Los dos policías fueron a pie desde el convento a la estación central de Montréal, que se hallaba cerca. Caminaban en silencio, sumergidos ambos en sus pensamientos más sombríos. Veían las salas cerradas del hospital, donde gemía la locura, niñas atemorizadas mezcladas con los más terribles enfermos mentales. Incluso podían oír el crepitar de los electrochoques en las salas acolchadas. ¿Cómo era posible que hubiera podido existir aquello? ¿Una democracia no debe proteger a sus ciudadanos de las derivas bárbaras?
A punto de vomitar, Lucie sintió la necesidad de romper el silencio. Se arrimó a Sharko y le pasó el brazo alrededor de la cintura.
—No hablas mucho. Me gustaría saber qué sientes.
Sharko sacudió la cabeza y apretó los labios.
—Asco. Sólo un profundo asco. No hay palabras para describir esas cosas.
Lucie apoyó su cabeza contra el sólido hombro de Sharko y así avanzaron hasta la estación. Una vez en la explanada, y ya sin abrazarse, se dirigieron hacia uno de los vestíbulos del gigantesco edificio que, como siempre en verano, estaba a rebosar de viajeros. Gentes despreocupadas, felices o apresuradas…
El gendarme Pierre Monette y uno de sus colegas les esperaban y tomaban un café. Los agentes del orden se saludaron con respeto e intercambiaron unas palabras amables.
Los casilleros de la consigna, dispuestos en dos largas hileras, se extendían frente al cajero automático, bajo la hoja de arce roja de la bandera canadiense. A Lucie le sorprendió que un tipo del carácter de Rotenberg hubiera escogido aquel lugar tan accesible y frecuentado, pero se dijo que el abogado debía de haber duplicado su información en más sitios, en otros lugares, al igual que Lacombe había hecho probablemente con las copias de su film antes de morir carbonizado.
Pierre Monette señaló el casillero 211, que se encontraba al final de la hilera izquierda.
—Ya lo hemos abierto, y esto es lo que hemos encontrado.
Sacó un objeto de su bolsillo.
—Un pen drive USB.
Se lo tendió a Sharko, que se lo llevó a la altura de sus ojos.
—¿Puede hacerme una copia?
—Ya está hecha. Puede quedárselo.
—¿Qué hay dentro?
—No hemos entendido nada. Cuento con usted para que nos lo explique. Su historia ha acabado por despertar mi curiosidad.
Sharko asintió.
—Cuente conmigo. Aún tenemos que pedirles su ayuda. ¿Podrían lanzar una búsqueda prioritaria de un hombre llamado James Peterson o Peter Jameson? Era médico en el hospital psiquiátrico del Mont-Providence en los años cincuenta y vivía en Montréal. Hoy debe de tener unos ochenta años.
Monette tomó nota en un cuaderno.
—Perfecto. Le llamaré probablemente a última hora del día.
Mientras Lucie y Sharko se dirigían hacia el hotel, el comisario se volvió discretamente y buscó a Eugénie entre el gentío. Estiró el cuello, se inclinó para ver por encima de una pareja que tenía enfrente.
No estaba allí.