En un río mecánico
La cascada de la Mon Magisteria volvió a vomitar el vehículo con forma de caja que tenía el frontal de cristal, el cual regresó al interior del palacio para luego detenerse con una sacudida. El agua silbó en los conductos de hierro, las altas compuertas que se encontraban detrás de la caja se cerraron de golpe y los criados empujaron las puertas de la entrada principal para que Locke, Jean y Merrain entraran por ellas.
Los Ojos del Arconte, en número de doce, los esperaban en el vestíbulo. Sin decir palabra, se situaron a ambos lados de Locke y de Jean mientras Merrain se adelantaba para guiarlos.
Pero, por lo que podían ver, no hacia el despacho de la vez anterior. Mientras recorrían unas salas apenas iluminadas y subían por unas escaleras de caracol, Locke echaba un rápido vistazo a su alrededor. Era evidente que la Mon Magisteria era más fortaleza que palacio; las paredes del exterior de la gran sala carecían de decoración y el aire olía sobre todo a humedad, a sudor, a cuero y a aceite de engrasar armas. El agua retumbaba por detrás de las paredes, corriendo por unos canales invisibles. En algunas ocasiones se cruzaban con una tropa de criados, que, apretujándose contra la pared, agachaban la cabeza hasta que pasaban los Ojos.
Merrain llamó tres veces a la puerta. Cuando ésta se abrió con un chasquido y creó una línea de tenue luz amarilla en la penumbra del pasillo, Merrain despidió a los Ojos con un movimiento de la mano. Cuando éstos ya avanzaban por el pasillo, empujó suavemente la puerta y señaló hacia su interior con la otra mano.
—Por fin. Suponía que llegarían antes. No creo que Merrain les encontrara en los lugares que suelen frecuentar —Stragos levantó la mirada desde la silla en la que estaba sentado, una de las dos que había en aquella habitación, pequeña y casi desprovista de muebles, y revolvió los documentos que había estado examinando. Su ayudante calvo se sentaba silencioso en la otra silla, con varios informes en las manos.
—Sufrieron un ligero percance en los puestos de la Gran Galería —dijo Merrain mientras cerraba la puerta tras de Locke y Jean—. Una pareja de asesinos muy bien motivados.
—¿De veras? —Stragos parecía realmente molesto—. ¿Y qué tenían que ver con ustedes dos?
—Me hubiera gustado saberlo —dijo Locke—, pero la posibilidad de un interrogatorio terminó con un cuadrillo de ballesta en el pecho en cuanto apareció Merrain.
—Protector, la mujer estaba a punto de clavarle un puñal en el pecho a uno de estos dos. Supuse que usted preferiría que ambos siguieran intactos hasta que llegara la hora de necesitarlos.
—Hmmm. Una pareja de asesinos. ¿Visitaron esta noche la Aguja del Pecado?
—Sí —contestó Jean.
—Entonces no fue Requin. Sólo tenía que capturarlos mientras estaban allí. Así que debe tratarse de otro asunto. Kosta, ¿hay algo que debiera haberme contado antes, pero que no me contó?
—Oh, le pido perdón, Arconte. Pero pensaba que, contando con sus amiguitos, los magos de la Liga de Karthain, y con todos los espías que nos ha estado colgando a la espalda, ya sabría más que nosotros.
—Esto es serio, Kosta. Quiero valerme de ustedes; no es mi estilo dejar que otros me utilicen para vengarse. ¿No saben quién pudo haberles enviado?
—En honor a la verdad, no tenemos ni la más puñetera pista.
—¿Dejaron en los muelles los cadáveres de esos asesinos?
—Seguramente ya los tendrá la Policía —dijo Merrain.
—Acabarán por arrojarlos a la Sima de la Colina, pero antes los dejarán en el depósito de cadáveres durante uno o dos días —comentó Stragos—. Quiero que alguien se acerque hasta allí para echarles un vistazo. Que apunten sus descripciones físicas, sin olvidar ningún tatuaje ni ninguna marca que puedan resultar esclarecedores.
—Por supuesto —dijo Merrain.
—Diga al oficial de guardia que vaya a verlos ahora mismo. Ya sabrá dónde encontrarme cuando haya terminado.
—Como desee… Arconte —aunque dio la impresión de que Merrain quería decir algo más, dio media vuelta, abrió la puerta y salió a toda prisa.
—Usted me llamó Kosta —dijo Locke cuando la puerta volvió a cerrarse—. Ella no conoce nuestros nombres auténticos, ¿estoy en lo cierto? Curioso. ¿No se fía de su propia gente, Stragos? Da la impresión de que le resulta tan fácil echarles el anzuelo a ellos como a nosotros.
—Estoy por apostar —añadió Jean— que cuando su jefe le invitó a compartir con él un trago amistoso, estando fuera de servicio, denegó la invitación, ¿eh, calvete? —el ayudante de Stragos frunció el ceño y siguió en silencio.
—Dejen de mofarse de mi alquimista de cabecera —dijo Stragos muy despacio—, auténtico responsable de «echarles el anzuelo» a ustedes, por no hablar de la preparación de su antídoto.
El calvo esbozó una sonrisa. Locke y Jean carraspearon y dieron al mismo tiempo un golpecito en el suelo con los pies, una costumbre que tenían desde pequeños.
—Usted parece un tipo razonable —dijo Locke—. En lo que a mí respecta, siempre he pensado que una frente sin pelo era algo noble, sensible a cualquier clima…
—Cierre el pico, Lamora. ¿Así que ya tenemos a la gente que necesitamos? —Stragos pasó los documentos a su ayudante.
—En efecto, Arconte. Cuarenta y cuatro en total. Haré que los trasladen mañana por la mañana.
—Bien. Pues entréguenos los viales y márchese.
El hombre asintió y recogió los documentos. Entregó dos pequeños viales de cristal al Arconte y se fue sin añadir nada más, cerrando respetuosamente la puerta tras de sí.
—Y bien —Stragos suspiró—, parece que ustedes dos llaman la atención de la gente. ¿Seguro que no tienen ni idea de quién está intentando matarles? ¿Alguna cuenta pendiente que dejaron en Camorr?
—Hay tantas cuentas pendientes que saldar… —dijo Locke.
—Quizá se trate de alguna de ellas. De cualquier modo, los míos seguirán protegiéndoles lo mejor que puedan. No obstante, ustedes dos habrán de ser más… circunspectos.
—Eso que acaba de decirnos no carece de antecedentes —observó Locke.
—Hasta que se les diga lo contrario, ciñan sus movimientos a los Peldaños Dorados y a la Savrola. Tengo agentes extras situados dentro de los muelles; sírvanse de ellos a la hora de viajar.
—¡Maldición, así no podemos trabajar! Quizá sí durante unos pocos días, pero no durante el tiempo que tendremos que seguir en Tal Verrar, sea mucho o poco.
—Es muy acertado eso que dice, Locke. Pero yo no puedo permitir que quien vaya contra ustedes, sea el que sea, interfiera en mis planes. Reduzcan sus movimientos o yo se los reduciré.
—¡Creo haberle oído decir que el juego de Requin no nos causaría más complicaciones!
