Capítulo 3

Cálida hospitalidad

1

La habitación se adaptaba al interior de un cubo de apenas tres metros de arista. Se encontraba completamente a oscuras, y un calor como de sauna seca emanaba de sus paredes, que ardían a su solo contacto. Locke y Jean llevaban sudando durante un tiempo que sólo los dioses podían saber… posiblemente horas.

—Agh —a Locke se le quebraba la voz. Estaba con Jean en la negrura, espalda contra espalda para apoyarse el uno en el otro, sentados encima de sus casacas, que antes habían doblado. No era la primera vez que Locke se golpeaba los talones con las piedras del suelo.

—¡Maldición! —exclamó Locke—. ¡Sacadnos de aquí! ¡Ya os habéis anotado la partida!

—¿Qué partida? —dijo Jean con voz áspera—. ¿De qué partida se trata?

—No lo sé —Locke tosía—. Y no me importa. Pero, sea cual sea, la han jugado condenadamente bien, ¿no te parece?

2

El hecho de que les quitaran las capuchas les supuso un alivio, al menos durante dos segundos.

Antes habían pasado un tiempo interminable tropezándose en la oscuridad más sofocante, arrastrados y llevados a codazos por unos captores que daban la impresión de tener prisa. Luego, un viaje en bote; Locke había podido captar el cálido olor salino de las brumas que surgían del puerto de la ciudad, mientras el suelo se mecía con suavidad bajo él y los remos rechinaban rítmicamente en sus apoyos.

También aquello se terminó; el bote comenzó a oscilar cuando alguien se levantó y lo abandonó. Quitaron los remos y una voz desconocida ordenó empuñar las pértigas. Instantes después, el bote chocó suavemente contra algo y unas fuertes manos alzaron a Locke para ponerlo en pie. Después de llevarle desde el barco hasta el suelo firme, le arrancaron súbitamente la capucha. Miró a su alrededor, cegado por la luz que acababa de recibir sin previo aviso, y dijo: «Oh, mierda».

En el corazón de Tal Verrar, en medio de las islas con forma de cuarto creciente que pertenecen a los Gremios Mayores, se yergue la Castellana, antaño la propiedad fortificada de los duques de Tal Verrar varios siglos atrás. En tiempos recientes, después de que la ciudad se librase de los aristócratas de sangre, la Castellana acabó por convertirse en el hogar de una nueva progenie de aristócratas del dinero… los consejeros del Priori, entre los que se contaban los ricos con grandes fortunas, no alineados políticamente, y aquellos maestros de los gremios que se veían obligados a hacer la mayor ostentación posible del poder que tenían.

En el mismísimo corazón de la Castellana, guardada por un foso ocupado solamente por aire que parece un cañón cilíndrico hecho de cristal antiguo, se encuentra la Mon Magisteria, el palacio del Arconte… una impresionante construcción hecha por los hombres que procede de una grandeza no humana. Una elegante piedra que, como una mala hierba, crece en un jardín de cristal.

Locke y Jean habían sido conducidos a un lugar que se encontraba justo debajo de ella. Locke supuso que estaban dentro del espacio vacío que separa la Mon Magisteria de la isla que la rodea; el millón de facetas de una caverna de cristal antiguo, de un color oscuro, les rodeaba por todos los lados, mientras el aire libre de la parte superior de la isla se hallaba a unos veinte metros por encima de sus cabezas. El canal por donde había entrado el bote corría a su izquierda, y el sonido del agua que lo lamía se veía apagado por un sonido distante que retumbaba desde algún lugar desconocido.

En la base de la isla privada de la Mon Magisteria había un amplio muelle de piedra que albergaba varios botes, además de una barcaza ceremonial cerrada, con toldos de seda y carpintería sobredorada. Unos faroles alquímicos de suaves tonos azules, colgados en postes de hierro, iluminaban el lugar. Detrás de ellos se apostaban una docena de soldados listos para la acción. Si el rápido vistazo que Locke echó a su captor no le hubiera informado de su identidad, aquellos soldados hubieran bastado para revelársela.

Llevaban chalecos y calzas de color azul oscuro con refuerzos de cuero negro, jubones y botas, todo engastado con motivos realzados en resplandeciente latón. Todos se cubrían la nuca con una especie de capucha de color azul y el rostro con una máscara ovalada, sin rasgos aparentes, de brillante bronce. Aunque una rejilla de pequeños agujeros les permitía a cada uno de ellos ver y respirar, a cierta distancia les hacía perder cualquier impresión de humanidad que hubieran podido albergar… pues los soldados sólo parecían, entonces, esculturas sin rostro a las que alguien hubiera infundido vida.

Los Ojos del Arconte.

—Veo que ya han llegado, maese Kosta, maese de Ferra —la mujer que había detenido a Locke y a Jean se acercó hasta el lugar en que se encontraban y les cogió del brazo, sonriendo como si los tres hubieran salido juntos para recorrer de noche la ciudad—. ¿No creen que este lugar es más apropiado para charlar en privado?

—¿Qué hemos hecho para que nos traigan a este lugar? —preguntó Jean.

—No soy la persona más indicada para contestar a esa pregunta —dijo aquella mujer mientras les daba un suave empujón para que caminaran—. Mi trabajo consiste en localizar y en entregar.

Soltó a Locke y a Jean justo al llegar ante la fila de soldados del Arconte. Sus semblantes inquietos se reflejaron en una docena de brillantes máscaras de bronce.

—Y, en ocasiones —añadió mientras volvía al bote—, cuando los invitados no regresan, en olvidarme de que los vi.

Los Ojos del Arconte se movieron sin que nadie les hiciera ninguna señal aparente; tanto Locke como Jean fueron rodeados y vigilados por varios soldados. Uno de ellos habló (otra mujer), y el retumbar de su voz era de mal agüero:

—Ahora vendrán con nosotros. No deben resistirse ni hablar entre ustedes.

—¿De qué? —preguntó Locke.

El Ojo que había hablado se acercó a Jean y, sin mediar palabras, le lanzó un directo al estómago. El hombretón expulsó el aire, sorprendido, e hizo una mueca, mientras el Ojo que era mujer se volvía hacia Locke.

—Me han ordenado que, si alguno de ustedes causa problemas, castigue al otro. ¿Me he expresado con claridad?

Locke apretó los dientes y asintió.

