El Capa de Vel Virazzo
Apenas dos años antes, Locke Lamora había llegado a Vel Virazzo con intención de morir, y Jean Tannen había estado a punto de permitírselo.
Vel Virazzo es un puerto de aguas profundas, excavado en los altos arrecifes rocosos que dominan la costa del continente bañado por el Mar de Bronce y situado a unos ciento sesenta kilómetros al sureste de Tal Verrar. La ciudad que se levanta junto a él, y que alberga ocho o nueve mil almas, es desde hace mucho tiempo la malhumorada tributaria de los verraríes y está bajo el mando de un gobernador elegido directamente por el Arconte.
Justo en la costa, una hilera de agujas de cristal antiguo muy esbeltas se yergue a setenta metros por encima de las aguas, dando lugar a otro artefacto más de los Antiguos de finalidad incognoscible que se encuentra en una costa cuajada de maravillas abandonadas. Las columnas de cristal presentan en sus respectivas cimas unas plataformas de cinco metros que son usadas a modo de faros por los convictos acusados de faltas menores. Después de que unas barcas los lleven hasta sus bases, ellos suben hasta arriba ayudándose con las cuerdas de nudos que cuelgan desde lo alto. Una vez hecho esto, suben las provisiones y permanecen encima de ellas durante unas pocas semanas de exilio, vigilando las lámparas alquímicas de luz roja, que son tan grandes como chozas pequeñas. Pero no todos los que luego consiguen bajar están sanos de mente.
Nos encontramos dos años antes de aquella funesta partida del Carrusel del Riesgo; un galeón pesado se dirige con presteza hacia Vel Virazzo bajo el resplandor rojizo de las luces de que hemos hablado. Las manos que se ven en lo alto de las vergas se agitan, medio en burla, medio con pena, ante las distantes figuras que ocupan la cima de las columnas. Mientras que hacia poniente el sol acaba de ser tragado por unas nubes espesas, bajo las primeras estrellas del anochecer una luz tenue y moribunda se encrespa sobre las aguas.
Una cálida brisa cargada de humedad ha comenzado a soplar desde la costa hacia el mar, y unos pequeños jirones de bruma brotan de las rocas grises que rodean el antiguo puerto. Cerca de los arrecifes, el galeón iza sus velas amarillas mientras se prepara para fondear a ochocientos metros de la costa. El pequeño esquife del capitán del puerto acaba de zarpar a toda prisa para ir a su encuentro, con los faroles verdes y blancos bailoteando en su proa al ritmo de sus ocho esforzados remeros.
—¿Nombre del navío? —es la pregunta que el capitán del puerto, de pie junto a los faroles de la proa, acaba de hacer con ayuda de un altavoz.
—Ganancia Dorada, de Tal Verrar —le responde a gritos una voz desde el combés del galeón.
—¿Quieren que los llevemos a puerto?
—¡No! Sólo a los pasajeros, para quienes vamos a izar un bote.
La cabina de popa inferior del Ganancia Dorada olía muchísimo a sudor y a enfermedad. Jean Tannen, que acababa de volver de la cubierta, había perdido un poco de su tolerancia a los olores, lo cual añadía más leña a su mal humor. Le acercó a Locke una camisa azul remendada y se cruzó de brazos.
—Joder —dijo—, ya hemos llegado. Podremos salir de este maldito barco y pisar de nuevo el duro y querido suelo. Ponte la maldita camisa, están izando un bote.
Locke tomó la camisa con la mano derecha, la sacudió y frunció el ceño. Se sentaba en el extremo de un camastro, vestido sólo con los calzones, y estaba más enjuto y sucio de lo que nunca antes le hubiera visto Jean. Las costillas se le marcaban bajo la pálida piel como si fueran el armazón de madera de algún barco inacabado. El cabello lo tenía oscuro por la grasa, largo y descuidado a cada lado de la cara que enmarcaba una fina pelusa.
La parte superior de su brazo izquierdo se hallaba surcada por una red de líneas rojas y brillantes, lo que quedaba de sus heridas mal cicatrizadas; en el antebrazo podía verse un agujero cubierto con costra y una venda mugrienta que le rodeaba la muñeca. Su mano izquierda era una confusión de arañazos que comenzaban a desaparecer. Otra venda descolorida apenas cubría la feísima herida que tenía en el hombro izquierdo, a menos de diez centímetros por encima del corazón. Aunque aquellas tres semanas transcurridas en la mar hubieran logrado reducir muchísimo la hinchazón de mejillas, labios y nariz, todos ellos partidos, de Locke, aún seguía pareciéndose a alguien que hubiera querido besar a una mula proclive a cocear. A cocear con desenfreno.
—¿Puedo echarles una mano?
—No, échatela a ti mismo. En esta última semana tendrías que haber hecho los ejercicios para ver si te ponías en forma. No siempre voy a estar revoloteando a tu alrededor como si fuera tu puñetera hada madrina.
—Bueno, pues entonces déjame antes de que te meta un jodido estoque por el hombro para retorcértelo dentro y ver la prisa que luego te das en hacer los ejercicios.
—Yo también tengo heridas, gusano de letrina, y hago los ejercicios para estar en buenas condiciones —Jean se levantó la camisa: sobre la curva claramente mermada que formaba su antaño prodigiosa barriga, podía verse la lívida cicatriz aún reciente que le cruzaba las costillas—. No hago caso de todo lo que me duele; si no mueves el brazo y el hombro, se te curarán mal, como si los hubieran calafateado por dentro, y entonces sabrás de verdad lo que es estar jodido.
—Ya me lo has dicho muchas veces —Locke arrojó al suelo la camisa, que fue a parar al lado de sus pies desnudos—, pero, a menos que esta prenda cobre vida por sí sola, o que tú me hagas los honores, me temo que tendré que entrar en el bote descamisado.
—El sol se está poniendo. Aunque estemos en verano, ahí fuera hará frío. Pero si quieres comportarte como un idiota, pues adelante.
—Jean, eres un hijo de puta.
—Si estuvieras curado, ahora mismo volvería a romperte la nariz por eso que acabas de decir, maldito, autocompasivo y pequeño…
—¿Caballeros? —la voz apagada de una de las mujeres de la tripulación se insinuó a través de la puerta, seguida por un fuerte golpe con los nudillos—, el bote está listo, con los saludos del capitán.
—¡Gracias! —dijo Jean con un bramido. Se pasó una mano por la cabellera y suspiró—. ¿Por qué me molestaré en salvarte la vida una vez más? No sé por qué no me llevé el cadáver del Rey Gris; seguro que hubiera sido una compañía mucho más divertida.
—Por favor —dijo Locke a regañadientes, moviendo el brazo bueno—. Podemos hacerlo a gusto de los dos: yo tiro con mi brazo bueno y tú me la pones en el malo. Sácame de este barco y haré los ejercicios.
—Eso es algo que jamás hay que dejar para más tarde —dijo Jean y, tras unos instantes de indecisión, se agachó para recoger la camisa.