—No, lo que les dije fue que el veneno no supondría ninguna complicación añadida para su juego de Requin.
—Para ser un hombre que está a solas con nosotros en esta pequeña habitación, se muestra muy confiado —dijo Jean, dando un paso adelante—. Ni su alquimista ni Merrain volverán enseguida, ¿cierto?
—¿Debo mostrarme preocupado? No ganarían nada haciéndome daño.
—Sólo una inmensa satisfacción personal —dijo Locke—. Usted supone que somos gente cuerda. Supone que nos importa un huevo su precioso antídoto y que, en virtud de no sé qué principio establecido, no le descuartizaríamos miembro a miembro, porque después tendríamos que sufrir las consecuencias.
—¿Por qué tenemos que seguir con esto? —Stragos seguía sentado con una pierna cruzada encima de la otra y una expresión educada de aburrimiento en el rostro—. Ya se me había ocurrido que los dos podrían ser lo suficientemente testarudos para albergar una pizca de rebeldía en sus corazones. Así que escúchenme atentamente: si abandonan esta habitación sin mí, los Ojos que están en el vestíbulo los matarán en cuanto los vean. Y, si me hacen daño del modo que sea, se hará realidad lo que les prometí durante su anterior visita. Uno de ustedes recibirá el mismo daño, pero multiplicado por diez, mientras obligo al otro a que lo vea.
—Usted es una zurrapa con cara de chivo —dijo Locke.
—Es muy posible —dijo Stragos—. Y ahora, dígame, por favor: ¿qué haría usted si poseyera todo mi poder?
—Es una pregunta muy embarazosa —musitó Locke.
—Claro que sí. Vamos, ¿por qué no dejan a un lado ese capricho infantil de vengar su orgullo agraviado y aceptan la misión que tengo para ustedes dos? ¿Quieren escuchar el plan y mantener quieta la lengua o, al menos, tenerla educada?
—Sí —Locke cerró los ojos y suspiró—. Supongo que no tenemos elección. ¿Jean?
—Me gustaría no tener que dar mi brazo a torcer.
—No será por mucho tiempo —Stragos se levantó, abrió la puerta que daba al pasillo y les hizo una seña para que le siguieran.
—Mis Ojos estarán observándoles en los jardines. Hay algo que quiero mostrarles a los dos… mientras hablamos de un modo más privado acerca de su misión.
—¿Qué quiere, exactamente, hacer con nosotros? —preguntó Jean.
—Veamos, tengo una flota anclada en la dársena de la Espada que no hace nada. Puesto que sigo dependiendo del Priori para mantenerla y aprovisionarla, no puedo sacarla de sopetón sin una buena excusa —Stragos sonrió—. Así que voy a enviarles a ustedes dos por mar para buscar la excusa que necesito.
—¿Por mar? —dijo Locke—. ¿Ha perdido la pu…?
—Llévenlos a mi jardín —ordenó Stragos, alargando el paso.
Era más floresta que jardín y se extendía varios cientos de metros por el lado norte de la Mon Magisteria. Unas cercas entretejidas con viñas trepadoras que relucían con suaves tonos de plata marcaban el camino entre la ondeante negrura de los árboles; por alguna alquimia natural, aquellas viñas derramaban la suficiente luz plateada, como de luna, para que los dos ladrones y sus guardianes pudieran recorrer a buen paso los senderos de grava. Ya habían salido las lunas, aunque no podían verse desde la posición de Locke y de Jean, porque quedaban detrás de la negra e impresionante silueta de aquel palacio de quince pisos.
El aire estaba cargado de humedad y de olor a perfume; la lluvia se agazapaba en el arco de nubes que poco a poco se iba deslizando para ocultar el cielo por su parte este. Había un zumbido aflautado de alas no vistas que procedía de los oscuros árboles, y unas luces pálidas de oro y escarlata daban vueltas alrededor de los troncos como si fueran el resultado de alguna travesura perpetrada por las hadas.
—Escarabajos-linterna —dijo Jean, que, sin quererlo, parecía hipnotizado por ellos.
—Piensa en toda la porquería que han cargado encima y subido hasta aquí, cubriendo con ella tantísimo cristal antiguo para que todos estos árboles pudieran crecer… —cuchicheó Locke.
—Es bueno ser duque —dijo Jean—. O arconte.
En el centro del jardín se encontraba una estructura baja con la forma de una caseta para barcas, iluminada por varios faroles alquímicos que despedían el mismo color azul presente en la heráldica de Tal Verrar. Locke escuchó el débil sonido del agua al lamer la piedra y, casi al mismo tiempo, descubrió el pequeño canal de unos seis metros de anchura que corría por detrás de la estructura, formando meandros en aquel bosque-jardín como si fuera un río en miniatura. Entonces Locke comprendió que aquella estructura iluminada por la luz de los faroles era, efectivamente, una caseta para barcas.
Varios guardias más salieron de la oscuridad, un grupo de cuatro, medio conducidos y medio arrastrados por dos enormes perros negros provistos de arneses acorazados. Aquellas criaturas, altas de hombros y caderas y casi tan anchas como altas, enseñaron los dientes a los dos ladrones y los olieron con desprecio, para luego lanzar un bufido y seguir tirando de sus cuidadores por todo lo largo del jardín del Arconte.
—Muy bien —dijo Stragos, que acababa de salir de la oscuridad a pocos pasos por detrás del grupo que llevaba a los perros—. Todo está preparado. Ustedes dos, vengan conmigo. Prefecto de la Espada, usted y los suyos pueden irse.
Los Ojos dieron media vuelta como un solo hombre y regresaron al palacio, acompañados por el sonido que hacían sus botas al pisar la grava. Stragos hizo una seña a Locke y a Jean y los condujo hasta el borde del riachuelo. Un bote flotaba en sus aguas tranquilas, atado a un pequeño poste que estaba detrás de la caseta. Daba la impresión de que el esquife estaba construido para cuatro personas, pues tenía un banco forrado de cuero en el frente y otro en la popa. Cuando Stragos les hizo una nueva señal, Locke y Jean subieron y se sentaron en el asiento de delante.
Locke se vio en la necesidad de admitir que acomodarse en el cojín y descansar el brazo a lo largo de la borda de aquella robusta barquichuela era bastante agradable. El bote osciló ligeramente cuando Stragos subió a él; luego soltó la cuerda, se sentó en la popa, tomó un remo y lo hundió en el agua por la borda izquierda.
—Tannen —dijo—, tenga la amabilidad de encender nuestro farol de proa.
Jean miró por encima del hombro y descubrió un farol alquímico tan grande como un puño que colgaba del bote por aquel lado. Desplazó unas manijas de latón hasta que los vapores del interior se mezclaron y cobraron vida con un chisporroteo, como si un diamante de color azul cielo acabara de expulsar a los fantasmas que las facetas del farol creaban en el agua que se encontraba más abajo.
—Esto ya estaba aquí cuando los duques del Trono de Therin edificaron su palacio —dijo Stragos—. Un canal tallado en el cristal antiguo, de ocho metros de profundidad, como si fuera un río privado. Estos jardines fueron construidos a su alrededor. Los arcontes heredamos este lugar junto con la Mon Magisteria. Y como a mi predecesor le gustaban las aguas en calma, yo hice algunas modificaciones.