Un conjunto de escaleras que nacían del embarcadero subía hacia arriba; el cristal que pisaban era tan áspero como un ladrillo. Tramo a tramo, Locke y Jean, conducidos por los soldados del Arconte, fueron dejando atrás los revestimientos resplandecientes de las escaleras hasta que la húmeda brisa nocturna de la ciudad volvió a acariciar sus rostros.

Acababan de llegar a un lugar que se encontraba dentro del recinto delimitado por el abismo de cristal. Un portero estaba junto a ellos en aquel lado de la oquedad de diez metros de altura, al lado del puente levadizo, dispuesta en el interior de una sólida estructura de madera que solía tenderse en medio del aire; Locke supuso que debía de ser el medio empleado usualmente para acceder al dominio del Arconte.

La Mon Magisteria era una fortaleza ducal construida en el más puro estilo del Trono de Therin, con una altura de quince plantas y una anchura equivalente a la de su altura multiplicada por tres o por cuatro. Estaba formada por varias hileras de edificios almenados construidos con piedras negras y planas de poca altura, que absorbían las cataratas de luz emitida por las docenas de faroles dispuestos en su basamento. Unos acueductos con columnas rodeaban las paredes y torres de cada una de las plantas, y unas corrientes decorativas de agua caían en cascada desde las fauces de los dragones y de los monstruos marinos esculpidos en los salientes de la fortaleza.

Los Ojos del Arconte condujeron a Locke y a Jean hasta la fachada principal del palacio, a lo largo de un ancho paseo cubierto de gravilla blanca. A ambos lados del mismo se apreciaban fragantes zonas verdes, dispuestas al otro lado de unas piedras decorativas que, al marcar sus límites, les daban la apariencia de islas. Más guardias vestidos de azul y vestidos con jubones de cuero endurecido y máscaras de bronce jalonaban inmóviles el paseo, asiendo unas alabardas de acero pavonado en cuyos astiles de madera habían insertado una luz alquímica.

En el lugar donde la mayoría de los castillos hubieran tenido la puerta principal, la Mon Magisteria exhibía una catarata de agua mucho más ancha que el paseo por el que acababan de pasar; a ella se debía el ruido que Locke había escuchado en el embarcadero situado más abajo. Numerosos torrentes de agua se derramaban estruendosamente desde unas enormes y oscuras aberturas alineadas con la parte superior de la muralla del castillo. Los torrentes se juntaban y caían en un foso situado en la mismísima base de la estructura, que parecía hervir, un foso incluso más grande que el cañón de cristal que separaba los cimientos del castillo del resto de la Castellana.

Un puente ligeramente arqueado se desvanecía en la estruendosa catarata blanca, a medio camino de cruzar el foso. Una cálida bruma rodeó al grupo cuando sus componentes se acercaron al extremo del puente, donde Locke llegó a distinguir que una especie de hendidura en su parte central lo recorría en toda su longitud. Al lado del puente divisó una cadena corrediza de hierro que pendía desde lo alto de un estrecho pilar de piedra. El oficial al mando de los Ojos la tomó y tiró de ella tres veces seguidas.

Instantes después les llegaba desde el puente el sonido metálico de algo que tintineaba. Una silueta oscura se insinuó dentro de la catarata, creció de tamaño y salió disparada hacia ellos, mientras la bruma y el agua parecían explotar en su techo. Era una caja de madera con nervaduras de hierro bastante grande, pues tenía cinco metros de altura y era tan ancha como el puente. Se deslizó retumbando por la hendidura practicada en el puente y, finalmente, se detuvo ante ellos con un chirrido metálico producido por la fricción. Sus puertas se abrieron violentamente de par en par al obligarlas a ello los dos guardias ataviados con casacas de color azul oscuro y orladas con bordados en plata que se encontraban dentro de la caja.

Locke y Jean fueron acomodados en el transporte, que tenía unas ventanas en el extremo que apuntaba hacia el castillo. Al mirar por ellas, Locke sólo consiguió ver agua.

Cuando Locke, Jean y todos los Ojos entraron en la caja, los guardias que la tripulaban cerraron las puertas. Uno de ellos tiró de una cadena dispuesta en la pared de la derecha, y, con una sacudida, la caja regresó retumbando al lugar de donde había venido. Puesto que la catarata caía encima del techo, el ruido que hacía era similar al que se siente dentro del carruaje que soporta una violenta tormenta. A medida que pasaban por debajo de ella, Locke calculó que tendría una anchura comprendida entre los cinco y los siete metros. Ningún hombre desprotegido hubiera podido atravesarla sin ser arrojado inmediatamente al foso, lo que, precisamente, explicaba el motivo de su construcción.

Eso y también que era una manera buenísima de presumir.

No tardaron en llegar al otro lado de la catarata. Locke percibió que se dirigían hacia una sala de forma semiesférica, con una pared curva que estaba a cierta distancia y un techo de unos diez metros. Unos candelabros alquímicos de luces plateadas, blancas y doradas mantenían iluminada la sala, de suerte que, a través de la distorsión producida por las ventanas cubiertas de agua, aquel lugar relucía como si fuera una cámara del tesoro. Cuando el conductor de la caja ordenó el alto, los tripulantes manipularon unos picaportes ocultos y las ventanas se abrieron con el mismo chirrido que hubieran producido unas puertas gigantescas.

Locke y Jean fueron empujados para abandonar la caja, pero con mayor gentileza con la que antes les invitaran a entrar en ella. Las losetas que se encontraban a sus pies estaban resbaladizas a causa del agua, de modo que siguieron el ejemplo de los guardias y caminaron con sumo cuidado. La catarata rugió a sus espaldas durante unos momentos más y entonces dos compuertas enormes se cerraron de golpe por detrás de la caja, convirtiendo el ruido ensordecedor de la catarata en un eco apagado.

En un nicho de la pared que estaba a la izquierda Locke pudo ver una especie de ingenio de agua. Varios hombres y mujeres se encontraban delante de unos cilindros relucientes de bronce, manejando unas palancas que movían unos mecanismos cuyas funciones se hallaban muy lejos de la comprensión de Locke. Justo al lado de la carena por donde corría la pesada caja de madera, unas pesadas cadenas de hierro desaparecían en unos agujeros oscuros practicados en el suelo. Jean también agachó la cabeza para observar más de cerca aquella rareza, pero en cuanto el peligro que suponían las losetas resbaladizas hubo quedado atrás, también lo hizo el breve atisbo de tolerancia de que habían dado muestra los soldados, de suerte que éstos volvieron a llevar a empujones a los dos ladrones durante un largo trecho.