Jean recobró la tolerancia pocos días después de su liberación del húmedo, fétido y nauseabundo mundo del galeón; incluso para los viajeros que no van de polizones, un largo recorrido por mar se parece más a una condena carcelaria que a unas vacaciones.
Gracias al puñado de volani de plata que tenían (resultado de la conversión, más bien extorsión, a la que les había sometido el primer oficial del Ganancia Dorada, luego de argüir que aquello era preferible al robo a mano armada al que les someterían los cambistas de la ciudad), él y Locke reservaron una habitación en el tercer piso de la Linterna de Plata, una vieja posada destartalada situada cerca de la costa.
Sin perder tiempo, Jean hizo planes para conseguir algo de dinero. Si los bajos fondos de Camorr eran como un lago profundo, los de Vel Virazzo se parecían a una charca de aguas estancadas. No tardó mucho en calar a las principales bandas portuarias y en conocer las relaciones que mantenían entre sí. El hampa de Vel Virazzo estaba poco organizada y no había en ella ningún cabecilla que mandara a los demás y les apretara los tornillos. A las pocas noches de estar bebiendo en todos los antros apropiados, ya sabía exactamente cómo entrar en contacto con una de ellas.
Se llamaban a sí mismos los Tipos Duros del Bronce, y solían reunirse en una curtiduría abandonada, situada en la parte más alejada de los muelles del este de la ciudad, donde el mar lamía los pilotes de unos embarcaderos que llevaban veinte años sin usarse con fines legítimos. Por la noche se llenaban con una activa muchedumbre de rateros, salteadores y carteristas que dormían durante el día después de jugarse a los dados, o de bebérsela, la mayor parte de las ganancias. A las dos de la tarde de un día soleado y luminoso Jean llamó a aquella puerta (aunque estaba suelta en el marco y nadie la había cerrado con llave).
Dentro de la vieja curtiduría había una docena de jóvenes de edades comprendidas entre los quince y los veintitantos años, lo usual en una banda local de poca monta. Cuando Jean llegó al centro del establecimiento, los que dormían fueron despertados por sus compañeros.
—¡Buenas tardes! —inclinó ligeramente el cuello para saludar y extendió los brazos a ambos lados—. De todos los presentes, ¿quién es el mayor y más célebre hijo de puta? ¿Quién el que zurra más y mejor de todos los Tipos Duros del Bronce?
Tras unos breves minutos de silencio y de miradas sorprendidas, un joven relativamente robusto, de nariz torcida y cabeza afeitada, saltó desde una escalera hasta el suelo cubierto de polvo. Luego se acercó a Jean y sonrió con afectación.
—Se encuentra delante de ti.
Jean asintió, sonrió y disparó las dos manos como un látigo, de suerte que le golpeó estrepitosamente en ambas orejas con las palmas de ambas manos, que antes había ahuecado convenientemente. Cuando el matón titubeó, Jean entrelazó con fuerza sus dedos sobre la nuca de él y le hizo una presa. Luego empujó hacia atrás la cabeza de su contrincante y le atizó con una rodilla… una, otra y otra vez. Cuando la cabeza de aquel hombre joven se encontró por última vez con la rótula de Jean, éste le soltó, de suerte que cayó de espaldas en el suelo de la curtiduría, igual de inerte que un filete de fiambre en salmuera.
—Respuesta equivocada —dijo Jean, que ni siquiera parecía fatigado—. Yo soy el hijo de puta más grande de todos los presentes. Yo soy el que zurra más y mejor de todos los Tipos Duros del Bronce.
—¡Tú no eres de los Tipos Duros del Bronce, capullo! —exclamó otro chico, con la intranquilidad y el temor pintados en el rostro.
—¡Matemos a este tío mierda!
Un tercer chico, que llevaba un sombrero de cuatro picos muy raído y varios collares artesanales hechos con huesecillos, se abalanzó hacia Jean con un estilete en la mano derecha. Cuando lanzó el golpe, Jean retrocedió, agarró al muchacho por una muñeca y tiró de él hacia delante para que quedara a tiro del puñetazo que iba a darle con la otra mano. Mientras escupía sangre e intentaba apartar de sus ojos las lágrimas de dolor que brotaban de ellos, Jean le dio una patada en la ingle y luego apartó la pierna. El estilete del joven apareció en la mano izquierda de Jean como por arte de magia, y él lo movió lentamente.
—Estoy seguro, muchachos, de que sabéis sumar. Uno y uno son no me jodáis.
El joven que le había atacado con el cuchillo sollozó y luego se levantó.
—Hablemos de impuestos —Jean echó a andar por la periferia del suelo de la curtiduría, dando patadas a unas cuantas botellas de vino vacías; las había a docenas, tiradas por todas partes—. Creo que vosotros, chavales, sacáis el suficiente dinero para comer y beber; me parece bien. Me daréis el cuarenta por ciento; nada de pagarme en especias. Todos los días me pagaréis los impuestos a partir de ahora. Sacad las bolsas y dadle la vuelta a los bolsillos.
—¡Que te jodan!
Jean avanzó majestuosamente hacia el joven que acababa de hablar; se apoyaba en la pared de la curtiduría que estaba enfrente de él, cruzado de brazos.
—¿No te gusta? Pues, entonces, ven a pegarme.
—Uh…
—¿No te parece un juego limpio? Claro, tú asaltas a la gente para vivir. Vamos, hijo, pégame un puñetazo.
—Uh…
Jean le agarró, le volteó, le sujetó fuerte del cuello y de la parte superior de las calzas y usó varias veces su cabeza a modo de ariete contra la gruesa pared de madera de la curtiduría. Cuando Jean le soltó, el chico cayó al suelo con un ruido apagado; ya no le quedaban fuerzas para luchar cuando Jean palpó su camisa y extrajo de ella una pequeña bolsa de cuero.
—Voy a añadir una penalización —dijo Jean— por estropear con tu cabeza la pared de mi curtiduría. —Vació aquella bolsa dentro de la suya y la arrojó al suelo, al lado del joven—. Ahora mismo los demás vais a acercaros hasta aquí para poneros en fila. ¡Que os pongáis en fila! Cuatro décimas partes no es demasiado. Y, sinceramente, creo que podéis adivinar lo que os haré si no sois honestos conmigo.
—¿Quién diablos eres? —la pregunta se la hacía el primero de los chicos que se había acercado con las monedas en la mano a donde estaba Jean.
—Puedes llamarme…
Mientras Jean estaba hablando, el chico mostró la daga que tenía en la otra mano, dejó caer el dinero y arremetió contra él. El hombretón empujó hacia un lado el brazo extendido del chico, se lo dobló casi en dos y le golpeó fuertemente en el estómago con su hombro derecho. Entonces levantó al chico sin esfuerzo, se lo colgó del hombro y lo dejó caer por detrás de su espalda, de suerte que se estrelló en el suelo de la curtiduría con la cara por delante. Al final terminó por retorcerse de dolor al lado del último Tipo Duro que había amenazado a Jean con un cuchillo.
