Reminiscencia

La Dama de la Columna de Cristal

1

Azura Gallardine no era una mujer con la que fuera fácil hablar.

Sin duda alguna, aunque tanto su título (Maestra Segunda del Gremio Mayor de Artífices, Calculistas y Artesanos Minuciosos) como su dirección (la intersección de la calle del Doblador de Cristal con la avenida de los Limpiadores de Ruedas Dentadas, Cantezzo oeste, cuarta terraza, Creciente de los Artífices) fueran muy conocidos, cualquiera que quisiera acercarse a su casa tenía que caminar algo más de diez metros por un recorrido que nada tenía que ver con la calzada pública por donde todos caminaban.

Y contemplar aquellos diez metros, o poco más, era algo demencial.

Habían pasado seis meses desde que Locke y Jean llegaran a Tal Verrar; las personalidades de Leocanto Kosta y de Jerome de Ferra habían evolucionado del simple bosquejo a una segunda piel muy confortable. Si el verano había comenzado a morir cuando ellos llegaron traqueteando por la calzada y entraron en la ciudad, en aquellos momentos los recios y secos vientos del invierno acababan de dar paso a las turbulentas brisas del comienzo de la primavera. Era el mes de Saris, en el septuagésimo octavo año de Nara, la Que Trae la Plaga, Señora de las Enfermedades Ubicuas.

Jean se sentaba en una silla almohadillada dispuesta en la popa de la barca ligera de placer que habían alquilado, una embarcación esbelta tripulada por seis remeros. Se deslizaba por encima de las rizadas aguas del puerto principal de Tal Verrar como un insecto apresurado, salpicando agua y tejiendo entre las embarcaciones mayores la complicada trayectoria que ordenaba a gritos la joven de menos de veinte años que se encontraba en la proa.

Era un día ventoso, con la lechosa luz de un sol que, aunque sin calentar mucho, se derramaba desde el lado oculto del alto velo de nubes. El puerto de Tal Verrar estaba a rebosar con los cargueros ligeros, las barcazas, los botes pequeños y los navíos más grandes de una docena de naciones. Un escuadrón de galeones de Emberlain y Parlay avanzaba por el agua, con el estandarte aguamarina y oro del reino de los Siete Compañeros ondeando en sus proas. Unos pocos cientos de metros más delante, Jean consiguió divisar un bergantín con la bandera blanca de Lashain y, más allá, una galera con la bandera de los Compañeros encima del banderín, más pequeño, del cantón de Balines, que se encuentra a unos pocos cientos de kilómetros al norte de la costa de Tal Verrar.

La barca de Jean rodeaba el extremo sur del Creciente de los Comerciantes, una de las tres islas con forma de media luna que rodeaban la Castellana, situada en el centro, como otros tantos pétalos de flor. Su destino era el Creciente de los Artífices, hogar de los hombres y mujeres que habían conseguido que el arte de la mecánica de precisión dejara de ser un entretenimiento propio de gente excéntrica para convertirse en una vibrante industria. La mecánica de precisión de Tal Verrar era más delicada, más sutil, más duradera (todo lo más que uno precisara) que la practicada por el escaso puñado de maestros dispersos a todo lo largo y ancho del mundo conocido.

Extrañamente, cuanto más se iba familiarizando Jean con Tal Verrar, más rara le parecía. Cada una de las ciudades construidas sobre las ruinas de los Antiguos poseía un carácter peculiar que, la mayor parte de las veces, dependía directamente de la naturaleza de dichas ruinas. Los camorríes vivían encima de unas islas que sólo estaban separadas entre sí por canales o, a lo más, por el río Angevino, y vivían hombro con hombro, en comparación con la enorme extensión de espacio que Tal Verrar podía ofrecer. Las ciento y pico mil almas que vivían en sus islas hacían pleno uso de dicho espacio, repartiéndose en varias tribus con una precisión inusual.

Al oeste, la pobre adherencia al terreno que caracterizaba el barrio de Quita y Pon, donde aquellos a quienes no les importaba que la cruda meteorología marina cambiara constantemente de sitio sus pertenencias, podían vivir al menos sin pagar un alquiler. Al este atestaban el distrito de Istria y proporcionaban mano de obra para los jardines escalonados del Creciente de los Manos Negras, donde conseguían lujuriantes cosechas de las que jamás disfrutarían, plantadas en un suelo enriquecido alquímicamente que jamás sería suyo.

Tal Verrar sólo poseía un cementerio, la antigua Colina de las Almas, que ocupaba la mayor parte de la isla más oriental de la ciudad, enfrente del Creciente de los Manos Negras. La Colina tenía seis terrazas llenas de piedras funerarias, esculturas y mausoleos que parecían mansiones en miniatura. Los muertos eran tratados en la muerte tal y como lo habían sido en vida, pues, a medida que se subía por las terrazas, la calidad de sus cadáveres aumentaba. Era una siniestra imagen especular de los Peldaños Dorados que se encontraban al otro lado de la bahía.

