La Guerra Divertida
A seis días de viaje hacia el norte, siguiendo la calzada costera que sale de Tal Verrar, se encuentra la quasiciudad de Salón Corbeau, asentada en el interior de una grieta inusualmente verde de las rocas negras que dan al mar. Más que una propiedad privada, pero menos que una ciudad funcional, la quasiciudad se apega a su peculiar estilo de vida bajo la sombra amenazante del monte Azar.
Por el tiempo del Trono de Therin, dicho monte volvió a la vida con una explosión, enterrando vivas a tres ciudades y a diez mil almas en cuestión de minutos. Pero en época actual parece contentarse con retumbar y meditar, enviando al mar penachos retorcidos de humo tan negros como el carbón y haciendo que las escuadrillas de cuervos vuelen sin orden ni concierto entre el humo del viejo volcán dormido. Sus laderas dan principio a las cálidas y polvorientas llanuras llamadas la Adra Morcala, habitadas por pocos y no queridas por nadie. Se extienden como un mar seco y agrietado hasta las regiones meridionales de Balinel, que se encuentran más hacia el oeste, y hasta el desolado cantón del Reino de los Siete Compañeros.
Locke Lamora viajó hasta Salón Corbeau el noveno día de Aurim, en el septuagésimo octavo año de Yara, durante el suave invierno de las tierras del oeste. Había transcurrido ya más de un año, por otra parte fructífero, desde que él y Jean pisaran Tal Verrar, y en la caja fuerte acorazada de la parte trasera del carruaje que Locke había alquilado bailoteaban mil solari de oro, ganados (mejor robados) al billar a cierto aristócrata, Landreval de Espara, que era inusualmente sensible a los limones.
El pequeño puerto que proveía a la quasiciudad estaba lleno a rebosar de embarcaciones pequeñas: yates, barcazas de recreo y galeras de cabotaje con velas cuadradas de seda. Muy a lo lejos, en mar abierto, un galeón y una corbeta que habían echado el ancla exhibían juntos el banderín de Lashain bajo las enseñas y colores de una familia que Locke desconocía. La brisa era suave y el sol pálido, más plata que oro por el efecto de las caliginosas exhalaciones de la montaña.
—Bienvenido a Salón Corbeau —dijo un lacayo ataviado con una librea negra y verde-oliva que se cubría con un sombrero alto de fieltro negro y tupido—. ¿Cuál es su título y cómo desea que lo anunciemos?
Cuando una mujer con librea colocó un escabel de madera bajo la puerta ya abierta del carruaje de Locke, éste salió de él y se llevó ambas manos a la parte más estrecha de su espalda, para desperezarse muy aliviado antes de pisar el polvoriento suelo. Más abajo de sus cabellos negros engominados y de sus anteojos con armadura negra llevaba un lacio bigote negro; su gruesa casaca negra, ajustada en hombros y pecho, ondeaba desde la cintura a las rodillas y su parte inferior revoloteaba tras él como si fuera el extremo de una capa. Renunciando a llevar calzas y zapatos refinados, se había puesto unos pantalones grises y los había metido en unas botas de campaña que le llegaban hasta las rodillas, de un negro mate por culpa de la fina capa de polvo del camino que las cubría.
—Soy Mordavi Fehrwight, comerciante de Emberlain —dijo—, y dudo que necesite que me anuncien, pues no poseo ningún título importante.
—Muy bien, maese Fehrwight —dijo el lacayo con voz átona—. La noble dama Saljesca aprecia su visita a Salón Corbeau y desea ardientemente que la buena fortuna le acompañe en sus asuntos.
Aprecia su visita, se dijo Locke, tomando buena nota, en lugar de «tiene el placer de recibirle en audiencia». La condesa Vira Saljesca de Lashain era la gobernante absoluta de Salón Corbeau; la quasiciudad se levantaba en uno de sus dominios. A igual distancia de Balinel, de Tal Verrar y de Lashain, fuera del radio de acción de cada uno de aquellos estados, lo cual resultaba muy conveniente, Salón Corbeau era, más o menos, un estado autónomo en el que se daba cita toda la riqueza de la costa del Mar de Bronce.
Además de la constante llegada de carruajes por las calzadas de la costa y de embarcaciones de placer por el mar, Salón Corbeau atraía otro tipo de tráfico no menos notable, en el que Locke, a su manera tan melancólica, había estado meditando durante aquel viaje.
Varios grupos de campesinos harapientos, de pobres de ciudad y de desarrapados del campo, recorrían afanosamente las polvorientas calzadas que llevaban al dominio de la noble Saljesca. Llegaban en oleadas intermitentes, pero incesantes, bajando desde las oscuras alturas de la montaña hasta aquella extraña ciudad privada.
Y aunque Locke creía saber el motivo exacto de su llegada, los primeros días que pasó en Salón Corbeau le demostraron que se confundía de un modo lamentable.
En un principio, Locke supuso que tendría que efectuar un viaje por mar a Lashain o a Issara para encajar las piezas finales del rompecabezas en que se había convertido el juego de la Aguja del Pecado, pero las conversaciones mantenidas con unos cuantos verraríes muy acaudalados le convencieron de que Salón Corbeau era exactamente lo que necesitaba.
Imaginaos un valle al lado del mar, excavado en una piedra tan negra como la noche, quizá de trescientos metros de largo y cien de ancho, con un pequeño puerto en su parte oeste y una playa de fina arena negra en forma de media luna. En el extremo de la parte este, una corriente subterránea brota de unas rocas hendidas, precipitándose por unas piedras dispuestas en forma de peldaños. La parte que se encuentra más arriba de la cascada se halla dominada por la residencia de la condesa Saljesca, una mansión señorial de piedra que se levanta sobre dos lienzos de murallas almenadas… una pequeña fortaleza.
Las paredes que acotan el interior de Salón Corbeau alcanzan una altura de veinte metros y se hallan ocupadas en toda su longitud por jardines colgantes. Allí crecen tupidos helechos y florecen viñas que se entrelazan, orquídeas, frutales y olivos que crean en medio de la negrura dominante una salutífera cortina de verdes y marrones, la cual se halla surcada por los pequeños meandros de agua que mantienen siempre húmedo el paraíso artificial de Saljesca.
En el mismísimo centro del valle se encuentra un estadio de forma circular, cuyos jardines, situados alrededor de su estructura de piedra, lindan con varias docenas de edificios achaparrados construidos con piedra pulimentada y maderas laqueadas. Como si estuviera subida en unos zancos, aquella ciudad en miniatura, provista de plataformas y terrazas, posee en cada uno de sus niveles varias avenidas y escaleras que definen sus contornos.
Locke subió por aquellas escaleras la tarde del día en que llegó, buscando sin prisa la pieza que le faltaba para completar el rompecabezas… Había pensado quedarse varios días, incluso varias semanas. Salón Corbeau, al igual que las casas de azar de Tal Verrar, albergaba muchísima gente ociosa y rica. Locke pasó entre comerciantes verraríes y nobles lashainíes, entre vástagos de los Compañeros occidentales, entre damas de honor de Nesse (mejor hubiera sido decir damas sobrecargadas, pues llevaban más ropajes bordados en oro de los que Locke jamás hubiera pensado que podían llevar encima) y las familias de hacendados a las que servían. Estaba seguro de haberse cruzado por aquí y por allá con camorríes de piel olivácea y maneras altivas, aunque, afortunadamente para él, ninguno era lo suficientemente importante para poder reconocerle.
¡Demasiados guardaespaldas y demasiadas espaldas que guardar! Cuerpos y rostros caros; gente que podía permitirse alquimia y medicina para curar sus achaques. Nada de úlceras supurantes ni de tumores faciales que deforman el rostro, nada de dientes mellados que asoman por fuera de encías sangrantes, nada de rostros sajados hasta quedar demacrados. Aunque la gente de la Aguja del Pecado fuera, posiblemente, más selecta, la de aquel lugar era más refinada, incluso más consentida. Varios músicos de alquiler seguían a algunos de ellos, de suerte que incluso cualquier recorrido de treinta o cuarenta metros proporcionaba nuevas distracciones. Los hombres y mujeres ricos que rodeaban a Locke sufrían de hemorragia monetaria al son de la música. Incluso un hombre como Mordavi Fehwight gastaba menos en comer durante un mes que lo que algunos de ellos invertían a diario para que vieran lo que comían.
Su visita a Salón Corbeau se debía a aquella gente; no había ido hasta allí para robarlos, sino para aprovecharse de lo que tenía que ver con su privilegiada existencia. Donde los ricos, como si fueran pájaros de brillante plumaje, ponían el nido, los proveedores de lujos y de servicios no tardaban en aparecer. Salón Corbeau poseía una comunidad permanente de sastres, diseñadores de ropa, fabricantes de instrumentos musicales, dobladores de cristal, alquimistas, restauradores, actores y carpinteros. Ciertamente una comunidad pequeña, pero con la mayor reputación, preparada para el mecenazgo de los aristócratas y con unos precios acordes con el mismo.