—Callas. En realidad, Tavrin Callas —Jean sonrió—. Lo de atacarme mientras estaba hablando no era mala idea. Por eso te mereces mi respeto. —Arrastrando los pies, Jean se dirigió hacia la puerta para bloquearla—. Pero me parece que el sutil concepto filosófico que estoy intentando inculcaros no acaba de entraros en la cabeza. ¿Realmente tendré que patearos a todos en el culo antes de que os deis por aludidos?
Entonces se formó un coro de murmullos y un elevado número de chiquillos dijo «sí» con la cabeza, aunque a regañadientes.
—Bien —después de aquello, la extorsión fue como la seda; Jean se hizo con una colecta de monedas bastante satisfactoria, lo suficiente para que él y Locke pudieran seguir escondiéndose en la posada durante una semana más—. Entonces, hemos terminado. Descansad y trabajad bien esta noche. Mañana regresaré a las dos de la tarde. Y podremos comentar cómo van a ser las cosas a partir de ahora bajo mi liderazgo como nuevo jefe de los Tipos Duros del Bronce.
Como era evidente, todos se habían armado, de suerte que a las dos del mediodía del día siguiente a Jean le aguardaba una emboscada.
Para sorpresa de aquellos jóvenes, entró en la vieja curtiduría con una mujer-policía de Vel Virazzo a su lado. Era alta y musculosa, ataviada con una casaca de color púrpura-ciruela reforzada con hilos de acero muy resistente; llevaba hombreras de latón, y la larga cabellera negra se la recogía con la cola de caballo que acostumbran usar las espadachinas, bien sujeta con unos anillos de bronce. Cuatro policías más acababan de tomar posición fuera de la puerta; vestían unas casacas similares, llevaban unos largos bastones laqueados y se cubrían la espalda con pesados escudos de madera.
—Hola, chicos —dijo Jean. A todo lo largo y ancho de la habitación, dagas, estiletes, botellas rotas y bastones desaparecieron de la vista—. Estoy seguro de que habréis reconocido a la prefecta Levasto y a sus hombres.
—Muchachos —dijo la prefecta con aire despreocupado, mientras pasaba los pulgares por el cinturón de piel del que pendía su espada. Era la única de todos los policías que llevaba un chafarote metido en una vaina plana de color negro.
—La prefecta Levasto —dijo Jean— es una mujer inteligente que está al mando de hombres asimismo inteligentes. Y resulta que, como les gusta el dinero, acabo de sugerirles que, precisamente, el dinero puede ser un aliciente para la dureza y el tedio que soportan en el cumplimiento de sus deberes. Así que, si me sucediera algo, ellos perderían la nueva fuente que acaban de descubrir de lo que más les gusta.
—Sería algo descorazonador —dijo la prefecta.
—Y tendría consecuencias —añadió Jean.
La prefecta apoyó una bota encima de una botella de vino vacía e hizo presión sobre ella hasta reventarla.
—Descorazonador —repitió ella con un suspiro.
—Estoy seguro de que todos sois unos chicos muy inteligentes —comentó Jean— y de que habréis disfrutado con la visita de la prefecta.
—No me gustaría tener que repetirlo —dijo Levasto con una mueca. Se volvió lentamente y salió por la puerta. Poco después, el sonido de su escuadra en marcha se perdía en la distancia.
Los Tipos Duros del Bronce se volvieron malhumorados hacia Jean. Los cuatro jóvenes que estaban más cerca de la puerta, y que tenían las manos detrás de la espalda, presentaban unos moratones que tiraban a negro y a verde, fruto del día anterior.
—¿Por qué cojones nos haces esto? —preguntó, refunfuñando, uno de ellos.
—No soy vuestro enemigo. Lo creáis o no, chicos, creo que llegaréis a apreciar realmente lo que hago por vosotros. Ahora cerrad el pico y escuchad. Lo primero —Jean levantó la voz para que todos pudieran escucharle— una mala noticia: llevabais mucho tiempo sin contar con la guardia de la ciudad. No os podéis imaginar lo ansiosos que parecían cuando les hice la oferta. Eran como cachorros tristes y despreciados.
Jean se había puesto un ropaje largo de color negro encima de una camisa blanca un tanto sucia. Se llevó la mano derecha a la espalda y rebuscó entre sus ropas.
—Pero —añadió— el hecho de que antes que nada pensarais en matarme, demuestra al menos algo de espíritu. Mostradme ahora esos juguetes. Vamos, mostrádmelos.
Con cierta timidez, los muchachos le enseñaron sus armas y Jean las inspeccionó, moviendo la cabeza mientras asentía.
—Mmmm. Acero mellado, botellas rotas, porras, un martillo…; el problema que tenéis con las armas de todo este arsenal es que creéis que suponen una amenaza. Y no lo son. Sólo son un insulto.
Había comenzado a moverse mientras pronunciaba las últimas palabras, deslizando ambas manos por debajo de la ropa. Luego las sacó con un destello y gruñó al ver que las hachas que acababa de lanzar levantaban el vuelo.
Instantes después, un par de botas de vino medio llenas salieron volando y se quedaron colgadas en la pared de enfrente, para luego explotar en una ducha de tinto barato de Verrar que salpicó a varios de los chicos que se encontraban cerca. Las hachas de Jean habían alcanzado la parte sólida de cada una de las botas, clavándolas por completo en la madera de la pared.
—Eso sí ha sido una amenaza —dijo Jean, haciendo chasquear sus nudillos—. Por eso vais a trabajar para mí. ¿Alguna discusión al respecto?
Los chicos que estaban más cerca de las botas retrocedieron cuando Jean avanzó hacia ellos para arrancar las hachas de la pared.
—Creo que no, pero no os lo toméis a mal —añadió Jean—, pues ese silencio también habla a vuestro favor. Si un jefe no quiere dejar de ser jefe, debe proteger lo que es suyo. Si alguien (que no sea yo) quiere meterse con vosotros, hacédmelo saber. Le haré una visita. Es mi obligación.
Al día siguiente, aunque a regañadientes, los Tipos Duros del Bronce se pusieron en fila para pagarle los impuestos. Cuando el último chico de la fila dejaba caer sus monedas de cobre en las manos de Jean, murmuró:
—Dijiste que nos ayudarías si alguien se entrometía en nuestros negocios. Pues a algunos de los Tipos Duros del Bronce los han zurrado esta mañana los Mangas Negras, que viven más arriba del distrito norte.
Jean asintió para dar a entender que había tomado nota y deslizó las ganancias en uno de los bolsillos de su casaca.
A la noche siguiente, después de hacer algunas averiguaciones, se fue dando un paseo hasta un tugurio del distrito norte llamado el Signo de la Copa a Rebosar. Efectivamente, aquella taberna rebosaba de asesinos, por lo menos había seis o siete, todos con unos trapos negros, llenos de suciedad, atados alrededor de los brazos de sus casacas y camisas. Como eran los únicos clientes, levantaron la mirada con suspicacia cuando Jean cerró la puerta tras de sí y corrió con mucho cuidado el cerrojo de madera.
—¡Buenas tardes! —dijo con una sonrisa mientras chasqueaba los nudillos—. Siento curiosidad. ¿Quién es el mayor y más célebre hijo de puta de los Mangas Negras?