La propia Colina era tan grande como la propia ciudad de Vel Virazzo y poseía su propia (y extraña) sociedad: sacerdotes y sacerdotisas de Aza Guilla, bandas de plañideras (todas ellas proclamaban sus especialidades ceremoniales y sus florituras teatrales a cualquiera que se encontrase dentro del radio de acción de sus gritos), escultores de mausoleos y, lo más singular de todo ello, los Vigilantes de la Colina. Los Vigilantes eran criminales condenados por robar tumbas. En lugar de ejecutarlos, los encerraban en el interior de unas tintineantes cotas de malla y de unas máscaras de acero y les obligaban a patrullar la Colina de las Almas formando parte de una policía malhumorada. Cada uno de ellos sólo recuperaba la libertad capturando al ladrón de tumbas que habría de ocupar su lugar. Algunos tenían que esperar años.

En Tal Verrar no había ahorcamientos, decapitaciones ni ninguno de los combates entre criminales convictos y animales salvajes que eran populares en, prácticamente, todas las demás naciones. En Tal Verrar, quienes eran acusados de crímenes capitales desaparecían sin más, junto con la mayor parte de la basura de la ciudad, en la Sima de la Colina. Era un pozo cuadrado de trece metros de lado situado al norte de la Colina de las Almas. Sus paredes interiores, de cristal antiguo, se hundían en la más absoluta oscuridad sin dar ninguna pista de hasta dónde podían llegar. Los criminales empujados desde las planchas de ejecución caían por él gritando y suplicando. Pero, con mucho, el peor rumor que corría respecto a aquel lugar era el que afirmaba que aquellos a quienes se arrojaba a la Sima no morían… sino que seguían cayendo. Para siempre.

—¡Con fuerza a babor! —exclamó la chica desde la proa. Los remeros que estaban a la izquierda de Jean sacaron de un tirón los remos del agua, y los que se encontraban a su derecha les dieron con fuerza a los suyos, apartando la barca de la trayectoria de una galera de transporte, atestada de ganado asustado, que iba hacia ellos. Un hombre, agarrado a una de las barandillas de la galera, agitó un puño furioso en dirección a la barca que acababa de pasar a menos de tres metros por debajo de sus botas.

—¡Quítate la mierda de los ojos, chochito encanijado!

—¡Anda y vete a consolar a tu ganado, cabronazo picha floja!

—¡Zorra! ¡Zorra descarada! ¡Ponte al pairo y entonces verás si la tengo floja o no! Perdón, graciable señor.

Sentado en aquella silla que parecía un trono, ataviado con una levita de terciopelo, con tantos floripondios dorados que hubieran podido brillar bajo la débil luz de un día nublado, Jean parecía un hombre de alcurnia. Era muy importante para el de la galera asegurarse de que sus señales verbales eran recibidas adecuadamente, pues, mientras que los marinos eran aceptados en la vida diaria del puerto de Tal Verrar, la gente con dinero pensaba de sí misma que levitaba por encima del agua, completamente al margen de las embarcaciones y de la gente que las tripulaban. Jean agitó la mano con desdén.

—¡No necesito estar más cerca de ti para saber que la tienes floja, polla de grasa! —la chica hizo un gesto muy basto con ambas manos—. ¡Ya veo lo desconsoladas que tienes a tus jodidas vacas!

Y tras aquellas palabras, la barca quedó fuera del alcance de cualquier posible réplica verbal y mantuvo el rumbo, de suerte que la costa suroeste del Creciente de los Artífices fue creciendo poco a poco ante ella.

—Por todo eso —dijo Jean—, un volani de plata extra para todos los presentes.

Mientras la chica, que se había puesto muy contenta, y su entusiasta tripulación llevaban la barca con más vigor que antes hacia los muelles del Creciente de los Artífices, cierto tumulto que acontecía en el agua, a unos cien metros a la izquierda de su posición, captó la atención de Jean. Un carguero ligero con la bandera de una cofradía verrarí, desconocida por Jean, acababa de verse rodeado por una docena al menos de embarcaciones más pequeñas. Los hombres y mujeres de éstas intentaban trepar hasta el carguero, mientras su tripulación, inferior en número, procuraba apartarlos con remos y bombas de agua. Un bote lleno de policías se acercaba hacia ellos; como estaba bastante lejos, aún tardaría varios minutos en llegar.

—Y ahora, ¿qué es todo ese tumulto? —a voz en cuello, preguntaba Jean a la chica.

—¿Qué? ¿Dónde? Oh, eso. Es la Rebelión de las Plumas de Ave, pasa de vez en cuando.

—¿La Rebelión de las Plumas de Ave?

—La Cofradía de los Escribas. Ese carguero enarbola la bandera de la Cofradía de los Impresores. Debió de cargar alguna imprenta en el Creciente de los Artífices. ¿Ha visto alguna vez alguna imprenta?

