Alianzas a ciegas
—Por favor, maese Kosta, sea razonable. ¿Por qué iba a ocultarles algo? ¿No cree que mi bolsillo engordaría con cualquier tratamiento que les sugiriese?
Therese la Pálida, consultora en venenos, disponía de un saloncito bastante confortable a la hora de tratar ciertos asuntos confidenciales con sus clientes. Locke y Jean se sentaban con las piernas cruzadas encima de unos cojines muy cómodos y grandes, teniendo en las manos (pero no bebiendo de ellos) sendos pocillos de porcelana llenos con el espeso café de Jeresh. Therese la Pálida, una vadraní con ojos de hielo, muy seria y que rondaba la treintena, agitó sus cabellos de color lino (poseían el mismo color que las velas nuevas) contra el cuello de su casaca de terciopelo azul al cruzar la habitación y dirigirse a donde estaban sus invitados. Su guardaespaldas, una verrarí muy bien vestida, armada con un estoque de cazoleta labrada y una maza de madera laqueada que le colgaba del cinturón, se apoyaba en la pared que estaba al lado de la única puerta de la habitación, en silencio y sin bajar la guardia.
—Por supuesto —dijo Locke—. Le pido perdón, señora, por encontrarme un tanto incómodo. Espero que comprenda nuestra situación… posiblemente envenenados, pero sin estar completamente seguros y teniendo que descubrir por nuestra cuenta el antídoto.
—Sí, maese Kosta. Es evidente que se encuentran en una tesitura que preocuparía a cualquiera.
—Es la segunda vez que me envenenan por motivos coercitivos. Tuve la fortuna de salir bien librado la primera vez.
—La compasión es una manera tan efectiva de que alguien se apiade de uno… ¿no cree?
—No tiene por qué mostrarse tan satisfecha, señora.
—Oh, vamos, maese Kosta. No piense que me es indiferente —Therese la Pálida levantó la mano derecha, mostrando una colección de sortijas y de cicatrices alquímicas, y entonces Locke comprobó que le faltaba el dedo anular—. Un accidente por descuido, cuando era aprendiz y trabajaba con algo muy peligroso. Tuve diez segundos para elegir… entre mi dedo y mi vida. Afortunadamente, tenía cerca un cuchillo muy grande. Caballeros, sé a lo que saben los frutos de mi arte. Sé lo que es sentirse enfermo, ansioso y desesperado cuando uno se encuentra a la espera de lo que pueda suceder.
—Es evidente —terció Jean—. Disculpe a mi compañero. Lo cierto es que… el virtuosismo de nuestro supuesto envenenamiento nos hizo suponer que podríamos encontrar una solución igualmente portentosa.
—Nuestra regla más importante afirma que es siempre más fácil envenenar que curar —Therese se frotó sin darse cuenta el muñón del dedo que le faltaba, un gesto que debía de ser un antiguo tic al que se había acostumbrado—. Los antídotos son cosas delicadas; en muchas ocasiones son venenos por sí mismos. No existe ninguna panacea, ningún curalotodo, ninguna poción restauradora capaz de eliminar los efectos de todos los venenos que conozco. Y, dado que no saben quién preparó la sustancia que describen, antes les cortaría el cuello que arriesgarme a aplicarles cualquier tratamiento con antídotos. Podría prolongar su miseria e, incluso, potenciar el efecto de la sustancia que ya tienen dentro.
Jean apoyó la barbilla en una mano y recorrió el saloncito con la mirada. Therese había adornado una de sus paredes con un altar del gordo y astuto Gandolo, Señor de la Moneda y del Comercio, padre celestial de las transacciones monetarias. En la pared de enfrente se encontraba otro de la velada Aza Guilla, Señora del Largo Silencio, diosa de la muerte.
—Pero antes nos dijo que existen sustancias de efecto latente, como la que se supone que hemos ingerido. ¿No podríamos reducir el campo de los posibles tratamientos?
—Es cierto que existen esas sustancias. La esencia de la rosa del crepúsculo duerme en el cuerpo durante varios meses y amortece los nervios si el sujeto no toma regularmente su antídoto. El blanco marchito roba la esencia nutriente de los alimentos y de las bebidas; la víctima puede comer y beber hasta hartarse y seguir muriéndose. El polvo de la anuella hace que la víctima sangre durante semanas después de haberlo inhalado… ¿aún no comprende el problema al que nos enfrentamos? Tres venenos persistentes, tres maneras diferentes de causar daño. Un antídoto para, digamos, un veneno de la sangre podría matarlos si el veneno que ingirieron actuase sobre otro medio diferente.
—Diablos —dijo Locke—. Entonces, de acuerdo. Me siento como un tonto por plantear esto, pero… Jerome dijo que aún nos quedaba una opción…
—Los bezoares —dijo Jean—. Leí muchísimo sobre ellos cuando era un niño.
—Por desgracia, los bezoares son un mito —Therese cruzó las manos por delante de su cuerpo y suspiró—. Sólo es un cuento de hadas, como los Diez Chaqueteros Honrados, la Espada Devoracorazones, el Cuerno-Clarín de Therim Pel y otros disparates maravillosos. Seguro que he leído los mismos libros que usted, maese de Ferra. Lo siento. Para poder extraer una piedra mágica del estómago de un dragón, antes hay que encontrar un dragón vivo en algún sitio, ¿no le parece?
—Creo que apenas deben de quedar existencias.
—Si lo que busca es tan fantástico como caro —dijo Therese—, aún podría sugerirle otra cosa.
—Lo que sea… —dijo Locke.
—Los magos mercenarios de Karthain. Gracias a los informes dignos de crédito que poseo, los cuales son muchos, puedo asegurarles que disponen de los medios necesarios para contrarrestar los venenos que nosotros, los alquimistas, no sabemos cómo tratar. Pero, claro, sólo los aplican en aquellos que pueden permitirse sus minutas.
—… menos eso —terminó Locke, casi con un murmullo.
—Bien —dijo Therese con cierta resignación—. Aunque devolverles a la calle sin ninguna solución no beneficia a mi bolsa ni a mi conciencia, me temo que no puedo hacer nada más, dada la poca información que me han proporcionado. ¿Están absolutamente seguros de que el envenenamiento es reciente?
—Quien nos… atormenta nos envenenó precisamente anoche.
—Entonces poco consuelo puedo darles. Sigan siéndole útiles a ese individuo, y entonces estarán tranquilos durante semanas o meses. Para entonces es posible que algún vuelco de la fortuna consiga proporcionarles más información al respecto. Vigilen y estén alertas por si dan con alguna nueva pista. Vuelvan con información más fiable, y yo le diré a mi gente que los reciban a cualquier hora, de día o de noche, para ver qué puedo hacer.
—Es muy generoso por su parte, señora —dijo Locke.
—¡Pobres caballeros! Dedicaré mis mejores plegarias a su buena fortuna. Sé que vivirán durante algún tiempo con un gran peso encima… si no dan con la solución, siempre podré ofrecerles los demás servicios. Como suele decirse, darle la vuelta a las cosas es un bonito juego.
—Usted da la talla de las mujeres de negocios que nos gustan —dijo Jean, poniéndose en pie. Dejó el pocillo de café y depositó a su lado un solari de oro—. Apreciamos su tiempo y su hospitalidad.
—No tiene importancia, maese de Ferra. Entonces, ¿ya quieren irse?
Locke se levantó y se ajustó su larga casaca. Él y Jean asintieron al unísono.
—Muy bien. Valista les acompañará hasta la salida. Disculpen que tenga que vendarles los ojos, pero… ciertas precauciones son tan convenientes para ustedes como para mí.
La localización del saloncito de Therese la Pálida era un secreto. Sólo se sabía que era uno más de los cientos de negocios, cafeterías, tabernas y casas, todos ellos respetables, que se agolpaban en esa especie de conejera de madera que venían a ser las Galerías Esmeralda, donde las luces del sol y de la luna, al filtrarse por las cúpulas de cristal antiguo que se intersecaban como si fueran hongos apiñados unos encima de otros, suscitaban un color verdemar. Los guardias de Therese conducían a sus clientes potenciales por largos pasadizos, pero no sin antes vendarles los ojos. La joven armada les aguardaba al lado de la puerta con un par de vendas en la mano.
—Lo comprendemos perfectamente —dijo Locke—. Y no se preocupe. Nos estamos acostumbrando poco a poco a confiar en nuestra nariz para orientarnos en la oscuridad.
Durante las dos noches que siguieron a aquella visita, Locke y Jean estuvieron remoloneando por la Savrola, sin perder de vista sus tejados y callejones; pero ni los magos mercenarios ni los agentes del Arconte se acercaron hasta ellos, ni tampoco se dieron a conocer educadamente. Estaban siendo seguidos y observados por varios grupos de hombres y mujeres, eso era obvio. Según Locke, era gente de Requin, a la que habían dado las instrucciones necesarias para que les pisaran los talones.
