Juegos intrascendentes
Jugaban al Carrusel del Riesgo, y las apuestas eran algo menos de la mitad de toda la riqueza que poseían a lo largo y ancho del mundo, aunque la pura y simple verdad era que a Locke Lamora y a Jean Tannen los estaban sacudiendo como si fueran un par de alfombras viejas.
—Última apuesta para la quinta jugada —decía el empleado que, ataviado con una casaca de terciopelo, repartía las cartas desde su podio situado al otro lado de la mesa redonda—. ¿Los caballeros desean nuevas cartas?
—No, no… los caballeros desean hablar entre sí —dijo Locke, inclinándose hacia la izquierda para que su boca quedara a la altura de la oreja derecha de Jean. Bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro—. ¿Qué tal es la mano que te ha tocado?
—Me recuerda a un desierto reseco —murmuró Jean, moviendo displicentemente la mano derecha para taparse con ella la boca—. ¿Y la tuya?
—Me recuerda a una tierra baldía dominada por la amargura y la frustración.
—Mierda.
—¿No nos habremos olvidado de rezar la semana pasada? ¿No nos habremos peído dentro de algún templo o algo parecido?
—Suponía que la posibilidad de perder formaba parte del plan.
—Y así es. Sólo que me hubiera gustado tener una baza mejor.
El que repartía las cartas tosió solemnemente mientras se tapaba la boca con la mano izquierda, lo que, en aquellas circunstancias, equivalía a darles un capón a Locke y a Jean. Locke se inclinó hacia delante, dejó sus cartas encima de la superficie laqueada de la mesa, les dio un golpecito y esbozó la mejor mueca, del tipo «sé lo que estoy haciendo», que pudo extraer de su arsenal facial. Suspiró para sus adentros cuando miró la considerable pila de fichas de madera que iba a realizar un breve viaje desde el centro de la mesa hasta los montones de sus rivales.
—Estamos preparados —dijo— para enfrentarnos a nuestro destino con un heroico estoicismo digno de ser mencionado por historiadores y poetas.
El servidor del juego asintió.
—Damas y caballeros, acaban de declinar el último ofrecimiento. La casa les ruega que muestren su jugada final.
Todo fue una mezcolanza y un descartarse de naipes cuando los cuatro jugadores prepararon sus respectivas manos finales y las situaron, boca abajo, encima de la mesa.
—Muy bien —dijo el servidor del juego—. Denles la vuelta y muéstrenlas.
Los sesenta o setenta holgazanes más acaudalados de Tal Verrar que atestaban la sala y que, situados detrás de Locke y de Jean, no se habían perdido ni una sola de las humillaciones que les habían supuesto todas y cada una de las veces que habían perdido, se echaron hacia delante como un solo hombre, ansiosos por ver lo embarazados que habrían de sentirse en aquella ocasión.
Tal Verrar, la Rosa de los Dioses, situada en el límite más occidental de lo que la gente de Therin llama el mundo civilizado.
Si tuvierais la facultad de permanecer en medio del aire sutil, a miles de metros por encima de las torres más altas de Tal Verrar, o de flotar en indolentes círculos como las naciones de gaviotas que infestan las grietas y tejados de la antedicha ciudad, entonces descubriríais el motivo por el que aquellas vastas y oscuras islas otorgaron su antiguo sobrenombre a dicho lugar. Pues es como si dieran vueltas alrededor del corazón de la ciudad, creando una serie de lúnulas cada vez mayores que formaran los pétalos estilizados de una rosa dispuesta en el mosaico de algún artista.
No son naturales si las comparamos con el continente que se insinúa a pocos kilómetros por el oeste, que sí lo es. Dicho continente, agrietado por el viento y el clima, indica claramente su edad. Las islas de Tal Verrar no muestran la erosión debida a la intemperie, pues, posiblemente, ésta ni siquiera les afecta, ya que fueron construidas con una cantidad inimaginable del cristal oscuro de los Antiguos. Se encuentran surcadas hasta lo impensable por terrazas y pasadizos, y cubiertas por losas de piedra vidriada y por la porquería que genera una ciudad habitada por hombres y mujeres.
A la Rosa de los Dioses la circunda un arrecife artificial, una circunferencia discontinua de cinco kilómetros de diámetro, sombras bajo las oscuras olas. El inquieto Mar de Bronce que golpea en dicha muralla oculta se sosiega ante el paso de las naves que enarbolan las banderas de cien reinos y dominios. Sus mástiles y vergas se levantan en el bosque, blanco por las velas al viento, que podréis observar bajo vuestros pies.
Si pudierais volver la vista hacia la isla más occidental de la ciudad, veríais que las superficies de su parte interior están formadas por unas paredes completamente negras, las cuales se precipitan desde más de cien metros de altura hacia las olas que besan dulcemente el puerto, donde un entramado de muelles de madera parece como adherido a la base de los acantilados. Sin embargo, la parte de la isla que da al mar se halla surcada a todo lo largo por terrazas: seis amplias repisas planas que, a partir de la más alta, se suceden unas a otras con suaves escarpaduras de casi veinte metros.
El distrito más al sur de la isla recibe el nombre de los Peldaños Dorados, y sus seis pisos están atestados de cervecerías, antros de juego, clubes privados, burdeles y pozos de peleas. Es bien sabido que los Peldaños Dorados es la capital del juego de las ciudades-estado de Therin, un lugar donde hombres y mujeres pueden perder dinero, o cualquier otra cosa, a causa de un abanico de posibilidades que abarca desde los vicios más benignos a las felonías más malvadas. En un magnánimo gesto de hospitalidad, las autoridades de Tal Verrar decretaron que ningún extranjero que visitara los Peldaños Dorados acabase siendo esclavo. Consecuentemente, apenas hay otros lugares al oeste de Camorr donde los extranjeros se encuentren más a sus anchas para emborracharse hasta la muerte y luego caerse en albañales y jardines para dormir la mona.
En los Peldaños Dorados existe una jerarquía muy rígida; a medida que se sube de uno a otro, aumenta la calidad de sus establecimientos, así como el tamaño, el número y la vehemencia de quienes guardan sus puertas. En la cima de los Peldaños Dorados se levantan una docena de mansiones barrocas de piedra antigua y madera de álamo negro sumidas en el lujo verde y húmedo de jardines muy cuidados y de bosques en miniatura.
En ellas se encuentran las prestigiosas «casas de azar», clubes exclusivos donde hombres y mujeres adinerados pueden jugar según el estilo que les merezcan sus respectivas cartas de crédito. Desde hace varios siglos, dichas casas se han convertido en informales centros de poder, donde aristócratas, burócratas, comerciantes, capitanes de barco, legados y espías se dan cita para apostar fortunas, tanto de índole personal como política.
Las casas albergan todo tipo de entretenimientos imaginables. Los visitantes notables desembarcan en los muelles reservados que se encuentran al pie de los arrecifes del puerto interior, para luego subirse en carruajes que son izados mediante ingenios de agua de resplandeciente bronce, evitando así las rampas estrechas, retorcidas y atestadas de gente, que conducen a los cinco Peldaños por la parte que da al mar. Incluso poseen un campo público para el duelo, una amplia extensión de hierba muy bien cuidada, dispuesta en medio del último piso, de suerte que quienes tienen la sangre más fría no necesitan recurrir a ningún otro medio para vencer a quienes la tienen más caliente.
Las casas de la suerte son sacrosantas. Una costumbre más antigua y firme que la ley prohíbe a soldados y a policías poner el pie en ellas, excepto para dar cumplida cuenta de los crímenes más nefandos. Suponen la envidia de un continente: ningún club del extranjero, por lujoso o exclusivo que sea, consigue reproducir la peculiar atmósfera de una genuina casa de azar verrarí. Y todas ellas palidecen ante la Aguja del Pecado.
Con una altura de, aproximadamente, cincuenta metros, la Aguja del Pecado se proyecta hacia el cielo en la parte oriental del Peldaño más alto, situado a unos noventa metros por encima del puerto. La Aguja del Pecado es una torre de cristal antiguo que resplandece con el lustre de una perla negra. Unas amplias balconadas, engalanadas con faroles alquímicos, circundan todos y cada uno de sus nueve pisos. De noche, la Aguja del Pecado es una constelación de luces de escarlata y azul oscuro, los colores heráldicos de Tal Verrar.
La Aguja del Pecado es la casa de azar más exclusiva, célebre y mejor guardada del mundo, abierta desde el ocaso hasta el amanecer para toda la gente que sea lo suficientemente poderosa, rica y bella para abrirse camino ante los caprichos de sus porteros. Cada una de sus plantas sobrepasa a la anterior en lujo, exclusividad y en el riesgo de los juegos permitidos en ella. Un buen crédito, un saber comportarse de manera alegre y un juego impecable suelen permitir el acceso a la planta superior. Algunos aspirantes malgastan muchos años de sus respectivas vidas, y miles de solari, intentando llamar la atención del dueño de la Aguja del Pecado, cuyo despiadado control de su posición inigualable le ha convertido en el árbitro más poderoso del favor social que conoce la historia de la ciudad.
Aunque el código de conducta de la Aguja del Pecado no haya sido escrito, es tan rígido como el de un culto religioso. En su sencillez e incontrovertibilidad, supone la muerte para quienquiera que haga trampas. Si, al mismísimo Arconte de Tal Verrar, le encontraran una carta en la manga, de nada le valdría implorar a los dioses de este lado para librarse de las consecuencias. Cada pocos meses, los empleados de la torre dan con alguien que contraviene la regla, y entonces alguien muere en silencio, por sobredosis alquímica, dentro de su carruaje, o «resbala» trágicamente desde el balcón de la novena planta, estrellándose luego en los adoquines del patio de la Aguja del Pecado.
Locke Lamora y Jean Tannen han necesitado dos años y un juego completo de identidades falsas para abrirse camino hasta la quinta planta. De hecho, en este preciso momento están haciendo trampas mientras intentan no perder ante unas rivales que no necesitan hacer lo mismo que ellos.
—Las damas muestran una mano de Agujas y otra de Sables, coronadas por el Sello del Sol —decía el servidor del juego—. Los caballeros muestran una de Cálices y otra mixta, coronadas por el cinco de Cálices. Las damas ganan la quinta jugada.
Locke se mordió por dentro una mejilla cuando la oleada de aplausos recorrió la cálida atmósfera de la habitación. Aquellas mujeres habían ganado cuatro de las cinco jugadas, y la muchedumbre apenas había aplaudido la única victoria de Locke y de Jean.
—Bueno, qué diantre —comentó Jean con una mueca de sorpresa que quería parecer verosímil.
Locke se volvió hacia la rival que tenía a la derecha. Maracosa Durenna era una mujer delgada y de piel morena que aún no había cumplido los cuarenta, con cabellos muy poblados, del color del aceite quemado, y varias cicatrices visibles en cuello y antebrazos. En la mano derecha sostenía un cigarro negro y fino, con camisa dorada, y sobre su rostro podía verse una inequívoca sonrisa de relativa complacencia. Era evidente que el juego no acaparaba toda su atención.
