Los planes mejor urdidos
—Mierda —dijo Locke cuando el mazo de cartas abandonó su mano izquierda, la que se estaba curando, como si acabara de hacer explosión. Jean retrocedió ante la ventisca de cartas que acababa de caer dentro del carruaje.
—Inténtalo de nuevo —dijo Jean—. Quizá lo consigas a la decimoctava vez.
—Solía ser condenadamente bueno barajando con una sola mano —Locke comenzó a recoger las cartas para juntarlas en un nuevo montón—. Estoy por apostar que incluso lo hacía mejor que Calo y que Galdo. Diantre, me duele la mano.
—Bueno, sé que ya has comenzado a ejercitarla —dijo Jean—, pero apenas estabas bien entrenado antes de que te hirieran. Dale tiempo.
Una lluvia intensa rodeaba al carruaje negro de lujo que recorría la antigua calzada del Trono de Therin pasando por las estribaciones de las colinas, justo al este de la costa de Tal Verrar. Desde el abierto pescante situado encima de la cabina, una mujer encorvada de mediana edad tiraba de las riendas del tiro de seis caballos con la capucha de su capote encerado bien echada hacia delante para proteger las brasas que aún ardían en la cazoleta de su pipa. Hundidos en la miseria, dos guardias de escolta se apretujaban en el estribo trasero, sujetos a la cintura con unas tiras de cuero.
Jean consultaba un fajo de apuntes, pasando en uno y otro sentido las hojas de pergamino mientras hablaba consigo mismo. Aunque la lluvia golpeaba con fuerza el lado derecho de la cabina, la ventanilla del lado izquierdo estaba abierta y las rejillas y cortinillas de cuero corridas, de suerte que por ella entraba un aire muy cálido que olía a campos abonados con estiércol y a marisma salada. Un pequeño globo alquímico, instalado encima del mullido asiento que se encontraba al lado de Jean, daba la suficiente luz para leer.
No sólo habían pasado dos semanas desde que salieran de Vel Virazzo, sino que, encontrándose a más de mil seiscientos kilómetros al noroeste de la misma, ya no necesitaban pintarse con pulpa de manzana para moverse con entera libertad.
—Esto es todo lo que dicen mis informadores —comentó Jean en cuanto Locke hubo recogido todas las cartas—: Requin tiene unos cuarenta años. Nacido en Verrar, habla un poco de vadraní y se supone que es una autoridad en todo lo que concierne al Trono de Therin. Es coleccionista de arte y tiene manía por los pintores y escultores de los últimos años del Imperio. Nadie sabe nada de él antes de los últimos veinte años. Al parecer, ganó la Aguja del Pecado en una apuesta y arrojó a su anterior propietario por una ventana.
—¿Y tiene buenas relaciones con el Priori?
—Bastante buenas, por lo que parece.
—¿Alguna idea de cuánto guarda dentro de su bóveda?
—Tirando por lo bajo —dijo Jean—, al menos lo suficiente para cubrir cualquier deuda que pueda tener la casa. Jamás se ha permitido ninguna preocupación al respecto… digamos que, al menos, cincuenta mil solari. Más su fortuna personal, más las posesiones y fortunas de mucha gente importante. No paga intereses, como hacen los mejores bancos, pero tampoco paga impuestos a los recaudadores. Se supone que tiene un libro que ni los dioses sin nombre saben dónde está, donde lleva las cuentas. Aunque todo esto sólo es un rumor, por supuesto.
—Esos cincuenta mil sólo pueden cubrir los gastos de la casa. Así que podemos suponer que el valor total de lo que está dentro de su bóveda… puede ascender a…
—Es como hacer una predicción con vísceras, pero sin disponer de ellas… Bueno, unos ¿trescientos mil? ¿Trescientos cincuenta mil?
—Parece razonable.
—Bien, de acuerdo. Los detalles que se refieren a la bóveda son más consistentes. Al parecer, Requin no ha escatimado en ella ningún detalle. Piensa que así disuade a los ladrones.
—Y siempre ha sido así, ¿no?
—En el presente caso no creo que le sirva de nada. Atiende. La Aguja del Pecado tiene una altura aproximada de cincuenta metros, viniendo a ser una especie de cilindro de cristal antiguo. Ya sabes de qué va… intentaste descolgarte por una ventana hace dos meses. Añade treinta metros más y convierte las paredes en cristal. Tiene una puerta a la altura de la calle y exactamente otra en la bóveda, debajo de la torre. Una sola. Nada de entradas secretas ni laterales. Las paredes son de auténtico cristal antiguo; no se podría excavar un túnel en ellas ni en mil años.
