Capítulo 2

Requin

1

Aunque Locke acababa de descubrir que Jean seguía tan intranquilo como él por la experiencia sufrida en el Mercado Nocturno, no volvió a hablar de aquel asunto. Había un trabajo por hacer.

El final del día laboral de cualquier trabajador, ya fuera hombre o mujer, de Tal Verrar marcaba el comienzo del suyo. En un principio no les había sido fácil acostumbrarse al ritmo de una ciudad donde, noche tras noche, el sol se ocultaba tras el horizonte como si fuera la aquiescente víctima de un crimen, sin que el resplandor de la Falsa Luz delatara aquella transición. Pero Tal Verrar había sido construida para satisfacer unos gustos y necesidades distintos de los de Camorr, y el cristal antiguo que le daba forma sólo reflejaba la luz del cielo, sin añadir más claridad por su cuenta.

Su suite de Villa Candessa era opulenta y tenía el techo alto; a cinco volani de plata por noche no se podía esperar menos. La ventana de la cuarta planta daba a un patio de adoquines donde los carruajes, tachonados con faroles y escoltados por guardias de alquiler, iban y venían entre un estruendo que suscitaba ecos por doquier.

—Magos mercenarios —murmuró Jean mientras se anudaba las corbatas delante de un espejo—. Jamás permitiría ni siquiera a uno solo de esos bastardos que me calentara el té, y no los contrataría ni aunque viviera lo suficiente para ser más rico que el Duque de Camorr.

—Me has dado una idea —dijo Locke, que ya se había vestido y se tomaba un sorbo de café. Un día entero durmiendo le había sentado de maravilla a su mente—. Si fuéramos más ricos que el Duque de Camorr, podríamos contratar a un puñado de ellos y decirles que se perdieran en cualquier mierda de isla desierta situada en cualquier lugar perdido.

—Mmm. No creo que los dioses hayan creado ninguna isla que sea lo suficientemente desierta para mi gusto.

Jean terminó de anudarse las corbatas con una mano y acercó la otra hasta donde se encontraba su desayuno. Uno de los servicios más singulares que Villa Candessa ofrecía a los clientes que se quedaban por algún tiempo en ella consistía en los «pasteles con parecido», pequeños simulacros escarchados que se parecían a los huéspedes, los cuales eran confeccionados por el escultor-pastelero de la posada, que había estudiado en Camorr. Encima de la fuente de plata dispuesta al lado del espejo, un Locke de pastel (con ojos de pasas y una cabellera rubia hecha con mantequilla de almendras) descansaba al lado de un orondo Jean cuya cabellera y barba eran de chocolate negro. Las piernas del Jean de pastel ya habían desaparecido.

Instantes después, Jean se sacudía de la casaca los últimos restos de mantequilla.

—Ay, pobres Locke y Jean.

—Murieron a causa del hambre —dijo Locke.

—Ya sabes que seguiré aquí después de que hayas hablado con Requin y Selendri.

—Mmmm. ¿De veras que seguirás en Tal Verrar después de hablar con ellos? —aunque intentaba sonreír, sólo consiguió una mueca.

—Sabes que no me iré a ningún sitio —dijo Jean—. No creo que sea una decisión acertada por mi parte, pero no te dejaré solo.

—Lo sé. Y lo siento —se terminó el café y dejó la taza—. No creo que la charla con Requin resulte demasiado interesante.

—No digas tonterías. Acabo de ver en tu rostro cierta sonrisa afectada. La gente suele tenerla después de terminar el trabajo que había estado haciendo, pero tú haces muecas como un idiota justo antes de comenzarlo.

—¿Afectada? Pero si mis mejillas están más chupadas que las de un cadáver. Si lo único que quiero es acabar esto de una vez. Es un asunto aburrido. Creo que la entrevista apenas será divertida.

—Que la entrevista apenas será divertida… mi culo. Seguro que no lo será en cuanto te acerques a la dama que tiene ese maldito brazo metálico y le digas: «Discúlpeme, señora, pero es que…».

2

—He estado haciendo trampas —dijo Locke—. Durante todo el tiempo. En todos los juegos individuales en los que participé desde que mi compañero y yo llegamos por primera vez a la Aguja del Pecado, hace ya dos años.

Recibir una mirada penetrante de Selendri era algo singular; su ojo izquierdo sólo era un agujero oscuro medio cubierto por el velo traslúcido que antaño había sido un párpado. El único ojo bueno que le quedaba hacía el trabajo por los dos, y, diablos, cuánto miedo metía en el cuerpo.

—¿Está sorda, señora? En todos los juegos individuales. Haciendo trampas. De arriba abajo en esta preciosa Aguja del Pecado, haciendo trampas de una planta a otra, riéndome de todos sus invitados por simple diversión.

—Me pregunto —dijo ella, con aquel susurro suyo que era como el de una bruja— si realmente es consciente del significado de lo que intenta decirme. Maese Kosta, ¿está usted bebido?

—Estoy tan sobrio como un niño de pecho.

—¿Le ha obligado alguien a decirme esto?

—Hablo completamente en serio —dijo Locke—. Pero me gustaría hablar con su jefe para exponerle mis motivos. Y en privado.

La sexta planta de la Aguja del Pecado estaba en silencio. Locke y Selendri se encontraban solos, con cuatro o cinco de los criados uniformados de Requin que los vigilaban a unos siete metros de distancia. Era demasiado pronto para que, aún a aquella primera hora de la noche, reinase el silencio y para que los escasos jugadores de aquella planta hubieran finalizado su lenta y ruidosa migración hacia las plantas inferiores.

En el centro de la sexta planta habían dispuesto una escultura bastante alta que estaba metida dentro de un cilindro transparente de cristal antiguo. Aunque aquel tipo de cristal no permitía que las manos del hombre le dieran forma alguna, había literalmente millones de fragmentos y de objetos fabricados con él por todo el mundo, algunos de los cuales se adaptaban convenientemente a las necesidades humanas. En varias ciudades existían sociedades que se encargaban de buscar cristal antiguo, y que podían solventar cualquier necesidad a cambio de exorbitantes minutas.

El interior del cilindro contenía algo que Locke sólo hubiera podido describir como una catarata de cobre. Era una escultura que representaba una catarata; sus rocas habían sido fabricadas con volani de plata, y su «agua» consistía en un flujo constante de miles, miles y miles de centira de cobre. El repiqueteo metálico originado en el interior de aquel recinto de cristal a prueba de ruido debía de ser tremendo, aunque para quienes observaban el espectáculo desde fuera éste se realizara en absoluto silencio. Algún mecanismo oculto bajo el suelo debía de recoger la corriente de monedas de cobre y devolverlas a la cima de las «rocas» de plata, pero por la parte de detrás. Era un espectáculo tan excéntrico como hipnótico… Locke jamás había visto que nadie fuera capaz de decorar una habitación con una pila de monedas, en su sentido más literal.

—¿Jefe? ¿Por qué supone que tengo un jefe?

—Sabe que me refiero a Requin.

—Él sería el primero en sancionar su supuesta culpabilidad. Y de una manera violenta.

—Entonces una audiencia privada nos permitiría aclarar varios malentendidos.

—Oh, por supuesto que Requin hablará con usted de una manera… muy privada —cuando Selendri chasqueó dos veces seguidas los dedos de su mano derecha, los cuatro criados se dirigieron hacia Locke. Selendri le señaló con el dedo; dos de ellos le cogieron firmemente por los brazos y entre todos comenzaron a llevarle escaleras arriba. Selendri los siguió, a pocos pasos por detrás de ellos.