Con ayuda de un rastrillo de mango largo, el servidor del juego llevó hasta las damas la pequeña pila de fichas de madera que Locke y Jean acababan de perder. Luego se sirvió del mismo rastrillo para llevar hasta sus propias manos todas las cartas, pues a los jugadores les estaba estrictamente prohibido tocarlas después de que el servidor hubiera ordenado que las enseñaran.
—Y bien, señora Durenna —dijo Locke—, mis felicitaciones por el estado cada vez más robusto de sus finanzas. Me parece que su bolsa será lo único que crezca más deprisa que la resaca que me aguarda —Locke jugueteaba con una de las fichas que tenía en la mano derecha. Aquella ficha de madera valía cinco solari, el equivalente al salario de ocho meses de un trabajador corriente.
—Mis condolencias por un juego de cartas particularmente desafortunado, maese Kosta —la señora Durenna aspiró profundamente el humo de su cigarro y luego exhaló lentamente una bocanada que quedó suspendida en el aire que la separaba de Locke y de Jean, aunque lo suficientemente lejos de ambos para que nadie pudiera considerarlo un insulto. Locke había comprendido que empleaba el humo del cigarro a modo de strat péti, un «jueguecito», un amaneramiento ostensiblemente civilizado que servía para distraer o molestar a los rivales de la mesa de juego y causarles cierta confusión. Jean había pensado en usar su propio cigarro con el mismo propósito, pero a Durenna se le daba mejor.
—En verdad que ningún juego de cartas puede considerarse desafortunado en presencia de tan adorable par de rivales —dijo Locke.
—Creo que podría llegar a prendarme del hombre que se muestra tan encantadoramente deshonesto mientras le desangran de todo su dinero —dijo la compañera de Durenna que se sentaba a su derecha, entre aquélla y el comerciante.
Izmila Corvaleur tenía un aspecto y estatura similares a los de Jean: era ancha, opulenta y prodigiosamente redondeada en todos los sitios donde las mujeres suelen serlo. Aunque era innegablemente atractiva, la inteligencia que brillaba en sus ojos estaba llena de agudeza y de desdén. Locke reconoció en ella la violencia contenida que es patrimonio del bravucón callejero… un apetito más que evidente por las situaciones difíciles. Corvaleur picoteaba constantemente de una caja repujada en plata que contenía cerezas bañadas con chocolate en polvo, para chuparse sonoramente los dedos después de comérselas. Era evidente que se trataba de su propio strat péti.
Locke pensó que parecía hecha que ni a propósito para el Carrusel del Riesgo. Una mente para las cartas y una constitución capaz de aguantar la penalización que suponía el perder una jugada.
—Penalización —dijo el servidor, mientras manipulaba el mecanismo que se encontraba en su podio y que hacía girar el carrusel. Aquel aparato, dispuesto en el centro de la mesa, venía a ser un conjunto de estructuras de latón que sujetaban una hilera tras otra de pequeños recipientes de cristal cerrados con capuchones de plata. El carrusel giró bajo la suave luz de la lámpara del saloncito de juego hasta convertirse en un círculo continuo de plata embutido en latón que, después de que el mecanismo que se hallaba bajo la mesa emitiera un chasquido y los pequeños recipientes de cristal de finísimas paredes chocaran tintineando los unos contra los otros, escupió dos de aquéllos, que se dirigieron rodando hacia Locke y Jean y rebotaron con ruido metálico en el reborde ligeramente elevado de la mesa.
El Carrusel del Riesgo era un juego en el que participaban dos equipos de jugadores; un juego tan caro como el mecanismo de precisión del carrusel. Al término de cada partida, al equipo perdedor se le dispensaban al azar dos ejemplares de la gran provisión de viales de que disponía el carrusel; contenían licor, mezclado con esencias dulces y zumos de fruta para disfrazar el poder de la bebida. Las cartas sólo eran uno más de los aspectos del juego. Los jugadores debían mantener la concentración a pesar del efecto cada vez más embriagador que les causaban los diabólicos viales. El juego sólo se terminaba cuando un jugador estaba demasiado bebido para seguir jugando.
Teóricamente, era imposible hacer trampas en aquel juego. La Aguja del Pecado cuidaba del mantenimiento del mecanismo y de la preparación de las botellitas; los pequeños capuchones de plata se ajustaban a presión encima de unos sellos de cera. A los jugadores no se les permitía tocar el carrusel ni las botellitas que les habían caído en suerte a otros jugadores, so pena de penalización instantánea. Incluso el chocolate y los cigarros que consumían los jugadores debían ser suministrados por la casa. Locke y Jean se hubieran podido negar a que la señora Corvaleur hiciese ostentación de sus dulces, pero eso hubiese sido una idea desaconsejable por la razón que ahora se verá.
—Bueno —dijo Jean mientras rompía el sello de su escasa libación—, supongo que esto debe ser para perdedores encantadores.
—Si sólo supiéramos dónde encontrar a alguno —dijo Locke, y luego, al unísono, ambos se echaron al coleto sus respectivas bebidas. Locke sintió que un cálido sabor a ciruela le bajaba por el gaznate… La bebida era una de las más potentes. Suspiró y apartó hacia delante el recipiente vacío. El hecho de que estuvieran cuatro recipientes a uno y que su concentración comenzara a disminuir le hizo pensar que comenzaba a acusar sus efectos.
Mientras el servidor del juego separaba y barajaba las cartas para la siguiente jugada, la señora Durenna aspiró profundamente el humo de su cigarro con aire muy satisfecho, echando de un capirotazo las cenizas en un recipiente de oro macizo que se encontraba encima de un pedestal situado detrás de su mano derecha. Luego exhaló por la nariz dos indolentes columnas de humo y se quedó mirando al carrusel desde detrás del velo gris que acababa de crear. Locke pensó que Durenna era una depredadora nata acostumbrada a las emboscadas, que siempre se sentía muy a gusto bajo cualquier camuflaje. La información que había recopilado decía que sólo recientemente practicaba la especulación, tal y como podía esperarse en una ciudad dedicada al comercio. Antes había sido la capitana de un barco corsario que cazaba y hundía en alta mar los buques esclavistas de Jerem. No se había ganado aquellas cicatrices por tomar el té en un simple salón.
Realmente, hubiera sido un enorme infortunio que una mujer de sus características llegara a descubrir que Locke y Jean estaban a punto de aplicar al juego lo que el primero llamaba «métodos discretamente heterodoxos»… Diablos, mejor perder a la antigua usanza o ser descubiertos haciendo trampas por los empleados de la Aguja del Pecado. Pues éstos, al menos, serían casi con toda seguridad verdugos rápidos y eficientes debido al hecho de que estaban muy atareados con su trabajo.
—Deje las cartas —dijo la señora Corvaleur al servidor del juego, interrumpiendo las elucubraciones de Locke—. Mara, estos caballeros están teniendo varias manos con muy mala suerte. ¿No podríamos concederles un respiro?
Locke ocultó la excitación que le asaltó de improviso; a la pareja de jugadores que iban ganando en el Carrusel del Riesgo les estaba permitido ofrecer a sus contrarios una corta pausa, pero dicha cortesía raramente se practicaba, por la razón evidente de que concedía a los perdedores un tiempo precioso para reponerse de los efectos del licor. ¿No estaría Corvaleur intentando disimular algún problema que la acuciaba?
—Estos caballeros han hecho un considerable esfuerzo para complacernos, contando tantas veces todas esas fichas y llevándolas hasta nosotras —Durenna aspiró el humo de su cigarro y luego lo exhaló—. Caballeros, sería un honor para nosotras que quisieran aprovechar un corto descanso para refrescarse y recobrar fuerzas.
Ah. Locke sonrió y cruzó las manos encima de la mesa ante la que se sentaba. Así que se trataba de eso… de jugar cara a la galería y hacer gala de lo poco que les importaban sus rivales, pues tenían la victoria ganada. Practicaban la cortesía a modo de esgrima, y Durenna acababa de darles lo que equivalía a una estocada en la garganta. Un rechazo rotundo habría sido de muy mal gusto, así que la parada de Locke y de Jean tenía que ser de lo más delicada.
—¿Qué puede haber más refrescante que seguir jugando contra tan excelentes rivales? —comentó Jean.
—Es usted muy amable, maese de Ferra —respondió la señora Durenna—, pero no quiero que digan que no nos compadecemos de ustedes. Hasta ahora no han aceptado ninguno de nuestros privilegios —y apuntó con el cigarro a los dulces de la señora Corvaleur—. ¿Van a rechazar nuestro deseo de darles a cambio un poco de solaz?
—No les negaremos nada, señora, y por eso les pedimos la merced de satisfacer su mayor deseo, el mismo por el que se han tomado la molestia de venir esta noche… el deseo de jugar.
—Aún nos quedan muchas jugadas —añadió Locke— y pudiera ser que, en el transcurso de las mismas, de algún modo llegáramos a incomodar a las damas —prosiguió, mirando al servidor del juego.
—Hasta ahora no nos han incomodado —dijo la señora Corvaleur con gran dulzura.
Locke se sentía incómodo al percibir que el gentío estaba pendiente de lo que estaban diciendo. Él y Jean habían desafiado a las dos mujeres que eran consideradas las mejores jugadoras del Carrusel del Riesgo en toda Tal Verrar, y una considerable audiencia atestaba las demás mesas de la planta quinta de la Aguja del Pecado. Aquellas mesas hubieran debido estar ocupadas por jugadores que fueran a lo suyo, pero, por alguna razón que sólo conocían la casa y sus dueños, las demás actividades de la sala se habían detenido mientras duraba la escabechina.
—De acuerdo —dijo Durenna—, lo cierto es que no tenemos nada que objetar a que prosiga el juego. Quizá vuelvan a tener suerte.
Locke no las tenía todas consigo de que ella hubiera abandonado la artimaña del parloteo; a fin de cuentas, esperaba seguir trasegando el dinero de los dos del mismo modo que un cocinero limpia de gorgojos una bolsa de harina.
—Sexta jugada —dijo el servidor del juego—. La apuesta inicial será de diez solari —a medida que cada jugador echaba hacia delante dos fichas de madera, el servidor les entregaba tres cartas.
La señora Corvaleur se terminó otra cereza con chocolate en polvo y se lamió de los dedos sus dulces residuos. Antes de tocar las cartas que le habían caído en suerte, Jean se llevó los dedos de la mano izquierda a la solapa de su casaca y los movió ligeramente, como si se estuviera rascando. Pocos segundos después, Locke hizo lo mismo, observando que la señora Durenna los vigilaba a ambos y que, a su vez, giraba los ojos dentro de sus órbitas. Aunque las señales que se hacían los compañeros estaban permitidas, siempre era de desear que se hiciera gala de una notable sutileza.