Cuando al día siguiente fue a recaudar los impuestos de los Tipos Duros del Bronce, lo hizo con una venda encima de los nudillos de la mano derecha que ocultaba una cataplasma. Por primera vez, la mayoría de los chicos le pagaron muy contentos. E incluso algunos de ellos comenzaron a llamarle «Tav».
Pero Locke no había hecho los ejercicios de rehabilitación que habrían de curar sus heridas, en contra de lo prometido.
La exigua reserva monetaria de que disponía Locke se había convertido en vino; su veneno preferido era un tintorro local particularmente barato. Más púrpura que rojo, sabía a trementina, de suerte que su olor saturaba rápidamente la habitación que compartía con Jean en la Linterna de Plata. Locke lo tomaba constantemente «para el dolor»; cierta tarde, Jean observó que su dolor debía de ir en aumento a medida que los días iban pasando, porque las botas y botellas vacías se multiplicaban en la misma proporción. Entonces discutieron —aunque lo más apropiado sería decir que retomaron su anterior discusión— y Jean salió de estampía a mitad de la noche, lo que no era la primera vez ni tampoco sería la última.
En el transcurso de aquellos días, los primeros que pasaban en Vel Virazzo, Locke bajó algunas noches de su habitación para echar unas cuantas manos de cartas, completamente deslavazadas, con los lugareños. Los timó sin alegría con todo el arsenal de trucos que pudo hacer con los dedos de la mano sana. Pero, como poco después ellos comenzaron a esquivarle por lo mal que se comportaba, Locke se retiró al tercer piso para beber en soledad y en silencio. El alimento y la limpieza seguían siendo meras intenciones. Jean intentó que un matasanos examinara las heridas, pero Locke lo despidió con tal sarta de invectivas que Jean (cuyo lenguaje podía ser lo suficientemente colorista para encender la yesca) se ruborizó.
—No he conseguido encontrar ningún rastro de su amigo —dijo aquel hombre—. Es como si se lo hubiera comido uno de esos monos enjutos y sin pelo de las islas Okanti; no hace más que chillar. ¿Qué le sucedió al último médico que le echó un vistazo?
—Lo dejamos en Talisham —dijo Jean—. Me temo que la actitud de mi amigo le llevó a terminar antes de tiempo el viaje que hacía por mar.
—Bueno, yo habría hecho lo mismo. Renuncio a mi minuta como muestra de profunda simpatía. Quédese con el dinero… lo necesitará para comprar vino. O veneno.
A medida que pasaba el tiempo Jean era consciente de que se entretenía con los Tipos Duros del Bronce para evitar a Locke. Transcurrió una semana, luego otra. «Tavrin Callas» comenzaba a convertirse en una figura bien conocida y respetada en la fraternidad constituida por los hampones de Vel Virazzo. Los argumentos que Jean discutía con Locke fueron haciéndose menos directos, más frustrantes, más superficiales. Aunque Jean fuera capaz de intuir que Locke había comenzado a recorrer la parte descendente del camino que lleva al último estadio de la autocompasión, no quería reconocer que, llegado el momento, tendría que sacarle de ella. Así que, para no tener que enfrentarse con el problema, comenzó a entrenar a los Tipos Duros.
En un principio se limitó a unos pocos consejos: cómo servirse de señas sencillas delante de los extraños; cómo crear distracciones antes de atacar a los bolsillos; cómo pasar bisutería por auténticas gemas y conseguir que se las robaran para reclamar después. Inevitablemente, comenzó a recibir respetuosas invitaciones para que les «enseñara una o dos cosas» acerca de los trucos que había empleado cuando había hecho morder el polvo a los cuatro Tipos Duros. Y los primeros que se lo pidieron fueron, precisamente, los cuatro que lo habían mordido.
Una semana después se había operado la alquimia. Media docena de chicos se revolcaban en el polvo del suelo de la curtiduría mientras Jean les enseñaba los rudimentos de la lucha: ventaja, iniciativa, conocimiento de la situación. Y comenzó a enseñarles los trucos, tanto los piadosos como los crueles, que le habían mantenido vivo a lo largo de la mitad de los años que tenía, los mismos que había dedicado al manejo de los puños y de las hachas.
Bajo el influjo de Jean, los muchachos comenzaron a mostrar más interés por el estado en que se encontraba la vieja curtiduría. Los animó explícitamente a que la consideraran como un cuartel general que necesitaba ciertas comodidades. Entonces, colgados de las traviesas, aparecieron los faroles alquímicos. Habían cubierto el local con papel encerado y tapado sus agujeros con maderas y paja. Los chicos habían robado cojines, tapices baratos y estanterías.
—Haceos con una piedra del hogar —dijo Jean—. Robad una grande para mí, y también os enseñaré, pequeños bastardos, cómo cocinar. No podéis ganar a la gente de Camorr en la cocina, pues allí incluso los ladrones cocinan muy bien. He tenido muchos años de entrenamiento.
Echó un vistazo a su alrededor, a la curtiduría que cada vez tenía mejor aspecto, a la banda de jóvenes e inquietos ladrones que vivían en ella, y entonces sintió melancolía y pensó: Todos los tuvimos.
Había intentado sin éxito que Locke se interesara por el proyecto de los Tipos Duros del Bronce. Aquella noche volvió a intentarlo y le habló de sus ganancias nocturnas siempre crecientes, de su cuartel general, de los consejos y del entrenamiento que les estaba proporcionando. Locke se le quedó mirando durante largo tiempo, sentado en la cama con un vaso desportillado en la mano que estaba medio lleno de aquel vino púrpura.
—Bien —dijo, finalmente—. Bien, creo que al final encontraste los recambios que buscabas, ¿o no?
Jean se sintió demasiado sorprendido para responderle.
Locke se bebió el contenido del vaso y siguió hablando con voz monótona y desprovista de cordialidad.
—Ha sido muy rápido. Mucho más de lo que me esperaba. Una nueva banda, una nueva madriguera. Aunque no sea de cristal, seguro que podrás arreglarla con lo que encuentres a tu alrededor. Y ahí estás tú, jugando al padre Cadenas, encendiendo otra vez el fuego debajo de una olla llena de mierda de caballo agradecida.
Jean explotó y cruzó la habitación para quitarle a Locke de un manotazo el vaso vacío que tenía en la mano, el cual se estrelló contra la pared e inundó la habitación con fragmentos brillantes. Pero Locke ni siquiera parpadeó. En lugar de ello, volvió a reclinarse en las almohadas manchadas de sudor y suspiró.
—¿Ya cuentas con un par de gemelos? ¿Qué hay de una nueva Sabetha? ¿Y de un nuevo yo?
—¡Vete al infierno! —Jean apretó los puños hasta que sintió que la sangre, cálida y pegajosa, manchaba sus uñas—. ¡Vete tú, Locke! ¡No te salvé la maldita vida para que pudieras deprimirte hasta la muerte en esta covacha olvidada de los dioses, pensando que eras el inventor de la tristeza! ¡Los dioses no te hicieron tan especial!
—¿Por qué me salvaste entonces, santo Jean?