La tercera noche decidieron que podían volver por toda la cara a la Aguja del Pecado. Engalanados ambos con finos ropajes que costaban varios cientos de solari, caminaron a lo largo de la alfombra de terciopelo rojo y dejaron varios volani de plata en las manos de los guardias de la puerta, mientras que una numerosa muchedumbre de don nadies bien vestidos los rodeaban en espera de algún destello de reconocimiento social.
El ojo bien entrenado de Locke descubrió entre ellos a gente que desentonaba: hombres y mujeres con la dentadura hecha un desastre, rostros más demacrados y ojos más cansados que los que predominaban en aquella muchedumbre, vestidos con trajes de tarde que no parecían precisamente salidos de un sastre, o llevando los complementos o los colores equivocados. La Buena Gente de Requin, a la que éste debía de haber invitado a pasar una noche en la Aguja del Pecado como premio a algún trabajo bien hecho. Era evidente que, aunque se les hubiera permitido estar allí todo el tiempo que quisieran, no podrían subir hasta la segunda planta. Su presencia sólo era un componente más de la mística de la torre: la posibilidad de que los grandes y los buenos se mezclaran con los sucios y los peligrosos.
—Maeses Kosta y De Ferra, bienvenidos de nuevo.
Cuando aquellas puertas tan grandes se abrieron hacia Locke y Jean, una ola de ruido, calor y olores les inundó en medio de la noche: la familiar exhalación de la decadencia.
La primera planta estaba simplemente llena, pero la segunda era un mar de carne y de ropas caras que ondeaba de una pared a otra. Y puesto que el gentío comenzaba en las mismísimas escaleras, Locke y Jean tuvieron que servirse de los codos y de las intimidaciones para poder avanzar entre aquel caos.
—En el nombre de Perelandro, ¿qué pasa? —preguntó Jean a un hombre que le apechugaba. El hombre se volvió y masculló, muy excitado:
—¡Un espectáculo de jaulas!
En el centro de la segunda planta había una jaula de bronce colgada del techo, la cual, al ser bajada hasta el suelo y alojarse en las aberturas dispuestas en el mismo, creaba una robusta estructura cúbica de siete metros de lado. Aquella noche, la jaula estaba también cubierta con una finísima malla… No, Locke se corrigió a sí mismo, dos finísimas mallas, una por dentro y otra por fuera. La afortunada minoría formada por los socios de la Aguja miraba desde arriba de unas mesas bastante altas, dispuestas a lo largo de las paredes; los demás, que eran más de cien, lo hacían a pie y desde el suelo.
Locke y Jean se abrieron camino entre la muchedumbre en sentido contrario a las agujas del reloj, intentando acercarse lo suficiente para descubrir en qué consistía aquel espectáculo. Los excitados murmullos los rodeaban, muestra de un frenesí mucho mayor que el que Locke jamás había observado entre aquellas cuatro paredes. Pero cuando Jean y él se acercaron a la jaula, comprendieron súbitamente que no todo aquel ruido se debía a tanta gente.
Algo del tamaño de un gorrión batía las alas contra la malla y zumbaba con ira. Aquel sonido de rasgueo hizo que un escalofrío de miedo irracional recorriera la columna vertebral de Locke.
—Es una maldita avispa-estilete —musitó dirigiéndose a Jean, que asintió enérgicamente.
Locke jamás había tenido la desgracia de encontrarse personalmente ante uno de aquellos insectos. Eran el azote de varias islas tropicales de gran tamaño situadas a bastantes miles de kilómetros hacia el este, más allá de Jerem, de Jeresh y de las tierras cartografiadas en la mayor parte de los mapas de Therin. Años atrás, en uno de sus libros de filosofía natural, Jean había descubierto una reseña espeluznante de aquellas criaturas, la cual había leído en voz alta a sus compañeros, los Caballeros Bastardos, quitándoles el sueño durante varias noches.
Recibían el nombre de avispas-estilete por las descripciones que habían dado de ellas las escasas personas que habían sobrevivido a sus ataques. Eran tan grandes como pajarillos, de un color rojo brillante, y su abdomen, en el que se alojaba el aguijón, era tan grueso como el dedo medio de un hombre. La posesión de una avispa-estilete reina era castigada con la muerte en todas las ciudades-estado de Therin, por miedo a que aquellas cosas llegaran a asentarse en su territorio. Se decía que sus colmenas eran tan grandes como casas.
Dentro de la jaula, un hombre joven daba vueltas de un lado para otro sin más protección que una camisa de seda, unas calzas de algodón y unas botas cortas. Los guanteletes de cuero grueso que llevaba eran sus únicas armas ofensivas y defensivas; se sujetaban a unos brazales que le rodeaban los antebrazos. Era evidente que, con aquel tipo de guantes, cualquier persona tenía la posibilidad de golpear o de aplastar a una avispa-estilete… siempre, claro está, que poseyera la suficiente rapidez y seguridad en sí misma.
Encima de una mesa situada en uno de los lados de la jaula había un pesado armario de madera cuya parte frontal tenía varias docenas de celdillas recubiertas de malla, algunas de las cuales habían sido abiertas. A juzgar por el ruido, las demás estaban atestadas de avispas-estilete muy enfadadas, que sólo esperaban el momento de conseguir la libertad.
—¡Maese Kosta! ¡Maese de Ferra!
Aunque aquel grito se impuso al ruido que hacía la muchedumbre, ésta era tan densa que no consiguieron descubrir de dónde venía. Locke tuvo que mirar varias veces hasta descubrirlo… Maracosa Durenna, que agitaba la mano desde lo alto de una de las mesas dispuestas junto a una de las paredes.
Había echado hacia atrás su cabellera negra para hacer con ella una especie de cola con forma de abanico, realzada por una resplandeciente joya de plata, y fumaba una pipa plateada de forma curva que era tan larga como sus brazos. Unas pulseras de hierro blanco y de jade se deslizaron unas hacia otras cuando agitó la mano para que Locke y Jean pudieran verla entre tanta gente. Aunque ambos enarcaron las cejas al mirarse, se abrieron camino hacia ella y no tardaron en llegar a su mesa.
—¿Dónde han estado estas últimas noches? Izmila estuvo indispuesta, pero yo vine a este sitio pensando en otros juegos.
—Nuestras excusas, señora Durenna —dijo Jean—, pero unas cuestiones de negocios nos retuvieron en otro lugar. En ocasiones consultamos otras fuentes independientes… cuando se trata de clientes muy exigentes.
—Fue un breve viaje por mar —añadió Locke.
—Unos negocios que tenían que ver con el futuro de la sidra de pera —dijo Jean.
—Estábamos muy bien recomendados por los socios que habíamos tenido antes —dijo Locke.
—¿El futuro de la sidra de pera? Su profesión debe de ser tan romántica como peligrosa. Y, díganme, ¿son tan buenos estudiando perspectivas de futuro como jugando al Carrusel del Riesgo?
—Razonablemente buenos, pues, de lo contrario, careceríamos de los fondos suficientes para jugar al Carrusel.
—Entonces, bien, ¿qué tal una demostración? La jaula del duelo. ¿Cuál de ambos participantes creen que tiene mejores perspectivas de futuro?
Dentro de la jaula, la avispa-estilete que estaba libre se lanzó hacia el joven, que la atrapó, aplastándola con una de sus botas y suscitando un sonido perfectamente audible de jugos liberados.
—Por lo que parece —dijo Locke—, ya es demasiado tarde para opinar. ¿Aún sigue el espectáculo?
—El espectáculo sólo acaba de comenzar, maese Kosta. Esa colmena tiene ciento veinte celdillas. Un mecanismo de relojería abre sus puertas al azar. Puede soltarlas de una en una o de seis en seis. ¿Impresionante, no? Ese hombre no podrá salir de la jaula a menos que tenga ciento veinte avispas muertas a sus pies o… —recalcó aquellas palabras con una profunda inhalación del humo de su pipa y enarcando las cejas—. Creo que ya ha acabado con ocho —añadió.
—Ah —dijo Locke—. Pues… si tengo que elegir, me inclinaría por el muchacho. Llámeme optimista.
—Lo haré —dejó que dos largas columnas de humo cayeran de su nariz como si fueran otras tantas cataratas de color gris pálido y sonrió—. Yo me quedaré con las avispas. ¿Qué tal si lo convertimos en una apuesta? ¿Doscientos solari por mi parte y cien por cada uno de ustedes?
—Las apuestas pequeñas me gustan tanto como al hombre que me acompaña, pero hay que preguntárselo también a él… ¿Jerome?
—Si eso le hace feliz, señora, nuestras bolsas estarán a sus órdenes.