—He oído hablar de ellas. De hecho, hace cinco meses.

—A los escribas no les gustan. Piensan que pueden hundirles el negocio. Por eso atacan a los impresores en cuanto cruzan la bahía. Ahora debe de haber seis o siete imprentas en el fondo. Y algunos cadáveres. Es un tumulto, un lío de los grandes, da pena. ¿Está de acuerdo conmigo?

—En efecto, lo estoy.

—Bueno, espero que jamás descubran nada que pueda reemplazar a un buen equipo de honestos remeros. Ahí está su muelle, señor, un poquito antes de la hora indicada, si le comprendí bien. ¿Quiere que le esperemos?

—Claro que sí —dijo Jean—. La gente servicial y divertida es difícil de encontrar. Espero que no me lleve más de una hora.

—Entonces a su servicio, maese de Ferra.

2

El Creciente no era patrimonio exclusivo del Gremio Mayor de los Artífices, aunque la mayoría de éstos lo hubieran elegido para vivir, pues sus salones y clubes privados asomaban prácticamente por todas las esquinas, por no hablar de que se les toleraba la fea costumbre que tenían de dejar por cualquier sitio dispositivos incomprensibles y, en ocasiones, peligrosos.

Jean subió los empinados peldaños de la avenida de la Cocatrix de Latón, dejando atrás a los vendedores de velas, a los afiladores y a los venipasíferos (una especie de videntes que, sólo con mirar la forma que adoptaban las venas de las manos y antebrazos de cualquiera, podían leer todo lo que iba a sucederle). En el extremo superior de la avenida tuvo que hacer un requiebro para apartarse de una mujer, joven y muy delgada, que, cubierta con un sombrero de cuatro picos y un velo para el sol, paseaba una valcona sujeta con una traílla de cuero reforzado. Las valcona eran aves de presa que no volaban, más grandes que un perro de caza. Con sus alas atrofiadas plegadas a lo largo de su robusto cuerpo, la valcona concentraba toda su fuerza en las garras, que podían arrancar trozos de carne humana tan grandes como puños. Se vinculaban a una persona como si fueran bebés agradecidos y se sentían muy contentas matando a quien fuera.

—Pajarito asesino, precioso —musitó Jean—; vaya peligro que tienes para la vida y la integridad física. Chiquito, o chiquita, qué cosa tan bonita eres.

La criatura le lanzó un gorjeo de advertencia y echó a correr detrás de su dueña.

Sudando y resoplando, subió por más escaleras y, enfadado, anotó mentalmente que unas cuantas horas de ejercicios físicos no le irían mal a la tripa que estaba echando. Para Jerome de Ferra, el ejercicio sólo era un medio para levantarse de la cama y llegar hasta las mesas de juego, y recíprocamente. Ya estaba a quince, veinte, veinticinco metros… por encima del nivel del mar, en lo alto de la segunda, de la tercera terraza, de la cuarta y última de la isla, donde la excentricidad y el poder de los artífices se hallaban en su culmen.

Las tiendas y casas de la cuarta terraza del Creciente se surtían de agua mediante una red de acueductos muy complicada. Algunos de ellos habían sido los fundamentos de la era del Trono de Therin, mientras que otros no eran más que canalones de cuero apuntalados con maderos. Norias, molinos de viento, cachivaches, contrapesos y péndulos se movían por cualquier parte a donde Jean mirase. La distribución de las reservas de agua era el juego preferido por los artífices. La única regla válida era que nadie podía quedarse sin el agua que le había sido asignada. Cada pocos días aparecía algún ramal nuevo o una nueva bomba que robaban el agua de un ramal antiguo o de una bomba igual de vieja. Y pocos días después, otro artífice comenzaba a llevar agua a otro nuevo canal, con lo que la batalla volvía a comenzar. Las tormentas tropicales llenaban indefectiblemente las calles de ruedas dentadas, mecanismos y piezas de fontanería, y entonces los artífices reconstruían los canales por donde circulaba el agua con un aspecto el doble de raro que el que tenían antes.

La calle del Doblador de Cristal corría a todo lo largo de la terraza superior. Jean giró a la izquierda y avanzó deprisa por el suelo de adoquines. No tardó en percibir los extraños olores que salían de las tiendas situadas delante de él; al otro lado de sus puertas, que mantenían abiertas, pudo ver cómo los artesanos hacían girar unas formas de color naranja muy brillante dispuestas en los extremos de unas pértigas. Una pequeña muchedumbre formada por los ayudantes de los alquimistas, que barrían la calle, se topó con él. Todos llevaban la capucha roja que indicaba su profesión, junto con las quemaduras alquímicas en manos y rostro que para ellos eran la enseña de su amor propio.