Prácticamente en el centro de la galería sur de Salón Corbeau, Locke encontró la tienda por la que había hecho aquel viaje: un edificio bastante amplio de dos pisos, sin ventanas en su fachada principal. El rótulo de madera dispuesto encima de su única puerta decía así:
M. BAUMONDAIN E HIJAS
MENAJE DOMÉSTICO Y MUEBLES DE CALIDAD.
CITA PREVIA
Sobre la puerta de la tienda había un motivo con forma de pergamino, el escudo de armas de la familia Saljesca (que Locke había observado en los estandartes que ondeaban por doquier, así como en los broches de los cinturones de quienes montaban guardia en Salón Corbeau), lo cual quería decir que la noble Vira aprobaba personalmente el trabajo que hacían en ella. Puesto que Locke desconocía los gustos personales de Saljesca, apenas le importó tanto relumbrón… pero no el hecho de que la reputación de los Baumondain hubiera llegado hasta Tal Verrar.
Lo primero que haría al día siguiente sería enviar una mensajera a aquella tienda, tal y como se exigía, para solicitar una cita en la que encargar las sillas tan peculiares que necesitaba.
A la segunda hora de la tarde del día siguiente comenzó a caer una fina lluvia que apenas refrescaba, una especie de jirón húmedo que permaneció colgado en medio del aire y que más parecía una gasa mojada que agua cayendo del cielo. Unas borrosas columnas de bruma se arremolinaron entre la vegetación y la parte superior del valle, logrando que las calles se quedaran libres, por una vez, de la mayor parte de su tráfico rodado. Locke, que estaba ante la puerta de los Baumondain con el agua cayéndole por la nuca, dio tres golpecitos en ella.
Casi instantáneamente la puerta se abrió hacia dentro y un hombre nervudo de unos cincuenta años que llevaba unas gafas redondas se quedó mirando a Locke. Llevaba una sencilla camisa de algodón de manga corta que dejaba ver los tatuajes gremiales azules y negros, medio descoloridos, de sus huesudos antebrazos, y un largo delantal de cuero con seis bolsillos por lo menos. La mayor parte contenían herramientas; aunque uno de ellos albergase a un gatito gris que asomaba la cabecita por él.
—¿Maese Fehrwight? ¿Mordavi Fehrwight?
—Encantado de que me haya concedido una pizca de su tiempo —comenzó a decir Locke con ligero acento vadraní, lo suficiente para sugerir que llegaba del lejano norte. Por vagancia, acababa de decidir que el tal Fehrwight hablaría en therinés lo mejor que pudiera. Locke adelantó la mano derecha para estrechar la de su interlocutor. En la mano izquierda llevaba un pequeño saco de cuero negro, cerrado con un candado—. Maese Baumondain, supongo.
—El mismo. Pase directamente, señor, y abríguese de la lluvia. ¿Le apetece un café? Permítame que le quite la casaca.
—Con mucho gusto —el vestíbulo de la tienda de los Baumondain era una habitación de techo alto con un artesonado muy confortable que recibía la luz de unas pequeñas lámparas doradas dispuestas en candelabros a lo largo de la pared. Un mostrador de puerta giratoria ocupaba la parte trasera de la habitación, detrás del cual podía ver unos estantes muy altos, llenos con muestras de maderas, tejidos, ceras y jarras de vidrio que contenían aceites. El lugar olía a madera cepillada, un olor que, aunque fuerte, no era desagradable. Delante del mostrador había una pequeña zona para sentarse, ocupada por dos soberbias sillas con cojines de terciopelo negro que descansaban encima de un tapiz.
Locke dejó en el suelo el saquito que llevaba y se volvió para que Baumondain le despojara de la mojada casaca negra; luego recogió el saquito y se sentó en la silla que estaba más cerca de la puerta. El carpintero colgó la casaca de Locke en una percha de latón dispuesta en la pared.
—Un momento, por favor —dijo, y desapareció detrás del mostrador. Desde la posición ventajosa en que se encontraba, Locke alcanzó a ver que una puerta cubierta con una cortina llevaba desde detrás del mostrador a lo que según él debía ser el taller. Baumondain levantó uno de los lados de la cortina y exclamó—: ¡Lauris! ¡El café!
Era evidente que la contestación apagada que, proveniente del taller, llegó hasta él, debió de parecerle satisfactoria, porque acto seguido salió rápidamente de detrás del mostrador y se sentó en la silla que estaba enfrente de Locke, imprimiendo en su rostro curtido una mueca que quería ser una sonrisa de bienvenida. Momentos después, la cortina volvió a abrirse para dar paso a una muchacha pecosa de quince o dieciséis años, de cabellos castaños y tan grácil de constitución como su padre, aunque mucho más musculosa en brazos y hombros. Llevaba por delante de ella una bandeja de madera con jícaras de plata y tazas, y cuando pasó por la puerta del mostrador, Locke vio que la bandeja tenía patas como si fuera una mesa pequeña.
Dispuso el servicio de café entre Locke y su padre, justo al lado de cada uno de ellos, y saludó a Locke con una respetuosa inclinación de cabeza.
—Mi hija mayor, Lauris —dijo maese Baumondain—. Lauris, te presento a maese Fehrwight, de la casa de Bel Sarethon, de Emberlain.
—Encantado —dijo Locke. Como Lauris estaba muy cerca pudo observar que algunas pequeñas virutas de madera habían llegado a sus cabellos.
—A su servicio, maese Fehrwight —dijo Lauris con una nueva reverencia mientras se preparaba para servir el café, y entonces vio al pequeño gatito gris que sacaba la cabeza por uno de los bolsillos del delantal de su padre—. Padre, te has olvidado de Vivaracho. ¿Quieres seguir teniéndolo encima mientras te tomas el café?
—¿Lo tengo? Oh, querida, ya veo que está conmigo —Baumondain bajó las manos y sacó al gatito del bolsillo del delantal. A Locke le extrañó que se quedara como muerto entre sus manos, con las patas y el rabo colgando y la cabecita repantigada. ¿Qué gato que se respete puede seguir durmiendo mientras lo levantan y lo llevan por el aire? Y entonces, cuando Lauris tomó a Vivaracho entre sus manos y le dio la vuelta, supo la respuesta. El gatito tenía los ojos abiertos, unos ojos que eran sorprendentemente blancos.
—Esta criatura ha sido apaciguada —comentó Locke con voz muy baja cuando Lauris regresó al taller.
—Me temo que así es —dijo el carpintero.
—Jamás había visto nada semejante. ¿Qué propósito tiene el apaciguar a un gato?
—Ninguno, maese Fehrwight, ninguno —la sonrisa de Baumondain había desaparecido para ser sustituida por una expresión de cansancio y desagrado—. Es evidente que yo no fui el responsable de tal cosa. Mi hija menor, Parnella, se lo encontró abandonado detrás de Villa Verdante —Baumondain se refería a la enorme posada de lujo donde se hospedaban aquellos visitantes de Salón Corbeau que pertenecían a la nobleza menor y los individuos adinerados que no eran huéspedes privados de la noble Saljesca. Locke se hospedaba en ella.
—Qué cosa tan extraña.
—Le pusimos el nombre de Vivaracho casi por burla, porque apenas lo es. Tenemos que encantusarle para que coma y casi obligarle a que… excrete, ya sabe. Parnella pensó que sería un acto de caridad aplastarle la cabeza, pero Lauris no quiso ni escucharlo, y yo no pude negarme a que se lo quedara. Usted debe pensar que soy un viejo caduco y débil.
—En absoluto —dijo Locke, disintiendo con la cabeza—. El mundo ya es lo suficientemente cruel para que nosotros hagamos que lo sea más; apruebo lo que usted hizo. Lo que quería decir es que me parece muy extraño que alguien haya hecho una cosa semejante.
—Maese Fehrwight —el carpintero se lamió los labios con nerviosismo—. Usted parece una persona muy humana… y comprenderá que nuestra posición nos permite hacer de continuo un negocio muy lucrativo. Mis hijas gozarán de una buena herencia cuando les entregue esta tienda. Pero hay cosas… hay cosas que tienen que ver con Salón Corbeau, cosas que suceden, en las que nosotros, los artesanos, no podemos entrometernos. No debemos. Creo que sabe lo que quiero decir.
—Lo sé —dijo Locke, un tanto deseoso de que aquel hombre recobrara el buen humor. No obstante, tomó mentalmente nota de lo sucedido por si acaso se decidía a investigar acerca de lo que, fuera lo que fuese, preocupaba tanto al carpintero—. Y seguiré su consejo. Y ahora, si me lo permite, no hablemos más de ese asunto, sino de negocios.