Durenna, Locke y Jean echaron un vistazo a sus cartas casi al mismo tiempo; Corvaleur se ocultó un instante tras ellas, con los dedos aún húmedos. Sonrió en silencio. ¿Buena suerte de verdad o strat péti? Aunque Durenna pareciera bastante satisfecha, Locke estaba seguro de que tenía aquella expresión incluso cuando dormía. Mientras que el rostro de Jean no revelaba nada, Locke esbozó una sonrisa de afectación a pesar de que las tres cartas que le habían tocado fueran pura basura.
Al otro lado de la estancia, unas escaleras curvas con pasamanos de latón, que se hallaban vigiladas en su base por un empleado bastante grande y que se ensanchaban a medio camino, formando una especie de galería, llevaban a la sexta planta. A Locke le llamó la atención el leve movimiento que acababa de percibir en la galería: una figura menuda y muy bien vestida se ocultaba a duras penas entre las sombras. Cuando la cálida luz dorada de las lámparas de la estancia se reflejó en un par de gafas, Locke sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral.
¿Quién podía ser? Mientras hacía como si se concentrase en las cartas, Locke echó un vistazo a la figura oculta entre las sombras. Si el reflejo de aquellas gafas no se movía ni un ápice… aquel hombre debía de estar sentado delante de una mesa. Perfecto.
Así que, finalmente, él y Jean habían terminado por llamar la atención del individuo (o por tropezar con él, y, por los dioses, menuda suerte) que tenía sus oficinas en la novena planta… el Maestro de la Aguja del Pecado, el gobernante clandestino de todos los ladrones de Tal Verrar, el hombre que asía con mano de hierro los mundos del latrocinio y de la lujuria. En Camorr le hubieran llamado «Capa», pero allí no tenía más título que su nombre.
Requin.
Locke se aclaró la garganta, volvió a mirar a la mesa ante la que se sentaba y se preparó para perder con gracia otra partida. Fuera, en las oscuras aguas, resonaba el tenue eco de las campanas de los barcos que daban las diez de la noche.
—Jugada decimoctava —dijo el servidor del juego—. La apuesta inicial será de diez solari. —Con una mano indudablemente temblorosa, Locke había tenido que apartar a un lado las once botellitas que tenía enfrente antes de empujar las fichas. La señora Durenna, tan firme como un buque en dique seco, había comenzado a fumarse el cuarto cigarro de la noche. La señora Corvaleur parecía mecerse en su asiento. ¿Era posible que el color de sus mejillas estuviera más arrebatado que de ordinario? Locke intentó no mirarla fijamente mientras ella dejaba encima de la mesa su apuesta inicial; quizá el mecerse de la dama sólo se debiera a su inminente ebriedad. Ya era cerca de medianoche, y el aire saturado de humo de aquella habitación, excesivamente atestada, le picaba a Locke en ojos y garganta como si se los frotaran con un algodón.
El que repartía las cartas, sin emoción y más precavido que nunca (daba la impresión de que tuviera en su interior más maquinaria que el propio carrusel), lanzó tres cartas hasta el borde de la mesa que estaba cerca de Locke, quien se pasó los dedos por debajo de la solapa de su casaca y dijo «Ja, ja, ja» en un tono de placer que nada tenía de desinteresado. Las cartas formaban una sorprendente constelación de bazofia: la peor que hasta entonces le había tocado. Locke parpadeó y entornó los ojos, preguntándose si el alcohol no le haría ver como malas unas cartas que no lo eran, pero no… Cuando volvió a abrirlos, las cartas seguían siendo malísimas.
Por fin habían conseguido que las damas tuvieran que beber, pero, a menos que Jean, siempre a la izquierda de Locke, contara con algún milagro oculto, era más que evidente que dentro de muy poco otro vial rodaría alegremente por encima de la mesa hasta pararse junto a la temblorosa mano de Locke.
Dieciocho jugadas, se dijo Locke, para perder en total novecientos ochenta solari. Su mente, debidamente remojada por el licor de la Aguja del Pecado, se perdía en cálculos. Los trajes más elegantes de todo un año del guardarropa de un hombre de alta posición. Un barco pequeño. Una casa muy grande. Las ganancias de toda una vida de un honesto artesano, por ejemplo, un cantero. ¿No habría pensado él alguna vez convertirse en cantero?
—Primeras opciones —dijo el servidor del juego, haciéndole volver instantáneamente a la partida.
—Carta —dijo Jean. El servidor le acercó una; Jean le echó un vistazo, asintió y llevó otra ficha de madera al centro de la mesa—. Subo la apuesta.
—Y yo también —dijo la señora Durenna, mientras desplazaba dos fichas desde su cuantioso montón—. La muestra al compañero —y mostró dos de sus cartas a la señora Corvaleur, que no pudo contener una sonrisa.
—Carta —dijo Locke. El servidor le pasó una, que él sólo miró por una esquina para ver cuál era. El dos de Cálices que, en aquella situación le era igual de valiosa que la mierda blanda de un perro enfermo. Se obligó a sonreír—. Yo también —añadió, adelantando dos fichas—. Estoy bendecido.
Todas las miradas se volvieron expectantes a la señora Corvaleur, que tomaba de su menguante reserva una cereza bañada con chocolate en polvo, la reventaba en el interior de la boca y, rápidamente, se chupaba los dedos para limpiárselos.
—¡Oh, oh! —dijo, bajando la mirada hacia sus cartas y tamborileando con un juego de dedos pringosos encima de la mesa—. Oh… oh… oh… Mara, esto es… lo más extraño…
Y entonces se desplomó hacia delante, y su cabeza fue a parar encima del enorme montón de fichas que llevaba ganadas hasta entonces. Las cartas revolotearon de sus manos y cayeron boca arriba sobre la mesa, mientras ella, para ocultarlas, les daba unos manotazos desprovistos de coordinación.
—Izmila —dijo la señora Durenna con una nota de apremio en la voz—. ¡Izmila! —se acercó hasta ella y la zarandeó por sus pesados hombros.
—´Zmila —repitió la señora Corvaleur con voz dormida y balbuciente. Su boca, abierta desmesuradamente, comenzó a babear, lanzando restos de chocolate y de cereza encima de las fichas de a cinco solari—. ¡Mmmmmmilllaaaaaaaaa. Muy… eztraño… eztrañísimo…!
—Es el turno de la señora Corvaleur —el servidor no pudo evitar un dejo de sorpresa en la voz—. La señora Corvaleur debe hacer su elección.
—¡Concéntrate, Izmila! —el susurro de la señora Durenna estaba lleno de apremio.
—Hay… cartas —murmuró Corvaleur—, fíjate, Mara, cuántas… cartas. Encima de la mesa.
Y añadió:
—Blah… glub… fla… blagh.
Y entonces se desmayó.
—Fin de la partida —dijo el servidor a los pocos segundos. Y, ayudándose con el rastrillo, apartó de donde estaba la señora Durenna todas las fichas que tenía y comenzó a contarlas rápidamente. Locke y Jean se iban a llevar todo lo que había encima de la mesa. Puesto que la desagradable perspectiva de perder mil solari acababa de convertirse en una ganancia de la misma cantidad, Locke suspiró aliviado.
El servidor contempló el espectáculo que estaba dando la señora Corvaleur al emplear sus fichas de madera a modo de almohada, y tosió cubriéndose la boca con una mano.
—Caballeros —dijo—, la casa, ah, les proveerá con nuevas fichas del mismo valor que… las que están en circulación.
—Claro que sí —comentó Locke, dando un suave golpecito con los dedos en la pequeña montaña formada por las fichas de Durenna que acababa de formarse ante él. Entre la muchedumbre que se agolpaba detrás de Jean y de Locke, éste distinguió murmullos de extrañeza, consternación y sorpresa. El tenue coro de aplausos que nacía por obra de unos pocos observadores más generosos moría al poco tiempo. Más que divertidos, todos se sentían un tanto embarazados por el hecho de que un personaje tan notable como la señora Corvaleur se hubiera emborrachado con sólo seis tragos.
—Mmm —dijo la señora Durenna, apagando la colilla de su cigarro en el cenicero de oro y levantándose. Hizo todo un espectáculo al ponerse la chaqueta (de terciopelo negro bordado, adornada con botones de platino y entretejida con plata) que bien valía una buena parte de lo que acababa de perder aquella noche—. Maese Kosta, maese de Ferra… al parecer debemos admitir nuestra derrota.
—Pero es que no han sido derrotadas —dijo Locke, logrando conjurar con las pocas luces que le quedaban una encantadora sonrisa de serpiente—. Estuvieron a punto de… hum… acabar con nosotros.
—Y el universo entero se mueve a mi alrededor —añadió Jean, cuyas manos, tan firmes como las de un orfebre, se habían mantenido así durante toda la partida.
—Caballeros, he apreciado su estimulante compañía —dijo la señora Durenna con un tono de voz que indicaba todo lo contrario—. ¿Quizá otra partida más adelante, esta misma semana? Seguro que, por amor al honor, nos darán la oportunidad de la revancha.
—Nada nos placería más —dijo Jean, contando con el entusiasta asentimiento de Locke, que había comenzado a hacer inventario de su dolor de cabeza. Al escuchar aquello, la señora Durenna les tendió con frialdad una mano y consintió que ambos besaran el aire que la cubría. En cuanto lo hubieron hecho, pensando que juraban pleitesía a una sierpe particularmente irritable, aparecieron cuatro empleados de Requin para levantar con el mayor decoro posible a la señora Corvaleur, que no había dejado de roncar.
—Por los dioses, debe de ser muy aburrido estar viéndonos beber a todos, uno tras otro y noche tras noche —comentó Jean al servidor del juego mientras le lanzaba una ficha por importe de cinco solari, pues era la costumbre dejar una pequeña propina.
—No lo creo, señor. ¿Cómo quiere que le dé el cambio?
—¿Qué cambio? —Jean sonrió—. Quédesela.
Por segunda vez en el transcurso de aquella noche, el servidor del juego se traicionó al mostrar la emoción que es patrimonio de los seres humanos; a pesar de poseer una posición relativamente acomodada, aquella pequeña ficha de madera equivalía a la mitad de su salario anual. Y estuvo a punto de ahogarse cuando Locke le entregó una docena.
—La Fortuna es una dama que se complace en dar vueltas alrededor de las personas —dijo Locke—. Cómprese una casa, si quiere. Creo que me estoy haciendo un lío de tanto contar.
—¡Dulces dioses… muchas gracias, caballeros! —el servidor echó un rápido vistazo a su alrededor y entonces dijo con voz queda—: Como sabrán, esas dos damas no suelen perder con frecuencia. De hecho, que yo recuerde, es la primera vez que las veo perder.
—La victoria tiene su precio —dijo Locke—. Sospecho que mañana, al despertarme, lo pagará mi cabeza.
