escrito un libro acerca de los pichones devoradores de hombres de Camorr e ingresado en la Universidad de Therin. Me habría hecho respetable. Bicho y yo habríamos erigido una estatua en recuerdo de los Sanza, con una placa muy bonita.
—¿Y yo?
—Una nota al pie de la placa. Si quedaba sitio.
—Dame un poco de cuerda o te enseñaré el borde de los riscos, si me queda sitio.
Jean lanzó un rollo a Locke, que lo atrapó en el aire y echó a caminar hacia la linde del bosque, que distaba unos diez metros de los riscos. La cuerda era muy fuerte, de quasiseda, mucho más ligera que el cáñamo pero también mucho más cara. En la linde del bosque, Locke escogió un álamo negro bastante alto y tan ancho como los hombros de Jean. Tomó una parte lo suficientemente larga de la cuerda, la pasó alrededor del tronco y se quedó mirando su extremo durante unos cuantos segundos, intentando recordar cómo se hacía un buen nudo.
Mientras sus dedos se deslizaban con cierta inseguridad, echó un vistazo a la melancólica situación en que se encontraba el mundo. Por el noroeste había comenzado a soplar un viento bastante fuerte, y el cielo era una vasta catarata de bruma húmeda. El carruaje que habían alquilado se encontraba al otro extremo del bosque, quizá a unos trescientos metros. Él y Jean le habían entregado al conductor una jarra de cerveza y la espléndida cesta que Villa Candessa llenaba de comida para las excursiones, prometiéndole que estarían de vuelta en unas pocas horas.
—Jean —musitó Locke cuando el hombretón se acercó a donde estaba—, ¿este nudo marinero está bien hecho?
—A mí me lo parece —Jean sopesó el elaborado nudo que impedía que la cuerda se soltara del árbol y asintió. Luego tomó el extremo que sobresalía del nudo y le dio otra vuelta por seguridad—. Así está mejor.
Él y Locke estuvieron trabajando juntos durante unos minutos, repitiendo el nudo marinero tres veces más hasta que el viejo álamo negro estuvo parcialmente decorado con quasiseda bien tensa. Los rollos sobrantes los dejaron a un lado. Entonces los dos se quitaron las largas levitas y los chalecos, dejando al descubierto los anchos fajines de cuero provistos de argollas de hierro que ceñían sus respectivas cinturas.
Los fajines no eran del estilo de arnés de escalada que solían emplear los ladrones con escalo más profesionales de Camorr; eran arneses náuticos, como los que utilizaban los marineros que tenían la fortuna de contar con unos patrones que no escatimaban el dinero a la hora de cuidar de su salud. Los habían comprado en una tienda de saldos, lo cual les había ahorrado la molestia de tener que entrar en contacto con los bajos fondos de Tal Verrar para encargar un par… operación que luego alguien hubiera podido recordar. Había unas cuantas cosas que Requin no debía conocer hasta que llegara el momento que Locke y Jean habían estado aguardando.
—Todo bien. Aquí tienes el pasador —Jean acercó a Locke un objeto de hierro muy pesado con forma de ocho, que tenía un extremo más ancho que el otro y un travesaño en la parte derecha. Luego tomó uno para sí; unas semanas antes se los habían encargado a un herrero del Creciente de Istria—. Improvisa. Primero suelta cuerda, luego sujeta.
Locke enganchó el pasador en una de las argollas de su arnés y pasó por él una de las cuerdas de quasiseda que habían atado al árbol. El otro extremo de la cuerda llegaba hasta los riscos. Una segunda cuerda pasaba por una de las argollas que se encontraban encima de la cadera opuesta de Locke. Muchos de los ladrones de Camorr «bailaban desnudos» mientras trabajaban, esto es, sin la seguridad añadida de una segunda cuerda que aguantara su peso por si se rompía la primera, lo que no era el caso de Locke y de Jean durante aquella sesión de prácticas, pues ambos estaban de acuerdo en trabajar sobre seguro, por aburrido que pudiera parecerles.
Jean tardó varios minutos en prepararse del mismo modo que Locke; poco después, cada uno de ellos estaba sujeto al árbol con dos cuerdas, como si fueran marionetas humanas. Ambos ladrones apenas llevaban encima algo más que camisa, calzas, botas de campo y guantes de piel, aunque Jean se detuvo un momento para ponerse las gafas de leer.
—A pesar de todo esto —comentó—, aún me sigue pareciendo un buen día para escalar con cuerdas. ¿Te encargas tú de hacer los honores antes de que volvamos a besar tierra firme?
—Guardián Avieso —dijo Locke—, los hombres somos idiotas. Protégenos de nosotros mismos. Y, si no puedes, que sea rápido e indoloro.
—Bien dicho —Jean aspiró profundamente—. ¿Comenzamos esta locura a la de tres?
—A la de tres.
Ambos cogieron la cuerda principal que cada uno de ellos llevaba enrollada y arrojaron su extremo libre por encima de los riscos; ambas cuerdas cayeron por ellos y se desenrollaron con un suave silbido.
—Una —dijo Locke.
—Dos —dijo Jean.