—Es muy amable —dijo Baumondain con evidente alivio—. ¿Cómo le gusta el café? Tengo leche y miel.
—Con miel, por favor.
Baumondain vertió el humeante café de una de las jícaras de plata en una taza de cristal grueso y comenzó a añadirle miel con una cucharilla hasta que Locke le indicó por señas que parase. Locke tomó un sorbo de su taza mientras Baumondain bombardeaba la suya con la cantidad de leche suficiente para que su contenido pasara del negro al marrón oscuro. Era un café de calidad, rico y muy caliente.
—Le felicito —murmuró Locke, que sentía la lengua ligeramente escaldada.
—Es de Issara. ¡La familia de la condesa Saljesca se lo toma como si fuera agua! —dijo el carpintero—. Los demás se lo compramos a sus proveedores en paquetes de diez kilos cuando pasan por aquí. Y ahora pasemos a nuestros asuntos; su mensajera me contó que deseaba hablar de un encargo que, según sus propias palabras, era muy particular.
—Sí, bastante particular —dijo Locke— por su diseño, y también por el uso que quiero darle, que parece una excentricidad. Pero le aseguro que me corre mucha prisa.
Locke dejó la taza y subió el saquito hasta su regazo; luego sacó un llavín de uno de los bolsillos de su chaleco y abrió el candado. Rebuscó dentro y extrajo varias hojas de pergamino.
—Supongo que estará familiarizado con el estilo de los últimos años del Trono de Therin —dijo Locke—. Me refiero a los del final, justo antes de que Talathri muriera combatiendo con los magos de la Liga —cuando le pasó una de aquellas hojas a Baumondain, éste se quitó las gafas para examinarla.
—Oh, ciertamente —dijo muy despacio el carpintero—, el barroco de Talathri, también llamado el «Último Florecimiento». Sí, ya he fabricado con anterioridad objetos de este estilo… y también Lauris. ¿Está interesado en él?
—Necesito un juego de sillas —dijo Locke—, cuatro para ser exactos, con respaldo de cuero y madera no cortada transversalmente, laqueada con incrustaciones de oro auténtico.
—La madera no cortada transversalmente es bastante delicada, y no resiste un uso prolongado. Si lo que desea es sentarse en esas sillas con regularidad, le recomiendo la madera de álamo negro.
—Mi patrón —dijo Locke— sabe lo que quiere, aunque sus gustos sean peculiares. Insistió varias veces en que la madera fuera como le digo, para estar seguro de que le había comprendido.
—Bien, supongo que si usted quisiera que las hiciera de mazapán, pues tendría que hacerlas de mazapán… pero dejando bien claro de que le había advertido en contra de su uso prolongado.
—Por supuesto. Y ahora, maese Baumondain, permítame que le asegure que usted no será culpable de nada en cuanto estas sillas salgan de su taller.
—Oh, siempre respondo de mi trabajo, pero lo que nunca podré hacer, maese Fehrwight, es conseguir que una madera blanda se convierta en dura. Entonces, de acuerdo, le mostraré unos cuantos libros donde podrá observar excelentes muestras de ese estilo. Aunque su artista haya hecho un buen boceto, me gustaría poder ofrecerle una amplia variedad donde elegir…
—No faltaría más —dijo Locke, y siguió degustando el café mientras el carpintero se levantaba y se dirigía hacia la puerta del taller.
—¡Lauris! —dijo a voz en grito—, los tres volúmenes de Velonetta… sí, ésos.
Regresó poco después, llevando entre los brazos, como si los acunase, tres gruesos tomos encuadernados en piel que olían a viejo y a algún conservante alquímico.
—Velonetta —comentó mientras se sentaba y ponía los libros encima de su regazo—. Estará familiarizado con ella, ¿no? Pues fue la estudiosa más notable del Último Florecimiento. Sólo hay seis coleccionistas en todo el mundo que posean estos ejemplares, al menos por lo que yo sé. La mayor parte de estas páginas tratan de escultura, pintura, música, alquimia… pero también las hay de mobiliario y de gemas que bien valen el precio que cuesta su extracción. Si me hace el favor…
Invirtieron media hora en estudiar larga y detenidamente los esbozos que Locke había llevado consigo y las páginas que Baumondain se empeñaba en mostrarle. De tal suerte, entre los dos llegaron a un acuerdo amistoso en lo concerniente a cómo iba a ser el diseño final de las sillas que se llevaría «maese Fehrwight». Baumondain sacó un stilus y garrapateó unas cuantas notas que apenas eran legibles. Locke jamás había caído en la cuenta del sinnúmero de detalles que precisa la construcción de una silla; para cuando terminaron de comentar lo concerniente a patas, brazos, rellenos de los cojines, pieles, molduras y carpintería, la cabeza le daba vueltas.
—Excelente, maese Baumondain, excelente —fue lo único que pudo decir—. Esto es lo que quiero, en madera no cortada transversalmente, laqueada en negro, con hojas de oro en las decoraciones incisas y en los remaches. Tiene que dar la impresión de que acabaran de salir de la corte del emperador Talathri ayer mismo, aún nuevas y sin haberse quemado.
—Ah —dijo el carpintero—, entonces eso crea una nueva cuestión un tanto delicada. Sin querer ofenderle en lo absoluto, debo dejar claro que no puede hacerlas pasar por originales. Serán reconstrucciones exactas de muebles de ese estilo, facsímiles perfectos de tan gran calidad que superen a cualquier otro mueble que pueda encontrarse en la actualidad… como le diría cualquier experto. Aunque haya muy pocos, ninguno confundiría una brillante reconstrucción con el original, por modesto que fuera. El original ha dispuesto de años para envejecer; nuestras sillas se verán nuevas.
—Comprendo a qué se refiere, maese Baumondain. No tema; la función de estas sillas tiene que ver con la excentricidad y no con el engaño. Le doy mi palabra de que estas sillas jamás pasarán por originales. Y, además, el hombre al que están destinadas es un experto.
—Entonces, perfecto. Todo está bien. ¿Algo más?
—Sí —dijo Locke mientras le pasaba las dos hojas de pergamino, llenas de bocetos, que se había reservado para el final—; ahora que nos hemos puesto de acuerdo en el diseño del juego de sillas, esto (o algo que se le parezca mucho, por supuesto que sujeto a las expertas adaptaciones que haga usted) tiene que quedar incluido en él.
Mientras se quedaba absorto ante las implicaciones que suponían los nuevos bocetos, Baumondain enarcó tanto las cejas que fue como si éstas subieran todo lo más que se lo permitía la frente antes de caer disparadas hacia abajo, como si fueran tiros de ballesta que acabaran de llegar a su cenit.
—Es una curiosidad muy singular —dijo finalmente—. Algo demasiado extraño para incluirlo en el diseño… No estoy completamente seguro…
—Es esencial —dijo Locke—. Esto que le indico o algo que se le parezca mucho, pero siempre dentro de los límites de su discreción. Es absolutamente necesario. Mi patrón no encargará las sillas a menos que posean los nuevos detalles que le indico. El precio no será ningún problema.
—Es posible —dijo el carpintero después de unos segundos de reflexión—. Posible si cambiamos ligeramente el diseño. Creo que comprendo su intención, pero puedo mejorar la idea… será necesario si las sillas siguen teniendo que ser sillas. ¿Puedo preguntarle por qué añadir estos nuevos detalles?
—Mi patrón es un viejo amigo, pero, como ya habrá podido adivinar, bastante excéntrico y mortalmente obsesionado por el fuego. Tiene miedo de verse atrapado por las llamas dentro de su estudio o en la biblioteca que tiene en una torre. Supongo que ya habrá visto que esos adminículos pueden darle cierta tranquilidad.
—Ya me había dado cuenta —murmuró Baumondain y, mientras hablaba, su asombro y renuencia fueron mudándose en interés ante el desafío profesional que se le presentaba.
A partir de aquel momento ya sólo fue una cuestión de regateo, aunque educado, respecto a detalles cada vez más puntuales, hasta que Locke pudo conseguir que Baumondain sugiriera un precio.
—Una vez que lleguemos a un acuerdo, maese Fehrwight, ¿en qué moneda efectuará el pago?
—Los solari me parecen más convenientes.
—Entonces… digamos que ¿seis solari por silla? —Baumondain hablaba con fingida indiferencia; aquella oferta inicial era demasiado abusiva incluso para una artesanía de lujo. Lo lógico hubiera sido que Locke regatease para bajar el precio; pero en lugar de ello sonrió y asintió.
—Si seis solari por silla es lo que pide, entonces serán seis por silla.
