Una de la madrugada, hora francesa. Aquella misma noche, Sharko recibió en su buzón de correo electrónico el listado de personas presentes en la reunión anual de la red mundial para la seguridad de las inyecciones, SIGN, celebrada en El Cairo en 1994.
El comisario había impreso el documento y regresó a su mesa de cocina, alumbrada por una luz discreta. Desde fuera del edificio tenían que creer que estaba durmiendo.
Según la información proporcionada por el ministerio de Sanidad, el congreso se desarrolló del 7 al 14 de marzo de 1994, en la capital egipcia. Los participantes, elegidos tras una minuciosa selección, llegaron y se marcharon de allí en un avión especialmente fletado por el gobierno egipcio. No se trataba de la vía diplomática, pero poco le faltaba.
Por una preocupante coincidencia, los asesinatos se cometieron entre el 10 y el 12 de marzo, en pleno congreso. Según el perfil establecido desde el inicio de la investigación, uno de los asesinos era una persona con conocimientos de medicina. La ketamina, la sección de los cráneos, la enucleación… El problema de aquella lista era que los doscientos diecisiete franceses presentes en Egipto en aquel momento —omitiendo a los de las organizaciones de ayuda humanitaria, que era otro caso— tenían todos nociones de medicina, y el término de noción no era el más apropiado. Neurocirujanos, psiquiatras, estudiantes de medicina, investigadores y directores del Centro Nacional de Investigaciones Científicas, o biólogos, la mayoría de los cuales habitaban en aquella época en París o sus alrededores. La flor y nata de la investigación francesa. Unos individuos aparentemente irreprochables.
Doscientas diecisiete existencias —ciento dieciséis hombres y ciento una mujeres— que habría que examinar con detalle y a partir de unas suposiciones que se remontaban quince años atrás.
Desde el momento en que tuvo aquellos papeles entre las manos, Sharko se convenció cada vez más de que uno de aquellos individuos, sabedor del fenómeno de histeria colectiva sucedido en Egipto en 1993, fue allí de viaje un año más tarde, con la excusa del congreso, con el único objetivo de asesinar a tres muchachas inocentes para extirparles los cerebros y los ojos.
El nombre del asesino o de los asesinos debía de estar oculto en aquellos papeles.
Las preguntas que le taladraban la cabeza, lo avanzado de la noche, las incursiones de Eugénie y la tensión sensible en el apartamento le impedían concentrarse a fondo en la lista. Su cerebro iba a explotar.
Sharko suspiró. Se terminó su té a la menta, con la mirada perdida. El ejército, la medicina, el cine, aquella historia del síndrome E… El policía sabía que se hallaba frente a un caso que iba mucho más allá de la clásica investigación. Algo monstruoso, que hasta entonces no había vivido.
Y, sin embargo, había tenido que enfrentarse a muchas monstruosidades, más que las que podía contar con los dedos de las manos.
En plena noche, sus sentidos en vela se dirigieron bruscamente hacia la puerta de entrada.
Un ruido ínfimo, metálico, atravesó el silencio del pasillo.
Inmediatamente, Sharko apagó la lámpara y empuñó su Sig.
Allí estaban.
Por debajo de la puerta percibió, muy brevemente, el haz de luz de una linterna, antes de que volviera la oscuridad.
Con los dientes apretados, se levantó de la silla y se dirigió a tientas hacia el salón.
Al otro lado de la puerta, el suelo de linóleo rechinó ligeramente. Sharko tocó el canto de su sofá y se agachó, con la pipa apuntando a ciegas frente a él. Podría haber atacado de frente, por sorpresa, pero ignoraba cuántos eran. Una cosa era segura, rara vez se desplazaban solos.
En el descansillo cesaron los rechinamientos. Las palmas de las manos del policía estaban húmedas contra la culata de su arma. Pensó súbitamente en las fotos del cadáver del restaurador de films: el cuerpo suspendido, vaciado de sus intestinos y relleno de película cinematográfica. Un destino poco envidiable.
El picaporte giró, muy lentamente, antes de volver a su posición inicial. Sharko esperaba que en los segundos siguientes la emprendieran con la cerradura e irrumpieran finalmente en su domicilio, armados de cuchillos o de armas con silenciadores.
El tiempo fue pasando, interminable.
De repente, pudo oír un frotamiento bajo la puerta.
Los rechinamientos volvieron a oírse y se alejaron a un ritmo regular.
Sharko se lanzó entonces hacia el cerrojo y lo abrió con gesto preciso. Un segundo más tarde se hallaba en el descansillo, con el cañón en guardia. Con el puño, dio al interruptor y se lanzó corriendo por las escaleras. Abajo se oyó como se cerraba la puerta de entrada. Sharko bajó los peldaños de dos en dos, casi sin respirar. Llegó al vestíbulo y salió a la calle.
Una larga línea de farolas de luz pálida le recibió a lo largo del asfalto. Ni una rata a izquierda ni a derecha. Sólo el murmullo de una leve brisa, y la lenta respiración de la noche.
A su espalda, la puerta del edificio se entornó pero no se cerró completamente. Sharko descubrió que había un pequeño cartón sujetado con cinta adhesiva en la ranura que impedía que el pestillo se cerrara. Aquellos individuos probablemente instalaron aquel sistema por la tarde, tras la entrada de alguno de los vecinos del edificio, para así poder entrar en cualquier momento sin necesidad de utilizar el interfono. Primario, pero astuto.
El policía subió corriendo a su apartamento. Encendió la luz, cerró con llave y, con el pie, empujó hacia el salón el sobre blanco deslizado bajo su puerta. No lo recogió hasta que se hubo puesto un par de guantes de látex, de los que tenía centenares bajo el fregadero. Era mejor ser prudente.
El sobre era fino, ligero, parecido a los utilizados para la correspondencia. Sharko lo examinó por todos los lados y lo abrió con ayuda de un cuchillo, con un nudo en la garganta.
Tenía una intuición muy, muy lúgubre.
En el interior sólo había una fotografía.
En ella podía verse a Lucie Henebelle y a él, al salir de su apartamento, al día siguiente de la noche pasada allí.
La cabeza de Lucie estaba rodeada con un círculo dibujado con rotulador rojo.
Sharko se abalanzó sobre su móvil y marcó a toda prisa el número de la joven. No daba señal alguna, como si el número no existiera.
Habían sido ellos, Sharko estaba seguro. Por un medio o por otro habían neutralizado la tarjeta SIM del móvil de Lucie.
Al minuto siguiente, con los dedos temblorosos, marcaba el número del hotel Delta Montréal. Le informaron de que no había nadie en la habitación de la señora Henebelle, puesto que la llave se hallaba en el casillero de la recepción. Sharko le dijo a la recepcionista que tenía que hacerle llegar urgentemente un mensaje a Lucie Henebelle y que ésta le llamara sin falta en cuanto llegara.
Colgó, y con ambas manos se cubrió la cabeza.
Creía que había puesto a salvo a Henebelle al otro lado del océano.
Y, por el contrario, la había aislado completamente.
La había metido en la boca del lobo.
Media hora más tarde, incapaz de decidir qué hacer, llamó a la puerta de su jefe, Martin Leclerc, que vivía cerca de la Bastilla, en el distrito XII. Aún no eran las dos de la madrugada.