La planta séptima se hallaba ocupada por otra escultura contenida en un cilindro aún mayor que también era de cristal antiguo. Venía a ser una especie de anillo de islas volcánicas, construido con monedas de volani de plata, que flotaban encima de un mar hecho con solari de oro. Cada una de cumbres plateadas regurgitaba un surtidor de monedas de oro que caía en el extenso y resplandeciente «mar» de oro. Los guardias de Requin marchaban con un paso demasiado vigoroso para que Locke pudiera observar más detalles de la escultura; luego dejaron atrás a otra pareja de empleados uniformados, que se encontraban junto al hueco de la escalera, y siguieron hacia arriba.

La parte central de la octava planta albergaba otro nuevo espectáculo, el tercero, contenido bajo el receptáculo de cristal mayor de todos. Locke parpadeó varias veces y reprimió una risita de admiración.

Se trataba de una escultura estilizada de la propia Tal Verrar, unas islas de plata apretujadas en la superficie de un mar de monedas de oro. Encima de la maqueta de la ciudad, dominándola a horcajadas como un dios, la estatua de mármol, a tamaño natural, de un hombre al que Locke reconoció apenas verlo. Tanto la estatua como el hombre tenían unos pómulos redondeados que añadían a aquel rostro estrecho cierta expresión de burla, realzada por una barbilla redonda y protuberante, unos ojos grandes y unas orejas largas que estaban como pegadas a la cabeza, pero perpendicularmente a ella. Requin, cuyos rasgos se parecían bastante a los de la marioneta que un titiritero enfadado hubiera montado a toda prisa.

Las manos de la estatua se proyectaban hacia delante a la altura de la cintura, de suerte que dos surtidores de monedas de oro brotaban incesantemente de los puños de sus mangas, para caer del mismo modo sobre la ciudad que se encontraba más abajo.

Locke, que miraba pasmado la estatua, casi tropezó con sus propios pies cuando los criados que lo mantenían agarrado decidieron soltarle. En el extremo de las escaleras de la planta octava había una puerta con dos batientes de madera laqueada. Selendri dejó atrás a Locke y a los criados. A la izquierda de la puerta se encontraba un pequeño nicho practicado en la pared. Selendri deslizó su brazo metálico en él, lo encajó en alguna suerte de mecanismo y entonces lo giró media vuelta hacia la izquierda. Cuando un chasquido sonó en el interior de la pared, posiblemente causado por el mecanismo en cuestión, la puerta se abrió.

—Registradlo —dijo, mientras se desvanecía por la puerta sin mirar atrás.

Locke no tardó en quedarse sin casaca para ser más cacheado, empujado, analizado y sobeteado de lo que lo había sido durante su última visita a un burdel. Los estiletes que llevaba en las mangas (algo muy usual en un hombre de su condición) le fueron confiscados; luego hurgaron dentro de su bolsa, le quitaron los zapatos y uno de los empleados incluso rebuscó entre sus cabellos. Cuando aquel proceso se dio por terminado, Locke (sin zapatos ni casaca y un tanto desaliñado) recibió un empujón poco cortés que le llevó ante la puerta por donde Selendri acababa de desaparecer.

Al otro lado se abría un espacio oscuro no mayor que un guardarropa. Una escalera inestable de hierro negro, por la que cabía sólo una persona y que salía del suelo, moría delante de un cuadrado de suave luz ambarina. Locke subió despacio por la escalera y emergió en el despacho de Requin.

Aquel lugar ocupaba toda la planta novena de la Aguja del Pecado; junto a la pared de enfrente, una parte de la misma, acotada por cortinas de seda, debía de hacer las funciones de dormitorio. En la pared de la derecha podía apreciarse la puerta de un balcón, cubierta por una persiana metálica de corredera. Locke consiguió ver a través de ella una vista nocturna de la parte este de Tal Verrar, o eso le pareció.

Tal y como le habían contado, las demás paredes de la habitación se hallaban decoradas con muchos cuadros… casi veinte, situados todos ellos en sus extremos e insertos en marcos finamente trabajados de madera sobredorada. Obras maestras de los años finales del Trono de Therin, cuando la mayoría de los nobles de la corte del Emperador disponían de un escultor o pintor al que sujetaban con la traílla del mecenazgo y al que mostraban como si fuera una mascota. Locke no poseía los conocimientos suficientes para distinguir a uno de otro, aunque se decía que de las paredes de Requin colgaban dos Morestras y un Ventahis. Aquellos dos artistas (junto con sus bocetos, libros de teoría y aprendices) habían desaparecido varios siglos antes en la tormenta de fuego que arrasó la ciudad imperial de Therim Pel.

Selendri estaba de pie junto a un amplio escritorio que poseía el color del buen café y que se hallaba atestado de libros, documentos y aparatos mecánicos en miniatura. Una silla se encontraba delante de la mesa, en la que Locke distinguió las sobras de una cena: algún tipo de pescado servido en una fuente de hierro blanco, acompañado por una botella medio llena de vino oro pálido.

Selendri llevó su mano de carne y hueso al brazo postizo de bronce y entonces se escuchó un chasquido. La mano se abrió como los pétalos de una flor resplandeciente. Cuando los dedos se encajaron a lo largo de la muñeca revelaron un par de hojas de acero pavonado de quince centímetros, que antes habían estado ocultas en la palma de la mano. Selendri las agitó como si fueran garras e hizo un gesto a Locke para que permaneciera delante del escritorio, que obedeció sin dejar de mirarlas.

—Maese Kosta —la voz procedía de algún sitio situado a su espalda, posiblemente del interior de la zona delimitada por cortinas de seda—. ¡Qué placer! Selendri me acaba de referir que muestra gran interés en ser asesinado.

—No tanto, señor. Lo único que le conté a su ayudante es que había estado robando ininterrumpidamente, junto con mi compañero, en todos los juegos de su Aguja del Pecado en los que ambos habíamos participado. Prácticamente durante los dos últimos años.

—¿En todos los juegos? —preguntó Selendri—. Antes dijo que había sido en todos los juegos individuales.

—Ah, bueno —dijo Locke encogiéndose de hombros—, es que así sonaba más dramático. Era como decir en casi todos los juegos.

—Este hombre es un payaso —murmuró Selendri.

—Oh, no —dijo Locke—. Bueno, quizá en ocasiones. Pero ahora no.

Locke escuchó un sonido de pasos que cruzaba la habitación y se acercaba a su espalda.

—Se trata de una apuesta —dijo Requin, ya muy cerca de él.

Requin rodeó a Locke y se quedó delante de él, las manos a la espalda, para mirarlo intensamente. Aquel hombre era prácticamente el gemelo de la estatua que se encontraba un piso más abajo; quizá pesara unos pocos kilos más y quizá los rizos de color gris acero que le cubrían la coronilla fueran un poco más cortos. La levita entallada que llevaba era de terciopelo negro un poco ajado, y los guantes con los que se cubría las manos eran de piel marrón. Usaba gafas. Locke se sorprendió al descubrir que lo que la víspera había tomado por un reflejo no era tal, sino la luz que brillaba detrás de sus cristales. Estos relucían con un brillo naranja que confería una apariencia demoníaca a los ojos que se ocultaban tras ellos. Locke pensó que debía de tratarse de alguna alquimia novedosa y cara de la que jamás había oído hablar.

—Maese Kosta, ¿ha bebido esta noche algo fuera de lo corriente? ¿Quizá algún tipo de vino con el que no estaba familiarizado?

—A menos que el agua de Tal Verrar intoxique por sí misma, estoy tan seco como la arena que se mete dentro de un horno.

Requin fue al otro lado de su escritorio, tomó un pequeño tenedor de plata, clavó en él un trocito blanco de pescado y apuntó a Locke con él.