—Vaya pareja de mentirosos tan graciosos que están hechos —ella hizo una seña a uno de los empleados de Requin, y los tres pidieron fichas a cuenta de sus respectivos créditos, recibiendo a cambio cuatro palitos de madera; cada uno de ellos tenía grabados encima diez círculos. El empleado escribió sus nombres en una tablilla y se fue; la hora de las apuestas no había hecho más que comenzar en aquella sala.
Dos nuevos insectos enfadados abandonaban su prisión y echaban a volar hacia el joven encerrado en la jaula.
—¿Les he mencionado que la muerte de las avispas parece aumentar el frenesí de las que se encuentran cerca de ellas? A medida que el juego avanza, los contrarios de ese joven están más irritados —comentó Durenna mientras ponía sus dos fichas encima de la mesa.
Las nuevas avispas que acababan de quedar libres parecían muy enfadadas; el muchacho ejecutaba una danza frenética para tenerlas alejadas de su espalda y sus costados.
—Fascinante —dijo Jean, añadiendo al amaneramiento de que siempre hacía gala, puesto de manifiesto por el gesto de grulla con el que acababa de estirar el cuello para ver mejor el duelo, una serie de gestos con las manos que resultaron reveladores. Aunque las señas muy limitadas que ambos se hacían apenas permitían la creatividad, Locke captó su significado:
¿Realmente tenemos que estar viendo todo esto con ella?
Estaba a punto de contestarle cuando un peso que le resultaba familiar se insinuó sobre su hombro izquierdo.
—Maese Kosta —dijo Selendri antes de que Locke hubiera terminado de volverse—, uno de los miembros del Priori desea hablar con usted en la sexta planta. Un asunto sin importancia. Algo que tiene que ver con… hacer trampas con las cartas. Dice que usted comprenderá a qué se refiere.
—Señora —dijo Locke—, tendré mucho gusto en ir a verle. ¿Es tan amable de decirle que iré enseguida?
—Mejor me quedo con usted para acompañarle —dijo ella con una media sonrisa que no consiguió evitar la impresión de devastación que ofrecía su rostro— y hacer que su avance sea más rápido.
Locke sonrió como si aquello fuera lo que estaba deseando y se volvió hacia la señora Durenna, abriendo las manos.
—Se mueve en unos círculos interesantes, maese Kosta. Pero, apresúrese, Jerome se hará cargo de su apuesta mientras comparte un trago conmigo.
—Un placer inesperado, señora Durenna —dijo Jean, mientras llamaba a un empleado para pedirle la bebida.
Selendri no perdió el tiempo, pues dio media vuelta y avanzó hacia la muchedumbre en busca de las escaleras que estaban en la pared de enfrente de aquella habitación circular. Se movía deprisa, con la mano de carne cogida con la mano mecánica, ambas extendidas hacia delante como si ofrecieran algo, logrando que la muchedumbre se apartara de ella de una manera casi milagrosa. Locke le seguía rápidamente la pista, saliendo de entre la muchedumbre en el preciso momento en que ésta se cerraba sobre él, como si los invitados fueran alguna colonia de criaturas huidizas a las que alguien hubiera apartado por un instante de sus quehaceres domésticos. Las copas chocaban entre sí, las capas deshilachadas de humo giraban por el aire y las avispas zumbaban.
Escaleras arriba hasta la tercera planta; las masas bien vestidas que se apartan ante la mujer que es el mayordomo de Requin. En la parte sur de aquella planta se encontraba un área de servicio, repleta de empleados que se afanaban delante de unos anaqueles llenos de botellas de licor. En la parte trasera de la habitación de servicio había una estrecha puerta de madera que tenía un nicho al lado. Selendri deslizó su mano artificial en aquel nicho y la puerta se abrió con un crujido, mostrando un espacio oscuro que apenas era más ancho que un ataúd. Entró en él, apoyó la espalda en la pared del recinto e hizo una señal a Locke para que entrara.
—El ascensor —dijo ella—, más cómodo que subir por las escaleras y tener que aguantar a la multitud.
Era un lugar muy estrecho; Jean hubiera sido incapaz de compartir aquel espacio con ella. Tal y como estaba, Locke se apretujaba contra su costado izquierdo, sintiendo el considerable peso de su mano de bronce encima de su hombro. Selendri alargó su otro brazo por encima de él y cerró el ascensor. Estaban confinados en una oscuridad tibia, y Locke percibió intensamente todos los olores de ella… su sudor fresco y su aroma a mujer, y algo que se había puesto en los cabellos, algo que olía a pino quemado. A madera. Un poco pungente, pero no completamente desagradable.
—Y bien —dijo muy despacio—, aquí es donde yo tengo un accidente, ¿no es así? ¿Voy a sufrir algún accidente?
—No va a sufrir ningún accidente, maese Kosta. Y, desde luego, no le aguarda ningún accidente en el camino que aún nos queda por subir.
Se movió, y Locke escuchó en la pared que estaba a la derecha de ella el chasquido que hacía un mecanismo. Momentos después, las puertas del ascensor se estremecieron y un crujido comenzó a hacerse más fuerte por encima de sus cabezas.
—No le caigo bien —dijo Locke, sin poder reprimirse. Luego siguió un breve silencio.
—He conocido a muchos traidores —acabó ella por decir—, pero quizá a ninguno con tanta labia.
—Sólo son traidores quienes perpetran una traición —dijo Locke, intentando hacerse el ofendido—. Lo único que yo quiero es corregir un yerro.
—Puede racionalizarlo todo lo que quiera —susurró ella.
—No sé cómo puedo haberla ofendido.
—Diga lo que quiera.
Locke puso toda su energía en el tono con el que se disponía a entonar las próximas palabras. Allí, en la oscuridad, enfrente de ella, su voz tenía que desligarse de todos los gestos que hacía con la cara y de todos sus amaneramientos. Jamás encontraría un lugar mejor para hacer teatro. Como si fuera un alquimista, añadió la decepción, algo en lo que tenía mucha práctica, a los componentes emocionales que estaba buscando: remordimiento, vergüenza, anhelo.
—Si la he ofendido, señora…, no sabe lo que me gustaría no haberle dicho lo que le dije, ni haberle hecho lo que le hice. —Aquel momento de duda era lo mejor para parecer sincero. Era el instrumento más fiable de toda aquella caja de herramientas verbal—. Y, si me lo permite, rectificaré todo lo dicho y todo lo hecho en el momento que usted quiera.
Ella se volvió ligeramente hacia él; la mano mecánica le apretó con más fuerza durante un segundo. Locke cerró los ojos y aguzó oídos, tacto y todos sus instintos puramente animales para captar la menor pista que pudieran proporcionarle en medio de la oscuridad. ¿Se burlaba ella de la lástima o, por el contrario, la anhelaba? Podía sentir el estremecedor latido de su propio corazón, el débil pulso de sus sienes.
—Nada hay que rectificar en todo lo dicho y hecho —replicó ella en voz baja.
—Casi desearía que así fuera. De esa manera podría hacer que se sintiera mejor.
—No puede, no puede hacerlo —suspiró.
—Y ¿por qué no me deja que lo intente?
—Habla, maese Kosta, como si ahora estuviera haciendo trampas con las cartas. Muy despacio, con voz muy queda. Me temo que aún es mejor ocultando cosas con las palabras que con las cartas. Debe saber que lo único que me impulsa a dejarle con vida es el papel que puede jugar contra la persona que le contrató… y sólo eso.
—Yo no quiero ser enemigo suyo, Selendri, ni causarle ningún problema.
—Las palabras cuestan poco. Cuestan poco y apenas valen.
—Yo no puedo… —había que ser sensato y hacer otra pausa. Locke era tan cuidadoso como cuando el maestro escultor talla unas patas de gallo en el rabillo del ojo de una estatua de piedra—. Atienda. Es posible que yo tenga mucha labia. No sé hablar de otra manera, Selendri —emplear repetidamente el nombre propio es algo que obliga casi tanto como un hechizo. Es más íntimo y efectivo que cualquier otro tratamiento—. Yo soy como soy.
—¿Y se extraña de que desconfíe de usted precisamente por eso?
—Me extrañaría más que usted no desconfiase de algo.
—Desconfía de todo —dijo ella— y jamás serás traicionada. Y si eres traicionada, jamás traiciones.
—Hmmm —Locke se mordió la lengua para pensar más deprisa—. Pero usted no desconfía de él, ¿verdad, Selendri?
—Eso es algo que no le incumbe, maese Kosta.
El techo del ascensor comenzó a vibrar con más fuerza. El habitáculo dio un estertor final y luego se detuvo.
—Discúlpeme de nuevo —dijo Locke—. Desde luego, no es la sexta planta, ¿quizá la novena?
—La novena.