—Mmmm-hmmm.
—Requin tiene constantemente cuatro empleados en cada una de las plantas, sin hablar de los demás: docenas de jefes de mesa, repartidores de cartas y camareros. En el tercer piso hay una sala donde mantiene fuera de la vista a muchos más. Así que supón, como mínimo, que haya trabajando cincuenta o sesenta empleados leales, junto con otros veinte o treinta a los que puede llamar. Montones de gente, tíos bestias, además. Le gusta reclutar a antiguos soldados, mercenarios, ladrones de la ciudad y gente de esa calaña. Por los trabajos bien hechos, premia a la Buena Gente que trabaja para él con puestos de calidad, y les paga como si fuera su madre del alma. Además, se cuentan historias de empleados que en sólo una o dos noches se sacaron el sueldo de un año a cuenta de las propinas de la gente de sangre azul. Así que el soborno no parece funcionar con esa gente.
—Mmmm-hmmm.
—Las puertas de acceso a la bóveda son triples, todas ellas de madera de álamo negro con refuerzos de acero y un grosor de ocho o diez centímetros. Se supone que el último juego de puertas está reforzado con acero forjado, de suerte que, aunque dispusiéramos de una semana para hacer un agujero a través de las otras dos, jamás podríamos perforar la tercera. Todas tienen mecanismos de relojería, los mejores y más caros que se fabrican en Verrar, especialmente diseñados para él por los maestros del gremio de los Artífices. Ha dado órdenes de que nadie abra ningún juego de puertas a menos que esté presente; vigila todos los depósitos y reintegros que se hacen. El máximo número de veces que abre diariamente las puertas no es superior a dos. Detrás del primer juego de puertas se encuentran de cuatro a ocho guardias, que disponen de habitaciones con catres, comida y agua. Pueden resistir encerrados una semana.
—Mmm-hmm.
—El juego de puertas interior sólo se abre con la llave que lleva al cuello. Las exteriores sólo pueden abrirse con la llave que siempre tiene su mayordomo. Así que, si quieres hacer algo, tendrás que cogerlos a los dos.
—Mmm-hmm.
—Y las trampas… son demenciales, o eso dicen los rumores. Planchas de presión, contrapesos, ballestas en las paredes y en los techos. Venenos de contacto, pulverizaciones de ácido, habitaciones llenas de serpientes venenosas o de arañas… Cierto tipo me contó que antes de la última puerta hay una habitación que contiene una nube de vapor, pétalos pulverizados de la Orquídea del Sofoco, y que, cuando comienzas a toser después de entrar en ella, cae una mecha alquímica que prende la atmósfera que hay dentro, de suerte que acabas tan tostado como una patata frita. Menuda muerte.
—Mmm-hmm.
—Y lo peor de todo es que el interior de la bóveda se halla guardado por un dragón que es atendido por cincuenta mujeres desnudas, todas ellas armadas con lanzas envenenadas, que han jurado morir al servicio de Requin. Todas son pelirrojas.
—Eso te lo estás inventando, Jean.
—Quería comprobar si me estabas escuchando. Pero lo único que te digo es que no me preocupa si allí dentro tiene un millón de solari en sacos que se pueden sacar con facilidad. Lo que me importa es que ahora creo que la bóveda es inexpugnable, a menos que cuentes con trescientos soldados, seis o siete vagones y un equipo de maestros artífices expertos en mecanismos de los que aún no me has hablado.
—En efecto.
—¿Tienes trescientos soldados, seis o siete vagones y un equipo de maestros artífices expertos en mecanismos de los que aún no me has hablado?
—No, me tengo a mí mismo, te tengo a ti, tengo el contenido de nuestras bolsas, este carruaje y un mazo de naipes —intentó hacer algo complicado con las cartas y éstas volvieron a salir volando de su mano, dispersándose por el asiento que tenía enfrente—. ¡Mátame de un capón!
—Entonces, si me permite que se lo diga, Señor de la Trapacería, quizá, una vez en Tal Verrar, deberíamos pensar en otro blanco…
—No estoy muy seguro de que eso fuera acertado. Tal Verrar carece de aristócratas papanatas a los que timar. El Arconte es un tirano militar que tiene una tralla larga… y que puede retorcer las leyes a su antojo, así que mejor no le tocamos las pelotas. El consejo del Priori está formado por comerciantes del tipo corriente, por lo que resulta endiabladamente difícil timarlos. Requin es la mejor opción. Tiene lo que buscamos, y sólo hay que cogerlo.