—De todas las jodidas y estúpidas preguntas…
—¿POR QUÉ? —Locke se apoyó en la cama y amenazó a Jean con un puño; el efecto hubiera movido a risa si no hubiese sido porque en sus ojos brillaba toda la furia homicida del mundo—. ¡Te dije que me dejaras! ¿Y ahora se supone que debo estarte agradecido por esto? ¿Por esta mierda de habitación?
—No fui yo quien convirtió esta habitación en todo tu mundo, Locke, sino tú mismo.
—¿Me rescataste para acabar en esto? ¿Para pasar tres semanas enfermo, metido en un barco y luego en Vel Virazzo, el ojo del culo de Tal Verrar? Si es una broma de los dioses, lo cierto es que me han fastidiado. Mejor hubiera sido morir al lado del Rey Gris. ¡Te dije que me dejaras allí de una puta vez! —y luego añadió, y su voz era como un susurro—: Los echo de menos. ¡Dioses, los echo de menos! Murieron por mi culpa. No puedo… no puedo soportarlo…
—Ni te atrevas —dijo Jean con un gruñido. Luego le dio a Locke un vigoroso empujón en el pecho que le hizo cruzar la cama y golpearse en la pared con tanta fuerza que temblaron los batientes de la ventana—. ¡Ni te atrevas a emplearlos como excusa para lo que te estás haciendo a ti mismo! Ni te atrevas, joder.
Y, sin añadir nada más, Jean dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta con fuerza tras de sí.
Locke se hundió en la cama, se cogió la cabeza entre las manos y escuchó cómo se alejaba de la puerta el sonido de los pasos de Jean.
Para su sorpresa, el sonido de las tablas del suelo que crujían regresó pocos minutos después y se hizo cada vez más fuerte. Jean abrió la puerta con una mueca siniestra pintada en el rostro y marchó directamente hacia Locke con un enorme cubo de madera en las manos. Sin advertencia alguna, vació toda el agua que contenía encima de Locke, que, medio ahogado por lo sucedido y por la sorpresa que ello le había causado, volvió a caer de espaldas contra la pared. Sacudió la cabeza como un perro y se apartó de los ojos la cabellera hecha una sopa.
—Jean, te has excedido en tus malditas…
—Necesitabas un baño —le interrumpió Jean—. Tenías encima demasiada autocompasión.
Bajó el cubo hasta el suelo y recorrió la habitación para recoger cualquier botella o bota en la que aún pudiese quedar algo de vino. Terminó antes de que Locke fuera consciente de la finalidad de aquella tarea; después recogió la bolsa de monedas de Locke de la mesita de noche y dejó una pequeña cartera de cuero en su lugar.
—Eh, Jean, no puedes… ¡eso es mío!
—Estaba acostumbrado a oírte decir «es nuestro» —dijo Jean con frialdad—. Suena mejor.
Cuando Locke intentó levantarse de la cama de un salto, Jean volvió a empujarle sin esfuerzo. Luego volvió a salir hecho una furia y a cerrar la puerta de golpe tras de sí. Entonces se escuchó un curioso chasquido y después nada más… ni siquiera un crujido en el suelo de madera. Era evidente que Jean se había quedado parado al otro lado de la puerta.
Locke cruzó gruñendo la habitación e intentó abrir la puerta, pero ésta no se apartó de su marco. Perplejo, frunció el ceño y forcejeó varias veces más. El cerrojo se encontraba en aquel lado de la habitación, y no estaba echado.
—No deja de ser curioso —comentó Jean al otro lado— que las habitaciones de la Linterna de Plata se puedan cerrar desde fuera con una llave especial que sólo posee el hospedero. Por si necesita mantener a buen recaudo a algún huésped indeseable, mientras llama a la Guardia.
—¡Jean, abre esta maldita puerta!
—No. Ábrela tú.
—¡No puedo! ¡Me dijiste que tenías la llave especial!
—El Locke Lamora que yo conocía se hubiera reído de ti —dijo Jean—. Sacerdote del Guardián Avieso. Garrista de los Caballeros Bastardos. Alumno del padre Cadenas. ¡Hermano de Calo, Galdo y Bicho! Dime, ¿qué pensaría Sabetha de ti?
—¡Bastardo! ¡Abre la puerta!
—Mírate, Locke. Estás hecho una puta mierda. Ábrela tú.
—Tú… tienes… la… putallavedeloscojones.
—Sabes cómo abrir una cerradura, ¿o no? Te he dejado unas cuantas ganzúas encima de la mesa. Si quieres volver a beber vino, abre la jodida puerta por ti mismo.
—¡Eres un hijo de puta!
—Mi madre era una santa —dijo Jean—. La joya más preciada que Camorr jamás haya creado. Aquella ciudad no se la merecía. Ya sabes que puedo quedarme aquí fuera toda la noche. No me sentiré incómodo. Tengo tu vino y tu dinero.
—¡Gaaaaaaaaaaah!
Locke se apoderó de la pequeña cartera de cuero; movió los dedos de la mano derecha, la buena, y miró dubitativamente la izquierda; la muñeca, que se le había roto, comenzaba a curársele, pero sin dejar de dolerle todo el tiempo.
Se inclinó sobre la cerradura de la puerta, frunció el ceño y se puso manos a la obra. Se sintió sorprendido por la rapidez con que los músculos de la espalda acusaron aquella postura tan incómoda. Hizo un alto para empujar la silla de la habitación hasta la puerta y así poder sentarse en ella mientras trabajaba.
Mientras hurgaba con las ganzúas por dentro de la cerradura y se mordía la lengua por lo concentrado que estaba, escuchó el crujido de las tablas del suelo, así como una serie de golpes.
—¿Jean?
—Aún sigo aquí, Locke —decía la voz de Jean, que parecía divertido—. Por los dioses, te estás tomando tu tiempo. Oh, lo siento… no me digas que ya has comenzado a trabajar.
—¡En cuanto abra esta puerta estarás muerto, Jean!
—¿En cuanto abras esta puerta? Entonces creo que aún me queda vida para años.
Locke se concentró aún más, recobrando el ritmo de trabajo que había aprendido durante tantas horas de dolor cuando era niño… moviendo las ganzúas muy despacio, sintiendo lo que le decían. ¡Los malditos crujidos y porrazos de antes habían vuelto al otro lado de la puerta! ¿A qué estaba jugando Jean? Locke cerró los ojos para apartar de su mente aquellos ruidos… para conseguir que el mundo que le rodeaba se redujera a lo que las ganzúas contaban a sus dedos…
La cerradura emitió un chasquido. Locke, lleno de júbilo, aunque hecho una furia, tropezó con la silla y luego abrió la puerta de par en par.
Jean había desaparecido, pero el estrecho pasillo al que daba la puerta estaba lleno hasta los topes de cajas y barriles de madera… una barrera infranqueable que comenzaba a menos de un metro de la cara de Locke.
—Jean, ¿qué diablos es todo esto?
—Lo siento, Locke —era evidente que Jean estaba justo al otro lado de aquella pared improvisada—. He tomado prestadas unas cuantas cosas de la despensa del hospedero, y les he pedido a unos cuantos de los chicos a quienes engañaste con las cartas la semana pasada que me ayudaran a subirlo todo hasta aquí.