Mientras hablaba, el agua que lamía ambos lados del canal comenzó a sonar con mayor fuerza de un modo desacompasado. Locke comprendió que aquel sonido de gorgoteo, cada vez más rápido y fuerte, era propio de la corriente de un río. La luz del farol osciló y parpadeó cuando el agua que se encontraba más abajo se llenó de arrugas y de ondulaciones como si fuera un tejido de seda negra.
—¿Brujería? —preguntó Locke.
—Artificio, Lamora —el barco comenzó a alejarse lentamente del borde del canal, por lo que Stragos se valió del remo para llevarlo al centro de aquel río en miniatura—. La brisa que llega esta noche desde el este es muy fuerte, así que también está impulsando los molinos de viento dispuestos en el extremo este de mi jardín. Suelo emplearlos para mover las hélices hidráulicas sumergidas dentro del canal. Si el aire está en calma, se necesitan cuarenta o cincuenta hombres para mover a mano los mecanismos. Puedo lograr que la corriente vaya tan deprisa como me apetezca.
—Cualquier hombre puede ventosearse dentro de una habitación cerrada y decir que manda sobre los vientos —dijo Locke—. Pero debo admitir que todo este jardín es… más elegante de lo que había supuesto.
—No sabe cuánto me agrada que tenga tan buena opinión de mi sentido estético —después de aquello, Stragos remó en silencio durante algunos minutos, dando una vuelta completa y dejando atrás unos bancos colgantes de viñas plateadas y el roce de las hojas de sus ramas más bajas. Cuando la corriente se hizo más fuerte, el aroma de aquel río artificial les rodeó… no era desagradable, aunque en cierta manera sí más viciado, pues olía menos a verde que los ríos y estanques naturales, observó Locke.
—Supongo que este río forma un circuito cerrado —dijo Jean.
—En efecto, aunque con unos cuantos meandros.
—Entonces, ah… discúlpeme, ¿adónde nos está llevando exactamente?
—Todo a su tiempo —dijo Stragos.
—Hablando del lugar a donde nos está llevando —comentó Locke—, ¿sería tan amable de llevarnos usted al tema de conversación que antes estábamos tratando? Me pareció escuchar que quería que hiciéramos un viaje por mar.
—Eso quería. Y lo harán.
—¿Y cuál es su propósito evidente?
—¿Están familiarizados con la historia de la Armada Libre de las Islas del Viento Fantasma? —preguntó Stragos.
—Vagamente —dijo Locke.
—El levantamiento pirático del Mar de Bronce —dijo Jean, hablando como para sí—. Sucedió hace seis o siete años. Y fue sofocado.
—Yo lo sofoqué —comentó el Arconte—. Hace siete años, a esos malditos locos de las Islas del Viento Fantasma se les metió en la cabeza que querían un poco de poder. En su declaración de derechos afirmaban tener la facultad de imponer aranceles a los navíos que navegaban por el Mar de Bronce; pero esos aranceles a los que se referían se concretaban en su abordaje y saqueo. Tenían una docena de navíos bastante buenos y otras tantas tripulaciones más o menos preparadas.
—Bonaire —dijo Jean—. Me parece recordar que así se llamaba la capitana a la que todos siguieron. ¿Laurella Bonaire?
—En efecto —dijo Stragos—. Bonaire y su Basilisco; eran, respectivamente, una de mis oficiales y uno de mis navíos, antes de que ella chaqueteara.
—Y usted era un tipo tranquilo y sin pretensiones con el que daba gusto trabajar —comentó Locke.
—Aquella flota de bergantes atacó Nicora y Vel Virazzo, así como todas las ciudades pequeñas situadas en la costa que tenían enfrente; apresaron varios barcos delante de este palacio y pusieron vela al horizonte cuando mis galeras salieron a su encuentro. Fue el mayor agravio sufrido por esta ciudad desde la guerra con Camorr, que sucedió en tiempos de mi predecesor.
—No recuerdo que durara mucho —dijo Jean.
—Como cosa de medio año, aproximadamente. Aquella declaración fue su ruina; a los filibusteros se les da bien el ir y acechar de un lado para otro; pero si hacen declaraciones de principios, antes o después acabarán luchando para defenderlas. Los piratas no son rivales para los hombres y mujeres de la Armada, siempre que un navío se enfrente con otro en mar abierto. Los atacamos justo fuera de Nicora, hundimos la mitad de su flota y enviamos a los demás de regreso a las Islas del Viento Fantasma, meándose en los calzones. Bonaire acabó balanceándose sobre la Sima de la Colina, metida en una jaula de cuervos. Después de ver que toda su tripulación desaparecía por ella, yo mismo corté la cuerda de la que pendía su jaula.
Locke y Jean no hicieron ningún comentario. Mientras Stragos ajustaba el rumbo de su bote se escuchó un débil chapoteo. Por la proa asomaba un nuevo recodo de aquel río artificial.
—Y a lo que iba —prosiguió Stragos—. Esa pequeña demostración mía logró que la piratería fuera un negocio realmente impopular en el Mar de Bronce. Desde entonces, los comerciantes honrados han gozado de prosperidad; es evidente que aún hay piratas en las Islas del Viento Fantasma, pero se quedan a más de quinientos kilómetros de Tal Verrar y no se acercan a Nicora ni a la costa. En los últimos tres o cuatro años mi Armada sólo ha tenido que vérselas con asuntos tan irrelevantes como algún que otro incidente aduanero o algún barco en cuarentena. Ha sido un tiempo de tranquilidad… un tiempo de prosperidad.
—¿No consiste su trabajo, precisamente, en eso? —apuntó Jean.
—Usted, Tannen, parece un hombre muy leído. Estoy por asegurar que sus lecturas le han enseñado que, cuando los hombres y mujeres de armas sufren heridas para preservar la paz, la gente que más se beneficia de esa paz es la primera en olvidar dichas heridas.
—El Priori —intervino Locke—. Aquella victoria les puso nerviosos, ¿no fue así? Al pueblo le gustan las victorias. Eso es lo que convierte en populares a los generales… y a los dictadores.
—Muy agudo, Lamora. El consejo de los mercaderes me envió a luchar contra la piratería porque beneficiaba a sus propios intereses —dijo Stragos—, al igual que les interesaba que, una vez resuelto aquel problema, mis barcos dejaran de surcar los mares. Los dividendos de la paz… paga la mitad del precio de los navíos, entrégaselos a los civiles, licencia a unos cuantos centenares de marinos bien entrenados y deja que los mercaderes se los lleven… Los impuestos que Tal Verrar tuvo que pagar para cubrir los gastos de entrenamiento, que al final revirtieron en el Priori y sus compinches, y todos contentos. Y eso fue lo que pasó, y lo que pasará mientras haya paz en el Mar de Bronce, mientras los Siete Compañeros no hagan más que discutir entre ellos, mientras Lashain siga sin marina y mientras Karthain siga tan lejos que apenas importe. Este rincón del mundo está tranquilo.