—Pero su bóveda…
—Permíteme que te diga —añadió Locke— lo que vamos a hacer exactamente con su bóveda.
Mientras recogía todas las cartas, Locke habló durante varios minutos, exponiendo los detalles más importantes de su plan. Las cejas de Jean se levantaron hacia arriba, como si quisieran respirar el aire que las cubría.
—… Y eso es todo. ¿Qué te parece, Jean?
—Que me aspen, podría funcionar. Si…
—¿Si…?
—¿Estás seguro de que recuerdas cómo funciona un arnés de escalada? Yo estoy un poco oxidado.
—Tendremos algo de tiempo para practicar, ¿no crees?
—Así lo espero. Hmmm. Y necesitaremos un carpintero. Uno que no sea de Tal Verrar, obviamente.
—Podremos ir a buscarlo en cuanto volvamos a tener unas cuantas monedas en el bolsillo.
Jean suspiró, y todas las burlas le abandonaron como el vino que pierde un odre picado.
—Supongo… que eso nos deja… diablos.
—¿Qué dices?
—Yo, ah… bueno. ¿No volverás a darme otro susto? ¿Volverás a comportarte formalmente?
—¿Comportarme formalmente? Jean, puedes… Diablos, ¡mírate! ¿Qué he estado haciendo? Poniéndome en forma, planeando… ¡y quejándome todo el tiempo! Lo siento, Jean, pero soy yo. Vel Virazzo no cuenta. Echo de menos a Calo, a Galdo y a Bicho.
—Igual que yo, pero…
—Lo sé. Dejé que la pena arruinara lo mejor que había en mí. Fui condenadamente egoísta, y sé que a ti te dolía tanto como a mí. Dije unas cuantas estupideces. Pero creo que ya se me han perdonado… ¿Estoy en lo cierto? —Locke levantó la voz—. ¿Acaso voy a tener que enterarme ahora de que el perdón es algo que va y viene como las mareas?
—Todo eso está arreglado ahora. Sólo…
—¿Sólo qué? ¿Soy especial, Jean? ¿Soy el único comprometido? Dime cuándo he puesto en duda tus habilidades, cuándo te he tratado como a un niño. No eres mi puñetera madre, y, por supuesto, tampoco eres Cadenas. No podremos trabajar como compañeros si no dejas de juzgarme.
Ambos se miraron fijamente, cada uno de ellos intentando aparentar ante el otro una actitud de fría indignación, y cada uno de ellos fracasando en el empeño. La atmósfera del interior de la cabina se tornó sombría, y Jean se volvió hacia la ventana para mirar por ella, mientras un Locke abatido volvía a barajar las cartas. Intentó nuevamente cortar con una sola mano. Ni él ni Jean parecieron sorprenderse cuando una pequeña nevada de naipes cubrió el asiento que estaba al lado de Jean.
—Lo siento —dijo Locke mientras las cartas seguían cayendo—. Lo que he dicho ha sido otra estupidez más de las mías. Dioses, ¿cuándo nos daremos cuenta de lo fácil que nos resulta comportarnos cruelmente el uno con el otro?
—Tenías razón —dijo Jean con voz muy tranquila—. No soy Cadenas ni tampoco, eso es evidente, tu madre. No debería preocuparme por ti.
—Pues deberías. Te preocupaste por mí cuando me sacaste del galeón y luego, más tarde, de Vel Virazzo. Tenías razón. Me comporté terriblemente mal, y puedo comprender que aún… dudes de mí. Estaba tan obsesionado por lo que había perdido que olvidé lo que aún me quedaba. Me agrada muchísimo que aún estés lo suficientemente preocupado por mí para darme una buena patada en el culo cuando es necesario.
—Yo, ah, mira… también lo siento. Sólo…
—Diantre, no me interrumpas cuando practico las virtudes de la autocrítica. Me siento avergonzado por cómo me comporté en Vel Virazzo. Fue un desaire a todo aquello por lo que habíamos pasado juntos. Prometo comportarme mejor. ¿Ya te sientes más tranquilo?
—Sí. Sí. —Jean comenzó a recoger las cartas desperdigadas, y el fantasma de una sonrisa se insinuó en su rostro. Locke se acomodó en el asiento y se frotó los ojos.