Locke le dio a la barrera un buen empujón, pero ésta ni se movió; casi con toda seguridad, Jean debía de estar cargando todo su peso al otro lado. Desde algún lugar, probablemente desde más abajo, desde la sala comunal, le llegó un coro de risas apagadas. Locke apretó los dientes y empujó un barril con la palma de su mano buena.
—¿Qué puñetas te pasa, Jean? ¡Buena escena la que estás montando!
—No te lo creas. La semana pasada le conté al hospedero que eras un noble camorrí que viajaba de incógnito para ver si conseguía recuperarse de un ataque de locura. Y justo ahora acabo de dejar un tremendo montón de plata en su bar. ¿Recuerdas qué es eso de la plata, eh? Solías quitársela a la gente cuando eras una compañía más agradable.
—¡Jean, esto no tiene gracia! ¡Devuélveme mi maldito vino!
—Claro que es maldito. Por eso mismo, me temo que, si lo quieres, no tendrás más remedio que salir de la habitación descolgándote por la ventana.
Locke dio un paso atrás y se quedó pasmado mirando a la pared improvisada.
—Jean, no puedes estar hablando en serio.
—Jamás he hablado tan en serio.
—Vete al infierno. ¡Vete al infierno! No podré salir por esa maldita ventana. Mi muñeca…
—Luchaste contra el Rey Gris con un brazo casi cortado. Te descolgaste por una de las ventanas del Alcance del Cuervo que estaba a más de cien metros. Y mírate ahora, a sólo tres plantas de altura, tan desamparado como un gatito en un barril de grasa. Llorón, meón.
—¡Estás intentando provocarme deliberadamente!
—No jodas —replicó Jean—, eres tan agudo como una porra.
Con un humor de mil diablos, Locke entró como una exhalación en la estancia. Se quedó mirando a la ventana cerrada, se mordió la lengua y volvió a toda máquina a la barrera creada por Jean.
—Por favor, déjame salir —dijo con la voz más tranquila que pudo encontrar—. Acuso recibo de lo que querías decirme.
—Si hubiera tenido una pica de acero pavonado te lo hubiera dicho con ella —le replicó Jean—. ¿Por qué estás ahora hablando conmigo cuando deberías estar descolgándote por la ventana?
—¡Que los dioses te maldigan!
De regreso a la habitación, Locke comenzó a caminar muy furioso de un lado para otro. Movió los brazos para ver qué tal estaban; los cortes del brazo izquierdo le dolían y la profunda herida del hombro aún le producía una punzada insoportable. Le pareció que la muñeca izquierda, aunque magullada, aún podría servirle. Con dolor o sin él… flexionó los dedos de la mano izquierda hasta cerrarla en un puño, se los quedó mirando y luego, entornando los ojos, observó la ventana.
—Jódete —dijo—. Voy a enseñarte una o dos cosas, hijo de un maldito comerciante de sedas…
Luego deshizo su cama y, a pesar del dolor de sus heridas, ató los extremos de las sábanas a los de las mantas. El dolor sólo le servía para ir más deprisa. Hizo el último nudo, abrió las contraventanas y sacó aquella cuerda improvisada fuera de la ventana. El extremo que tenía en las manos lo ató a la cama. Aunque no era un mueble en absoluto robusto, a aquellas alturas él ya no pesaba demasiado.
Luego salió por la ventana.
Vel Virazzo es una ciudad antigua con edificios de poca altura; mientras Locke se columpiaba a tres plantas por encima de la calle cubierta con una tenue bruma, sintió una serie de impresiones fugaces: edificios rechonchos de tejados planos, construidos con piedra y argamasa… en el puerto, mástiles negros de velas rizadas por el viento… la luz de la luna que relucía blanca sobre la oscuridad de las aguas… luces rojas que ardían en lo alto de las columnas de cristal y que formaban una línea en el horizonte. Locke cerró los ojos, se agarró a las sábanas y se mordió la lengua para no vomitar.
Le pareció que lo más sencillo sería bajar poco a poco hasta el suelo; y así lo hizo, dejando que las manos se le calentaran por el roce de las sábanas y las mantas antes de detenerse. Tres metros más abajo… Siete… Se balanceó de un modo muy precario encima del alféizar de la ventana de la habitación comunal y aspiró aire con unas cuantas boqueadas muy profundas antes de proseguir. Por cálida que fuera la noche, se estaba quedando helado a causa del sudor de tanto esfuerzo.
El extremo de la última sábana estaba a unos dos metros por encima del suelo; Locke llegó lo más abajo que pudo y luego se dejó caer. Cuando sus pies chocaron contra los adoquines del suelo, descubrió que Jean Tannen le estaba esperando con una capa gris de baratillo entre las manos. Antes de que Locke pudiera moverse, se la echó por los hombros.
—¡Hijo de puta! —exclamó Locke, ayudándose con ambas manos para cubrirse bien con la capa—. ¡Alma de serpiente, hijo de puta enfermizo! ¡Espero que, algún día, un tiburón intente chuparte la polla!
—Vamos, maese Lamora, mírese —dijo Jean—. Abrir una cerradura, descolgarse por una ventana… Casi lo que usted solía hacer cuando era ladrón.
—¡También solía cobrarme las ofensas dignas de la horca cuando tú tomabas el pecho en el regazo de tu madre!
—Y yo me he estado cobrando esas ofensas mientras tú te agazapabas en la habitación, perdiendo tus habilidades por culpa de la bebida.
—Soy el mejor ladrón de Vel Virazzo —rezongó Locke—, ya sea sobrio o bebido, despierto o dormido, y lo sabes demasiado bien.
—Me parece haberlo sabido en cierta ocasión —dijo Jean—, cuando en Camorr conocí a cierto hombre, pero llevo mucho tiempo sin verlo.
—Que los dioses maldigan ese feo rostro tuyo —masculló Locke mientras se acercaba a Jean y le lanzaba un golpe al estómago. Más sorprendido que dolorido, Jean le dio un fuerte empujón. Locke salió hacia atrás, la capa revoloteando mientras intentaba mantener el equilibrio… hasta que chocó con un hombre que llegaba por la calle.
—¡Fíjese en dónde cojones pisa!
Aquel individuo, un hombre de mediana edad vestido con una casaca roja bastante larga y con los ropajes remilgados de un escribiente o de un secretario legal, se peleó durante unos instantes con Locke, que se agarró a él para no caerse.
—Mil perdones —dijo Locke—. Mil perdones, señor. Mi amigo y yo sólo manteníamos una discusión; la culpa es mía.
—Claro que lo es —dijo el extraño, que finalmente había conseguido agarrar a Locke por las solapas y apartarlo a un lado—. ¡Apesta como un barril de vino! Maldito camorrí.
Locke esperó a que el hombre se alejara por lo menos a veinte o treinta metros para acercarse a Jean, mientras hacía oscilar una pequeña bolsa de cuero negro en el aire que le separaba de él. Su tintineo era debido a que contenía una buena provisión de monedas bastante pesadas.