Pasaron deprisa por la sala de la entrada, que era lo suficientemente ancha y grandiosa para albergar en ella varias salas de baile a la vez. La habitación no tenía ventanas que dieran al exterior, sino unos panoramas artificiales de cristal vidriado que estaban iluminados por detrás. Cada uno de ellos mostraba una vista idealizada de lo que hubiera podido verse a su través si la piedra hubiese estado realmente cortada… blancos edificios y mansiones, cielos oscuros, las terrazas de las islas al otro lado del puerto, docenas de velas en el muelle principal.

Locke y Jean llegaron con su escolta hasta uno de los lados de la sala, subieron por unas escaleras y luego entraron en otra estancia llena de guardias con casacas azules que montaban guardia, muy tiesos. ¿Era la imaginación de Locke, o algo que sobrepasaba el mero respeto acababa de insinuarse en sus rostros nada más aparecer las máscaras de bronce de los Ojos? Ya no había tiempo para pensar en ello, pues acababan de detenerse súbitamente delante de su destino evidente. En un pasillo lleno de puertas de madera, acababan de detenerse ante una de metal.

Un Ojo dio un paso adelante, abrió la cerradura de la puerta y empujó sus batientes hacia dentro. Los soldados desataron rápidamente las ligaduras que habían mantenido atadas las muñecas de Locke y de Jean y los empujaron hacia el interior.

—Eh, espere sólo un maldito… —dijo Locke, pero los batientes de la puerta se cerraron de golpe tras ellos y entonces les invadió la negrura más absoluta.

—Por Perelandro —dijo Jean. Él y Locke estuvieron tropezando el uno con el otro durante varios segundos antes de recobrar algo de equilibrio y de dignidad—. ¿Qué cojones habremos hecho para llamar la atención de estos malditos capullos?

—No lo sé, Jerome —Locke puso un ligero énfasis al pronunciar aquel seudónimo—, pero las paredes pueden oír. ¡Eh! ¡Capullos de los cojones! ¡No es necesario que seáis tan reservados! ¡Solemos comportarnos bien cuando se nos encarcela de una manera civilizada!

Locke tropezó con la pared que antes había visto más próxima a él y dio varios puñetazos en ella. Acababa de descubrir que era tan áspera como un ladrillo.

—Condenación —masculló, y se lamió un nudillo magullado.

—Es extraño —dijo Jean.

—¿El qué?

—No estoy seguro.

¿De qué?

—¿Me lo parece o estas paredes han comenzado a calentarse?

3

El tiempo siguió avanzando tan lento como una noche en vela.

Locke seguía viendo colores que relampagueaban y vacilaban en la oscuridad, y aunque una parte de él sabía que no eran reales, la otra parte comenzaba a ser menos crítica a cada minuto que pasaba. El calor era como un peso que oprimiera cada centímetro de su piel. Se había desabrochado la camisa y quitado del cuello las corbatas para envolverse con ellas las manos y así gatear más deprisa hasta donde se encontraba Jean.

Cuando la puerta se abrió con un chasquido, aún tardó varios segundos en comprender que no se lo estaba imaginando. Cuando la rendija de luz blanca creció hasta convertirse en un cuadrado, Locke se echó hacia atrás con las manos encima de los ojos. El aire del pasillo se derramó sobre él como una fría brisa de otoño.

—Caballeros —dijo una voz que se encontraba detrás de aquel cuadrado de luz—, todo ha sido una terrible equivocación.

—Ungh gah ah —fue lo único que Locke pudo responder mientras intentaba recordar cómo funcionaban sus rodillas. Tenía la boca más seca que si se la hubieran llenado con harina de maíz.

Unas manos fuertes y frías le ayudaron a ponerse en pie; la habitación giró a su alrededor mientras a él y a Jean les ayudaban a salir a la frescura del pasillo. Aunque una vez más se hallaban rodeados de jubones azules y máscaras de bronce, el Locke que cerraba los ojos ante la luz se encontraba más hambriento que asustado. Sabía que estaba confuso, casi tanto como si estuviera bebido, y lo único que podía hacer era intuir de un modo impreciso lo que le pasaba. Le estaban llevando por pasillos y subiéndole por escaleras (¡Escaleras! ¡Dioses! ¿Cuántas había en aquel maldito palacio?), pues sólo en contadas ocasiones sus piernas podían sostener la parte del peso que les había tocado en suerte. Se sentía como una marioneta que actuara en una comedia cruel, representada en un escenario inusualmente grande.

—¿Agua? —consiguió decir.

—Pronto —dijo uno de los soldados que le llevaban—. Muy pronto.

Finalmente, a él y a Jean Tannen les hicieron entrar por las altas puertas de madera que conducían al interior de un despacho tenuemente iluminado cuyas paredes daban la impresión de haber sido construidas con millares y millares de pequeñas celdas de cristal, llenas con pequeñas sombras que titilaban. Locke parpadeó y maldijo su condición; había oído hablar a los marineros de la «borrachera seca», cuando la estupidez, la debilidad y la irritabilidad se apoderaban del hombre que sufre una gran carencia de agua, pero jamás había supuesto que algún día la experimentaría en carne propia. Aquello estaba logrando que todo le pareciera extraño; seguro que embellecía más de la cuenta los contornos de lo que debía de ser una simple habitación.

El despacho tenía una mesa pequeña y tres sillas de madera muy corrientes. El agradecido Locke puso rumbo a una de ellas, pero los soldados que le tenían agarrado por los brazos se lo impidieron y le mantuvieron de pie.

—Debe esperar —dijo uno de ellos.

La espera no fue larga; poco después, se abrió otra de las puertas del despacho. Un hombre ataviado con unos largos ropajes de color azul oscuro ribeteados con pieles entró por ella con el ceño fruncido.

—Los dioses protejan al Arconte de Tal Verrar —dijeron al unísono los cuatro soldados.

Maxilan Stragos, fue el pensamiento un tanto sorprendido de Locke, el maldito señor de la guerra que manda en Tal Verrar.