—Dioses. Necesitamos un objetivo, Jean. Necesitamos un juego. Necesitamos algo en lo que trabajar juntos, trabajar en equipo. ¿No lo comprendes? No se trata de que timemos a Requin. Se trata de que los dos estemos contra el mundo, viviendo peligrosamente como solíamos hacer. ¿No ves que con este don que tenemos jamás encontraremos algún lugar donde sentirnos a gusto?
—¿Quieres decir que siempre estaremos a pocos centímetros de toparnos con una muerte horrible y sangrienta?
—Eso en las ocasiones más propicias.
—El plan puede llevarnos un año. Quizá dos.
—Por un juego tan interesante, no me importaría perder uno o dos años. ¿Tienes algún otro compromiso que sea más urgente?
Jean denegó con la cabeza, pasó el mazo de cartas a Locke y volvió a su taco de notas con una expresión profundamente pensativa pintada en el rostro. Sintiendo que los dedos de su mano izquierda apenas le servían de más ayuda que la pinza de un cangrejo, Locke los pasó por los bordes de las cartas. Sintió cómo las cicatrices, aún recientes, le picaban bajo la camisa de algodón, y que eran tantas y tan grandes que se sentía como si le hubieran cortado en trozos la mitad izquierda del cuerpo y luego se los hubieran vuelto a coser. Maldición, tenía que hacer cualquier cosa para curarse cuanto antes. Tenía que recobrar cuanto antes su antigua agilidad. Le pareció que se sentía como si tuviera el doble de años.
Volvió a intentar barajar de nuevo con aquella mano y el mazo se le cayó. Al menos, en aquella ocasión, las cartas no habían salido disparadas por todas las direcciones. ¿Estaría mejorando?
Él y Jean permanecieron en silencio durante varios minutos.
Entonces, el carruaje trastabilló al culminar una pequeña colina, la última, y Locke se encontró contemplando un paisaje verde que parecía un tablero de ajedrez y que bajaba hasta la costa escarpada a lo largo de un trayecto de unos ocho o nueve kilómetros. Unas pequeñas manchas grises, blancas y negras lo salpicaban en toda su extensión, haciéndose más compactas por el horizonte, donde la parte de Tal Verrar que pertenecía al continente se apretujaba contra los acantilados. La parte que se encontraba en el mar parecía muy agobiada bajo la lluvia; unas enormes cortinas plateadas la barrían constantemente, difuminando las islas que la formaban. Los relámpagos crepitaban azules en la distancia, y un tenue tamborileo de truenos cruzaba los campos y llegaba hasta Jean y Locke.
—Ya hemos llegado —dijo Locke.
—A la parte continental —dijo Jean sin levantar la vista—. Ojalá demos con una posada nada más llegar. Con este tiempo no será nada fácil encontrar un bote que nos lleve hasta las islas.
—¿Cómo nos llamaremos cuando estemos allí?
Jean alzó la mirada y se mordió el labio antes de picar el anzuelo y seguirle el juego.
—Durante algún tiempo dejaremos de ser camorríes. En los últimos tiempos, Camorr no nos ha proporcionado nada bueno.
—¿Seremos de Talisham?
—No suena mal —Jean ajustó un poco la voz para adoptar el acento apenas perceptible que caracteriza a los naturales de Talisham—. El Desconocido Anónimo de Talisham y su socio, el Anónimo Desconocido, también de Talisham.
—¿Cuáles eran los nombres con los que nos registramos en el Meraggio?
—Lukas Fehrwight y Evante Eccari. Y aunque sus cuentas no hayan sido confiscadas por el Estado, seguro que están vigiladas. ¿No te parece que la Araña tendrá un calambre en el culo cuando descubra que estamos operando en Tal Verrar?
—Claro —dijo Locke—. Déjame pensar… Jerome de Ferra, Leocanto Kosta y Milo Voralin.
—Yo mismo abrí la cuenta de Milo Voralin. Se supone que es de Vadran. Creo que podemos dejarlo en reserva.
—¿Y eso es todo lo que nos queda? ¿Sólo tres cuentas que poder usar?
—Sí, por desgracia. Pero es más de lo que tienen la mayoría de los ladrones. Yo seré Jerome.
—Entonces supongo que yo seré Leocanto. ¿Y qué vamos a hacer en Tal Verrar, Jerome?