—Entonces, si debo creer en lo que me dice, usted ha estado haciendo trampas en este lugar durante los últimos dos años, sin que le descubran, y ahora, ante la evidente imposibilidad de demostrarlo, quiere entregarse en persona. ¿Un caso de conciencia?

—Ni remotamente.

—¿Un deseo súbito de suicidarse de una manera bastante elaborada?

—Mi intención es salir vivo de esta habitación.

—Oh, y seguirá estando vivo hasta que se golpee con los adoquines del suelo nueve plantas más abajo.

—Quizá pueda convencerle de que, siguiendo intacto, le soy de más valor.

Requin masticó el pescado antes de volver a hablar.

—¿Y cómo ha conseguido hacer todas esas trampas, maese Kosta?

—Sobre todo, moviendo los dedos con suma agilidad.

—¿De veras? Puedo distinguir unos dedos rápidos con sólo mirarlos. Muéstreme su mano derecha.

Requin se quitó el guante de la mano izquierda y Locke adelantó la suya derecha a regañadientes, como si pensara que fuera a estrechársela.

Requin agarró la mano de Locke por encima de la muñeca y la metió dentro del escritorio… pero antes de que Locke sintiera el golpe fatal que estaba aguardando, su mano asomó por alguna suerte de panel oculto y se deslizó por una abertura que caía justo por debajo de la superficie del escritorio. Entonces escuchó el fuerte clack de algún mecanismo y sintió en la muñeca una presión muy fuerte. Locke dio un respingo hacia atrás, pero el escritorio acababa de tragarse su mano como hubiera hecho el estómago de alguna bestia, pero no un estómago que fuera blando, sino rígido. Las aceradas garras gemelas de Selendri se volvieron hacia él como accidentalmente, y entonces dejó de debatirse.

—Veamos. Manos, manos, manos. Suelen meter en problemas a sus dueños, maese Kosta. Selendri y yo somos los únicos que lo sabemos.

Requin se volvió hacia la pared que estaba detrás de su escritorio y corrió un panel de madera laqueada que reveló un largo estante dispuesto en la pared.

Encima de él había docenas de tarros de cristal bien sellados; cada uno de ellos contenía algo oscuro y arrugado… ¿Arañas muertas? No, Locke se corrigió a sí mismo… manos humanas. Cortadas, acartonadas y guardadas como trofeos, con sortijas que aún brillaban en sus dedos retorcidos y resecos.

—Antes de proceder a lo que es inevitable, esto es lo que solemos hacer —dijo Requin como si estuviera hablando de otra cosa—. La mano derecha. Ta-ta. El proceso será entretenido. Antes tenía alfombras en este sitio, pero la puñetera sangre es tan escandalosa

—Muy prudente por su parte —Locke sintió que una gota de sudor comenzaba a caerle lentamente por la frente—. Estoy tan asustado y escarmentado como no se imagina. ¿Podría devolverme la mano?

—¿En su condición original? Lo dudo. Pero si responde a algunas preguntas, ya veremos. Me decía que, moviendo los dedos con suma agilidad… Debe disculparme… pero mis empleados son muy duchos descubriendo a los que hacen trampas de esa manera.

—No dudo que lo sean —Locke se arrodilló delante del escritorio para tener una posición más cómoda y sonrió—. Pero yo podría meter un gato vivo dentro del acostumbrado mazo de cincuenta y seis cartas y sacarlo cuando me apeteciera. Y los demás jugadores se quejarían por los maullidos, pero jamás descubrirían de dónde venían.

—Pues entonces meta un gato vivo dentro de mi escritorio.

—Era, ah, una manera colorista de hablar. Desgraciadamente, esta temporada los gatos vivos no van con la moda de los caballeros de Tal Verrar.

—Es una pena. Pero apenas me sorprende. Ya llevo unos cuantos muertos que se arrodillaron en el mismo sitio que usted, y que sólo me ofrecieron unas cuantas maneras coloristas de hablar y poco más.

Locke suspiró.

—Sus muchachos me quitaron la casaca y los zapatos, y pensé por un momento que me iban a mirar hasta los hígados. Vaya, ¿qué es esto?

Acababa de mover la manga izquierda y de levantar la mano para enseñar el mazo de cartas que, de una manera inesperada, había aparecido en ella.

Selendri acercó sus cuchillas a la garganta de Locke, pero Requin hizo un gesto con la mano mientras sonreía.

—Querida, no creo que pueda matarme con un mazo de cartas. No está mal, maese Kosta.

—Y ahora —dijo Locke—, vamos a ver qué pasa.

Llevó el brazo hacia un lado, manteniendo bien cogido el mazo entre el pulgar y los restantes dedos. Un giro de la muñeca, un capirotazo del pulgar, y ya había cortado las cartas del mazo. Comenzó a flexionar y a estirar los dedos, aumentando rápidamente el ritmo de lo que hacía hasta que su mano se pareció a una araña a la que estuvieran dando una clase de esgrima. Cortar y barajar, cortar y barajar… partió las cartas del mazo y las volvió a juntar una docena de veces. Entonces, con un movimiento tan ágil como elegante, las depositó encima del escritorio para dispersarlas acto seguido en forma de arco, desplazando mientras lo hacía algunos de los objetos que Requin había dejado encima.

—Escoja una —dijo Locke—. La que más le guste. Mírela, pero no me la enseñe.

Requin hizo lo que le pedía. Mientras miraba la carta que había escogido, Locke recogió las demás moviendo la mano hacia su cuerpo; barajó y cortó una vez más, luego partió en dos montones el mazo y dejó uno de ellos encima del escritorio.

—Vaya a colocar la carta escogida encima del montón que está en el escritorio. Y ahora recuerde cuál era.

Cuando Requin dejó encima la carta, Locke puso encima de ella las del otro montón. Luego, ya con el mazo completo en la mano izquierda, volvió a repetir cinco veces aquella maniobra suya de cortar y barajar con la mano. Después dejó en el escritorio de Requin la carta que había quedado encima del mazo y sonrió. Era el cuatro de Cálices.

—Ésta, Maestro de la Aguja del Pecado, es su carta.

—No —dijo Requin con una sonrisa afectada.

—Mierda —Locke dio la vuelta a la carta que seguía a la anterior, el Sello del Sol—. Ajá, sabía que estaba por alguna parte.

—No —dijo Requin.

—Qué desgraciado soy —comentó Locke, y comenzó a darle la vuelta a las siguientes seis cartas—. ¿El ocho de Agujas? ¿El tres de Agujas? ¿El tres de Cálices? ¿El Sello de los Doce Dioses? ¿El cinco de Sables? Mierda. ¿La Maestra de las Flores? —y en cada una de aquellas ocasiones Requin movió la cabeza para decir que no.

—Uh, discúlpeme —Locke dejó el mazo de cartas encima del escritorio de Requin y luego se toqueteó con la mano izquierda el botón de la manga derecha. A los pocos segundos se subió la manga por encima del codo y se recompuso el botón. Entonces apareció otro mazo de cartas en su mano izquierda.

—Veamos… ¿el siete de Sables? ¿El tres de Agujas? No, ya lo había dicho… ¿El dos de Cálices? ¿El seis de Cálices? ¿El Maestro de los Sables? ¿El tres de Flores? Diantre, diantre. Después de todo, el mazo no era tan bueno.

Locke dejó el segundo mazo encima del primero, hizo como si se rascara alguna parte suya que estaba cerca del fino fajín que cubría la parte superior de sus calzas y sacó un tercer mazo de cartas. Hizo una mueca a Requin y enarcó las cejas.

—Este truco iría mejor si pudiera usar la mano derecha.