—Por piedad, permitamos a estos hombres tomar asiento —dijo el Arconte—. Ya les hemos hecho sufrir un lamentable yerro, Prefecto de la Espada. Ahora debemos hacerles partícipes de toda la cortesía que podamos. A fin de cuentas… no somos camorríes.

—Por supuesto, Arconte.

Locke y Jean fueron acomodados rápidamente en sus asientos. Cuando los soldados estuvieron razonablemente seguros de que no se iban a caer de ellos, retrocedieron y permanecieron a su espalda, mirándolos atentamente. El Arconte movió una mano para indicar lo enfadado que se sentía.

—Pueden irse, Prefecto de la Espada.

—Pero… Vuestra Señoría…

—Fuera de mi vista. Ha convertido las sencillas instrucciones que le di respecto a estos hombres en un asunto embarazoso. Como consecuencia del mismo, ya no suponen ninguna amenaza para mí.

—Pero… sí, Arconte.

El Prefecto de la Espada hizo una rápida reverencia que los demás repitieron. Los cuatro abandonaron a toda prisa el despacho, cerrando la puerta tras de sí con el elaborado clik-clak de un mecanismo de precisión.

—Caballeros —dijo el Arconte—, les ruego que acepten mis más sentidas disculpas. Mis instrucciones fueron malinterpretadas. En lugar de tratarles con la mayor de las cortesías, los encerraron en la cámara del sofoco, que se halla reservada a los criminales de la peor calaña. Aunque no tengo ninguna duda de que mis Ojos pueden competir con cualquier enemigo que los supere diez veces en número, he de reconocer que en esta cuestión tan simple me han deshonrado. Debo asumir toda la responsabilidad. Olviden el malentendido y permítanme el honor de mostrarles la mejor de las hospitalidades.

Locke intentó dar con una respuesta apropiada, por eso musitó una plegaria silenciosa al Guardián Avieso cuando Jean tomó la palabra.

—El honor es nuestro, Protector —aunque su voz era ronca, dio la impresión de que recobraba el ingenio más deprisa que Locke—. Aquella habitación fue un precio barato por el placer de disfrutar de tan… inesperada audiencia. Nada hay que perdonar.

—Es usted un hombre singularmente divertido —dijo Stragos—. Por favor, evíteme los empalagos. Y llámenme «Arconte».

En la puerta por donde el Arconte había entrado en el despacho se escuchó un golpe casi imperceptible.

—Adelante —dijo él, y entonces pasó por ella un hombre bajo y calvo vestido con una librea azul y plata un tanto recargada. Llevaba consigo una bandeja de plata con tres copas de cristal y una botella alta, esta última llena con alguna suerte de líquido pálido de color ambarino. Al ver la botella, Locke y Jean fijaron sus respectivas miradas en ella con la misma concentración con que el cazador lanza la última jabalina que le queda hacia la bestia que carga contra él.

Cuando el criado dejó la bandeja y tomó la botella, el Arconte le apartó con un gesto y se la arrebató de las manos.

—Puede irse —dijo—, me considero capaz de servir por mí mismo a estos pobres caballeros.

El criado hizo una reverencia y se desvaneció por la puerta. Stragos quitó el corcho de la botella, que ya estaba casi suelto, y llenó dos copas hasta el borde. A consecuencia de la expectación que suscitaban en Locke el borboteo y el chapoteo de aquel líquido, las mejillas comenzaron a dolerle por dentro.

—Suele ser la costumbre de esta ciudad —dijo Stragos— que el anfitrión sea el primero en probar la bebida después de habérsela servido a los invitados… para que éstos no tengan ninguna duda al respecto de lo que beben. —Vertió dos dedos de líquido en la tercera copa, se la llevó a los labios y la vació de un trago.

—Ahh —dijo, mientras, sin más preámbulos, acercaba las dos copas llenas a Locke y a Jean—. Aquí tienen. Beban. No sean delicados. Soy un antiguo veterano.

Locke y Jean podían ser cualquier cosa excepto delicados; se tomaron el contenido de las copas con un abandono muy gratificante. A Locke no le hubiera importado nada que le hubieran añadido un poco de jugo de lombriz de tierra; de hecho, debía de ser algún tipo de sidra de pera, pues tenía un punto de acidez. Un licor para niños, apenas suficiente para intoxicar a un gorrión, pero bien escogido, teniendo en cuenta su estado actual. Aquel sabor pungente y fresco a sidra parcheó las paredes de la torturada garganta de Locke, haciéndole estremecerse de placer.

Mientras él y Jean vaciaban el contenido de sus respectivas copas sin pensárselo, Stragos los contemplaba con la botella en la mano. Así que volvió a llenarles las copas, sonriendo con benevolencia. Locke engulló la mitad de la nueva cantidad de líquido, dando largas a la otra mitad. Cuando un nuevo vigor comenzó a irradiarse a partir de su estómago, suspiró satisfecho.

—Muchas gracias, Arconte —dijo—. ¿Puedo tener el atrevimiento de preguntarle en qué pudimos ofenderle Jean y yo?

—¿Ofenderme? En absoluto. —Sin dejar de sonreír, Stragos dejó la botella y se sentó al otro lado de la mesa. Acercó una mano a la pared y tiró de un cordón de seda; un rayo de suave luz ambarina cayó del techo, iluminando el centro de la mesa—. Lo único que ustedes hicieron, mis jóvenes amigos, fue suscitar mi interés.

Como Stragos estaba aureolado por aquella luz, Locke pudo estudiarle por primera vez. Un hombre a finales de la madurez, casi con toda seguridad a punto de cumplir los sesenta. Un hombre curiosamente preciso, con rasgos cuadrados. Su piel rosada estaba curtida, sus cabellos eran como un tejado plano de color gris. Locke sabía por experiencia que la mayoría de los hombres poderosos eran ascetas o glotones. Stragos no era ninguno de ambos… era un hombre equilibrado. Y había sagacidad en sus ojos, la misma que puede verse en los de un usurero en busca de un cliente. Locke tomó un sorbo de su sidra de pera y rezó para recobrar todo su ingenio.

La luz dorada era capturada y luego reflejada por las celdillas de cristal que cubrían las paredes de la habitación, así que cuando Locke dejó que su mirada se perdiera por ellas durante unos instantes, se sobresaltó al ver que lo que había en su interior se movía. Aquellas sombras menudas que se agitaban eran mariposas, polillas, escarabajos… las había a cientos, quizá a miles. Cada una de ellas dentro de su propia prisión de cristal… las paredes del despacho del Arconte estaban cubiertas con la mayor colección de insectos de la que Locke jamás hubiera oído hablar, o al menos contemplado con sus propios ojos. A su lado, Jean tragaba saliva al descubrir lo mismo que él. El Arconte rió entre dientes con indulgencia.