—Tres —dijeron los dos al mismo tiempo. Luego echaron a correr hacia los riscos y se arrojaron al vacío, gritando mientras caían.
Durante un breve instante, a Locke le pareció que su estómago y el brumoso cielo gris ejecutaban al unísono un salto mortal. Después su cuerda se puso tensa y la pared de roca se precipitó hacia él un poco más deprisa de lo que le hubiera gustado. Se quedó colgado como si fuera un péndulo humano, levantó las piernas y golpeó con ellas la pared de roca a algo menos de tres metros por debajo de su borde, sin dejar de doblar las rodillas para absorber la fuerza del impacto. Al menos recordaba bastante bien ese detalle. A medio metro más abajo, Jean acababa de chocar violentamente contra la pared.
—Eh, Jean —dijo Locke, escuchando los latidos de su corazón que atronaban en sus oídos, tanto que apenas podía escuchar el susurro del viento—, supongo que debe de haber una manera más cómoda de comprobar la honradez de quien nos hizo las cuerdas.
—¡Vaya! —Jean desplazó ligeramente los pies y agarró su cuerda con ambas manos. Se puede bajar con más facilidad cuando se le aplica a la cuerda la fricción suficiente para aminorar el descenso o para detenerlo a voluntad. Aquellos pequeños aditamentos suponían una considerable mejora de lo que habían aprendido de pequeños. Al bajar por una cuerda y usar el propio cuerpo para crear fricción y aminorar la caída, tal y como habían hecho en cierta ocasión, resultaba muy fácil, a causa de un descuido o de la mala suerte, rozarse con la roca cierta parte protuberante de la anatomía masculina.
Durante unos instantes se quedaron colgados, los pies apoyados en la pared, disfrutando de aquella nueva ventaja mientras las vaporosas nubes pasaban por encima de sus cabezas. Las cuerdas que ondeaban por debajo de ellos sólo cubrían la mitad de la distancia que los separaba del suelo, pero no tenían ninguna intención de bajar tanto. Ya tendrían tiempo para practicar otros descensos más largos en futuras sesiones.
—Debo admitir —dijo Locke— que ésta es la única parte del plan de la que jamás he estado completamente seguro. Es mucho más fácil ver cómo la gente escala con cuerdas desde esta altura que saltar por un risco cuando sólo dos rollos de cuerda te separan de Aza Guilla.
—Las cuerdas y los riscos no serán ningún problema —dijo Jean—. Lo único que tenemos que hacer es vigilar por si aparece algún pichón carnívoro.
—No me digas, ¿por qué no te doblas un poco y te muerdes el culo?
—Lo digo en serio. Estoy muy asustado. Me gustaría estar de observador para que lo último que viera en esta vida no fuesen unos picotazos terriblemente rápidos…
—Jean, la cuerda de repuesto te está sobrecargando. Déjame que te la corte…
Ambos estuvieron dándose patadas y empujones en broma durante varios minutos. Locke gateaba y se servía de su agilidad para equilibrar la mayor fuerza y masa de Jean. Pero como la fuerza y la masa eran lo que parecía prevalecer en aquel momento, Locke, movido por el instinto de conservación, sugirió que debían practicar un poco de descenso.
—Muy bien —dijo Jean—, entonces bajamos muy despacio unos dos metros y nos detenemos a mi señal, ¿de acuerdo?
Ambos cogieron sus respectivas cuerdas principales y aflojaron ligeramente los pasadores. Muy despacio, con mucha tranquilidad, bajaron unos dos metros; entonces Jean exclamó:
—¡Alto!
—No está mal —comentó Locke—. Este chisme parece que te ayuda a bajar bastante rápido, ¿no te parece?
—Supongo que sí. Lo cierto es que jamás fui muy ducho en estas cosas después de las vacaciones que pasé en la Casa de la Revelación. Solían ser más de tu especialidad y de los Sanza que de la mía. Y, ah, de la de Sabetha, por supuesto.
—Sí —dijo Locke, melancólico—. Sí, estaba tan loca… estaba tan loca y era tan hermosa. Me encantaba ver cómo escalaba. No le gustaban las cuerdas. Se… quitaba las botas y se soltaba el pelo; incluso creo que a veces no se ponía guantes. Sólo llevaba las calzas y la blusa… y yo sólo…
—Te sentabas a verla como hipnotizado —dijo Jean—. Completamente pasmado. Oye, Locke, yo también tenía ojos por aquel tiempo.
—Sí, supongo que era obvio. Dioses —Locke miró fijamente a Jean y emitió una sonrisita nerviosa—. Dioses, ahora me lo vuelvo a plantear. Y no me lo creo —una mirada de astucia asomó en su rostro—. Jean, ¿todo va bien entre nosotros? Quiero decir, ¿nos sentimos a gusto?
—Diablos, ambos estamos suspendidos en este sitio, a casi treinta metros por encima de lo que sería una muerte bastante incómoda. Es algo que no suelo hacer con la gente que no me gusta.
—Me agrada saberlo.
—Y sí, lo que quería decir es que…
—¡Eh, caballeros! ¡Hola, estoy aquí arriba!