—¡Oh! —exclamó Baumondain, demasiado sorprendido para comprender que debía sentirse contento—. Oh, entonces todo va bien. Aceptar su encargo será un gran placer para mí.
—Aunque ese precio estaría bien en circunstancias ordinarias, permítame que en las presentes haga lo que considero más conveniente para los dos —Locke metió una mano dentro de su saco y extrajo de él una bolsa de monedas, contando veinticuatro solari de oro que depositó encima de la pequeña bandeja de café mientras Baumondain le miraba cada vez más excitado—. Aquí los tiene, por adelantado. Prefiero llevar monedas de mucho valor cuando vengo a Salón Corbeau. Esta ciudad necesita un prestamista.
—Pues muchas gracias, maese Fehrwight, ¡muchas gracias! No me hubiera imaginado… Ahora permítame que prepare la orden de pedido y los recibos que usted podrá llevarse, y daremos el asunto por terminado.
—Permítame usted que le pregunte si cuenta con todos los materiales precisos para cumplir el encargo de mi patrón.
—¡Oh, sí! Los tengo aquí, a la misma altura que mi cabeza.
—¿Almacenados aquí mismo, en su establecimiento?
—Eso es lo que quería decir, maese Fehrwight.
—¿Y cuánto puedo suponer que tardará en terminarlo?
—Hmmm… contando con los trabajos pendientes y la prisa que tiene… unas seis semanas, posiblemente siete. ¿Vendrá a recogerlo personalmente o pensamos en preparar su envío?
—Había pensado en un tiempo un poco más ajustado.
—Ah, bueno… teniendo en cuenta que ha sido muy educado, estoy seguro de que podré hacer algunos reajustes en mi calendario de entregas. ¿Qué tal cinco semanas?
—Maese Baumondain, si usted y sus hijas centraran exclusivamente toda su atención en el encargo de mi patrón y comenzaran esta misma tarde a hacerlo con la mayor diligencia posible, ¿de qué tiempo estaríamos hablando?
—Oh, maese Fehrwight, maese Fehrwight, tiene que comprenderlo, tengo otros encargos pendientes de clientes con cierta clase. Gente importante, si me comprende.
Locke dejó cuatro monedas encima de la bandeja.
—¡Maese Fehrwight, sea razonable! ¡Sólo son sillas! Pondré el mayor esfuerzo posible en acabar su encargo cuanto antes, pero no puedo dejar a un lado a los clientes que tengo o sus muebles…
Locke dejó otras cuatro monedas al lado del pequeño montón que formaban las anteriores.
—Maese Fehrwight, por favor, si no tuviéramos clientes a los que satisfacer, le dedicaríamos todo nuestro esfuerzo por mucho menos. ¿Qué posible disculpa podría esgrimir ante ellos?
Locke dejó ocho monedas entre los dos montoncitos de a cuatro, añadiendo al conjunto una nueva torre.
—¿Qué me dice ahora, Baumondain? Cuarenta solari, cuando estaba muy contento de cobrar veinticuatro…
—Señor, por favor, lo único que puedo decirle es que, en justicia, los clientes que hicieron sus encargos antes que usted tienen más derecho…
Locke suspiró y dejó diez solari más encima de la bandeja, derribando los montones de monedas y vaciando su bolsa.
—Está escaso de materiales: maderas, aceites o cueros que son esenciales, yo qué sé. Y tiene que pedirlos: seis días para que el pedido llegue a Tal Verrar y otros seis para que esté de vuelta. Seguro que ya le ha sucedido antes. Seguro que puede explicarlo.
—Oh, pero el agravio; estarán muy molestos…
Locke extrajo de su saco de mano una segunda bolsa de monedas y le apuntó con ella como si fuera un puñal.
—Guarde parte de su dinero. Aquí hay más —y agitó la bolsa como accidentalmente. El clink-clink-clink del metal al chocar contra el metal resonó en la habitación.
—Maese Fehrwight —dijo el carpintero—, ¿quién es usted?
—Alguien que tiene una obsesión evidente por las sillas —Locke dejó caer la bolsa medio llena al lado del montón de monedas que ocupaba la bandeja—. Hasta cien solari. Cancele las demás citas, deje a un lado los demás encargos, discúlpese con quien sea y embólsese el dinero. ¿Cuánto le llevará?
—Quizá una semana —dijo Baumondain con un susurro de derrota.
—¿Estamos de acuerdo, entonces, en que hasta que no haya terminado mis sillas este lugar será la Tienda de Muebles Fehrwight? Tengo más oro guardado en la caja fuerte de Villa Verdante. Tendrá que matarme si lo que quiere es que no siga insistiendo mientras usted no hace más que repetir «no». ¿Cerramos el trato?
—¡Sí, y que los dioses nos ayuden a ambos!
—Pues, venga, chóquela. Usted a trabajar, y yo a pasar el tiempo en mi posada. Si necesita que vea algo, envíeme un recado. Me quedaré en ella hasta que haya terminado.
—Como puede ver, no tengo nada en las manos, y es impensable que pueda esconder nada en las mangas de una camisa tan bien cortada.
Locke estaba de pie ante el espejo, de cuerpo entero, de la suite que había alquilado en Villa Verdante, vestido solamente con las calzas y una camisa muy ligera de fina seda. Se había remangado los puños de la camisa y miraba fijamente su propio reflejo.
—Es evidente que me resultaría imposible sacar un mazo de cartas del aire… un momento, ¿qué tenemos aquí?
Movió con una floritura su mano derecha hacia el espejo y un mazo de cartas se deslizó torpemente por ella, dispersándose en un caos de aleteos mientras caía al suelo.
—Oh, mierda, joder —musitó Locke.
Disponía de una semana de tiempo libre, y sus artes de prestidigitación mejoraban a un ritmo tan lento que era como una tortura. Locke no tardó en centrar su atención en la curiosa institución que dominaba el corazón de Salón Corbeau, la razón por la que tantos ricos ociosos peregrinaban a aquel lugar, la razón por la que tantas personas desesperadas y oprimidas se comían el polvo que levantaban los carruajes de aquéllos mientras se dirigían afanosamente hacia su mismo destino.
La llamaban la Guerra Divertida.
El estadio de la noble Saljesca era una réplica en miniatura del legendario Stadia Ultra de Therim Pel. Era tan perfecta que incluso tenía las doce estatuas en mármol de los dioses, quienes, dentro de unos nichos de piedra dispuestos a gran altura, miraban hacia el exterior. Encaramados en sus cabezas y hombros divinos, los cuervos graznaban indiferentes a la apretada muchedumbre que se congregaba ante sus puertas. Mientras se abría paso entre el gentío, Locke descubrió en él todas las profesiones conocidas por el hombre. Había físicos que cloqueaban a hombres mayores, porteadores de litera que llevaban a los enfermos (o a los vagos que no tenían vergüenza), músicos y juglares, guardias, traductores y docenas de hombres y de mujeres que agitaban abanicos o cuidaban de grandes parasoles de seda, como si fueran una especie de frágiles champiñones humanos que persiguieran a sus patrones bajo el creciente sol de la mañana.
Al contrario de la Palestra Imperial, tan ancha que ni siquiera el arquero más fuerte podía abarcarla de lado a lado con una flecha, o eso se decía, la recreación construida por la noble Saljesca alcanzaba un diámetro de cincuenta metros. No tenía asientos para la gente corriente; sus tersas paredes de piedra se elevaban siete metros por encima del suelo, que había sido construido con la misma piedra, para terminar en unas galerías de gran lujo cuyos parasoles ondeaban suavemente bajo la brisa.
Tres veces al día, los guardias con librea de la noble Saljesca abrían sus puertas a los visitantes más selectos de Salón Corbeau. Aunque en el estadio había una galería sin asientos (que incluso tenía una vista bastante buena) gratuita, la gran mayoría de quienes entraban en él sólo se fijaban en los asientos y en los palcos de lujo, que sólo se podían reservar a cambio de una considerable suma de dinero. Al no ir vestido a la moda, Locke decidió que aquella visita suya a la Guerra Divertida, la primera, bien podría hacerla de pie. Una persona tan irrelevante como Mordavi Fehrwight no tenía ninguna reputación que proteger.
La cuadrícula formada por los escaques de mármol blancos y negros del suelo de la palestra, cada uno de un metro de lado, brillaba bajo el sol. Sus dimensiones eran de veinte por veinte de aquellos cuadrados, como si se tratara de un tablero gigante del juego conocido por el nombre de «Atrapa al Duque». Pero, mientras que en éste se empleaban piezas talladas en madera o en marfil, las del juego de Saljesca estaban vivas, pues los pobres y los indigentes ocupaban aquel tablero, cuarenta en cada bando, ataviados con unos tabardos blancos y negros para distinguirse los unos de los otros. Aquel extraño empleo era el motivo de que efectuaran el largo, incómodo y arriesgado viaje que finalizaba en Salón Corbeau.