—Mi colección. ¿No es sorprendente?

Acercó nuevamente la mano a la pared y tiró de otro cordón de seda; una tenue luz blanca comenzó a crecer por detrás de las paredes de cristal hasta que todos los detalles de cada uno de aquellos especímenes fueron perfectamente visibles. Había mariposas con alas de tonos escarlata, azul, verde… algunas de ellas con diseños multicolores más intrincados que los de los tatuajes. Había polillas grises, negras y doradas de antenas curvas. Había escarabajos cuyos caparazones bruñidos brillaban como si fueran de metales preciosos, y avispas cuyas alas traslúcidas titilaban por encima de sus siniestros cuerpos ahusados.

—Es increíble —dijo Locke—. ¿Cómo es posible?

—Oh, no lo es. Todo lo que ven es artificial, construido por los mejores artesanos y artistas. Un mecanismo que se encuentra varios pisos más abajo produce una serie de impulsos de aire que suben por unos conductos de ventilación, los cuales desembocan detrás de las paredes de este despacho. Cada una de las celdillas tiene una abertura diminuta por detrás. La manera en que se mueven las alas es completamente aleatoria y muy realista… con poca luz sería imposible descubrir la verdad.

—No por eso deja de parecer increíble.

—Estoy de acuerdo, estamos en la ciudad del artificio —dijo el Arconte—. Las criaturas vivas requieren tantos cuidados que llegan a cansar. Pueden pensar que mi Mon Magisteria es un almacén de cosas artificiales. Vamos, beban y permítanme terminar la botella.

Locke y Jean asintieron, de suerte que Stragos les sirvió unos cuantos dedos más de bebida hasta que la botella quedó vacía. Volvió a sentarse detrás de la mesa y tomó algo que estaba encima de la bandeja… alguna especie de informe metido en una carpeta marrón que tenía tres sellos de cera en otros tantos lados, los cuales estaban rotos.

—Cosas artificiales, lo mismo que ustedes, maese Kosta y maese de Ferra. ¿O debiera decir maese Lamora y maese Tannen?

Si Locke hubiera tenido la fuerza suficiente para romper con una mano el resistente cristal verrarí, el Arconte habría tenido una copa menos.

—Discúlpeme —dijo Locke, ayudándose con una sonrisa que quería parecer dominada por la confusión—, pero no me suena ninguno de esos nombres. ¿Y a ti, Jerome?

—Creo que debe de haber alguna equivocación —respondió Jean, adoptando su mismo tono educado de extrañeza.

—No la hay, caballeros —dijo el Arconte. Abrió la carpeta y examinó brevemente su contenido, media docena de páginas en pergamino cubiertas con una caligrafía negra muy precisa—. Hace varios días recibí una carta muy curiosa a través de ciertos canales fidedignos de mi servicio de Inteligencia. Una carta que rebosa con la colección más singular de historias que jamás haya leído. De un viejo conocido… una fuente situada dentro de la jerarquía de los Magos de la Liga de Karthain.

Locke pensó que ni siquiera Jean podía reventar una copa de cristal verrarí, pues, de otro modo, en aquel preciso momento el despacho del Arconte habría recibido una violenta lluvia de sangre y de trozos de vidrio.

Locke enarcó una ceja con sorna, no queriendo darse por vencido tan pronto.

—¿Los Magos de la Liga? Dioses, eso suena fatal. Pero ¿qué tienen que ver esos Magos de la Liga con Jerome y conmigo mismo?

Stragos se acarició la barbilla mientras repasaba los documentos del informe.

—Según parece, ustedes son ladrones de cierta sociedad secreta que antes operaba en la Casa de Perelandro, situada en el distrito del Templo de Camorr… eso es ser bastante descarados. Ustedes operaban sin el permiso del Capa Vencarlo Barsavi, que ya no se cuenta entre los que respiramos. Robaron varias decenas de millares de coronas a algunos nobles de Camorr. Ambos son responsables de la muerte de un tal Luciano Anatolius, un capitán bucanero que contrató los servicios de un mago de la Liga para que secundara sus planes. Quizá lo más importante sea que ustedes frustraron esos planes y que dejaron lisiado a ese mago. Lo acorralaron en un lugar muy estrecho. Extraordinario. Lo devolvieron por barco a Karthain, medio muerto y completamente loco. Sin dedos ni lengua.

—En realidad, Leocanto y yo somos de Talisham y éramos…

—Ambos son de Camorr. Jean Estevan Tannen, ése es su verdadero nombre, y Locke Lamora… que sólo es un seudónimo. Se hace hincapié en esto último por alguna razón. Ambos están en mi ciudad formando parte de un plan dirigido contra ese enano de Requin… Al parecer han estado haciendo planes para violar su bóveda de seguridad. En eso les deseo la mejor de las suertes. ¿Tenemos que seguir con esta charada? Tengo muchos más detalles. Al parecer, esos Magos de la Liga se la tienen jurada.

—Esos capullos… —rezongó Locke.

—Ya veo que los conoce personalmente bastante bien —dijo Stragos—. Hace algún tiempo contraté a varios de ellos. Son gente muy quisquillosa. Así pues, ¿admiten que este informe es correcto? Vamos, Requin no es amigo mío. Está con la gente del Priori; quizá forme parte de su maldito consejo.

Locke y Jean se miraron el uno al otro, y Jean se encogió de hombros.

—Muy bien —dijo Locke—, al parecer, Arconte, nos lleva cierta ventaja.

—Para ser precisos, les tengo contra las cuerdas. En este informe se documentan por extenso sus actividades. Les tengo a ustedes en el centro de mis dominios. Y ahora, para poder sentirme a gusto, voy a ponerles un límite.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Jean.

—Que, posiblemente, caballeros, mis Ojos no me pusieron en una posición embarazosa. Y, también, que ustedes dos pasaron varias horas adrede en la cámara del sofoco para que les entrara una sed que debían apagar cuanto antes —señaló las copas de Locke y de Jean, en las que apenas quedaban posos.

—Usted puso algo en la sidra —dijo Jean.