Tomó la avenida de los Limpiadores de Ruedas Dentadas, donde un pequeño grupo de trabajadores se sentaban delante de sus establecimientos, limpiando y puliendo piezas de metal. Algunos de ellos se encontraban bajo el escrutinio directo de unos artífices impacientes que refunfuñaban mientras les impartían directrices ineficaces y movían los pies con nerviosismo. Al llegar a la parte situada más al suroeste de la cuarta terraza, vio que se acababa el camino… a menos que quisiera recorrer los diez metros que llevaban a la casa de Azura Gallardine.

En el callejón donde moría la calle del Doblador de Cristal había varias tiendas dispuestas en arco, y el hueco que había entre ellas producía el mismo efecto que el diente que falta en una boca que sonríe. Sobresaliendo por detrás de aquel hueco se encontraba una columna de cristal antiguo, sujeta en la roca de la cuarta terraza por algún designio inescrutable que sólo los Antiguos pudieron conocer. La columna, con casi medio metro de diámetro y una longitud de trece, era plana en su extremo superior y, proyectándose como una lanza casi horizontal en medio del aire, sobresalía quince metros por encima de los tejados de las casas de una calle serpenteante que se encontraba en la tercera terraza.

La casa de Azura Gallardine estaba encima de aquella columna, como si fuera el nido de tres pisos que alguna ave hubiera construido en el extremo de la rama de un árbol. La Maestra Segunda del Gremio Mayor de los Artífices había descubierto la manera ideal de asegurar su intimidad… pues solamente aquellos que necesitaban tratar asuntos serios, o que necesitaban sinceramente sus habilidades, eran lo suficientemente locos para caminar por la columna que llevaba hasta la puerta de su casa.

Jean tragó saliva, se frotó las manos y murmuró una breve oración al Guardián Avieso antes de decidirse a acometer aquel objeto de cristal antiguo.

—No puede ser muy difícil —dijo para sí—. Suponía que sería peor. Sólo es un pequeño paseo. No hay que mirar abajo. Soy tan estable como un galeón a plena carga.

Con las manos hacia ambos costados para equilibrar su peso, Jean comenzó a andar por la columna. Era muy curioso ver cómo la brisa parecía tirar de él mientras avanzaba y cómo el cielo que estaba encima de él parecía hacerse más grande… Centró la mirada en la puerta que se encontraba ante él y (sin darse cuenta de ello) dejó de respirar hasta que sus manos la tocaron con firmeza. Tomó una profunda bocanada de aire y se limpió el entrecejo, que se le había empapado con una cantidad considerable de sudor.

La casa de Azura Gallardine estaba sólidamente construida con bloques de piedra. Tenía un tejado muy puntiagudo en el que podía verse un molino de viento que chirriaba y un gran odre de cuero metido en un armazón de madera, que servía para recoger el agua de lluvia. La puerta estaba adornada con dibujos en relieve de aparatos y otros mecanismos de precisión; al lado de aquélla, una plancha de latón se metía en la piedra. Jean hizo fuerza sobre la plancha y escuchó el batintín que sonaba dentro de la casa. El humo de los fuegos de la cocina situada por debajo de él se enroscó a su alrededor mientras permanecía inmóvil esperando una respuesta.

Cuando estaba a punto de insistir con la plancha, la puerta se abrió con un crujido. Una mujer, bajita y con el ceño fruncido, apareció en el hueco de la puerta y se le quedó mirando fijamente. Jean pensó que debía de tener sesenta años escasos… su piel rojiza estaba tan arrugada como las costuras de un viejo vestido de cuero. Era bastante robusta, con una papada que le daba una ligera apariencia de rana y una cara mofletuda, como si algún escultor hubiera cubierto sus prominentes pómulos con masilla. La blanca cabellera la llevaba recogida muy bien con unos aros de latón y de hierro negro, dispuestos de manera alternante, y la mayor parte de la piel que dejaba ver en manos, antebrazos y cuello estaba cubierta con tatuajes muy elaborados, aunque ya un poco despintados.

Jean adelantó el pie izquierdo e hizo una reverencia con un ángulo de cuarenta y cinco grados, dejando caer la mano izquierda a lo largo del cuerpo y llevando la derecha hacia abajo del estómago. Estaba a punto de articular varias florituras verbales cuando la Maestra de Gremio Gallardine le agarró por el cuello y lo metió dentro de su casa.

—¡Ouh, señora, por favor! ¡Permítame que me presente!

—Está demasiado gordo y bien vestido para ser un aprendiz que busca patrón —replicó ella—, así que tiene que haber venido para pedir un favor; y cuando los de su calaña dicen: «Hola», se tiran hablando un buen rato, así que cierre el pico.