—Pero si usted y el Priori se sienten tan incómodos el uno con el otro, ¿por qué no le quitan las subvenciones de una vez? —Locke volvió a acomodarse en el asiento, dejando que su mano izquierda colgase por la borda para acariciar la cálida agua.
—Estoy seguro de que lo harían si pudieran —le contestó Stragos—, a pesar de que los estatutos de la ciudad me garanticen una asignación mínima de todos los ingresos que proceden del pago de los impuestos. Y como todos los burócratas melindrosos de la ciudad son de los suyos, esgrimen razonamientos torticeros para recortarme incluso ese dinero. Mis propios contables siempre están a la caza de esa gente. Pero jamás tocarán mis fondos reservados, porque, en caso de necesidad, sólo tendrían que incrementarlos con más dinero y con los suministros necesarios. Aunque en tiempos de paz me escatiman hasta la última centira. Han olvidado el motivo por el que se instituyó el cargo de arconte.
—Me parece recordar —dijo Locke— que, en cierta medida, su predecesor… disolvió el cargo cuando Camorr estuvo de acuerdo en dejar de darles patadas en el trasero.
—Para que un ejército sea efectivo tiene que ser permanente, Lamora. En sus filas ha de darse una continuidad de experiencia y de entrenamiento; un ejército o una armada que valgan la pena no pueden surgir de repente, como si salieran de la nada. Quizá Tal Verrar no pueda permitirse el lujo de disponer de tres o cuatro años para construir una línea de defensa, pues la crisis puede llegar antes. Y los miembros del Priori, que son los únicos en parlotear a voz en grito sobre «el oponerse a la dictadura» y las «garantías civiles», serían los primeros en salir sigilosamente como ratas, cargados con sus fortunas, en el primer barco que partiera a cualquier rincón del mundo donde les dieran refugio. Jamás se quedarían en la ciudad para morir por ella. Por eso, en lo que a mí concierne, la enemistad que mantengo con ellos es algo más que personal.
—Mientras nos hablaba de todos esos mercaderes influyentes que no están de acuerdo con lo que usted piensa de ellos —dijo Locke— he comprendido claramente a dónde nos iba llevando esta conversación.
—Y yo también —añadió Jean, que se aclaró la garganta—. Puesto que su poder está menguando, creo que le vendría muy bien que un nuevo incidente aflorase por alguna parte del Mar de Bronce, ¿no es así?
—Lo ha expuesto muy bien —dijo Stragos—. Hace siete años, los piratas de las Islas del Viento Fantasma se rebelaron y dieron al pueblo de Tal Verrar un motivo para sentirse orgulloso de la armada que se encuentra a mis órdenes. Sería muy conveniente que alguien les convenciera de que volvieran a rebelarse… para volver a ser aplastados una vez más.
—Enviarnos por mar para que busquemos la excusa que necesita, creo que eso fue lo que nos dijo —comentó Locke—. Enviarnos por mar. ¿Acaso el cerebro le está oprimiendo el cráneo? ¿Cómo cojones puede esperar que ambos podamos lograr que una maldita armada pirata se levante en armas, y eso en un sitio en el que jamás hemos estado, y convencer a todos sus miembros de que se dejen matar alegremente por la misma armada que, la última vez, los tendió encima de la mesa y se los folló por el culo?
—Ustedes, con un simple plan, convencieron a varios nobles de Camorr para que perdieran una fortuna —dijo Stragos sin inmutarse—. Y aunque les gustaba mucho su dinero, ustedes se lo quitaron como si fuera fruta madura caída de un árbol. Fueron más listos que un mago mercenario. Se burlaron de Capa Barsavi en sus narices. Se libraron de la trampa que acabó con Capa Barsavi y toda su corte.
—Sólo algunos de nosotros —susurró Locke—. Sólo nos libramos unos pocos, capullo.
—Más que agentes, necesito agitadores. Ustedes dos cayeron en mis manos en el momento preciso. Su tarea, su misión, será desatar el infierno en el Mar de Bronce. Quiero barcos saqueados desde aquí hasta Nicora. Quiero al Priori aporreando en mi puerta, implorándome que acepte más dinero, más barcos, más responsabilidades. Quiero que el comercio al sur de Tal Verrar recoja velas y vuelva a puerto. Quiero que las compañías de seguros se caguen en los calzones. Ya sé que no podré conseguir todo eso, pero, por los dioses, me vendrá bien todo lo que consigan para mí. Creen para mí un pirata que meta más miedo que nadie en el transcurso de estos últimos años.
—Usted está chiflado —dijo Jean.
—Podemos robar a los nobles. Podemos robar con escalo. Podemos bajar por las chimeneas, abrir cerraduras, robar carruajes, romper cajas fuertes y hacer unos trucos buenísimos con las cartas —dijo Locke—. También podría cortarle a usted las pelotas si las tuviera y ponerle en su lugar unas de mármol, y sólo lo notaría a la semana siguiente. Pero lamento decirle que los únicos criminales con los que jamás tratamos, jamás, ¡fueron los malditos piratas!
—Siempre nos sentimos un poquitín perplejos a la hora de preparar los detalles de cómo podríamos intimar con ellos —añadió Jean.
—En esto, como en otras muchas cosas, voy por delante de ustedes —dijo Stragos—. No tendrán que molestarse por descubrir el modo de intimar con los piratas del Viento Fantasma, porque ustedes mismos se convertirán en unos piratas completamente respetables. De hecho, en el capitán y en el primer oficial de una corbeta pirata.
—Lo de chiflado es poco —dijo Locke, que, muy enfadado, se había puesto a pensar—. Navegar en la barca de la locura es un estado de suspensión del hecho racional al que nunca podrá aspirar. La gente que vive en cuchitriles y que se bebe sus propios meados evitará su compañía. Es usted un lunático desenfrenado.
—No esperaba escuchar eso de un hombre que busca ansiosamente un antídoto.
—Pues la elección que nos ofrece es magnífica… ¡morir por un veneno lento o morir por la tontería de un loco!
—Vamos —dijo Stragos—, no esperaba escuchar eso de un hombre con su proverbial habilidad para librarse de situaciones complicadas.
—Estoy comenzando a aburrirme —dijo Locke— por tantas alabanzas a nuestras anteriores aventuras que sólo sirven de excusa para obligarnos a participar en otras que aún serán más arriesgadas. Mire, si quiere ofrecernos un trabajo, denos uno en el que tengamos experiencia. ¿Le resulta muy complicado? Lo único que le estamos diciendo es que no tenemos ni puñetera idea del viento, de la climatología, de los barcos, de los piratas, del Mar de Bronce, de las Islas del Viento Fantasma, de velas, sogas, eh…, de la climatología, de los barcos…
—Nuestra única experiencia con los barcos —dijo Jean— se reduce a subir a uno, marearnos y abandonarlo.