—No veo por qué, puesto que se las apaña tan bien con la izquierda.

Locke suspiró y con un capirotazo echó la carta que estaba encima del nuevo mazo sobre las que se iban amontonando en el escritorio de Requin.

—¡El nueve de Cálices! ¿Le suena?

Requin rió y denegó con la cabeza. Locke dejó el nuevo mazo encima de los otros, se levantó y se sacó otro de algún lugar que se hallaba muy cerca de sus calzas.

—Pero es evidente que sus empleados deberían haber visto —proseguía Locke— que llevaba encima cuatro mazos de cartas, siendo tan aficionados a registrar en busca de eso mismo a un hombre al que ya le han quitado la casaca y los zapatos… un momento, ¿he dicho cuatro? Me parece que he contado mal…

Y entonces sacó un quinto mazo de algún lugar indeterminado de su camisa de seda, que fue a engrosar la pequeña torre de cartas que se balanceaba de un modo más que precario junto al borde del escritorio.

—Es evidente que no hubiera podido ocultar cinco mazos de cartas a sus guardias, maese Requin. Cinco hubiera sido una completa exageración. Sin embargo, ahí están… creo que es todo lo que tenemos. Para disponer de más, me temo que tendría que recurrir a ciertos sitios desagradables. Y lamento decirle que no creo disponer de la carta que usted cogió. Un momento… acabo de descubrir dónde puede estar…

Entonces se inclinó encima del escritorio, dio un empujón con el codo a la botella de vino y en ese mismo momento, boca abajo, apareció una carta debajo de ella.

—Su carta —dijo, dándole la vuelta con los dedos de la mano izquierda—. El diez de Sables.

—Bien —dio Requin mientras reía, mostrando de paso un arco generoso de dientes amarillentos bajo los círculos anaranjados, casi ígneos, de sus gafas—. Muy, pero que muy bien. Y con una sola mano. Pero aunque yo les permitiera que empleasen estos trucos todo el tiempo delante de mis empleados y el resto de mis invitados… usted y maese de Ferra invertirían un tiempo considerable para hacer trampas en juegos que están muchísimo más controlados que los de las simples cartas, y que son mucho más complicados.

—También puedo decirle cómo ganar en ellos. Sólo tiene que soltarme.

—¿Por qué desaprovechar la clara ventaja de que ahora dispongo?

—Porque le permitiré ganar otra cosa. Suélteme la mano derecha —dijo Locke, haciendo acopio de la última brizna de pasión y de sinceridad que conocía para vestir con ellas sus palabras— y le contaré por qué ya no podrá confiar a partir de este momento en que su Aguja del Pecado siga siendo segura.

Requin se le quedó mirando con sus enguantadas manos cruzadas sobre el pecho y, finalmente, hizo un signo de asentimiento a Selendri. Ella apartó las hojas (aunque siguió apuntando a Locke con ellas) y apretó un resorte situado dentro del escritorio. Cuando la mano de Locke quedó libre, por poco no se cayó él al suelo al intentar masajearse la muñeca.

—Muy amable —dijo Locke con un aire jovial que era puro teatro—. Y ahora le diré que, en efecto, hemos jugado a otros juegos que no tienen que ver exclusivamente con las cartas. Pero ¿cuáles son los juegos en los que nos hemos abstenido escrupulosamente de jugar? Rojos y Negros. Cuenta para Veinte. El Anhelo de la Bella Doncella. Todos los juegos en los que se juega contra la Aguja del Pecado y no contra otros invitados. Esos juegos contribuyen matemáticamente a dar a la casa una ventaja sustancial.

—Es difícil obtener beneficios de otro modo, maese Kosta.

—Sí. Tampoco presentan ningún aliciente para un tramposo como yo; para hacer trampas necesito carne y sangre frescas. Y no me preocupan los mecanismos y los empleados de que usted disponga, por numerosos que sean. En un juego entre personas, el latrocinio siempre encuentra un camino, tan cierto como que el agua corre entre las cuadernas de un barco.

—Más palabrería y desparpajo —dijo Requin—. Admiro la labia de los condenados, maese Kosta. Pero ambos sabemos que, por ejemplo, no se pueden hacer trampas en el Carrusel del Riesgo, si exceptuamos la complicidad a cuatro bandas entre los participantes, algo que convertiría el juego en algo carente de sentido.

—Cierto. No hay manera alguna de hacer trampas con el carrusel y con las cartas, al menos no aquí, en su «Aguja». Pero cuando uno no puede manipular los materiales del juego, no tiene más remedio que manipular a los jugadores. ¿Sabe qué es la bela paranella?

—Un soporífero. Alquimia muy cara.

—En efecto. Incolora, insípida y doblemente efectiva cuando se ingiere con licor. La pasada noche, en todas y cada una de las manos que jugamos, Jerome y yo nos impregnamos los dedos con ella mientras tocábamos las cartas. La señora Corvaleur tiene el hábito bien conocido de comer y de lamerse luego los dedos mientras juega. Antes o después, tenía que ingerir, al tocarlas, la suficiente cantidad de droga.

—¡Diantre! —Requin parecía auténticamente desconcertado—. Selendri, ¿sabes algo de todo esto?

—Al menos puedo dar fe de ese hábito de Corvaleur —susurró—. Creo que es la táctica que emplea para molestar a sus contrincantes.

—Y la empleó —dijo Locke—. Fue todo un placer ver cómo se drogaba por sí misma.

—Le concedo que su historia es remotamente plausible —dijo Requin—. La verdad es que sentí curiosidad al ver la extraña… incapacidad de Izmila.

—Muy cierto. Esa mujer parece una caseta para barcas hecha de cristal antiguo. Jerome y yo nos tomamos más viales que ella; si no hubiera sido por el polvo, lo que tomó sólo le hubiera emborrachado las pestañas.

—Es posible. Pero hablemos de otros juegos. ¿Qué me dice de las Alianzas a Ciegas?

El juego de las Alianzas a Ciegas se efectúa sobre una mesa circular que posee unas mamparas diseñadas al efecto delante de cada una de las manos de los jugadores, de suerte que la persona que está enfrente (el compañero) no consigue ver sus cartas. Cada uno de los participantes se sienta en silencio, pisando con su pie derecho el izquierdo del jugador o jugadora que tiene a la derecha, para que ninguno pueda hacer señas por debajo de la mesa a su compañero. Por eso mismo, cada compañero tiene que jugar por instinto y por la más atroz de las suposiciones, apartado de la vista, voz y señas del otro.

—Es una estratagema para niños. Jerome y yo llevábamos unas botas especiales con una estructura de hierro debajo del cuero. Deslizábamos los pies cuidadosamente por detrás de las botas, y la persona que nos pisaba seguía teniendo la sensación de seguir haciéndolo. Hubiéramos podido transmitirnos el contenido de un libro entero gracias al código de golpecitos que nos inventamos. ¿Ha conocido a alguien que domine ese juego tan bien como nosotros?

—No puede estar hablando en serio.

—Si quiere le enseño las botas.

—Bien. Tuvieron una racha extraordinaria de buena suerte… pero ¿qué me dicen del billar? Se anotaron una victoria muy famosa con el señor de Landreval. ¿Cómo se las apañaron? Mi casa proporciona las bolas, los tacos y el mantenimiento.

—Sí, y es evidente que nada de eso se puede trucar. Pagué diez solari al físico de cabecera del noble señor de Landreval para enterarme de sus achaques. Resulta que es alérgico a los limones. Todas las noches, antes de jugar con él, Jerome y yo nos untamos cuello, mejillas y manos con rodajas de limón, y empleamos varios aceites para enmascarar el olor. A la media hora de estar delante de nosotros ya estaba tan hinchado que apenas podía ver. No creo que llegara a descubrir de dónde le venía el problema.