La casa olía a aceite, sudor, tierra suelta de las piedras y metal caliente. Su interior era un espacio hueco bastante alto, la acumulación de cosas más raras que Jean jamás hubiera visto. En las paredes de la derecha y de la izquierda había unas ventanas con arco del tamaño de un hombre, mientras que el resto de espacio libre sobre las mismas estaba ocupado por una especie de andamiaje que sostenía cien estantes de madera atestados de herramientas, materiales y cachivaches. En la parte superior del andamiaje, colocado encima de un suelo improvisado de tablones, y debajo de un par de lámparas alquímicas que colgaban del techo, Jean pudo ver un catre y un escritorio. Escalas y cuerdas de cuero colgaban por varias partes; libros, rollos y botellas medio llenas, con el corcho puesto, ocupaban la mayor parte del suelo.

—Si he llegado en mal momento…

—Siempre es un mal momento, joven Maestro Intruso. Sólo un cliente con una petición interesante podría conseguir que dejara de serlo. ¿No será usted uno de ellos?

—Maestra de Gremio Gallardine, en todos los sitios donde he preguntado me han dicho que usted es la artífice más sutil, más consumada, más imitada de toda Tal Verrar…

—Deja de darme tanto jabón, muchacho —dijo aquella mujer mayor moviendo las manos—. Echa un vistazo a tu alrededor. Aparatos y palancas, pesos y cadenas. No necesitas untarlas con palabras bonitas para hacer que funcionen… ni a mí tampoco.

—Como usted quiera —dijo Jean, enderezándose y hurgando por dentro de su levita—. Pero no me siento a gusto conmigo mismo si no hago gala de cierta cortesía.

Extrajo del interior de la levita un pequeño paquete envuelto con un tejido plateado. Los cuatro extremos del envoltorio se juntaban gracias a un sello de cera dispuesto en el interior de un creciente de oro batido.

Todos los informantes de Jean le habían mencionado la única debilidad de Gallardine que la hacía humana: el gusto por los regalos, sólo comparable al displacer que sentía por las lisonjas y las interrupciones. Y aunque frunció el ceño, no pudo impedir que la sombra de una sonrisa se manifestara en su rostro mientras tomaba el paquete con sus tatuadas manos.

—Bien —dijo—, bien, todos debemos vivir con nuestros…

Rompió el sello y desgarró la tela plateada con la ansiedad de una niña pequeña. El envoltorio ocultaba una botella rectangular, cerrada con un tapón de latón, que contenía un líquido lechoso. Se relamió anticipadamente cuando leyó la etiqueta.

—¿Austershalin con ciruela blanca? —susurró—. Por los doce dioses. ¿De qué quiere hablarme?

Las mixturas de brandy eran una especialidad de Tal Verrar: los mejores brandys del mundo (en aquel caso, el sin par Austershalin de Emberlain) se mezclaban con un licor local producido a partir de raras frutas alquímicas (y ninguna lo era más que la ciruela blanca, bocado de dioses) y después eran embotellados y envejecidos para producir cordiales que podían dejar insensible la lengua por la riqueza de su sabor. La botella, que apenas servía para llenar el contenido de dos copas, valía los cuarenta y cinco solari que costaba.

—Unas cuantas personas enteradas —dijo Jean— me comentaron que usted sabría apreciar un modesto trago.

—Éste no parece muy modesto, maese…

—De Ferra, Jerome de Ferra a su servicio.

—Sino todo lo contrario, maese de Ferra. ¿Qué quiere que haga por usted?

—Bueno, si prefiere ir directamente al grano, creo que aún no puedo encargarle nada específico. Sólo tengo… preguntas.

—¿Respecto a qué?

—A bóvedas.

La Maestra de Gremio Gallardine acunó la botella como si se tratase de un niño y preguntó:

—¿Bóvedas, maese de Ferra? ¿Simples bóvedas de almacenaje con cerraduras convencionales o bóvedas de seguridad con sistemas mecánicos al efecto?

—Mis gustos, señora, tienden más a las segundas.

—¿Qué desea guardar en ellas?

—Nada —dijo Jean—. Más bien se trata de algo que no quiero que siga guardado.

—¿Se le ha cerrado la puerta de la bóveda? ¿Necesita que alguien le ayude a abrirla?

—Sí, señora. Sólo que…

—¿Qué?

Jean se lamió nuevamente los labios y añadió:

—He oído cierto tipo de rumores que afirman que usted podría hacer el tipo de trabajo que necesito.

Ella le miró fijamente, comprendiendo a dónde quería ir.

—¿Está diciendo que la bóveda que se le ha cerrado podría no ser, necesariamente, suya?

—Eh. No necesariamente mía.

Ella comenzó a pasearse por el interior de la casa, sorteando libros, botellas y artilugios mecánicos.

—La ley del Gremio Mayor —dijo al fin— prohíbe a cualquiera de nosotros inmiscuirse en el trabajo de otro, a menos que sea invitado a ello o se trate de un asunto de Estado. —Hizo otra pausa y añadió—: No obstante… está permitido dar consejos, examinar planos… para la mejora de nuestras artes, ya me comprende. Es una manera de prevenir que desaparezcamos, por decirlo de alguna manera.