La voz pertenecía a alguien de Tal Verrar, alguien con un acento bastante rústico. Sorprendidos, Locke y Jean miraron hacia arriba y vieron a un hombre que estaba de pie junto al borde de los riscos con los brazos en jarras y cuya silueta se recortaba contra el cielo revuelto. Llevaba una capa raída con la capucha puesta.
—Uhm, ¡hola al de ahí arriba! —dijo Locke.
—¡Magnífico día para hacer un poco de deporte, por lo que veo!
—¡Eso es exactamente lo que pensamos nosotros! —exclamó Jean.
—¡Ciertamente, un día magnífico! ¡Igual de magníficas, si me permiten el comentario, que estas prendas, levitas y chalecos, que ustedes se han dejado aquí! ¡Me gustan mucho, aunque no tengan ninguna bolsa de dinero en los bolsillos!
—Claro que no, no somos tan tont… ¡Eh, tenga la amabilidad de no revolver nuestras cosas! —dijo Jean. Y como si él y Locke hubieran recibido una señal al mismo tiempo, ambos intentaron agarrarse a las rocas y comenzaron a buscar asideros en los que poner manos y pies.
—¿Y por qué no? Son muy elegantes, señores. Tanto que me estoy haciendo a la idea de quedarme con ellas.
—Si nos espera donde está —dijo Locke, disponiéndose a comenzar el ascenso—, uno de nosotros llegará hasta usted en unos minutos y así podremos discutir este asunto de manera más civilizada.
—Y también me estoy haciendo a la idea de dejarles a ustedes dos ahí abajo siempre que no les importe, caballeros —el hombre apenas se movió cuando una pequeña hacha apareció en su mano derecha—. También son muy elegantes las dos cuchillas que se han dejado entre la ropa. Pero que muy elegantes. Jamás había visto otras iguales.
—¡Es todo un detalle por su parte! —rugió Locke.
—Maldito cabrón meloso —murmuró Jean.
—No obstante, debo hacerle la observación —prosiguió Locke— de que el hombre que dejamos en el carruaje está a punto de llegar para comprobar si nos encontramos bien, y traerá su ballesta.
—Oh, ¿se refiere, señor, a ese individuo inconsciente que dormía como un tronco? Lamento informarle de que estaba bebido.
—¡No le creo! ¡No le dimos tanta cerveza!
—¡Les pido perdón, caballeros, pero no era tan hombre! Era bastante canijo, por decirlo de alguna manera. Ahora está dormido. Le arreé con una piedra. Y no tenía ninguna ballesta. Lo comprobé.
—Bueno, espero que no nos guarde rencor por engañarle —dijo Locke.
—En absoluto, ni siquiera una pizca. Buen intento. Y bastante verosímil. Pero ahora estoy interesado, si no les importa, en el paradero de sus bolsas.
—Pues están aquí abajo, a salvo con nosotros —dijo Locke—. Puede convencernos para que se las entreguemos, pero antes tendrá que subirnos.
—En esa cuestión —dijo el desconocido—, creo que usted y yo tenemos cierta diferencia de pareceres. Desde que me he enterado de que las tienen consigo, creo que lo más sencillo será hacerles picadillo y luego conseguirlas sin agobios.
—A menos que sea mejor escalador de lo que parece —dijo Jean—, le costará muchísimo bajar hasta aquí para recoger nuestras bolsas y luego subir.
—Y son pequeñas —añadió Locke—. Son bolsas de escalada. Especialmente hechas para que no pesen. ¡Apenas cabe nada en ellas!
—Creo que no nos pondríamos de acuerdo respecto al significado de nada. Y no me gustaría tener que escalar —dijo el desconocido—. Hay maneras más sencillas de llegar al suelo del valle…
—Ah… no sea loco —dijo Jean—. Esas cuerdas son de quasiseda. Tardará bastante en cortarlas. Seguro que más de lo que a nosotros nos llevará subir hasta usted.
—Probablemente —dijo el hombre de la capa—, pero si consiguen subir yo seguiré estando aquí arriba y podré agarrarles en cuanto asomen por el borde y dejarles el cráneo hecho una pena. ¡Inténtenlo!
—Pero si nos quedamos aquí abajo bien agarrados, no nos matará, y podremos subir hasta arriba y morir luchando —dijo Locke.
—Usted, señor, puede hacer lo que quiera. Pero esta conversación está empezando a repetirse, así que voy a comenzar a cortar cuerdas. Yo que ustedes me agarraría a algo y me quedaría quieto.
—¡Eso haremos, miserable canalla! —exclamó Locke—. ¡Cualquier niño de tres años es capaz de matar a unos hombres colgados de un acantilado! ¡Cuán lejos está el tiempo en que los bandidos nos atacaban cara a cara con un par de pelotas, para ganarse el salario!
—Señor, ¿acaso tengo la pinta de ser un honesto comerciante? ¿Ve en mis brazos algunos de los tatuajes de las cofradías? —se arrodilló y con una de las hachas de Jean comenzó a cortar algo muy deprisa—. Hacer que se estampen contra las rocas me parece una manera bastante elegante de ganarme el salario. Y si usted sigue hablándome con tan poca educación, aún lo será más.