—Ya había pensado en eso —dijo Stragos—. Antes que cualquier otra cosa, el capitán que mande una tripulación de criminales necesitará carisma. Dotes de mando. Saber qué decisión tomar. Gobernar a los canallas. Creo que usted, Lamora, puede hacer todo eso… aunque fingiendo, si es necesario. En ciertos aspectos, eso le convierte en la mejor elección. Puede fingir confianza cuando un hombre sincero podría sentirse dominado por el pánico. Y su amigo Jean reforzará su autoridad: ser un buen luchador es algo que se respeta mucho en un barco.
—Claro, genial —dijo Locke—. Me encanta, y creo que también a Jean. Eso sólo nos deja las demás cosas a las que me refería…
—En cuanto a las artes náuticas, le proporcionaré un magnífico maestro de las velas. Un hombre que puede enseñarles lo esencial y tomar por ustedes las decisiones correctas cuando estén en la mar, pero siempre dando a entender que provienen de usted. ¿No lo comprende? Lo único que le pido es que haga su papel… y él pondrá todo el conocimiento que conseguirá hacerlo verosímil.
—Dulce Venaportha —dijo Locke—, ¿realmente quiere que nos embarquemos, y, de verdad, desea que tengamos éxito?
—Absolutamente —respondió Stragos.
—Y ahora el asunto del veneno —dijo Jean—. ¿Nos entregará la cantidad suficiente de antídoto para navegar a nuestro antojo por el Mar de Bronce?
—No mucha. Tendrán que regresar a Tal Verrar cada dos meses. Mi alquimista me ha dicho que sólo puede mantener inactivo el veneno entre sesenta y dos y sesenta y cinco días.
—Hágame el puñetero favor de escuchar lo que voy a decirle —dijo Locke—. No debe de parecerle un grave problema que seamos unos marineros despistados que juegan a parecer unos piratas muy duros mientras confían en otro hombre que les hace parecer competentes. Ni que vayamos a arriesgarnos en ese mar a lo que los dioses quieran, después de dejar a un lado los planes que habíamos preparado para Requin. Y ahora, ¿quiere que cada dos meses vengamos para meternos debajo de las faldas de mamá?
—Hasta las Islas del Viento Fantasma hay dos semanas de viaje, lo mismo que desde allí hasta acá. Dispondrán del tiempo suficiente en cada viaje para hacer todo lo necesario, aunque el trabajo les lleve varios meses. Y, en lo concerniente a cómo cumplen con las actividades de su agenda, les diré que no me incumbe, pues sólo les atañe a ustedes. Seguro que comprenden que las cosas sólo pueden hacerse de esta manera.
—Pues no —Locke se rió—. Francamente, no lo comprendo.
—Quiero informes de sus progresos. Puedo tener que darles nuevas órdenes e informaciones. Ustedes pueden tener nuevas peticiones o sugerencias que ofrecerme. Parece algo muy sensato el mantener un contacto regular.
—¿Y si tenemos la mala suerte de pasar por uno de esos sitios…? Diablos, Jean, no sé cómo se llaman… esos sitios por los que no corre el viento.
—Zonas en calma —dijo Jean.
—Eso es —dijo Locke—. Incluso nosotros dos sabemos que el viento y las velas no proporcionan una velocidad constante, así que hay que navegar con la que ordenen los dioses. Quizá el día sexagésimo tercero podríamos quedarnos varados en medio del océano, a cincuenta millas de Tal Verrar, y morirnos por culpa de una tontería.
—Es remotamente posible, pero poco probable. Soy plenamente consciente de que la tarea que les estoy asignando conlleva gran parte de riesgo, pero la posibilidad de regresar triunfalmente me obliga a jugar con ventaja. Y ahora… dejemos de hablar de esto hasta que llegue el momento. Voy a mostrarles el motivo de haberles traído hasta aquí.
Un reflejo dorado se insinuó en el agua negra que se encontraba delante de la proa, seguido por unas tenues líneas del mismo color que parecían ondear en el aire. A medida que se fueron acercando, Locke divisó una forma oscura de gran tamaño que, de una orilla a otra, cubría por completo aquel río artificial… algún tipo de edificio… Las líneas doradas debían de ser hendiduras de las cortinas que llegaban hasta el agua. El bote llegó hasta la barrera que formaban y entró por ella sin dificultad; cuando Locke apartó de su rostro las pesadas y húmedas cortinas, y éstas cayeron a un lado, el bote entró en la claridad propia de un día soleado.
Dentro había un jardín, vallado y con tejado, de unos quince metros de altura, el cual estaba lleno de sauces, álamos negros, olivos, cidros y espinos ámbar. Sus troncos, negros, pardos y grises formaban apretadas filas; sus ramas, retorcidas como las viñas, llegaban hasta muy alto, formando grandes constelaciones de hojas brillantes que se entretejían como si fueran un segundo tejado.
En lo que respecta al tejado de verdad, éste chispeaba con tonos azul cielo y daba tanta luz como un día soleado, aunque unos penachos de nubes blancas se movieran entre las ramas. Cuando Locke echó un vistazo a su alrededor para luego quedarse mirando hacia delante, el sol brilló con gran intensidad desde su derecha, y emitió unos rayos de luz dorada entre las hojas que se recortaban contra él… aunque en el exterior aún siguiera siendo medianoche.
—Esto es alquimia o brujería, o ambas cosas —dijo Jean.
—Un poco de alquimia —dijo Stragos con voz tranquila y llena de entusiasmo—. El techo es de cristal, las nubes de humo, el sol es un receptáculo lleno de aceites alquímicos que arden y está provisto de espejos.
—¿Lo suficientemente brillante para mantener vivo este bosque bajo techado? Diantre —comentó Locke.
—Y aún puede brillar más, Lamora —dijo el Arconte—; pero, si mira más de cerca, comprobará que nada de lo que se encuentra debajo del techo, excepto nosotros, está vivo.
Mientras Locke y Jean, un tanto incrédulos, echaban una mirada en redondo, Stragos llevó el bote a una de las riberas del río. El curso de agua se estrechaba hasta una anchura de tres metros para dejar espacio a los árboles, las viñas y los arbustos que crecían a cada lado. Stragos se acercó a un tronco y detuvo el bote, señalando hacia arriba mientras decía:
—Un jardín mecánico para mi río mecánico. Aquí dentro no hay ninguna planta de verdad. Todo es de madera, yeso, cable y seda; pintura, colorante y alquimia. Todo proyectado por mí; los artífices y sus ayudantes tardaron seis años en terminarlo. Es mi pequeño jardín mecánico.
Sin llegar a creérselo del todo, Locke supo que el Arconte decía la verdad. Descontando el movimiento de las nubes de humo blanco que estaban bastante lejos por encima de sus cabezas, el lugar poseía una calma innatural, casi siniestra. Y el aire del jardín cerrado era inerte, pues en vez de rebosar con una explosión de aromas arbóreos, sólo olía a agua estancada y a cortinas, mezclado todo ello con un penetrante olor a flores, a suciedad y a decaimiento.
—Lamora, ¿aún le sigo pareciendo un hombre que se ventosea dentro de una habitación cerrada? En este lugar yo sí que mando sobre los vientos…
Stragos levantó la mano derecha por encima de su cabeza y el sonido que hacen las hojas al rozarse unas contra otras inundó el jardín artificial. Una corriente de aire agitó el cuero cabelludo de Locke y luego, rápidamente, fue creciendo en intensidad hasta convertirse en una brisa constante. Las hojas y ramas que los rodeaban comenzaron a agitarse.