La señora Corvaleur fue llevada cuidadosamente escaleras abajo, seguida de cerca por la señora Durenna, que no les quitaba el ojo a los hombres que cargaban con ella. En cuanto la muchedumbre se hubo dispersado, los observadores que aún ocupaban sus mesas llamaron a los empleados para que les trajeran comida y mazos nuevos de cartas con los que entretenerse en los juegos a los que estaban acostumbrados.
Locke y Jean guardaron sus fichas (nuevas, sin babas, pues los criados les habían entregado enseguida las que iban a reemplazar a las de la señora Corvaleur) en las acostumbradas cajas de madera forradas de terciopelo, y se abrieron paso hacia las escaleras.
—Enhorabuena, caballeros —dijo el empleado que guardaba el camino hacia la sexta planta. Desde arriba les llegaba el tintineo que hacían las copas de cristal al chocar entre sí, así como el murmullo de las conversaciones.
—Gracias —dijo Locke—, pero me temo que lo que le sucedió a la señora Corvaleur nos habría pasado a nosotros una o dos manos más tarde.
Él y Jean avanzaron despacio y bajaron por las escaleras que, curvándose, se adaptaban a la superficie exterior de la Aguja del Pecado. Ambos se vestían como hombres honorables, ataviados en consonancia con los días más calurosos del verano de Tal Verrar. Locke (cuyo cabello había sido tratado alquímicamente para que tuviera reflejos rubios) vestía una casaca de color caramelo oscuro muy ceñida a la cintura, con faldones chillones que le llegaban hasta las rodillas; sus puños de tres vueltas, acuchillados en naranja y negro, estaban adornados con botones de oro. No llevaba chaleco, sólo una camisa sencilla de finísima seda, manchada de sudor, por debajo de otra más amplia de color negro, abotonada en el cuello. Jean se vestía de un modo parecido, pero con una casaca de ese color gris-azulado que ofrece el mar bajo un cielo encapotado, bien ceñida la barriga con un ancho fajín del mismo color que los rizos negros de su corta barba.
A medida que progresaban, fueron dejando atrás a los grupos de la gente notable: a las reinas del comercio verrarí, cuyos brazos acariciaban a jovencitos de ambos sexos que eran como sus mascotas; a hombres y mujeres con títulos comprados en Lashain que, entre las cartas y las jarras de vino, miraban fijamente a los hombres y mujeres de la aristocracia menor de Camorr; a los capitanes de barco de Vadran, vestidos con sus ceñidas casacas negras, cuyos rasgos, pálidos y muy marcados, parecían cubiertos a modo de máscara por el color atezado que les había conferido el mar. Locke reconoció, al menos, a dos miembros del Priori, el consejo de comerciantes que, teóricamente, gobernaba Tal Verrar. Al parecer, unos bolsillos bien hondos eran el primer requisito para ingresar en él.
Los dados caían y las copas chocaban con las copas; los asistentes reían, tosían, maldecían y suspiraban. Las corrientes de humo se movían lánguidamente en el aire cálido, arrastrando aromas de perfume y de vino, de sudor y de comida asada, y también, de vez en cuando, el relente a resina de las drogas alquímicas.
Locke había visto con anterioridad mansiones y palacios que eran dignos de esos nombres; por opulenta que pareciera, la Aguja del Pecado no era mucho más bonita que las casas a las que muchas de aquellas personas regresarían cuando la noche diera por terminado el juego. La auténtica magia de la Aguja del Pecado residía en su caprichoso exclusivismo; niégale algo a bastante gente y, antes o después, se cubrirá con una aureola tan espesa como la niebla.
Medio oculta al otro extremo de la primera planta se hallaba una cabina de madera maciza, ocupada por varios empleados que eran inusualmente grandes. Afortunadamente, no había ninguna cola. Un tanto a regañadientes, Locke depositó su caja en el mostrador que se encontraba bajo la única ventana de la cabina.
—Todo a mi cuenta.
—Será un placer, maese Kosta —dijo el encargado, tomando la caja. Leocanto Kosta, maestro especulador de Talisham, era muy conocido en aquel reino de vapores alcohólicos y apuestas. El encargado convirtió rápidamente la pila de fichas de madera que le había entregado Locke en unas cuantas anotaciones hechas en un libro de cuentas. Al derrotar a Durenna y a Corvaleur, el pellizco que Locke había ganado ascendía a cerca de quinientos solari, incluso descontando el pico entregado al repartidor de cartas.
De repente, Locke sintió una mano encima de su hombro izquierdo. Al volverse cautelosamente se encontró frente a frente con una mujer de rizos oscuros, ricamente ataviada con los colores propios de los empleados de la Aguja del Pecado. La mitad de su rostro era de una belleza sublime… la otra estaba cubierta por una máscara de cuero pardo, arrugada, como si se hubiera visto expuesta al fuego. Cuando sonrió, la parte quemada de sus labios permaneció inmóvil. Y Locke pensó en una mujer viva que luchara para liberarse de una tosca escultura de arcilla que la aprisionara.
Selendri, que hacía las funciones de mayordomo de Requin.
La mano que había dejado posada encima de su hombro (la izquierda, la del lado quemado) no era real. Era un simulacro de bronce macizo que relucía con un color apagado bajo la luz de la lámpara.
—La casa le felicita —dijo ella con la voz inquietante y balbuciente que la caracterizaba— por sus buenas maneras y muestras de fortaleza, y quiere hacerles saber, a usted y a maese de Ferra, que ambos serán bien recibidos en la sexta planta siempre que deseen poner en práctica dicho privilegio.
La sonrisa de Locke no fue en absoluto fingida.
—Muchas gracias, tanto por mi parte como por la de mi compañero —dijo con la labia que le daba el estar un tanto achispado—. La amable consideración de la casa es, sin duda, extremadamente halagadora.
Ella asintió con indiferencia y desapareció entre la muchedumbre con la misma rapidez con que había hecho acto de presencia. Aquí y allá, unas cuantas cejas enarcadas, de los invitados de Requin, según Locke, acogieron con admiración el hecho de que Selendri les hubiera informado personalmente de su ascenso en la escala social.
—Somos una mercancía muy demandada, mi querido Jerome —comentó mientras atravesaban la muchedumbre en dirección a las puertas de la entrada.
—Por ahora —dijo Jean.
—Maese de Ferra —dijo con una sonrisa el portero principal al verlos llegar—, maese Kosta, ¿quieren que llame a un carruaje?
—No hace falta, gracias —dijo Locke—. Creo que acabaré cayéndome en la acera si no me despejo antes con el aire de la noche. Caminaremos.
—Como desee, señor.
Con precisión militar, cuatro criados mantuvieron abiertas las puertas para que Locke y Jean pasaran por ellas. Ambos ladrones descendieron con mucho cuidado por los numerosos escalones cubiertos con una alfombra de terciopelo rojo. Como toda la gente de la ciudad sabía, aquella alfombra se arrojaba a la basura cada noche y se reemplazaba por otra nueva.
La perspectiva daba vértigo; a su derecha, la forma en cuarto creciente de la isla era visible más allá de las siluetas de las demás casas de azar. El norte estaba relativamente oscuro, en contraste con el nimbo que circundaba los Peldaños Dorados. Al otro lado de la ciudad, por sur, oeste y norte, el Mar de Bronce, iluminado por las tres lunas bajo un cielo sin nubes, fosforescía con los tonos de la plata. Aquí y allá, las velas de los navíos distantes aportaban una palidez fantasmal a aquel cuadro pintado como con mercurio.
Locke miró más abajo, hacia su izquierda, y contempló las titubeantes alturas de las cinco terrazas más bajas de la isla, en una visión que, a pesar de la solidez de las piedras que pisaba, le dio vértigo. A su alrededor sólo escuchaba los murmullos de placer de los seres humanos y el estruendo que hacían los carruajes tirados por caballos al pisar los adoquines; al menos había una docena de aquéllos recorriendo la recta de la avenida que se encontraba en la sexta terraza. Más arriba, la Aguja del Pecado penetraba las tinieblas opalescentes entre el fulgor de sus faroles alquímicos, como si fuera una vela que quisiera llamar la atención de los dioses.
—Y ahora, mi querido pesimista profesional —dijo Locke mientras se alejaba con Jean de la Aguja del Pecado y ambos comenzaban a sentir cierta sensación de intimidad—, mi inquieto mercader, mi inagotable fuente de dudas y de burlas… ¿qué tiene que decir de todo esto?
—Oh, ciertamente muy poco, maese Kosta. Es muy difícil pensar al estar aún intimidado por la sublime genialidad de su plan.
—Eso que dices se parece bastante al sarcasmo.
—Pues te fastidias —dijo Jean—. ¡Siempre me lías! Tus inclasificables virtudes criminales han triunfado una vez más, pues son tan imparables como las olas, que van y vienen. Me arrojo a tus pies y te pido la absolución. Tuyo es el genio que alimenta el corazón del mundo…
—Entonces tú eres…
—Si tuviéramos a mano un leproso —proseguía Jean—, sólo tendrías que imponerle las manos para curarle mágicamente…
—Vamos, no digas tantas gilipolleces sólo porque me tienes envidia.
—Es posible —dijo Jean—. En este momento somos considerablemente más ricos, no nos han pillado, no estamos muertos, somos más famosos y seremos bien recibidos en la sexta planta. Debo reconocer que estaba confundido cuando dije que era un plan para tontos.
—¿De veras? Uh —mientras hablaba, Locke no había dejado de tocarse las solapas de la casaca—, porque tengo que admitir que era un plan descabellado. Un trago más y hubiéramos estado acabados. La verdad es que estoy condenadamente sorprendido de que saliéramos enteros de todo aquello.
Hurgó por debajo de la solapa de su casaca durante uno o dos segundos y extrajo de ella una pequeña madeja de lana del tamaño de uno de sus pulgares. Desprendió un poco de polvo cuando Locke la introdujo en uno de los bolsillos exteriores, tras lo cual se sacudió vigorosamente las manos en las mangas, todo ello sin dejar de caminar.
—Estar a punto de perder sólo es otra manera de decir que se terminó ganando —puntualizó Jean.
—Sin embargo, el licor casi me vence. La próxima vez que sea demasiado optimista respecto a mis capacidades puedes corregirme con un hachazo en el cráneo.
—Me encantará corregirte con dos.
El plan había tenido éxito gracias a la señora Izmila Corvaleur. La señora Corvaleur, que, una semana antes, se había cruzado en los senderos del juego con «Leocanto Kosta», la misma que tenía el elegante hábito de comer con los dedos para confundir al contrario mientras jugaba a las cartas.
Era muy cierto que en el Carrusel del Riesgo no se podía hacer trampas según los métodos tradicionales. Ninguno de los criados de Requin habría manipulado una baraja ni en cien años, ni siquiera a cambio de un ducado. Ningún jugador podía manipular el carrusel, escoger un vial para favorecer a otro o para servírselo a quien fuera. Eliminadas de tal suerte las posibilidades de que cualquier jugador ingiriera, adrede, cualquier sustancia, la única posibilidad que quedaba era que aquél la fuera tomando poco a poco, ingiriéndola de una manera tan sutil como prohibida. Una manera que no pudiera detectarse y que ni siquiera suscitara una saludable paranoia.