—¡Es usted un despojo! —exclamó Locke—. ¡Un perro servil, un tirado! ¡Maldito, pero no por ser avaro, sino por ser cobarde! ¡Los dioses escupen a la gente sin honor! ¡Le aguarda un infierno tan frío como oscuro!
—El honor sale por todos mis poros, señor. Me sale a raudales. Lo guardo aquí dentro, entre mi estómago vacío y mi culo arrugado, el cual, dicho sea de paso, puede besarme cuando quiera.
—Bien, muy bien —dijo Locke—. Sólo quería comprobar si, irritándole, podía alterar su buen juicio. ¡Aplaudo su comedimiento! ¡Pero le puedo asegurar que obtendría más provecho sacándonos de aquí y pidiendo un rescate por nosotros!
—Somos gente importante —dijo Jean.
—Con amigos ricos e importantes. ¿Por qué no hacernos prisioneros y mandar una carta con una petición de rescate?
—Pues —dijo aquel hombre— por un detalle importante, porque no sé leer ni escribir.
—¡Nos agradaría escribir la petición por usted!
—No creo que funcionara. Ustedes podrían escribir lo que quisieran. En vez de oro, pedir que enviaran soldados y policías, creo que me entienden. Que no pueda leer no quiere decir que tenga pises de gusano por cerebro.
—¡Eh! ¡Deténgase! ¡Deje de cortar! —Jean apoyó otro pie y aseguró la cuerda en el pasador para que sostuviera su peso—. ¡Deje de cortar! ¡Tengo una importante pregunta que hacerle!
—¿De qué se trata?
—¿De dónde diablos ha salido usted?
—De todas partes, de aquí y de allá, después de salir, claro, del vientre de mi madre, que fue el primer sitio —dijo el hombre sin dejar de cortar.
—No me refería a eso, sino a que si siempre está cerca de estos riscos, acechando a los escaladores.
—No señor, no hay ningún escalador; jamás he visto a ninguno antes de ustedes dos. Me llamaron tanto la atención que vine a echar un vistazo; no me digan que no fue una buena ocurrencia —mientras hablaba, no había dejado de dar hachazos a las cuerdas, chop, chop, chop—. No, por lo general suelo esconderme en los bosques y en ocasiones en las colinas. Vigilo los caminos.
—¿Usted solito?
—¿No le parece que, si no estuviera solo, estas cuerdas suyas ya estarían casi cortadas?
—Así que vigila los caminos. Para robar qué, ¿carruajes?
—Mayormente.
—¿Tiene algún arco o alguna ballesta?
—Ninguna, por desgracia. Pero quizá pueda comprarme uno de esos chismes si saco lo suficiente de ustedes.
—¿Se oculta usted solo en los bosques y quiere tenderles emboscadas a los carruajes sin un arma de verdad?
—Lo cierto —dijo aquel hombre, luego de titubear un poco— es que ha pasado algo de tiempo desde que me hice con una. Pero hoy es mi día de suerte, ¿no le parece?
—Creo que sí. Por el Guardián Avieso, que usted debe de ser el peor salteador que existe en el mundo.
—¿Qué ha dicho?
—He dicho —ahora hablaba Locke— que, en su nada modesta opinión, usted es…
—No, lo otro.
—Mencioné al Guardián Avieso —prosiguió Locke—. ¿Significa algo para usted? ¡Eh, amigo, pertenecemos a la misma fraternidad! La del Benefactor, El que Vela por los Ladrones, el Decimotercero Sin Nombre, patrón suyo, mío y de todos los que siguen los senderos torcidos de la vida. ¡Somos siervos consagrados del Guardián Avieso! ¡No tenemos por qué enfrentarnos, y usted no tiene por qué cortar esas cuerdas!
—Oh, claro que sí —dijo aquel hombre con mucha vehemencia—, y ahora voy a cortarlas de una manera definitiva.
—Pero ¿por qué?
—¡Porque son unos putos herejes! ¡El Decimotercero no existe! ¡No hay más dioses que los Doce! Sí, he estado en Tal Verrar un par de veces, y me he encontrado con chavales y chicas muy lenguaraces que intentaron hablarme de ese Decimotercero. No les hice caso. No es lo que me enseñaron. Así que, ¡abajo, muchachos! —y siguió dando hachazos a las cuerdas de quasiseda con mayor determinación que antes.
—Mierda. ¿Por qué no intentamos que se enrede con las cuerdas de seguridad? —Jean acababa de acercarse a Locke para hablarle en voz baja, pero a toda prisa. Locke asintió. Los dos ladrones agarraron los extremos de sus cuerdas de seguridad, se quedaron mirando hacia arriba y, a la señal susurrada por Jean, tiraron de ellas hacia abajo con mucha fuerza.
Era una trampa poco práctica; la mayor parte de las cuerdas, enrolladas y flojas, se encontraban encima del precipicio. El individuo que los atormentaba miró hacia abajo y se apartó de un salto cuando varios metros de cuerda se deslizaron por el borde del precipicio.