—¡Y sobre la lluvia! —exclamó Stragos. Su voz resonó sobre la superficie del agua y se perdió en las profundidades de aquel bosque que acababa de cobrar vida de una manera tan súbita. Poco después, una bruma cálida y apenas densa comenzó a descender, una confusión húmeda que enroscó sus curvas formas espectrales en aquella frondosidad ficticia y alrededor del bote. Las gotas comenzaron a caer con suave repiqueteo, llenando de ondulaciones la superficie del río mecánico. Locke y Jean se arrebujaron bajo sus casacas, causando la hilaridad de Stragos.
—Aún puedo hacer más —dijo Stragos—, ¡quizá incluso que llegue una tormenta!
Un viento racheado lanzó la lluvia y la bruma contra ellos; el riachuelo se revolvió cuando una corriente que se movía en sentido contrario surgió de algún lugar situado más adelante. Unas pequeñas burbujas blancas surgieron repentinamente bajo el bote, como si el agua comenzara a hervir; Stragos se agarró al tronco con ambas manos y el bote comenzó a oscilar como si fuera a volcarse. Las gotas de lluvia aumentaron de tamaño y cayeron con más fuerza. Locke se tenía que cubrir con una mano a modo de visera para poder ver. Por encima de ellos, las nubes se compactaron y se hicieron más oscuras, opacando el sol artificial. El bosque había cobrado vida y agitaba sus ramas y hojas en el aire lleno de bruma, como si todo aquel verdor luchara contra fantasmas invisibles.
—Pero no muy grande —añadió Stragos, y entonces la lluvia desapareció. Poco a poco, la agitación que dominaba el bosque fue mudándose en el tranquilo temblor de sus ramas y después en una calma completa; la nueva corriente que había aparecido poco antes se desvaneció, de suerte que pocos minutos después el jardín mecánico volvía a estar tranquilo. Unas briznas de bruma giraban alrededor de los árboles, el sol volvía a despuntar por encima de las «nubes», nuevamente con su tamaño habitual, y todo el recinto se hallaba dominado por el sonido, en absoluto desagradable, del agua que caía al suelo procedente de mil ramas, frondas y troncos.
Locke se estremeció y apartó de sus ojos sus cabellos empapados.
—Es… es condenadamente singular, Arconte. Eso sí se lo concedo. Jamás me hubiera imaginado nada igual.
—Un jardín dentro de una botella con un clima igualmente embotellado —comentó Jean, un tanto divertido.
—¿Por qué? —Locke expresó el parecer de ambos.
—Para que sea un recordatorio —Stragos se soltó del tronco para que el bote volviera lentamente a la corriente— de lo que las manos y las mentes de los seres humanos pueden conseguir. De lo que esta ciudad, única en el mundo, es capaz de hacer. Creo haberles dicho que mi Mon Magisteria es un almacén de cosas artificiales. Piensen que son los frutos de un orden… un orden que debo mantener y proteger.
—¿Y qué diablos tiene que ver el salvaguardar el orden con el hecho de que el comercio marítimo de Tal Verrar sea seguro?
—Un sacrificio a corto plazo para conseguir una ganancia a largo plazo. Lamora, hay algo latente en esta ciudad que acabará por brotar. Algo que producirá una exquisita floración. ¿Se imagina las maravillas que el Trono de Therin hubiera podido conseguir durante siglos de paz si no se hubiera roto en esos mil pedazos que son todas nuestras ciudades-estado, siempre en lucha unas contra otras? Finalmente, algo se prepara para nacer de tanto infortunio, y nacerá aquí. Los alquimistas y artífices de Tal Verrar no tienen parangón, y los estudiosos de la Universidad de Therin se encuentran a pocos días de este lugar… ¡tiene que ser aquí!
—Maxilan, querido —Locke enarcó una ceja y sonrió—, sabía a donde quería llevarnos, pero no tenía ni idea del ardor que le embargaba. Vamos, ¡tómeme ahora mismo! A Jean no le importará; apartará la mirada como un caballero.
—Ríase de mí todo lo que quiera, Lamora, pero escuche lo que voy a decirle. Escuche y comprenda, maldición. Lo que acaban de presenciar —dijo Stragos— ha precisado del trabajo de sesenta hombres y mujeres. Observadores que atiendan a mis señales. Alquimistas que cuiden los botes de humo y otras personas apartadas de la vista para manipular los fuelles y ventiladores que generan el viento. Varias docenas más para tirar simplemente de unos resortes… las ramas de los árboles artificiales están atadas a unos hilos metálicos como si fueran marionetas, para poder agitarlas del modo más convincente. Un pequeño ejército de obreros cualificados sólo para producir el espectáculo de cinco minutos que únicamente pueden ver las tres personas que están en un bote. Y eso ni siquiera hubiera sido posible con los conocimientos y los artífices de los siglos anteriores.
»¿Qué otras cosas no seríamos capaces de hacer si dispusiéramos del tiempo suficiente? ¿Y si treinta personas pudieran lograr los mismos resultados? ¿Y si sólo fueran diez? ¿O una? ¿Y si dispusiéramos de mejores aparatos para producir un viento más fuerte, más lluvia, una corriente mayor? ¿Y si nuestros mecanismos de control fueran tan sutiles y poderosos que todo esto dejara de ser un espectáculo? ¿Y si pudiéramos emplearlos para cambiarlo todo, controlarlo todo, incluso a nosotros mismos? Nuestros cuerpos… nuestras almas… Vivimos agazapados entre las ruinas del mundo de los Antiguos y bajo la sombra de los Magos de Karthain. Pero la gente corriente puede igualar sus poderes. Con varios siglos por delante y la aquiescencia de los dioses, la gente corriente podría eclipsar esos poderes.
—¿Y todas esas nociones tan grandiosas necesitan que nosotros dos nos echemos al mar y nos hagamos pasar por piratas sólo para complacerle? —preguntó Locke.
—Tal Verrar no podrá seguir siendo fuerte mientras se halle comprometida por quienes la despojan de su oro como si ordeñaran una vaca, gente que saldrá huyendo ante el menor signo de peligro. Necesito más poder, y para ello, con la ayuda y la voluntad de quienes me apoyan, debo apoderarme de mis enemigos o de sus bienes —Stragos rió entre dientes y extendió las manos hacia ambos lados—. Ustedes son ladrones. Les estoy ofreciendo la posibilidad de cambiar la historia.
—Lo que no es gran cosa —dijo Locke— si lo comparamos con tener dinero en una cuenta y un techo encima de la cabeza.
—Ustedes odian a los Magos de Karthain —dijo Stragos sin poner énfasis en las palabras.
—Creo que sí —dijo Locke.
—El último emperador del Trono de Therin intentó servirse de la magia para luchar contra ellos: brujería contra brujería. Murió precisamente por eso. Karthain jamás será conquistada por las artes que ellos dominan; se han asegurado de que ninguna potencia de nuestro mundo disponga del suficiente número de hechiceros, o de los hechiceros lo suficientemente poderosos, para luchar contra ellos. Tendremos que atacarles con esto —dejó el remo y extendió las manos—: Máquinas. Artificios. Alquimia e ingeniería; los frutos de la mente.