—Los consejos son lo único que necesito —dijo Jean—. Ni siquiera me hace falta un cerrajero; sólo información para dársela a uno de ellos.

—Poca gente hay que pudiera dársela tan bien como yo. Pero, antes de discutir el asunto de la compensación, dígame… ¿Conoce a quien diseñó esa bóveda en la que ha puesto sus ojos?

—Lo conozco.

—¿Y se llama?

—Azura Gallardine.

La Maestra de Gremio retrocedió un paso, como si, de repente, una lengua bífida acabara de asomarse entre los labios de Jean.

—¿Ayudarle a hacer inefectivo mi propio trabajo? ¿Está usted loco?

—Había supuesto —dijo Jean— que la identidad del propietario de la bóveda no suscitaría, especialmente, sus simpatías.

—¿Quién es, y dónde está?

—Es Requin. Y se encuentra en la Aguja del Pecado.

—¡Por los doce dioses, usted está loco! —Gallardine echó una mirada furtiva por la habitación, como si estuviera buscando algún espía, antes de proseguir—. La verdad es que no suscita mis mejores simpatías. Más bien, ¡la simpatía que siento por mí misma!

—Tengo unos bolsillos bien repletos. Estoy seguro de que una buena suma de dinero atenuaría sus escrúpulos.

—No hay suma lo suficientemente grande en este mundo que pueda convencerme para hacer lo que me pide. Su acento, maese de Ferra…, creo que lo he localizado. ¿Es de Talisham, verdad?

—Sí.

—Y Requin… ¿Usted le ha estudiado a él, no?

—Concienzudamente, por supuesto.

—No diga disparates. Si le hubiera estudiado a conciencia, no estaría aquí. Pobre chico inocente de Talisham, permítame que le cuente una cosita sobre Requin. ¿Conoce a esa mujer que tiene consigo, Selendri? La del brazo mecánico…

—He oído que no permite que se le acerque nadie.

—¿Eso es todo lo que sabe de ella?

—Ah, más o menos.

—Hasta hace varios años —dijo Gallardine—, Requin tenía la costumbre de celebrar el Día de los Cambios una grandiosa fiesta de disfraces en la Aguja del Pecado. Una fiesta loca, con ropajes de a mil solari, y los suyos eran siempre los más fastuosos. Bueno, pues cierto año, él y esa hermosa joven decidieron intercambiarse las ropas y las máscaras. Una broma.

»Un asesino —siguió diciendo— había espolvoreado en el interior del traje de Requin algo diabólico. Alquimia de la más negra, una especie de aqua regia para la carne humana. Pero sólo era polvo… que necesitaba sudor y cordialidad para cobrar vida. Y aquella mujer lo llevó puesto encima durante media hora. Y cuando comenzó a sudar y a disfrutar, entonces comenzaron sus alaridos.

»Yo no estuve presente. Pero entre aquella gente había varios artífices a los que conocía; ellos me dijeron que estuvo gritando hasta que la voz se le quebró. Incluso cuando apenas una especie de silbido se escapaba por su garganta, siguió gritando. Sólo habían espolvoreado con aquella materia la mitad del traje… un detalle perverso. Su piel burbujeó como si fuera pez hirviente. Su carne hirvió, maese de Ferra. Nadie tuvo el valor de tocarla, excepto Requin. La despojó del traje, pidió agua, la curó febrilmente como mejor pudo. Le limpió la carne que le ardía con su propia casaca, con trozos de ropa, con las manos desnudas. Sufrió unas quemaduras tan atroces que aún hoy sigue llevando guantes para ocultar las cicatrices.

—Sorprendente —dijo Jean.

—Le salvó la vida —dijo Gallardine—, lo poco que quedaba de ella. Seguramente le habrá visto el rostro. Un ojo marchito, como una uva arrojada a una hoguera. Los dedos como ramas quemadas, la mano como una desolación agostada. Pero ahí no quedó todo. Tuvieron que cortarle un pecho, maese de Ferra. Le aseguro que no tiene ni idea de lo que eso significa… incluso ahora sería demasiado para mí, y eso que han pasado muchos años desde que tuve el último pensamiento galante.

»En cuanto la metió en la cama, Requin habló con todas sus bandas, todos sus ladrones, todos sus contactos, todos sus amigos de entre los ricos y poderosos. Ofreció mil solari, sin hacer ningún tipo de preguntas, a quien le revelara la identidad del envenenador. Pero aquel particular asesino daba un poco de miedo y, por otra parte, Requin no era tan respetado entonces como lo es ahora. No recibió ninguna respuesta. A la noche siguiente, ofreció cinco mil solari con las mismas condiciones, y siguió sin recibir respuesta alguna. A la noche siguiente, repitió la oferta por diez mil solari, pero infructuosamente. A la cuarta noche ofreció veinte mil… pero nadie le dijo nada.