—¡Ah!, si me permiten que se lo diga, caballeros, ¡hay que ser un poco más despiertos! —y, silbando de modo desorejado, desapareció de su vista y siguió dándole al hacha. Momentos después lanzó un grito de triunfo, pues la cuerda de seguridad de Locke acababa de desaparecer por el borde del precipicio. Locke apartó el rostro cuando la cuerda pasó justo a su lado y se quedó colgando de su arnés, con su extremo a muchos metros por encima del suelo para poder resultar efectiva.
—Mierda —dijo Locke—. No importa, Jean, esto es lo que vamos a hacer. Ahora se dispone a cortar mi cuerda principal. Agárrate con las manos. Voy a deslizarme por tu cuerda principal para atar lo que queda de la mía al extremo de la tuya y así poder llegar a unos seis metros del suelo. Si tiro hacia arriba de mi cuerda de seguridad y la ato en el extremo de las otras dos ya unidas, podremos llegar hasta abajo.
—Eso depende de lo deprisa que corte ese capullo. ¿Crees que podrás hacer bien los nudos?
—Creo que no tengo más remedio que hacerlos bien. Al menos, mis manos están preparadas para hacerlos lo mejor que puedan. En el peor de los casos, aunque sólo pueda atar una cuerda, una caída de seis metros es mejor que una de casi treinta.
En aquel momento, el sonido de un trueno lejano se insinuó por encima de sus cabezas. Cuando Locke y Jean levantaron sus respectivas cabezas, las primeras gotas de lluvia les cayeron en la cara.
—Quizá ahora esto resultara tremendamente divertido —dijo Locke— si colgáramos de estas cuerdas sin tener que preocuparnos por el que está más arriba.
—En este momento, creo que no me importaría enfrentarme a tus pichones —dijo Jean—. Diantre, Locke, no sabes cuánto lamento el dejarme arriba las Hermanas Malvadas.
—¿Y por qué, en nombre de Venaportha, ibas a tener que llevarlas encima para bajar por la cuerda? No hay nada que lamentar.
—Creo que aún me queda otra cosa por intentar —dijo Jean—. ¿Has traído esos estiletes que siempre llevas en la manga?
—Sólo tengo uno, en una bota —la lluvia había comenzado a caer con fuerza, mojando sus camisas y empapando las cuerdas. La escasa ropa que llevaban y la recia brisa les hacían sentir más frío del que realmente hacía—. ¿Y tú has traído el tuyo?
—El mío está aquí —Locke vio un relámpago de metal en la mano derecha de Jean—. ¿El tuyo está equilibrado para poder lanzarlo?
—Mierda, no. Lo siento.
—No pasa nada. Déjalo entonces en reserva. Y reza en silencio una plegaria por nosotros, pero que sea buena —Jean hizo una pausa para quitarse las gafas y engancharlas en el cuello de su camisa, y luego exclamó:
—¡Eh, amante de las ovejas! ¡Hablemos, por favor!
—Ya nos hemos dicho todo lo que había que decir —la voz del hombre les llegaba desde lo alto del precipicio.
—¡Estoy de acuerdo! Creo que cuando se emplean tantas palabras en tan corto espacio de tiempo, los sesos se le quedan a uno como un limón exprimido, ¿no le parece? Le ofrezco una buena alternativa para que no tenga que andar buscando nuestras cosas en el puto suelo. ¿Me está escuchando? ¡Sólo tendrá que quitarse los zapatos y las calzas después de contar veintiuno! ¡Sólo tendrá que levantar los ojos para contemplar la parte posterior de una cagada de cucaracha!
—¿Qué coño de alternativa son esas gilipolleces que dice a gritos? Es como si le estuviera rezando a ese Decimotercero suyo que no sirve para nada, o yo qué cojones sé. Y no me hable como a uno de esos verraríes grandullones, felantozzers o como se llamen.
—¿No quiere saber por qué no debería matarnos? ¿No quiere saber por qué no debería dejar que nos estrelláramos contra el fondo de ese valle? —Jean exprimió al máximo sus pulmones para gritar mientras asentaba los pies en el precipicio lo mejor que podía y echaba su brazo derecho hacia atrás. Un trueno resonó por encima de su cabeza—. ¿Ve esto, idiota? ¿Ve lo que tengo en mis manos? ¡Es algo que sólo verá una vez en la vida! ¡Algo que jamás olvidará!
Pocos segundos después, la cabeza y el torso del hombre se asomaron por encima de los riscos. Jean gritó y arrojó el cuchillo con toda su fuerza. Aquel grito se convirtió en triunfal al ver que la imprecisa silueta de su arma acababa de recortarse contra el rostro de quien llevaba tanto tiempo atormentándolos… y luego se mudó en un quejido de frustración al ver que el cuchillo rebotaba y caía. Le había golpeado con la empuñadura.
—¡Maldita lluvia! —exclamó Jean.
Al menos, aquello le había dolido mucho al bandido. Gemía mientras se cogía la cara, a punto de desplomarse. ¿Un buen corte en el ojo? Jean lo deseó fervientemente… quizá aún dispusiera de unos cuantos segundos para intentarlo de nuevo.