Sólo disponía de un segundo antes de que ella abriera la puerta. Sólo les quedaba un instante para disfrutar de la intimidad de la oscuridad. Sopesó sus opciones y el último dardo que le quedaba por lanzar en aquella conversación. Era un poco arriesgado y potencialmente inquietante.
—Solía tenerle en poca estima, ya sabe. Antes de descubrir que era lo suficientemente inteligente para amarla —hizo otra pausa y bajó la voz hasta un nivel que apenas era audible—. Creo que usted es la mujer más valiente que jamás haya conocido.
Y allí, en medio de la oscuridad, contó los latidos de su corazón hasta que ella le respondió.
—Eso es una simple presunción —susurró ella, y había ácido en sus palabras.
Sonó un chasquido y una línea de luz amarilla hendió la negrura y aguijoneó sus ojos. Con su mano artificial, ella le empujó, no precisamente con suavidad, hacia la puerta, la cual se abrió ante el corazón iluminado por la luz artificial del despacho de Requin.
No importaba. Que siguiera dándole vueltas en su cabeza a las palabras que acababa de decirle. Entonces él vería sus señales y sabría cómo proceder. No había pensado en nada específico; le bastaba con que estuviera insegura y menos propensa a clavarle un cuchillo en mitad de la espalda. Y si una pequeña parte de él sentía un poco de amargura por el hecho de manipular las emociones de Selendri de aquella manera (esa maldita parte suya que se había manifestado en tan pocas ocasiones), pues… no tenía que olvidar que podía hacer y sentir lo que quisiera mientras siguiera siendo Leocanto Kosta, pues Leocanto Kosta no era real.
Dio un paso y salió del ascensor sin saber quién de los dos, si él o Selendri, estaban más convencidos de lo último que había dicho y pensado.
—¡Maese Kosta! Mi nuevo y misterioso socio. Qué atareado ha estado últimamente.
El despacho de Requin estaba igual de atestado que la última vez. Locke se sintió gratificado al ver que sus mazos de cartas seguían estando encima del escritorio de Requin, repartidos por varios lugares. El ascensor se había alojado en un nicho dispuesto entre dos cuadros, un nicho en el que no había reparado en su anterior visita.
Requin estaba mirando por la pantalla de rejilla que cubría la entrada de su balcón y vestía una levita de color marrón oscuro y solapas negras. Se rascó la barbilla con un guante y le echó a Locke una mirada de soslayo.
—Los últimos días —dijo Locke— Jerome y yo hemos estado bastante tranquilos. Creo que tal y como le prometí.
—No me refería a estos últimos días, sino a todo lo que ha hecho en Tal Verrar durante los dos últimos años.
—Ya me lo imaginaba. ¿Ha sido esclarecedor?
—Bastante educativo. Vayamos al grano. Su socio intentó sacarle a Azura Gallardine información respecto a mi bóveda. Hace poco más de un año. ¿Sabe quién es?
A la izquierda de Locke, Selendri había comenzado a pasearse por la habitación sin perderle de vista, mirándole por encima de su hombro derecho.
—Claro que sí. Una de las grandes cabronas del Gremio de los Artífices. Le dije a Jerome dónde encontrarla.
—¿Y cómo supo usted que ella me había ayudado en la construcción de la bóveda?
—Le resultaría sorprendente todo lo que uno puede oír en los bares de los artífices simplemente dando a entender que todas las historias que se cuentan en ellos son increíblemente fascinantes.
—Ya veo.
—Pero aquella vieja zorra no le dijo nada.
—No podía hacerlo. Y hubiera debido sentirse contenta por ello; pero ni siquiera me contó que su socio había ido a verla. Hace unas pocas noches saqué a relucir la cuestión y, curiosamente, un vendedor de cerveza que figura en la lista de mi gente de confianza me dijo que alguien que encajaba con la descripción de su socio había caído del cielo.
—Sí. Jerome me contó que la Maestra de Gremio tenía un método propio para interrumpir una conversación.
—Bien, pues, ayer por la tarde, Selendri habló con ella largo y tendido. Fue inducida para contar todo lo que recordara acerca de la visita de Jerome.
—¿Inducida?
—Financieramente hablando, maese Kosta.
—Ah.
—Y también llegué a enterarme de que usted había estado haciendo averiguaciones entre algunas de las bandas que tengo en la dársena de Plata. Por el tiempo en que Jerome fue a visitar a la Maestra de Gremio Gallardine.
—Sí. Hablé con un tipo mayor llamado Drava, y con una mujer… una tal…
—Armania Cantazzi.
—Sí, así se llamaba. Gracias. Una mujer despampanante; intenté dejar a un lado los negocios y lograr de ella un poco de intimidad, pero no pareció apreciar mis encantos.
—No le extrañe; Armania prefiere la compañía de otras mujeres.
—Vaya, es un alivio. Pensé que comenzaba a perder mi gancho con ellas.
—Mostró cierta curiosidad por los barcos, el tipo de preguntas que los oficiales de aduanas jamás suelen oír. Discutió de algunos asuntos con mi gente y todo quedó en nada. ¿Por qué?
—Después de darles varias vueltas a las cosas, Jerome y yo supusimos que lo mejor sería conseguir un barco que no fuera de Tal Verrar. Luego sólo tendríamos que emplear unas cuantas barcas para transportar lo que le robáramos y así evitar las complicaciones que habrían surgido con una barcaza.
—Supongo que estaría de acuerdo con usted si planeara robarme a mí mismo. Y ahora, el asunto de los alquimistas. Dispongo de información fidedigna que les sitúa a ustedes con varios de ellos durante el año pasado. Me refiero a los buenos y a los malos.
—Por supuesto. Estuve realizando unos cuantos experimentos con ácidos y aceite ardiente para quemar algunos mecanismos de precisión de segunda mano. Pensaba que podríamos ahorrarnos el aburrimiento de tener que abrir cerraduras.
—¿Y esos experimentos tuvieron éxito?
—Compartiría esa información con la persona que me diera trabajo —dijo Locke con una mueca.
—Mmmm. Dejemos eso por ahora. Pero da la impresión de que estaban buscando algo. Hay demasiadas actividades que confirman su historia. Y ahora otra más.
—¿Cuál?
—Soy curioso. ¿Qué hacía el viejo Maxilan cuando fueron a verle hace justamente tres noches?
Entonces Locke fue súbitamente consciente de que Selendri había dejado de pasearse. Acababa de situarse a muy pocos pasos por detrás de él, y no se movía. Guardián Avieso, dame una retahíla de chorradas bañadas en oro y la sabiduría para saber cuando tengo que parar, dijo para sí.
—Uh, bueno, es un capullo.
—Eso no es ningún secreto. Cualquiera de los niños del arroyo me habría dicho lo mismo. ¿Pero admite que estuvo en la Mon Magisteria?
—Sí. Tuve una audiencia privada con Stragos. Dicho sea de paso, cree que los agentes que ha infiltrado en sus bandas siguen sin ser detectados.
—Según mis intenciones. Pero se está saliendo del tema, Leocanto. Sólo dígame qué quería de usted y de Jerome el Arconte de Tal Verrar. Y, además, a mitad de la noche. Y, precisamente, la misma noche en que nosotros habíamos mantenido una conversación tan interesante.
Locke suspiró para darse unos cuantos segundos antes de responder.
—Puedo decírselo —dijo cuando su momento de duda comenzaba a exceder los límites de la prudencia—, pero me temo que no le gustará.
—Seguro que no me gustará. Pero suéltelo de cualquier modo.
Locke volvió a suspirar. O meterse de cabeza en una mentira, o salir de cabeza por la ventana.
—Stragos es el que nos paga a Jerome y a mí. La gente con la que supuestamente tratamos son agentes suyos. Él es el hombre que está obsesionado con que su bóveda parezca una despensa después de un banquete. Supongo que debió de pensar que ya era hora de restallar el látigo encima de nuestras cabezas.
El rostro de Requin mostró unas leves arrugas cuando apretó los dientes y juntó las manos por detrás.
—¿Y eso lo ha escuchado de su propia boca?
—Sí.
—Me sorprende. Debe de tenerle a usted en muy alta estima para explicarle personalmente sus asuntos. ¿Puede probarlo?
—Bueno, verá, le pedí una declaración jurada de todo eso de arrastrarle por el polvo a usted, y le gustó tanto que me entregó una, pero, torpe de mí, se me perdió anoche por el camino —Locke se volvió hacia la izquierda y frunció el ceño. Acababa de ver que Selendri le vigilaba estrechamente y que su mano sana se apoyaba en algo que tenía dentro de la casaca—. ¡No me joda! ¡Si no me cree, ahora mismo puedo tirarme por la ventana y ahorrarnos a todos una gran pérdida de tiempo!