Como el polvo narcótico con el que Locke y Jean habían impregnado las cartas en pequeñísimas cantidades, el cual había pasado a la mujer que no dejaba de chuparse los dedos mientras jugaba.
La bela paranella era un polvo alquímico incoloro e insípido, también conocido como «el Amigo Nocturno». Era muy popular entre la gente rica de constitución nerviosa, que lo tomaba para lograr un sueño profundo y reparador. Cuando se mezclaba con alcohol, la bela paranella hacía efecto rápidamente, aunque hubiera sido ingerida en pequeñas cantidades; ambas sustancias se complementaban del mismo modo que el fuego y el pergamino reseco. Y hubiera podido emplearse profusamente con propósitos criminales si no hubiese sido porque se vendía en hierro blanco, a veinte veces su propio peso.
—Por los dioses, aquella mujer tenía la constitución de una galera de guerra —comentó Locke—. A la tercera o cuarta mano ya debió de haber ingerido bastante polvo… posiblemente más cantidad de la necesaria para acabar con una pareja de jabalíes cachondos.
—Al menos conseguimos lo que nos proponíamos —dijo Jean, quitándose de la casaca su propia reserva de polvo. Luego de contemplarla durante unos instantes, se encogió de hombros y la guardó en un bolsillo.
—Es cierto que lo conseguimos… ¡pudimos verle! —dijo Locke—. A Requin. Estaba en la escalera, vigilándonos en mitad de la partida durante varias manos. Seguro que despertamos en él un interés personal —las excitantes ramificaciones de lo sucedido lograron despejar parte del laberinto en que se habían convertido los pensamientos de Locke—. ¿Por qué enviaría a Selendri en persona para darnos una palmadita en la espalda?
—Bueno, suponiendo que estés en lo cierto, ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Quieres seguir en la brecha, como decías, o has pensado en tomarte las cosas con más calma? ¿Quizá seguir jugando en las plantas quinta y sexta unas cuantas semanas más?
—¿Unas cuántas semanas más? ¡Y un cuerno! Ya llevamos dos años pisoteando esta ciudad maldita de los dioses; si, finalmente, hemos logrado romper el cascarón de Requin, creo que tendremos que echarle un par de pelotas y seguir adelante.
—Me parece que estás sugiriendo que lo hagamos esta misma noche, ¿estoy en lo cierto?
—Hemos conseguido picar su curiosidad. Lo mejor es golpear con la hoja recién salida de la forja.
—Creo que todo lo que has bebido te hace ser más impulsivo.
—La bebida me hace ver el lado bueno y divertido de las cosas; son los dioses quienes me hacen ser más impulsivo.
—¡Eh, ustedes, quédense ahí! —dijo una voz que provenía de la calle que desembocaba en el lugar donde se encontraban.
Locke se puso en tensión.
—¿Perdón?
Un joven verrarí, con apariencia de depredador y larga cabellera negra, miraba a Locke y a Jean con los brazos abiertos y las palmas hacia delante. Le pareció ver que varias personas bien vestidas estaban a su lado, justo al borde de un terreno de césped bien cuidado que a Locke le pareció un campo para el duelo.
—Quédense ahí, se lo ruego —dijo el joven—. Me temo que debemos arreglar cierto asunto y que una saeta puede salir volando en cualquier momento, así que les ruego que aguarden un momento.
—Vaya, vaya —Locke y Jean se tranquilizaron al instante. Si alguien quería hacer un duelo con ballestas, tanto la cortesía como el sentido común prescribían el quedarse fuera del campo del honor hasta que hubieran cesado los disparos. De aquella manera, ninguno de los duelistas era distraído por cualquier espectador ni le clavaba accidentalmente un dardo a quienquiera que pasara.
El terreno reservado para el duelo tenía unos cuarenta metros de largo y la mitad de ancho, y se hallaba iluminado por los faroles de luz blanca y difusa que pendían de unos soportes de hierro situados en sus cuatro esquinas. En el centro del terreno se encontraban dos duelistas asistidos por sus padrinos, de suerte que las cuatro sombras grises que arrojaba cada uno de aquellos hombres se entrecruzaban con las que proyectaban los demás. A Locke no le interesaba gran cosa aquel espectáculo, a pesar de que se suponía que era Leocanto Kosta, un hombre de mundo a quien no le importaba que unos extraños convirtieran sus propios cuerpos en acericos. Él y Jean se fundieron con la muchedumbre de espectadores de la manera más discreta posible; al otro lado del campo acababa de juntarse un gentío similar.
Uno de los duelistas era un hombre muy joven, ataviado a la moda con los elegantes ropajes sueltos de un caballero; llevaba gafas, y el cabello le llegaba hasta los hombros, formando rizos muy bien cuidados.
Su rival de casaca roja era de mucha más edad, un poco cargado de hombros y trabajado por la vida. No obstante, parecía tener el ánimo suficiente para disparar. Cada uno de ellos llevaba una ballesta ligera… del mismo tipo que los ladrones de Camorr llaman «de callejón».
—Caballeros —dijo el padrino del duelista más joven—, por favor, ¿no podemos llegar a un acuerdo?
—No, a menos que el caballero de Lashain se retracte del insulto proferido —comentó el duelista más joven con voz chillona y nerviosa—. Me sentiré básicamente satisfecho con que simplemente reconozca…
—No, eso no puede ser —dijo el hombre que asistía al duelista mayor—. Su Señoría no tiene la costumbre de ofrecer disculpas por el hecho de declarar lo que es evidente.
—… con que simplemente reconozca —proseguía a la desesperada el duelista joven— que el incidente fue debido a una confusión desafortunada, y que no es necesario…
—Si Su Señoría condescendiera a hablar con usted —dijo el padrino del duelista mayor—, es evidente que notaría que gime como una loba y, en consecuencia, le gustaría averiguar si también puede morder como una de ellas.
Durante unos segundos, el duelista joven se quedó mudo; luego, con la mano libre, hizo un gesto poco educado al hombre mayor.
—Me veo obligado —dijo su padrino—, sí, obligado… a admitir que no podemos llegar a ningún acuerdo. Que los caballeros se pongan… espalda contra espalda.
Ambos contrarios echaron a caminar el uno hacia el otro (el hombre mayor con vigor, mientras que el joven daba pasos imprecisos) y luego se volvieron.
—Deben caminar diez pasos —dijo el padrino del más joven, con la amargura de la resignación— y luego esperar. A mi señal, ambos darán media vuelta y dispararán.
Comenzó a contar muy despacio los pasos y, lentamente, ambos contendientes se alejaron el uno del otro. El más joven se estremecía de un modo incontrolado. Locke sintió que una bola de tensión a la que no estaba acostumbrado le subía por el estómago. ¿Desde cuándo se había convertido en un tipo tan blando? Que no le gustara mirar no quería decir que él no hubiera podido acabar en una situación similar… Pero a lo que le roía el estómago poco le importaban los pensamientos que rondaban por su mente.
—… Nueve… diez. Alto —dijo el padrino del duelista más joven—. No se muevan… ¡Media vuelta! ¡Disparen!
El hombre más joven se volvió primero, el rostro convertido en una máscara de terror; luego adelantó la mano derecha y disparó. Un nítido tañido de cuerdas recorrió el campo del duelo. Su rival ni siquiera se echó hacia atrás cuando el dardo atravesó siseando el aire que estaba cerca de su cabeza, de la que se alejó por lo menos una cuarta.
El viejo de la casaca roja completó los pasos con más lentitud, los ojos brillantes y la boca convertida en una mueca de desprecio. Su rival más joven se le quedó mirando durante unos segundos, como si quisiera que el dardo, que había salido volando, regresara a sus manos tal y como hubiera hecho un ave amaestrada. Se estremeció, bajó la ballesta y la arrojó encima de la hierba. Luego se quedó esperando con las manos en las caderas, dando profundas y sonoras boqueadas.
Su oponente le miró un instante y luego lanzó un bufido.
—Que te jodan —dijo, y levantó la ballesta con ambas manos. El disparo fue perfecto; con un crujido húmedo, el duelista más joven se derrumbó, muerto, con las plumas del dardo asomándole por en medio de la frente. Cayó de espaldas, agarrándose la camisa y la casaca y escupiendo sangre negra. Media docena de espectadores se abalanzaron sobre él, mientras que una mujer joven, vestida con un traje de noche de tonos plateados, caía de rodillas y gritaba.
—Estaremos de vuelta justo a la hora de cenar —comentó el duelista más viejo sin dirigirse a nadie en particular. Dejó caer la ballesta con despreocupación y se dirigió con paso firme y sonoro hacia una de las grandes casas de azar que se encontraban cerca, su padrino con él.
—Joder con el querido Perelandro —dijo Locke, olvidando a Leocanto Kosta por un momento y pensando en voz alta—, vaya una manera de arreglar las cosas.
—¿No lo aprueba, señor? —una joven encantadora, ataviada con un vestido de seda negra, miraba a Locke con ojos tan penetrantes que causaban desconcierto. No podía tener más de dieciocho o diecinueve años.
—Sé que ciertas diferencias de opinión deben dirimirse con el acero —Jean se entrometía al pensar que Locke estaba demasiado achispado para salir airoso de la situación.
—Los estoques son aburridos; todo el rato de atrás adelante y sin apenas un buen mandoble capaz de matar al contrario —dijo la joven—. Los dardos son rápidos, limpios y piadosos. Puedes pasarte toda la noche acuchillando a alguien con un estoque y no conseguir matarlo.
—Me siento completamente obligado a darle la razón —murmuró Locke.
La mujer enarcó una ceja, pero no dijo nada; instantes después se había ido, confundiéndose con la muchedumbre que se dispersaba.
El alegre murmullo de la noche (la risa y el parloteo de los corrillos de hombres y mujeres que pasaban el rato bajo las estrellas), que se había acallado brevemente mientras duraba el duelo, volvía nuevamente a la vida. La mujer del vestido plateado golpeaba la hierba con los puños, sollozando, mientras la gente que rodeaba al duelista muerto dio la impresión de haberse caído al suelo al unísono cuando se agacharon para verle. El disparo había sido certero.
—Rápido, limpio y piadoso —comentó Locke en voz baja—, idiotas.
Jean suspiró.
—Ninguno de nosotros dos tiene derecho a hacer ese comentario desde que el epitafio «Idiotas malditos por los dioses» sólo espera el momento de ser escrito en nuestras tumbas.
—Tenía razones para hacer lo que hice, lo mismo que tú.
—Estoy seguro de que esos duelistas pensaban lo mismo.
—Salgamos de aquí de una puñetera vez —dijo Locke—, a ver si se me despeja la mente de los vahos alcohólicos mientras nos vamos a la posada. Dioses, me siento viejo y amargado. Cuando veo cosas como ésta me pregunto si era tan condenadamente estúpido cuando tenía la edad del joven muerto.