—¡Locke, deprisa, tu cuchillo!
Locke tenía ya una mano en su bota derecha cuando el hombre extendió los brazos para equilibrarse, dio un traspié y cayó gritando por el precipicio. Un segundo después cogía con una mano la cuerda principal de Locke y se enganchaba en su arnés, justo con el pasador. El impacto hizo que Locke apartara las piernas de la pared y expulsara el aire de los pulmones; durante un segundo él y el bandido estuvieron en caída libre, agitándose y gritando en un revoltijo de brazos y piernas, sin que el pasador pudiera ejercer la presión suficiente en la cuerda para que parasen.
Sacando fuerzas de flaqueza, Locke dobló con su mano izquierda la parte de la cuerda que estaba libre y así la mantuvo el tiempo suficiente para detener la caída. Ambos permanecieron balanceándose ante la cara del precipicio, luego de que el bandido acusara la mayor parte del impacto, y enredados en una confusión de miembros mientras Locke luchaba por respirar y dar un sentido al mundo que giraba a su alrededor. El bandido daba patadas y chillaba.
—¡Para, maldito imbécil! —habían caído unos cinco metros; Jean bajó rápidamente hasta ellos, se apoyó en la pared y con una mano agarró al bandido por los pelos. Como éste ya no se cubría con la capucha, Locke pudo ver que estaba tan delgado como un perro desnutrido, que debía de andar por los cuarenta y que tenía unos cabellos largos y grasientos de color gris, lo mismo que su barba, tan rala como la hierba que coronaba aquellos riscos. Cerraba el ojo izquierdo, que aparecía hinchado—. ¡Deja de dar patadas, idiota! ¡Para!
—¡Oh, dioses, no me suelten, por favor! ¡Por favor, señor, no me mate!
—¿Y por qué puñetas no te iba a matar? —Locke gimió, apoyó las botas en la pared e intentó alcanzar la derecha con la mano de aquel mismo lado. Instantes después, tenía el estilete apoyado en el cuello del bandido; el pataleo asustado del hombre dio paso a un estremecimiento de terror.
—¿Ves esto? —Locke siseaba. El hombre asintió—. Es un cuchillo. ¿Los has visto en ese lugar de los cojones de donde vienes? —el hombre volvió a asentir—. Ya sabes que ahora podría clavártelo y dejarte caer, ¿no?
—Por favor, por favor, no…
—Cierra el pico y escucha. Mira esta cuerda de la que tú y yo colgamos ahora mismo. ¡Una, única, sola! No creo que fuera la cuerda que estabas cortando más arriba, ¿verdad?
El hombre asintió con mucha convicción; su ojo bueno carecía de expresión.
—¿No es algo espléndido? Bueno, pues si el impacto de tu cuerpo al agarrarse a ella no la ha roto, quizá podamos seguir vivos un poquito más —un relámpago de luz blanca brilló por encima de sus cabezas, seguido por un trueno más fuerte que los anteriores—. Aunque sin ti yo me sentiría mucho más a gusto. Así que no patalees. No te agites. No hagas esfuerzos. Y no cometas ninguna puñetera estupidez. ¿Lo pillas?
—Oh, no, señor, oh, por favor…
—Cierra el pico de una vez.
—Lo… eh, Leocanto —dijo Jean—, me parece que este individuo se merece unas cuantas lecciones de vuelo.
—Estaba pensando lo mismo que tú —dijo Locke—, pero «los ladrones prosperan», ¿no te parece, Jerome? Ayúdame a subir a este estúpido bastardo.
—Oh, gracias, gracias…
—¿Aún no sabes por qué estoy haciendo esto, payaso descerebrado de la espesura?
—No, pero yo…
—Cierra el pico. ¿Cómo te llamas?
—¡Trav!
—¿Trav qué?
—Jamás tuve apellido, señor. Trav de Vo Sarmara es todo.
—¿Y eres ladrón? ¿Salteador de caminos?
—Sí, sí, soy…
—¿Y nada más? ¿No tienes ningún trabajo honrado?
—Eh… no, no desde hace algún tiempo…
—Bien, pues, en cierto modo, somos hermanos. Creo que me entiendes. Atiende, mi apestoso amigo; tienes que saber que hay un Decimotercero. Que dispone de sacerdotes y que yo soy uno de esos sacerdotes, ¿lo captas?
—Si usted lo dice…
—No, cierra el pico. No quiero que me sigas la corriente, sólo quiero que emplees esa bellota bailoteante que tienes por cerebro antes de que la ardilla vuelva a por ella. Tengo una hoja encima de tu cuello, estamos a más de veinte metros del suelo, está cayendo una lluvia meona bastante intensa y hace un momento querías matarme. Tengo todo el derecho del mundo a abrirte una sonrisa roja de oreja a oreja y luego a dejarte caer. ¿Estás de acuerdo conmigo en eso?
—Oh, probablemente, señor, dioses, lo siento…
—Ahora tranquilo, dulce cretino. ¿Vas a admitir que tengo que tener una poderosísima razón para no tomarme una cumplida satisfacción con tu muerte?