—No… aún no veo la necesidad de pintar los adoquines del suelo con sus sesos —Requin levantó una mano—. Pero debe reconocer que no es muy normal que alguien en la posición de Stragos trate directamente con agentes que, ah, se encuentran muy por debajo de él en su escala de jerarquía y de consideración. No se ofenda.
—No me ofendo. Si se me permite aventurar una hipótesis, diría que, por el motivo que sea, Stragos está impaciente. Sospecho que quiere obtener resultados cuanto antes. Y… estoy completamente seguro de que Jerome y yo no sobreviviremos al éxito de la empresa para la que nos contrató. Creo que es la única suposición razonable que puedo hacer.
—Y supongo que, de paso, se ahorraría un buen pellizco. Stragos es de esas personas que muestran más parsimonia con el dinero que con las vidas de las personas —Requin chasqueó los nudillos, aún cubiertos por sus finos guantes de piel—. Lo peor de todo esto es que resulta condenadamente verosímil. Tengo una regla de oro: si te encuentras ante un rompecabezas que es fácil y agradable de montar, entonces es que alguien está intentando joderte.
—A mí me queda una pregunta por hacer —intervino Selendri—, y es la siguiente: ¿Por qué iba Stragos a tratar personalmente con ustedes, sabiendo perfectamente que podrían implicarle en caso de ser adecuadamente… persuadidos?
—Hay una cuestión que no pensaba mencionar —dijo Locke con un dejo de vergüenza—. Se trata de… algo que tanto a mí como a Jerome nos produce gran embarazo. Durante nuestra audiencia, Stragos nos dio de beber sidra. Por no querer parecer desconsiderados, ambos la bebimos en abundancia. Luego nos dijo que la había mezclado con un veneno sutil de efecto retardado. Un veneno que nos obliga a Jerome y a mí a tomar el antídoto que piensa darnos cada cierto tiempo. De esa manera nos tiene bien agarrados, pues si queremos el antídoto tendremos que ser sus niños buenos.
—Un viejo truco —dijo Requin—, tan antiguo como efectivo.
—Creo haberle dicho que eso nos producía cierto embarazo. Bueno, como acaba de ver —dijo Locke—, ya tiene la manera de acabar con nosotros cuando ya no le seamos de más utilidad. Estoy seguro de que confía plenamente en nuestra ayuda para cuando llegue el momento.
—¿Y, a pesar de eso, aún quieren volverse contra él?
—Seamos honestos, Requin. Si usted fuera Stragos, ¿nos daría el antídoto para que nos marcháramos tan contentos? Realmente estamos muertos para él. Por eso mismo, no puedo morirme sin llevar antes a cabo no una, sino dos venganzas. Incluso si he de sucumbir por culpa de la maldita sidra de Stragos, quiero disfrutar de mi último momento con Jerome. Y quiero ver sufrir al Arconte. Usted sigue siendo el mejor medio del que dispongo para llevar a cabo dichas muertes.
—Una suposición razonable —dijo Requin con un ronroneo y adoptando una actitud sólo un poco más amable.
—Me agrada que piense eso, porque es evidente que conocía menos la política de esta ciudad de lo que pensaba. Hábleme un poco de ella, Requin.
—El Arconte y el Priori se enseñan los dientes mutuamente. En la actualidad, la mitad de los miembros del Priori guardan buena parte de sus fortunas personales en mi bóveda, haciendo imposible que los espías del Arconte conozcan la auténtica cuantía de las mismas. Si vaciara mi bóveda, no sólo les dejaría a ellos sin fondos, sino que yo quedaría en entredicho ante ellos. Stragos no me apartaría del negocio sin mediar un caso de fuerza mayor, porque tiene miedo de que eso originara una guerra civil. Pero apadrinar a una tercera fuerza para que se hiciera con mi bóveda… eso le resolvería muy bien el problema. Yo estaría entretenido cazándoles a usted y a Jerome, el Priori estaría entretenido en localizarme para descuartizarme, y entonces Stragos podría sencillamente…
Para ilustrar lo que el Arconte podría hacer, Requin cerró una mano y la puso dentro de la palma abierta de la otra, que luego cerró de golpe.
—Tenía la impresión —dijo Locke— de que el Arconte se encontraba bajo las órdenes del Priori.
—Técnicamente, así es. El Priori tiene un precioso pergamino que lo atestigua. Pero Stragos posee un ejército y una armada que le permiten disentir de esa opinión.
—Genial. Y ahora, ¿qué vamos a hacer?
—Buena pregunta. Maese Kosta, ¿dejamos a un lado sus sugerencias, sus planes y sus juegos de manos?
Locke decidió que ya había llegado la hora de que Leocanto Kosta pareciera un poco más humano.
—Mire —dijo—, cuando el que nos había contratado sólo era alguien anónimo que nos enviaba una bolsa de monedas al mes, yo sabía exactamente lo que hacía. Pero ahora, desde que ha sucedido lo que ha sucedido y los cuchillos han salido a relucir, usted enfoca las cosas desde unas perspectivas que yo no alcanzo a comprender. Así pues, dígame lo que hay que hacer y yo lo haré.
—Hmmmm. Stragos. ¿Le preguntó acerca de la conversación que usted mantuvo conmigo?
—Ni siquiera la mencionó. No creo que estuviera enterado de ella. Creo que, cuando ordenó que nos apresaran aquella noche para llevarnos a su presencia, no era debido a nada en particular.
—¿Está seguro?
—Tanto como pueda estarlo.
—Dígame una cosa, Leocanto. Si Stragos hubiera puesto sus cartas sobre la mesa antes de que usted pusiera sus artes a mi servicio… Si usted hubiera sabido la identidad de aquel a quien se disponía a traicionar, ¿habría seguido con ello?
—Bueno… —Locke hizo como si sopesara la pregunta—. No puedo decir lo que podría pensar si aún me siguiera gustando o si confiara en él. Quizá hubiera acabado por plantarle a Jerome un cuchillo en la espalda y seguir trabajando para Stragos. Pero… para él sólo somos como ratas, ¿no es así? Cree que nos conoce bien. Pero ahora… no me agrada, ni siquiera un poco, y eso sin tener en cuenta el veneno.
—He tenido que hablar mucho con usted para conseguir que le inspirase ese desagrado que ahora siente por él —dijo Requin con una sonrisa—. Está bien. Pero si quiere ganarse un puesto en mi organización, tendrá que pagar un precio. Y ese precio es Stragos.
—Oh, dioses. ¿Qué quiere decir?
—Cuando yo compruebe fehacientemente que Stragos, una de dos, o ha muerto o está bajo mi custodia, usted podrá tener lo que me pida. Una plaza en la Aguja del Pecado para ayudarme con los juegos. Un salario. Toda la ayuda que pueda ofrecerle en el asunto del veneno. Y a Jerome de Ferra implorando ante su cuchillo. ¿No le agrada?
—¿Y cómo supone que voy a hacer lo que me pide?
—No espero que usted lo haga todo. Pero es evidente que Maxilan lleva gobernando mucho tiempo. Ayúdeme a conseguir su jubilación por cualquiera de los medios a su alcance o del modo que yo le ordene. Y entonces, así lo espero, tendré un nuevo administrador.
—Es lo mejor que he oído desde hace mucho tiempo. Ah, ¿y el dinero de mi cuenta, que se encuentra congelado por orden suya?
—Seguirá así, perdido para usted a causa de sus malas acciones. No soy un hombre caritativo, Leocanto. No lo olvide si quiere estar a mi servicio.
—Por supuesto. Por supuesto. Y ahora discúlpeme si le hago una pregunta que me concierne personalmente. ¿Por qué no le preocupa que ahora pueda estar haciendo un doble juego a favor de Stragos? ¿Que, en cuanto salga de aquí, me vaya corriendo a verle para contárselo todo?
—¿Y por qué supone que ahora mismo no estoy jugando con usted y que me lo he creído todo? —Requin sonrió con franqueza, auténticamente divertido.
—Todas esas hipótesis me dan dolor de cabeza —dijo Locke—. Prefiero las trampas con las cartas a la intriga. Si no he conseguido que usted vaya a mejores conmigo, entonces lo mejor que puedo hacer es volver a mi casa y colgarme esta misma noche.
—Sí. Pero le daré una respuesta mejor. ¿Qué podría contarle a Stragos? ¿Que no me gusta, que soy el banquero de sus enemigos y que me encantaría verlo muerto? ¿Que mi hostilidad para con él ha quedado confirmada? Vaya tontería. Sabe que le soy hostil. Sabe que los bajos fondos de Tal Verrar suponen un impedimento para que logre afianzarse en el poder. Mis felantozzi prefieren las órdenes que les dan los gremios a la posibilidad de recibir órdenes de gente con uniformes y lanzas; bajo una dictadura militar el dinero corre menos.
