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Con el rostro descompuesto, Martin Leclerc iba y venía nervioso de un lado a otro de su salón. Entre sus dedos sostenía la foto de Lucie.

—¡Mierda, Shark! ¿Cómo se te ocurre ir a hacer el gallito ante la Legión?

Sharko estaba sentado en el sofá y se sostenía la cabeza con las manos. El mundo se hundía y le aplastaba el pecho. Sufría por la pequeña y valiente mujer a la que había metido en la boca del lobo.

—No lo sé. Quería… obligarles a salir de la madriguera, dar una patada en el hormiguero…

—Pues lo has conseguido.

Leclerc también se llevaba las manos a la cabeza, miraba al techo y suspiraba profundamente.

—Ya sabes que con certidumbres no se consigue nada, ¡sobre todo contra tipos así! ¡Pruebas! ¡Necesitábamos pruebas!

—¿Qué pruebas? ¡Dime!

Desesperado, colérico, Sharko se puso en pie y se encaró a su jefe.

—Tú y yo sabemos que el coronel Chastel está metido en esta historia. Inicia un procedimiento judicial contra él. Mohamed Abane quería alistarse en la Legión y ha sido hallado enterrado junto con otros cuatro cuerpos sin identificar. Puede sostenerse ante un juez si pones de tu parte. La vida de un policía está en juego.

—¿Por qué Henebelle? ¿Qué tienen contra ella?

Sharko apretó las mandíbulas. En cada segundo de cada minuto no había dejado de pensar en la rubita. Quizá por su culpa iba a sufrir el calvario que él mismo soportó en el desierto de Egipto. La tortura…

—Querrán utilizarla como moneda de cambio. Ella a cambio de información sobre el síndrome E que ni siquiera tengo. Me he marcado un farol.

Leclerc sacudía la cabeza, con las mandíbulas apretadas.

—¿Y ese Chastel es lo bastante estúpido como para atacarte acto seguido y descubrirse tan fácilmente? ¿No ha tenido miedo de que nuestros equipos aguardaran a los hombres que ha enviado a tu casa?

Sharko miró a su jefe y amigo a los ojos.

—Maté a un hombre en Egipto, Martin. En legítima defensa, pero no podía hablar de ello. Ya me tenían en el punto de mira y ese Nuredín no hubiera fallado el tiro. Le di a Chastel las coordenadas del lugar donde se halla el cadáver. Me tiene agarrado como yo a él. Es nuestro pacto de confianza.

Martin Leclerc se quedó boquiabierto. Se dirigió a su bar, se sirvió una copa de whisky y se bebió la mitad de un trago.

—¡Me cago en la puta!

Un largo silencio.

—¿A quién? ¿A quién has matado?

Los ojos de Sharko se nublaban. En casi treinta años, Leclerc le había visto pocas veces en aquel estado. Un tipo acorralado, exprimido.

—Al hermano del poli que investigaba sobre las muchachas asesinadas. Era uno de sus centinelas. Hizo degollar a su propio hermano, estaba a punto de matarme. Le maté… por accidente.

El rostro de Leclerc oscilaba entre el asco y la rabia.

—¿Los egipcios pueden relacionarte con él?

—Haría falta que descubrieran el cadáver. E incluso en ese caso, nada me relaciona con Abdelaal.

El jefe de la OCRVP apuró su copa. Hizo una mueca y se secó la boca con el dorso de la mano. Sharko estaba a su espalda, con los hombros caídos bajo su americana arrugada.

—Estoy dispuesto a asumir y pagar por mis gilipolleces, pero antes tienes que ayudarme, Martin. Eres mi amigo. Te lo suplico.

Sharko estaba perdido, noqueado. Leclerc se acercó a una foto enmarcada, depositada sobre un mueble del salón: él y su mujer, apoyados en una barandilla desde donde se dominaba el océano. La alzó y la miró un buen rato.

—La estoy perdiendo porque he querido ser honrado hasta el final. Estaba convencido de que mi profesión era más importante que todo lo demás, y me he equivocado. ¿Qué te ha hecho esa policía para hundirte hasta ese punto?

—¿Me ayudarás?

Leclerc suspiró y de un cajón sacó un sobre marrón. Se lo tendió a Sharko. En el sobre estaba escrito: «A la atención del Sr. Director de la Policía Judicial».

—Olvida mi dimisión. Ya me la devolverás cuando todo haya acabado. Y llévate tu foto y lo que me has dicho. Nunca has estado aquí esta noche. Nunca me has dicho nada.

Sharko cogió el sobre y estrechó con fuerza la mano de su amigo.

—Gracias, Martin.

Se apoyó en el hombro de su jefe y no pudo retener las lágrimas. Leclerc le palmeó la espalda.

—Espero que ella valga la pena.

—Oh, sí, Martin, vale la pena…