»Los asesinatos comenzaron a la noche siguiente. Al azar. Entre los ladrones. Entre los alquimistas, entre los miembros del Priori. Entre todos aquellos que podían tener acceso a informaciones fiables. Un asesinato cada noche, en silencio, de un modo absolutamente profesional. A cada una de las víctimas le habían arrancado la piel de la mitad izquierda de su cuerpo con un cuchillo. Como recuerdo.

»Y cuando sus ladrones, sus tahúres y sus socios le pidieron que parase, él les dijo: “Encontrad al asesino y pararé”. Y ellos suplicaron e indagaron, pero no pudieron encontrar nada. Así que él comenzó a matar dos personas cada noche. Comenzó a matar a esposas, maridos, niños y a amigos. Cuando una de sus bandas se rebeló, todos sus miembros fueron hallados muertos al día siguiente. Todos, sin excepción. Todos los intentos de acabar con él fracasaron. Apretó a sus bandas con mano férrea y se deshizo de los mojigatos. Mató, mató y mató hasta que toda la ciudad comenzó a buscar frenéticamente debajo de las piedras y detrás de cada puerta al asesino. Hasta que nada fue peor que defraudarle. Finalmente, llevaron ante él a un hombre que satisfizo sus preguntas.

»Requin —Gallardine emitió un largo sollozo apagado— metió a aquel hombre dentro de un molde de madera que se ajustaba a la mitad izquierda de su cuerpo. Luego la llenaron con cemento alquímico; cuando éste fraguó, vaciaron el molde. A aquel hombre lo introdujeron en una pared, o mejor su mitad izquierda, de pies a cabeza. Y allí, emparedado en la bóveda de Requin, se quedó aguardando la muerte. Cada día, Requin iba a verlo en persona y le echaba agua por la garganta. Sus miembros aprisionados, que tanto le dolían, se ulceraron y pudrieron. Murió lentamente por el hambre y la gangrena, presa de la tortura física más indeciblemente repugnante de la que yo haya oído hablar durante mis largos años de vida.

»Así que me perdonará —dijo ella, tomando a Jean gentilmente del brazo y conduciéndolo hasta la ventana de la izquierda— si deseo permanecer fiel a mi cliente, Requin, hasta que la Dama Más Afable libere mi alma de este saco de huesos.

—Pero casi puedo asegurarle que él no llegaría a enterarse.

—Casi, maese de Ferra, pero lo cierto es que yo nunca me pondría en la tesitura de que pudiera enterarse. Jamás.

—Pero, quizá, una pequeña consideración…

—¿Ha oído, maese de Ferra —le interrumpió Gallardine— lo que les sucede a quienes descubre haciendo trampas en su torre? Les corta las manos, las guarda, arroja sus cadáveres a un patio de piedra y luego llama a sus familias o a sus socios para que se lleven los restos. ¿Y qué le sucedió al último que comenzó una riña en la Aguja del Pecado y derramó sangre? Pues que Requin le ató a una mesa y luego mandó a un matasanos que le quitara las rótulas; después le echó en las heridas hormigas rojas. Y luego le ataron las rótulas a las piernas con bramante. Aquel hombre le rogó que le cortara la garganta. Pero su petición fue desestimada.

»Requin es un poder en sí mismo. El Arconte no puede tocarle por miedo a agravar sus relaciones con el Priori, y al Priori le resulta demasiado provechoso para atacarle. Desde que Selendri estuvo a punto de morir, se convirtió en un artista de la crueldad como jamás vio esta ciudad. No hay en la tierra recompensa alguna por la que merezca la pena provocar a ese hombre.

—Considero seriamente todo lo que me ha contado, señora; pero ¿no podríamos minimizar su implicación? ¿Un esquema básico de los mecanismos de la bóveda, un repaso general a los mismos? ¿Algo que no la comprometiese directamente?

—Creo que no me ha estado escuchando con atención —denegó con la cabeza y señaló la ventana izquierda de su casa—. Permítame que le haga una pregunta, maese de Ferra. ¿Puede ver Tal Verrar al otro lado de esta ventana?

Jean se acercó a la ventana y miró por el cristal. La vista daba al sur, por encima de la parte más occidental del Creciente de los Artífices, al otro lado del fondeadero y de las relucientes aguas blanco-plateadas de la dársena de la Espada, donde, protegida por murallas y catapultas, fondeaba la armada del Arconte.

—Es… una vista muy bonita —comentó.

—¿Verdad? Y ahora debe considerar mi decisión final en este asunto. ¿Conoce algo de contrapesos?

—No puedo decir que…

En aquel momento, la Maestra de Gremio tiró de uno de los cordones de cuero que pendían del techo.

Jean comprendió que el suelo se abría bajo sus pies cuando la vista de Tal Verrar se desplazó súbitamente hacia el techo; sus sentidos se lo ratificaron al momento, quedando anulados durante una fracción de segundo, el tiempo suficiente para que su estómago tuviera la confirmación, por la vía de la náusea, de que lo que se movía no era, precisamente, aquella vista.