—Estaremos… al servicio de una condesa de Lashain. Ha pensado comprarse una casa de verano en Tal Verrar y nos ha enviado para que se la busquemos.
—Hmmm. Eso podrá valer durante algunos meses, pero ¿qué pasará cuando hayamos visto todas las propiedades en venta? Y tendremos que gastar mucho tiempo para que nadie descubra lo que, realmente, nos traemos entre manos. ¿Qué tal si decimos que somos comerciantes-especuladores?
—Comerciantes-especuladores. No está mal. Pero que me aspen si sé lo que significa.
—Exacto. Así, si pasamos todo el tiempo repantigados en las casas de azar barajando las cartas, será que, bueno, sólo estamos esperando a que el mercado esté maduro.
—O que somos tan buenos trabajando que apenas necesitamos trabajar.
—Nuestro trabajo se hará por sí solo. ¿Y cuándo nos vimos por primera vez, y cuánto llevamos trabajando juntos?
—Nos conocimos hace cinco años —Jean se rascó la barba—. En un viaje por mar. Nos hicimos socios por culpa del aburrimiento. Y desde entonces hemos sido inseparables.
—Pero en mis planes entra el asesinarte.
—Bueno, ¿y cómo iba yo a saberlo? ¡Menudo compañero! No sospechaba nada.
—¡Melón! Casi ni te aguanto.
—¿Y el botín? Suponiendo que consigamos ganarnos la credulidad de Requin, y que demos los pasos de baile requeridos y logremos abandonar la ciudad con todo lo que hayamos arramplado…, habrá que pensar qué haremos después.
—Jean, seremos ladrones viejos —mientras el carruaje doblaba el último recodo y entraba en el largo tramo recto que le separaba de Tal Verrar, Locke entornó los párpados para captar los detalles de aquel paisaje mojado por la lluvia—. Ladrones viejos de veintisiete, o, quizá, de veintiocho años de edad cuando hayamos terminado este trabajo. No sé. ¿Cómo te sentirías haciendo de vizconde?
—Irnos a Lashain —Jean se había puesto a meditar—. ¿Te refieres a comprar un par de títulos? ¿A establecernos allí por las buenas?
—No sé si podremos irnos tan lejos. Pero, por lo que he oído, los títulos más discretitos andan por diez mil solari, y los mejores entre quince y veinte mil. Uno de ellos nos proporcionaría un hogar y algo de prestancia. Desde allí podríamos hacer lo que quisiéramos. Urdir nuevos juegos. Hacernos viejos estando bien cuidados.
—¿Jubilarnos?
—No podemos correr siempre por ahí fuera haciéndonos pasar por quienes no somos, Jean. Creo que ambos somos conscientes de eso. Antes o después tendremos que practicar otra especialidad de latrocinio. Saquemos un buen pellizco de este lugar e invirtámoslo en algo útil. Y luego construyamos algo. Y después… bueno, siempre podremos abrir esa cerradura cuando llegue el momento.
—Vizconde Desconocido Anónimo de Lashain… y su vecino, el Vizconde Anónimo Desconocido. Supongo que hay peores finales.
—Claro que los hay, Jerome. ¿Estás conmigo?
—Por supuesto, Leocanto. Ya lo sabes. Quizá después de dos años más de latrocinio honesto me encuentre listo para la jubilación. Podría volver a las sedas y a los transportes marítimos, como mis padres… quizá podría buscar algunos de sus antiguos contactos si llegara a recordar bien cuáles eran.
—Creo que Tal Verrar nos sentará bien —dijo Locke—. Es una ciudad prístina. Jamás hemos trabajado en ella, y ella no nos conoce. Nadie nos conoce, nadie nos espera. Tendremos completa libertad de movimientos.
El carruaje traqueteó bajo la lluvia, cabeceando en los lugares donde los erosionados adoquines de la calzada del Trono de Therin habían perdido las capas de suciedad que los protegían. Aunque los relámpagos iluminaban el cielo a lo lejos, el velo gris se espesaba entre el mar y la tierra, ocultando de sus ojos el voluminoso bulto de Tal Verrar mientras seguían dirigiéndose hacia aquella ciudad por primera vez.
—Creo que tenías razón, Locke. Necesitamos un juego —Jean dejó las notas encima de su regazo y chasqueó los nudillos—. Por los dioses, qué bueno tiene que ser estar otra vez en acción. Qué bueno volver a ser los depredadores.