—Lo eras más —dijo Jean—, incluso hasta hace poco. Y quizá aún lo seas.
La melancolía de Locke fue evaporándose poco a poco, al mismo tiempo que su ofuscación alcohólica, a medida que bajaban los Peldaños Dorados y se dirigían a su objetivo, caminando hacia el norte y tomando la parte noroeste de la Gran Galería. Los artesanos (¿también tendrían artesanas?, ¿esos artesanos fueron humanos?) de los Antiguos, responsables de la construcción de Tal Verrar, habían cubierto todo el distrito con tejados abiertos por un lado que estaban fabricados con cristal antiguo, los cuales bajaban desde la parte más alta, situada en la sexta terraza, hasta el mar que bañaba la región más occidental de la isla, dejando al menos diez metros de espacio bajo ellos en todos los puntos de aquel recorrido. Unas extrañas columnas retorcidas de cristal se elevaban a intervalos irregulares, similares a vides sin hojas que treparan desde el suelo y hubieran sido esculpidas en hielo. De un extremo a otro, el techo de cristal de la Galería cubría una longitud aproximada de mil metros.
Al otro lado de la Gran Galería, al nivel del suelo de la isla, se encontraba el Barrio de Quita y Pon, levantado sobre unas terrazas sobre las cuales los indigentes más miserables tenían el privilegio de construir con escombros las chabolas rechonchas y los refugios que quisieran. Lo único que resultaba problemático de todo aquello era que cualquier viento fuerte procedente del norte, especialmente el que sopla durante el lluvioso invierno, solía remodelar el urbanismo del lugar.
De un modo perverso, el distrito que se encontraba por encima y, justamente, al sudeste del Barrio de Quita y Pon, la Savrola, era el carísimo enclave de los expatriados, lleno de extranjeros que malgastaban sus dineros. En él se encontraban las mejores posadas, entre las que se contaba la que Locke y Jean empleaban para ocultar en ella sus identidades alternativas de hombres acaudalados. La Savrola se hallaba protegida del Barrio de Quita y Pon por altos muros de piedra, y profusamente patrullada por policías verraríes y mercenarios privados.
De día, la Gran Galería se convertía en el mercado principal de Tal Verrar. Cada mañana, mil comerciantes instalaban sus casetas bajo ella sin agotar el espacio disponible, pues, aunque la ciudad aún pudiera crecer muchísimo, aún quedaba sitio para otras cinco mil más. Por una curiosa coincidencia, los visitantes que se hospedaban en la Savrola, y que no tomaban el barco, no tenían más remedio que cruzar el mercado de cabo a rabo para subir hasta los Peldaños Dorados o para abandonarlos.
Desde el continente, luego de cruzar las islas de cristal, acababa de llegar a la Galería el viento del este. En medio de la oscuridad, las pisadas de Locke y de Jean resonaban bajo aquel vasto espacio hueco; la suave luz de las lámparas situadas en algunos de los pilares de cristal creaba islas irregulares de claridad. Montones de hojarasca salían volando de entre sus pies, así como mechones de humo procedentes de fuegos invisibles. Algunos comerciantes llevaban al lugar a miembros de su familia para que se acomodaran en ciertos sitios preferentes y pasaran la noche… por no hablar de los eternos vagabundos del Barrio de Quita y Pon, que buscaban intimidad entre las sombras de la vacía Galería. En el transcurso de la noche, las patrullas solían entrar varias veces en la Galería marcando el paso, pero jamás encontraban a nadie dentro de las casetas.
—Qué desierto está este sitio al anochecer —comentó Jean—, no puedo decir si me molesta o si me encanta.
—Seguro que te encantaría menos si no llevaras a la espalda un par de hachas bien escondidas.
—Mmm.
Siguieron caminando durante cinco minutos más. Locke se masajeó el estómago y dijo algo para sí.
—Jean, ¿por un casual… no tendrás hambre?
—Pues sí, como siempre. ¿Acaso necesitas un poco más de lastre para el licor?
—Me parece buena idea. Maldito carrusel. Si llegamos a perder otra mano más, hubiera acabado por pedirle la mano a aquella dragona humeante a quien los dioses maldigan.
—Muy bien, pues vayámonos a hacer una incursión en el Mercado Nocturno.
En la terraza más alta sobre la que se asentaba la Gran Galería, en el extremo noreste del distrito que se hallaba cubierto por ella, Locke distinguió la parpadeante luz de los faroles y de varios fuegos encendidos dentro de barriles, así como las siluetas imprecisas de unas cuantas personas. El comercio jamás se asentaba de manera duradera en Tal Verrar, pues, con tantos millares de personas yendo y viniendo por los Peldaños Dorados, había el suficiente dinero flotante para que unas cuantas docenas de comerciantes se arriesgaran diariamente a plantar sus puestos al anochecer. El Mercado Nocturno era muy conveniente y siempre resultaba mucho más excéntrico que su contrapartida diurna.
Cuando Locke y Jean se encaminaron hacia el bazar bajo la brisa nocturna, pudieron disfrutar de la excelente perspectiva del puerto interior, con su oscura floresta de mástiles de buques. Al otro lado del mismo, el resto de las islas que conforman la ciudad aparecían indudablemente dormidas, salpicadas aquí y allá por parches de luz que contrastaban con la luminosidad libertina de los Peldaños Dorados. En el corazón de la ciudad, las tres islas con forma de cuarto creciente de los Gremios Mayores (alquimistas, artífices y comerciantes) se hacían un ovillo alrededor de la base de la rocosa y alta Castellana, como si fueran bestias dormidas. Y en la cumbre de la Castellana, como una colina de piedra que dominara un campo plantado con mansiones, se alzaba la vaga silueta de la Mon Magisteria, la fortaleza del Arconte.
Aunque, supuestamente, Tal Verrar estaba gobernada por el Priori, una parte significativa de la autoridad iba a parar al hombre que vivía en aquel palacio, el Maestro de Armas de la ciudad. La oficina del Arconte había sido creada, después de las antiguas desgracias sufridas por Tal Verrar durante la Guerra de los Mil Días contra Camorr, para hacerse cargo del ejército y de la marina, que, de tal suerte, escapaban al control del gremio de los comerciantes, siempre en lucha consigo mismos. Pero el problema que surge cuando se entrega el poder a los dictadores militares, reflexionaba Locke, es que hay que deponer a éstos una vez terminada la crisis. No sólo era el caso de que el primer Arconte hubiera «declinado» la jubilación, sino de que su sucesor estaba un poco más decidido que él a interferir en los asuntos públicos. Aunque se mantuvieran algunos bastiones de frivolidad, como los Peldaños Dorados y los refugios para expatriados al estilo de la Savrola, las diferencias entre el Arconte y el Priori mantenían en vilo a la ciudad.
—¡Caballeros! —la voz que les llegaba por la izquierda acababa de desarticular los pensamientos de Locke—, honrados señores, un paseo por la Gran Galería jamás puede ser completo sin un refrigerio.
Locke y Jean acababan de llegar a la entrada del Mercado Nocturno, y, como no había más clientes potenciales a la vista, los rostros de al menos una docena de comerciantes escrutaron intensamente los suyos desde el interior de los pequeños círculos de los fuegos que habían encendido o de sus faroles.
El primer verrarí decidido a exhibir su mercancía ante las puertas del buen juicio de Locke y de Jean era un hombre manco muy entrado en años, cuyos cabellos trenzados le llegaban a la cintura. Enarbolaba ante ellos un cucharón de madera con el que señalaba cuatro pequeños barriles, dispuestos encima de un mostrador portátil que se asemejaba a una carretilla cubierta con una tabla.
—¿Qué comida puede ofrecernos?
—Exquisiteces de la mesa del mismísimo Iono, el sabor más agradable que puede dar el mar: ojos de tiburón en salmuera, recientemente arrancados. Cubierta crujiente, interior blando, jugo dulce.
—¿Ojos de tiburón? No, por los dioses —Locke puso cara de asco—. ¿No tiene otras partes más convencionales? ¿Hígado? ¿Agallas? Una empanada de agallas nos vendría bien.
—¿Agallas? Señor, las agallas carecen de las virtudes que poseen los ojos; los ojos tonifican los músculos, previenen el cólera y reafirman los mecanismos que el hombre necesita para cumplir con ciertos, ah, deberes maritales.
—No necesito reafirmar ningún mecanismo al respecto —dijo Locke—, y me temo que en estos momentos mi estómago se encuentra demasiado inquieto para apreciar las excelencias de los ojos de tiburón.
—Qué pena, señor. Siento no disponer de agallas que ofrecerle, pues sólo tengo ojos y poca cosa más. Pero los tengo de varios tipos: de tiburón-guadaña, de tiburón-lobo, de viudo azul…
—Amigo, creo que vamos a pasar —dijo Jean, y echó a andar con Locke.
—¿Fruta, mis dignos señores? —el comerciante que iba a continuación era mujer, una joven alta y delgada, confortablemente instalada en una levita de color crema varias tallas más grandes, que montaba guardia ante una pila de cestas de punto; llevaba un sombrero de cuatro picos del que pendía, sujeto con una cadena, un globo alquímico que le llegaba hasta un hombro—. ¿Fruta alquímica, híbridos frescos? ¿Conocen la naranja Sofía de Camorr? Elabora por sí misma su propio licor, muy dulce y fuerte.
—La… conocemos —dijo Locke—, pero ahora no estaba pensando, precisamente, en más licor. ¿Puede recomendarnos algo para asentar el estómago?
—Peras, señor. No habría estómagos indispuestos en el mundo si todos fuéramos lo suficientemente inteligentes para tomarnos varias al día.
Levantó una de las cestas medio llenas y mostró su contenido. Locke examinó las peras, que le parecieron bastante enteras y frescas, y escogió tres.
—Cinco centira —dijo la frutera.
—¿Un volani? —Locke dio muestras de sentirse ultrajado—, ni aunque la puta favorita del Arconte las hubiera tenido entre las piernas y se hubiera frotado con ellas antes de ofrecérmelas. Una centira sería demasiado incluso por todo el lote.
—Por una centira no le daría ni el rabo. No voy a perder cuatro monedas a cambio de una.
—Para mí sería un acto de piedad suprema —dijo Locke— darle dos. Afortunadamente para usted, reboso generosidad; puede quedarse con la propina.
—Eso sería insultar a los hombres y a las mujeres que las cultivaron en los cálidos viveros del Creciente de los Manos Negras; pero quizá nos pongamos de acuerdo en tres.
—Tres —dijo Locke con una sonrisa—. Aunque, hasta ahora, jamás me habían robado en Tal Verrar, me siento lo suficientemente hambriento para otorgarle el honor.
Y le pasó a Jean dos de las peras sin mirarle, mientras rebuscaba en uno de los bolsillos de su casaca para encontrar las monedas de cobre. Cuando le entregó tres cobres a la frutera, ésta asintió.