Locke ya había visto antes las dos grandes barracas, situadas detrás del estadio de la condesa Saljesca y fuertemente guardadas, adonde los pobres eran conducidos nada más llegar a Salón Corbeau. En ellas les obligaban a asearse y dos veces al día les proporcionaban una comida de lo más corriente durante el tiempo indefinido que permanecieran allí. A cada uno de los «aspirantes», como se les llamaba, se le asignaba un número. Tres veces al día el azar designaba los miembros de los dos equipos, de a cuarenta cada uno, que tomarían parte en la Guerra Divertida. La única regla de la Guerra consistía en que las piezas vivas tenían que quedarse quietas o moverse según se les ordenara. Los niños de entre ocho y nueve años se contaban entre los aspirantes más jóvenes. El que se negaba a participar cuando salía su número, era expulsado inmediatamente de la quasiciudad de Saljesca, para no volver jamás. Sin víveres ni adiestramiento, ser arrojado a las calzadas de aquella tierra tan árida equivalía a la pena de muerte.
Los aspirantes entraban en el ruedo escoltados por dos docenas de guardias de Saljesca que iban armados con escudos curvos y bastones de madera laqueada. Eran hombres y mujeres robustos que se movían con la seguridad que da una vida llena de duras experiencias; ni siquiera un levantamiento general de los aspirantes podría prevalecer contra ellos. Los guardias situaban a los aspirantes en el tablero según sus posiciones de partida, cuarenta «piezas» blancas y cuarenta «piezas» negras, con dieciséis filas de cuadrados entre cada uno de aquellos ejércitos de dos filas.
En el extremo opuesto del estadio se encontraban dos galerías especiales de palcos. Si el color de las cortinas de seda que cubrían la primera era negro, el de las que hacían lo propio con la segunda era blanco. Aquellos palcos se reservaban con mucha antelación y mediante una lista de espera, al igual que hacen los dueños de las casas de azar a la hora de reservar las mesas de billar o las salas privadas para ciertas horas. Todo aquel, fuera quien fuese, que reservaba una galería y su color tenía el poder absoluto, mientras durase la Guerra, de dar órdenes a la formación de dicho color.
Aquella mañana, la Señora Blanca de la Guerra era una joven vizcondesa de Lashain cuyo séquito parecía tan nervioso por aquel asunto como ella entusiasmada; daba la impresión de que garrapateaban notas y consultaban cartas. El Señor Negro de la Guerra era un hombre de Iridan de mediana edad, con la apariencia calculadora y de persona bien alimentada que tan bien cuadra al comerciante próspero. Un hijo y una hija, muy pequeños, le acompañaban en su palco.
Aunque las piezas humanas podían llevar (mediante el común acuerdo de ambos jugadores) unos tabardos especiales que les concedían privilegios o facultades de movimiento inusuales, las reglas de aquella Guerra Divertida, en particular, parecían ser las mismas que rigen el juego de «Atrapa al Duque». Quienes controlaban el juego comenzaron a proferir órdenes, de suerte que aquél fue progresando lentamente, con piezas blancas y negras que se iban acercando hacia las contrarias, eso sí, con mucho nerviosismo, mientras se acortaba la distancia que separaba a ambos ejércitos. Locke se sintió perplejo por la reacción de la muchedumbre que atestaba el estadio.
En los palcos había sus buenos sesenta o setenta espectadores, con el doble de criados, guardaespaldas, ayudantes y mensajeros cerca de ellos, sin mencionar a los encargados de la comida, todos ataviados con la librea de la casa de Saljesca, que a toda prisa iban y venían de un lado para otro para servir lo que se les había pedido. El mosconeo de que hacían gala para anticiparse a los deseos de sus clientes parecía completamente incongruente con la lentitud con que se desarrollaba la confrontación que tenía lugar en los escaques.
—¿Por qué les parece esto tan condenadamente fascinante? —comentó para sí Locke, hablando en vadraní.
Pero cuando se perdió la primera pieza, los Demonios salieron al ruedo.
La Señora Blanca de la Guerra había colocado mal una de sus piezas, que era un hombre de mediana edad. Aunque la mayor parte de su ejército esperaba detrás de él, en lo que parecía una trampa evidente, el Señor Negro de la Guerra creyó que el intercambio valía la pena. Así pues, después de escuchar las órdenes que el Ayudante Negro acababa de darle a voz en grito, una chica de menos de veinte años vestida de negro dio un paso desde el cuadrado que se encontraba alineado en diagonal con el ocupado por el hombre de mediana edad, y tocó a éste en el hombro. Él agachó la cabeza; los aplausos de alegría de la multitud fueron eclipsados poco después por el salvaje alarido que brotó de alguna parte situada en el extremo del estadio que quedaba a la izquierda de Locke.
Seis hombres acababan de entrar corriendo en la palestra por una puerta lateral, todos ellos ataviados con unos trajes de cuero muy historiados que hacían ondear al viento los adornos rojos y naranja que los cubrían; se ocultaban el rostro con unas máscaras muy grotescas de los mismos colores, de las que colgaban unas guedejas negras de aspecto salvaje. Cuando levantaron los brazos gritando y berreando despropósitos, y echaron a correr a donde se encontraba el hombre que se humillaba, la muchedumbre los vitoreó; entonces aquel hombre fue empujado entre sollozos hacia uno de los lados del tablero viviente y exhibido ante el gentío como un animal al que fueran a sacrificar. Uno de los Demonios, un hombre de voz atronadora, señaló al Señor Negro de la Guerra y exclamó:
—¡Enuncia el castigo!
—Quiero enunciarlo yo —dijo el muchachito que se encontraba en el palco del comerciante.
—Acordamos que tu hermana lo haría antes que tú. ¡Teodora, enuncia el castigo! —la niña observó la palestra con mucha concentración y susurró algo a su padre, que se aclaró la garganta y exclamó—: ¡Quiere que los guardias le golpeen con sus porras! ¡En las piernas!
Y así se hizo: los Demonios agarraron a aquel hombre que, con los miembros desmadejados, se retorcía y gritaba, para que dos guardias le tiraran al suelo. El sonido de sus porras al caer sobre él resonó en la palestra; le aporrearon en muslos, espinillas y pantorrillas hasta que el Demonio jefe agitó las manos para que parasen. La audiencia aplaudió con educación (aunque no con mucho entusiasmo, o eso le pareció a Locke), y los Demonios sacaron a aquel hombre, convulso y lleno de sangre, por la puerta del estadio.
Pero regresaron enseguida, pues una de las piezas blancas había eliminado a una de las negras en la siguiente jugada.
—¡Enuncia el castigo! —aquellas tres palabras volvían a resonar en la palestra.
—¡Vendo el derecho de enunciarlo por cinco solari! —exclamó la vizcondesa de Lashain—. ¡Al primero que lo diga!
—¡Lo compro! —exclamó un viejo, vestido con terciopelo y brocado de oro, que se encontraba en la zona sin asientos. El Demonio jefe le señaló con el dedo y el viejo señaló a su vez a su ayudante, vestido con levita, que se encontraba justo detrás de él. El ayudante entregó una bolsa a uno de los guardias de Saljesca, que la llevó hasta el otro lado del estadio, donde se encontraba el palco de la Señora Blanca de la Guerra, y la lanzó dentro. Acto seguido, los Demonios agarraron a la joven vestida de negro y se la llevaron al viejo para que la examinara, quien, después de comérsela con los ojos, ordenó—: ¡Arrancadle la ropa!
El tabardo negro de la joven y la ropa de algodón que llevaba debajo, bastante sucia, fueron desgarrados por las fuertes manos de los Demonios, de suerte que ella quedó desnuda en pocos segundos. Dispuesta a no dar el mismo espectáculo que el hombre que la había precedido, lanzó una mirada gélida al viejo, la misma con que le hubiera obsequiado un miembro de la nobleza menor o un príncipe de los comerciantes, y guardó silencio.
—¿Eso es todo? —preguntó el Demonio jefe.
—En absoluto —contestó el viejo—. ¡Arrancadle también el pelo!