—¿Me está diciendo que ganaron mil solari con unas simples rodajas de limón? Es un disparate.

—Tiene razón. Le pedí educadamente que me prestara mil solari y él se ofreció a que le humilláramos públicamente, dejándose ganar en su juego favorito porque posee un corazón amable.

—Hmmmph.

—¿Cuántas veces había perdido Landreval antes de encontrarnos a Jean y a mí? ¿Una en cincuenta partidas?

—Limones. Se me llevan los demonios.

—Sí. Cuando no puedes manipular el juego, debes manipular al jugador. Con la información y preparación necesarias, ninguno de los jugadores de su Aguja se libra de ser una marioneta en nuestras manos.

—Es una buena historia, maese Kosta —Requin se inclinó sobre el escritorio y bebió un sorbo de vino—. Creo que puedo ser lo suficientemente caritativo como para creer parte de lo que me ha contado. Tenía la sospecha de que usted y su amigo eran tan comerciantes e inversores como yo, aunque en mi torre cualquiera puede decir que es un duque o un dragón de tres cabezas si está respaldado por el necesario crédito. Usted ciertamente lo ha hecho antes de venir esta tarde a mi oficina. Y ahora viene la pregunta más importante de todas: ¿por qué diablos me cuenta todo esto?

—Necesito su atención.

—Creo que ya la tiene.

—Necesito más que todo eso. Necesito que usted conozca mis habilidades e inclinaciones.

—También lo ha conseguido, puesto que acepto su historia. ¿Qué quiere lograr exactamente con todo esto?

—La posibilidad de que lo que voy a contarle ahora malogre todo lo que le he dicho.

—¡Oh!

—Requin, no he venido a esta ciudad para quitarle a sus invitados unos cuantos miles de solari por aquí y otros cuantos por allá. Ha sido divertido, pero sólo es algo secundario con respecto a mi intención última —Locke extendió las manos y sonrió a modo de disculpa—. Me han contratado para que, en cuanto sepa la manera de forzar su bóveda de seguridad, me lleve todo lo que haya dentro de ella, y eso delante de sus narices.

Requin parpadeó.

—¡Imposible!

—Inevitable.

—Ahora no estamos hablando de una trapacería que tenga que ver con limones, maese Kosta. Explíquese.

—Los pies comienzan a dolerme —dijo Locke—. Y la garganta a secárseme.

Requin le miró fijamente y se encogió de hombros.

—Selendri. Una silla para maese Kosta. Y una copa.

Selendri frunció el ceño y se dio media vuelta para tomar la espléndida silla de madera oscura, con un cojín de cuero, que estaba junto a la pared. La dejó al lado de Locke, que se sentó en ella con la sonrisa pintada en el rostro. Luego se alejó de él durante un momento y regresó a su lado con una copa de cristal que pasó a Requin, el cual tomó la botella de vino y sirvió una generosa dosis de líquido rojo en la copa. ¿Líquido rojo? Locke parpadeó y luego se quedó tranquilo. Kameleona, el vino cambiante, por supuesto. Uno de los mejores vinos alquímicos de Tal Verrar, que los tenía a cientos. Requin le pasó la copa y volvió a sentarse en el escritorio con los brazos cruzados.

—A su salud —dijo Requin—. Necesito toda la ayuda que pueda proporcionarme.

Locke tomó un largo trago de aquel vino cálido y se permitió unos segundos de contemplación. Se maravilló por el modo en que el sabor a albaricoques se transmutaba en el otro más pungente, ligeramente ácido, de la manzana a medio masticar. Si su conocimiento del mercado de licores seguía siendo tan bueno como antes, aquel sorbo debía de costar veinte volani. Era tan genuino el gesto de asentimiento con que obsequió a Requin que éste movió displicentemente la mano para quitarle importancia.

—No puede haber escapado a su atención, maese Kosta, que mi bóveda es la más segura de Tal Verrar… el lugar más protegido, y en exceso, de toda la ciudad; de hecho, incluso más que las habitaciones privadas del mismísimo Arconte —con los dedos de la mano izquierda, Requin tensó la piel del guante que cubría su mano derecha—. Ni que está encajada en el interior de una estructura natural de cristal antiguo, la cual sólo es accesible después de haber atravesado antes diferentes secciones de mecanismos metálicos y de relojería que, si me permite pasar por alto mi propia habitación, no tiene parangón. Ni que la mitad de los consejeros del Priori la tienen en tan alta estima que me confían la mayor parte de sus fortunas personales.

—Por supuesto —dijo Locke—. Le felicito por tener una clientela tan aduladora. Pero las puertas de su bóveda están guardadas por mecanismos, y los mecanismos fueron construidos por hombres. Lo que un hombre cierra con llave, antes o después otro hombre lo abre.

—Le repito que es imposible.

—Y yo vuelvo a corregirle. Difícil. «Difícil» e «imposible» son unos primos a los que se suele confundir entre sí, aunque tengan muy poco en común.

—La probabilidad de que usted diera a luz un hipopótamo vivo —dijo Requin— es mayor que la que tendría el mejor de los ladrones de la actualidad para franquear el cordón de seguridad que rodea mi bóveda. Pero esto es una tontería… podríamos pasarnos toda la noche midiéndonos la polla. Yo digo que la tengo de metro y medio, y usted que la suya mide dos, y que lanza fuego si se le ordena. Volvamos cuanto antes a temas más importantes. Antes admitió que el burlar los mecanismos de mis juegos estaba fuera de discusión. Y si mi bóveda es el mecanismo más seguro de todos ellos, ¿no seré yo ahora esa carne y esa sangre que, según sus palabras de antes, necesita para hacer trampas?

—Es posible que esta conversación me haya dado alguna esperanza al respecto.

—¿Qué tiene que ver el hacer trampas a mis invitados con el hecho de urdir la manera de entrar en mi cripta?

—En principio —dijo Locke— sólo jugábamos para mezclarnos con la gente y encubrir que observábamos sus operaciones. Pero el tiempo pasaba y no hacíamos progresos. Hacer trampas era una travesura para conseguir que los juegos fueran más interesantes.

—¿Mi casa le aburre?

—Jerome y yo somos ladrones. Llevamos muchos años marcando cartas y robando desde Oriente hasta Poniente y desde aquí hasta Camorr, y recíprocamente. Dar vueltas a los carruseles con la gente acomodada sólo es divertido de vez en cuando y, como no avanzábamos en el trabajo, teníamos que divertirnos de alguna manera.

—El trabajo. Sí, antes me dijo que los habían contratado para llegar hasta aquí. Elaborado.

—A mi compañero y a mí nos enviaron a este sitio para formar parte de algo muy elaborado. Alguien de fuera quiere vaciarle la bóveda. No sólo entrar en ella, sino saquearla. Llevarse todo y dejarla como un panal vacío.

—¿Alguien?

—Alguien. No tengo ni la menor idea de quién pueda tratarse; Jerome y yo hemos estado trabajando en diferentes frentes. Todos nuestros esfuerzos para descubrirlo han sido en vano. El que nos contrató sigue siendo tan anónimo para nosotros como lo era hace dos años.

—Maese Kosta, ¿suele usted trabajar con frecuencia para gente que no conoce?

—Sólo para aquellos que pagan grandes sumas de frío metal. Y puedo asegurarle… que éste nos pagó muy bien.

Requin volvió a acomodarse detrás del escritorio, se quitó las gafas y se frotó los ojos con las manos enguantadas.

—¿De qué va este nuevo juego, maese Kosta? ¿Por qué me ayuda contándome todo esto?