—Buenas noches tenga usted, maese Lamora.
Locke se quedó helado y la miró.
—¿Perdón?
—Que tenga buenas noches… es lo que he dicho, mi ilustre señor.
—¿No ha dicho…?
—¿Qué es lo que no he dicho?
—Ah, nada —Locke tragó aire, nervioso—. Creo que he bebido demasiado, eso es todo. Buenas noches tenga usted.
Él y Jean abandonaron el puesto, y Locke le dio un mordisco de prueba a su pera. Estaba en un estado excelente, ni demasiado dura, ni demasiado seca, ni demasiado pastosa.
—Jean —dijo entre dos bocados—, ¿oíste lo que me dijo antes de irnos?
—Me temo que lo único que he escuchado ha sido el grito de muerte de esta desafortunada pera. Mira lo que dice: «Nooo, no me comas, por favor, nooo…» —Jean acababa de dejar reducida al corazón la primera pera; mientras Locke le miraba, se llevó el corazón a la boca, lo masticó ruidosamente y se lo tragó entero, excepto el rabo, que tiró al suelo.
—Por los trece dioses —dijo Locke—, ¿por qué tienes siempre que hacer eso?
—Porque me gustan los corazones —respondió Jean un tanto resentido—. Me gustan todas las cositas que son crujientes.
—Las cabras también se comen unas cositas crujientes que son asquerosas.
—No eres mi madre.
—Estamos de acuerdo. Tu madre tenía que ser bastante fea. Oh, no me mires así. Adelante, cómete otro corazón: tiene alrededor una excelente pera que es muy jugosa.
—¿Qué te dijo esa mujer?
—Dijo… Oh, por los dioses, no dijo nada. Sólo que estoy un tanto achispado, eso es todo.
—¿Quieren faroles alquímicos, señores? —un hombre con barba esgrimía ante ellos uno de sus brazos, del que colgaban al menos media docena de pequeños faroles decorados—. Dos caballeros tan bien vestidos no deben caminar sin luz. Sólo los tramposos que huyen se esconden en la oscuridad para que no los vean. No encontrarán mejores faroles en toda la galería, ya sea ahora o por el día.
Jean despachó al hombre con un gesto de la mano mientras él y Locke se terminaban las peras. Locke arrojó con descuido el corazón de la suya por encima del hombro, mientras Jean se la llevaba a la boca, cerciorándose de que Locke le mirase mientras lo hacía.
—Mmmmmm —murmuró con la boca medio llena—, ambrosía. Tú y tus cobardes secuaces culinarios no sabéis lo que os perdéis.
—¿Escorpiones, caballeros?
Aquellas palabras consiguieron que Locke y Jean se detuvieran en seco. Su interlocutor se cubría con una capa: era un hombre calvo con la piel de color café propia de los isleños de Okanti; se encontraba a varios miles de kilómetros de su hogar. Sonrió cuando se inclinó ligeramente hacia sus mercancías, mostrando una dentadura blanca y bien cuidada; estaba de pie al lado de una docena de cajitas de madera; en varias de ellas podía apreciarse cómo se movían unas formas oscuras.
—¿Escorpiones? ¿Escorpiones auténticos, escorpiones vivos? —Locke se agachó para mirar mejor las cajas, aunque manteniendo las distancias—. ¿Para qué los tiene?
—Vaya, por lo que veo han debido llegar hace poco —el therinés de aquel hombre tenía un ligero acento—. Mucha gente del Mar de Bronce está demasiado familiarizada con el escorpión gris de roca. ¿Son de Karthain, quizá de Camorr?
—De Talisham —dijo Jean—. ¿Estos escorpiones grises de roca provienen de aquí?
—Del continente —respondió el mercader—. Y su uso es, fundamentalmente, ahh, recreativo.
—¿Recreativo? ¿Son mascotas?
—Oh, realmente no lo son. El aguijón, como ve…, el aguijón del escorpión gris de roca es un asunto complicado. Primero llega el dolor, cálido y punzante, tal y como se puede esperar. Pero pocos minutos después se siente un entumecimiento agradable, una especie de sueño febril. No es muy diferente de los efectos de esos polvos que se fuman los jeremitas. Después de unas cuantas picaduras, el cuerpo comienza a acostumbrarse a ellas. El dolor disminuye y la ensoñación crece.
—¡Asombroso!
—Lo sabe todo el mundo —dijo el mercader—. Sólo unos pocos hombres y mujeres de Tal Verrar tienen a mano uno de ellos, aunque no lo confiesen en público. El efecto es tan placentero como el del licor y, últimamente, sale menos caro.
—Mmmm —Locke se rascó la barbilla—. Creo que jamás he intentado pincharme con una botella de vino. Esto que nos cuenta, ¿no será sólo un disparate, un poco de entretenimiento para turistas que no tienen ni idea?
La sonrisa del comerciante se hizo más marcada. Extendió el brazo derecho y se remangó la capa; la piel oscura de su esbelto antebrazo estaba sembrada de pequeñas cicatrices circulares.
—Jamás ofrecería un producto que antes no hubiera comprobado personalmente.
—Admirable —dijo Locke—. Y fascinante, pero… quizá sea mejor que ciertas costumbres de Tal Verrar permanezcan inexploradas.
—Lo que dice cuadra perfectamente con sus propios gustos —sin dejar de sonreír, aquel hombre volvió a cubrirse el brazo con la capa y cruzó las manos—. A fin de cuentas, jamás le han gustado los halcones-escorpión, maese Lamora.
Entonces Locke sintió una opresión helada en el pecho. Miró al instante a Jean y descubrió que el hombretón se había puesto súbitamente en tensión. Intentando dar una impresión de tranquilidad, Locke carraspeó.
—¿Perdón?
—Lo siento —el comerciante le guiñó un ojo con aire inocente—. Sólo quería desearles una noche agradable, caballeros.
—Muy bien —Locke le miró intensamente durante unos instantes y luego retrocedió, dio media vuelta y reanudó su camino por el Mercado Nocturno. Jean no tardó en llegar a su lado.
—Lo has oído —susurró Locke.
—Alto y claro —dijo Jean—. Me pregunto para quién trabaja nuestro cordial vendedor de escorpiones.
—No sólo él —murmuró Locke—, la vendedora de fruta también me llamó «Lamora». Tú no lo escuchaste, pero yo sí, y más que bien.
—Mierda. ¿Quieres que demos la vuelta y que agarremos a alguno?
—¿Va a algún sitio, maese Lamora?
Poco le faltó a Locke para tropezar con la mujer de mediana edad que, llegando hasta ellos por la derecha, acababa de abordarles; intentó coger con una mano el estilete de quince centímetros que guardaba escondido en la manga de la casaca; Jean se llevó un brazo a la espalda.
—Creo que se ha confundido, señora —dijo Locke—. Me llamo Leocanto Kosta.
La mujer no hizo ademán de moverse; simplemente sonrió y dijo con sorna:
—Lamora… Locke Lamora.
—Jean Tannen —añadió el vendedor de escorpiones, saliendo de detrás de la mesita llena de pequeñas cajas. Otros vendedores se iban acercando lentamente por detrás de él, mirando fijamente a Locke y a Jean.
—Creo que, ah, todo esto es un malentendido —dijo Jean. Acababa de sacar la mano derecha de la casaca; por su larga experiencia, Locke sabía que el extremo del mango de una de aquellas hachas descansaba en su palma y que el propio mango se hallaba oculto en la manga.
—Nada de malentendidos —aseguró el vendedor de escorpiones.
—Espina de Camorr… —dijo una niña que acababa de aparecer para cortarles la fuga por la parte de la Gran Galería que da a la Savrola.
—Espina de Camorr —repitió la mujer de mediana edad.
—Caballeros Bastardos —dijo el vendedor de escorpiones— que se encuentran muy lejos de su hogar.
Con el corazón martilleándole en el pecho, Locke echó un rápido vistazo a su alrededor. Con la certeza de que ya había pasado el momento de ser discretos, dejó que el estilete cayera en sus dedos pringosos. Daba la impresión de que todos los comerciantes del Mercado Nocturno se interesaban por ellos; estaban rodeados, y los comerciantes estrechaban lentamente el círculo. Arrojaban unas sombras alargadas en el pavimento, justo a los pies de Locke y de Jean. ¿Era la imaginación de Locke o algunas luces se estaban apagando? La Gran Galería parecía más oscura… Maldición, unos cuantos faroles acababan de apagarse justo delante de sus ojos.
—Esto ha llegado demasiado lejos —comentó Jean mientras exhibía una de sus hachas en la mano derecha y se situaba detrás de Locke para juntar su espalda con la suya.
—¡No os acerquéis! —exclamó Locke—. ¡Abandonad ahora mismo toda esta mierda sobrenatural o correrá la sangre!
—Ya ha corrido la sangre… —dijo la niña.
—Locke Lamora… —murmuraron a coro todos los que les rodeaban.
—Ya ha corrido la sangre, Locke Lamora —dijo la mujer de mediana edad.
Las luces de las últimas lámparas alquímicas que aún seguían encendidas en la periferia del Mercado Nocturno disminuyeron de intensidad; cuando los últimos fuegos se apagaron, Locke y Jean se enfrentaron al círculo de vendedores bajo la débil claridad que les llegaba del puerto interior y el irreal parpadeo de los faroles que se encontraban dentro de la vasta Galería desierta, demasiado apartados para infundirles algo de ánimo.
La niña dio un paso hacia ellos; sus ojos eran grises y de mirada fija.
—Maese Lamora, maese Tannen —dijo con su nítida vocecita—, el halconero de Karthain les envía sus saludos.
Locke se quedó mirando a la niña con la mandíbula medio caída. Ella se deslizó hacia donde se encontraban como si fuera una aparición, hasta detenerse a una distancia de sólo dos pasos. Al pensar en la locura que suponía el amenazar con un estilete a una niña que apenas tenía un metro de estatura, Locke sintió remordimientos; pero entonces ella sonrió con frialdad en la penumbra, y la malicia que escondía aquella sonrisa le hizo apretar con fuerza la empuñadura del estilete. La niña se le acercó lo suficiente para tocarle la barbilla.
—Aunque no pueda hablar —dijo.
—Aunque no pueda hablar por sí mismo —coreó el círculo de vendedores que permanecían inmóviles entre las sombras.
—Aunque esté loco —dijo la niña, extendiendo lentamente las palmas hacia Locke y Jean.
—Loco por el dolor, loco más allá de cualquier medida… —susurró el coro.
—Aún le quedan amigos —dijo la niña—. Y sus amigos no olvidan.
Jean, que seguía espalda con espalda junto a Locke, se movió, y al instante sacó la otra hacha, las cortantes cabezas de acero pavonado de ambas frente a la noche.
—Creo que por aquí cerca debe de andar algún mago de Karthain —susurró.