—Y todo esto —dijo Locke—, todo este plan completamente ridículo… una Tal Verrar mucho más poderosa que domine este rincón del mundo… ¿sólo es para atacar a Karthain? No puedo decir que la idea me parezca del todo desagradable, pero ¿por qué? ¿Qué le hicieron para que haya concebido este plan?
—¿Conocen ustedes el antiguo arte del ilusionismo? —preguntó Stragos—. ¿Leyeron algo acerca del mismo en los antiguos libros de historia?
—Un poco —contestó Locke—, pero no mucho.
—Hace mucho tiempo, el arte de crear ilusiones (la magia imaginaria, que sólo consiste en hacer trucos, no la basada en la brujería) estaba muy extendido, era muy popular y bastante lucrativo. La gente pagaba por ver cómo se practicaba en cualquier esquina; los nobles del Trono de Therin pagaban por ver cómo la practicaban en sus cortes. Pero esa cultura se ha perdido. Ese arte ya no existe, excepto degradado en las trampas que hacen los jugadores de cartas. Los magos mercenarios merodean como lobos por nuestras ciudades-estado, dispuestos a aplastar el menor atisbo de competencia. Ninguna persona responsable puede decir en público que es capaz de hacer magia. El miedo acabó con esa tradición hace ya varios siglos.
»Los magos mercenarios distorsionan nuestro mundo con su mera presencia. Nos gobiernan de muchas maneras que nada tienen que ver con la política; el hecho de que, al contratarlos, estén a nuestro servicio no tiene ninguna relevancia. Esa pequeña cofradía vigila todo lo que planeamos, todo lo que soñamos. El miedo a los magos envenena a nuestra gente hasta la misma médula de todo lo que ambicionan. Les impide imaginar un destino de mayor envergadura… les impide albergar la esperanza de volver a forjar el imperio que una vez tuvieron. Sé que ustedes piensan que lo que les he hecho es imperdonable. Pero, créanlo o no, les admiro por plantar cara a los magos de Karthain. Ellos les entregaron a mí a modo de castigo. Pero ahora les pido que me ayuden, a mí, a vencerlos.
—Es un resumen grandioso —dijo Jean—. Da la impresión de que el hecho de estar a sus órdenes, aun a regañadientes, supone para nosotros un privilegio increíble.
—No necesito ningún pretexto para odiar a los magos mercenarios —dijo Locke—. Ni para odiarlos ni para luchar contra ellos. Ya me he burlado de ellos en su propia cara, más o menos. Lo mismo que Jean. Pero usted debe de sufrir algún tipo de locura si cree que van a consentirle que reúna en sus manos el poder suficiente para atacarlos.
—No espero vivir para verlo —dijo Stragos—. Sólo espero plantar la semilla. Eche una mirada al mundo que le rodea, Lamora. Examine las pistas que nos han dado. La alquimia es reverenciada en todas las partes del mundo, ¿no es así? Ilumina nuestras habitaciones, cura nuestras heridas, conserva nuestros alimentos… potencia nuestra sidra —al decir esto, dedicó a Locke y a Jean una mueca de satisfacción—. Aunque la alquimia es una forma degradada de magia, los magos mercenarios jamás han intentado ponerle cortapisas o controlarla.
—Porque no les importa una mierda —apuntó Locke.
—Error —dijo Stragos—. Porque es necesaria para muchas cosas. Sería como querer negarnos el derecho al agua o al fuego. Y eso nos llevaría muy lejos. Sin importarnos los costes ni la carnicería en vidas humanas, nos llevaría a luchar contra ellos para salvaguardar nuestra propia existencia. Y ellos lo saben. Su poder tiene límites. Y algún día nosotros los sobrepasaremos si tenemos la oportunidad de hacerlo.
—Es una historia magnífica para leer en la cama antes de irse a dormir —comentó Locke—. Si escribe un libro sobre ese asunto, diez copias correrán a mi cargo. Pero en este momento usted interfiere con nuestras vidas. Nos está apartando de algo por lo que hemos trabajado larga y duramente para conseguirlo.
—Estoy dispuesto a mejorar mis anteriores condiciones —dijo Stragos— y a ofrecerles una recompensa en dinero por el feliz desenlace de su trabajo.
—¿De cuánto estamos hablando? —preguntaron Locke y Jean al mismo tiempo.
—No puedo decírselo —contestó Stragos—, la recompensa será proporcional al éxito conseguido. Yo les haré tan felices como ustedes me hagan feliz a mí. ¿Lo comprenden?
Locke miró a Stragos durante unos segundos, mientras se rascaba la nariz. Stragos acababa de emplear un truco para que confiaran en él: apelar primero a ideales elevados y después a la codicia. Era una manera clásica de fastidiar al interlocutor. No había nada que obligara a Stragos a cumplir su promesa, ni éste tampoco tenía nada que perder al hacerla, del mismo modo que nada le obligaba a dejar a Locke y a Jean con vida cuando hubieran terminado aquel trabajo. Se aseguró de que Jean le miraba cuando se dio cinco golpecitos seguidos en la barbilla, lo que quería decir:
Está mintiendo.
Jean suspiró y tamborileó varias veces seguida con los dedos en la borda que se encontraba a su lado. Lo mismo que Locke, había evitado cualquier otra señal que fuera más complicada, dado que ambos tenían a Stragos a menos de dos metros. Su respuesta fue igual de escueta:
Estoy de acuerdo.
—Son buenas noticias —dijo Locke, imprimiendo a su voz una nota de optimismo, pero con reservas. Saber que Jean pensaba lo mismo que él aumentó su confianza a la hora de poner cara de falso—. Un buen montón de solari de oro sería un buen comienzo para mitigar el mal sabor de boca ocasionado por las circunstancias de nuestro contrato.
—Muy bien. Sólo quiero que esta misión se beneficie de un poco más de entusiasmo por su parte.
—Para ser sinceros, esta misión necesita toda la ayuda que usted pueda proporcionarnos.
—Dejemos el asunto por el momento, Lamora. Y miren lo que hay por ahí detrás… estamos llegando al otro extremo de mi pequeña cañada.
El bote se deslizaba hacia otra barrera de cortinas; según la estimación de Locke, aquel jardín artificial tenía unos ochenta metros de longitud.
—Despídanse del sol —dijo el Arconte, y entonces atravesaron las cortinas para entrar nuevamente en el bochorno negro y plata de la noche, surcado por el titilar de los escarabajos-linterna y dominado por el genuino perfume del bosque. Un perro guardián ladró cerca de ellos, luego gruñó y se calló en respuesta a la orden que recibió enseguida. Locke se frotó los ojos mientras volvían a acostumbrarse a la oscuridad reinante.
—Esta misma semana comenzarán a prepararse —comentó Stragos.