—Por supuesto —dijo Stragos—. Un veneno excelente.

4

Durante un momento, si descontamos el tenue murmullo de las alas de los insectos artificiales, la habitación permaneció en el más completo silencio. Luego, Locke y Jean se levantaron al unísono de sus sillas sin que Stragos se inmutara por ello.

—Siéntense. A menos que no quieran enterarse de todo lo que pasa.

—Usted bebió de la misma botella que nosotros —dijo Locke, aún de pie.

—Claro que sí. El veneno no estaba realmente en la sidra. Estaba en sus copas, pintado en el fondo de las mismas. Sin color ni sabor. Una sustancia alquímica muy práctica y muy cara. Deberían sentirse halagados. He aumentado su autoestima, ¿no les parece?

—Conozco un poco de venenos. ¿De cuál se trata?

—¿Qué sentido puede tener el contarles algo más? Ustedes podrían llamar a alguien para que les diera un antídoto. Tal y como están las cosas, yo soy su único antídoto —sonrió y, como si fuera un insecto que acabara de mudar el cascarón, cualquier asomo de gentileza y de disculpa se borró de sus facciones. Ante ellos se encontraba un Stragos muy diferente, cuya voz era como un látigo—. Siéntense. Ahora están a mi merced, obviamente. Ustedes no son lo que estaba buscando, pero, por todos los dioses, quizá sean lo mejor con lo que puedo contar.

Aunque Locke y Jean volvieron a sentarse en las sillas, estaban preocupados. Locke arrojó su copa contra la alfombra, donde rebotó para luego echar a rodar hasta la mesa de Stragos.

—Ahora debería saber —dijo Locke— que ya me han envenenado en otras ocasiones por motivos coercitivos.

—¿Ah, sí? Resulta muy conveniente. Seguramente estará de acuerdo conmigo que eso es mucho mejor que ser envenenado por motivos criminales.

—¿Qué quiere que hagamos para usted?

—Algo provechoso —dijo Stragos—. Algo grandioso. Según este informe, usted es la Espina de Camorr. Mis agentes me contaron historias de usted… rumores de lo más ridículo, que ahora resultan ser ciertos. Pensaba que era un mito.

—La Espina de Camorr es un mito —repuso Locke—. Y jamás me hizo justicia. Siempre hemos trabajado en grupo, como un equipo.

—Por supuesto. No hay por qué quitarle méritos a maese Tannen. Todo está aquí, en este informe. Les mantendré con vida mientras preparo la tarea que he pensado que hagan para mí. Como aún no puedo discutirlo con ustedes, sólo les diré que están a mi servicio hasta que llegue el momento. Y ahora pueden volver a sus asuntos. Cuando les llame, regresarán a mí.

—¿Volveremos? —masculló Locke.

—Oh, pueden irse de la ciudad si quieren… pero, si lo hacen, ambos morirán de una manera lenta y miserable antes de que haya terminado la estación. Y eso no nos gustaría a ninguno de los presentes.

—A lo mejor es un farol —dijo Jean.

—Claro que sí, pero, a poco que lo piensen, un farol les hará el mismo efecto que un veneno de verdad, ¿o no? Vamos, maese Tannen, dispongo de los recursos necesarios para no necesitar un farol.

—¿Y qué nos impedirá salir huyendo en cuanto hayamos recibido el antídoto?

—El veneno tiene un efecto retardado, Lamora. Permanece inactivo dentro del cuerpo durante muchos meses, incluso durante años. Yo les daré el antídoto en varias dosis si cumplen lo que les diga.

—¿Y qué garantías tenemos de que siga dándonos el antídoto una vez hayamos cumplido esa tarea que va a proponernos?

—Ninguna.

—Y no hay ninguna alternativa mejor.

—Claro que no.

Locke cerró los ojos y se los masajeó lentamente con los nudillos del dedo índice de su mano derecha.

—Su supuesto veneno, ¿cambiará nuestra vida cotidiana de algún modo? ¿Alterará lo que tiene que ver con el razonamiento, la agilidad y la salud?

—En absoluto —dijo Stragos—, no notarán nada hasta que sea el momento de tomar el antídoto y entonces lo sentirán de repente. Hasta que llegue ese momento, nada alterará sus asuntos.

—Pero usted los acaba de alterar ahora mismo —dijo Jean—. Nos encontramos en un momento muy delicado del asunto que tenemos con Requin.

—Él nos dio órdenes muy estrictas —dijo Locke— de que no hiciéramos nada sospechoso mientras husmeaba en nuestras actividades recientes. Es muy posible que el hecho de ser apartados de la calle por la gente del Arconte pueda calificarse como algo sospechoso.

—Eso ya ha sido tenido en cuenta —dijo el Arconte—. La mayor parte de los individuos que les apartaron de la calle pertenecen a una de las bandas de Requin. Sólo que él ignora que trabajan para mí. Ellos le dirán que ustedes salieron a dar una vuelta.

—¿Y usted supone que Requin no sabe quiénes le son realmente fieles?

—Que los dioses bendigan esa insolencia suya tan cándida, Lamora, pero no tengo que justificar ante usted todas las órdenes que doy. Las aceptará como hacen todos mis soldados y, si confía en algo, confíe en mi buen juicio, el mismo que lleva permitiéndome durante quince años ocupar la silla del Arconte.

—Si se equivoca, Stragos, nuestras vidas estarán bajo el pulgar de Requin.

—No, lo mire como lo mire, sus vidas están ahora debajo del mío.

—¡Requin no es idiota!

—Entonces, ¿por qué intentan robarle?

—Nos gusta adularnos a nosotros mismos —dijo Jean—, pensar que somos los…

—Yo les diré por qué —le interrumpió Stragos. Cerró la carpeta del informe y cruzó las manos encima de ella—. Ustedes no son precisamente codiciosos. Sienten un ansia insana por las cosas excitantes. Sentir que juegan con mucha ventaja les da una innegable sensación de ebriedad. Si no fuera así, ¿por qué habrían elegido el tipo de vida que llevan, cuando, obviamente, podrían haber triunfado como ladrones de un tipo más corriente, dentro de los límites que les permitía el tal Barsavi?

—Si usted piensa que ese montón de papeles le otorga el suficiente conocimiento para suponer tanto…

—A los dos les gusta el riesgo. Y eso lo llevan como unos profesionales excelentes. Pues bien, tengo el riesgo que necesitan. Espero que disfruten con él.