Felantozzi era el término que, en el Trono de Therin, designaba a los soldados de infantería; Locke lo había escuchado en alguna ocasión aplicado a los criminales, pero jamás en boca de uno de ellos.
—Sólo nos queda ya —dijo Requin— que su otro juez convenga conmigo en que usted sigue siendo un riesgo que vale la pena correr.
—¿Otro juez?
Requin señaló a Selendri.
—Ya lo has escuchado todo, querida. ¿Tiramos a Leocanto por la ventana o le devolvemos a un lugar donde puedas encontrarlo fácilmente para traerlo hasta aquí?
Locke se encontró con la mirada de ella, cruzó los brazos y sonrió con lo que, así lo esperaba, le parecía la mirada más agradable, como de cachorrillo indefenso, que acababa de adoptar. Selendri le escrutó con el ceño fruncido durante unos instantes y luego suspiró.
—Este asunto no me inspira mucha confianza. Pero si tenemos la posibilidad de colocar relativamente cerca del Arconte a un chaquetero… supongo que no perdemos mucho a cambio. Creo que podemos quedarnos con él.
—Acérquese, maese Kosta —Requin le puso una mano en el hombro—. ¿Qué le parece esta confirmación tan rotunda de su valía?
—La tendré en cuenta por lo que vale —Locke no tuvo que fingir mucho por el alivio que en realidad sentía.
—Entonces, a su debido tiempo, su trabajo consistirá en que el Arconte se sienta contento. Y, presumiblemente, en tomar el antídoto que le ofrecerá.
—Así lo haré, si los dioses lo disponen —Locke se rascó la barbilla, pensativo—. Tendré que decirle que nos hemos conocido personalmente; puede tener más ojos en su Aguja que se lo digan antes o después. Mejor que lo sepa cuanto antes.
—Claro que sí. ¿Sabe si le hará regresar pronto a la Mon Magisteria?
—No sé exactamente cuándo, pero supongo que sí. Antes de lo que me gustaría.
—Bien. Eso significa que quizá vuelva a hablarle de sus planes. Pues sólo le queda ya volver al lado de maese de Ferra y a sus negocios vespertinos. ¿Ha hablado con alguien esta noche?
—Acabábamos de llegar. Nos quedamos atrapados en el espectáculo de la jaula.
—Oh, las avispas. Fue una suerte conseguir esos monstruos.
—Es una propiedad peligrosa.
—En efecto, un capitán de Jeresh tenía una colmena repleta, con reina incluida, que estaba intentando vender. Mi gente dio el soplo a la aduana; ejecutaron al capitán, quemaron a la reina y las demás se desvanecieron en mi poder después de que las embargaran. Sabía que podría hacer buen uso de ellas.
—¿Y el joven que se enfrenta a ellas?
—El octavo hijo de un aristócrata de la nobleza menor, con arena por sesos y deudas con la Aguja. Dijo que pagaría sus deudas o que moriría en el intento, y yo le tomé la palabra.
—Vaya, pues he apostado cien solari por él, así que espero que viva para no perderlos —se volvió hacia Selendri—. ¿Volvemos al ascensor?
—Sólo hasta la sexta planta. A partir de ahí puede tomar las escaleras —su sonrisa parecía divertida— por su propio pie.
Cuando Locke consiguió finalmente abrirse paso a codazos hasta la segunda planta, el joven encerrado en la jaula sangraba, cojeaba y tropezaba. En el recinto había media docena de avispas-estilete sueltas, volando por encima para lanzarse sobre él y picarle. Locke gimió mientras avanzaba a empujones entre el gentío.
—¡Maese Kosta, por lo que veo ha llegado a tiempo de ver el final!
La señora Durenna sonreía por encima del borde de su copa, que venía a ser un vaso de cristal muy estrecho y alto, de unos treinta centímetros, lleno con un líquido lechoso de color naranja. Jean sostenía un vaso más pequeño, ocupado por algo de color marrón claro, idéntico al que pasó a Locke, que él recogió con gesto agradecido. Ron con miel… lo suficientemente fuerte para olvidar las burlas de que Durenna les hacía gala, pero no tanto como para adormecer durante el resto de la velada el buen juicio de quien se lo tomara.
—¿Tan tarde? Me disculpo por mi ausencia. Un pequeño asunto algo tonto.
—¿Tonto? ¿Con alguien del Priori?
—La semana pasada cometí el error de enseñarle un truco con las cartas —dijo Locke—. Y ahora está disponiendo todo lo necesario para que le haga el mismo truco a un amigo suyo.
—Entonces debe de ser un truco impresionante. ¿Más que los que suele hacer de ordinario en la mesa de juego?
—Lo dudo, señora —Locke se echó un trago bastante largo—. En primer lugar, no tengo que preocuparme porque nadie me descubra cuando hago trampas con las cartas.
—Maese Kosta, ¿alguna vez ha intentado alguien cortarle esa lengua suya tan molesta?
—Eso que usted propone llegó a convertirse en el pasatiempo tradicional de varias ciudades que podría citar.
Dentro de la jaula el zumbido enloquecido de las avispas fue en aumento a medida que varias más salían como una exhalación de sus celdillas… dos, tres, cuatro… Locke se estremeció y observó impotente cómo aquellas formas oscuras y difusas daban vueltas por el interior de la jaula y chocaban contra la malla metálica. El joven intentó guardar la compostura, pero luego le entró el pánico y comenzó a dar golpes sin ton ni son. Una avispa se encontró con su guante y cayó al suelo de un manotazo, pero otra aterrizó encima de la parte inferior de su espalda y le picó. El muchacho aulló, le dio un manotazo y arqueó la espalda. La muchedumbre se quedó mortalmente callada, con una mezcla de horror y de premonición por lo que iba a suceder.
Fue algo rápido, aunque Locke jamás lo hubiera llamado piadoso. Las avispas se arremolinaron alrededor del joven, se lanzaron contra él como rayos y le aguijonearon, clavando sus patas con garras en su camisa manchada de sangre. Una se le puso en el pecho, otra en un brazo, sus respectivos abdómenes subiendo y bajando en un frenesí de locura… Una revoloteó entre sus cabellos y otra le clavó su aguijón en el cogote. Los salvajes gritos del joven se convirtieron en sonidos entrecortados. La espuma asomó por su boca, la sangre corrió, formando arroyuelos por rostro y pecho, hasta que él acabó cayéndose al suelo y se retorció violentamente. Las avispas zumbaron y se pasearon por todo su cuerpo, dando la impresión de que fueran horribles hormigas rojas enfrascadas en sus asuntos, siempre mordiendo y picando.
El estómago de Locke se revolvió por el tentempié que había tomado en Villa Candessa, por lo que se mordió uno de los dedos, engarabitados, para ver si, con aquel dolor, conseguía recobrar el autocontrol. Cuando se volvió hacia la señora Durenna, su rostro volvía a estar tranquilo.
—Y bien —dijo, agitando las cuatro fichas delante de él y de Jean—, he aquí un ungüento tolerable para las heridas que aún me duelen de nuestro último encuentro. ¿Cuándo tendré el placer de una revancha en toda regla?
—No creo que sea muy pronto —dijo Locke—. Si nos disculpa, esta noche tenemos que… discutir ciertos asuntos de carácter político. Pero antes de que nos vayamos quiero tirar mi bebida encima del cadáver del hombre que nos ha costado doscientos solari.
La señora Durenna agitó una mano y, antes de que Locke y Jean hubieran dado dos pasos, comenzó a recargar su pipa con el tabaco que extrajo de una bolsita de piel.
Las náuseas de Locke regresaron cuando echó a andar hacia la jaula. La muchedumbre se agolpaba a su alrededor, vendiendo fichas y parloteando con sumo entusiasmo. Pero cuando llegó ante la jaula, nadie estaba cerca de él. El ruido y el movimiento que había en aquella habitación seguían logrando que las avispas estuvieran muy agitadas. Cuando Locke se acercó a la jaula, dos de ellas echaron a volar y se acercaron amenazadoramente a él, golpeando con fuerza la tela metálica del interior mientras le seguían. Daba la impresión de que sus ojos negros le miraran fijamente. Y él, a su pesar, tuvo que agacharse.
Se arrodilló junto al cadáver del joven, lo más cerca que pudo, y en cuestión de segundos la mitad de las avispas que estaban dentro de la jaula comenzaron a zumbar y a agitar las alas justo a menos de medio metro de su cabeza. Locke arrojó el ron que quedaba en su vaso, más o menos la mitad de su contenido, encima de aquel cadáver cubierto de avispas. Detrás de él, alguien estalló en carcajadas.
—Ése es el espíritu, hermano —dijo una voz oculta—. Ese torpe hijo de puta me costó quinientos solari. ¡Méate encima de él mientras estás agachado!
