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Bajo los efectos demoledores de aquellas revelaciones, Lucie se sentó en un banco, en el parque de la arboleda frente al centro de los archivos. A aquella hora de la tarde el lugar estaba desierto y reinaba una tranquilidad paradisíaca para una ciudad tan grande. Depositó la mochila sobre sus piernas y se frotó el rostro.

La agencia central de información americana implicada en aquel caso. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué tenía que ver el gobierno de Estados Unidos con pacientes internados en hospitales canadienses?

Gracias a sus libros, documentales e investigaciones, Wlad Szpilman había descubierto alguna cosa, Lucie estaba totalmente convencida de ello.

Intentó atar los cabos de su investigación, añadir nuevas piezas al rompecabezas. Naturalmente pensó en el realizador del film, Jacques Lacombe, que se marchó a Washington en 1951 en extrañas circunstancias. La starlette Judith Sagnol habló de un contacto al otro lado del Atlántico, de una persona que deseaba trabajar con Lacombe. ¿Quién era esa persona?

Luego, Jacques Lacombe llegó a Montréal en 1954. Un «americano» que de repente desembarca en territorio canadiense, igual que la CIA.

¿Y si Lacombe tenía algo que ver con la CIA? ¿Y si su modesta actividad de proyeccionista no era más que una tapadera?

Tantas preguntas que volvían una y otra vez, una y otra vez…

Lucie miró su reloj, impaciente. Las siete y diez. Patricia Richaud tenía que reunirse con ella dentro de veinte minutos, el tiempo necesario para terminar su tarea y cerrar. Iba a darle explicaciones acerca de los rumores de la implicación del espionaje americano en experimentos con seres humanos.

Demasiado absorta en sus pensamientos, Lucie no oyó llegar a un individuo por la espalda. El hombre se instaló rápidamente a su lado y sacó un revólver de su chaqueta.

—Levántese y sígame sin hacer tonterías.

Lucie palideció. Pareció que la sangre desaparecía de su cuerpo.

—¿Quién es usted? Qué…

Apoyó el cañón con más fuerza en su costado. Su frente se cubría de gotas de sudor. Un gesto y dispararía. Lucie no tenía ninguna duda.

—No se lo repetiré.

Acento americano. De hombros anchos, unos cincuenta años. Llevaba una gorra negra con la inscripción «Nashville Predators» y unas gafas de sol sin marca. Sus labios eran finos, cortantes como una hoja de palmera.

Lucie se puso en pie y el hombre se situó detrás de ella. La policía buscó con la mirada a paseantes, testigos, pero no merecía la pena. Sin arma y sola, era impotente. Anduvieron unos cien metros sin cruzarse con ningún alma viviente. Un Jeep Datsun 240Z esperaba bajo los arces.

—Conduzca usted.

La empujó secamente al interior. Lucie tenía un nudo en la garganta y perdía su sangre fría. Los rostros de sus gemelas daban vueltas ante sus ojos.

«Así no —no dejaba de pensar—. Así no…»

El hombre se instaló a su lado. Le palpó los bolsillos, los muslos y los costados con gestos de profesional. Le quitó la cartera, extrajo la identificación de policía, que observó atentamente, y apagó el móvil. Lucie habló con voz insegura.

—No sirve de nada, no funciona.

—Arranque.

—¿Qué quiere usted? Yo…

—Arranque, le he dicho.

Obedeció. Salieron de Montréal por el norte, cruzando el puente Charles-de-Gaulle.

Y las luces de la ciudad se alejaron definitivamente.