—¡Mostraos, malditos cobardes! —exclamó Locke, mirando a la niña.
—Preferimos mostrarles nuestro poder —dijo ella.
—¿Qué más necesitan…? —susurraron los vendedores formados en círculo, con ojos tan vacuos como los estanques que reflejan la luz en sus aguas.
—¿Qué más necesita ver, maese Lamora? —la niñita hizo una reverencia que más bien era una parodia siniestra.
—No sé lo queréis —dijo Locke—, pero dejad aparte a esta gente. Hablad con nosotros de una puta vez. No queremos hacerles daño.
—Por supuesto, maese Lamora…
—Por supuesto… —susurró el coro.
—Por supuesto que ése es el punto —dijo la niña—. Así que quiere escuchar lo que tengamos que decir.
—Entonces, contadme qué malditos asuntos os traen hasta aquí.
—Deben responder —dijo la niña.
—Responder al halconero. Los dos.
—De todos… ¡jodeos! —exclamó Locke, cuya voz había llegado a convertirse en un grito—. Ya respondimos al halconero. Nuestra respuesta fue que perdió la lengua y diez dedos por matar a tres amigos nuestros. ¡Os lo devolvimos con vida, que era más de lo que se merecía!
—No les correspondía juzgar —siseó la niña.
—Juzgar a uno de los magos de Karthain… —susurró el coro.
—No les correspondía juzgar, ni siquiera presumir que conocían una ínfima parte de nuestras leyes —dijo la niña.
—Todo el mundo sabe que matar a un mago de la Liga se castiga con la muerte —dijo Jean—. Eso y poco más. Nosotros le dejamos con vida y nos molestamos en devolvéroslo. El asunto está zanjado. Si queríais un tratamiento más complejo, habednos enviado, entonces, una puñetera carta.
—Esto no es un simple asunto —dijo la niña.
—Es un asunto personal —dijo el coro.
—Personal —repitió la niña—. Ha corrido la sangre de un hermano y eso es algo que no podemos dejar sin respuesta.
—Malditos hijos de puta —dijo Locke—, ¿acaso creéis que sois iguales que los puñeteros dioses? No se trata de que yo asaltara al halconero en un callejón para quitarle la bolsa, sino que ¡él ayudó a quienes mataron a mis amigos! ¡Me importa un bledo que se haya vuelto loco, que es lo mismo que me importáis vosotros! Matadnos y proseguid con vuestros asuntos o largaos y dejad libre a esta gente.
—No —dijo el vendedor de escorpiones. Un coro de susurros que decían «no» salió de entre las sombras.
—¡Cobardes! ¡Gusanos! —Jean apuntó a la niña con el hacha mientras hablaba—. ¡No vais a asustarnos con esta mierda de teatro que no vale ni un cobre!
—Si nos obligáis a ello —añadió Locke—, lucharemos con vosotros, aunque tengamos que recorrer con las armas en la mano el camino que lleva hasta Karthain. Sangráis lo mismo que nosotros. Me parece que lo único que podéis hacernos es acabar con nosotros.
—No —dijo la niña con una risa ahogada.
—Podemos hacer cosas peores —dijo la vendedora de frutas.
—Podemos dejarles vivir —dijo el vendedor de escorpiones.
—Vivir con inseguridad —dijo la niña.
—Con inseguridad —repitieron a coro los mercaderes mientras comenzaban a retroceder, abriendo el círculo.
—Vigilados —dijo la niña.
—Seguidos de cerca —dijo el coro.
—Y ahora a esperar —dijo la niña—. Prosigan con sus jueguecitos y sigan robando sus pequeñas y míseras fortunas.
—Y aguarden —susurró el coro—, aguarden nuestra respuesta.
—Aguarden nuestra jugada.
—Siempre estarán a nuestro alcance —dijo la niñita— y siempre a nuestra vista.
—Siempre —musitó el coro, dispersándose lentamente hacia sus casetas, cada uno de ellos al mismo sitio que había ocupado minutos antes.
—Siempre les alcanzará el infortunio —dijo la niñita mientras se iba— por culpa del halconero de Karthain.
Locke y Jean no dijeron nada más mientras los comerciantes que los rodeaban llegaban a los lugares que habían ocupado en el Mercado Nocturno, mientras las lámparas y los fuegos encendidos dentro de los barriles volvían a recobrar paulatinamente su anterior vigor y aquella zona lucía sonrosada bajo su cálida luz. Y así terminó todo, los comerciantes volvieron a adoptar sus anteriores actitudes de falso aburrimiento, que no se pierde nada de lo que ocurre, y el parloteo de las conversaciones volvió a rodearlos una vez más. Locke y Jean ocultaron sus armas antes de que alguien llegara a fijarse en ellas.
—Por los dioses —comentó Jean, visiblemente estremecido.
—¡De repente sentí —dijo Locke muy tranquilo— que no había bebido lo suficiente del maldito carrusel! —Su visión periférica estaba rodeada de niebla; se llevó una mano a las mejillas y se sorprendió al descubrir que había estado gritando—. Bastardos —murmuró—, aprovecharse de un modo tan cobarde de una niña.
—Sí —dijo Jean.
Locke y Jean reemprendieron el camino, mirando con cautela a su alrededor. La niñita, que había servido más que nadie de intérprete para los magos de la Liga, se sentaba al lado de un hombre mayor mientras clasificaba bajo su supervisión los higos secos que iba sacando de unas pequeñas canastas. Les sonrió como una boba cuando pasaron a su lado.
—Los odio —susurró Locke—. Odio todo esto. ¿Crees que planean de verdad algo contra nosotros, o que todo ha sido un montaje para asustarnos?
—Supongo que podrían ser las dos cosas —dijo Jean con un suspiro—. Por los dioses, strat péti. ¿Jugamos o lo dejamos? En el peor de los casos, tenemos varios miles de solari registrados a nuestros nombres en la Aguja. Nos los embolsamos, nos metemos en un barco y nos vamos antes de mañana por la noche.
—¿Adónde?
—A cualquier sitio.
—Si esos tíos mierdas han dicho la verdad, no queda ningún sitio a donde huir.
—Sí, pero…
—Jodamos a Karthain —Locke apretó los puños—. Creo que sabes cómo me siento. Creo que sabes cómo debía de sentirse el Rey Gris por lo que había hecho. Aunque jamás haya estado allí, me gustaría aplastar Karthain, quemar todo ese jodido lugar, hacer que se lo trague el mar. Voy a hacerlo. Que los dioses me ayuden. Voy a hacerlo.
Al escuchar aquello, Jean se paró en seco.
—Hay… otro problema, Locke. Que los dioses me perdonen.
—¿Cuál?
—Aunque tú pudieras llegar hasta allí… yo no podría. Soy el único que tiene que estar tan lejos de ti como sea posible.
—¿Qué puñeteras tonterías estás diciendo?
—¡Saben mi nombre! —Jean agarró a Locke por los hombros y éste hizo una mueca de dolor; aquella presa tan férrea no le sentaba bien a la vieja herida que tenía bajo la clavícula izquierda. Aunque Jean comprendió al momento su error y aflojó los dedos, su voz no perdió el tono de apremio—. Mi nombre auténtico, y pueden servirse de él. Pueden convertirme en un títere como hicieron con esa pobre gente. Soy una amenaza para ti mientras permanezca a tu lado.
—¡Me importa una mierda que conozcan tu nombre! ¿Te has vuelto loco?
—No, pero aún sigues bebido y no piensas con claridad.
—¡Claro que estoy bebido! ¿Así que quieres abandonarme?
—¡Por los dioses, claro que no! Pero yo…
—Cierra el pico en este mismo momento, si sabes lo que te conviene.
—¡Tienes que ser consciente de que te encuentras en peligro!
—Claro que estoy en peligro. Soy mortal. ¡Jean, los dioses te aman, no voy a cagarla mandándote lejos, y no voy a dejar que te vayas! Así perdimos a Calo, a Galdo y a Bicho. Si te mando lejos, perderé al último amigo que me queda en este mundo. Y entonces, Jean, ¿quién saldrá ganando? ¿Quién estará protegido?
Jean se encogió de hombros y entonces Locke fue consciente de formar parte de ese proceso que lleva de la embriaguez que se disipa al dolor de cabeza que crece en intensidad, y entonces gimió.
—Jean, jamás lamentaré lo suficiente el haberte enviado a Vel Virazzo. Y jamás olvidaré todo el tiempo que estuviste conmigo, cuando hubieras podido atarme unos pesos alrededor de los tobillos y arrojarme a la bahía. Que los dioses me ayuden, jamás volveré a sentirme bien sin ti. Y me importa bien poco cuántos sean los magos de la Liga que saben cómo te llamas.
—Me gustaría estar seguro de que sabes lo que más nos conviene en todo este asunto.
—Se trata de nuestra vida —dijo Locke—, de nuestro juego, en el que hemos invertido dos años. De nuestra fortuna, que sigue en la Aguja esperando a que la robemos. De todas nuestras esperanzas de futuro. De joder a Karthain. Ellos quieren matarnos y nosotros no podemos detenerlos. ¿Qué más podemos hacer? No pienso meterme de un salto entre las sombras porque lo digan esos bastardos. ¡Adelante con el plan! ¡Los dos juntos!
Como la mayor parte de los comerciantes del Mercado Nocturno acababan de tomar nota de lo animada que había sido la conversación entre Locke y Jean, evitaron hacerles cualquier oferta. Pero uno de los que se encontraban en el extremo norte del Mercado Nocturno era menos sensible que ellos o bien estaba más desesperado por vender algo, así que los llamó.
—¿Un poco de distracción y entretenimiento, caballeros? ¿Algo para sus mujeres o sus niños? ¿Algo ingenioso de la Ciudad del Artificio? —Aquel hombre acababa de volcar una caja para sacar de ella varias docenas de pequeños juguetes exóticos. Su larga y andrajosa casaca marrón estaba forrada en su interior con muchos bolsillos guateados que formaban una multitud de colores chillones: naranja, púrpura, plata recamada, amarillo mostaza. De su mano izquierda, sujeta con cuatro cuerdas, colgaba oscilante la figura de madera de un soldado armado con una lanza, gracias a la cual, y a la ayuda de unos pocos movimientos de los dedos de la mano que lo sostenía, hería a un enemigo imaginario—. ¿Una marioneta? ¿Un pequeño títere como recuerdo de Tal Verrar?
Jean se le quedó mirando unos cuantos segundos antes de responderle.
—Como recuerdo de Tal Verrar —dijo muy despacio—. Perdóneme, pero creo que preferiría cualquier otra cosa antes que un títere.
Jean y Locke no se dijeron nada. Con un dolor en el corazón que rivalizaba con el otro que iba creciendo dentro de su cabeza, Locke siguió al hombretón hasta la salida de la Gran Galería, en dirección a la Savrola, ansioso por sentirse amparado de nuevo por muros altos y puertas cerradas, aunque de poco pudieran valerle.