Al oírlo, la muchedumbre irrumpió en vítores y aplausos. Entonces la joven dio muestras, por primera vez, de estar asustada. Tenía una cabellera de color negro, espesa y muy brillante, que le llegaba hasta la cintura, algo de lo que hubiera podido sentirse orgullosa cualquier persona que no tuviera dinero… quizá lo único de lo que podía enorgullecerse. Para contentar a la muchedumbre, el Demonio jefe exhibió una reluciente daga curva por encima de su cabeza y rugió de placer. La mujer se debatió contra los cinco pares de brazos que la tenían sujeta, pero no pudo soltarse. Lenta y dolorosamente, el Demonio jefe fue cortando sus largas trenzas negras… que cayeron revoloteando al suelo hasta que éste se llenó con ellas y el cuero cabelludo de la joven quedó convertido en algo parecido a un césped cortado irregularmente y lleno de rastrojos. Mientras la sacaban de la palestra, demasiado aturdida para seguir debatiéndose, unos hilillos de sangre le corrían por cabeza y cuello.
Y así prosiguió aquel juego, mientras Locke se sentía cada vez más incómodo, y el sol implacable surcaba el cielo, y las sombras se hacían cada vez más pequeñas. Las piezas humanas se movían por los escaques que relucían al sol, sin agua ni descanso, hasta que las sacaban del tablero y cumplían el castigo elegido por el Señor de la Guerra de turno. Locke no tardó en comprender que el castigo podía ser cualquier cosa excepto la muerte. Los Demonios cumplían las órdenes con frenético entusiasmo, haciendo mucho teatro cada vez que infligían una nueva herida o humillación para contentar a la muchedumbre.
Dioses, pensó Locke, creo que ninguno ha venido a presenciar el juego. Sólo están aquí para ver cómo se cumplen los castigos.
La función de los guardias armados que formaban en fila no era otra que la de impedir cualquier posibilidad de negativa o de rebelión. Las «piezas» que se negaban a ir al puesto asignado o que tenían el atrevimiento de abandonar sus cuadrados sin ninguna orden previa eran golpeadas hasta obedecer. Y todas obedecieron, aunque la crueldad de los castigos no disminuyó mientras el juego seguía su curso.
—¡Fruta podrida! —exclamó el niño sentado en el palco del Señor Negro de la Guerra, y así se hizo: una mujer mayor de tabardo blanco fue llevada ante uno de los muros del estadio y cuatro Demonios la asaetearon con manzanas, peras y tomates. Después de que cayera al suelo, siguieron disparando hasta que aquella mujer sólo fue un montón informe de fruta estremecida que doblaba sus débiles brazos para protegerse, hasta que la pared que se encontraba tras ella se cubrió con pulpa machacada y jugo que chorreaba hasta el suelo.
El desquite de la jugadora que mandaba a las piezas blancas fue inmediato. Como el hombre vestido de negro al que acababa de eliminar era joven y robusto, se reservó para sí el castigo.
—Debemos mantener limpio el estadio de nuestra anfitriona. Llevadlo ante el muro manchado de fruta, ¡y que lo limpie con la lengua! —exclamó.
Al oírlo, el gentío aplaudió salvajemente; el Demonio jefe empujó hasta el muro al hombre que estaba en la palestra para ordenarle a voz en grito:
—¡Comienza a lamer, escoria!
Y como sus primeros intentos no fueron muy alentadores, otro Demonio sacó un látigo de nueve colas y le atizó en los hombros, haciendo que chocara de frente con el muro con tanta fuerza que comenzó a sangrar por la nariz.
—¡Gánate lo que cuestas, maldito gusano! —exclamó el Demonio mientras le propinaba un nuevo latigazo—. ¿Acaso no has oído decir a la señora que emplees la lengua?
El hombre recorrió de arriba abajo el muro con la lengua, desesperado para ganar unos pocos segundos antes de escuchar nuevamente el chasquido del látigo que empuñaba aquel Demonio. Cuando finalmente lo sacaron fuera de la palestra, era un despojo que, habiendo perdido los nervios, sangraba y vomitaba.
Y así transcurrió toda aquella mañana.
Dioses, ¿por qué lo soportan? ¿Por qué lo aceptan?, Locke estaba sólo en la galería, mirando a los ricos y poderosos, a sus criados y guardaespaldas, a las menguantes filas de piezas humanas del tablero dispuesto más abajo. Sudaba bajo sus pesados ropajes negros y se sentía melancólico.
Allí estaban las personas más ricas y desocupadas de todo el orbe de Therin, sin obligaciones políticas que las constriñeran, congregadas para hacer lo que la ley y la costumbre prohibían fuera del dominio privado de Saljesca… para humillar y embrutecer a cualquiera de sus inferiores que se prestara a ello, y sólo por simple regocijo y entretenimiento. La palestra y la Guerra Divertida eran simples medios que llevaban a algún fin.
Pero en él no había orden ni justicia. Los gladiadores y prisioneros que combatían delante de una muchedumbre lo hacían por alguna razón, arriesgar la vida a cambio de la gloria o conseguir el dinero de su rescate. Los hombres y las mujeres colgaban de la horca porque el Guardián Avieso tenía demasiado trabajo para poder ayudar a todos los locos, lerdos y desafortunados de este mundo. Pero aquello era algo lascivo.
Locke sintió que la ira le crecía como un chancro dentro de las tripas.
No tenían ni idea de quién era él ni de lo que era capaz. ¡Ni idea de lo que la Espina de Camorr pudiera hacerles en cuanto abandonara Salón Corbeau y Jean estuviera a su lado! Con varios meses para hacer planes y observar, los Caballeros Bastardos podrían acabar con aquel lugar, descubrir algún modo de interferir en la Guerra Divertida, seguro… robar a los asistentes, robar a la noble Saljesca, causar embarazo y molestias a todos aquellos bastardos, ennegrecer tanto la reputación de la quasiciudad que nadie quisiera volver a visitarla.
Pero…
Guardian Avieso, ¿por qué no ahora? ¿Por qué no me muestras ahora cómo conseguirlo?
Jean le esperaba en Tal Verrar, donde ambos estaban casi metidos hasta el cuello en un juego que les había costado un año de preparativos. Jean no sabía nada de lo que sucedía en Salón Corbeau. Esperaba que Locke regresara pronto con un juego de sillas para que los dos pudieran seguir con el plan que habían preparado, un plan tan precario que les llevaba a una situación desesperada.
Maldita sea, que todos se vayan al infierno.
Camorr, años antes. Las húmedas y sofocantes brumas rodeaban a Locke, que por entonces aún era un niño, y al padre Cadenas, que ya era un hombre mayor, con unas cortinas grises que tenían el color de la medianoche, mientras ambos regresaban a su hogar después de su primera entrevista conjunta con Vencarlo Barsavi, el Capa de Camorr. Locke, ebrio y empapado en sudor, se agarraba al lomo de su cabra apaciguada para no caerse.
—No, Locke, no perteneces a Barsavi. Es un hombre importante por lo que es, un buen aliado para estar a nuestro lado, y un hombre ante el que siempre debes aparentar que le obedeces. Pero no es tu dueño. Ni yo tampoco lo soy.
—Entonces, ¿no tengo que…?
—¿Respetar la Tregua Secreta? ¿Ser un buen pethon? Sólo tienes que dar la impresión de que cumples todo eso, Locke. Y sólo para mantener a los lobos lejos de la puerta. A menos que en los últimos dos días hayas estado ciego y sordo, ya deberías saber que intento hacer de ti, de Calo, de Galdo y de Sabetha —reveló Cadenas con feroz mueca—, la puñetera saeta de ballesta capaz de apuntar al corazón de la tan cacareada Tregua Secreta de Vencarlo.
—Uh… —Locke estuvo pensando durante unos instantes—. ¿Por qué?
—Bueno. Es… complicado. Es algo que tiene que ver con lo que soy y con lo que, así lo espero, tú podrás ser algún día. Un sacerdote que haya hecho los votos al servicio del Guardián Avieso.
—¿Está haciendo el Capa algo malo?
—Pues… —dijo Cadenas—, ésa es una buena pregunta, chaval. ¿Está haciendo lo correcto por la Buena Gente? Sí, por los dioses… la Tregua Secreta mantiene domesticada a la Guardia ciudadana, no crispa las cosas, hace que ahorquen a muchos menos de los nuestros. Pero cualquier sacerdocio tiene lo que nosotros llamamos preceptos… leyes impuestas por los propios dioses a aquellos que los servimos. En la mayoría de los templos se trata de cosas complicadas, liosas y aburridas. En la hermandad del Benefactor las cosas son más sencillas. Sólo tenemos dos. El primero dice: «Los ladrones prosperan». Tan simple como todo eso. Se nos ordena que nos ayudemos los unos a los otros, que nos encubramos los unos a los otros, que hagamos las paces siempre que podamos, y que hagamos que los nuestros progresen, ya sea de un modo u otro. Barsavi ha cumplido con ese precepto, no lo dudes.
»Pero el segundo precepto —prosiguió Cadenas, bajando la voz y mirando entre la niebla para estar seguro de que nadie los vigilaba— dice así: “Los ricos recuerdan”.
—¿Qué tienen que recordar?