—Ya me he cansado del que nos contrató. Cansado de la compañía de Jerome. Como encuentro Tal Verrar un tanto empalagosa, estoy buscando un nuevo acomodo para mí.

—¿Quiere chaquetear?

—Si lo expresa en esos términos, pues sí.

—¿Y qué supone usted que yo voy a ganar con ello?

—En primer lugar, la posibilidad de actuar contra mi actual patrón. Jerome y yo no somos los únicos agentes que ha enviado contra usted. Nuestro trabajo se centra en la bóveda, y nada más. Toda la información que obtenemos de sus operaciones se la pasan a otro. Están aguardando a que nosotros rompamos su hucha para pasar a otra fase.

—Prosiga.

—En segundo lugar, nuestro beneficio sería mutuo. Busco trabajo. Estoy cansado de ir de ciudad en ciudad para trabajar. Quiero establecerme en Tal Verrar, encontrar una casa y quizá una mujer. Y después de que le haya ayudado con quien me contrató, quiero trabajar aquí, junto a usted.

—¿Quizá como animador?

—Requin, usted necesita un jefe de planta. Dígame la verdad, ¿está ahora igual de complacido con su seguridad como lo estaba antes de que yo subiera por esta escalera? Sé cómo hacer trampas en todos los juegos que tiene aquí y, si no fuera más perspicaz que sus empleados, ahora estaría muerto. ¿Quién mejor que yo para que sus invitados sigan jugando sin hacer trampas?

—Su petición es… lógica. Pero su disposición para despreocuparse de su patrón no lo es. ¿No teme su venganza?

—No, si, con mi ayuda, usted luego nos pone fuera de su alcance. La identificación es el problema. Una vez identificada, se puede tratar con cualquier persona. Usted tiene debajo del pulgar a todas las bandas de Tal Verrar, y también se ha convertido en los oídos del Priori. Puedo asegurar que haría los arreglos pertinentes en cuanto diéramos con el nombre.

—¿Y su amigo De Ferra?

—Los dos trabajamos muy bien juntos —dijo Locke—, pero recientemente discutimos sobre cierto asunto personal. Él cree que he olvidado su insulto, pero yo le aseguro a usted que no. Quiero hacer las paces con él a la hora de tratar con nuestro patrón. Antes de que muera quiero que sepa que yo me quedé con la mejor parte. Si es posible, me gustaría acabar con él personalmente. Eso y el trabajo es lo único que pido.

—Mmm. ¿Qué piensas de todo esto, Selendri?

—Algunos misterios mejoran cuando se les corta la garganta —susurró.

—Espero que no haya pensado que quiero dejarla a un lado —dijo Locke—. Se lo aseguro; cuando digo jefe de sala, me refiero a jefe de sala. No quiero su trabajo.

—Y jamás podría tenerlo, maese Kosta, aunque lo codiciara —Requin recorrió con los dedos el antebrazo derecho de Selendri y acarició su mano de carne y hueso—. Admiro su atrevimiento, pero hasta cierto punto.

—Discúlpenme los dos. No tenía intención de llegar tan lejos. Selendri, reconozco su mérito en lo que vale. En su posición, librarse de mí puede parecer algo muy conveniente. Los misterios son peligrosos para la gente de nuestro oficio. Ya no me agrada el misterio que rodea mi actual empleo. Busco una vida más predecible. Lo que pido a cambio de lo que le ofrezco es un trabajo honrado.

—Y —dijo Requin— yo recibo una posible información acerca de la amenaza contra una bóveda en la que he hecho todo lo posible para que sea impenetrable.

—Hace sólo pocos minutos, usted expresaba la misma confianza al respecto de sus empleados y de su habilidad para descubrir a los tramposos.

—¿Acaso ha vulnerado la seguridad de mi bóveda del mismo modo que, según usted, se burló de mis empleados, maese Kosta? ¿Lo ha hecho?

—Sólo es cuestión de tiempo —dijo Locke—. Concédame un poco y antes o después lo haré. Si aún no lo he hecho, no ha sido porque sea una tarea demasiado difícil, sino porque me resulta tentadora y disfruto con ella. Pero no tome mis palabras al pie de la letra; investigue nuestras actividades, las de Jerome y las mías. Averigüe todo lo que hemos estado haciendo durante los últimos dos años. Hemos hecho ciertos progresos que pueden abrirle los ojos.

—Lo haré —dijo Requin—. Pero, mientras tanto, ¿qué voy a hacer con usted?

—Nada fuera de lo corriente —dijo Locke—. Averigüe todo lo que quiera de nosotros. No nos pierda de vista a ninguno de los dos. Siga permitiéndonos jugar en su Aguja… le prometo hacerlo con más deportividad, al menos durante los próximos días. Permítame pensar en mis planes y recoger cualquier información que tenga que ver con mi patrón anónimo.

—¿Dejarle salir ileso de aquí? ¿Por qué no ponerle a buen recaudo mientras ejercito mi curiosidad en lo que le rodea?

—Si me ha tomado lo suficientemente en serio para considerar las diferentes partes de mi oferta —dijo Locke—, entonces es que también se ha tomado en serio la posible amenaza de mi anónimo patrón. Ante cualquier indicio de que yo pueda encontrarme en una posición comprometida, Jerome y yo abandonaremos. No puede desaprovechar esta gran ocasión.

—Querrá decir que es usted quien no puede desaprovecharla. Creo que sería confiar demasiado en el hombre que se ha ofrecido a traicionar y matar a su compañero de fatigas.

—Tiene mi bolsa tan bien cogida como tuvo una de mis manos dentro de su escritorio. Todo el dinero que poseo en Tal Verrar se encuentra en su Aguja del Pecado. Puede buscar en todos los bancos de la ciudad y no encontrará nada a mi nombre. Le concedo gustoso esa ventaja sobre mí.

—Un hombre con un buen motivo, con un motivo auténtico, llegaría a mearse encima de todo el hierro blanco del mundo con tal de tener una sola posibilidad de llegar hasta el blanco que busca, maese Kosta. He sido muchas veces ese blanco para poder olvidarlo.

—No soy tonto —dijo Locke, recogiendo uno de los mazos de cartas de encima del escritorio de Requin. Lo barajó varias veces sin mirarlo—. Jerome me insultó sin motivo aparente. Págueme bien, tráteme bien, y jamás le daré motivos para quejarse.

Locke tomó la carta que estaba en la parte superior del mazo y la lanzó al vuelo. La carta cayó boca arriba al lado de las sobras de la cena. Era el Maestro de Agujas.

—Había decidido dar de mí todo lo que me fuera posible en caso de que me contratara. Haga una apuesta, Maestro Requin. La suerte le favorece.

Requin sacó sus gafas del bolsillo de la casaca y se las puso. Se inclinó sobre la carta; ambos permanecieron en silencio durante unos instantes. Locke bebía pequeños sorbos de su copa de vino, que había tomado un color azul pálido y en aquel momento sabía a juníperos.

—Además de otras consideraciones —dijo Requin—, ¿por qué tendría que dejar que saliera bien librado después de violar la principal norma de mi Aguja?

—Sólo porque, por lo general, a los tramposos los descubren sus empleados delante de sus demás invitados, y porque nadie, fuera de esta oficina, conoce mi confesión —dijo Locke, que intentaba dar a su voz el tono más sincero y contrito que podía—. Y no creo que Selendri vaya a contar a sus empleados el motivo por el que me subieron hasta aquí arriba.

Requin suspiró, luego extrajo un solari de oro de su casaca y lo depositó encima del Maestro de Agujas que había sacado Locke.