—Todo esto hubiera estado bien —dijo Locke— antes de mencionarnos lo de la sidra.

—Obviamente, sé que me guardarán rencor por lo que les he hecho. Pónganse en mi lugar. He hecho lo que he hecho porque respeto sus habilidades. No puedo permitirme que estén a mi servicio sin poderles controlar. Los dos son una palanca y un fulcro que miran cómo sube y baja una ciudad.

—¿Y por qué diablos no nos contrató?

—¿Y cuánto dinero me haría falta para contratar a dos hombres que pueden sacárselo de la manga con la facilidad de que ustedes hacen gala?

—Así pues, ¿debemos tomar como un cumplido agradable el hecho de que quiera follarnos como uno de los pederastas de Jerem? ¡Maldito…!

—Cálmese, maese Tannen —dijo Stragos.

—¿Por qué tendría que calmarse? —de muy mal humor, Locke comenzó a ponerse derecha la camisa, hecha un desastre por el sudor, y a anudarse las corbatas, que estaban llenas de arrugas—. Nos envenena, deja una misteriosa tarea aún por hacer a nuestros pies y dice que no nos va a pagar. Nos complica la vida que llevábamos como Kosta y De Ferra y espera que estemos a sus órdenes cuando tenga la deferencia de revelarnos su plan. Dioses. ¿Y qué hay de los gastos, tendremos que pagarlos de nuestros bolsillos?

—Dispondrán de todos los fondos y recursos que necesiten mientras trabajen a mi servicio. Y antes de que se exciten más, recuerden que tendrán que justificar todos los gastos hasta la última centira.

—Oh, espléndido. ¿Y qué otras ventajas nos proporcionará ese trabajo suyo? ¿Almuerzo complementario en los barracones de sus Ojos? ¿Lechos de convalecencia cuando Requin nos corte las pelotas y nos las meta donde antes habíamos tenido los ojos?

—No estoy acostumbrado a que me hablen con ese…

—Pues acostúmbrese —Locke bramaba y acababa de levantarse de la silla para sacudirse el polvo de encima de la casaca—. Tengo una contraoferta que hacerle, la cual le ruego que sopese seriamente.

—Oh.

—Olvide todo esto, Stragos —Locke se puso la casaca, movió los hombros para ajustársela y estiró las solapas—. Olvide todo este ridículo plan. Denos el antídoto suficiente, si es que lo necesitamos, para encontrarnos bien cuando llegue el momento. O díganos cuál es el veneno, y nosotros iremos a ver a nuestro alquimista y le pagaremos con nuestro dinero. Permítanos volver al lado de Requin, a quien no profesa ningún amor, y déjenos que le robemos. No nos ocasione más molestias, y nosotros le devolveremos el favor.

—¿Y qué piensa usted que gano con ello?

—Tal y como yo lo veo, seguir teniendo todo lo que tiene hasta ahora.

—Mi querido Lamora —a Locke le dio la impresión de que la risa en sordina de Stragos procedía del interior de un cofre—, sus fanfarronadas bastarían para convencer a cualquier maldito noble camorrí con cerebro de esponja de que le entregara la bolsa. Incluso pueden servirle para la tarea que estoy pensando. Pero ahora son ustedes míos, y los magos de Karthain tienen muy claro cómo conseguir que se les bajen los humos.

—Oh. ¿Y entonces?

—Amenáceme sólo una vez más y haré que Jean pase lo que queda de noche en la cámara del sofoco. Usted puede esperarle fuera, cómodamente encadenado mientras se imagina todo lo bien que debe de estar pasándoselo. Y esto también se aplica al revés. Y en lo que a usted respecta, Jean, ahora me dirá si quiere seguir dando muestras de rebeldía.

Locke apretó los dientes y bajó la mirada. Jean suspiró, se acercó a él y le dio una palmada en un brazo. Locke asintió con desgana.

—Muy bien —Stragos sonrió de una manera forzada—. Del mismo modo que respeto sus habilidades, respeto la lealtad que se tienen el uno al otro. La respeto lo suficiente para emplearla en lo bueno y en lo malo. Así que quedamos en que vendrán cuando yo se lo ordene y que aceptarán la misión que voy a encomendarles… lo cual será cuando vea por mí mismo que usted no parece preocupado.

—Así sea —dijo Locke—. Pero quiero que no lo olvide.

—¿Olvidar qué?

—Lo que le ofrecí para terminar con todo esto —dijo Locke—. Lo que le ofrecí a cambio de que, simplemente, nos fuéramos.

—Por los dioses, ¿cómo tiene tan elevado concepto de sí mismo, maese Lamora?

—Sólo tengo el necesario. Que, me atrevo a decir, no es superior al que los magos mercenarios tienen de sí mismos.

—¿Está acaso sugiriendo que los de Karthain le temen, maese Lamora? Por favor. Si así fuera, ya le habrían matado. No. No le temen… sólo quieren castigarle. Someterle a mí, para obtener los fines que busco, les dará a ellos la impresión de que recibe un buen castigo. Me atrevo a decir que tiene buenos motivos para sentir inquina por ellos.

—Muy cierto —dijo Locke.

—Considere por un momento —prosiguió Stragos— la posibilidad de que a mí no me gusten más que a usted. Y que, mientras pueda aprovecharme de ellos sin que lo necesite, y acepte sin cuestionarlos los vientos que envían hacia mí…, el servicio que usted me haga podría volverse realmente contra ellos. ¿No le intriga eso?

—Nada de lo que diga me sonará de buena fe —Locke estaba rojo de ira.

—Ahhh. En eso se equivoca, maese Lamora. Cuando pase algún tiempo, ya verá lo poco que necesito mentir en cualquier asunto. Por ahora, la audiencia ha terminado. Reflexionen en su situación y no cometan ninguna temeridad. Pueden salir por sí mismos de la Mon Magisteria y regresar a ella cuando los llame.

—Aguarde sólo un… —dijo Locke.

Pero el Arconte ya se había levantado, metido el informe bajo un brazo, dado media vuelta y abandonado la habitación por la misma puerta por donde había entrado, la cual se cerraba tras de él con el sonido inconfundible de unos mecanismos de acero.

—Diablos —dijo Jean.

—Lo siento —musitó Locke—. Tenía tantas ganas de llegar a la maldita Tal Verrar.