—Que no son invencibles. Que las cerraduras se abren y los tesoros se roban. Que Nara, Señora de las Enfermedades Ubicuas, cuya mano quede en suspenso, envía sus enfermedades a los hombres para que éstos jamás olviden que nunca fueron dioses. Y ahora te diré lo que somos para los ricos y los poderosos. Somos una piedrecilla en el zapato, una espina en sus carnes, una pizca de reciprocidad, a este lado, de los designios divinos. Ése es nuestro segundo precepto, que es tan importante como el primero.
—Y… esa Tregua Secreta que protege a los nobles, ¿no te gusta?
—No es que no me guste —Cadenas acarició las palabras que iba a decir antes de que salieran por su boca—. Barsavi no es sacerdote del Decimotercero. A diferencia de mí, no ha cumplido con los preceptos; ha preferido ser práctico. Y aunque lo acepte, no puedo aprobarlo. Mi deber divino consiste en hacer que la gente de sangre azul con un bonito título tenga una pizca de esa vida que para nosotros es rutina… y darles un bueno y bonito pinchazo en el culo de vez en cuando.
—¿Y Barsavi… no tiene que enterarse?
—Joder, chaval, claro que no. Tal y como yo lo veo, si Barsavi se preocupa de que «los ladrones prosperen» y yo de que «los ricos recuerden», entonces sólo habrá una ciudad sagrada a los ojos del Guardián Avieso.
—¿Por qué lo soportan? Ya sé que es porque les pagan, pero los castigos… Por los dioses…, digo, por los Siete Compañeros, ¿por qué vienen hasta aquí para sufrir? Humillados, golpeados, apedreados, cubiertos de suciedad… ¿por qué?
Muy agitado, Locke daba vueltas por el taller de la familia Baumondain, abriendo y cerrando los puños. Era el cuarto día de su estancia en Salón Corbeau, por la tarde.
—Tal y como usted dice, maese Fehrwight, porque les pagan —Lauris Baumondain apoyaba suavemente una mano en el respaldo de la silla medio terminada que Locke había ido a ver. Con la otra acariciaba al pobre e inmóvil Vivaracho, que estaba hecho un ovillo dentro de uno de los bolsillos de su mandil—. Si te escogen para un juego, te dan una centira de cobre. Si te aplican un castigo, un volani de plata. También hay una especie de sorteo: en cada una de las Guerras sólo una persona de cada ochenta obtiene un solari de oro.
—Debe de ser desesperante —comentó Locke.
—Fracasó la granja. Fracasaron los negocios. Los dueños de las tierras las exigieron. Fuera de las ciudades, las plagas afectan tanto a la salud como al dinero. Y cuando no tienen otro sitio adonde ir, todos vienen aquí. Hay un techo bajo el que dormir, alimentos, la esperanza de conseguir oro o plata. Todo lo que tienes que hacer es salir a la palestra de vez en cuando y… entretenerlos.
—Es perverso. Es infame.
—Maese Fehrwight, tiene usted un corazón demasiado tierno para todo lo que se está gastando en estas sillas —Lauris bajó la mirada y juntó las manos—. Discúlpeme. Suelo hablar a destiempo.
—Puede decir todo lo que le apetezca. No soy rico, Lauris. Sólo soy un empleado al servicio de un patrón. Pero incluso él… somos gente frugal, maldición. Frugal y honrada. Aunque puedan llamarnos excéntricos, no somos crueles.
—En muchas ocasiones he visto a nobles de los Siete Compañeros contemplando la Guerra Divertida, maese Fehrwight.
—No somos aristócratas. Somos comerciantes… comerciantes de Emberlain. No puedo hablar por nuestros nobles y no quiero hacerlo. Escúcheme, he visto muchas ciudades. Sé cómo vive la gente en ellas. He visto combates de gladiadores, ejecuciones, miseria, pobreza y desesperanza. Pero jamás vi nada parecido a… los rostros de esos espectadores. A la manera en que acechan y vitorean. Como chacales, como cuervos, como algo… algo muy malo.
—Aquí sólo rigen las leyes de la condesa Saljesca —dijo Lauris—. Aquí pueden comportarse a su antojo. En la Guerra Divertida hacen a los pobres y plebeyos exactamente lo que quieren hacer. Pero hay algo que no se ve. Cuando ellos dejen de hacer ostentación de que todo les importa un pito, usted sólo verá lo que ellos quieran que vea. ¿De dónde cree que salió Vivaracho? Mi hermana vio que una aristócrata había apaciguado a unos gatitos para que sus hijos pudieran torturarlos con unos cuchillos. Porque se aburrían a la hora de tomar el té. Así que, bienvenido a Salón Corbeau, maese Fehrwight. Lamento que no sea el paraíso que parece desde lejos. Y ahora dígame, ¿merece su aprobación el trabajo que estamos haciendo con las sillas?
—Sí —dijo Locke muy despacio—. Sí, supongo que la merece.
—Si tuviera la osadía de poder darle un consejo —dijo Lauris—, le diría que evitara la Guerra Divertida mientras siga en este lugar. Haga lo que hacemos los demás: ignórela. Cubra su discernimiento con un enorme banco de niebla y pretenda que no existe.
—Tal y como dice, señorita Baumondain —dijo Locke con un suspiro—, eso es lo que haré.
Pero Locke no pudo desentenderse de la Guerra. Mañana, tarde y noche estuvo en la galería pública, solo, de pie, sin comer ni beber nada. Contempló una muchedumbre de asistentes tras otra, una Guerra tras otra, una humillación tras otra. En varias ocasiones, los Demonios cometieron errores garrafales; los golpes y estrangulamientos quedaron fuera de control. A los aspirantes que habían recibido golpes más allá de cualquier posible recuperación les aplastaron el cráneo sobre la marcha ante el educado aplauso de la multitud. Había que ser piadoso.
Guardian Avieso, se dijo Locke la primera vez que aquello sucedió, ni siquiera han podido disponer de sacerdotes… ni de uno solo.
Entonces intuyó lo que le estaba ocurriendo. Algo se agazapaba en su interior, como si su conciencia fuera un lago profundo de aguas tranquilas en el que una bestia pugnase por salir a la superficie. Cada humillación brutal, cada castigo doloroso, ordenados por el hijo mimado de algún aristócrata y reídos por sus padres, daba más poder a aquella bestia, como si ésta luchase contra su buen juicio, su fría manera de calcularlo todo, su manía de seguir un plan.
Estaba intentando encolerizarse lo suficiente para ceder ante la bestia.
La Espina de Camorr había sido una máscara mientras contemplaba medio aburrido aquel juego. Pero en aquel momento acababa de convertirse en una entidad diferente, una cosa airada, un fantasma que cada vez insistía con mayor apremio en que se decidiera a cumplir con los preceptos de su fe.
Déjame salir, susurró. Déjame salir. Los ricos deben recordar. Por los dioses, estoy condenadamente seguro de que jamás lo olvidarán.
—Disculpe mi intromisión por decirle que me parece que no está disfrutando.
Ante la llegada de aquel extraño a la galería pública, Locke se despertó sobresaltado de su ensoñación. El recién llegado, curtido por el sol y de buena presencia, era cinco o seis años mayor que Locke y tenía unos largos rizos morenos que le llegaban al cuello de la ropa y a la perilla perfectamente recortada que exhibía. Llevaba una casaca larga con rayas de oro y un bastón con empuñadura de oro a la espalda, que sujetaba con ambas manos.
—Pero discúlpeme. Fernand Genrusa, par de la Tercera, de Lashain.
Par de la Orden Tercera (un barón), uno de esos títulos nobiliarios que cualquiera podía comprar en Lashain, precisamente el mismo título con el que Locke y Jean habían estado bromeando respecto a si lo compraban. Locke hizo una reverencia con la cintura e inclinó la cabeza.
—Mordavi Fehrwight, mi señor. De Emberlain.
—Entonces es usted comerciante. Haría bien en disfrutar del espectáculo, maese Fehrwight. ¿Qué oculta detrás de esa cara tan larga?
—¿Qué os hace pensar que no disfruto con él?
—Que está solo, que no toma ningún refrigerio y que observa todas las Guerras con la misma expresión en el rostro… como si alguien le estuviera metiendo unos tizones ardientes por la bragueta. Le he visto en varias ocasiones desde mi propio palco. ¿Está perdiendo dinero? Podría compartir con usted algunas informaciones que poseo respecto a cómo apostar sobre seguro en la Guerra Divertida.
—No tengo ninguna apuesta pendiente, mi señor. Sólo que… no puedo dejar de mirar.
—Curioso. Y eso que no le gusta.