—Guardián Avieso —Locke comenzó a hablar entre dientes muy deprisa—, una libación en el suelo para un desconocido sin amigos. Señor de los valientes y de los necios, facilita a este hombre el camino hasta la Dama del Largo Silencio. Murió de una manera terrible. Haz esto por mí y no volveré a pedirte nada más durante algún tiempo. Me refiero al tiempo que esté aquí.
Locke besó el dorso de su mano izquierda y se puso en pie. Después de pronunciar aquellas palabras de bendición, descubrió que jamás estaría lo suficientemente lejos de aquella jaula.
—¿Adónde nos vamos? —preguntó Jean con voz tranquila.
—A donde sea, con tal de estar lo suficientemente lejos de esos malditos insectos.
El cielo lucía límpido sobre la superficie del mar, pero unas nubes lo encapotaban por el este; era como si, para ocultarlo, hubieran colgado de las lunas un techo de humo congelado que lanzaba destellos de nácar. Una fuerte brisa soplaba en su dirección mientras recorrían a duras penas los muelles que acotaban uno de los extremos de la Gran Galería, arrojando a sus pies papeles que volaban y otros desechos. La campana de un barco llegó hasta ellos a través del agua plateada que dormía.
A su izquierda, un muro oscuro de cristal antiguo se elevaba piso tras piso como un acantilado, surcado aquí y allá por unas escaleras desvencijadas, provistas de faroles para guiar el camino de quienes subían y bajaban por ellas a pesar de su bailoteo. En lo más alto del muro se encontraban el Mercado Nocturno y el extremo de aquel vasto tejado que cubría las terrazas de la isla hasta su parte inferior, la que daba al mar.
—Oh, fantástico —dijo Jean cuando Locke hubo terminado de contarle lo sucedido en el despacho de Requin—. Así que ahora tenemos a Requin pensando que Stragos no puede atraparle. Jamás había colaborado en el nacimiento de una guerra civil. Puede ser divertido.
—No tenía mucho donde escoger —dijo Locke—. ¿Acaso se te ocurre otro motivo tan convincente para que Stragos haya tomado un interés tan personal en nosotros? A falta de una buena explicación, era evidente que debía saltar por aquella ventana.
—Si hubieras aterrizado de cabeza, sólo tendrías que preocuparte de pagar la factura de los adoquines rotos del suelo. ¿Crees que Stragos debe saber que Requin no es tan opaco para sus agentes como cree?
—Oh, el muy hijo de puta.
—Yo creo que no.
—Además, lo único que sabemos es que Stragos no puede hacerle nada a Requin. Aunque no se profesen mucha amistad, ambos van a crear muchos problemas a la ciudad. Creo que, en lo que se refiere al libro de cuentas —dijo Locke—, podremos tener una charla suave con Selendri. Y me da la impresión de que Requin piensa que estoy a su lado.
—Bien por eso. ¿Crees que ya es hora de darle las sillas?
—Claro, las sillas… las sillas. Sí. Hagámoslo antes de que Stragos nos haga dar más vueltas.
—Las sacaré del almacén y las llevaré dentro de un carruaje a donde quieras.
—Bien. Entonces se las entregaré a finales de esta semana. ¿Habías pensado estar una o dos noches sin ir a la Aguja del Pecado?
—Por supuesto que no. ¿Hay algún motivo en particular?
—Sólo quiero molestar un poco a Durenna y a Corvaleur. Hasta que nuestra situación sea un poco más segura, prefiero no malgastar otra noche perdiendo dinero y emborrachándonos. La bela paranella podría levantar sospechas si volviéramos a emplearla.
—Si lo planteas de esa manera, no te diré que no iré. ¿Qué te parece si me voy a dar una vuelta por algún sitio para ver si consigo enterarme de algún chisme sobre el Arconte y el Priori? Creo que podríamos pertrecharnos con un poquito más de la historia de esta ciudad.
—Magnífico. Pero ¿qué diablos es eso?
No estaban solos en aquel lado de los muelles; además de los ocasionales extranjeros que iban de un lado a otro para hacer negocios, había marinos durmiendo, tapados con sus capas al lado de su embarcación amarrada, y un considerable número de borrachos y de desechos humanos acurrucados debajo de cualquier abrigo que pudiesen llamar suyo. Un montón de cajones se encontraba justo unos pocos pasos a su izquierda, a cuya sombra se sentaba una figura menuda cubierta con harapos deshilachados, cerca de un pequeño globo alquímico que desprendía una tenue luz rojiza. La figura agarraba un pequeño saco de harpillera y les hacía señas con una mano pálida.
—¡Señores, señores! —aquella voz cascada que sonaba fuerte era de mujer—. Por compasión, nobles caballeros. Por compasión, por el amor de Perelandro. Una moneda, cualquier moneda, aunque sea de cobre. Apiádense de mí, por el amor de Perelandro.
La mano de Locke fue hacia su bolsa, que estaba justo dentro de su levita. Jean había sacado la suya y la llevaba en la mano derecha; parecía contento de que Locke viera aquel acto nocturno de caridad.
—Por el amor de Perelandro, señora, usted va a tener algo más que una centira.
Distraído durante unos instantes por el agradable calorcillo que le proporcionaban sus maneras galantes, Locke sacó tres volani de plata antes de que la primera señal de que algo no iba bien quedara registrada en su mente. La mendiga se contentaba con una moneda de cobre, tenía una voz potente… entonces, ¿por qué no se había dirigido a ninguno de los viandantes que pasaban justo por delante de ella? Y ¿por qué mantenía lejos de sí la bolsa que agarraba en vez de dejarla junto a su cuerpo?
Como Jean era más rápido que él, no encontró ningún modo más elegante de ponerle a Locke a salvo que levantar el brazo izquierdo y propinarle un fuerte empujón. El cuadrillo de una ballesta hizo un agujero limpio, y muy negro, en el saco de harpillera y silbó en el aire que se encontraba entre ellos; mientras caía de lado, Locke sintió un tirón en los faldones de la levita. Cayó encima de un cajón pequeño y aterrizó de espaldas con poca elegancia.
Se incorporó justo a tiempo de ver cómo Jean golpeaba a la mendiga en la cara. La cabeza de la mujer salió despedida hacia atrás, pero ella plantó las manos en el suelo y empleó las piernas como tijeras, arrastrando a Jean. Después de que éste cayera al suelo, la mendiga levantó las piernas, le dio un golpe de abajo arriba, y se dobló formando un arco. Apenas un segundo después se levantaba y se despojaba de sus harapos.
Ah, mierda. Boxea con los pies… una maldita chassoniere, eso es lo que es, pensó Locke mientras daba un traspié. Jean odia ese tipo de lucha. Locke dio unos tirones de sus mangas y en cada una de sus manos cayó un estilete. Moviéndose con sumo cuidado entre las piedras del suelo, dio un salto hacia la contraria de Jean, quien, a pesar de todos sus esfuerzos por liberarse, estaba recibiendo patadas en las costillas. Cuando Locke estaba a sólo tres pasos de la chassoniere, el sonido de las pisadas de unas botas de cuero le advirtió de una presencia cercana. Levantó el estilete que tenía en la mano derecha como si fuera a golpear a la que estaba zurrando a Jean y entonces se agachó y se giró, arremetiendo hacia atrás y a ciegas con el otro estilete.
Locke no tardó en agradecer el haberse agachado, porque algo pasó rápidamente muy cerca de su cabeza, tan cerca que sintió un fuerte dolor en el cuero cabelludo. El nuevo atacante era otro «mendigo», un hombre de casi su misma estatura, cuya larga cadena de hierro le habría partido el cráneo como si fuese un huevo. El impulso desarrollado por aquel nuevo atacante le condujo hasta la punta del estilete de Locke, que se clavó en él hasta la empuñadura, justo debajo de su axila derecha. El hombre dio una boqueada y entonces Locke se aprovechó de su ventaja sin ningún remordimiento y dirigió hacia abajo la hoja del otro estilete, clavándosela en la clavícula izquierda.
Locke retorció ambas hojas de la manera más bestial que pudo y el hombre gimió. La cadena se deslizó de sus manos y golpeó las piedras con ruido metálico; un segundo después Locke extrajo las hojas del cuerpo del hombre como si fueran los palillos de unas brochetas de carne y dejó que aquel pobre diablo se desplomara en el suelo. Levantó sus estiletes ensangrentados, les dio la vuelta y, con un súbito arrebato de autoestima, cargó contra la contraria de Jean.
Sin que Locke tuviera apenas tiempo de verlo, ella movió la cadera y le lanzó una patada que le alcanzó en el esternón y le hizo sentir algo parecido a caminar dentro de una pared de ladrillos. Cuando retrocedió, ella aprovechó la oportunidad para apartarse de Jean (que estaba bastante magullado por los muchos puñetazos que le habían caído encima) y avanzar hacia Locke.