—¿Qué quiere decir con eso de prepararse? Hay un montón de preguntas que aún no ha respondido —dijo Locke—. ¿Dónde está nuestro barco? ¿Y su tripulación? ¿Cómo daremos a conocer nuestra condición de piratas? Hay mil detalles endiabladamente molestos que…
—Todo a su debido tiempo —dijo Stragos. A partir del momento en que Locke había dejado de poner reparos a su plan, su voz poseía un tono de satisfacción inconfundible—. Me han contado que ustedes dos suelen comer en el Claustro Dorado. Tómense unos cuantos días para acostumbrarse a levantarse con el sol. El Día del Trono vayan a comer al Claustro. Esperen allí a Merrain. Ella les conducirá a su destino con la discreción que acostumbra, y allí comenzará su aprendizaje. Como les llevará la mayor parte del tiempo, no hagan planes.
—Diantre —dijo Jean—, ¿por qué no nos deja acabar antes con el asunto de Requin? Sólo nos llevará unas semanas. Luego podremos hacer lo que quiera, ya sin tener que distraernos por lo que quedó atrás.
—Ya había pensado en eso —dijo Stragos—, pero no. Pospónganlo. Quiero que tengan algún proyecto en el que pensar después de haber terminado la misión. Y no puedo esperar más semanas. Necesito que estén en medio del mar dentro de un mes. Seis semanas a lo sumo.
—¿Sólo un mes para convertir a unos agradables marineros de agua dulce en unos piratas cojonudos? —comentó Jean—. Por los dioses.
—Será un mes muy atareado —dijo Stragos.
Locke rezongó.
—¿Están preparados para la tarea? ¿O simplemente tendré que negarles el antídoto y meterles en una celda para ver cómo les hace efecto el veneno?
—Lo único que tiene que preocuparle es que ese puñetero antídoto esté listo para nosotros cada vez que tengamos que volver —dijo Locke—. Y sopese seriamente todo el dinero que tendrá que darnos para que nos sintamos muy contentos después de haber terminado con este asunto. Y como me parece que usted es de los que tienden a tirar por lo bajo, tire por lo alto.
—Una recompensa proporcional a los resultados, Lamora. Eso y sus vidas. Cuando la bandera roja vuelva a ondear por las aguas de mi ciudad y el Priori me implore que la salve, podrá volver a pensar en la recompensa. Entonces, y no antes. ¿Comprendido?
Está mintiendo, volvió a decirle por señas a Jean, sabiendo que, aunque fuera innecesario, Jean apreciaría el detalle.
—Pues que sea como dice, qué remedio. Si los dioses nos lo permiten, meteremos un palo en cada uno de los avisperos que hay desde aquí hasta las Islas del Viento Fantasma y lo agitaremos con fuerza. A fin de cuentas, no tenemos otra opción.
—Que así sea —dijo Stragos.
—Locke —comenzó a decir Jean como si nadie más estuviera presente—, me imagino que tiene que haber ladrones que viven aventuras corrientes, en absoluto complicadas. Uno de estos días deberíamos buscar a alguno de ellos y preguntarle cuál es su secreto.
—Lo más probable es que te diga que mantenerse lo más lejos posible de capullos como éste —replicó Locke, señalando al Arconte.
Cuando el pequeño bote dio una vuelta completa al río artificial, una escuadra de Ojos ya les estaba esperando al lado de la caseta.
Después de que uno de sus soldados cogiera el remo que tenía entre las manos, Stragos sacó dos pequeños viales de vidrio de sus bolsillos y los entregó a los dos bandidos camorríes.
—He aquí —dijo— el primer aplazamiento de su ejecución. El veneno ya se ha abierto camino dentro de sus cuerpos. No quiero tener que preocuparme en las próximas semanas.
Locke y Jean obedecieron y se tomaron el contenido de los viales, dando arcadas mientras lo hacían.
—Sabe a tiza —dijo Locke mientras se limpiaba la boca con una mano.
—Si, al menos, fuese igual de barato… —dijo el Arconte—. Y ahora devuélvanme los viales, los tapones también.
Locke sonrió mientras decía:
—Ya me parecía que no se olvidaría de ese pequeño detalle.
Mientras llevaban a los dos ladrones de regreso a la Mon Magisteria, Stragos volvió a atar el bote a un pilote.
Se puso de pie, se desperezó, volvió a escuchar aquellos crujidos familiares y sintió dolor en caderas, rodillas y muñecas. Maldito reuma… Para ser sinceros, había sobrepasado los límites de su edad, aunque fuera capaz de adelantar corriendo a la mayoría de los hombres que se aproximaban a los sesenta años. Pero en lo más profundo de su corazón sabía que jamás podría correr lo suficientemente deprisa. Antes o después, la Señora del Largo Silencio concertaría un baile con Maxilan Stragos, hubiera o no terminado el trabajo que aún le quedaba por hacer.
Merrain, tan silenciosa e inmóvil como la araña que va de caza, estuvo aguardándole junto a la fachada de la caseta que estaba a oscuras hasta que salió a su encuentro. Fruto de una larga práctica, Stragos ni se inmutó al verla.
—Muchas gracias por salvar a esos dos, Merrain. Estas últimas semanas me ha hecho un servicio inapreciable.
—Tal y como me enseñaron —dijo ella—. Pero, dígame, ¿está realmente seguro de que esos dos cumplen los requisitos de su plan?
—Querida, en esta ciudad se encuentran en una posición muy poco ventajosa —Stragos miró las formas imprecisas de Locke, Jean y la escolta de ambos, que acababan de desaparecer en la espesura del jardín—. Los magos de Karthain nos los sirvieron en bandeja, y desde entonces nos hemos anticipado a sus movimientos. No creo que esos dos estén acostumbrados a que los vigilen. Por lo demás, sé que harán lo que se les pide.
—¿Tanto le han hecho confiar en ellos sus informes?
—No sólo mis informes —dijo Stragos—. Es evidente que Requin no quiso acabar con ellos.
—En efecto.
—Servirán —dijo Stragos—. Sé lo que sienten sus corazones. A medida que pase el tiempo, el resentimiento se irá borrando de ellos para ser reemplazado por la excitación de la novedad. Y cuando comiencen a disfrutar… Creo sinceramente que podrán hacerlo. Si viven. Pues es más que evidente que no tengo más agentes para cumplir su tarea.
—Así pues, ¿ya puedo informar a mis jefes de que el plan ha comenzado?
—Sí, supongo que esto nos compromete a todos. Puede informarles —Stragos recorrió con la mirada la silueta sombría de la delgada mujer que estaba a su lado y suspiró—. Dígales que todo comenzará dentro de un mes. Espero, por su seguridad, que estén listos para afrontar las consecuencias.
—Nadie está jamás listo para afrontar las consecuencias —dijo Merrain—. Todo esto supondrá más sangre de la que nadie ha visto jamás en los últimos doscientos años. Lo único que podemos esperar es que, haciendo las cosas de esta manera, los otros se lleven la peor parte. Con su venia, Arconte, me gustaría irme ahora mismo para preparar los informes que debo enviar.
—Claro que sí —dijo Stragos—. Envíeles mis saludos junto con sus informes, así como mis mejores votos para que todos sigamos prosperando… juntos.