—Por ahora me conformaré con una apuesta baja —dijo Requin—. Haga algo inusual o peligroso y no vivirá para contarlo. Al menor asomo de que lo que me cuenta es mentira, le llenaré el gaznate con vidrio fundido.

—Uh… me parece justo.

—¿Cuánto dinero tiene anotado ahora en nuestro libro de cuentas?

—Algo más de tres mil solari.

—Los dos mil que ganó con trampas ya no son suyos. Seguirán apuntados para que maese de Ferra no sospeche, pero ahora mismo daré instrucciones para que no pueda cobrarlos. Considérelo como un recordatorio de que sólo yo puedo quebrantar mis propias reglas.

—Uff. Supongo que debo estarle agradecido. Sí, bueno, lo estoy. Gracias.

—Maese Kosta, conmigo debe andar como si estuviera pisando huevos. Con mucha delicadeza.

—¿Entonces me puedo ir? ¿Y puedo considerarme bajo sus órdenes?

—Se puede ir. Y también puede considerarse bajo mi tolerancia. Volveremos a hablar cuando conozca más cosas de su pasado reciente. Selendri le acompañará hasta la primera planta. Apártese de mi vista.

Con una especie de mohín, Selendri plegó los dedos metálicos de su mano artificial hasta que las cuchillas volvieron a quedar ocultas. Señaló las escaleras con la mano metálica, mientras la mirada de su ojo sano le informó de toda la paciencia que le dispensaría en cuanto la de Requin comenzara a declinar.

3

Jean Tannen estaba sentado, leyendo, en una de las cabinas privadas del Claustro Dorado, un club situado en el segundo peldaño de la Savrola, justo a algunas manzanas por debajo de Villa Candessa. El Claustro era un laberinto de reservados fabricados con madera negra, muy bien tapizados en piel y acolchados para que quienes cenaran en ellos disfrutaran de un inusual grado de soledad. Al cuerpo de camareros, todos ellos con delantales de piel y boinas rojas, le estaba prohibido hablar, teniendo que responder a todas las preguntas de los clientes moviendo la cabeza para decir sí o no.

La cena de Jean, anguila de roca ahumada en salsa al brandy caramelizado, estaba hecha trizas en el plato, igual de dispersa que los restos de una batalla. Poco a poco Jean se abría camino hacia el postre, un cúmulo de libélulas de mazapán con alas de azúcar caramelizado que lanzaban destellos bajo la firme luz de las lámparas de su cabina. Como estaba absorto en la Tragedia de los Diez Chaqueteros Honrados, de Lucarno, que él leía en un ejemplar encuadernado en piel, no reparó en Locke hasta que su amigo, que era más bajo que él, se sentó enfrente.

—¡Leocanto! No me asustes.

—Jerome —ambos hablaban casi en susurros—. Estabas realmente muy nervioso, metiendo la nariz dentro de un libro para no volverte loco. Algunas cosas jamás cambian.

—No estaba nervioso. Sólo estaba razonablemente preocupado.

—No tenías por qué estarlo.

—¿Ya está hecho? ¿Ya me has traicionado de una manera verosímil?

—Traicionado por completo. Absolutamente vendido. Un muerto andante.

—¡Maravilloso! ¿Y su actitud?

—Reservada. Ideal, diría yo. Si él hubiera parecido demasiado entusiasmado, yo me habría preocupado. Y no ha parecido muy entusiasmado, bueno… —Locke hizo como si se clavara un puñal en el pecho y luego lo movió varias veces—. ¿Eso es anguila ahumada?

—Sírvete. Tiene albaricoques y ajos amarillos cocidos de relleno. No les ha salido muy bien.

Locke tomó el tenedor de Jean y se sirvió unos pequeños trozos de anguila, demostrando mayor parcialidad con el relleno que Jean.

—Al parecer, vamos a perder las dos terceras partes de lo que teníamos en la cuenta —comentó después de hacer bastantes progresos con el plato—. Un impuesto sobre el robo, para recordarme que no debo contar demasiado con la paciencia de Requin.

—Muy cierto. No es lo que esperábamos, abandonar la ciudad con el dinero que teníamos en esas cuentas. Me hubiera gustado contar con él unas pocas semanas más.

—¿Qué estás leyendo?

Jean le enseñó el lomo del libro y Locke hizo como si no se extrañara.

—Lucarno, cómo no. No sé por qué siempre llevas contigo esas malditas historias de aventuras. Se te va a ablandar el cerebro con tanto disparate. Al final servirás más para cuidar jardines de flores que para practicar juegos prohibidos.

—Bueno —replicó Jean—, seguro que yo también criticaría sus hábitos de lectura, maese Kosta, si usted hubiera desarrollado alguno.

—¡He leído un poco!

—De historia y biografía, sobre todo de las que te recetaba Cadenas.

—¿Y qué tienen de malo esas materias?

—En cuanto a la historia, que vivimos entre sus ruinas. Y en cuanto a la biografía, que vivimos las consecuencias de todas las decisiones que se tomaron en todas sus obras. Jamás intento leer estas novelas por puro placer. Es algo parecido a mirar el mapa después que uno ha llegado al destino que buscaba.

—Pero esas aventuras no son reales, y, seguramente, jamás podrán serlo. ¿No pierden por eso mismo un poco de su gustillo?

—Interesante juego de palabras. «No son reales y jamás podrán serlo». ¿Acaso podría haber otro tipo de literatura que fuera más apropiada para la gente de nuestra profesión? ¿Por qué te muestras siempre tan contrario a la ficción, máxime cuando hemos hecho de ella nuestro medio de vida?

—Yo vivo en un mundo real —dijo Locke—, y mis métodos pertenecen al mundo real. Sólo son, como tú dices, una profesión. Prácticos, no una fantasía romántica.

Jean dejó el libro sobre la mesa y dio un golpecito en su cubierta.

—Aquí dentro es donde tú y yo existimos, Espina… o al menos tú. Búscanos en los libros de historia y nos hallarás en los márgenes. Búscanos en las leyendas y verás que en ellas aparecemos ensalzados.

—Exagerados, querrás decir. Tergiversados. Inventados o denigrados. La verdad de lo que hagamos morirá con nosotros y nadie tendrá de todo ello ni una puñetera pista.

—¡Mejor eso que el silencio! Recuerdo que antes mostrabas cierta tendencia al drama. Aunque sólo fuera para inventarte juegos.

—Cierto —Locke cruzó las manos por encima de la mesa y bajó aún más la voz—. Y ya sabes lo que sucedió.

—Discúlpame —dijo Jean, y suspiró—. No debiera haber traído a colación el particular asunto de la pelirroja.

El camarero que acababa de entrar en el pequeño reservado miró atentamente a Locke.

—Oh, no —dijo Locke, y volvió a dejar el tenedor encima del plato que contenía la anguila—. Lo siento, no quiero tomar nada. Sólo estoy aquí esperando a que mi amigo se termine las avispillas de dulce.

—Libélulas —Jean reventó la última dentro de su boca, se la tragó casi entera y se guardó el libro en la casaca—. Si me trae la cuenta, nos marcharemos.

El camarero asintió, recogió platos, tenedores y cuchillos y dejó un trocito de papel pinchado encima de una pequeña tablilla de madera.

—Bueno —comentó Locke mientras Jean contaba los cobres que tenía en su bolsa—, no tenemos nada que hacer en lo que queda de tarde. Seguro que Requin no nos quita el ojo de encima mientras estamos hablando. Creo que una o dos noches de descanso no nos vendrían mal para lograr que se tranquilice.

—Magnífico —dijo Jean—, ¿y por qué no damos una vuelta y tomamos un bote para ir a visitar las Galerías Esmeralda? Tienen cafeterías, y también tocan música. ¿Crees que a los personajes de Leo y Jerome les iría bien achisparse un poco y perseguir a unas cuantas bailarinas de taberna?