Se había quitado los harapos. Locke vio que era una mujer joven, posiblemente más joven que él, con unas ropas negras muy holgadas y un chaleco de cuero a la última moda, que se ceñía muy bien a su tórax. Era de Therin, relativamente morena y con la cabellera negra peinada en una trenza que rodeaba su cabeza como si fuera una corona. Su aplomo decía que ya había matado con anterioridad.
No importa, pensó Locke mientras retrocedía, lo mismo que yo; y entonces tropezó con el cuerpo del hombre al que acababa de apuñalar.
Ella aprovechó aquel traspié sin dudarlo ni un instante. Y, en el preciso momento en que Locke recuperaba el equilibrio, le dio una patada en arco con su pierna derecha. Su pie aterrizó como un martillo en el antebrazo izquierdo de Locke, que lanzó una palabrota al ver que el estilete abandonaba sus dedos, súbitamente insensibles. Encolerizado, atacó con la hoja que tenía en la mano derecha.
Moviéndose con mayor destreza incluso que Jean, la joven agarró con su mano izquierda la muñeca derecha de Locke, le lanzó hacia delante con muchísima fuerza y entonces le golpeó en la columna vertebral con el filo de su mano derecha. El estilete que aún le quedaba giró en la oscuridad como un hombre al que acabaran de lanzar desde un edificio muy alto; entonces Locke descubrió repentinamente que el cielo oscuro que se encontraba encima de él acababa de convertirse en los adoquines grises que iban a su encuentro. El impacto contra ellos fue tan grande que los dientes le bailotearon en la boca como si fueran dados metidos dentro de un cubilete.
Ella le dio una patada para que se diera la vuelta y luego le plantó un pie en el pecho para inmovilizarle. Entonces tomó uno de los estiletes de Locke, que, aún aturdido, vio cómo ella iba acercándolo lentamente hacia él. Sus manos entumecidas se movían tan despacio que llegaban a traicionarle; además, sentía una insoportable sensación de picor en su cuello desprotegido, que iba en aumento a medida que su propio estilete caía hacia él.
Locke no escuchó cómo el hacha de Jean se hundía en la espalda de la chica, pero sí vio el efecto y adivinó la causa. Enderezó todo el cuerpo, luego arqueó la espalda y soltó el estilete. Éste cayó al suelo con estridencias metálicas, justo al lado del rostro de Locke, y rebotó. Su asaltante cayó de rodillas muy cerca de él y comenzó a respirar con rápidas y profundas boqueadas, para luego hacerse un ovillo. Entonces Locke vio una de las Hermanas Malvadas de Jean enterrada en lo más profundo de una mancha de sangre que brotaba de la parte inferior de su espalda, justo a la derecha de su columna vertebral.
Jean se acercó hasta Locke, se agachó y extrajo el hacha de la espalda de la mujer. Ella se ahogó, cayó hacia delante y fue empujada de nuevo hacia atrás por Jean, que le había dado un empellón sin ningún miramiento para luego situarse detrás de su cabeza y ponerle el filo del hacha encima de la garganta.
—¡Eh!… ¡Leo! ¡Leocanto! ¿Estás bien?
—Esto duele mucho —Locke se ahogaba—. Aún sigo vivo.
—Entonces, bien —Jean siguió apretando con el hacha, que seguía sujetando por detrás de la joven como si fuera un barbero con una navaja de afeitar—. Comienza a hablar. Puedo ayudarte a morir sin más sufrimientos, e incluso puedo ayudarte a seguir viva. No eres una asesina corriente. ¿Quién te dijo que vinieras a este sitio?
—Mi espalda —dijo la mujer entre sollozos, con voz temblorosa y casi sin aliento—. Piedad, piedad, me duele.
—Se supone que así debe ser. ¿Quién te dijo que vinieras? ¿Quién te contrató?
—Tenemos dinero —dijo Locke, que tosía—. Hierro blanco. Podemos pagarte el doble. Sólo tienes que darnos un nombre.
—Oh, dioses, me duele…
Jean la agarró del pelo con la mano que tenía libre y tiró; ella gritó y se puso muy tiesa. Locke parpadeó al ver que una forma oscura y emplumada acababa de salirle a ella por el pecho; el sonido húmedo y apagado del impacto del cuadrillo contra su pecho le llegó una fracción de segundo más tarde. Jean saltó hacia un lado, muy sorprendido, y dejó caer a la mujer en el suelo. Momentos después miraba a quien se encontraba detrás de Locke y movía amenazadoramente el hacha.
—¡Usted!
—A su servicio, maese de Ferra.
Locke levantó la cabeza lo suficiente para poder ver, aunque al revés, a la mujer que pocas noches antes los había capturado en la calle para entregarlos al Arconte. Bajo aquella brisa, su negra cabellera ondeaba libremente a su espalda. Llevaba una chaqueta negra muy ceñida encima de un chaleco y una falda de color gris, y sostenía en su mano izquierda una ballesta descargada. Llegaba por el mismo sitio por donde ellos habían pasado antes, caminando sin prisa. Locke gimió y se hizo un ovillo hasta que aquella mujer llegó a su altura.
A su lado, la mendiga-chassoniere emitió un último borborigmo y murió.
—¡Maldición! —exclamó Jean—. ¡Estaba a punto de darme alguna información!
—No, no iba a darle ninguna, precisamente —dijo la agente del Arconte—. Echen un vistazo a su mano derecha.
Locke (que acababa de ponerse en pie a muy duras penas) y Jean hicieron lo que les decía: bajo la débil luz de las lunas y de los escasos faroles del embarcadero, un puñal muy estrecho de hoja curva relucía en la mano de la muerta.
—Se me encargó que velara por ustedes dos —dijo la mujer mientras se situaba al lado de Locke y sonreía muy contenta.
—Un trabajo condenadamente bien hecho —dijo Jean mientras se masajeaba las costillas con la mano izquierda.
—Me dio la impresión de que usted se encontraba bastante bien, al menos hasta el final —echó un vistazo al pequeño cuchillo y asintió para sus adentros—. Fíjese, este cuchillo tiene una acanaladura extra en el filo. Eso quiere decir que la hoja esconde algo desagradable. Ella estaba haciendo tiempo para clavárselo a usted.
—Ya sé lo que significa una acanaladura extra en la hoja —rezongó Jean con petulancia—. ¿Sabe para quién trabajaban esos dos?
—Sí, tengo algunas teorías al respecto.
—¿No querría compartirlas? —preguntó Locke.
—Sí, siempre que hubiera recibido instrucciones al respecto —dijo con un tono de dulzura.
—Que los dioses maldigan a todos los verraríes, y que les den más úlceras a sus privados que pelos tienen en la cabeza —murmuró Locke.
—Soy natural de Vel Virazzo —dijo aquella mujer.
—¿Tiene algún nombre? —preguntó Jean.
—Tengo muchos. Todos muy bonitos, pero también falsos —replicó ella—. Ustedes dos pueden llamarme Merrain.
—Merrain. Uh —Locke hizo una mueca y se masajeó el antebrazo izquierdo con la mano derecha. Jean le puso una mano en el hombro.
—¿Se te ha roto algo, Leo?
—No demasiado. Quizá sólo la dignidad y mis anteriores presunciones acerca de la benevolencia divina —Locke suspiró—. Merrain, hemos visto a bastante gente siguiéndonos durante las últimas noches. Supongo que también la habremos visto a usted.
—Lo dudo. Y ahora, caballeros, recojan sus cosas y echen a andar. En la misma dirección que antes habían tomado. Dentro de muy poco esto se llenará de policías, y los policías no reciben órdenes de mi patrón.
Locke recogió sus estiletes manchados y, antes de volvérselos a meter en las mangas, los limpió en las calzas del hombre que había matado. En aquel momento, disipado ya el frenesí de la lucha, Locke sintió que se le hacía un nudo en la garganta al ver aquel cadáver, y echó a andar lo más deprisa que pudo.
Jean recogió su casaca y guardó su hacha dentro de ella. Instantes después, los tres caminaban juntos, Merrain en el centro, cogidos del brazo.
—Mi patrón —comentó instantes después— me dijo que los vigilara esta noche y que, cuando me pareciera conveniente, los metiera en un bote.
—Maravilloso —dijo Locke—. Otra charla privada.
—La verdad es que no estoy segura; pero, si pudiera hacer una conjetura, yo diría que les ha encontrado trabajo.
Jean echó una rápida mirada a los dos cadáveres que quedaban tras ellos al amparo de la oscuridad y luego tosió, tapándose la boca con un puño.
—Espléndido —rezongó—, este sitio llevaba mucho tiempo pareciéndome aburrido y en absoluto complicado.