—No —Locke se volvió apenas hacia el barón Genrusa y tragó saliva por sentirse nervioso. La etiqueta exigía a un hombre de baja cuna como Mordavi Fehrwight, por no hablar de un vadraní, que hablara con deferencia incluso a un barón de talonario como Genrusa, y que no le molestara con cosas desagradables, pero Genrusa no dejaba de insistir. Locke se preguntó cuánto tiempo podría resistir—. Mi señor, ¿habéis visto algún accidente de carruaje o a algún hombre pisoteado por una manada de caballos? ¿Habéis visto la sangre y los restos, y os habéis sentido completamente incapaz de apartar los ojos de aquel espectáculo?
—No puedo decir que lo haya visto.
—Permitidme que disienta de vuestra señoría. Poseéis un palco privado desde donde verlo tres veces al día siempre que lo deseéis.
—Ahhhh. Así que encuentra la Guerra Divertida, ¿cómo decirlo?, ¿indecorosa?
—Cruel, mi señor de Genrusa. De lo más cruel.
—¿Cruel? ¿Comparada con qué? ¿Con la guerra? ¿Con las plagas? ¿Ha tenido la suerte de ver Camorr? En ella podría encontrar los fundamentos con los que apuntalar sus teorías, maese Fehrwight.
—No creo que ni siquiera en Camorr —replicó Locke— esté permitido golpear a las ancianas a plena luz del día por diversión. O que esté permitido arrancarles la ropa, lapidarlas, violarlas, cortarles el pelo, rociarlas con productos cáusticos… Es como… esos niños que les cortan las alas a los insectos. Para ver cómo se mueven y luego reírse.
—¿Quién los obligó a venir aquí, Fehrwight? ¿Quién les puso una espada en la espalda y les hizo caminar hasta Salón Corbeau por todas esas calzadas áridas y ardientes? Son muchos días de peregrinaje desde cualquier lugar que tenga un nombre.
—¿Y qué otra elección les quedaba, mi señor? Sólo vienen a este sitio porque están desesperados. Porque ni siquiera tienen para comer en el lugar de donde vienen. Fracaso en la granja, fracaso en los negocios… lo único que les queda es la desesperación. Es muy sencillo, no pueden resistirse a estar sin comer.
—Las granjas fracasan, los negocios fracasan, los barcos se hunden, los imperios caen —Genrusa acababa de tomar el bastón que había mantenido detrás de su espalda y hacía énfasis en cada una de aquellas oraciones que esgrimía ante Locke apuntándole a éste con su empuñadura dorada—. Así es la vida en este mundo dominado por los dioses, la vida bajo la voluntad de los dioses. Quizá si hubieran rezado más, o ahorrado más, o si hubiesen sido menos despreocupados con lo que tenían, no hubieran tenido que llegar arrastrándose hasta aquí, en busca de la caridad de Saljesca. Me parece muy interesante que ella se preocupe de recordárselo a la mayoría de ellos.
—¿Caridad?
—Tienen un tejado que les cubre la cabeza, alimentos y la posibilidad de ganar dinero. Los que consiguen el oro no parece que tengan muchos problemas a la hora de tomarlo e irse.
—Sólo uno de cada ochenta consigue un solari, mi señor. Sin duda más dinero del que jamás vieron junto en toda su vida. Pero, para los restantes setenta y nueve, ese oro sólo es la esperanza que, día tras día, semana tras semana, castigo tras castigo, los mantiene en este sitio. ¿Y los que mueren porque los Demonios se desmandan? ¿De qué les sirve el oro o la promesa de que pueden conseguirlo? En cualquier otro sitio eso sería un asesinato flagrante.
—Es Aza Guilla quien se los lleva de la palestra, no usted ni cualquier otro mortal, Fehrwight —Genrusa tenía las cejas fruncidas y las mejillas cada vez más rojas—. Y estoy de acuerdo con usted en que eso sería un asesinato flagrante en cualquier otro lugar. Pero estamos en Salón Corbeau, donde ellos acuden por su propia voluntad. Igual que usted y que yo. Así que, simplemente, que dejen de venir…
—Y morir de hambre en cualquier otro lugar.
—Por favor. He visto mucho mundo, maese Fehrwight, algo que le recomiendo a usted para mejorar su perspectiva de las cosas. Es evidente que algunas de esas personas han tenido mala suerte, pero estoy por apostar que la mayoría se encuentran aquí por el ansia de oro, esperando una solución cómoda a sus problemas, como usted mismo podrá descubrir. Fíjese en esos que están ahora mismo en la palestra… no me dirá que parecen bastante jóvenes y con buena salud, ¿o no?
—¿Y qué otro tipo de personas podría llegar a pie hasta aquí, a menos que tuvieran una suerte extraordinaria, mi señor de Genrusa?
—Puedo ver que no carece de sentimientos, maese Fehrwight. Suponía que ustedes, los besamonedas de Emberlain eran más duros.
—Más duros quizá, pero en absoluto vulgares.
—Y ahora piense un poco, maese Fehrwight. Quería charlar con usted porque sentía una curiosidad genuina por el modo en que se comportaba. Creo que ahora sé a qué se debe. Un simple consejo: es muy posible que Salón Corbeau no sea el mejor lugar del mundo para dar cabida a su resentimiento.
—El asunto que me ha traído hasta aquí… está a punto de concluirse.
—Entonces, mucho mejor. Pero mejor sería que el asunto que tiene pendiente con la Guerra Divertida se terminara mucho antes. No soy el único que se ha fijado en usted. Los guardias de la noble dama Saljesca son muy… sensibles al descontento. Tanto en la palestra como fuera de ella.
Podría dejarte sin una centira y lloriqueando, susurró la voz que se inmiscuía en la mente de Locke. Podría dejarte sólo con un orinal, que tendrías que remover para que ninguno de tus acreedores se acercara lo suficiente para rajarte el cuello.
—Disculpadme, mi señor. Consideraré seriamente lo que me habéis dicho —musitó Locke—. No creo… que vuelva a molestar a nadie más, a nadie más en este sitio.
A la mañana del noveno día de la estancia de Locke en Salón Corbeau, los Baumondain terminaron las sillas.
—Tienen un aspecto magnífico —dijo Locke, mientras pasaba suavemente los dedos por la madera laqueada y el cuero repujado—. Excelente, tal y como estaba seguro que las terminarían. ¿Y… los detalles adicionales?
—Hechos según sus especificaciones, maese Fehrwight. Exactamente tal y como indicó.
Lauris estaba en el taller de pie al lado de su padre, mientras Parnella, que tenía diez años, peleaba para preparar el té y calentarlo en la piedra alquímica dispuesta encima de la mesa del rincón, llena, por otra parte, con cachivaches de dudosa función y tarros medio llenos de barnices para madera. Locke anotó mentalmente que antes de tomarse cualquier té que le ofrecieran en aquel lugar debía olerlo con precaución.
—Todos ustedes se han superado.
—Digamos, maese Fehrwight, que, ah, nuestra inspiración también se debía a ciertos alicientes… financieros —comentó el más viejo de los Baumondain.
—Me gusta construir cosas extrañas —añadió Parnella desde su rincón.
—Bueno, supongo que eso resulta muy apropiado para las sillas —Locke se quedó mirando las cuatro sillas y suspiró con una mezcla de alivio y de agravio—. Entonces, de acuerdo. Si son tan amables de empaquetarlas para poder llevármelas, alquilaré dos carruajes y me iré esta misma tarde.
—¿Tanta prisa tiene para irse?
—Espero que me disculpen si les digo que cada instante innecesario que paso en este lugar me pesa en el alma. No me gusta Salón Corbeau —Locke sacó una bolsa de cuero de uno de los bolsillos de su casaca y se la lanzó a maese Baumondain—. Veinte solari adicionales. Por su silencio, y porque estas sillas jamás han existido. ¿Estamos de acuerdo?
—Yo… bueno, puedo asegurarle que cumpliremos lo que nos pide… Su generosidad es…
—Algo que no necesita mayores comentarios. Complázcame, por favor. Dentro de muy poco me habré ido.
Así que se terminó, dijo la voz que Locke escuchaba en su cabeza. Sigue con el plan, no hagas nada y regresa a Tal Verrar con mi rabo entre tus piernas.
Mientras él y Jean se enriquecían juntos a expensas de Requin y, haciendo trampas, se abrían paso por los lujosísimos salones de la Aguja del Pecado, en la palestra de piedra de la noble dama Saljesca los castigos proseguirían un día tras otro, y los rostros de los espectadores seguirían siendo los mismos. Niños que arrancaban las alas a los insectos para reírse al ver cómo se agitaban inermes y sangraban… para luego acabar pisándolos.
—Los ladrones prosperan —dijo Locke entre dientes. Se anudó las corbatas del cuello y se dispuso a llamar a los carruajes, aunque no sin sentir una punzada en el estómago.