—Jerome puede hincharse a beber toda la cerveza que quiera y dar la lata a las bailarinas de taberna hasta que el sol le persiga hasta su lecho. Leo se quedará sentado y contemplará los festejos.

—¿Quizá para jugar al escondite con la gente de Requin?

—Quizá. Diablos, me gustaría poder contar con Bicho, agazapado varios tejados más arriba. Podíamos tener un par de ojos que lo vieran todo desde arriba; no podemos fiarnos de nadie en esta maldita ciudad.

—Me gustaría poder contar con Bicho, y punto —dijo Jean con un suspiro.

Echaron a andar hacia el vestíbulo del club, hablando muy bajo de asuntos imaginarios que tenían que ver con los maeses Kosta y De Ferra, haciendo pequeñas improvisaciones por aquí y por allá, dedicadas a cualquier oído indiscreto. Justo después de la medianoche entraban en la acogedora tranquilidad que proporcionaban los altos muros de la Savrola. Aquel lugar gozaba de una pulcritud artificial: ningún matarife, ninguna mancha de sangre en los callejones, ninguna meada en las aceras. El empedrado gris de las calles estaba magníficamente iluminado por los faroles plateados dispuestos en el interior de unas carcasas de hierro que se mecían al viento; todo el distrito parecía enmarcado por la brillante luz de la luna, aunque el cielo, aquella noche, estuviera oculto bajo un alto techo de nubes oscuras.

La mujer los esperaba entre las sombras que estaban a la izquierda de Locke.

Se puso al lado de Locke mientras éste y Jean bajaban por la calle. Antes de que Locke fuera consciente de ello, ya tenía en la palma de una mano uno de los estiletes que llevaba escondidos en las mangas; pero ella se apartó a un metro de distancia y cruzó las manos por detrás. Baja y delgada, con la cabellera negra recogida hacia atrás en una larga cola, tenía aspecto juvenil. Llevaba una casaca negra apenas a la moda y un sombrero de cuatro picos, junto con una larga pañoleta de seda de color gris, que ondeaba a su espalda al caminar como si fuera un banderín.

—Leocanto Kosta —dijo con voz singularmente agradable—, sé que usted y su amigo van armados. Espero que no sea un problema.

—¿Cómo dice, señora?

—Mueva la cuchilla que lleva en la mano y recibirá un tajo en el cuello. Dígale a su amigo que siga con las hachas debajo de su casaca. Y, ahora, demos un paseo.

Jean comenzó a mover la mano izquierda debajo de la casaca; Locke le puso encima la mano derecha y le hizo un rápido gesto con la cabeza. No estaban solos; aunque la gente caminaba apresurada por aquí y por allá en busca de negocios o de placer, unas cuantas personas no les perdían de vista a él y a Locke. Algunas de ellas permanecían quietas en los callejones y en las sombras, ataviadas con pesadas capas que no venían a cuento en aquella estación del año.

—Mierda —murmuró Jean—. Los tejados.

Locke echó un rápido vistazo. Al otro lado de la calle, encima de los tejados de los edificios de tres y cuatro plantas, logró distinguir las siluetas de, al menos, dos hombres que se movían lentamente a su ritmo, llevando en las manos unos objetos curvos y estrechos. Arcos.

—Creo que estamos en desventaja con usted, señora —dijo Locke, guardando el estilete en uno de los bolsillos de su casaca y enseñándole la mano vacía—. ¿A qué debemos el placer de su presencia?

—Alguien quiere tener una conversación con usted.

—Es evidente que sabían donde encontrarnos. ¿Por qué no vinieron simplemente a cenar con nosotros?

—La conversación tenía que ser privada, ¿no le parece?

—El hombre que la envía, ¿vive en una torre muy alta?

Ella sonrió y no contestó. Un instante después señalaba algo que se encontraba delante.

—Giren a la izquierda en la siguiente esquina. En el primer edificio que quede a su derecha verán una puerta abierta. Vayan hacia allí. Sigan las instrucciones.

Tal y como les había dicho, la puerta se encontraba después de la siguiente intersección de calles, un rectángulo de luz amarilla que creaba sobre el suelo un pálido gemelo. La mujer entró la primera. Consciente de la presencia cercana de, al menos, cuatro o cinco emboscados, además de los arqueros de los tejados, Locke suspiró e hizo a Jean una rápida señal con la mano… tranquilo, tranquilo.

El lugar parecía una tienda; aunque abandonada, estaba en buenas condiciones. En su interior había seis personas más, hombres y mujeres con jubones de cuero y brazales plateados, que apoyaban la espalda en las paredes. Cuatro de ellos llevaban ballestas, lo que casi invalidaba cualquier idea de lucha que hubiera podido anidar en la mente de Locke. Con aquella desventaja, incluso Jean era incapaz de inclinar la balanza a su lado.

Uno de los ballesteros cerró despacio la puerta, mientras la mujer que había conducido a Jean y a Locke hasta allí se daba la vuelta. Cuando se abrió la casaca, Locke pudo ver que también ella llevaba un jubón de cuero endurecido. Extendió los brazos.

—Las armas —exigió, en un tono que, aunque educado, era inflexible—. Rápido, ahora.

Cuando Locke y Jean se miraron el uno al otro, ella sonrió.

—No sean estúpidos, caballeros. Si les quisiera muertos, ya estarían clavados en la pared. Guardaré sus pertenencias con sumo cuidado.

Lentamente, el resignado Locke sacó uno de los estiletes de su bolsillo y el otro de su manga, y Jean le imitó, entregando el par de hachas y no menos de tres dagas que también llevaba encima.

—Me gustan los hombres que viajan preparados —dijo la mujer. Pasó las armas a uno de los individuos que estaban detrás de ella y extrajo de su casaca dos capuchas de tela fina. Una se la entregó a Locke y la otra a Jean—. Cúbranse la cabeza con ellas, por favor. Así podremos proseguir con nuestros asuntos.

—¿Por qué? —Jean olisqueó su capucha con cierta sospecha, y Locke hizo lo mismo. La tela parecía estar limpia.

—Por su propia protección. ¿Realmente quiere que les vean la cara mientras nos los llevamos por la calle?

—Supongo que no —dijo Locke. Luego enarcó las cejas y se puso la capucha, descubriendo que la negrura más absoluta se apoderaba de él.

Hubo un sonido de pasos y un crujido de jubones. Unas fuertes manos agarraron los brazos de Locke y los obligaron a juntarse por detrás de su espalda. Momentos después, sentía que algo le rodeaba las muñecas y se las ataba con fuerza. Detrás de él hubo un tumulto de voces irritadas y de gruñidos; casi con toda seguridad, a Jean le habían reducido por la fuerza y entre muchos.

—Por aquí —la voz de la mujer le llegaba desde atrás—. No se pare. No tenga miedo de tropezar. Está asistido.

Con eso de «asistido» se refería al hecho evidente de que iban a llevarle cogido por los brazos. Cuando Locke sintió que unas manos le rodeaban los bíceps, carraspeó.

—¿Adónde vamos?

—A dar un paseo en bote, maese Kosta —respondió la mujer—. No me pregunte más cosas, porque no podré responderle. Echemos a andar.

La puerta chirrió cuando la volvieron a abrir. Sintió una fugaz sensación de mareo cuando quienes le tenían cogido le empujaron y le dieron la vuelta para conducirle en la dirección que querían. Instantes después, todos se movían en la bochornosa noche verrarí, mientras Locke sentía que unas pesadas gotas de sudor comenzaban a bajarle cuesta abajo por la frente.