—¡Ah! ¿Qué dices ahora de esto, hmmm?
—Digo que ha sido un maldito juego de niños. Eso no significa nada.
—¿Un juego de niños? Muere gritando, Jean; eso ha sido…
—Estás hecho un asco —dijo Jean—. Llevas más mugre encima que uno de los huérfanos de la Colina de las Sombras. Ni has estado haciendo los ejercicios para ponerte en forma, ni has dejado que nadie te ayudara a hacerlos. Te has estado escondiendo en la habitación, apoltronándote cada vez más, y has permanecido borracho durante dos semanas. Ya no eres lo que eras, y nadie, excepto tú, tiene la culpa de eso.
—Vaya —Locke miró a Jean con cara de pocos amigos, deslizó la bolsa en uno de sus bolsillos y se cubrió mejor con la capa—. Necesitas una demostración. Magnífico. Vuelve dentro, quita tu estúpida barrera y espérame en la habitación. Estaré de vuelta dentro de unas pocas horas.
—Yo…
Pero Locke ya se había cubierto con la capucha de la capa, dado la vuelta y echado a andar con largos pasos calle abajo, para sumergirse en la cálida noche de Vel Virazzo.
Jean quitó la barrera que obstaculizaba el pasillo de la tercera planta, entregó unas cuantas monedas más (de la bolsa de Locke) al divertido hospedero, y entró a toda prisa en la habitación, haciendo que parte del olor a borrachera que la dominaba saliera por la ventana abierta. Después de un momento de reflexión, bajó al bar y volvió con una garrafa de vidrio llena de agua.
Cuatro horas más tarde, exactamente a las tres de la madrugada, mientras Jean recorría la habitación un tanto preocupado, Locke regresó. Depositó una enorme cesta de mimbre encima de la mesa, se quitó la capa, agarró el cubo que Jean había empleado para dejarle hecho una sopa y vomitó ruidosamente en él.
—Mis disculpas —murmuró cuando hubo terminado. Estaba colorado y respiraba con dificultad, tan empapado como cuando se había marchado, aunque, en aquella última ocasión, debido al sudor—. El vino no se me ha ido por completo de la cabeza… pero sí todo el aliento que me quedaba.
Jean le pasó la garrafa, y Locke bebió de ella con la misma desvergüenza con que lo hubiera hecho un caballo en un abrevadero. Jean le ayudó a sentarse en la silla. Durante unos segundos, Locke permaneció en silencio, y luego, al sentir la mano de Jean encima de uno de sus hombros, dio un respingo.
—Entonces… nosotros… —aspiró aire—. ¿Ves lo que pasa cuando me provocas? Creo que lo mejor será salir pitando de la ciudad.
—¿Qué… qué diablos has hecho?
Locke levantó la tapadera de la cesta; era de esas tan corrientes que los mercaderes suelen usar para llevar la mercancía en pequeñas cantidades de una calle a otra del mercado. Dentro había un surtido prodigioso de cachivaches, que Locke comenzó a catalogar a medida que los iba sacando para enseñárselos a Jean.
—¿Qué tenemos aquí? Vaya, pero si es un montón de bolsas… una-dos-tres-cuatro bolsas, todas ellas afanadas a varios caballeros sobrios que se paseaban por la calle; una de las jarras de peltre que se usan para beber cerveza… un poco mellada, pero aún en buen estado; un broche; tres alfileres de oro; dos pendientes… pendientes, maese Tannen, arrancados de sus correspondientes orejas, lo cual me hubiera gustado que hubiese visto. Aquí tenemos un pequeño rollo de excelente seda, una caja de dulces, dos hogazas de pan… de esas con especias y la corteza crujiente que tanto le gustan. Y ahora, especialmente dedicado, por edificante, a cierto hijo de puta pesimista al que le gusta romper la paz y cuyo nombre jamás será recordado…
Y entonces Locke sacó un collar resplandeciente, una banda de oro trenzado con plata de la que pendía un colgante de oro macizo cuajado de rubíes, que adoptaba la forma de un capullo de flor. Incluso bajo la débil luz de la única lámpara de la habitación, aquella pequeña falange de piedras preciosas resplandecía como un fuego azulado.
—Es un objeto magnífico —dijo Jean, mientras olvidaba por un instante el agravio de que estaba siendo objeto—; pero no lo has cogido de la calle.
—No —admitió Locke, antes de echarse otro largo trago de la cálida agua de la garrafa—. Lo cogí del cuello de la amante del Gobernador.
—No puedes hablar en serio.
—En la residencia del Gobernador.
—De todos…
—En la cama del Gobernador.
—¡Maldito lunático!
—Mientras el Gobernador dormía a su lado.
La tranquilidad de la noche acababa de ser rota por el sonido apagado y distante de un silbato, ese sonido con el que los policías de todas las ciudades llaman a los suyos. Poco después, otros silbidos se unían al primero.
—Es posible —dijo Locke con una mueca tonta— que me haya excedido una pizca en osadía.
Jean se sentó en la cama y se pasó las manos por la cabellera.
—Locke, durante las últimas semanas he intentado que el nombre de Tavrin Callas significara la mejor cosa, la más deslumbrante, que la Buena Gente de esta triste ciudad hubiera conocido durante siglos. Cuando la Guardia ciudadana comience a hacer preguntas, alguien me señalará con el dedo… y alguien hablará de todo el tiempo que estuve aquí, y del tiempo que permanecí contigo… Y si intentamos pasarle a alguien una pieza de metal como ésa en un sitio tan pequeño como éste…
—Como te decía, creo que lo mejor será salir pitando de la ciudad.
—¿Huir de la ciudad? —Jean se levantó de un salto y apuntó a Locke con un dedo acusador—. ¡Me has fastidiado varias semanas de trabajo! He estado entrenando a los Tipos Duros: señas, trucos, robar, luchar, ¡todo eso! Iba… ¡Ahora iba a comenzar a enseñarles cómo cocinar!
—Oooh, veo que el asunto es grave. Creo que la proposición de matrimonio no habría tardado en llegar.
—¡Joder, es grave! ¡Estaba creando algo! He estado trabajando mientras tú estabas aquí quejándote, apoltronándote y meando todo el tiempo.
—Veo que serías el único capaz de ponerme un fuego debajo de los pies para verme bailar. Bueno, pues ya he bailado, y creo que lo he hecho bien. ¿De qué te quejas?
—¿Quejarme? ¡El único tío que no para de quejarse eres tú, que eres un mierdecilla! ¡Dejarte vivir ya es un motivo de queja! Todo mi trabajo…
—¿El Capa de Vel Virazzo? ¿Así es como te ves a ti mismo, Jean? ¿Como otro Capa Barsavi?
—Como otro lo que sea —contestó Jean—. Hay cosas peores… Como ser Capa Lamora, Señor de la Habitación Apestosa. No quiero ser un maldito farsante, Locke. ¡Soy un ladrón honesto y haré lo que haya que hacer para tener una mesa ante la que sentarnos y un techo bajo el que cobijarnos!