Se precipitó por el suelo de la casa y chocó contra una pesada plataforma cuadrada, suspendida justo debajo de la casa de Gallardine por unas cadenas de hierro que colgaban de sus cuatro esquinas. Lo primero que pensó fue que debía tratarse de alguna especie de montacargas… y, entonces, éste comenzó a caer a plomo hacia la calle, situada a trece metros más abajo.

Las cadenas rechinaron y la súbita brisa le acarició; cayó boca abajo y se agarró a la plataforma con tanta fuerza, por el miedo, que sus nudillos se quedaron blancos. Tejados, carretas y adoquines del suelo se precipitaron hacia él mientras se disponía a acusar el fuerte dolor del impacto… pero éste no llegó. La plataforma bajaba con una lentitud pasmosa… la certeza de una muerte segura dio paso a la posibilidad de una contusión y, acto seguido, a la simple vergüenza. El descenso se terminó a un metro escaso del suelo de la calle cuando las cadenas que estaban a la izquierda de Locke quedaron tensas y las que se encontraban a su derecha pendieron más flojas. La plataforma se ladeó con una sacudida y le tiró encima de un montón de piedras.

Se enderezó y, agradecido, tomó una bocanada de aire; la calle giraba lentamente a su alrededor. Levantó la mirada y vio que la plataforma subía rápidamente hasta su anterior posición. Una fracción de segundo antes de que volviera a alojarse en el marco que se encontraba por debajo de la casa de Gallardine, algo pequeño y brillante abandonó la trampilla que estaba más arriba. Jean intentó apartarse de un salto y cubrirse la cara antes de que el licor y los cascotes de la botella de mixtura de brandy, que acababa de estallar, se dispersaran a su alrededor.

Se quitó de los cabellos unos cuantos solari de Austershalin con ciruela blanca y se levantó tambaleante, los ojos muy abiertos y maldiciendo.

—Que pase una buena tarde, señor. Pero espere, no me lo diga. Déjeme adivinar. La Maestra de Gremio no aceptó la proposición, ¿cierto?

A su derecha, a menos de dos metros de distancia, el aturdido Jean contemplaba ensimismado la sonrisa de un vendedor de cerveza que se apoyaba en la pared de un edificio de dos plantas, cerrado y sin rótulo alguno. El hombre, un espantajo curtido, se cubría con un sombrero de cuero de ala ancha, tan viejo y tan dado de sí que casi llegaba hasta sus huesudos hombros. Tamborileó con los dedos de una mano encima del gran barril que transportaba; de los extremos de unas cuantas cadenas sujetas a él pendían otras tantas jarras de madera.

—Hum, algo así —dijo Jean. Una de las hachas cayó de su casaca y chocó con ruido metálico en los guijarros. Con el rostro colorado, se agachó, la recogió y la ocultó de nuevo.

—Señor, podría decirme que practico el autoservicio, y yo sería el primero en darle la razón; pero tiene toda la pinta de una persona que necesita un trago. Un trago que no le lance contra las piedras y que no le rompa la cabeza, sí señor.

—¿Usted cree? ¿Qué tiene?

—Escalo, señor. Supongo que ya habrá oído hablar de ella; es una especialidad verrarí, y si usted la ha probado en Talisham, entonces no la ha probado realmente. Y no es que tenga nada contra la gente de Talisham, pues, fíjese, allí tengo familia.

El escalo era una cerveza negra muy espesa a la que se añadían unas cuantas gotas de aceite de almendras. Su vigor era comparable al de muchos vinos. Jean asintió:

—Una jarra, por favor.

El cervecero abrió la tapa de su barril y llenó una de las jarras encadenadas con un líquido que parecía casi negro. Se la pasó a Jean con una mano mientras se tiraba del sombrero con la otra.

—Sepa que suele hacerlo varias veces por semana.

Jean bebió un largo trago de aquella cerveza caliente y dejó que su sabor espumoso y almendrado le recorriera el gaznate.

—¿Varias veces por semana?

—Con algunas de las personas que la visitan es tan impaciente como una cría. No suele terminar la conversación con los usuales cumplidos. Pero creo que usted ya lo sabe.

Mmm-hmmm. Esta metralla es bastante tolerable.

—Muchísimas gracias, señor. Una centira la jarra… gracias, muchísimas gracias. Hago buenos negocios con la gente que cae de la casa de la Maestra de Gremio Gallardine. Suelo apostarme en este sitio por si llueve algún que otro cliente. Lamento de veras que la entrevista que mantuvo con ella no le resultara satisfactoria.

—¿Satisfactoria? Bueno, pudo haberse librado de mí mucho antes, pero creo que yo tuve la culpa —Jean se echó al coleto la cerveza que le quedaba, se pasó una manga por la boca y devolvió la jarra—. Lo cierto es que acabo de sembrar una semilla para más adelante, eso es todo.