—Uh, supongo que sí.
—Soy un sacerdote del Guardián Avieso, como antes dije. He hecho los votos al servicio y al mandato del dios de los que son como nosotros. No está bien escupir a la cara del dios que cuida de ti y de los tuyos, ¿no te parece? Sobre todo, sin estar seguro de haber hecho últimamente por él lo que debía.
—Uh…
—Debería matarte, pero voy a intentar salvarte la vida. Sólo quiero que pienses en esto. ¿Aún sigo pareciéndote un hereje?
—Uh… oh, dioses; señor, no puedo pensar correctamente…
—Lo comprendo, no me extraña. Recuerda lo que te he dicho. No te muevas, no patalees, no grites. Y, si intentas pelear lo más mínimo, nuestro acuerdo quedará en nada. Rodéame con tus brazos y cierra el pico. Aún nos falta mucho para salir de aquí.
Por decisión de Locke, Jean subió el primero por la pared, asegurando una mano tras otra, tardando el doble de lo que hubiera sido usual. Una vez arriba, soltó rápidamente la cuerda de seguridad de su arnés y se la pasó a Locke y a su estremecido pasajero. Lo siguiente que hizo fue quitarse el arnés y deslizar su cuerda principal a todo lo largo de la pared, hasta que estuvo al alcance de los dos hombres que seguían colgados. Aunque no parecían encontrarse muy a gusto, con aquellas tres cuerdas al alcance de su mano al menos sí que se sentían un poco más seguros.
Al ver su levita tirada en el suelo, se la puso, sintiéndose más confortable aunque aquella prenda estuviera tan empapada como él. Pensó con rapidez. Trav parecía medio muerto de hambre y Locke era de constitución grácil… entre ambos no debían de llegar a los ciento treinta kilos. Seguro que podía izarlos a ambos hasta que llegaran a la altura de su pecho o incluso a la de su cabeza; pero con aquella lluvia podría resbalarse.
Así que pensó en el carruaje, que seguía en el bosque, a unos cuatrocientos metros. Un caballo sería incluso mejor que un hombre robusto, pero el tiempo apremiaba y no sería fácil desenganchar, calmar y conducir un animal a cuyo dueño habían dejado inconsciente de un golpe…
—Joder —dijo para sí, y volvió al borde del precipicio—. ¡Leocanto!
—Sigo aquí, como habrás adivinado.
—¿Podéis ataros una cuerda al arnés?
Después de un breve conciliábulo entre Trav y Locke, éste respondió:
—Lo intentaremos. ¿Qué quieres que hagamos?
—Amarra fuertemente a ese hombre. Después de que os hayáis atado a una de mis cuerdas, haz fuerza con brazos y piernas contra la pared. Os subiré del mejor modo que pueda, pero no me vendría mal un poco de ayuda.
—Muy bien. Trav, ya le has oído. No te sueltes. Y fíjate en dónde pones las manos.
Cuando Locke miró hacia arriba y le hizo una seña secreta a Jean, la que decía procede, éste asintió. La cuerda de seguridad era la que antes había empleado Jean; agarró el extremo que estaba antes del rollo que seguía en el suelo mojado y frunció el ceño. El terreno resbaladizo haría que todo fuera más interesante, incluso, que lo que había sido hasta entonces, y eso era todo. Formó un bucle bastante grande con la cuerda, se metió dentro de él y tiró de ella hasta enrollársela alrededor de la cintura. Entonces retrocedió, alejándose del borde de los riscos, sujetando la cuerda por delante con una mano y por detrás con otra, y se aclaró la garganta.
—¿Ya os habéis cansado de estar colgando o queréis que os deje unos cuantos minutos más?
—Jerome, si me obligas a seguir acunando a Trav un solo segundo más de lo necesario, te…
—¡Pues a escalar!
Jean asentó los talones en el suelo, retrocedió un poco más y comenzó a tirar de la cuerda. Maldición, aunque era un hombre muy fuerte, más de lo que suele ser usual, ¿por qué tenía la impresión de que podía tirar con más fuerza? Se había ablandado; eso tenía que ser. Tendría que conseguir unas cuantas cajas, llenarlas con piedras y levantarlas varias veces al día, como hacía cuando era más joven… Maldición, ¿la cuerda había dejado de moverse?
Eso era. Finalmente, después de un desagradable momento en que la cuerda no se movía, Jean dio un paso hacia atrás, siempre bajo la lluvia. Y luego otro… y otro. Titubeando, con una picazón ardiente que comenzaba a dominar los músculos de sus muslos, parecía un caballo de labranza que abriese profundos surcos grises en el barro arenoso. Finalmente, un par de manos aparecieron en el borde del risco, junto con un torrente de gritos y juramentos; era Trav, que luego de dejar atrás el borde caía rodando hacia delante y se detenía a respirar con grandes boqueadas. En ese momento, aunque Jean sintió que la tensión de la cuerda disminuía, tiró con fuerza de ella. Instantes después Locke asomó por el borde. Caminó a gatas, se levantó al lado de Tav y propinó al supuesto bandido una patada en el estómago.