—Pues entonces vayámonos a donde sea y volvamos a los negocios auténticamente lucrativos —dijo Locke—. ¿Quieres dedicarte honestamente al latrocinio? Muy bien. Pues vayámonos a pescar un buen pez como hacíamos en Camorr. ¿Quieres verme robar? ¡Pues larguémonos y robemos!
—Pero Tavrin Callas…
—Ya ha muerto varias veces antes de ahora —dijo Locke—. ¿No investigaba los misterios de Aza Guilla? Pues que los investigue una vez más.
—Diantre —Jean se acercó a la ventana y echó un vistazo por ella; los pitidos de los silbatos seguían llegando desde varias direcciones—. Podría llevarnos unos cuantos días conseguir una litera en algún barco, y no podemos salir por tierra con lo que has robado… es casi seguro que durante una o dos semanas registren a todos los que crucen las puertas.
—Jean —dijo Locke—, me estás defraudando. ¿Puertas? ¿Barcos? Por favor, se trata de nosotros. Podríamos pasar una vaca de contrabando por delante de cualquier guardia de la ciudad, incluso a mediodía y en pelotas.
—¿Locke? ¿Locke Lamora? —Jean movió los ojos dentro de las órbitas de un modo muy exagerado—. Vaya, ¿dónde has estado todas estas semanas? Pensaba que compartía la habitación con un capullo miserable y egoísta que…
—Vale —dijo Locke—. Muy bien. Ja. Sí, es posible que me mereciera esa cuchufleta. Pero, en serio, salir de aquí nos resultará tan fácil como cocinar cualquier plato sencillo. Bajemos a ver al posadero. Despertémosle y démosle unas cuantas monedas más de plata… estas bolsas están llenas de ellas. Quedamos en que yo era un noble camorrí que estaba loco, ¿no? Pues dile que ahora me ha entrado una manía. Consígueme más ropas sucias, unas cuantas manzanas, una piedra del hogar y un caldero de hierro negro, lleno de agua.
—¿Manzanas? —Jean se rascó la barba—. ¿Manzanas? ¿Te refieres… al truco de las manzanas hechas papilla?
—En efecto —dijo Locke—. Tráeme todo eso; y, en cuanto haya hervido, nos prepararemos para salir de aquí mañana al amanecer.
—Uh —Jean abrió la puerta, se deslizó por el pasillo y se volvió una vez antes de irse—. Volveré con lo que me has encargado —añadió—, y así podrás seguir siendo el hijo de puta mentiroso, liante, tirado, avaricioso, tacaño, chanchullero y ratero que eres.
—Gracias —dijo Locke.
Pocas horas después, el sonido monocorde de una llovizna los rodeaba mientras salían de Vel Virazzo por la puerta norte. Por debajo de unas nubes tan negras como el carbón, que el viento impulsaba con fuerza, el amanecer era una línea húmeda en el horizonte oriental. Unos soldados con casacas de color púrpura los miraban con asco desde lo alto de los cinco metros que tenía la muralla de la ciudad; la pesada puerta de madera de la pequeña barbacana se cerró de golpe a sus espaldas como si se sintiera contenta por librarse de ellos.
Locke y Jean se vestían con unas capas andrajosas, cubiertos bajo ellas con los jirones a modo de vendas de una docena de sábanas y de otras ropas de cama. Una fina capa de papilla hervida de manzana, aún caliente, rezumaba por algunas de las «vendas» que les cubrían brazos y pecho, por no hablar de la que ocultaba deliberadamente sus rostros. Aunque andar dando vueltas por ahí, chapoteando con una capa de aquella porquería debajo de la ropa, fuera algo molesto, era el mejor disfraz del mundo.
La caída de la piel era una enfermedad dolorosa e incurable que tenía como consecuencia que quienes la padecían fueran menos tolerados incluso que los leprosos. Si Locke y Jean, vestidos de aquella guisa, se hubieran acercado a Vel Virazzo desde el otro lado de la muralla, jamás hubiesen podido entrar en la ciudad. Dadas las circunstancias, los guardias no mostraron interés en saber cómo habían entrado en la ciudad, pues más bien se tropezaron los unos con los otros por la prisa que mostraron en que salieran de ella.
Lo que había al otro lado de la ciudad era un lugar desagradable de ver: algunos bloques de edificios de uno y dos pisos que se desmoronaban, adornados aquí y allá con los improvisados molinos de viento que servían para alimentar los fuelles de forjas y hornos. Por encima de ellos, el humo dibujaba varias curvas grises en el aire húmedo, y el trueno rugía en la distancia. Más allá de la ciudad, en el lugar donde los adoquines de la antigua calzada del Trono de Therin se convertían en una senda húmeda y sucia, Locke consiguió distinguir monte bajo, interrumpido aquí y allá por piedras hendidas y montones de escombros.
Las monedas (y todo lo demás de sus escasos bienes que les valía la pena llevar consigo) estaban en la pequeña bolsa que Jean llevaba bien atada al cuerpo por debajo de sus ropas, en un lugar donde ningún guardia jamás se hubiera atrevido a buscar ni aunque un superior suyo estuviera a su espalda con una espada desenvainada y se lo ordenara so pena de muerte.
—Dioses —murmuró Locke mientras caminaban afanosamente por la calzada—, estoy demasiado cansado para pensar bien. Ahora es cuando siento que realmente estoy bajo de forma.
—Bueno, pues ahora sí que no te queda más remedio que hacer un poco de ejercicio, lo quieras o no. ¿Cómo van las heridas?
—Me pican —se quejó Locke—. Sospecho que este viajecito no les hará ningún bien, aunque no es tan malo como parece. El estar moviéndome durante unas cuantas horas parece sentarme bastante bien.
—Cuán sabio es Jean Tannen en todos los caminos del saber —dijo Jean—. Más sabio que muchos, sobre todo los que se apellidan Lamora.
—Cierra tu gordo, feo e incontrovertiblemente más sabio pico —dijo Locke—. Mmmm. Mira cómo esos idiotas salen huyendo al vernos.
—¿Acaso no harías tú lo mismo si vieras que una pareja de auténticos pieles caídas se te acercaban por el camino?
—Uh, supongo que sí. Malditos sean mis pies, cuánto me duelen.
—Cuando estemos a dos o tres kilómetros de la ciudad haremos un alto. Una vez que hayamos caminado unas cuantas leguas, podremos quitarnos la papilla y aparentar que somos viajeros respetables. ¿Alguna idea respecto a dónde dar nuestro primer golpe?
—Pensaba que era evidente —repuso Locke—. Estas ciudades pequeñas son para cobardes. Estamos buscando oro y hierro blanco, no cobres chafados. Vayámonos a Tal Verrar. Seguro que allí daremos con algo.
—Mmm. Tal Verrar. Bueno, está cerca.
—Los camorríes tenemos una larga y gloriosa historia en lo de zumbarles la badana a nuestros pobres primos verraríes, o eso se dice, así que vayámonos a Tal Verrar —dijo Locke—. Y a la gloria —y cambiaron el sentido de su camino bajo el cosquilleo de la bruma de aquella mañana lluviosa—. Y a los baños.