—No tienes la culpa. Ambos queríamos retozar en la cama con la misma golfa; la mala suerte quiso que tuviera purgaciones.

La puerta principal del despacho se abrió de golpe, revelando que una docena de Ojos los aguardaban ante su entrada.

Locke se quedó mirando a los Ojos durante unos segundos, luego hizo una mueca y se aclaró la garganta.

—Oh, magnífico. Su señor ha dejado instrucciones muy estrictas que les ponen a ustedes a nuestro servicio. Necesitamos un bote, ocho remeros, comida caliente, quinientos solari, seis mujeres que sepan dar el masaje apropiado y…

Pero no tuvo tiempo de decir lo que faltaba, porque los Ojos le agarraron a él y a Jean para «escoltarlos» hasta la salida de la Mon Magisteria, mostrando la necesaria firmeza que excluía toda crueldad innecesaria. Las porras no abandonaron sus cintos, y sólo emplearon el mínimo número de golpes en el cuerpo que son necesarios para ablandar la decisión de los prisioneros. A fin de cuentas, era un grupo demasiado eficiente para entretenerse sólo en maltratarlos.

5

Los llevaron de vuelta hasta los muelles más bajos de la Savrola en una larga canoa cubierta. Casi estaba amaneciendo y una luz húmeda de color anaranjado comenzaba a cubrir la parte de Tal Verrar que da al continente y a despuntar sobre las islas, haciendo, por contraste, que sus rostros, que miraban al mar, parecieran más oscuros de lo que eran. Rodeados por los remeros del Arconte y por cuatro Ojos armados con ballestas, Locke y Jean no hablaron durante todo el trayecto.

Salieron rápidamente del bote, que los dejó en el extremo de un embarcadero desierto para que ellos sólo tuvieran que dar un salto. Uno de los soldados del Arconte lanzó un saco de cuero hasta las piedras que estaban junto a sus pies y entonces la embarcación se alejó, dando fin a aquella maldita aventura.

Locke sintió una luminosidad extraña y se frotó los ojos, que parecía tener secos dentro de sus órbitas.

—Dioses —dijo Jean—. Debemos de tener la misma pinta que la gente a la que han robado.

—Y nos han robado —Locke se agachó, levantó el saco y examinó su contenido… las dos hachas de Jean y su propio surtido de estiletes. Refunfuñó—. Magos. ¡Malditos magos mercenarios!

—Seguro que esto era lo que habían estado planeando.

—Ojalá fuera todo lo que habían estado planeando.

—No son omniscientes, Locke. Tienen que tener debilidades.

—¿De veras que las tienen? ¿Tú sabes cuáles son? ¿Quizá alguno de ellos es alérgico a las frutas exóticas o se lleva mal con su madre? ¡Qué nos importa a nosotros todo eso, estando como están fuera del alcance de nuestros cuchillos! ¡Por el Guardián Avieso! ¿Por qué los tíos mierdas como Stragos no pueden contratarnos a cambio de dinero? Me gustaría trabajar por una buena paga.

—No, no te gustaría.

—Bah.

—Deja de rezongar y piensa un poco. Ya has visto lo que decía el informe de Stragos. Los magos de la Liga conocen los preparativos que hemos hecho para entrar en la bóveda de Requin, pero no conocen toda la historia. La parte importante.

—Tienes razón, pero ¿qué necesidad tenían de contárselo todo a Stragos?

—Ninguna, desde luego… saben que operábamos en Camorr, pero no le han contado nuestra vida. Stragos mencionó a Barsavi, pero no a Cadenas. ¿Quizá porque Cadenas murió antes de que el halconero llegara a Camorr y comenzara a vigilarnos? No creo que los magos mercenarios puedan leer el pensamiento, Locke. Creo que son unos espías magníficos, pero no infalibles. Aún nos quedan algunos secretos.

—Hmmm. Jean, debes perdonarme porque eso no me sea de gran ayuda. ¿Sabes quiénes hacen filosofía a partir de la más mínima debilidad de sus enemigos? Los que se sienten impotentes.

—Pareces resignarte a que no…

—No me resigno, Jean, estoy furioso. Tenemos que dejar de sentirnos impotentes en cuanto podamos.

—De acuerdo. ¿Cuándo comenzamos?

—Bueno, ahora me vuelvo a la posada. Voy a echarme por el gaznate cinco litros de agua bien fría. Luego me voy a meter en la cama, a taparme la cabeza con la almohada y a dormir hasta que se ponga el sol.

—Lo apruebo.

—Muy bien. Cuando estemos bien descansados, nos levantaremos e iremos a buscar a un alquimista negro. Quiero una segunda opinión sobre los venenos de efecto retardado. Y quiero saber todo lo que sea posible al respecto, y cuáles son los antídotos que podemos ir probando.

—De acuerdo.

—Y después de eso, podremos añadir una nueva entrada, pequeñita, a esa agenda nuestra en la que vamos apuntando lo más notable de nuestras vacaciones en Tal Verrar.

—¿Te refieres a darle una patada en los dientes al Arconte?

—Sí, por los dioses —dijo Locke, dándose un puñetazo en la palma de la mano—. En cualquier caso, antes terminaremos el trabajo de Requin. ¡Haya o no veneno de por medio! ¡Tomaré ese maldito palacio y le daré con él tantos golpes en el culo que tendrá torres de piedra por amígdalas!

—¿Algún plan al respecto?

—No tengo ninguno. De hecho, no tengo ni la menor idea. Pero pensaré en ello, puedes estar seguro. Y en lo de no cometer imprudencias… bueno, eso no puedo asegurártelo.

Jean lanzó un gruñido. Los dos se volvieron y comenzaron a recorrer con paso cansino el embarcadero en toda su longitud, dirigiéndose hacia los escalones de piedra que los llevarían afanosamente hasta la terraza superior de la isla. Locke se frotó el estómago y sintió que se le ponía la carne de gallina… en cierta forma se sentía violado, sabiendo que algo letal podía estar deslizándose, sin que él lo notara, por los recovecos más oscuros de su cuerpo, esperando para hacerle daño.

A su derecha, el sol era un ardiente medallón de bronce colocado encima del horizonte que se veía desde la ciudad, colgado en él como si fuera uno más de los soldados sin rostro del Arconte que no les quitaba la mirada de encima.