—¡Maldito asno! De todos los malditos estúpidos… ¿Tan difícil te resultaba decir: «Les echaré una cuerda. Si no atan sus bolsas en ella para que yo pueda subirla y quedarme con ellas, ahí se quedan»?. ¡No tienes que decirles a tus puñeteras víctimas que vas a matarlas! ¡Primero tienes que mostrarte razonable, y después, cuando tengas el dinero, echar a correr!
—¡Oh… uf! Dioses, por favor, uf. ¡Dijo que… no me mataría!
—Y eso haré. No voy a matarte, cerebro de repollo. ¡Sólo voy a darte de patadas hasta que comience a gustarte!
—¡Uf! ¡Agggh! ¡Por favor! ¡Aaaau!
—Debo decir que esto me parece extremadamente fascinante.
—¡Ayyy! ¡Uf!
—Aún sigo disfrutando.
—¡Uuuf! ¡Agh!
Finalmente, Locke dejó de sacudir al infortunado verrarí, se quitó el arnés y lo dejó caer en el barro. Jean, que aún respiraba muy agitado, se acercó hasta él y le tendió la levita, que estaba empapada.
—Gracias, Jerome —con la levita encima, a pesar de que estuviera hecha una sopa, Locke daba la impresión de haber recobrado parte de su dignidad herida—. Y en cuanto a ti, Trav… ¿Trav de Vo Sarmara, dijiste?
—¡Sí! Oh, por favor, no me dé más patadas…
—Atiende, Trav. Voy a decirte lo que tienes que hacer. Lo primero, no hablar a nadie acerca de lo sucedido. Lo segundo, no se te ocurra joder a nadie cerca de Tal Verrar. ¿Lo pillas?
—No había decidido nada al respecto, señor.
—Muy bien. Aquí… —Locke metió una mano en su bota izquierda y sacó de ella una bolsa muy poco llena. La arrojó a los pies de Trav, donde aterrizó con un tintineo apagado— tiene que haber diez volani. Un buen pellizco en plata, que puedes… Un momento. ¿Estás completamente seguro de que nuestro conductor está vivo?
—¡Sí, por los dioses! Es la pura verdad, maese Leocanto, señor, respiraba y gemía después de que le zurrara, seguro que estaba vivo.
—Entonces, mejor para ti. Te dejamos el dinero que hay en esa bolsa. Cuando Jerome y yo nos hayamos ido, regresarás y te llevarás lo que hayamos dejado. Entre otras cosas, mi chaleco y unas cuantas cuerdas. Y escúchame con atención. Hoy te he salvado la vida, cuando hubiera podido matarte en menos tiempo de lo que dura un latido del corazón. ¿Te ha parecido bien?
—Sí, me parece muy bien lo que hizo, le estoy muy…
—De acuerdo, pero cierra el pico. Algún día, Trav de Vo Sarmara, quizá regrese a estos lugares y quizá necesite algo. Información. Un guía. Un guardaespaldas. Que los Trece me protejan si tengo que recurrir a ti, pero si alguien se te acerca y te susurra al oído «Leocanto Kosta», te levantarás de un salto en cuanto lo oigas, ¿estamos de acuerdo?
—¡Sí!
—¿Puedes jurarlo ante los dioses?
—Lo juro ante los dioses con mis labios y con mi corazón; si no lo cumplo, que me causen la muerte para que aguarde a la Señora del Largo Silencio en uno de los platillos de Su balanza.
—No está mal. Recuérdalo. Y ahora sal pitando en la dirección que quieras, pero que no te conduzca a nuestro carruaje.
Jean y Locke le vieron correr a toda prisa hasta que, uno o dos minutos después, su figura cubierta por la capa desapareció de su vista, oculta por las grises y móviles cortinas del agua que caía.
—Y bien —dijo Jean—, creo que ya hemos practicado bastante por hoy, ¿no te parece?
—Por supuesto. La Aguja del Pecado nos parecerá un maldito salón de baile comparado con esto. ¿Qué tal si cogemos los dos rollos de cuerda sobrante y regresamos al carruaje? Seguro que Trav pasa el resto de la tarde soltándose los nudos.
—Es un buen plan —Jean inspeccionó sus Hermanas Malvadas, que se habían quedado al borde del precipicio, y acarició posesivamente sus hojas antes de devolverlas al bolsillo de su casaca—. Venid aquí, preciosas. Seguro que ese asno os ha mellado un poquito, pero pronto estaréis otra vez afiladas.
—Casi no me lo creo —dijo Locke—. Hemos estado a punto de morir asesinados por un destripaterrones medio tonto. Creo que es la primera vez que alguien casi consigue matarnos desde que estuvimos en Vel Virazzo.
—No está mal. ¿Hace ya dieciocho meses? —Jean se pasó un rollo de cuerdas mojadas por el hombro y tendió el otro a Locke. Luego, ambos dieron media vuelta y echaron a andar afanosamente por el bosque—. ¿No crees que es agradable comprobar que algunas cosas nunca cambian?